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Prólogo de «Marcas en la piedra. Doce aforistas vascos»1

Aitor Francos

Lejos del discurso alambicado y retorcido del pensador la fuerza el aforista se debe a una actitud pedagógica, pero académico y oficial. En efecto, suele sortear los requiebros tortuosos y se inclina hacia la evocación levísima y certera, domando con maestría el espíritu de la concisión y el arte de la sugerencia. Así, su labor es resumir, cristalizar y condensar. El aforismo representa más un momento dialéctico de lo moderno que una modalidad de escritura; es mucho más que un género. Porque nadie sabe bien cómo definirlo y dónde encuadrarlo con rigor, y porque no existe sino en la discontinuidad y en la interrupción. Julio Ramón Ribeyro, en las páginas de su diario La tentación del fracaso, avisaba: «Escribir no es un acto continuo. Generalmente va acompañado de largos intervalos de distracción». El poeta o el filósofo siempre están aproximándose a la pausa que provoca en el pensamiento el aforismo para verse reflejados por su indefinición, es la promesa de una frase aún mejor, más consolidada y convincente, que siempre está como llegando, esa llave con la que se accede a un estado de inteligencia casi visionaria. Al aforismo le conviene más la razón intuitiva que la categórica. Más la movilidad de la búsqueda, que el látigo audaz del razonamiento inquisitorio. Es un género, dirá José Ramón González, monadológico, un género a su vez en ausencia de contexto; más, me atrevería a decir, un género sin necesidad de género. Confluye en la diversidad, resulta escurridizo, difícil de acotar con coordenadas fiables, pero como entidad autónoma ofrece un marco autosuficiente, aunque rara vez se presenta solo y es lógico ver a los aforismos agrupados. En mi opinión cualquier reunión aforística es una suma y una resta, es decir, una antología; cualquier colección de aforismos, aunque con temática y seriada, es antológica y obliga a descartar y desechar, a poner líneas de corte, y trincheras. Dispuestos en relación unos con otros, interactúan, de modo que cada aforismo marca el contexto de los que le acompañan y unos a otros se resignifican y completan. Para sostener toda la contundencia de su mensaje, el aforismo guarda más de lo que muestra, resuena en su deje de síntesis, en la depuración de su forma misma y de una realidad que va a manifestarse desnuda de retórica y adornos. El aforismo sirve para confirmar eso que no intuíamos que ya sabíamos, y nos revela ingeniosa y poéticamente aquello que en la normalidad ha pasado desapercibido y que de pronto se presenta con el deslumbre de un destello inmarcesible. De un modo u otro, busca la línea precisa, a pocos trazos, pero de mucha contención. Como está anclado en un páramo fronterizo, de donde no tendrá fácil escapar, sigue regenerándose. Pío Baroja, en un prólogo, a propósito de lo que para él suponía la novela, dijo algo perfectamente trasladable en cualquier caso al aforismo, pues hablaba de un género proteico, en formación y fermentación, que lo abarca todo. Por su propia movilidad discursiva sostiene un amplio registro de fórmulas expresivas y etiquetas, razón por la cual es fácil verlo compartir campo semántico y lindes con todo tipo de formas breves de carácter sentencioso: adagios, apotegmas, máximas, sentencias, dichos, proverbios o refranes. Funciona por contaminación, en ese límite entre la literatura y la filosofía, entre la prosa de pensamiento y la poesía.

Las formas paremiológicas clásicas, con su carácter solemne y proverbial, pero divertido, ácidas y no exentas de cínica sabiduría, encaminaron durante siglos al hombre, en la ética y en la instrucción moral y didáctica. Se daban como reglas de comportamiento, basadas en la experiencia, fórmulas incuestionables, que estaban casi por encima de la verdad, tal era su difusión y popularidad. En el País Vasco las más relevantes son las esaera zaharrak (viejos dichos, también llamadas atsotitzak, palabras de vieja, palabras de comadre, en femenino; otros nombres, en ese espectro terminológico, han sido errefain, esakune, errapu), nacieron de la voz del pueblo a lo largo de los siglos y se confunden en la noche de los tiempos. Estos proverbios de uso popular fueron una vía de propagación de toda una cultura ancestral, transmitiéndose entre generaciones por las tierras del norte, mezclados con la mitología, las leyendas y lo esotérico. Expresan creencias, advierten de peligros, maldicen, promulgan ideas recibidas de la comunidad. Para reducirse a sentencias tan contundentes han tenido que ir puliéndose a lo largo de décadas de tradición oral heredada. Se amparan sobre todo en la elipsis y los paralelismos; poco o nada la metáfora, apenas en el lenguaje poético. El sentido primero era por supuesto el pragmático; el segundo, el memorístico. En Textos arcaicos vascos Koldo Mitxelena da una pauta del porqué. Tienen normalmente, igual que los refranes castellanos, reglas y características que ayudan a su propagación y a que se mantengan en la memoria colectiva. Se dan a veces rimas o juegos de palabras parafónicos. La sonoridad o el simple sentido gracioso, el aspecto lúdico, el doble juego de lo que se dice con galantería o en tono picante, favorecía el que su uso fuese común. Estas esaera zaharrak no pretenden ni mucho menos ser demasiado doctrinales, pero sí albergan la secreta ambición de convertirse en una puerta de acceso a la cultura popular. Representan a toda una sociología de las costumbres de vida, a los miedos acervos y a todo cuanto daba identidad a lo vasco. A partir de la titulada Refranes y sentencias, de 1596, escrita en dialecto vizcaíno, publicación anónima, existieron, desde finales del siglo XVI, un sinfín de recopilaciones de atsotitzak. La de Ohienart, seguramente la que más perdurado, Les Proverbes Basques, recueillis par le Sr. d’Oihenart; plus les poésies basques du mesme auteur (1657) no tiene desperdicio, la sacó revisada con el título de Euskal atsotitzak eta neurtitzak la Real Academia de la Lengua Vasca y es inventiva, culta y juiciosa, lógicamente afrancesada (fue publicada en París en 1657), aunque no deja de emparentarse con un refranero tradicional español. Otras recopilaciones se las debemos a otro francés, Bertrand de Sauguis (en 1627). Esteban Garibay, que casi toda su producción la dio en castellano, también sacó una compilación famosa y muy difundida. A partir del siglo XX se impondría el magisterio de Resurrección María de Azkue y de sus investigaciones surgirían nuevos estudios y recopilaciones. Otra gran aportación, mediando los años 70, fue la del jesuita y profesor de universidad, Gotzon Garate, quien a lo largo de más de un cuarto de siglo recopiló y tradujo, a diferentes idiomas, cerca de 15.000 esaera zaharrak. Argüía que, por su estructura lingüística, el euskera ayuda a expresar los proverbios más sucintamente, en parte porque prescinde con facilidad del verbo, manteniendo el sentido. Es una lengua que apenas hace concesiones a lo abstracto y a las florituras, con un preeminente afán de concretismo y realidad práctica. En algunos, incluso con dos o tres palabras nada más, se encierra con perspicacia el conocimiento de la naturaleza y la caracteriología humana, sin solemnidad, secamente, pero con extraordinaria riqueza sonora.

