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Enrique Rodríguez-Solís (1844-1923): el «soldado» de la República Literaria1

Pura Fernández

El capítulo de la desmemoria que implica toda construcción historiográfica se construye con el rastro de los autores bohemios, raros y olvidados, bien porque su obra no se acomodaba a los patrones literarios al uso, bien por la escasez o por la inaccesibilidad de su producción. Pero posiblemente sea la heterodoxia ideológica -que suele arrastrar también a la heterodoxia literaria- el camino más directo hacia los reductos de la marginalidad primero y, después, a los del olvido. Ya se sabe que, en España, a la autocensura personal ha acompañado siempre, hasta ayer mismo, una normativa (explícita o implícita) destinada a sujetar los excesos del verbo, lo que ha contribuido considerablemente a que se redujera, desde el principio, la nómina de rarezas literarias. A este proceso ascético y depurativo que ha caracterizado a las Letras españolas, en palabras de Juan Goytisolo (1999: 68), ha contribuido la frecuente purga bibliográfica a que se han visto sometidos, en bibliotecas y centros de lectura, los libros ajenos a cierto proyecto de cultura canónica nacional.

La senda literaria de la mujer infame

En estos territorios de la damnatio memoriae resulta aún más sorprendente que en un período de tiempo reducido, como pueden ser dos décadas (1870 y 1880), nos encontremos con un grupo de novelistas raros y olvidados que presentan notables rasgos concomitantes, obtuvieron una notoriedad pública que contrasta llamativamente con su posterior olvido, y que nos legaron el paradigma de la novela lupanaria o prostibularia.

Estas novelas se acogieron, en su mayoría, a la fórmula extrema del zolaísmo, esto es, al naturalismo radical que defendió en nuestro país Eduardo López Bago. A modo de ejemplo, pueden citarse las más representativas, publicadas todas entre 1884 y 1893, como la tetralogía de La prostituta (1884-1885) y la trilogía de La mujer honrada (1886-1887) del citado López Bago; La mujer de todo el mundo (1885) de Alejandro Sawa; La histérica (h. 1885-1886) y Trata de blancas (1889) de Eugenio Antonio Flores, así como otras obras, de similar índole, de José Zahonero, como La carnaza (1885) y La vengadora (1888); Cristóbal Litrán, Victoria (1885); Enrique Sánchez Seña, La manceba (1886) y Las rameras de salón (1886); Remigio Vega Armentero, La Venus granadina (1888); José de Siles, La seductora (1887) y La hija del fango (1893); o de Antonio R. López del Arco Cáncer social (1893).

Epigonistas y continuadores del género como Eduardo Zamacois y sus Memorias de una cortesana (1903); Joaquín de Arévalo y Los misterios del lupanar (h. 1906); José Francés y La guarida (1910) o R. Pérez de Ayala con Tinieblas en las cumbres (1907), La pata de la raposa (1912) y Troteras y danzaderas (1913), atestiguan la pervivencia de un tema literario que cobrará nuevos bríos en la literatura modernista y erótico festiva de principios del siglo XX2.

Es evidente que para que se produzcan eclosiones bibliográficas como la señalada en un momento histórico concreto es necesario que una serie de factores externos interaccionen y actúen como catalizadores. También es evidente que en la novela decimonónica los tópicos literarios de la virtud perseguida, la pasión punible y la infamia redimida se convirtieron en recurrentes desde que fueron prohijados por las obras del llamado romanticismo social. Así, tanto en estas novelas, en que se aborda la situación de las clases más desfavorecidas, como en el globalizador realismo, la caída, muerte o regeneración de la mujer infame, esto es, la prostituta y la adúltera, adquiere un protagonismo innegable, llevado a extremos totalizadores en la novela naturalista de Zola.

Las obras del llamado romanticismo social, con Victor Hugo, Georges Sand o Eugène Sue a la cabeza, al describir los estratos más depauperados y marginales de la sociedad, acometieron una denodada defensa de la mujer prostituida. La cortesana se presenta en estas novelas como la víctima de un orden socio-moral contra el que reacciona el escritor rebelde, y llega a convertirse en el símbolo del martirologio de las clases más desfavorecidas en la nueva sociedad industrial. El tema de la culpa social como responsable de la caída del individuo, atenazado por la miseria, la ignorancia, los privilegios injustos y el fariseísmo imperante, será también el basamento literario, décadas después, de la novela zolesca, determinista y fisiologista. La innegable primacía del protagonismo femenino en la narrativa decimonónica tiene en la figura de la mujer infame una doble significación, pues la mujer pasa a simbolizar, desde su posición de inferioridad, a los sectores más identificados con la opresión social, esto es, los miserables.

Si bien el modelo de la mujer infame ya poblaba los folletines y nuestra abundante novela por entregas desde la década de 1850, es a partir de 1880, fecha de aparición de la célebre Nana de Emile Zola, cuando tal tema cobra una relevancia notable en la narrativa española. Pero será La desheredada (1881) de Galdós la que abra la compuerta a la avalancha de los llamados dramas de la carne protagonizados específicamente por prostitutas. Favorecidas por la promulgación de la Ley de Libertad de Imprenta de 1883, Las vengadoras del dramaturgo Eugenio Sellés (1884) y La prostituta (1884) de Eduardo López Bago reavivaron el debate en torno a la incursión de la literatura en los márgenes de la vida privada y en la influencia que la cortesana, clandestina o inscrita en los registros oficiales, ejercía en la vida pública española.

Ya a partir de la Revolución de 1868, que instaura la libertad de prensa, se documenta en España una veta autóctona de novela prostibularia que pretende alejarse de la influencia del modelo francés y abordar la especificidad del comercio carnal en nuestro país, para contribuir a la prevención y solución de un problema que adquiere rango de tema de Estado. El nacimiento de esta novela prostibularia coexiste con la aparición de un corpus de tratados científicos o seudocientíficos destinados a la divulgación sexológica y médico-higiénica. El ensamblaje de ambas tendencias lo encontramos en la producción del precursor Francisco de Sales Mayo, otro raro, olvidado y heterodoxo, autor de las novelas La condesita. (Memorias de una doncella) (1869) y La chula. Historias de muchos (1870), de gran aceptación popular3. Esta última obra, que ha de entenderse como la respuesta literaria a la promulgación del Reglamento de vigilancia especial de mujeres públicas aprobado por el gobernador civil de Madrid en 1865, constituye el capítulo fundacional de la novela lupanaria decimonónica, centrada en el via crucis de la mujer caída, en la descripción de las causas conducentes a la prostitución, y en la crítica del sistema reglamentista que permite que el Estado se lucre con el comercio carnal, fiel espejo de la hipócrita moral burguesa.

La polémica en torno a la prostitución legalizada enraíza en España a partir de la Revolución de 1868, cuando se desata el interés creciente por la condición moral, fisiológica y social de la mujer. Los republicanos finiseculares, defensores tanto de la emancipación legal y económica femenina como de la reforma pedagógica propuesta por los krausistas para la educación de la mujer -motor de la modernización y del progreso de la sociedad-, convirtieron el tema de la situación de la mujer española en el eje argumental de sus obras, en donde esta aparece como primera víctima social de la miseria y de la ignorancia. En este marco, la novela lupanaria permite rescatar nuevos espacios temáticos que exploran terrenos marginados hasta el momento en la literatura convencional.

Este debate es avivado por la difusión de las tesis del movimiento inglés para la abolición de la prostitución, que pronto hallan cobijo en la revista La Voz de la Caridad de Concepción Arenal. El primer manifiesto del abolicionismo inglés, publicado en 1870, condensa sus argumentos en contra de la prostitución legalizada: ilegalidad e inmoralidad del reglamentismo en un Estado de derecho; injusticia hacia la mujer; inmoralidad e ineficacia sanitaria y moral del sistema; necesidad de una nueva educación moral y de una nueva legislación.

