Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Cienfuegos

Antonio Alcalá Galiano

D. Nicasio Álvarez de Cienfuegos era un poeta y un ingenio singular, si por singular se entiende no ser parecido ni a quienes le antecedieron ni a sus contemporáneos, no siendo la singularidad así entendida motivo de alabanza como tampoco de vituperio. Cuando escribió, todavía no era conocida en España la escuela, que tomando el nombre de «romántica», se había creado en Alemania, y que después se ha dado a conocer dilatando sus doctrinas e influjo por otras naciones. Por clásico se tenía él sin duda, pues reconocía como ciertos y daba obediencia a los dogmas, a la sazón reconocidos y venerados en la república literaria. Pero del gusto clásico distaba infinito, lo cual en todas sus composiciones se da a conocer, y más que en otras en sus llamadas traducciones, que con nombre de tales son paráfrasis muy desviadas de los originales, ciertamente.

Cienfuegos era, además, de aquellos hombres en quienes la conducta explica la naturaleza del ingenio. La entereza acreditada en los últimos días de su vida, y de donde le vino la muerte un tanto temprana, se aviene bien con la rigidez o tiesura de su estilo.

Como escritor desemejante de lo general de los autores ha tenido quien le admire con exceso, y quien le desapruebe con no menos vehemencia. Fue muy de moda celebrarle, si bien no faltaban en la época de su mayor celebridad quienes tachasen de mala idolatría el culto que le daban sus devotos, siendo común que haya oposición violenta en el imperio de la moda. En el cotarro de los críticos y sectarios de la escuela filosófica o liberal privaba mucho, no obstante estar sirviendo un empleo de nota bajo el gobierno de Carlos IV. Al revés los adoradores del poder de aquellos tiempos le tenían mal querencia, si aun en parte por razones políticas, también por motivos meramente literarios, sin tomar en cuenta el desafecto con que se le veía por ser de la parcialidad contraria. Los críticos y poetas sevillanos de aquella misma época, remedadores de los poetas andaluces que florecían reinando los Felipes, le tenían en alta estima, sin que pueda decirse con razón que fuese por serles parecido. En los días inmediatos a los nuestros vinieron a ser mayores en número, o si no en número en poder, sus contrarios que sus amigos, de lo cual resultó gran mengua a su fama. Hasta el señor Quintana, su amigo, en el último tomo de su colección de poesías castellanas, publicado cuando el renombre de Cienfuegos estaba en su ocaso, sin faltar al aprecio y admiración que le profesaba, se muestra como medroso al ensalzarle, siendo hijas sin duda la tibieza y restricciones en la alabanza, no de menoscabo en el afecto y buena opinión, sino del conocimiento de haber decaído mucho en general una reputación literaria en tiempos bastante cercanos muy subida.

No son muchos los que ahora leen las poesías de Cienfuegos. Otro tanto sucede con las de Meléndez, según deja dicho en un artículo anterior del Laberinto el escritor de estos renglones. Gozan en general de escaso valimiento en el día presente las composiciones del tiempo próximo pasado, siendo capricho muy común mirarse los usos y las cosas de antepasados algo remotos con más aprecio que todo cuanto agradaba y prevalecía viviendo nuestros padres. Así con el bigote y la perilla vuelve la afición a los poetas que florecían cuando estaban antes en uso los tales adornos, y los escritores que lo eran cuando se llevaban rizos participan del descrédito actual de la hace poco desterrada moda. El multa renascentur es certísimo, pero se necesita para las resurrecciones que lo resuscitando (perdónese la novedad de la voz latinizada) cuente algunos años de difunto.

Cienfuegos fue novador, y lo fue extremado en algunos puntos, quedándose muy corto en otros. Creó voces poéticas sin tasa: dio al estilo formas insólitas, y sin embargo respetó la regla de las unidades como poeta dramático, y aun como lírico se desvió poco de las reglas latino-francesas, reguladoras de la poesía y la crítica cuando él componía. Su mayor atrevimiento consiste en haber hecho obrillas sin título de odas, canciones u otro alguno, en cuya osadía le acompañó el Sr. de Quintana, su amigo.

Cienfuegos pasa por autor a quien su sobrado fuego poético consumía y arrebataba. En sentir del autor de este artículo, sentir del cual participan pocos, este es un juicio muy equivocado. En otra ocasión le ha comparado el mismo que estos renglones escribe a un caballo endeble de piernas, en cuyos movimientos desarreglados creen muchos ver muestras de fogosidad, siendo hijos de la causa contraria.

