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Una escueta y sutil heterodoxia1

Javier Recas

En El Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche escribió: «Lo que necesita ser demostrado para ser creído no vale la pena». Detrás de esta afirmación se halla un inquebrantable compromiso con el aforismo, y también el núcleo de su sentido filosófico.

Durante siglos el aforismo fue víctima del poderoso vendaval de los grandes sistemas. El paradigma epistemológico dominante devaluó el aforismo como forma filosófica por menospreciar los requisitos considerados indispensables en toda auténtica reflexión: recorrer el cauce de la argumentación y adoptar una lógica discursiva sistemática, coherente, objetivista y fundamentada. Su osadía le salió cara al aforismo.

Basta con acudir a los grandes nombres del panteón filosófico para hallar pruebas del desdén casi unánime hacia el aforismo. Tan solo dos muestras: Platón exponía en su diálogo Menón que, aunque las ideas aisladas puedan ser muy bellas y acertadas, no valen de mucho si no las conectamos con su fundamento. El aforismo, para Platón, tenía, en el mejor de los casos, el valor de la recta opinión (la doxa), pero no alcanzaba el grado de auténtico conocimiento (la epistéme). Por su parte, Hegel, partiendo de su idea matriz de la Fenomenología del Espíritu de que «lo verdadero es el todo», consideró al aforismo como una manifestación parcial de un espíritu plegado sobre sí mismo en su momento subjetivo.

El resultado de esta devaluación del aforismo es que se cultivó en los márgenes del cauce epistemológico dominante. En la antigüedad helena, las Máximas de Epicuro permanecieron sepultadas bajo el peso de las imponentes arquitecturas filosóficas de Platón y Aristóteles; las máximas de La Rochefoucauld o de Chamfort quedaron oscurecidas por el enorme eco del racionalismo cartesiano; y lo mismo cabe decir del torrente de singular lucidez de los Cuadernos de Lichtenberg frente al colosal impacto de la obra kantiana en el XVIII

Pero volvamos al marco epistemológico dominante. Decía Julián Marías que el aforismo se asemeja a una flor cortada. Tras su atractivo y brillantez, veía él un desgajamiento esencial, una extirpación de lo que hace filosóficamente relevante a una idea: su justificación. A flores se asemejan en efecto los buenos aforismos: bellos, sugerentes y seductores, tras su sencilla presencia. Regalos para el alma, conmovedores o provocadores, a veces, reveladores siempre. Ha habido quien, como Antonio Porchia, extraordinario aforista, los regalaba a sus amigos como si de flores se tratara. Se asemejan a flores, sí, pero no a flores cortadas, porque son reflexiones con plena vitalidad, píldoras que destilan el néctar de la reflexión, de la que solo muestran el resultado, no el recorrido. El aforismo no demuestra, en efecto, pero alumbra el horizonte, y, con frecuencia, nos mueve y conmueve con una fuerza mayor que el minucioso trabajo de la argumentación. Aquí reside la magia de estas pequeñas perlas. Karl Kraus lo expresó con su célebre y polémica afirmación de que «el aforismo nunca coincide con la verdad; o es una media verdad, o es una verdad y media».

El aforista se asemeja al pintor impresionista, que describe con pinceladas sueltas. Su obra es el resultado del resplandor de un instante creativo al servicio de una verdad de gran calado, aunque concisa. José Bergamín lo expresó de forma impecable en su ya célebre caracterización del aforismo: «El aforismo no es breve, es inconmensurable».

