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Alrededores de la divinanza. Sobre el aforismo

José Mateos

EL ensayo tradicional o el discurso sistemático son, bien mirado, un artificio, una impostura a la que nos hemos ido acostumbrando. Porque, en realidad, nadie piensa continuadamente durante horas, y porque a la postre resulta inevitable que las distracciones de la vida interrumpan -a veces para modificarlo, a veces para suspenderlo o rebatirlo- el discurrir del pensamiento. Por el contrario, la discontinuidad de los libros de fragmentos remite al carácter también discontinuo, abierto, de la reflexión humana.

En la escritura de divinanzas los espacios en blanco responden a las pausas del pensamiento, son como grietas por donde la vida entró, con sus incitaciones, sus solicitudes, sus pormenores...

TODA divinanza padece siempre una alta dependencia de su contexto.

Como ocurre con los cuadros de una exposición, en un libro de divinanzas cada pieza es autosuficiente y, sin embargo, no alcanza su completa significación sin los intersticios que crean las piezas que le preceden y las que le siguen.

UN libro de divinanzas no es un trastero en el que podamos meter cualquier frase que se nos ocurra, cualquier observación genial, cualquier desahogo. Sin una unidad de fondo, sin la coherencia interna que proporcionan una cosmovisión implícita, una personalidad, un humor..., un libro de divinanzas aburre y cansa en las primeras páginas. Se convierte en tocho.

UN buen libro de divinanzas remite siempre a un centro escondido, invisible, alrededor del cual los fragmentos gravitan. En un libro de divinanzas todos los fragmentos deberían estar a la misma distancia de ese centro.

EN una divinanza quedan las huellas de una revelación que no ha querido ser traicionada, que no ha querido ser sistematizada. A diferencia de la sentencia, de la máxima o el proverbio, la divinanza nunca pretende entregarnos una verdad. En una divinanza sólo queda el rastro todavía fresco, húmedo, fragante, de una revelación. La divinanza es la constatación de una huida, la de una presencia que estuvo ahí en un momento determinado de la vida de un hombre y que gracias a la escritura -a sus ecos y sus silencios- todavía queda la memoria de su retirada. En esto la divinanza es hermana de la poesía, que no nos entrega nunca una verdad absoluta, incontestable, sino el paso de esa verdad que todavía podemos rozar en el poema.

DETRÁS de un escritor de divinanzas suele haber siempre un iconoclasta, un terrorista de las grandes construcciones, alguien que sabe que un simple fragmento representa la totalidad de manera más efectiva que cualquier representación de la totalidad.

LA divinanza es posiblemente el modo literario que más participación concede al silencio. Al igual que ocurre en la pintura primitiva o en la pintura japonesa -tan visitadas y revisitadas por la modernidad- en un libro de divinanza los espacios en blanco nunca son mudos, sino que se cargan de densidad significativa, de resonancia.

En un libro de divinanzas los espacios en blanco rara vez obedecen solo a una mera división de contenidos o procedimientos, como, por ejemplo, en una novela, donde el espacio que separa el final de un capítulo y el principio de otro suele equivaler a una tregua, a una invitación al descanso y la distracción.

LOS espacios en blanco entre divinanzas se parecen al hueco que deja la mano tendida. Hay que leerlos también. Están pidiendo su limosna: un poco de atención y discernimiento.

LA divinanza exige tal esencialidad que obliga a quien lo escribe a despojarse de cualquier exceso de equipaje. En realidad, de casi todo su equipaje.

El escritor de divinanzas renuncia a la anécdota, a la descripción, al ejemplo, a la continuidad del discurso... Sacrifica hasta la satisfacción del estilo para obtener ese silencio que le parece más importante que todo lo demás.

LAS divinanzas son pensamientos resonantes. Una buena divinanza queda siempre vibrando, temblando en el lector durante un tiempo determinado y mientras dura esa vibración, la divinanza se va rehaciendo, se va recomponiendo en el lector hasta acabar entregándose... a su manera. Es decir, no entregándose nunca del todo.