El escritor y periodista republicano Enrique Rodríguez-Solís4 se suma de inmediato a la campaña de corte feminista y convierte la crítica de la moral sexual imperante en el eje argumental tanto del ensayo La mujer defendida por la Historia, la Ciencia y la Moral (1875)5, como del conjunto de relatos de casuística prostibularia Las extraviadas (1879), que en pocos meses alcanzó las tres ediciones. En este volumen se pretende demostrar la tesis principal del autor: «La mujer no ha sido en todos los tiempos y países más que el retrato del hombre, y ha sido buena o mala, según el hombre se ha mostrado noble y miserable» (1882: XI). Las causas de la prostitución esgrimidas en los escritos de Rodríguez-Solís son las mismas que encontramos en la novela lupanaria de finales del siglo XIX: el pauperismo, el doble rasero moral que regula las conductas en función del sexo, la seducción y el posterior abandono de la seducida, la afición por el lujo y las apariencias sociales, el adulterio, el matrimonio sin amor y, principalmente, la escasa o nula formación de la mujer, que ha de vivir sujeta a la dependencia del varón. Rodríguez-Solís, precedido de Francisco de Sales Mayo, recoge las reivindicaciones de otros representantes del republicanismo democrático decimonónico (como Ceferino Tresserra y A. García del Canto), y codifica la casuística prostibularia que desarrollarán, con la intervención de nuevos actantes narrativos como el determinismo fisiológico, los escritores del último cuarto del siglo. Como reclamaban los correligionarios de Rodríguez-Solís, la emancipación de la mujer, por vía de la educación y del disfrute de derechos civiles y políticos restringidos a los varones, es indisociable del proyecto del Partido Republicano Federal -en el que militó activamente-, y así lo expresa con contundencia el periódico La Igualdad en 1870, invocando la autoridad de John Stuart Mill y las conquistas de las norteamericanas, ciudadanas de una federación republicana6.

Las obras del citado Francisco de Sales Mayo se convierten en referencia obligada, junto al célebre ensayo histórico, aparecido en Francia en 1851, Historia de la prostitución en todos los pueblos del mundo desde la Antigüedad más remota hasta nuestros días de Pierre Dufour, para numerosos escritores finiseculares que abordaron el tema de la prostitución y el de los llamados extravíos a que conlleva la desviación y la insatisfacción del instinto genésico. Enrique Rodríguez-Solís demuestra, en su Historia de la prostitución en España y en América (1892-1893), el valor de documento sociológico de la citada novela La chula de Mayo, empleada a menudo como fuente.

Actitudes similares ante problemas sociales como el de la educación de la mujer, la defensa del divorcio, la desigualdad que margina a los hijos naturales, desconocidos y adulterinos, la crítica de la moral y las leyes sociales antinaturales e injustas, el interés por la perspectiva literaria médico-jurídica y social y el protagonismo femenino, esbozan líneas de unión entre Rodríguez-Solís y Mayo, entre ambos y los naturalistas radicales de la década de 1880. Representan estos dos autores el punto de unión y de continuidad necesario en la evolución del pensamiento y de la literatura de los republicanos españoles, que alcanza su manifestación más virulenta en el grupo capitaneado por López Bago a partir de la novela La prostituta de 1884.

Enrique Rodríguez Sánchez (1844-1923)

El abulense Enrique Rodríguez-Solís (1844-1923)7 constituye el paradigma bio-bibliográfico del raro, heterodoxo y olvidado, a pesar de su innegable faceta de hombre público en las décadas de 1860 y 1870, cuando se involucra en la vida política española y obtiene el salvoconducto para ser incorporado a la galería de paisajes reales de varios Episodios Nacionales de Galdós, como España trágica (1909) y Amadeo I (1910). La semblanza que ofrece Roberto Castrovido, en el prólogo a las póstumas Memorias de un revolucionario (1931) del propio Rodríguez-Solís, da una completa noticia del polifacético escritor:

«Enrique Rodríguez-Solís tenía una doble naturaleza: político, republicano federal, defensor de su idea con la pluma y con el sable, como de Avinareta ha dicho Pío Baroja, es decir, conspirador, revolucionario, periodista, historiador y aficionado al teatro; crítico de teatros en varios periódicos, fundador de La Gaceta de Teatros, profesor, primero en una Academia privada de declamación, y luego, hasta su muerte, en el Conservatorio, fundado por la reina gobernadora».

(1931: XXIII)



Rodríguez-Solís representa la figura del hombre de acción que acomete el ejercicio de las Letras como una faceta más de su lucha socio-política, tal como hiciera años después otro campeón del republicanismo español, Vicente Blasco Ibáñez, que bebió de las obras de E. Rodríguez-Solís8, y de ellas trasegó textos para sus propios volúmenes juveniles. De su labor como conspirador en pro de la revolución -que culminó en el estallido de La Gloriosa en 1868- junto a paladines como Roque Barcia, Nicolás Estévanez o el general Prim, da cuenta su imprescindible monografía histórico-sentimental, de elocuente subtítulo e imprescindible consulta para los analistas e historiadores de la centuria, Historia del Partido Republicano Español (De sus propagandistas, de sus tribunas, de sus héroes v de sus mártires) (1892-1893), así como sus incompletas y póstumas Memorias de un revolucionario (1931).

Estas apasionadas páginas de las Memorias describen los años de formación de Enrique Rodríguez-Solís, retrato de aquellos conspiradores decimonónicos que, orquestados en torno a la aspiración aglutinadora de la república democrática, coadyuvaron al triunfo de la Revolución de 1868, acunados por el sueño impenitente de unos padres que habían luchado por la Independencia patria y, a golpe de apostolado de las Cortes de Cádiz, no cejaban en su empeño revolucionario. El admirado progenitor, Antonio Rodríguez Solís (1801-1868), insurrecto junto a Riego, combatiente en las barricadas madrileñas de 1848, en las de 1854, exiliado en varias ocasiones; el heroico y mártir progenitor, pues, lega a Enrique Rodríguez-Solís la memoria histórica de la aspiración revolucionaria, y la codificación de los derechos y deberes de los ciudadanos libres y comprometidos con la causa del Progreso9.

Es una constante en los textos autobiográficos de los republicanos de la segunda mitad del siglo XIX el débito a la coherente formación cívica y política heredada de sus padres, fieles a sus ideales, incluso en los períodos de mayor reaccionarismo. Nicolás Estévanez, joven militar que llegó a gobernador civil de Madrid y a ministro de la Guerra durante la I República, compañero de conspiraciones del correligionario federal Rodríguez-Solís, recuerda en sus Fragmentos de mis memorias (1903) cómo su padre, «entusiasta progresista», le rodeó de un santoral laico encabezado por Quintana, Voltaire, Zurbano, Manzini y Garibaldi, haciendo suyas las palabras que Topete, artífice del éxito de La Gloriosa, pronunció en las Cortes: «Educo a mis hijos para demócratas, a fin de que mis nietos sean republicanos» (1903: 22)10. El entorno familiar de estos jóvenes actuó como un reactivo para su futuro apostolado revolucionario.

