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Prólogo «El arte de eludir»1

José Luis Morante

En las dos décadas de apertura del siglo XXI el emergente renacer del aforismo, como epicentro del decir breve, promueve fértiles itinerarios personales. La escritura mínima, liliputiense, es asistemática. Evidencia sombras, contradicciones, paradojas. Expande rutas hacia interpretaciones abiertas, nunca unidimensionales, de los estratos reflexivos del texto. Los días laborables de cada escritor cultivan una conciencia de lo distinto, definida sobre el trayecto cronológico a través de enfoques formales, ideológicos y estéticos. En la puesta en escena de lo especulativo prima siempre el deambular solitario.

Los enunciados concisos corroboran una dialéctica en progreso de líneas, estilos y posibilidades. Dentro de la depuración y la síntesis, este tramo secular confirma una nutrida segmentación generacional basada en el sincretismo y los idearios adánicos. Si cada aforismo resulta autónomo y suficiente, los mosaicos completos compendian el todo que refuerza la esencial discontinuidad del pensamiento. El relato final reitera las constantes vitales; un material orgánico que se consume poco a poco, hecho de pasos y latidos.

Como género proteico, el indicio aforístico es agua adaptada al molde. Acepta con humildad las propias limitaciones. Carece de sistemas filosóficos de aplicación universal. Sus convicciones y juicios son horizontes que se disuelven; reflejos revestidos de una luminosa tonalidad crepuscular. Los tejidos verbales aceptan que, aunque lucidez e inteligencia son manifestaciones indispensables, también deben dormir de cuando en cuando y cerrar los ojos para que la referencia subjetiva emprenda navegaciones por aguas mansas. El silencio sosiega y promueve la asimilación.

Desde dentro hacia fuera, en la capacidad receptiva de la palabra frugal es inevitable el contexto. Las impresiones exteriores acercan los rincones del recorrido vital. Proporcionan claves situacionales y contenidos temáticos, mientras alzan activos escenarios donde se desenvuelven las complejas tramas de las relaciones sociales. El entorno como referente descriptivo deposita claras implicaciones en la sensibilidad de quien percibe y en los puntos de vista. Es anatomía; por tanto, regula perspectivas y proporciona coordenadas dialécticas.

La condensación creadora convive con una voluntad miscelánea y trasversal. Se relaciona con otros géneros como la poesía, el ensayo, la crítica, el enunciado autobiográfico o la ficción. Esta convivencia amplia la indefinición genérica y determina una construcción conceptual donde se entrelazan registros plurales. Los aforismos integran pensamiento poético, filosofía, sociología y experiencia. Son ingredientes sintomáticos que generan una estimulante pulsión intelectual.

En la institucionalización de la práctica conceptista contemporánea los nombres integrados en la presente antología escriben a contrapié; sus relámpagos de lucidez afloran desde una perspectiva singular. En el repliegue introspectivo encuentran las raíces de su escritura. La expresión se hace tierra de labor para que fertilice en ella la dispar cosecha del pensamiento. La diversidad irradia tradición; es una constante que se ha mantenido en el tiempo desde las primeras fuentes históricas. La claridad enunciativa aglutina estampas vitales, sustratos de la memoria, reflexiones críticas y reflejos de una identidad sucesiva y cambiante. Pero la disparidad también manifiesta una «filosofía de la coherencia con uno mismo», como enunciara el aserto clásico de Marco Aurelio, el emperador filósofo. El discurso interior cimenta una realidad propia, sea o no unificada.

El aforismo parte de una voluntad de autoconocimiento. Constata la evolución en el tiempo. El empeño por construir entidades que muestran sus trazos, desde una postura ética en los límites dilatados del devenir, ese terreno transitable que se abre al otro como espacio dialogal.

En la estética del decir breve el fluir aleatorio de la conciencia se autobiografía. Las prolijas anotaciones buscan afinidades con el diario íntimo para escuchar sus progresiones, contrastes y claroscuros. En palabras de Baudelaire: quien escribe muestra su corazón al desnudo. Desde esa necesidad indagatoria se han multiplicado en el decurso de la tradición las voces esenciales que cimentan la profundidad conceptista. Pienso en Baltasar Gracián, Montaigne, los moralistas franceses, Porchia, Cioran, Juan Ramón Jiménez o José Bergamín. Nombres propios que han hecho del aforismo una geografía conciliadora del ingenio conciso.