Y no porque faltase calor en el alma de Cienfuegos. Le tenía, pues lo acreditó con sus acciones, así como hacía alarde de él en sus escritos. Pero era su calor forzado. Digno es de alta alabanza quien venciendo las naturales inclinaciones, y contrayendo por ello mérito superior, hace aquellas mismas cosas difíciles para las cuales no le tenía destinado la naturaleza, pero lo artificial al cabo se descubre, y como la planta forzada nunca regala los sentidos tanto cuanto la natural, así lo adquirido con trabajo se diferencia de lo espontáneo en gran manera.

Era Cienfuegos hombre muy honrado, amante por demás de todo cuanto es grande y noble. Por desgracia parece que era poco viva su fantasía. Así es que se apasionaba por medio de su juicio, y faltándole calor natural para expresar su pasión, y queriendo igualar con lo animado de la expresión lo vivo del deseo, se esforzaba y se descomponía todo. Alguna semejanza hay entre su estilo y los extremos que para declarar sus conceptos hace un mudo.

Quebrantaba las reglas en que creía y a las cuales es de presumir que intentaba arreglarse: estropeaba la lengua castellana, en la cual acreditan ciertos escritos suyos que estaba más que medianamente instruido.

Con tales y tan graves faltas juntaba sin embargo algunas muy buenas dotes. Acaso si hubiese querido volar con menos rapidez y remontarse a menor altura, habría llegado a ponerse mucho más arriba del puesto donde ahora está y merece estar colocado.

Algunas pruebas justificativas del duro juicio que se acaba de dar suministran las obras de Cienfuegos.

Tómese por ejemplo El otoño, composición muy alabada por algunos críticos contemporáneos, y de la cual el crítico que escribió en la traducción de Blair la parte correspondiente a la literatura española hizo grandes y no muy atinados elogios:

¿Qué significa el

      Luego, luego

cien copas ¡Evohé! dad a mi fuego.

Otras ciento me dad?



Eso es ya traspasar los límites de lo posible, descubriéndose que tales extremos salen de un hombre sobrio el cual solo en los versos manifiesta una sed o un vicio tan fuera de toda medida. ¿Y quién grita «¡Evohé!» en los días presentes cuando como cristiano, aunque malo en aquel momento, da rienda suelta a su apetito?

Lo demás de la composición adolece del mismo defecto de extremar los afectos y las ideas.

El famoso dicho de Napoleón sobre que solamente dista un paso lo ridículo de lo sublime fue repetición en términos quizá nuevos de una idea antigua y muy cierta. Y muchas veces quien con lo ridículo tropieza y se estrella es porque va corriendo en busca de lo sublime con ímpetu excesivo y fuerzas flacas para alcanzarlo.

De ahí nacen muchas faltas de Cienfuegos. Se nota en sus obras que a la sublimidad aspiraba siempre. En la escuela del Sepulcro (cuyo título mismo es una rareza) usando de unas personificaciones o prosopopeyas por demás atrevidas, presentó la idea de muchachos jugando al escondite cuando aspiraba a presentar una imagen singular, tanto cuanto por la novedad, por la grandeza. Se habla aquí de la alusión al sepulcro de Alejandro en la expresión:

Tumba del Macedón, ¿dónde te escondes

que no dices: aquí?



Igualmente en la misma composición la idea de ir el hombre caminando y hallarse en medio de eso con que la muerte

le sale al paso,



no ofrece más alta idea a la imaginación que la del tropezar un paseante con un objeto inesperado y no dé su gusto al volver de una esquina.

Sin duda en medio de extravagancias tales aparecen casos en que el poeta llega a grande altura. No carecía de fuerzas, ni dejaba en sus esfuerzos de traspasar los límites de la medianía. En la elegía a un amigo lloroso por la muerte de su hermano, hay imágenes grandes a la par que afectos tiernos. Acaso la de la eternidad que arroja a un abismo los siglos despeñados frisa también con lo ridículo, pero frisa y no más, y aun al descontentadizo censor que en estas páginas duramente ejerce su desabrido oficio parece hermosa.

Una consecuencia forzosa del empeño de ir más allá que consienten las propias fuerzas es lo que, en el lenguaje artístico tomado prestado al arte de la pintura para aplicarle al de la poesía, se dice «amanerado». Lo es Cienfuegos en grado sumo, y lo es en todo: en el modo de concebir sus ideas, en el de expresarlas; en suma, en la dicción tanto cuanto en el estilo. Hasta llega a chocar al menos advertido, aquel continuo repetir de un verbo al terminar varios versos:

Ah, llora, llora

Oh, cesa, cesa.