Así, culminados los estudios de bachillerato en 1865 en Madrid, imbuido ya de las ideas democráticas de J. M. Orense, F. Pi y Margall, E. Castelar, Roque Barcia o Estanislao Figueras, el entusiasta Rodríguez-Solís, que había nacido el 4 de junio de 1844 en Ávila, comienza su militancia temprana en el Partido Demócrata, aglutinador de estos prohombres políticos. Asiste a las reuniones del Partido Demócrata en el Circo Price de Madrid, en octubre y noviembre de 1868, en las que se constituye el Partido Demócrata Republicano Federal, «el primer intento de crear en España un nuevo tipo de partido que respondiese a la irrupción de sectores de las clases medias y populares en la vida política como consecuencia del sufragio universal masculino»11. Las bases ideológicas del partido republicano se centraban en la reivindicación del sufragio universal, la libertad religiosa, de imprenta y de asociación, la abolición de las quintas, de la pena de muerte y de la esclavitud y la instrucción primaria obligatoria y gratuita. Esta ferviente militancia es inseparable de una constante labor en pro de la cultura, batalla por la cultura que Rodríguez-Solís inicia en el Casino Popular madrileño, donde ofició de bibliotecario custodio de obras de Proudhon, Larra, Ayguals de Izco, Victor Hugo, Castelar o Pi y Margall, tal como relata con detalle en las Memorias de un revolucionario (1931: 27 y ss.).

Rodríguez-Solís se integra en el Círculo Democrático de Madrid -coordinado desde Burdeos por José María Orense, el marqués de Albaida, y dirigido en Madrid por Ramón Chíes-, para «organizar las fuerzas democráticas, armarlas y municionarlas» (1931: 51). El joven federal, que adopta en el Círculo el sobrenombre de Determinado, se convierte en el autor y difusor de las proclamas que incitaban a la fallida sublevación del 22 de junio de 1866, y conoce pronto la experiencia del exilio en el sur de Francia (Biarritz), junto a Víctor Pruneda y José María Orense, mentor político al que profesará veneración toda su vida. En septiembre del mismo año regresa Rodríguez-Solís a Madrid, azaroso preludio de la que será su andadura literaria y periodística, iniciada en Los Sucesos en junio de 1867, de la mano de su correligionario Eduardo Inza.

En 1868, asociado con jóvenes estudiantes, funda Rodríguez-Solís el semanario El Trancazo. Pero será el triunfo de La Gloriosa el que marcará su destino como ocasional periodista político en La Revolución y, en 1869, como miembro de la redacción de La Democracia Republicana, junto a otro raro, el militar y polígrafo Ubaldo Romero Quiñones. Roto el fuego, Rodríguez-Solís publica su primer libro, Reseña histórica de las monarquías españolas, para la Biblioteca Revolucionaria del editor Salvador Mañero. Inscrito el joven escritor en los circuitos de la edición republicana democrática, otro editor ideológicamente afín, Manuel Galiano, le encarga unas Notas comparativas para el volumen Constitución de la nación española discutida y aprobada por las Cortes Constituyentes de 1869 y Constitución de 1812 (1869), precedidas de un prólogo del político federal Roque Barcia12, así como las biografías de J. M. Orense, el general Blas Pierrad y S. González Encinas, para el volumen Los diputados constituyentes.

Rodríguez-Solís, inscrito ya en el circuito de la edición republicana y demócrata, funda en septiembre, junto a José Rubau Donadeu -quien años más tarde se involucró en uno de los escándalos político-judiciales más sonados de la Restauración, origen de la muerte política de E Serrano, duque de la Torre13-, Cartas Federales (Crónica radical), «una página litográfica de gran tamaño», destinada a surtir de noticias gratuitamente a los periódicos de provincias. Rodríguez-Solís, junto al impresor Luis Álvarez y José María Faquineto, sobrino del político Roque Barcia y futuro editor de novelas naturalistas y erótico-festivas en la década de 1880, se involucra de nuevo en el nacimiento de otra publicación periódica, La Federación Española. Revista republicana federal (1870-1872), que obtuvo una gran aceptación por parte del público; hasta diciembre de 1870, fecha en que fue relevado de la dirección por Roque Barcia, Rodríguez-Solís fue el responsable de la «Crónica Política» (1931: 77).

En la Discusión. Diario Democrático, se informa de que el 26 de junio de 1869 se estrenó, con gran éxito, en el Teatro Recreo la pieza No más calvos de Rodríguez-Solís; nuestro autor no menciona este título entre sus obras, tal vez por el carácter festivo que parece adivinarse en ella, poco acorde con el tono adoctrinador y formativo de sus trabajos14.

Colabora nuestro autor en La República Federal, donde publica sueltos literarios -uno de los cuales provocó en 1870 su ingreso en la Cárcel madrileña de El Saladero-, en El Gorro Frigio (18/0), La Lucha (1871) y en El Combate (1870-1872), dirigido por José Paúl, uno de los acusados de asesinar al general Prim. El 15 de junio de 1871 Rodríguez-Solís edita el semanario popular de política, artes y ciencias La Ilustración Republicana Federal (1871-1872), distribuido por el sistema de entregas a domicilio, que logró tener más de veinte mil suscripto res, si bien cesa de publicarse al año. Galdós concede relevancia a esta revista al incorporar su historia en el episodio Amadeo I (1910). En este, el narrador colabora gratuitamente en las páginas de La ilustración, en las que se daba cita «todo el santoral republicano, con los pontífices a la cabeza; pero los más constantes eran Roque Barcia, Roberto Robert, Ramón Cala y otros de vago y hoy olvidado nombre», recuerda Galdós (1968: 1030).

En estas fechas, por encargo de la Casa Editorial de J. Castro y Cía., que daba a la luz la citada revista, escribe Rodríguez-Solís La Santidad del Pontificado. Crónica general de los romanos pontífices: sus crímenes, vicios, apostasías y virtudes (1871), buen exponente del anticlericalismo militante del autor. Este rasgo, el anticlericalismo, la reivindicación de un Estado laico y el respeto público por todas las creencias, es la enseña que portan los republicanos federales como Rodríguez-Solís, conscientes de que los malos ministros de la Iglesia católica y el fanatismo religioso constituyen el cáncer del país, el freno del Progreso y de la Ciencia, lo que no obsta para que algunos manifiesten su credo cristiano, más que católico, precisamente por el distanciamiento de la jerarquía eclesiástica. Tal sincretismo caracteriza el pensamiento republicano, como señala también C. Pérez Roldán (2001), y se refleja en la cabecera de la citada La Ilustración Republicana Federal, dirigida por Rodríguez-Solís: «estaba constituida por un dibujo que representaba a la República como una matrona con un león a los pies; en el fondo máquinas de vapor, fábricas, barcos, etc., debajo el lema: "Amaos los unos a los otros. CRISTO. Todos los hombres son hermanos"»15. Así, Rodríguez-Solís es descrito como «bueno y cristianísimo» en el episodio nacional galdosiano Amadeo I, donde se incorpora una breve semblanza del apasionado conspirador:

«En La Ilustración Republicana Federal me aclimataba yo más que en La Igualdad, pues aunque en ninguno de los dos periódicos ganaba un real, en el primero tenía de director al bueno y cristianísimo Rodríguez Solís, que solía convidarme a comer en su modesta casa, llenándome el buche para un par de días».

(1968: 1030)



De nuevo, Rodríguez-Solís consigue el aval de otro destacado republicano, Estanislao Figueras, prologuista de sus Historias populares. Colección de leyendas históricas (1874), dedicadas a conocidos episodios del pasado, como los acaecidos en Villalar, La Guerra de Sucesión o El Bruch. Rodríguez-Solís se suma a la tarea de construcción de la historiografía del progresismo decimonónico, animado por ese interés formativo propio de los llamados propagandistas de la República quienes, vía el didactismo ameno; pretenden revocar la impostura académica de la Historia oficial, como estrategia para trazar una línea de continuidad entre el arranque de la conciencia revolucionaria española -a raíz de la invasión napoleónica de 1808- y los sucesivos pronunciamientos, sublevaciones y episodios revolucionarios que convergieron en el triunfo de La Gloriosa (1868). Como más tarde sucederá con su correligionario Blasco Ibáñez, Rodríguez-Solís personifica la figura del hombre de acción; representa la tríada formada por el periodista agitador, el escritor militante y el soldado político, que no duda en alistarse en la Milicia Nacional, en los batallones de los Voluntarios de la Libertad que fueron alentados por las Juntas Revolucionarias en octubre de 1868.