Los integrados en esta compilación no pretenden alentar criterios dogmáticos y monocordes sobre la literatura sapiencial. Escriben al paso. Buscan en el decir lacónico esas motas de conocimiento que llenan la atmósfera de luciérnagas. Su práctica es mirada interior, apertura de sentido común que nace tras la observación y advierte sobre los efectos secundarios.

Frente a una realidad sumisa y acallada, los aportes textuales de Luis Felipe Comendador (1957), con dardo preciso y certera ironía, adquieren la fortalecida entidad del disidente. En ellos se plantea una nítida raíz ideológica contra el orden social establecido. Sus escorzos interpretativos alimentan la discrepancia frente a la verdad asumida y unidireccional, siempre hegemónica en el pragmatismo grandilocuente de sus intereses. Comendador apuesta por la factura humilde de una ética que se siente en la periferia, pero que prefigura una respuesta integradora y no excluyente con la naturaleza y el otro, con el saludable ejercicio de leer el mundo desde la ironía y la inquietud humanística. En el rincón callado de la soledad, el sujeto es uno y múltiple y pensar no basta. Es necesario el cuestionamiento y hay que correr la voz ante el magma dudoso de leyes y dogmas. La escritura camina por callejones sin salida. Permanece en la tanteante oscuridad aunque haga frío, para que adquiera relieve el decir sereno de la conciencia. Para afirmar que la palabra en su breve contorno siempre es útil. Acoge el rastro inadvertido de una ruta.

La poesía de Karmelo C. Iribarren (1959) construye ambientes con mínimos elementos de uso. Es una cualidad que mantiene similar disciplina en los aforismos, en los que no hay desgarros entre trayecto vital y senda literaria. En los textos se suceden los tramos de una autobiografía ficcional que expande en sus aseveraciones los recorridos de una cierta filosofía analítica. Las expectativas de lo real alientan un contacto reiterado con el fracaso, un cúmulo de causas y efectos propiciados por el trascurrir y sus polivalentes sentidos. Bajo la semántica del decir se mantiene intacto un escepticismo sólido, como si el trasiego de asuntos cotidianos impusiera lastres y aconsejara el retiro interior. En esa representación de un único personaje el argumento es claro: cae el telón y alguien espera el vértigo feliz del último peldaño. Mientras, el autoconocimiento es tarea continua y hace más llevadera la noche pensativa. Karmelo C. Iribarren despliega la mirada en la cartografía de lo real. Nos deja entre las manos apuntes minuciosos de un observador en cuyos ojos brilla la claridad, esa lluvia tranquila que moja inadvertida el discurrir del tiempo. En su virtual contención, las palabras acogen la imagen apacible del instante, esa mínima floración de extrañeza adherida a la piel.

Una primera configuración de las breverías de Elías Moro (1959) responde al viaje interior y a la etimología confidencial. A ese entrelazado de pretérito y presente en el que se cobijan la evocación y los recuerdos. El recorrido reaviva, con la distancia suficiente, el mapa ideal de la memoria, en cuyas incisiones nace la sensibilidad de la elegía. En ese principio organizativo entre experiencia biográfica y convivencia común encuentra su apertura un aforismo lírico, que tiende la mano a lo sentimental. Allí están las treguas firmadas con el conformismo. También el desasosiego creciente que causa la conciencia de temporalidad y su capacidad de olvido. Otra ladera sustanciosa, consolidada en la aforística del madrileño afincado en Mérida, es la indagación en la hora de escribir. La literatura es un muro firme. Lo metaliterario y las coordenadas del ideario estético abogan por una teorización mínima, pero eficiente, al analizar las posibilidades de la escritura, su capacidad de representación y las codificaciones de los significados simbólicos. Sin reincidir en abstracciones, la grieta lacónica aspira a formular una verdad; nace desde un empeño de meditación y silencio. En la mirada de Elías Moro el quehacer literario es una conciencia comunicante que se adentra en los itinerarios del lenguaje para guardar el roce extinto del conocimiento; para abrigar la claridad del entender mejor.