Entrando a los albores del siglo XXI el alma soberana de lo vasco, que había favorecido una cosmogonía esencialista del hombre, pierde su carácter universal y descubre la individualidad. El mito es irremplazable en el imaginario de la colectividad, incompatible con cualquier forma de olvido Sin embargo, el yo aparece como reflejo de las preocupaciones particulares del hombre mundano, arraigado en la desesperación de una cotidianeidad demasiado inasumible y reconcentrada, esclava de la sociedad inmisericorde, agresiva y hostil. Los héroes y los monstruos se metamorfosean, abandonan sus rasgos naturales, pero siguen siendo igual de reconocibles. El aforismo nace con vocación de lucha, de mutación hacia una actividad crítica. Es más, su liviandad va acorde con lo que la sociedad del siglo XXI pide: el imperio de las formas breves gana terreno ante la falta de tiempo y la exigencia de productividad. La renovación del discurso moderno coincide en el tiempo con la aparición de una sociedad también astillada por un egocentrismo exagerado y una irreversible afiliación a la individualidad. En este siglo el fragmento parece abdicar de completarse, evoca una totalidad inexistente, es una anticipación de algo que, siendo esbozo, proyección inconclusa, no busca una integridad ni conexiones directas, sino que somete al texto, a su corporalidad, a un proceso de demolición y quebradura, a una sucesión de piezas nómadas e independientes entre sí, incluso dentro del conjunto, y que no implican comunión sino que se congregan solo a partir de acumularse. Algo de todo eso estaba ya en la literatura de Joseph Joubert, mucho tiempo atrás, cuando comienza sus Carnets en 1774. Lejos del tono grandilocuente, el diario se acerca más al naufragio de un discurso hecho pedazos y perdido. De hecho, lo que Joubert legó a la posteridad no fue intencionado, papeles personales, jamás concebidos para una recepción pública, rescatados a su muerte por Chateaubriand a instancias de la viuda del propio Joubert. Así fue como salió una selección –y en edición no venal– de las miles de notas manuscritas que dejara, con el título de Recueil des Pensées de M. Joubert, lo que con el tiempo iba a garantizarle fama póstuma y a convertirle en un precursor –según el ensayista Luis Eduardo Rivera– del pensamiento estético contemporáneo. Aunque en similar disposición Georg Christoph Lichtenberg redujo también a sus Cuadernos el grueso de su obra, iniciando las anotaciones en 1765, y concluyéndolas en 1799, pero fue tal vez Jules Renard el mejor anfitrión de esa vertiente diarística donde hay cabida para el pensamiento mínimo, la anotación ingeniosa y el esfuerzo de la escritura discontinua por no difuminarse del todo y establecerse como género. El lector moderno se identifica más con una experiencia personal del escritor que con una verdad absoluta útil a todos y eso desvirtúa el residuo original de las máximas, el de ser un pedestal sentencioso. Un pensador como Renard deja de preocuparse por lo universal y atiende a la subjetividad del individuo, volcándose en la constitución de un carácter literario intimista. Es del todo admirable (y más en estos tiempos) y del todo aplicable al obligado espíritu de la aforística moderna, la consigna de aquel Lichtenberg, enemigo de todo cuanto pudiera ser tedioso y superfluo: diferir todo proceso de escritura a una eterna procastinación, defender, sin pretenderlo, la fragmentación, hasta casi la inexistencia, de la obra, lo inacabado. Él se conformó con legar el naufragio de su escritura, los restos dispersos de su genialidad. Es como si detestara escribir y cualquier actividad disuasoria le sirviese para desplazar e interrumpir en el tiempo sus proyectos.