El tono hagiográfico domina en muchas de estas páginas, presididas por las devociones personales de Rodríguez-Solís, siempre in mente los modelos de conducta de otros hombres de acción y de Letras, como Espronceda, figura a la que dedica uno de los ensayos recogidos en Panorama literario. Colección de estudios históricos y biográficos, artículos, cuentos, leyendas y poesías (1881), junto a otros trabajos, dedicado a Cervantes, Camoens, Ramón de la Cruz, Zorrilla o Eugenio Sellés.

Al gran poeta romántico volverá pronto Rodríguez-Solís con la monografía Espronceda. Su tiempo, su vida y sus obras. Ensayo histórico-biográfico (1883) que, como dice R. Castrovido, es una «anticipación de las biografías novelescas, tan en boga ahora» (1931: XXV). Esta obra, en la que sigue muy de cerca los Patricia de la Escosura, revela su creencia en el apostolado ideológico que ha de acompañar a la labor literaria; como señala Robert Marrast en su imprescindible Espronceda y su tiempo (1989: 9), el retrato de Espronceda que presenta Rodríguez-Solís es, sobre todo, el de «un republicano a ultranza». Tales reivindicaciones también se encuentran presentes en dos volúmenes publicados por entregas, Los guerrilleros de 1808 (1887-1888) y la Historia de la guerra de Cuba, subtitulada Historia popular de la Guerra de la Independencia, toda una declaración de intenciones autoriales16. Estas páginas nutrirán futuras reediciones de narraciones históricas como El sitio de Gerona (1898), ¡Que viene el Drake! (Defensa de Puerto Rico) (1898) o Los somatenes del Bruch (1898), títulos aparecidos en la colección Glorias de España, a la sombra de la revista La última Moda, fundada y dirigida con notable éxito por Julio Nombela en los inicios de 188817.

Rodríguez-Solís participa de lleno en la convulsa vida del Partido Demócrata Republicano Federal y, junto con José Rubau Donadeu, organiza el fallido levantamiento federal de Alicante, en octubre de 1869, previa estancia del escritor en la ciudad durante los meses de junio y de julio. El episodio, narrado con detalle y brío por el propio autor, y glosado también por Galdós en España trágica (1909: 919), concluye con la huida de Rodríguez-Solís a Bayona, huida que le libró de una ejecución segura, que sí sufrió Froilán Carvajal, director del diario La Revolución18. A su regreso a Madrid, a finales de febrero de 1869, el conspirador Rodríguez-Solís recibe la visita de José Rubau anunciándole su nombramiento como representante ríe las Islas Baleares, patria chica de su madre, para la primera Asamblea federal del Partido, a la que asiste a pesar del riesgo de ser apresado (1931: 165-166). En la Asamblea del Partido Republicano Democrático Federal de 20 de mayo de 1871, en la que se establecen las bases de la organización interna, Rodríguez­ Solís desempeña el cargo de secretario, junto a otros tres correligionarios, bajo la presidencia de Pi y Margall19.

Rodríguez-Solís, beneficiado de una amnistía política, se alinea en la facción de los federales intransigentes que no aceptaron la propuesta de Castelar y de Figueras, defensores en la Asamblea federal de 1872 de una coalición electoral con los monárquicos, desde los radicales a los carlistas20. Rodríguez-Solís refiere su participación en los preparativos revolucionarios contra la llegada de Amadeo I, que se vieron abortados por el asesinato del general Prim. No cejó la voluntad conspiradora de los republicanos, reavivada en noviembre de 1872, pero nuevamente frustrada por los acontecimientos políticos, en este caso por la renuncia del rey al trono y la proclamación de la I República el 11 de febrero de 1873. La Restauración borbónica apagó la actividad pública del encendido federal Rodríguez-Solís, ahora volcado en una labor de formación del buen ciudadano y de vigilante crítica socio-moral de la España contemporánea, a través de ensayos y de narrativa, actividad que compatibiliza en la década de 1880 con el cargo de director gerente de la Librería La Unión, en la madrileña calle de las Huertas, número 2821.

La fundación y dirección de nuevas publicaciones continuará siendo una constante en la vida de nuestro autor, involucrado también en la aparición de la revista Gaceta de Teatros, abogada de una necesaria reforma dramática en España. La pluma de Rodríguez-Solís se prodigó en La Discusión. Diario democrático, en La Ilustración Popular. Revista Iberoamericana, El Museo de las Familias, La Correspondencia de España, El Progreso, El Globo, El País, La Mañana, Nuevo Mundo y, entre otros, en la Ilustración Española y Americana. En El Imparcial inserta leyendas y cuadros históricos y en la reputada Revista de España edita, entre 1871 y 1874, «La masía de la caridad», «Juicios de Dios», «Don Juan de Serrallonga (Narros y Cadells)» y «Los concelleres de Barcelona».

Señala Castrovido la constante labor de Rodríguez-Solís como crítico de teatros en la prensa, así como su actividad como «profesor, primero en una Academia privada de declamación, y luego, hasta su muerte, en el Conservatorio» (1931: XXIII). En efecto, en la Junta de Profesores de Declamación del Conservatorio, celebrada el 28 de diciembre de 1903, se lee la comunicación del Subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes por la que se establece que la vacante de Profesor supernumerario de Declamación se provea libremente22. Rodríguez-Solís, que ya desempeñaba la función de profesor interino desde el 11 de abril de 1903, tomó posesión como profesor supernumerario el 1 de enero de 1904, a propuesta de la Junta de Profesores. Fruto de esta labor pedagógica fue la redacción de la Guía, artística. Reseña histórica del teatro y la declamación y nociones de poesía y literatura dramática (1903); precedida de una carta prologal del profesor jefe de la Sección de Declamación del Conservatorio, F. Díaz de Mendoza, el volumen se concibe como el libro de texto de la asignatura de Literatura General e Historia del Teatro y de la Declamación23.

Según su prologuista, Roberto Castrovido, las Memorias de un revolucionario fueron redactadas hacia 1917, y vieron la luz en 1931 merced a la iniciativa de los albaceas y sobrinos del propio Rodríguez-Solís24. Es muy posible que este se sintiera estimulado por la iniciativa de algunos correligionarios políticos como Nicolás Estévanez, antiguo compañero en la redacción del periódico El Combate en 1872, que comenzó a publicar en Los Lunes de El Imparcial, entre 1899 y 1900, los Fragmentos de mis memorias. Estévanez, a pesar del éxito alcanzado, interrumpe su autobiografía por su regreso a París, pero la reedita con el mismo título en un volumen en 1903, recuerdos a los que acude a menudo Rodríguez-Solís como apoyatura o complemento de lo que narra él mismo25.

Rodríguez-Solís -que fallece en 1923- detiene el fluir de su historia personal en torno a 1875; su prologuista, Roberto Castrovido, presupone que la interrupción fue motivada «por no serle fiel su memoria» (1931: 270). Puede que, además, Rodríguez-Solís, que en el capítulo VI recoge «Mi entrada en la literatura y el periodismo. Índice de obras», cifrara en su juventud de agitado político y activo revolucionario su más relevante capital biográfico y, sobre todo, el más elocuente acto público para la conciencia cívica que predicaba en sus obras.