Más que la indagación en el itinerario intimista y autobiográfico, la impronta verbal de Mario Pérez Antolín (1964) sintetiza el análisis de las dinámicas colectivas y de las discrepancias del yo cotidiano con los rincones oblicuos de lo inmediato. En sus textos se clarifica la noción de progreso de la modernidad, la construcción ideológica y cultural de una sociedad libre, pero abocada a contradicciones y a parámetros cambiantes de un mimetismo gregario, o la sobreinformación digital. Son veneros esenciales en los fragmentos concentrados del poeta, antólogo y aforista. Solo la deliberación meditativa y el enfoque pausado tienen posibilidades de comprender, al amparo del legado filosófico y la sociología, el compromiso del sujeto con el devenir histórico y su caótico equilibrio. Desde esa lucidez, tan condicionada por la superficie activa de lo transitorio, encuentra el registro aforístico de Mario Pérez Antolín, sin exánimes pausas, su razón de ser. Más allá del inútil disfraz de la complacencia, la lógica del sujeto medita sobre el entrelazado de motivos y actitudes que sostienen la arquitectura colectiva. En ese pensar breve es evidente el carácter efímero de un sistema de valores que vislumbra como estación de llegada un futuro inquietante y alejado de la razón común. La tinta oscura de las contradicciones advierte de que todo es presagio, la inconsistente silueta de un porvenir que asoma al fondo con un rostro inquietante.

La obra personal no es uniforme y continua. El fluir promueve disyuntivas que recorren nuevas dimensiones creadoras y una proyección personal singularizada. Así se moldea el heterónimo. Nace un yo diferente que constata la dualidad del sujeto y su capacidad de disgregación. Tras la construcción del personaje Felix Trull está el aforista, editor y gestor cultural José Luis Trullo (1967). El escritor ha optado por dar vida a un alter ego de genealogía ficticia y con un andamiaje intelectual expuesto a través del aforismo. Desde esa experiencia de otredad, en la fisonomía literaria de Felix Trull hay un continuo desplazamiento por el inestable escenario de lo social. Las consideraciones de su contención verbal desenmascaran las tramposas ficciones que crea el progreso y los señuelos de una vida colectiva solo atenta a lo inmediato, esa efectiva forma de estar lejos de cualquier utopía. Se tiene la sospecha de que incluso la existencia es una maniobra. Son las palabras las hacendosas generadoras de sentidos e interpretaciones. En el hueco del silencio el ser del lenguaje busca entender, aunque en el largo proceso de la búsqueda se interpongan vacíos, dudas y contradicciones. Es la aceptada lección de Pulgarcito; la miga de pan que marca la senda de regreso, la sensación de que de pronto amanece de nuevo como una manera única de superar el inmovilismo.

La pluralidad creadora de Ana Pérez Cañamares (1968) transita por registros como la poesía, el relato breve y el aforismo. En esta rotación de pasos abiertos mantiene en su escritura el mirar implicado del compromiso y la cautela ante los espejismos de una sociedad adormecida por los somníferos de la propaganda. El pensamiento lacónico se impone la tarea de salir al día desde la incertidumbre. Agrieta la superficie de lo evidente y busca hondura. En su diversidad argumental intenta conocer esa metafísica cotidiana que enlaza intuiciones, contraluces, aciertos; que se empeña en mantener, en la fina lámina de su expresión, una veleta fija para lo personal. De este modo se hace posible que el lenguaje rinda cuentas ante sí mismo y muestre su carácter e ideología, su inclinación hacia el diagnóstico. En tiempos de dogmatismo político es necesario buscar esas prioridades que concilian la conciencia de individualidad y la constante edificación del nosotros en el esquivo deambular de un tiempo ingrato. El quehacer del lenguaje es consecuente y promueve una transformación personal. Deja pasar la luz de la reconciliación entre sujeto y mundo. El yo que escribe intenta absorber la realidad, deja en la economía del aforismo las características de un presente resbaladizo que abre distancia con las pisadas de ilusiones y sueños, que es callada memoria de un naufragio.