A día de hoy, el término aforismo ha ido cercando a su alrededor un campo semántico ilimitado y de fronteras cada vez más difusas, donde ocupa una especie de faro de vigía de la literatura sapiencial y en la que los propios cultivadores están todavía estirando severamente los márgenes e inventariando propuestas. Por fin tiene el valor de una literatura mayor, ya no es la obra soterrada entre páginas de apuntes, relegada a un papel secundario y apartada de la dimensión literaria de la narrativa o la poesía. Ha podido significarse y adquirir un espacio propio. Lo hemos visto en épocas dispares, como crítico y fustigador de la sociedad, o como constructor utópico de ciertos ideales. No obstante, el aforismo ha sufrido demasiado esa imposibilidad de sentirse en casa, de apropiarse de un lugar determinado en el panorama literario, más aún, de constituir un hogar cómodo y heredable. Y agradece la difusión grosera y fantasmal, el equívoco de las atribuciones y las variantes o semejanzas involuntarias. El filósofo (o el poeta) debería siempre reducir, sintetizar sus ideas en píldoras de sabiduría. En broma podríamos decir que el aforismo ha sobrevivido a sus estertores y convalecencias a pesar de que Hipócrates, seguramente el primer aforista en la historia conocida, no fuese un buen médico. El conocimiento y la experiencia conviven en el aforismo para exorcizar verdades eternas, con anhelo de perfección, como diría Juan Ramón Jiménez, y deseo de ser más, siendo aparentemente tan poco. La verdad y la belleza alternan con la intuición, en una atracción condicionada. Estas frases mínimas, traspasadas de lirismo, condensan casi una imperfección inmerecida y ofrecen, en cada lectura, una nueva metamorfosis, una renovación constante, puro instinto de superación y ansias de infinito. Dondequiera que miremos, algo nos estará iluminando desde ese punto de alfiler, por dentro y por fuera. Desde el aforismo vemos el lanzamiento del dardo crítico, vehemente, inadvertido, donde todo tiene asignado una diana: el asombro. Un aforista empieza por ser un lector atento, alguien que subraya lo mejor de los libros. No pretende persuadir ni imponer un único criterio de búsqueda, establecer un canon, ni siquiera reivindicar sus preferencias y no tiene una expresa voluntad de imposición. Recuerda, en cambio, más a un hombre que se afana en ordenar una biblioteca y altera los criterios de clasificación en función precisamente de lo que está leyendo. Tensa el arco, maneja las manos con habilidad, deja la fecha lista para el lance de decir. Pero en el aforismo todo está en cada una de sus partes, plegado a la manera de un acordeón y, según cómo se toque, se dispara mejor o peor. El lenguaje que emplea cohabita con la experiencia que el poeta incorpora, y su mensaje es como un museo, casi diáfano, de un pintor de nuestro tiempo. El momento del conocimiento de la verdad, y no de su sola idea, eso accionan los aforismos, un instinto, un éxtasis epifánico, lo inesperado, la insólita revelación. Los aforismos funcionan como cartas que se echan al azar, barajadas con maestría de mago, para dar clarividencia al mundo, y no todas, ni mucho menos, tienen truco, o están marcadas. Fuera de todo molde, sus raíces (aún por desenterrar) más bien son ramas de algo que toca la ventana de la literatura casi de refilón, sin creérselo del todo y que no sabe bien a qué o a quién llama.

Pocos géneros tan representativos del espíritu de su siglo como el del aforismo. Una antología es un mapa de costumbres a la vez que un pacto de intervención en el tiempo dentro de un territorio literario. Nicolás Chamfort decía que la mayoría de los autores de colecciones de citas célebres recuerdan a quienes devoran cerezas u ostras, eligiendo al principio las mejores y acabando por comerlas todas, tan sujetas están a la arbitrariedad del gusto y al espíritu subjetivo de quien las lee. El genial y huraño Karl Kraus, que daba como conferenciante numerosas lecturas públicas en las que se ensañaba con todos, descubriendo la moral social de su época y agrediendo con sátira al patetismo de un poder ridículo, dejó, en uno de sus aforismos (escritos con la ferocidad de quien los agita para adueñarse de sus propias contradicciones), la siguiente afirmación: «Un aforismo no puede dictarse a máquina; duraría demasiado».

