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Corriente alterna. Experiencia del aforismo

Gabriel Insausti

Todo el mundo bendice el nombre de Thomas Alva Edison, pero pocos se acuerdan de Nikolas Tesla, aquel ingeniero serbocroata que en 1881 fichó el propio Edison para que trabajase en la sede parisina de su compañía. El caso es que el primero tenía la perseverancia y la inventiva, pero el segundo los números y el conocimiento teórico, y al poco de entrar en la General Electric dio con una tecnología más eficaz que la Corriente Continua que había inventado Edison: la Corriente Alterna. Tres años después Tesla rompió con Edison y recaló en la compañía rival, la Westinghouse, montó la primera central hidroeléctrica en las cataratas del Niágara y pronto suministraba electricidad a la ciudad de Buffalo, a 32 Km.

Edison se había visto sobrepasado por su antiguo empleado, pero como era de natural marrullero se dedicó a propalar infundios y calumnias, diciendo que la electricidad obtenida mediante Corriente Alterna resultaba mucho más peligrosa que la producida mediante Corriente Continua. Electrocutó en público a gatos y perros con el fin de demostrar que el de Tesla era el invento del Maligno, promovió el uso de la Corriente Alterna en la silla eléctrica e incluso llegó a proponer que en lugar de «electrocutado» se acuñase el término «westinghousado». Tesla no se arredró: se expuso a una Corriente Alterna que atravesó su cuerpo sin causarle ningún daño y en la feria de Chicago de 1893 exhibió sus generadores, con lo que el signo de la batalla cambió a su favor.

Edison y Tesla fueron pues el Caín y el Abel de aquel nuevo amanecer que hubo en el nacimiento de la electricidad. Solo que el invento de Edison era un engorro: resultaba poco práctico por lo costoso de su transporte, ya que se sufrían grandes pérdidas en las largas distancias, y eso obligaba a que en las ciudades hubiera cada pocos metros una central. ¿Quién querría vivir en una ciudad así? Hoy, para disfrutar de la luz bajo la que usted está leyendo esto, ha sido necesario el ingenio de Edison, que es el que creó la bombilla, pero también el de Tesla, que es el que aportó la corriente que pone incandescente su filamento.

¿En qué consiste exactamente la diferencia? Pues muy sencillo: en la Corriente Continua se produce un flujo siempre en el mismo sentido, del polo negativo de la fuente al polo positivo; en la Corriente Alterna, en cambio, los electrones no se desplazan de un polo a otro sino que a partir de su posición fija en el cable oscilan dentro de una misma amplitud y a una frecuencia determinada. En este segundo caso no hay, por tanto, un flujo constante, sino que va cambiando de sentido y, por tanto, de signo.

Creo que si hay una escritura que se parece a la Corriente Continua de Edison, también hay otra que tiene más que ver con la Alterna de Tesla. A la primera pertenece el novelista que acomete el capítulo XXXVIII de la segunda entrega de su trilogía sobre Tamerlán. A la segunda, el tipo que va observando aquí y allá, esto y lo otro, y de cuando en vez hace un apunte en su cuaderno. Al menos así empecé a escribir aforismos, al modo de Tesla, hacia 2008, cuando vivía en Pamplona pero trabajaba en San Sebastián y entretenía la hora larga de autobús, entre ambas ciudades, con un libro. De esas lecturas empezaron a nacer algunas anotaciones como una forma de resistirme al hecho de que verba volant. Y de aquellas anotaciones quedaron las frases que componen Preámbulos (2015), el primer volumen de aforismos que publiqué.

Pocas eran las referencias del género con las que contaba. No era, no soy aún hoy, un especialista de la distancia, y apenas había leído a La Rochefoucauld, Joubert, Nietzsche y Cioran, me parece. De ahí quizá que saturase un poco aquellos aforismos primerizos de un sentido moral que, sí, ha de estar siempre ahí, pero que en este caso ahogaban la poesía que debiera haber también. Algunos ejemplos en esa línea: «Todas las opiniones son respetables salvo ésta», «Para que puedas explicármelo primero he de entenderlo», «Las soluciones sirven para abrir paso a nuevos problemas», «Algunos argumentos, como la piedra en el lago, solo dan en el centro porque dibujan su propia diana», «Hay algo peor que decepcionar a todo el mundo: no decepcionar a nadie» ...

Supongo que uno de los atractivos que ofrece el género es ése precisamente: para muchos que hemos estudiado filosofía pero no nos dedicamos a la tarea filosófica, estas reflexiones breves y esporádicas permiten una reconciliación con el pensamiento sin la necesidad de desarrollar el discurso, solo esa iluminación momentánea. Nada de entimemas y razonamientos fluviales: el aforismo se presenta como axiomático, sin el peso muerto de los porqués, los sin embargos, y únicamente sugiere algo parecido a un argumento cuando al cabo de recorrer esas miguitas de pan adivinamos que esbozan una imagen. Solo lo adivinamos, en realidad hemos de construirla nosotros. Un aforismo suelto es algo más o menos cerrado, pero en el instante en que se inserta en una secuencia empieza a dialogar con sus predecesores, forma parte de una constelación, se convierte en un nudo de relaciones.

