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Historia prodigiosa [Fragmento]

Adolfo Bioy Casares





Yo siempre digo: no hay nadie como Dios.


(Una señora argentina)                



I

Lo que me mueve a escribir no es el agrado de hablar de estas cosas ni el instinto profesional, que ávidamente debería registrar y aprovechar acontecimientos como los que después ocurrieron, no sólo melancólicos, sino portentosos y terribles. De verdad la conciencia me exige, y Olivia me pide, que deje aclarados algunos episodios de la vida de Rolando de Lancker, episodios que determinados sectores últimamente comentaron, difundieron y tergiversaron. Sin duda porque la mente humana trabaja con frivolidad, lo primero que el nombre Rolando de Lancker evoca para mí son las imágenes del interior, oscuro y de cuero, de un break que rueda por un camino barroso, de los leves cartuchos celestes de los Bay Biscuits, de una estudiosa muchacha rubia, de un parque simétrico y abandonado con dos leones de piedra y, más lejos, tres calles de altos eucaliptos que se estremecen en la tormenta. Nada aciago hay en todo esto, o apenas la luz con que retrospectivamente lo veo. Sin embargo el destino para el que tales imágenes sirven de inadecuado emblema, recogido por una pluma menos inepta que la mía, depararía a muchos una lección aterradora.

Como todo el mundo en Buenos Aires -me refiero al mundo de nuestra profesión- yo sabía quién era Rolando de Lancker. No digo que supiera nada concreto, sino vagamente que existía, que había publicado tal libro, que estaba enemistado con tales colegas. Por intercesión de su primo Jorge Velarde llegué después a conocerlo.





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