El mérito de la aforística vasca contemporánea es que, dentro de su dispersión y de la variedad de propuestas estéticas y de pensamiento que recoge, mantiene la singularidad de ciertos hilos comunes. Destacan cuatro tendencias mayoritarias: el aforismo de corte clásico, el humorismo puro, el aforismo discursivo y filosófico (o político o reivindicativo) y el aforismo poético. Están, por supuesto, también los metaforismos, «esos aforismos que se muerden la cola», según Ramón Eder. Casi todos, de hecho, en alguno de sus libros o en sus inéditos se han preguntado sobre qué es, por qué escribirlo y qué define en realidad al aforismo. «En todo libro de aforismos –explicará Eder–, cada aforismo es una pincelada cuyo conjunto forma el autorretrato del autor». También nos advierte de que siempre fracasa el que quiere definir el aforismo y ese es el éxito del aforismo. Cabría preguntarse acerca de las razones por las cuales la escuela vasca es tan propensa a indagar en los motivos de la propia escritura aforística, algo que muy menormente se da en otros géneros y que, aunque ninguno de ellos logra acoger en su totalidad algo definitorio, supone un juego estimulante. En la propia indefinición del género está la necesidad de establecer taxonomías, de organizar y delimitar. Entre relampagueos de certera inteligencia abundan las propuestas de definición abierta, o mejor dicho, de indefinición de la definición. Dar pinceladas, hacer definiciones aforísticas del aforismo mezcladas con otras que se decantan por la formulación poética o alegórica, o por soluciones incluso contraforísticas. El metaforismo supone la defensa de una singularidad y de una inexperiencia como género, es decir, de una conciencia viva en lo que aún es pre-existencia y arquetipo. Porque la escritura aforística deja en un intervalo difuso sus propios límites y pone en cuestión a quien los escribe, no sujetándolo a ningún espacio, peor aún, le condena a la disciplina del vacío. Límites del propio texto que, por otra parte, se ve abocado al espacio de un mundo ya iniciado por la poesía.

Lo vasco, en literatura, ha tenido una raíz lúdica y de humor imperante, sarcástica y cruel, que obviamente, se ha moderado; por otra parte, no habiendo un bagaje o un cuerpo literario impreso a tener en cuenta de este tipo de género en la cultura vasca, la fuente de lecturas de la mayor parte de estos aforistas no parte directamente de la tradición oral vasca sino de la grecolatina, y después de la castellana, la francesa, la inglesa y la alemana. Son poetas leídos, y lo que escriben es literatura, sabiendo que están escribiendo literatura. La mayoría son lectores interesados en el clasicismo de los grecolatinos, Séneca, Marco Aurelio, Cicerón, más por su forma de comprender el mundo que por el tono de sus textos. Detrás de muchos están Bergamín u Ory, o también Juan Ramón Jiménez, la poética de María Zambrano, o echando la vista atrás, un inconmensurable Gracián. Y todos, casi sin excepción beben de fuentes europeas más que de americanas o latinas; empezando por Pascal, hasta Karl Kraus, de Rouchefoucauld, Peter Handke, Hermann Hesse, de Hugo von Hofmannsthal, Novalis, el Edgar Allan Poe ensayista de las Marginalia, Ambrose Bierce (el Diccionario del diablo) o Chamfort. No es de extrañar que más de uno se sienta hipnóticamente atraído por ese espíritu de la devastación que es Emil Cioran, junto con Nietzsche, una filiación destacable en muchos, casi un oráculo troncal. En parte eso explica la preocupación a la que está sometido el aforista moderno, a la dimensión rota del yo, del sujeto social, a la destrucción del héroe cotidiano cuando es un simulacro de identidad y de realidad falseada. Desde Unamuno –y su Diario íntimo– el vasco es un aforista que duda y que siente una especie de imperfección que no es otra cosa que una larga lucha metafísica que se resiente un tanto en falta de ideales concretos y que rechaza consolarse con la ironía y el humor voluntariamente intuitivo.

Ramón Eder tal vez sea la cabeza visible del género y quien más ha aportado al mismo a lo largo de las dos últimas décadas, hasta el punto de que no ha vuelto a sacar ningún libro de otro género en décadas. No es que haya dejado de ser poeta pero la brevedad lo ha transformado y acaparado para sí. Porque el aforismo, incluso en su reducida magnitud formal, es inagotable. Cambia la mirada del lector y de quien los escribe, abre un telar infinito de diálogos, traza autorretratos, como dibujos hechos a mano, con una suerte de lápiz de cicatrizar. Los aforismos son como esas motas imprevisibles que flotan en el aire hasta posarse en una palabra, en una mirada vuelta hacia sí misma. Ramón Eder suele practicar el metaforismo con asiduidad –en alguno incluso como clave argumental de sus libros– como modo de explicitar su visión teórica. Los aforismos de Eder están hechos, más que los de ningún otro aforista, de puro sentido común. Eder abrió el panorama del aforismo a la modernidad, destacando su ironía y un notable dominio de la contención verbal. Lo escribía Joseph Joubert: concisión poética. Lo propio del poeta es ser breve, es decir, perfecto, absolutus, como decían los latinos. Todo exceso es defecto. La diferencia es que un escritor prolífico (entiéndase aquí por cualquiera que no escriba solo aforismos) acepta lo que un escritor estilizado y sucinto como Eder descarta. Él lo dice más ingeniosamente: «La citabilidad es la cualidad principal de todo escritor de aforismos».

En algún lugar escribí que el aforismo es el género de lo que no se escribe, pues no se escribe con intención de ser aforismo. Que el aforista sea (o haya sido) un poeta no es por tanto raro. Sí lo es que el escritor dedique toda su energía al aforismo, no por ser un género minoritario, sino por ser un género de experiencia y, sobre todo, de destellos. Otro poeta, Karmelo C. Iribarren, sabe que la frase feliz procura un estremecimiento, que la inteligencia por sí sola no explica. Su mirada, escéptica e impregnada de un divertido cinismo, de un estar de vuelta de casi todo, le hace un observador ejemplar, se percata de aquello que a los demás nos pasa inadvertido, los detalles significativos de lo evidente y su resplandor metafórico. A diferencia de Eder (mucho más esteticista y literario, en la senda de Wilde) Iribarren, muy renardiano, bebe de Josep Pla y hasta de Pío Baroja. Es un aforista de la vida de a pie. Su escritura es incómoda, los fragmentos de Diario de K. son como restos de una deserción vital llena de sorpresas, humilde desencanto y ácida ternura.