Roberto Castrovido evoca a Rodríguez-Solís en sus últimos años, en Santander, frecuentando la tertulia estival de El Correo de Cantabria, periódico escrito y dirigido por Alfredo del Río, en cuya sede se reunía Santos Landa, Leita, Coll y Puig, Estrañi, Mazón y Quirós. Su amistad con los escritores y periodistas republicanos montañeses parece vincularla Castrovido a la figura del laredano insigne José María Orense, el agitador y federal marqués de Albaida, a quien estuvo tan unido Rodríguez-Solís26. El autor, miembro de la Asociación de la Prensa desde 1903, fue también colaborador oficial del Diccionario Enciclopédico Espasa-Calpe, como recoge P. Castellano (2000, 340).

Enrique Rodríguez-Solís y el debate de la prostitución tolerada

De la extensión del compromiso ético, social y político de Rodríguez-Solís con la causa de la libertad, del progreso por medio de la educación y la mejora de las condiciones de los más desfavorecidos, son testigos los tratados y ensayos que publica en la década de 1870 y 1880.

La estrecha vinculación entre el Rodríguez-Solís agitador de conciencias, activista político, historiador a la búsqueda de nuevas claves para interpretar la realidad contemporánea, y su producción literaria constituye un rasgo propio del correligionario republicano de fin de siglo, abanderado de una literatura militante. El volumen de novelas cortas Las extraviadas. Cuadros del natural (1879) y las novelas Eva. Estudio social (1880) y Evangelina. Historia de tres mujeres (1883)27 son el complemento de sus estudios críticos sobre la condición de la mujer decimonónica: La mujer defendida por la Historia, la Ciencia y la Moral. Estudio crítico (1875) -con una tercera edición en abril de este mismo año -La mujer española y americana (Su esclavitud, sus luchas y sus dolores). Reseña histórica (1898) y La mujer, el hombre y el amor, reelaboración de anteriores trabajos. Estos volúmenes se conciben, a su vez, como la casuística detallada que completa su monografía Historia de la prostitución en España y América, publicada por entregas en 1892-1893, y ampliada en 1921 en la edición de la Biblioteca Nueva.

Así, Rodríguez-Solís se inscribe en la corriente europea que alentó la difusión de estudios de antropología social como instrumento de análisis de los problemas de la sociedad contemporánea. La literatura se concibe como un arma auxiliar de las ciencias sociales y médicas, idea que más adelante predicarán los naturalistas españoles. Rodríguez-Solís se implica en el debate en torno a la prostitución reglamentada, continuamente retomado en la España decimonónica, y reavivado en la década de 1870. Este sistema reglamentista, codificado por el higienista galo A.J.B. Parent-Duchâtelet en el voluminoso trabajo De la prostitution dans la ville de Paris (1836; 1857), defiende el comercio erótico como un mal menor, en la más pura tradición agustiniana, es decir, legitima su existencia como la de las cloacas en los fastuosos palacios, que aseguran la salubridad del aire. El sistema reglamentista establece que las mujeres llegan a la prostitución tras una vida de desorden moral, en la que influyen mecanismos sociales (salarios míseros de las mujeres, orfandad, etc.), el temperamento (la propensión natural a la pereza y al libertinaje, el abandono del amante, etc.) y la predisposición familiar (origen innoble, desordenada vida doméstica), planteamiento que introduce cierta connotación fatalista en la caída, femenina, presentada como inevitable.

La organización de la prostitución tolerada por el Estado se erige sobre tres principios fundamentales: crear un milieu clos, un espacio cerrado que asegure el control del mal y su alejamiento de la sociedad honesta; someter a la regulación y vigilancia de la Administración tanto el lenocinio como la prostituta; y organizar y controlar la sociedad paralela nacida para sofocar el deseo: la mancebía, el hospital, la cárcel y el asilo.

El trabajo del higienista Parent-Duchâtelet fue ampliamente difundido en España. La sección referida al caso hispánico la abordó el Dr. Guardia, autor de una amplia introducción histórica y de una reflexión sobre el estado de la prostitución en Madrid en la década de 1850. Guardia se lamenta de la falta de datos estadísticos y de fuentes documentales contemporáneos para analizar el período en España. Rodríguez-Solís toma el testigo en su ensayo La mujer defendida por la Historia, la Ciencia y la Moral. Estudio crítico (1875) y, tras «reseñar la historia de la prostitución en varios países», anuncia que «tócanos ahora investigar su aparición y existencia en nuestra patria, de acuerdo con los pocos datos que hemos logrado adquirir, pues nadie ignora lo difíciles que son en España esta clase de trabajos» (1879: 145), labor que acometerá monográficamente años después en los dos volúmenes de Historia de la prostitución (1892-1893).

Estos trabajos de Rodríguez-Solís hay que interpretarlos también como la respuesta bibliográfica a un best seller de la Europa decimonónica: la Historia de la prostitución de Pierre Dufour (1851-1854), ampliada en 1877 por otro raro y olvidado, el polígrafo Amancio Peratoner, que añade las noticias específicas referidas a España. El ensayo de Dufour establece que son tres las formas que históricamente adopta prostitución: la hospitalaria o doméstica; la sagrada o religiosa; y la legal o civil. El tratadista francés disiente de quienes interpretan la prostitución como «una odiosa esclavitud y un obsceno tráfico» porque, sentencia Dufour, la prostitución «siempre es voluntaria y libre», y «en ninguna época la mujer ha sido esclava hasta el extremo de no ser dueña de su cuerpo, ya en el hogar doméstico, ya en el santuario del templo, ya en las mancebías de la ciudad» (1999: 10).

Rodríguez-Solís aclara en las palabras prologales a La mujer defendida por la Historia... el objetivo de su obra: refutar las tesis, tan extendidas, de Pierre Dufour, es decir: «Probar que no ha sido la mujer la que se ha prostituido, sino que, por el contrario, ha sido el hombre el que ha prostituido a la mujer, desde los tiempos más remotos» (1879: 5). En el juicio abierto contra Dufour, nuestro tratadista apela, como testigos de cargo, a un sinnúmero de autoridades de varia disciplina, entre las que concede prioridad a las voces de mujeres, sobre todo a las de aquellas que manifiestan una sensibilidad política afín a la suya; estas son, Sofía Tartilán, Concepción Arenal y Concepción Gimeno. Señala Rodríguez-Solís que la prostitución legal, la única de que se podría acusar a la mujer antigua, es la consecuencia lógica de la prostitución hospitalaria y de la sagrada. En su reseña histórica de la prostitución, Rodríguez-Solís sigue fielmente el texto de Dufour, al que rebate al demostrar, con sus mismos argumentos, que la sociedad, la religión y el Estado, estaban y están en manos masculinas: «la mujer no es en todas partes sino el reflejo del hombre», sentencia nuestro autor, recobrando la imagen de la mujer especular; así, queda probado que «la mujer no fue en lo antiguo sino un paciente instrumento de los goces del hombre, que su elección no era valedera, y que pertenecía siempre al más fuerte» (1879: 37).

Otro capítulo desarrollado por Rodríguez-Solís en su ensayo sobre La mujer se centra en la reseña histórica de la condición femenina, y la conclusión que extrae nuestro autor no pueda ser más contundente: «la mujer no ha salido de la esclavitud, que para ella subsiste todavía, no habiendo cambiado más que de forma» (p. 41). La situación actual no es más que el resultado lógico del determinismo histórico, es decir, el imperio de la «esclavitud civilizada». Enrique Rodríguez-Solís advierte sobre los nefastos efectos de este mecanicismo social: «Esclava, o tratada como tal, conserva o adquiere los vicios de la esclavitud y los transmite a sus hijos, no siéndole posible transmitirles otra cosa, esto es, la ignorancia, la superstición y el fanatismo» (p. 52). Parapetado tras la autoridad de historiadores, filósofos, legisladores y médicos, Rodríguez-Solís considera fundado que la única cualidad que se puede otorgar al hombre sobre la mujer es la fuerza, jamás la inteligencia o la condición moral, como se esfuerzan en razonar numerosos tratadistas (p. 67).