Lo cual significa que si en toda expresión literaria ha de haber más cera que la que arde, si el texto supone tan solo la punta de un ingente iceberg, esto se cumple con creces en la modestia del aforismo, que siempre está al borde del silencio. Y para quien como yo se dedica a la vida académica tal cosa supone una liberación y una disciplina al mismo tiempo. Liberación, porque uno queda eximido de esmerarse en la arquitectura del texto, de justificar cada afirmación y remitirse a un aparato bibliográfico. Disciplina, porque entonces lo que se diga ha de gozar de cierta autonomía, ha de tenerse en pie por sí mismo, sin el andamiaje pesado y lento de la prosa que frecuentamos en el gremio. En una era de la levedad y la rapidez que profetizó Calvino, de la validez autosuficiente del fragmento que vindica la crítica, el aforismo camparía a sus anchas. ¿Lo ven? En cuanto se deja al académico suelto, empieza a encadenar referencias. No hay remedio.

Eso significa también que la discontinuidad, el silencio que se susurra en el blanco de la página entre un aforismo y otro, los ecos y recurrencias que resuenan ahí, pueden ser parte sustancial del mensaje. Recuerdo que en una ocasión alguien pasó una tarde con Cioran, al volver a casa recapituló algunas de sus declaraciones, ideó unas preguntas para esas respuestas y lo publicó todo con el título de «entrevista exclusiva». Al bueno de Emil se lo llevaban los demonios porque él precisamente a lo que no aspiraba era al sistema, a la jerarquía, a la coherencia. O sea, a rellenar los huecos. Esa sería la diferencia entre su pensamiento y el de un Wittgenstein, por ejemplo, pese a recurrir ambos a una exposición aforística. El aforismo se lleva bien con una época amiga de la contradicción, en la que todo es reversible, y huye como de la peste de la declaración definitiva. En un mundo refractario a las esencias inmiscibles y constantes - «líquido», lo llamó Bauman- constituiría el medio ideal para tirar la piedra y esconder la mano.

Definir el aforismo es pues labor que dejo a los expertos en la materia, como Paulo Gatica, José Luis Trullo, Manuel Neila o Javier Recas. En alguien tan poco esclavo del prurito de la ortodoxia, sería absurdo empeñarse en la tarea, por más que siempre me parezca que los géneros –con todas las mixturas y rupturas con que uno quiera tomárselos- resultan útiles en cuanto contribuyen a proporcionar definición y forma a la idea. Llega una ocurrencia y cavilamos: ¿es un aforismo o un poema? ¿O acaso un microrrelato? ¿O valdría como entrada de un diario? ¿O…? Hace pocos meses, eso sí, en unas jornadas sobre esta cosa inaprehensible organizadas por Erika Martínez se suscitó un debate interesante: Mario Pérez Antolín vindicaba ante todo la libertad, Miguel Ángel Arcas la definición genérica. Y los dos tenían razón, quizá: el aforismo nos libera de la tiranía del metro de la poesía, de la concatenación discursiva de la prosa, pero si no contiene ese hallazgo verbal, esa expresión feliz, queda en nada; y, al mismo tiempo, cuando intentamos encerrarlo entre las manos con requisitorias y condiciones corremos el peligro de asfixiarlo. Es, imagino, el peligro de las formas breves: que por serlo se antojan engañosamente fáciles, asequibles a la fortuna de cualquier ingenio, y pueden dar en el «todo vale».

De entre los cientos de aforismos que he escrito hay algunos que cabría llamar «metaforismos», y que sin buscar una definición taxativa sí intentan iluminar algún aspecto. Uno reza: «El aforismo es la prisa de la prosa», y no requiere explicación alguna; otro dice: «El ingenio solo agita el farol de una verdad», y valdría como réplica al primero porque, ojo, cuando la agudeza es puramente verbal, cuando se basa solo en la coincidencia fortuita de la materia fónica, no tarda en borrarse como la escritura sobre la arena de la playa; otro asevera: «En el cómo está el qué», y valdría como divisa moral pero pretende sugerir un criterio retórico, el hecho de que en rigor, cuando hablamos de literatura el significado es indisociable del significante; otro, por fin, apunta: «¿En la onda? En lo hondo», quizá porque nunca me ha seducido sumarme a eso que hoy llaman mainstream, y que suele esconder el imperativo gregario de balar con el rebaño. «Pensamiento dominante», lo escribí en algún lugar, es un oxímoron.