Siguiendo con Ana Urkiza (por desgracia, una de las escasísimas voces femeninas que hay, inexplicablemente, en el aforismo, en este territorio) me vienen a la memoria unas palabras de Antonio Porchia: «Cuando digo lo que digo, es porque me ha vencido lo que digo. ¿Cómo leer un aforismo? ¿Cómo dejar fuera de su brevedad la verdad?». En Urkiza cada aforismo integra un azote de realidad, un espíritu libelista y desvergonzado, una nueva forma de ver y solventar el entorno. Y no pierden lucidez en la traducción, pues el aforismo verdadero puede ser fácilmente traspasado a otras lenguas, dado que en su esencia está la sencillez y la intención comunicadora.

También los de Gabriel Insausti se presentan con la seriedad de un oráculo contemporáneo, desbordados de verdad modesta y litigante, soltando un puñado de certezas, entre una línea y otra, cargados de lucidez y nervio humorístico. En ellos está la pujanza de profundidad y el brillo expresivo de la concisión que trata de agitar la espuma de la verdad, de comprender y señalar una realidad inadvertida de una forma mágica y poética. La impresión que nos deja su lectura es la de una visión pesimista (o excesivamente realista) de la condición humana. Prepara perfectos arquetipos de la gente y de las cosas que encontramos en la vida pública. No da lecciones, se encarga más bien de exponer su observación del mundo: a veces para ridiculizar una realidad demasiado dogmática, otras para autoparodiarse o para poner el dedo en la condición de una sociedad contemporánea escasamente autocrítica.

Entre los antologados (salvo Ángel Gabilondo todos los presentes son poetas en mayor o menor medida) la de Patxi Andión acaso sea la aportación que más explicación merece. Un hombre de motivaciones diversas que desde su vertiente artística y musical ha moldeado un tipo de aforística única, con apenas un único libro a sus espaldas, Breverías, de hondas raíces juanramonianas y extenuante profundidad poética. El de Andión es un intento de aprehender el magma ancestral de la poesía, de pasar a un plano más consciente su derrota y su imperfección.

En otro orden, la obra de Ander Mayora se situaría en las mismas particularidades que las de Hermann Hesse o G. K. Chesterton, por su disposición natural al fragmento filosófico (sobre todo en cuanto a influencias de lectura y a los motivos y preocupaciones de contenido) y por el gusto por la concisión y la profundidad en un mismo texto. Cada aforismo lo prepara y expone como si de un microensayo se tratara; lo dota, además, de algo germinal. No es el caso de un aforista que de vez en cuando suelta frases ingeniosas, él no busca la chispa sino la permanencia del fuego. Se reconoce la laboriosidad que hay detrás de cada palabra, el tiempo dedicado a pulir y a revisar las notas, incluso (algo menos común en la actualidad) a establecer un orden temático y de tono. Así habla de su propuesta: «Hay corrientes de la brevedad que sirven para dar rienda suelta a técnicas que tienen que ver más con el comentario extenso que con la simple oración o sentencia, es decir, la forma; otras iluminan una sensibilidad asimilable a una concepción vertical de la realidad, es decir, jerárquica, en el sentido de dar importancia a realidades espirituales o religiosas llamadas a ordenar la cultura y la sociedad. Esta sensibilidad no proviene, únicamente, de la entrega a unos principios de tal signo; sino también de un escepticismo ante la imposibilidad de concreción de estos y, sobre todo, ante las derivas experimentales de una modernidad (y todos sus posts) empecinada en dinamitar toda destilación que huela a pasado. Es en este sentido que encuentro al aforismo (o nota o fragmento) un género perfectamente enmarcado en la tradición y, por tanto, justificado como vehículo para la confrontación señalada, por mucho que ahora se hable de una moda del género breve. Ahí están Heráclito, Pascal o Nietzsche».

El despliegue de la mirada interior, interrogante y curiosa, dotada de una extraña sensibilidad lírica también se da en Juan Manuel Uría y en Beñat Arginzoniz. Ambos afrontan simultáneamente dos vertientes casi antagónicas del aforismo; el lúdico, heredero de Gómez de la Serna, Bergamín y de los humoristas (como Noel Clarasó o Coll), simples pero eficaces, divertidos y chistosos. Y el aforismo que es a su vez fragmento metaliterario y poético, donde se cuestiona la condición de la propia escritura y se exponen inquietudes orientadas a enunciar, desde la fragmentación, un proceso reflexivo. En ellos la inquietud predominante sería lo metapoético, emparentado con lo que en otros terrenos podrían estar haciendo Adolfo García Ortega (en Habitaciones irreales) o Xavier Rubert de Ventós años atrás en Manías, amores y otros oficios, y que sobre todo se ve, en el caso de Uría, en La ciencia de lo inútil. Son notorias en ese texto las influencias de Renard, Cioran, Wilde, Lautréamont, Porchia, Ory, Jean Mambrino, Michaux, Kraus, Lec, Cirlot o René Char, entre muchos otros. En su otra faceta, más liviana y jocosa, la de Dos por la mañana (y el posterior Dos por la tarde), Uría tiende al aforismo escueto, depurado, rápido, eficaz en su propósito de ser inmediatamente ingenioso. La idea del efecto curativo no es nueva, pero define a la perfección las características del género, la toma y lectura diaria, el cambio de perspectiva y visión que provoca.