PORQUE es un pensamiento resonante, la divinanza exige lectores que sepan crearse un silencio hospitalario e inteligente. Lo que, de alguna manera, contradice la buena sintonía que, al decir de muchos, parece existir entre el género fragmentario y las nuevas tecnologías. Las nuevas tecnologías, debido a la rapidez con que viajan por ellas los mensajes y a la acumulación de conocimientos, imponen unos modos y un ritmo de lectura que obstaculizan esa resonancia. Los formatos de las nuevas tecnologías son, más bien, propicios a la incoherencia y la trivialidad, es decir, a la ocurrencia y al golpe de ingenio, pero no exactamente a la divinanza.

A DIFERENCIA de la ocurrencia o del golpe de ingenio, una divinanza suele ser el resultado de una condensación lenta y misteriosa.

SE escucha y se lee con frecuencia que el aforismo es el género de nuestra época, que es el género literario que mejor puede adaptarse a las nuevas tecnologías y a la rapidez y falta de tiempo del hombre posmoderno. Esta conjetura supone, en el fondo, la creencia de que lo breve exige menos esfuerzo, menos atención que lo extenso. Sin embargo, la divinanza, como por otra parte toda literatura -fragmentaria o no- que se precie, abomina del lector pasivo, impaciente y desatento, tal como lo están conformando las nuevas tecnologías. Por el contrario, es el novelón, el mamotreto narrativo de evasión, en el que la abundancia de trivialidades históricas, peripecias sexuales, lugares comunes, etc., permite al lector despistarse de la lectura durante páginas y volver a tomar el hilo sin problema, el género más apropiado para este lector, como por otra parte nos confirman las listas de libros más vendidos.

PORQUE entiendo la divinanza como un pensamiento resonante, en un libro más que de espacios en blanco entre ellas, deberíamos hablar de espacios huecos. Lo que separa una divinanza de otra divinanza es un vacío, un espacio hueco. Gracias a esa oquedad la divinanza consigue su resonancia. Esa resonancia que hace que cada divinanza de un libro repercuta en las demás.

DEL mismo modo que esas figuras de la gruta de Chauvet parecen emerger de la pared de la cueva o que la mejor pintura de siempre parece haber surgido de la superficie inmaculada de un lienzo, la divinanza, debido a su disposición en la página, también parece haber emergido, después de no sé qué proceso misterioso, de una oquedad silenciosa, de ese profundísimo fondo blanco de donde todo procede: los dioses, la materia, la voz humana...

LA divinanza, como la poesía, es ubicua, se encuentra por todas partes, en novelas, cuentos, dramas, ensayos... No hay género que no la acoja. La ubicuidad de la divinanza denota su originalidad. En el principio, fueron el canto y la divinanza, padres primeros de toda literatura.

EL escritor de fragmentos tiene que merecerse antes sus divinanzas, si no las divinanzas nunca llegan.

LA sencillez de una divinanza es infinita. Un fragmento de poquísimas palabras requiere muchísimas palabras para ser explicado. Y aun así, nunca queda explicado.

La mejor divinanza es ambigua y desconcertante y, al mismo tiempo, misteriosamente exacta.

LA colisión de dos conceptos contradictorios prende el fuego de una divinanza.

HAY fragmentos que son puntos de llegada y fragmentos que son puntos de partida. Los primeros -la mayoría de los escritos por Lichtenberg o por los moralistas franceses- son meras observaciones brillantes, epigrama de salón. A veces, nos divierten en pequeñas dosis y generalmente sólo sirven para reforzar nuestras ideas. Los leemos y, una vez comprendidos, se agotan.

Los segundos, los fragmentos que son punto de partida -los de Simone Weil o Antonio Porchia, por ejemplo- merodean por lo indecible, nos interrogan. Siembran y con cada lectura germinan en nuevos itinerarios del pensamiento. Son divinanzas. Son inagotables.

UNA divinanza siempre deja algo por decir.

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