Resultado chocante, no obstante, lo sucedido históricamente con el aforismo. Su devaluación corrió paralela a la innegable admiración que siempre suscitó, cultivado en todas las épocas por grandes figuras de muy diversos campos de la cultura, (de la literatura a la ciencia, de la filosofía al arte). A pesar de ello, no pasó de ser considerado, en el mejor de los casos, un meritorio arte menor de lúcidas ocurrencias necesitadas de prolongación, faltos del rigor y la solidez que solo la deducción aporta. No faltó tampoco quien vio en sus chispeantes agudezas tan solo triviales fuegos de artificio intelectual con tintes de frivolidad; incluso fue tildado de ser el refugio de quienes no consiguieron componer una gran obra de carácter sistemático. Una lamentable y miope imputación, incapaz de comprender que un aforismo logrado es ya en sí mismo una gran obra. Como Sukhorukov escribió: «Un aforismo es una novela de una línea». Nietzsche lo expresó con su habitual inmodestia, pero a la vez apuntando a la esencia del aforismo: «Es mi ambición decir en diez frases lo que todos los demás dicen en un libro, lo que todos los demás no dicen en un libro».

 Hoy, afortunadamente, este hermano pobre y enclenque de la reflexión filosófica reclama sus derechos y hace valer sus luces. El contexto filosófico y también literario ha cambiado. La esperanza de un sistema omnicomprensivo del mundo, incluso el deseo mismo de que tal cosa se alcance se ha quebrado en la actualidad. La era de las grandes catedrales filosóficas ha quedado atrás, y con ella las pretensiones de una verdad con mayúsculas capaz de ofrecer una comprensión cabal, justificada y total de cuanto nos rodea. Al fin y al cabo, cabe preguntarnos con Montaigne: «¿Para qué sirven esas elevadas cimas de la filosofía en las cuales ningún ser humano puede asentarse?»

Nietzsche tiene mucho que ver con este cambio. Es imprescindible en la historia del género, más allá de la grandeza de sus aforismos, por tres motivos fundamentales. En primer lugar, por su convicción de la necesidad de librarnos del corsé de la lógica. «No ocurre nada –afirma– que corresponda rigurosamente a la lógica». Al fin y al cabo, como él mismo dice, la verdad no es más que una metáfora. En segundo lugar, por su radical reivindicación de un pensamiento asistemático. «Yo desconfío –escribió Nietzsche– de todos los sistemáticos y me aparto de su camino». La voluntad de sistema es una falta de honestidad, porque todos los sistemas, en el fondo, falsean la realidad para que encaje en nuestros esquemas previamente trazados: son, en realidad, una componenda, un artificio. Y, en tercer lugar, por reivindicar una filosofía que posibilite comprender la vida en su radical hondura y dinamismo, frente a la tradición occidental caracterizada por su vocación entomológica, por su egipticismo.

Desde estos presupuestos, Nietzsche percibió la reflexión aforística como la posibilidad idónea para huir de la rigidez arquitectónica del concepto y perseguir la liquidez del instante. Una huida, como dijera Paul Valery, del «horror por lo que no cabe en un instante» para registrar tan solo en breves llamaradas los vestigios de esa experiencia. Jules Renard escribió en sintonía: «He construido castillos en el aire tan hermosos que me conformo con sus ruinas».

El aforismo requiere un acto mental diferente al del pensamiento objetivista. En primer lugar, pone en juego la intuición: por eso brota de la aprehensión inmediata del objeto en la conciencia, sin intermediación metodológica, lo cual le otorga espontaneidad pero también un perfil crítico y heterodoxo (un rasgo, dicho sea de paso, que le separa de refranes y proverbios). Reivindica, por otra parte, lo sensorial, lo corporal incluso, en tanto condición para un pensar del instante. Carlos Edmundo de Ory resumió esta idea en uno de sus aerolitos con la sencillez de la que hacía gala su postismo: «Pienso con la yema de los dedos».

En el aforismo moderno, sentir y reflexionar no se pueden desligar. Ambas se funden y confunden en eso que llamamos realidad. Sendos aforismos de dos grandes poetas, valga la breve muestra, resaltan esta ligadura: «Vivimos –decía Machado en Juan de Mairena– en un poema de nuestro pensar»; «Nada se sabe, todo se imagina», escribió Fernando Pessoa.