A finales de 1879, Rodríguez-Solís edita la continuación de su ensayo sobre La mujer, el volumen Las extraviadas (Cuadros del natural), doce novelas cortas que, a modo de historias de vida, corroboran la necesidad de una reforma socio-moral y política que remedie la indefensión y sumisión de la mujer contemporánea. Rodríguez-Solís, republicano y demócrata, desvela la raíz de las diferencias irreconciliables que envenenan la sociedad española: el fanatismo religioso, el cáncer carlista, la diferencia de clases y la injusticia social. En nombre del Progreso, asentado sobre la Ciencia, la Libertad, la Educación y la Ley, Rodríguez-Solís refuta las críticas vertidas sobre su anterior obra, La mujer, acusada de que en ella se culpabiliza en exceso a los varones de la prostitución femenina, pero insiste nuestro autor: «la esclavitud de un sexo, es mil veces peor que la de una raza, y donde la mujer viva esclava no es posible que el hombre sea libre» (1879: XV). La mujer, resume Rodríguez-Solís, en el prólogo de Las extraviadas, cuando no encuentra redención posible a su falta, se transforma en la vengadora de su propia caída, y «devolverá a la sociedad todas las ofensas recibidas, desmoralizando al hombre y emponzoñando su naturaleza» (p. XVII).

Cada una de las historias novelesca recogida en Las extraviadas ratifica las conclusiones teóricas del tratadista, y el conjunto es una variada casuística de las circunstancias que convierten a la mujer en una extraviada. Los motivos principales del extravío son la seducción, la vanidad, la miseria, el matrimonio forzado, la falta de formación, la escasez de trabajo bien remunerado y la acción de la naturaleza (léase determinismo fisiológico). Como resume el académico Ernest Legouvé, en cita reproducida por Rodríguez-Solís en La mujer, «la mujer vive sujeta a leyes que no dicta, a impuestos que no vota, a una justicia que no administra, equiparándosela a los niños, a los locos y a los bribones» (1879: 208).

Rodríguez-Solís, en clave dodecafónica, muestra en Las extraviadas cada caso de caída bajo un nombre femenino, y logra superponer el drama concreto de una mujer contemporánea a la implacable descalificación con que la sociedad la expulsa de sus márgenes. Otro tanto hará nuestro autor en la novela Evangelina (1883), a vueltas, de nuevo, con la casuística de la mujer infame por efecto de la violencia o del engañó masculinos: tres jóvenes perdidas a manos de hombres que las raptan, las seducen y abandonan, a manos de infames maridos que las humillan y desprecian. De igual forma, los dramas sombríos de las doce vidas exhibidas en el volumen Las extraviadas, en forma de biografías o autobiografías sumarias, constituyen «una terrible causa, en que yo [dice una caída] soy a la vez el magistrado y la víctima» (1879: 32). Huérfanas de militares, hijas de la clase media y de la aristocracia, domésticas y jornaleras: el más completo espectro social de la España decimonónica desfilará por las páginas de este volumen de relatos trasmutado en cortesanas a la moda, carreristas, pupilas, mancebas y adúlteras. No hay exclusiones sociales o morales, cualquier individuo es un cliente potencial de la mancebía o del comercio clandestino, como cualquier mujer puede ser una prostituta. La dualidad femenina del ángel del hogar y el ángel caído no la presenta Rodríguez-Solís como una naturaleza disociada, sino como la fatal evolución de un proceso social, moral e incluso fisiológico que la moral sexual de la época impide que pueda involucionar. Es precisamente este el mensaje inquietante de las novelas lupanarias finiseculares: la relación bidireccional entre la mujer honesta y la mujer infame.

Corporeizada frente al idealizado modelo del ángel del hogar, la mujer caída entra en la esfera pública de la mano de la reglamentación higiénica con el salvoconducto de la medicina social; desposeída ya de los signos de identidad propios del paradigma femenino decimonónico, pero validada funcionalmente como un instrumento higiénico, al contravenir los valores asignados a la esposa, la prostituta no puede ser definida como una mujer, sino como un remedio higiénico. El cuerpo de la mujer descarriada -la caída-, en tanto instrumento único sobre el cual los gobiernos erigen el sistema de la prostitución tolerada, adquiere categoría socio-política. El cuerpo femenino desviado, la mujer pública -oxímoron ontológico-, cae bajo el control gubernamental para proteger la higiene fisiológica y la salud de los ciudadanos, varones por antonomasia. Frente a la mujer honesta, la mujer pública no puede proyectarse socialmente en el varón, en el ordenamiento social: es un ser anónimo, inexistente, que ha de adoptar un apodo y olvidar su nombre original para ingresar en las filas de la prostitución tolerada. Pero su incorporación al elenco novelesco permite nuevos registros literarios.

El lupanar representa la sexualidad femenina desviada y la alteración del orden social; el ambiguo y contradictorio discurso de la moral sexual burguesa suspendida sobre la fatídica y arrolladora fuerza del deseo, el gran misterio, como la naturaleza femenina. El misterio orgánico femenino, en tanto que mecanismo diferenciado de la normatividad fisiológica masculina, suscita el interés y la curiosidad a lo largo de toda la centuria. Ese es el misterio literario, el velo descorrido sobre la fisiología hecha instinto, sobre el imperio del deseo que escapa a la domesticación del cuerpo individual y social.

Literatura y doctrina, de la mano de los principales tratadistas decimonónicos -Michelet, Descuret, Esquirol, Tardieu, Catalina o Monlau-, se ensamblarán en historias que arrancan de estupros y violaciones sin castigo; neurosis femeninas -agravadas por la nefasta educación- que degeneran en conductas sexuales patológicas; maridos proxenetas; amores contrariados que culminan en fugas y posteriores abandonos; acosos de los patronos; orfandad y miseria. Rodríguez-Solís no deja un cabo suelto, como tampoco olvida otras consecuencias directas de estas tragedias personales, como es el destino de los hijos naturales o adulterinos, el de los ilegítimos mánceres y la realidad creciente de los infanticidios, tema espinoso que trata en el relato de «Genoveva», basado en un caso real.

Los trabajos centrados en el tema de la prostitución suelen inaugurarse con extensos apartados históricos que transportan al lector curioso al picante anecdotario de la antigüedad, fieles seguidores de la senda historiográfica marcada por Pierre Dufour y ampliamente exprimida por nuestros tratadistas. La Historia de la prostitución en España y América de Enrique Rodríguez-Solís constituye la monografía imprescindible para la reconstrucción historiográfica de la prostitución en la España decimonónica. Nuestro autor, que se dirige a la «mujer mártir» con anhelos reivindicadores, incorpora a este estudio varias partes de su anterior ensayo La mujer y lo más sorprendente, algunos pasajes del conjunto de novelas cortas agrupadas bajo el título de Las extraviadas. Es aquí donde se manifiesta el palpable maridaje entre la historiografía de la prostitución y la novela lupanaria, entre la teoría abolicionista y la práctica literaria. La unidad de criterio es obvia en estas obras; los impulsos fisiológicos, la esclavitud consecuencia de las guerras, el despotismo, el celibato, la miseria, la tercería, el lujo y la vanidad siguen siendo las causas de la prostitución aducidas.