Los aforismos y prosas líricas de José María Cumbreño (1972) se proyectan desde una convicción. El aspecto figurativo de lo real es una ecuación de lo posible que aspira a colonizar pensamientos y percepciones. Por eso la escritura breve es solo una interpretación, un claro en el bosque, que muestra «límites y progresiones». El entorno amanece a diario confuso y diluido, soportando una floración de incógnitas que amalgama las asonancias del lenguaje social. En esta lejanía de interrogaciones se requiere crear vínculos con la claridad, limar las palabras en su continuo aprendizaje de la incertidumbre para que tomen aire. Hay que negar la condición del peón gregario que cumple un pacto de conformismo en el tablero de los argumentos. La voz del sujeto se pronuncia, casi inadvertida, en el poema o el apunte biográfico; pero como una astilla abre la piel de las incógnitas por despejar para que salga al día el gesto firme de la voluntad, ese afán de la sensibilidad furtiva que se exige a sí misma «Enhebrar una aguja con los ojos cerrados». El itinerario biográfico requiere una porción de rebeldía que deshaga su sentido más convencional y le conceda una pulsión creacionista, formulada en torno a varios ejes: las variaciones de la identidad, las vivencias del contacto social o los fogonazos de certidumbre que propicia el lenguaje en su deseo de cuestionar la superficie aparente de las cosas.

Si como sugería el laconismo esencial de Juan José Arreola «La literatura son las tijeras» los fragmentos de Luis Arturo Guichard (1973) son un empeño en juntar recortes para reconstruir con ellos porciones de sentido, algunas certezas y un diálogo continuo con las invisibles unidades de medida del lenguaje. Los apuntes reinventan signos reflexivos, perfilan dudas desgastadas y afloran su insurrección en el vacío de la página para dibujar lo implícito y aquello que no se ve. Son pasos para seguir refrendando que «la existencia es el único sentido de la vida. Y a veces, ni eso». Interesa reseñar en el compás dialéctico del profesor universitario, poeta y traductor el sondeo en los procesos del lenguaje, más allá de su efusión confesional y del fluir enunciativo. Quien escribe asume la transformación del yo biográfico en personaje que busca la verosimilitud en el poder transformador de la palabra. En su verdad mínima, el verbo fragmentario muestra también la ineludible conciencia de lo temporal. El discurrir es una inmersión en el conocimiento, una tarjeta de memoria, ese camino indefinido de direcciones bifurcadas donde la razón alza su casa, siempre a la espera de la imaginación, ese hijo pródigo de vuelo vertical.

Aunque mantiene otro libro inédito, el subjetivismo conciso de José Antonio Olmedo López-Amor (1977), que cobija buena parte de su quehacer tras el pseudónimo Heberto de Sysmo, está expuesto en la entrega El monstruo en el camerino, publicada por Trea Editorial en 2020. Su percepción del aforismo interpela por igual al destello lírico y la perplejidad indagatoria. El sujeto verbal soporta mal la deshumanización del presente y la banalidad de un sistema de valores que hacen del pragmatismo y el progreso a espaldas de la naturaleza un entorno en crisis. Por ello defiende su creencia en el arte y en la literatura como herramientas sociales, dispuestas a galvanizar los destellos del pensamiento crítico. El pensar reflexivo se convierte en diálogo abierto con la paradoja y en una aspiración al descubrimiento. Los ejercicios de introspección plasman la diversidad de intereses del escritor, esa propuesta creadora que nace al contemplar el continuo fluir de la existencia y ejercitarse en la búsqueda de su sentido profundo. Escribir es una búsqueda al descuido del tiempo, asomarse a la cicatriz del conocer para ahuyentar las sombras del presente y a abrir las manos a la verdad.