Quienes no ven en el aforismo sino un extravío de la auténtica reflexión filosófica tampoco perciben su especial sintonía con la forma de nuestra espontánea aprehensión del mundo. La comprensión de la vida, como la vida misma, no está forjada por piezas de llana continuidad, pulida coherencia y armonía global (ese «monstruo de la totalidad», como dijera Roland Barthes). Por el contrario, estamos hechos de retales laboriosamente zurcidos, de relámpagos de discontinua claridad, de quiebras, contingencias e intermitencias, de instantes irreductibles e irrepetibles que pueblan la memoria de este fluir temporal que constituye lo que somos. Michel de Montaigne, convencido de ello, escribió: «Todos estamos hechos de retazos, y somos tan informes y diversos en composición que cada fragmento, en cada momento, desempeña su propio papel». También Ramón Gómez de la Serna: «Reaccionar contra lo fragmentario es absurdo porque la constitución del mundo es fragmentaria, su fondo es atómico, su verdad es disolvencia».

Émile Cioran, tan pesimista como extraordinario aforista, caracterizaba al aforismo como pensamiento discontinuo. Discontinuo no significa impreciso, ni incoherente, sino interrumpido, constituido por pequeñas descargas de discernimiento que luego se pueden hilvanar o no. Son fruto de un pensamiento divergente o lateral. Una forma de reflexión que avanza, para expresarlo con Elias Canetti, a saltos de caballo de ajedrez.

Esta discontinuidad esencial del aforismo, no le convierte, pese a lo que pueda parecer, en un fragmento. El fragmento, a diferencia del aforismo, remite a un marco más amplio que le otorga su sentido completo. El aforismo y el fragmento se sustentan en presupuestos epistemológicos distintos: mientras que el aforismo es contundente y acabado, el fragmento se caracteriza por ser una porción de pensamiento inconcluso, una primera aproximación a una meta identificada pero no alcanzada.

Esa reivindicación filosófica del aforismo frente al modelo deductivista nos conduce a la cuestión de la verdad en el aforismo. El aforismo actual, aunque lejos de las pretensiones universalistas y normativas de la tradición clásica sentenciosa, no reniega de la idea de verdad: al contrario, si es genuino, se erige como una forma de conocimiento. Un conocimiento, eso sí, que germina en un territorio modesto, el del yo con su limitada experiencia mundana, más allá (o, mejor decir, más acá) de artificios epistemológicos. Escribir aforismos es un ejercicio de minimalismo gnoseológico que alumbra sin fundamentar, que retrata sin pretensiones de objetividad, que abarca sin exhaustividad. Es un saber humilde de conciencia socrática de quien sabe al menos que nada sabe y que tan solo nos queda la palabra como un eventual chispazo de momentánea claridad. El aforista, como el poeta, se siente preso de la humildad y fragilidad de la palabra, y de la conciencia de nuestra quebradiza experiencia mundana: «Sólo cultivan el aforismo –como dice Cioran– quienes han conocido el miedo en medio de las palabras, ese miedo a derrumbarse con todas las palabras».

La verdad aforística es la verdad como perspectiva. Tanto respecto a la naturaleza del objeto, que se torna limitado, como en lo concerniente al acto de conocimiento, inexorablemente limitado, relativo y circunstancial. «Donde está mi pupila no está otra; lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituibles, somos necesarios» (J. Ortega y Gasset). Esta concepción perspectivista nos remite al concepto de verdad como desvelamiento (como alethéia), esa apertura del horizonte de sentido del ser, para decirlo con Martin Heidegger.

Se trata de una idea de la verdad sustentada en una concepción de la razón como logos frente a la omnipresente ratio. El logos, meditativo y extrametódico, saca a la luz lo oculto sin violentarlo, para mostrar lo que es propio del ser, lo que se desvela en el propio lenguaje. La ratio, por el contrario, surge de doblegar lo real, de someterlo con el fin de modificarlo, para lo que necesita convertirse en un cálculo asegurador. El propio concepto de «ratio», como recuerda Hobbes, tenía entre los latinos un sentido comercial. Frente a la reflexión demostrativa de la ratio, la mostrativa del logos. El aforismo opta por la segunda.

