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El atajo [Fragmento]

Adolfo Bioy Casares





La torre quedaba a la derecha, era de cemento, muy alta, como coronada de una plataforma en que se divisaban personas, probablemente centinelas. Proyectaba un haz de luz giratorio.

-Le juro -ponderó Battilana- le juro...

Porque se había entreabierto la puerta calló. Se asomó una mujer joven, rubia, de pecho prominente, vestida con una suerte de uniforme verde oliva, sin duda militar (camisa de cuello cerrado, faldas). Seria, impávida, los miraba con fríos ojos azules.

-¿Causal? -preguntó.

-¿Causal? -repitió Guzmán con extrañeza; después, expansivo y risueño, refirió-: El señor aquí tiene toda la culpa...

Battilana, interrumpiéndolo con evidente ánimo de tomar a su cargo la explicación, manifestó:

-Perdón, señorita -esbozó un virtual contoneo-. La molestamos porque nos encajamos con el auto. Si nos presta un caballo, lo atamos a la rastra y en dos patadas...

-¿Caballo? -interrogó atónita la mujer, como quien menciona algo increíble-. A ver, salvoconductos.

-¿Salvoconductos? -articuló Guzmán.

Battilana aclaró:

-Señorita, nosotros venimos a pedir auxilio. Si usted no puede es otra cosa.

-¿Tienen o no salvoconductos? Entren, entren.

Entraron en un corredor de paredes grises. La mujer cerró la puerta, dio dos vueltas a la cerradura y guardó el manojo de llaves. Se miraron sin entender. Battilana protestó, lastimoso:

-Pero señorita, no queremos entretenerla. Si no puede prestarnos el caballo, nos retiramos.

Inexpresivamente, en un tono cansado, la mujer especificó:

-Documentos.

-No queremos entretenerla -porfió cortésmente Battilana-. Nos retiramos.

La mujer, sin levantar la voz (por un instante creyeron que hablaba con ellos) llamó:

-Cabo, apersone estos dos elementos al coronel.

Acudió un cabo en uniforme de fajina, los empuñó por los brazos, los condujo expeditivamente por el corredor. En el apresurado trayecto Guzmán preguntaba -procurando no perder la compostura, lo que no era fácil- «¿Esto qué significa?», mientras Battilana alardeaba de amistades altamente colocadas, que harían pagar muy caro a los culpables del error, sin duda involuntario, y ofrecía la cédula de identidad a la mujer que se había ido y al cabo que no escuchaba. El cabo los metió en un cuartito donde una muchacha, de espaldas, ordenaba un fichero; al soltarlos, previno:

-Quietos.

Entreabrió una puerta y con la cabeza en el cuarto contiguo anunció:

-Mi coronel, traigo a dos.

Por toda respuesta llegó una palabra:

-Calabozo.





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