Rodríguez-Solís, discípulo del revolucionario Roque Barcia, en la Historia de la prostitución en España y América, hace suyas las palabras del maestro republicano y concluye con sus propuestas reformadoras para erradicar este vicio social, presente a lo largo de toda la Historia porque no se han remediado las causas que lo originan:

«¿Queréis extinguir la prostitución? [...] extinguid antes el presidio y la degradación de las leyes prohibitivas, hijas del monopolio; el privilegio de la propiedad, que hace inútiles las fuerzas vivas y productoras; [...]; extinguid la brutalidad del violador; la falsedad y la perfidia del amante, la seducción del amo, la soberbia del ama, el abandono de la familia, la crueldad del padre, la tiranía de la madrastra, el peligro del celibato, la inmoralidad del cuartel, el instinto del lujo, la epidemia del mal ejemplo, la insuficiencia de los jornales, la falta de trabajo, la orfandad absoluta, la desnudez, el hambre, el frío, los horrores de la miseria, el idiotismo de la ignorancia, el fantasma de la abyección».

(1892-1893: 285)



Rodríguez-Solís es contrario a la prostitución reglamentada «porque mantiene un estado de inmoralidad y provoca el libertinaje del hombre», libertinaje que extiende su dominio a «otras mujeres a las que pervierte con la excitación de sus pasiones eróticas y con las malas artes estudiadas y aprendidas en las mancebías»; porque al inscribir a las mujeres en el registro oficial de prostitutas «viola el derecho de esta mujer a disponer libremente de su cuerpo»; porque los reglamentos no impiden que sea aún más numerosa la prostitución clandestina; por la confusión que a veces se da, por parte de la policía de costumbres, entre la prostituta y la mujer que, abandonada por su amante, se ha unido a otro hombre. Pero, la razón más contundente presentada por Rodríguez-Solís en su Historia de la prostitución (1892-1893) se fundamenta en que «los reglamentos son parciales, es decir, hechos por el hombre y en beneficio del hombre, cuando nadie ha probado que la sífilis sea patrimonio exclusivo de la mujer»; buena parte de la sociedad cree «que la ramera ha nacido sifilítica [...] y que a sabiendas ha inficionado a su pariente o su deudo» (301). Reclama nuestro autor el concurso de médicos, sociólogos, legisladores, moralistas y publicistas para abordar el complejo problema desde una perspectiva médico-social, esto es, la misma que reclaman los defensores de Zola en España para el estudio de la sociedad contemporánea. Aunque el escritor llega a definirse como naturalista, sus novelas se inscriben en un realismo sentimental con finalidad docente; son novelas de tesis centradas en la condición y situación socio-moral de la mujer, como se evidencia ya en Las extraviadas (1879) y en Eva. Estudio social (1880), donde aborda el tema de la mujer insatisfecha, casada por interés, que padece un embarazo psicológico.

La generación de novelistas que se lanza a la arena editorial a partir de la década de 1870 manifiesta un evidente interés por las novedades médicas, eco del deslumbramiento de Émile Zola ante la Introduction à l'étude de la Médecine expérimental (1865) del fisiólogo francés Claude Bernard y la escuela antropológica italiana. Rodríguez-Solís no escapó al influjo que el progreso de las ciencias ejercía entre quienes aspiraban a una reforma social y moral por la vía de la educación laica y científica. Hay que recordar que, en los años inmediatamente anteriores a la Revolución de 1868, Rodríguez-Solís frecuentaba, entre otros cafés revolucionarios, el Café de Zaragoza, uno de los focos de reunión de los estudiantes del Hospital de San Carlos en Madrid, donde trabó amistad con Julián Sánchez Ocaña, José María Esquerdo y Pedro Mata y Velasco28. Asimismo, en las vísperas del revolucionario estallido de septiembre de 1868, Rodríguez-Solís permaneció oculto en una buhardilla junto a estudiantes de Medicina, y allí entretuvo las horas familiarizándose con los tratados de Ambroise Tardieu, Patología Médica, y de Pedro Mata, Tratado de Medicina legal, a los que poco tiempo después sacaría partido argumenta! en sus propios libros. Así sucede en Las extraviadas, sucesión de novelas cortas apuntaladas con autoridades médicas como la del célebre Tardieu, identificado popularmente con sus obras sobre los atentados contra el pudor -por ejemplo, la traducción de 1863 del Estudio médico-forense de los atentados contra la honestidad-, que tanto rentabilizó el divulgador catalán Amancio Peratoner29.

Enrique Rodríguez-Solís recoge en sus obras la obsesión por la heredopatología sifilítica que sustituyó, con fuerza creciente a finales del siglo XIX, a la anterior por la neuropatía de los teóricos del degeneracionismo: «La neurastenia, el debilitamiento del sistema nervioso que, según se pensaba, tendía a propagarse con la civilización, en una especie de selección natural invertida, no era sino una expresión más del contagio sifilítico», señalan Vázquez y Moreno Mengíbar en Sexo y poder (1996: 294). Rodríguez-Solís, conocedor de las novedades en venereología, introduce una extensa disertación acerca de la sintomatología y evolución de la enfermedad en uno de sus relatos de Las extraviadas, donde señala que «muchas tisis, las escrófulas, ciertas neurosis y algunas enfermedades cutáneas, son producto más o menos desfigurado de la sífilis» (1879: 266). Lo relevante de tal inclusión es que el discurso se pone en boca del literario doctor Magaz, que no puede menos que evocar al higienista Juan Magaz, quien entabló en 1847 una polémica con Pedro Felipe Moniau acerca de los beneficios de la prostitución reglamentada, que aquel defendía como método profiláctico30.

Rodríguez-Solís, en la novela «Consuelo» de Las extraviadas, presenta al crápula Jorge, quien, a sabiendas de que padece sífilis, contrae matrimonio con una joven sana:

«[...] tenía veinticinco años y representaba cincuenta; el color de su cara, la inflamación de su cuello, la prematura caída de sus cabellos, algunas cicatrices en las muñecas, el olor poco grato de su aliento, su aspecto general, en fin, probaba que Jorge era víctima de una grave lesión interior. Esta lesión era la sífilis, de que tanto se burlan los jóvenes, sin comprender su importancia y gravedad, puesto que la sífilis es uno de los más crueles azotes que afligen a la especie humana, no tanto por los peligros de los ataques cuanto por la desastrosa influencia que ejerce sobre generaciones enteras».

(1879: 263)



El desgraciado relato de la contaminación de la joven esposa, y de la muerte del hijo concebido, relato apoyado en la autoridad médica de los doctores Tardieu y Guibout, responde a la pretensión de Rodríguez-Solís de convertir sus obras en literatura eugenésica, terapéutica, y para ello busca el concurso cómplice de las lectoras. Reclama el autor la atención especial de estas en su ensayo sobre La mujer, y les recuerda que las víctimas criminalizadas de la prostitución han de ser redimidas socialmente o, si no, hacer extensiva la criminalización a los sostenedores de este tráfico vil, los varones, exentos de controles sanitarios ignominiosos e inefectivos como los que soportan las prostitutas legales (1879: 113). Estas son sacrificadas en aras de la «salud» fisiológica, en aras de una higiene privada que salvaguarda las necesidades masculinas, elevadas a disciplina pública, esto es, a la organización de la prostitución como principal emblema de la Higiene pública.