La verdad del aforismo simula un soplo de eternidad pero hunde sus raíces en la inexorable historicidad de nuestra experiencia mundana. Por eso, su naturaleza es dura y frágil al mismo tiempo, se mueve en el difícil equilibrio entre su clausura formal y su apertura de sentido, entre su modesta incitación a la reflexión y su orgullosa voluntad de verdad, en virtud de la cual Roland Barthes califica al aforismo como «la más arrogante de las formas de lenguaje»; en la misma línea, Auden lo calificó de género «aristocrático».

La verdad aforística no se despliega lentamente sino de manera súbita, con un golpe de efecto, como si de un espectáculo se tratara. Ese estruendo lo clausura, pero ahí no acaba todo, porque todavía queda la productividad del silencio que le acompaña, que es donde se fragua su poder hermenéutico. Por ello, todo aforista rubricaría sin dudar la afirmación de Eugenio Trías sobre la naturaleza de la verdad: «El criterio de verdad de un enunciado es siempre la amplitud de su capacidad de seducción».

Frente a las explicaciones causales, tan características del pensamiento objetivista, el aforismo requiere una tarea hermenéutica de todo aquello que no puede ser explicado y tan solo cabe ser comprendido. ¿Pueden explicarse la belleza, la vida, el amor? Pessoa respondió a su amada sobre las razones de su amor con esta bella declaración: «Amo como ama el amor. No conozco otra razón para amar que amarte».   

Estos dos grandes rasgos epistemológicos del aforismo: la verdad como perspectiva y la necesidad de una honda comprensión hermenéutica conducen a una revalorización del sujeto, en constante auge desde el romanticismo al pensamiento posmoderno. Pero no ya como sujeto trascendental kantiano ni como cogito cartesiano. El sujeto del aforismo abraza sin miramientos todo el mosaico de la experiencia humana: vivencias personales, impresiones, sentimientos, dudas, interrogantes... No es extraño, en sintonía con esto, que en el aforismo moderno haya cobrado auge en forma de textos autobiográficos, diarios o cuadernos de apuntes personales, como los de Chamfort, Joubert o Lichtenberg, y más recientemente, los de Paul Valéry, Edvard Munch, Franz Kafka o Cioran...

Este giro subjetivista del aforismo moderno ha potenciado uno de los rasgos intrínsecos del género: su carácter poético, algo que también le aleja del paradigma filosófico dominante, no solo porque el aforismo haya adquirido un cariz metafórico, ni únicamente porque hayan cultivado el género con creciente interés los poetas, sino porque se ha empezado a reconocer –para decirlo con María Zambrano– que esencialmente el aforismo se nutre de una racionalidad poética: de un logos poético en tanto poiético, es decir, creador de nuevos sentidos.

Digamos, para concluir, que el aforismo no pretende describir con exactitud, algo que para el pensamiento deductivista es ley: su aspiración es esbozar con lucidez. El perfecto aforismo es una flecha que da en la diana. José Bergamín puso el dedo en la llaga con esta célebre y provocadora sentencia: «No importa si un aforismo es cierto o incierto. Lo que importa es que sea certero». Una diana que bien puede ser la verdad misma; pero puede también que una pregunta compartida, (¡tan frecuentemente incómoda!), o bien volcarse en personalísimas obsesiones, en cómplices aflicciones, dudas, temores… que, al fin y al cabo, son las de todos. Por eso el buen aforismo nos sitúa frente al espejo de nuestra condición humana. Por ello, no importa mucho si lo que expresa ya se ha dicho: seguramente, las verdades fundamentales sobre nuestra experiencia en el mundo no sean tantas. Se trata de (y cito al siempre genial Lichtenberg) ser capaces de dirigir «nuevas miradas por antiguos agujeros». También Proust escribiría: «El verdadero descubrimiento no es buscar nuevos lugares, sino en ver con otros ojos». Esas nuevas miradas, esos nuevos ojos, no quieren describir el mundo, tan solo quieren iluminarlo.

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