 

De esa cuerda son también los que Beñat Arginzoniz dejó recopilados en Un mundo para Marina. Reconozco no obstante mi preferencia por los textos de La herida iluminada (un ideario cercano a La ciencia de lo inútil de Uría), que se plantean como notas a pie de página, fuera del cuerpo de la propia escritura. Las notas juegan a ser pequeños ensayos de intertextualidad. La modernidad, cito a Barthes, comienza con la búsqueda de una literatura imposible, y por qué no, con el natural fracaso de su indefinición. Arginzoniz, en la estela más joubertiana de Sobre arte y literatura, reflexiona en La herida iluminada incansablemente sobre el arte de lo poético y sobre sus razones. La poesía es como un espíritu contemplativo que nunca llega a definirse del todo en el oficio de la escritura, y que solo trata de introducir pausas y generar silencios, o de encontrar el eje vertical que sostiene cada idea entre la vida y la muerte.

Casi desde el ensayo Tere Irastortza mezcla interrogantes sobre la lingüística y la historia, y explora, más allá de los límites promovidos por la lógica y la razón, una suerte de ampliación poética del conocimiento. Los tiene recogidos en Txoriak dira bederatzi (2018), conformado como un cuaderno de estilo, un dietario de anotaciones, agrupadas temáticamente. Entre fragmentos encontramos algunos aforismos, como algo que se rompe en la búsqueda misma de su esencia, que queda a medio llenar, para que el lector lo complete. Un saber dónde el lenguaje –y el metalenguaje– lo es todo.

Otro poeta, Juan Kruz Igerabide (que suele ordenar también sus libros en apartados temáticos) apoya sus aforismos en los juegos de palabras, en los contrasentidos y el doble sentido. A diferencia de quienes esconden más sus citas, Igerabide parafrasea, revisa la tradición y reflexiona incisivamente sobre casi cualquier tema, incluso de tipo científico. La naturaleza humana, en todas sus facetas es su principal objeto del análisis («Homo sapiens, sapiens; lo de sapiens se repite por algo, para estar bien seguros» remarca en Labur Txintan, 2018). En una entrevista, Igerabide comentaba sobre su literatura, en general: «En sentido estricto, no trato de hacer reflexionar a nadie. Es como si todo el mundo hubiese reflexionado antes que yo, y yo intentara entablar un diálogo socrático con ellos, no desde la razón sino desde la paradoja. Socrático, en el sentido de que no me trago las mentiras que me cuentan; sin embargo, les aviso que lo mío también es otra mentira más, un escalón más de la escalera que quisiéramos que nos condujese a la verdad. Por eso es paradójica». Con clarividente escepticismo y la dicción bien pulsada para que salten las chispas justas de brillantez Igerabide se mueve entre el desafío de una provocación medida y la exploración punzante de lo cotidiano.

Cercano a él, Linazasoro, opino, es el más completo de todos los antologados: reúne todas las cualidades del perfecto aforista. Los suyos son meteoritos en retirada que explotan en las manos de quien los lee. En Linazasoro hay una intensa celebración del presente, y en él conviven dos polaridades muy contrapuestas, casi dos perspectivas, la razón poética (muy influido por Porchia) y la ironía, cáustica (más en la línea de Lec). Es cáustico y desenfadado, tira de la agitación de las palabras y de su transformación. No exento de riesgos en las formulaciones de su lenguaje, lo define su carácter indómito.

Por último, el paradigma y estandarte de filósofo entre los presentes es, sin embargo, Ángel Gabilondo, aunque no por ese motivo sus aforismos son menos ligeros ni tampoco más o menos serios. Lleva al terreno de la insinuación su inteligencia, la contención de la discrepancia se convierte en fértil semillero de máximas. Estas podrían complementarse con sus libros teóricos, ensayos y artículos, pero tienen vida propia, y carecen de un armazón de densidad filosófica. En definitiva, en todos, el aforismo ha ido inclinándose hacia una mayor subjetividad, a un visible posicionamiento del yo y hacia enunciados más dubitativos y cuestionadores de la realidad que tajantes y universales. Transitan abiertamente por el territorio de la sugerencia y de la intensa personalidad, emplean una prosa lírica, muy alejada del tono perentorio y directo de la máxima clásica. Como señalaba Andrés Neuman, el aforismo no es solamente una forma de escribir, sino también una estrategia de lectura. Es leerse a uno mismo con un lápiz de síntesis, contar con las tachaduras como cicatrices hasta decantar y sedimentar una geografía y perspectiva coincidente con las fronteras del ideario propio. Decía justamente Neuman, a propósito de Fernando Savater, pero es atribuible a Gabilondo, que piensa y redacta de manera aforística, pero que se camufla y se engarza a través de un mecanismo asociativo: «Filósofo de apariencia caudalosa, una lectura microscópica de su estilo revela que las máximas breves son el núcleo, las células de su lógica. En otras palabras, el autor jamás ha eludido los aforismos: los ha integrado en otra arquitectura. Un Savater sentencioso y sinóptico se afila debajo del Savater verboso y elocuente que creíamos conocer, tal como las pequeñas y redondas oraciones subordinadas se alojan en el tejido de una frase compleja». Pessoa, sin pretenderlo, hizo una observación inigualable y una poética del género: «El camino de la filosofía (se podría sustituir por aforismo) no es el de lo Conocido hacia lo Desconocido, sino de lo Desconocido en lo Conocido hacia lo Desconocido en sí mismo».