La polifonía creadora de Rosario Troncoso (1978) comparte una fuerte sensación de intimismo, como si sobre lo ajeno y lo superfluo que se instalan en la percepción de lo diario, fuera necesario volcar lo imaginativo y lo soñado. El espacio interior es un parámetro cualitativo porque describe con naturalidad y cercanía la identidad sustancial del sujeto, esas señas indeclinables que perduran tras lo contingente. Las palabras, tanto en el fluir transparente del poema como en la cadencia sentenciosa del aforismo, construyen una objetivación intensa de la realidad. Con las misteriosas variantes del lenguaje ponen luz en la grisura de los espejos fríos. Capturan lo pasajero y moldean secuencias existenciales que aglutinan una cálida «psicología de lo pequeño», de esos detalles contradictorios y sensibles que acumula la liviandad del discurrir. Frente a la geografía confusa de lo conceptual, los relámpagos de Rosario Troncoso prefieren la distancia corta, el entrecruzado convivencial que hace de los sentimientos y las corrientes subterráneas de la memoria puntos de retorno. El decir breve sustituye la prolija explicación por la búsqueda de una hondura sencilla y frágil. Desde este enfoque conceptual los aforismos exponen inquietudes, multiplican los efectos mínimos de la esperanza y reformulan las dudas de siempre con un epitelio de sensibilidad emotiva, posicionada frente a lo real. Cada aforismo es una ventana a la incertidumbre, unas gotas de pensamiento en las que se transparenta el ahora. Los mínimos apuntes son partículas que hacen de la esperanza una estación cercana.

El verbo aforístico de Sihara Nuño (1986) propone restituir el valor semántico de los elementos exteriores desde una observación reflexiva. Su escritura proclama una indefinición genérica que abriga los apuntes mínimos con una textura miscelánea. En ella, lo inesperado convive con un lenguaje comunicativo y sobrio que se define por la precisión de sentido y por la inmersión en los núcleos temáticos de una realidad cotidiana, que se contrapone al percibir dogmático y a la solemnidad de la certeza. La hibridación expresiva conecta con una intensa sensación de extrañeza. En las relaciones entre hablante verbal y entorno cotidiano hay zonas de confluencia, pero también desplazamientos aleatorios de sensaciones que favorecen perspectivas cambiantes, rincones abiertos a la vida afectiva y atinadas descripciones del exterior a partir de imágenes cargadas de significado simbólico. El ideario de Sihara Nuño percibe un estar solitario donde el lenguaje proporciona puntos de fuga. La escritura se convierte en un hilo de comunicación sensible. En la mixtura entre fluir lírico e impulso reflexivo adquiere forma una aforística que es siempre ruta abierta hacia el autoconocimiento, que confía en el misterio que guardan las palabras sumergidas en la materia del cuerpo.

Con las evidentes divergencias estéticas entre autores, la antología 11 aforistas a contrapié aborda, desde su eclecticismo, una revisión sincrónica de la literatura mínima en la amanecida de 2020. Muestra los rasgos sustanciales de una búsqueda expansiva y heterogénea, asentada en una base común: la interpretación lacónica y ficcional. Los enunciados cortos formulan conclusiones persuasivas de las relaciones entre sujeto y marco social. Es decir, la conjunción entre una realidad externa, sometida a continuas mutaciones, y la conciencia de un hablante activo que necesita encontrar significación y sentido consecuente al devenir vital de la experiencia.

El aforismo carece del plano racional del orden cartesiano. Es heterodoxo por naturaleza. Responde a trayectorias espirales cuyos fragmentos configuran sentidos nuevos. Tiene tendencia a la órbita abierta, capaz de convertir las mínimas esquirlas en unidades básicas del lenguaje. Por ello, las propuestas acogidas construyen espacios insulares. Proponen palabras en libertad. Conceden a la escritura paremiológica intensidad y dinamismo y crean una sensibilidad de tanteo en el discurrir. Buscan expresar el escenario de lo transitorio con una dicción propia, que enriquece la lógica desde lo intuitivo y acrecienta la sensación de incertidumbre. En la tensión callada de la espera, el sujeto verbal es un francotirador que explora a solas desde una cornisa.

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