Creo que estos dos últimos adelantan lo que busco en el aforismo: la idea que va de la mano de la gracia, esa búsqueda de lo certero de la formulación, que rehúye lo obvio y consabido pero al mismo tiempo nos devuelve una suerte de anagnórisis platónica. «¡Es lo que había pensado siempre, sin saber decirlo nunca!», sentimos a menudo ante un buen aforismo. Ese es quizá mi aforismo predilecto, y con frecuencia se da como una suerte de don: uno oye unas palabras en boca de un amigo, o las pilla al vuelo al pasar por la calle, y apenas necesita cincelarlas un poco y situarlas en el contexto de la página para otorgarles un sentido inesperado. Si los surrealistas hablaban de objet trouvé, para cuándo la phrase trouvée. Dejo aquí los que menos reparos me despiertan:

  • Que nada te empañe la lucidez de verlo todo empañado.
  • No lo esperaba. Por eso sé que es verdad, porque no lo esperaba.
  • Conseguirlo sirve para averiguar que no lo necesitabas.
  • El otro está en la orilla opuesta, pero de un lago.
  • Ya no me rebelo, pero aún no me resigno: para decir lo que hago me falta una palabra.
  • Nada como una exhortación para desbaratar un buen ejemplo.
  • Salimos ganando cada vez que nuestra ironía sufre una derrota.

Hasta hace poco, debo reconocerlo, mis aforismos me provocaban cierta insatisfacción que he intentado combatir en el último año. ¿Por qué? Porque, al menos en mis primeros dos libros, me pareció que rezumaban un exceso de causticidad. Había utilizado el género para deshacer el espejismo de falsas certezas, para desbaratar lugares comunes, para descartar las idées reçues, pero no tanto para proponer nada. Una labor de zapa, puramente negativa, que tal vez esté bien en los comienzos pero que llega un momento en que resulta insípida. Y demasiado cómoda: criticar sin verse nunca obligado a enunciar desde qué posición se critica supone una estrategia elusiva, quizá legítima en un mundo en el que la libertad de expresión mengua a ojos vista, pero un tanto cobarde. La solución, sin embargo, se antoja difícil en este siglo relativista que o bien incurre en una hipertrofia ética irritante o bien se declara en bancarrota moral. «Predicar es el desierto», escribí en una ocasión. Y también: «No encontré un púlpito, tuve que levantarlo con mis palabras; y ellas me susurran siempre que no suba». A veces un modo de romper ese muro es idear el aforismo performativo, ese que no solo dice sino que hace lo que dice, y por el camino de la negatividad se autodestruye, por ejemplo: «¿Para cuándo una pregunta que no sea, enmascarada, una afirmación?». No se trata, sin embargo, de una veta que se pueda explotar con demasiada frecuencia. Y, frente a esos ejercicios de circularidad, prefiero los que abren un paisaje indeterminado y tientan en la sombra: «Todo acto es un proyecto de arrepentimiento», «Había tanta gente que no encontré ni una persona», «Estoy dispuesto a vivir, mientras sea por una buena causa» ...

En fin, solo me queda decir que al mencionado Preámbulos (Renacimiento, 2015), añadí poco después El hilo de la luz (Siltolá, 2016), Saque de lengua (Premio «José Bergamín», 2018) y Estados de excepción (Libros al Albur, 2019). También he traducido y editado una colección de aforismos de Wilde (Renacimiento, 2018) y de Logan Pearsall Smith (Pre-Textos, 2019). En 2022, si las cosas no se tuercen saldrá en Renacimiento una nueva entrega, Cábalas, que reúne lo más salvable de lo anterior y varios cientos de inéditos. Seguiré intentándolo desde la perplejidad que he espolvoreado en estos pocos que dejo aquí como colofón. Y me pregunto qué diría Tesla...

  • Empecé a entrever que todo es instante… y era ya otro instante.
  • En la decepción hay una pedagogía.
  • Lo que sé acaba en un muro, lo que no sé empieza en una orilla.
  • Hoy me he alejado de Dios, por eso Él está más cerca de mí que ayer.
  • La norma sirve para hacer visible la excepción.
  • Estoy del lado de los que no están de un lado.
  • Crucé el puente y todo seguía siendo más hermoso en la otra orilla.
  • Desde una cima no podrás ver las flores.
  • Prefiero que lo encuentres, por eso lo he escondido.
  • Te has ido de este amor: me has dejado a mí todo el trabajo.
  • Todo salvo lo que nos arrebate el todo.
  • No sé qué es el alma, pero siempre está en una ventana.
  • El hombre, donde pone el dedo, pone la llaga.
  • Estar contigo es ya un jardín, no hace falta amurallarlo.
  • No, no está todavía entero: falta que tú lo mires.
  • Quisiéramos decir «Todo está bien», pero lo único que está bien es que queramos decirlo.
  • No temas el castigo por tus actos: el castigo son tus actos.
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