En el fondo, nada más contradictorio, y en un mismo grado, eso es lo paradójico, obsesivamente unitario, porque a la vez que se universaliza, pretende ser un género para la intimidad. Los aforismos son póstumos siempre, porque carecen de biografía y de poeta. Necesitan diluirse en la comunidad. El paraguayo Rafael Barrett (famoso por sus epifonemas) advirtió: «La perfección es un mal, puesto que es un límite». Si en la definición de aforismo y en su raíz etimológica está consignada la delimitación, en su felicidad verbal converge la experiencia de la vida en los márgenes de una nueva significación hermenéutica. Desestabiliza y columpia vivamente al lector para catapultarle meteóricamente hacia una idea o una sensibilidad poetizada. Condensan un estado o una felicidad de la atención, una actitud levitadora o el autismo de una cosmogonía imaginativa. El aforismo, es un estar abierto a todo, un difuminarse entre infinidad de esbozos sin destino, para perfilar lo inacabado como género. Hay en el oficio aforístico un sentido lúdico de la provocación, pero también da cuenta de la dimensión orgánica de sus posibilidades, pues se suma a la obligación de incitar al pensamiento, estimulándolo, y encarna insuperablemente la esencia de ser un inductor extraordinario de nuevas ideas. En mi opinión lo define no la brevedad, sino el corte, el dejar abierta la intención, proporcionándole inagotables formulaciones a las ideas, pero que acaban en sí mismas, en un infinito circuito cerrado.

Interés aparte merecen otros no antologados. Joxean Sagastizabal, que en 1996 publicó un divertidísimo Zorotariko euskal hiztegia (Diccionario para locos) con definiciones de palabras compuestas, ficcionadas, inventadas, jugando con los dobles sentidos, las resonancias y la sonoridad. Sin ser aforismos estrictamente, recuerda al Diccionario de Coll y también a Las máximas de Blas y al Diccionario humorístico de Noel Clarasó –que a su vez bebía del de Luis Marsillach y del francés Maurice Maloux–. Joxerra Garzia sacó en la editorial Alberdania Egonean doazen geziak –con el subtítulo de Metaforismos– pero que a decir verdad se mueve más cerca del fragmento narrativo, del microrrelato irónico, de la estampa, del diario y no del libro de aforismos. Otro ejemplo es Jauzika (A fuerza de caer) donde Bixente Serrano Izko apuesta directamente por aforismos (que no terminan de serlo) mucho más reivindicativos, fuera del plano poético y de fuerte contenido político y social, además de ir titulados. Esas particularidades –cabe decirlo– ya estaban en Autopista o Nacional II de Jaume Perich. Encuadrado en el humorismo y en la ocurrencia, imperan en él las resonancias, las alusiones y emparejamientos. Kepa Murua, en La poesía y tú, gravita en la anotación reflexiva, con fragmentos acerca de la condición de lo poético, pero prescinde de abordar otras temáticas. Es interesante, aunque en mi opinión está fuera del plano aforístico, la propuesta de Itziar Mínguez, en el cuaderno Wikipoemia, pues son más poemas que otra cosa, pero en esos y en otros poemas suyos se entrevé una altísima condición aforística. Sí me parecen convalidables sus haikus, que más que haikus me parecen aforismos en toda regla. Sirvan si no de ejemplo estos: «¿Una manzana? / cualquier excusa es buena / para largarse». (La estrategia de Adán y Eva) o «Robarle al tiempo / la vida suficiente / para soñar» (Epitafio). Otro poeta, Angel Erro, ha ido desperdigando en diferentes medios (revista Argia) unas cuantas decenas de aforismos magníficos, aunque tan pocos y aún inéditos, por lo que no es posible incluirle en la presente antología. Suya es la afirmación (no siempre cierta): «En las colecciones de aforismos el primero suele ser siempre el mejor». Aunque mi gusto se decanta más por éste: «Cuando un escritor escribe sobre sí mismo, le es complicado huir de la autohagiografía». Fernando Aramburu, que en los últimos años ha retomado su carrera poética, ha ido dando muestras en medios como El País de una suma considerable de aforismos, que promete sacar pronto y que le impide adelantarse a sacarlos aquí.

Entre las editoriales que más han apostado por el aforismo que se escribe en el País Vasco (tanto en castellano como traducido del euskera) destaca Trea, que en menos de tres años ha sacado más de media docena de títulos. Otros autores han podido ver sus aforismos en las ya míticas Cuadernos del Vigía, Renacimiento (colección A la mínina), o recientemente, en La Isla de Siltolá. En euskera tanto Elkar, Pamiela, Erein, Utriusque Vasconiae o Alberdania son editoriales que publican ocasionalmente algún libro de aforismos sin que ninguna tenga una colección de dedicación preferencial por el género.

