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El aforismo español ante el siglo XXI

José Ramón González

En los últimos años el aforismo español se ha consolidado como pieza significativa en el sistema de géneros, alcanzando una visibilidad nada desdeñable en el campo literario y en el mundo editorial. Se trata de un auge aún precario, sin duda -especialmente si lo comparamos con géneros tradicionales bien arraigados-, pero ya de innegable entidad. Las cifras de libros publicados lo confirman fehacientemente. Dejando a un lado los muchos textos que se difunden a través de revistas (tradicionales o digitales), en blogs o bitácoras y en páginas web de todo tipo y condición, se ha pasado de un total de 8 libros de aforismos publicados en España entre 1981 y 1990, a los 37 de los años 90, los 93 de la primera década del nuevo siglo, y los más de 12 por año que llevamos en esta segunda década del siglo, que ahora promediamos: 13 libros en el 2011, 13 en el 2012, 16 en el 2013, 17 en el 2014 y 20 en el 2015. Los datos dibujan, además, en su progresividad una clara tendencia al alza. El aforismo parece haberse instalado con fuerza en el mundo literario y todo hace sospechar que no se trata de una moda pasajera, fruto del capricho de editores comprometidos con una causa perdida o del entusiasmo de un pequeño sector de lectores expertos, sino de una presencia que responde a razones de otra índole. Su crecimiento en paralelo al de otras formas breves -el microrrelato es seguramente el mejor término de comparación, pero también podríamos apuntar a ese otro género de discurso todavía sin nombre que conforman las entradas de los blogs o bitácoras, o a las diferentes fórmulas de expresión minimalista que propician las redes sociales- parece confirmar que su implantación va más allá de lo meramente coyuntural. Escribir y leer aforismos es una práctica habitual y el género va abandonando poco a poco su condición marginal. El gusto por lo breve parece haberse extendido y el aforismo crece al impulso de una corriente más amplia que abarca una multiplicidad de fenómenos. Y en ello juegan sin duda un papel determinante las formas culturales propias de nuestro momento histórico.

En un trabajo publicado hace ahora poco más de un año, me preguntaba, con cierta osadía, si el auge del aforismo y otras formas hiperbreves estaría relacionado con el hecho de que nuestra cultura vive en una etapa de lo que, a falta de mejor nombre, podríamos denominar «nueva oralidad» o «pseudo oralidad». Y no solamente por el predominio de lo oral y lo visual en un entorno dominado por los medios de comunicación de masas, sino porque incluso la comunicación escrita a través de los medios digitales remeda en su inmediatez y en su posibilidad de interacción y respuesta a una conversación tradicional ejecutada con nuevos medios tecnológicos. Por eso, tras destacar el predominio de oral/visual sobre lo escrito, precisaba en ese trabajo: «Pero no solamente porque los nuevos medios de comunicación masiva -tv, cine, radio, vídeo- son predominantemente orales y visuales, sino porque en aquellos otros en los que no sucede así y la escritura sigue teniendo un gran peso -pienso en internet, por ejemplo- lo escrito se asimila cada vez más a lo oral. O, dicho de otra forma, lo oral coloniza la escritura y condiciona su forma y su función. Entre otras cosas, destruyendo el viejo concepto de texto, desmembrándolo y atomizándolo. Convirtiéndolo en una sucesión de secuencias relativamente autónomas, sin complejas relaciones de subordinación y jerarquización». No es que ese prodigio tecnológico relativamente nuevo en la historia de la humanidad que es la escritura, como nos lo recuerda Walter Ong en su memorable libro Oralidad y escritura, esté en peligro o en trance de desaparecer, pero es cierto que comparte espacio con una nueva forma de escritura digital -internet manda- cuyas características son radicalmente diferentes. La brevedad se ha convertido así en un hábito mental y los nuevos lectores, sin dar la espalda a la lectura morosa y detenida (basta frecuentar las librerías para comprobar que se siguen vendiendo novelas y obras voluminosas y de gran extensión), disfrutan con textos que parecen adecuarse a aquellos formatos a los que la revolución digital nos tiene acostumbrados.

No es ésta seguramente la única razón que explica la importancia adquirida por las formas breves, y en realidad habría que matizar con mucho más detalle, pero parece razonable pensar que éste es al menos uno de los factores que contribuyen a su éxito. Si a ello le añadimos el retorno de la subjetividad del que han hablado tantos autores -que se traduce a menudo en una intimidad exhibida, aireada y comunicada- y la capacidad del aforismo, en sus diferentes variantes, para sorprender al lector, otorgándole la posibilidad de percibir la realidad bajo una nueva luz (a menudo crítica, pero a veces meramente gozosa), estaríamos ante un conjunto de condicionantes que nos ayudan a entender el renacer del género en España. Además, la proclividad del público a aceptar los nuevos géneros que se ajustan a la fórmula esperada (que forman parte ya, por tanto, de su horizonte de expectativas) genera a su vez un círculo virtuoso, en el que interviene, entre otros factores, la emulación. La publicación de libros de aforismos parece suscitar la creación de nuevos libros de aforismos y los autores que nunca se habían acercado al género, o que tal vez lo cultivaban en secreto, se animan a intentar el salto a lo público. Y aunque sabemos bien por experiencia que no existe una relación directa entre cantidad y calidad, es importante destacar que ese crecimiento ha permitido al menos la normalización del género en nuestro medio literario.

Lo paradójico del caso, sin embargo, es que a pesar de su brevedad el aforismo no es un género fácil. No lo es para el creador, ni, tampoco, para el lector. Un buen aforismo no es solamente producto del azar o la inspiración. Puede brotar súbitamente, como una revelación, cierto, y así sucede a menudo, pero el escritor debe sopesar cuidadosamente el alcance y la fuerza de su plasmación lingüística, y debe ajustar las piezas como si se tratara de un mecanismo de máxima precisión. Nada puede faltar y nada puede sobrar, por eso a menudo un buen texto se malogra por un adjetivo, un artículo o una preposición de más… o de menos. Una vez logrado, el texto traslada la sensación de algo inmodificable, rotundo y completo. Puede ser reescrito, parodiado, respondido o cuestionado, pero seguirá siendo, como la buena poesía, un ejemplo casi perfecto de lenguaje «literal»; esto es de aquel tipo de expresión verbal que ha sido concebida para ser reproducida en sus propios términos y que, por lo tanto, no admite modificación, resumen o paráfrasis. Por otra parte, es una escritura en riesgo y el autor no siempre alcanza la tensión y la intensidad requeridas. De ahí que deba ser autoexigente y humilde, y prescindir de las piezas fallidas para evitar que el ingenio y el brillo -cualidades de superficie- traicionen a la inteligencia, a la belleza y a la verdad (aunque se trate de una verdad precaria, sin pretensiones de trascendencia, que se presenta como producto de un involuntario advenimiento que, casi por casualidad, vierte luz sobre el mundo y la realidad). Y si del polo del creador pasamos al del lector, nos encontramos con una realidad similar: sumergirse en la escritura aforística no es tarea fácil. La altísima densidad de los buenos textos exige una lectura atenta y perceptiva y una particular disposición por parte de quien se acerca a ellos. Leer, releer, permitir que el texto deje poso y brasa viva no son tarea propia de un lector cualquiera. El aforismo no admite distracción ni cansancio y demanda una respuesta activa. Claro está que hablamos de buenos aforismos y de buenos lectores, porque, como en todo, también hay quien se queda con el oropel y pasea inadvertido por la superficie de los textos, sin dejar tiempo ni espacio para que estos sacudan y calen.

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