Rodríguez-Solís, como otros escritores republicanos federales, apela al fomento del asociacionismo femenino como medida necesaria para impulsar la defensa de los derechos de la mujer. Nuestro autor emplea un argumento cada vez más extendido, aquel que sitúa a la mujer acomodada a los cánones de la moral ortodoxa como la enemiga natural de las congéneres más desfavorecidas o caídas: «Tal es la sociedad y tal la mujer que, lejos de acudir en socorro de su hermana, parece que se complace en desacreditarla y perderla», señala insistentemente Rodríguez-Solís en Las extraviadas (134). Este argumento viene sancionado por el reclamo efectuado por Jules Michelet en su célebre ensayo sobre La mujer, base nutricia de buena parte de los libros progresistas españoles sobre la materia; Rodríguez-Solís glosa las palabras del historiador galo cuando reclama que «las mujeres, que tienen entre sí una destino aparte y tantos secretos que les son comunes, deberían amarse un poco más y sostenerse y ayudarse en lugar de hacerse la guerra» (1879: 287).

El movimiento abolicionista reclama la actuación solidaria de las mujeres para neutralizar el imperio de la legalidad masculina por medio de la educación, que asegura la independencia de la mujer y, con ella, la virtud. Como declara Rodríguez-Solís en Las extraviadas, por boca de Victor Hugo, «puesto que los hombres hacemos el mal, a las mujeres toca buscar el remedio» (1882: XVII). Pero solo liberando a la esclava de su destino histórico se evitará que esta «conserve o adquiera los vicios de la esclavitud y los transmita a sus hijos, no siéndole posible transmitirles otra cosa», recuerda nuestro autor (1879: 52). Y la apelación que hace en La mujer a la conciencia femenina parece surtir efecto, pues en 1880 la también republicana Matilde Cherner publica una sorprendente novela lupanaria, María Magdalena, donde implícitamente se defienden las tesis abolicionistas. Eso sí, la osadía de la autora se protege con el empleo del seudónimo masculino Rafael Luna. Hay que atender a la filiación ideológica de esta autora, al igual que a la de los escritores lupanarios de la década de 1880, en los márgenes del republicanismo radical, anticlerical y librepensador.

La educación, pues, es la gran esperanza y el futuro para la mujer española, base del reformismo igualitario que se codificará en los planes pedagógicos de la nueva centuria, sobre todo en la II República. Pero no será hasta 1918, con la Asociación Nacional de Mujeres de España, cuando la supresión de la prostitución tolerada se incluya expresamente en el programa como una reivindicación legislativa, secundada por iniciativas como la abanderada por la escritora y activista Carmen de Burgos, Colombine, al frente de la asociación La Cruzada31. Como dejó dicho E. Rodríguez-Solís, «¡Ah! ¡Si la mujer se ocupara algo más de la mujer [...]!» (1879: 142). Pero el esfuerzo de este raro, heterodoxo y olvidado prendió, sobre todo a través de la temática lupanaria, que le permitió sondear espacios literariamente desatendidos y pasar el testigo a otros autores coetáneos, sin cuyo concurso no es posible explicar ¡a evolución temática de la narrativa española de la siguiente centuria.

Bibliografía de Enrique Rodríguez-Solís

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  • El primer guerrillero (Juan Martínez El Empecinado). Narración histórica. Madrid. Admón. de La Última Moda. 1908. (Glorias de España).
  • Guía artística. Reseña histórica del teatro y la declamación y nociones de poesía y literatura dramática. Precedida de una carta de F. Díaz de Mendoza. Tipografía de los Hijos de R. Álvarez. 1903.
  • El alcalde de Móstoles. Narración histórica. Madrid. Oficinas de La Última Moda. 1898 (Glorias de España).
  • La batalla de Bailén. Narración histórica. Madrid. Oficinas de La Última Moda. 1898 (Glorias de España).
  • María Pita. Defensa de la Coruña en 1588. Oficinas de La Última Moda. 1898 (Glorias de España).
  • ¡Que viene el Drake! (Defensa de Puerto Rico). Narración histórica. Madrid. La Última Moda. 1898 (Glorias de España).
  • El sitio de Gerona. Narración histórica. Madrid. Admón. de La Última Moda. 1898 (Glorias de España).
  • Los somatenes del Bruch. Narración histórica. Madrid. Admón. de La Última Moda. 1898 (Glorias de España).
  • ¡Estaba escrito! Monólogo en prosa. Madrid. Imprenta Fernando Cao y Domingo de Val. 1896.
  • La mujer española y americana (Su esclavitud, sus luchas y dolores). Reseña histórica. Madrid. Fernando Fe. 1898.
  • Historia del Partido Republicano Español (De sus propagandistas, de sus tribunas, de sus héroes y de sus mártires). Madrid. Imprenta de E. Cao y Domingo de Val. 1892-1893.
  • Historia de la Prostitución en España y América. Madrid. Imprenta de F. Cao y D. Val [S. a.: 1892-1893].
  • Historia de la prostitución en España y América. Madrid. Biblioteca Nueva [S. a.: 1921].
  • El sitio de Gerona: narración histórica. Reus. Viuda de Torroja. 1891.
  • El sitio de Gerona: narración histórica. Madrid. Admón. de La Última Moda. 1898 (Glorias de España).
  • Los guerrilleros de 1808. Historia popular de la Guerra de la Independencia. Madrid. Imprenta de Fernando Cao y Domingo de Val. 1887-1888. 2 vols.
  • Los guerrilleros de 1808. Historia popular de la Guerra de la Independencia. Segunda edición notablemente corregida y aumentada. Barcelona. La Enciclopedia Democrática. 1895. 2 vols.
  • ——. Madrid. Estampa. Imprenta de Rivadeneyra. 1908. 3 vols.
  • ——. Madrid. Prensa Española. S. a.
  • Majas, manolas y chulas. Historias, tipos y costumbres de antaño y hogaño. Madrid. F. Cao y Domingo de Val. 1886.
  • La vida madrileña. Cuadros sociales. Madrid. Editorial de J. M. Faquineto. 1885.
  • Espronceda. Su tiempo, su vida y sus obras. Ensayo histórico-biográfico. Madrid. F. Cao y Domingo de Val. 1883 (3.ª ed. 1889).
  • Evangelina (Historia de tres mujeres). Segunda parte de «Eva». Madrid. Imprenta de Fernando Cao y Domingo de Val. 1883 (2.ª ed. 1890).
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  • La mujer defendida por la Historia, la Ciencia y la Moral. Estudio crítico. Madrid, Imprenta de Fernando Cao y Domingo de Val. 1875 (4.ª ed. 1879).
  • Las etcéteras: juguete cómico en un acto y en verso. Madrid. Imprenta y Fundición de J. Antonio García. 1875.
  • Historias populares. Colección de leyendas históricas. Prólogo de Estanislao Figueras. Madrid. Eduardo Fraile. 1874.
  • La Santidad del Pontificado. Crónica general de los romanos pontífices: sus crímenes, vicios, apostasías y virtudes. En Anuario Republicano Federal. Madrid. Santos Larxé. 1871, pp. 817-1339.
  • De la cocina al estrado: juguete cómico en un acto y en prosa. Arreglado a la escena española por-. Madrid. Imprenta de la Viuda e Hijos de M. Álvarez. 1870.
  • Constitución de la nación española discutida y aprobada por las Cortes Constituyentes de 1869 y Constitución de 1812. Notas comparativas. Prólogo de Roque Barcia. Madrid. Imprenta de Manuel Galiano. 1869.
  • Reseña histórica de las monarquías españolas. Prólogo de Roque Barcia. Barcelona. Establecimiento Tipográfico Editorial de Salvador Mañero. 1869.
  • La mujer, el hombre y el amor. Barcelona. A. R. López del Arco. [S. a.: h. 1900] (Colección Diamante, tomo 30).
  • ¡Viva España! Historia popular de las guerras de Cuba y Filipinas. Barcelona. Fidel Giró. 2 vols.

Bibliografía citada

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