Respecto a los aforismos recogidos en el presente volumen, he tratado de respetar en lo posible las decisiones y elecciones de los propios autores, así como sus indicaciones. Las traducciones, en el caso de quienes escriben en euskera, han dependido de ellos mismos, salvo alguna matización que yo haya podido sugerir. Algunos, tal vez por una cuestión de homogeneidad en sus creaciones, han preferido mezclar sin un orden preferente aforismos de diferentes obras. Otros se han sentido más cómodos al ordenar y catalogar los textos, definiendo bien a qué obra pertenecían y diferenciando unos libros (o un tono) de otros. Están quienes se han sentido más seguros tirando de lo ya publicado y quienes han preferido optar por entregar un buen surtido de inéditos. La muestra es, fuera de duda, lo suficientemente amplia y representativa. En efecto, la nómina, que peca de heterogénea, está llena de desvíos e intersecciones. En la palpitación de esa diversidad, los modelos y registros se difuminan incluso dentro de un mismo autor, ofreciendo tonalidades en ocasiones hasta antagónicas. Sorprendentemente, hay una preferencia por el lenguaje como motor de construcción de pensamiento, una tendencia al metaforismo y a la indagación constante acerca del propio modelo aforístico de escritura. He prescindido de los aforistas que todavía tienen material inédito solamente, o de aquellos que lo han publicado con preferencia en medios digitales. No con pocas dudas he dejado fuera, y no por su calidad, algunas propuestas atractivas y sugerentes, que no acaban de encajar en los criterios aforísticos. He aceptado, no obstante, en la amplitud de miras, fórmulas que pasan rozando el género. Es el caso de Patxi Andión que, en opinión de muchos, podría considerarse slo poesía. En otra latitud está Irastortza que, sin un volumen explícito de aforismos, indaga en su último ensayo en actitudes y vocaciones aforísticas, y que incluye y sostiene gran parte del material en un contenido de formas breves. Lo vasco como tal queda definido por el lugar de nacimiento (o el de residencia), o por el tipo de vinculación con el territorio y el euskera. He preferido no encuadrar a los nacidos en el territorio navarro, salvo que hayan tenido una íntima cercanía con lo vasco habiendo residido en otra provincia durante largos espacios de tiempo o que escribiesen en euskera. Por ese motivo está Ramón Eder, que, aunque nacido en Lumbier, lleva media vida viendo en Pasajes de San Juan. Y por lo mismo no está Ramón Andrés. Más dudas he tenido para no incluir, por ser oscense, al filósofo Andrés Ortiz-Osés (Tardienta, 1943), que ha vivido durante décadas en Bilbao ejerciendo como profesor en la Universidad de Deusto y que se ha dedicado a estudiar, con un profundo interés y enormes aportaciones, la sociología del matriarcalismo vasco. Julia Otxoa (San Sebastián, 1953) se desenvuelve primordialmente en el ámbito poético con prosas concisas y autónomas, minimalistas, ligadas a la observación y a la intensidad de lo leve, manejándose en un lenguaje casi sensorial y desde una escritura conectada a la contemplación. Algunos poemas, descontextualizados, y aunque primeramente no tuvieran esa pretensión, podrían aquilatar una función aforística; no obstante, son unos pocos y escasos para esta muestra (Carmen Camacho la incluye acertadamente en la antología Fuegos de palabras. El aforismo poético español de los siglos XX y XXI, tan llena de ‘outsiders’, y llama a esos textos Esquejes). Es lógico que queden fuera también los autores que hayan publicado solo diarios, aunque dentro puedan encontrarse muchas piedras preciosas aforísticas, como en el bilbaíno Iñaki Uriarte. Ramón Eder en castellano y Juan Kruz Igerabide y Karlos Linazasoro en euskera son los precursores y dieron el pistoletazo de salida poco antes de entrar al siglo XXI al aforismo vasco moderno. Los han secundado el resto en un espectro mínimo de tiempo, de fertilidad inaudita y creciente.

Lejos de mi idea consignar un canon. No he pretendido confeccionar una edición crítica ni he querido hacer un estudio dirigido al ámbito académico. Convergen, entre modalidades hasta contrapuestas, lo estético y lo reflexivo, aforismos puros, contraforismos, formas metafóricas y conceptuales cercanas (incluso con el pálpito indagador de lo filosófico) o simple imaginería y humorismos. Contagiados de un pulcro tono lírico, fragmentos de diverso alcance persiguen una filiación común, y ponen, en esa búsqueda de identidad, un destello sensitivo en la palabra. El espíritu primordial es difundir la heterogeneidad de la aforística vasca y dar visibilidad a un género tan de moda como denostado con propuestas felizmente variadas. Lamento, he de admitirlo, que sea tan escasa la presencia y proporción de mujeres en la antología, pero tengo la esperanza de que se reavive en un futuro con nuevas voces, al igual que está sucediendo en otros lugares (la antología Bajo el signo de Atenea, publicado en este mismo sello es buen ejemplo de ese progreso). Siendo la piedra una de las particularidades del paisaje vasco y de su historia antropológica, el título hace además referencia a la dificultad para fijar lo fronterizo. La misma piedra que a lo largo del tiempo se acoge a la lentitud de la erosión para tomar diferentes formas. A ese respecto, había un dicho en euskera: Dios da forma a las piedras cuando nos llama. Los aforismos sirven para parar el tiempo (o enlentecerlo) y solidificarlo, y tallan con el brillo la fortaleza de su permanencia. Son esa dureza que permanece en lo que se deja atravesar por hilos de claridad delineando el camino más largo y duradero de la sabiduría.

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