Este amaneramiento lleva al poeta cuando acomete la traducción de un clásico a asimilársele en tal manera que parafraseándole y retorciéndole le convierte en sí propio. Si Horacio había expresado una idea acerca de que así como la voz del trueno declaraba en el ciclo la presencia de Jove, los triunfos de Augusto patentizaban su señorío en el mundo, y la había expresado con clásica sencillez:

Caelo tonantem credidimus Iovem, etc.



que Fr. Luis de León había traducido con sobrada llaneza1.

Porque en el cielo truena

reinar allá el gran Júpiter creemos.



Cienfuegos rompiendo los períodos, y violentando el estilo, cargándole además de epítetos ociosos, dice:

Alzase Jove y a su augusta planta

truena el Olimpo retemblant. El cielo

es el trono del Dios. Pronuncia Augusto

y a Bretaña y a Persia omnipotente

en el imperio encierra.

¡César, César es Dios sobre la tierra!



Si intenta mejorar las traducciones castellanas de Anacreonte, a los defectos de las antiguas, añade los suyos peculiares, convirtiendo en palabrero lo que en el original es clásica y hermosamente sencillo. Donde el poeta de Teos había dicho:

Naturaleza dio cuernos al toro y cascos a los caballos.



Y aun el conceptuoso Villegas se había contentado con añadir a la naturaleza el dictado de sabia, y con enumerar el número de los cuernos del toro y de los pies del caballo (poniendo en vez de cascos pies) Cienfuegos usa de un adjetivo de su invención y escasa propiedad para el primer animal, y en cuanto al segundo añadió en un verso una cosa que ni siquiera se entiende:

Armó natura al toro

con la enastada frente

y al caballo con plantas

que atrás furioso vuelve.



Ejemplos semejantes bastan, y aun se puede decir que sobran, para acreditar lo errado del gusto de un autor.

Cienfuegos compuso tragedias y una comedia, porque rara vez quien tiene el don de hacer versos o llega a hacerlos a fuerza de trabajo, juzgando en su orgullo don natural haber llegado a adquirir la habilidad mecánica de la versificación, no cede al deseo de calzarse (hablando al uso clásico antiguo) el coturno primero y en alguna ocasión el zueco, queriendo con lo último dar pruebas de igual aptitud que para lo serio para lo festivo.

Es dudoso que el poeta lírico pueda serlo dramático, pero la duda nacida de la diferentísima esencia de la composición donde el poeta habla por sí, suelta la rienda a su imaginación, y aun la excita a remontar su vuelo, o expresa sus afectos tiernos descubriéndonos hasta lo íntimo de su alma, y aquella donde crea personajes, y olvidándose de sí propio, entra en el interior de cada ente de los que ha creado, y con él piensa y siente, y por su boca habla; la duda que de pronto como parece que debería ser resuelta por la negativa admite soluciones diversas, según acreditan ilustres ejemplos. El ingenio de primer orden suele contar entre sus varias dotes la de la flexibilidad: la imaginación más osada y fecunda es inventiva, y el don de conocer y expresar bien las propias pasiones se extiende a veces a descubrir, conocer y saber declarar las ajenas. Ello es que en muchos grandes poetas dramáticos hay muestras de talento para la poesía lírica en su mayor perfección. Esquilo es lírico de primer orden. Los coros de Sófocles se igualan con las mejores odas. Los sonetos de Shakespeare son sentidos, graciosos, y bastarían a darle fama de poeta, sin contar con que en sus mismas tragedias hay trozos donde el estilo aparece con carácter lírico verdadero. Otro tanto suceda a Calderón en algunos trozos magníficos, si afeados con los lunares propios del mal gusto de su siglo, esmaltados con las singulares perfecciones características de su ingenio y fantasía. Todo el papel de Segismundo en la Vida Sueño es lírico puro. Racine en los coros de Ester, y Atalía y en la inspiración notable en los personajes de esta última tragedia, acredita que no era su vocación inferior la de ensayarse y lucir en la poesía lírica sagrada.

Pero, no obstante lo dicho, si el lírico componiendo tragedias se queda siéndolo, no merece alabanza ciertamente. Y esto acaece con frecuencia, habiendo talentos que sin ser cortos, son como duros, tiesos, incapaces de doblarse. Esos cabalmente equivocan su vocación cuando abrazan la poesía dramática por carrera. De ellos era Alfieri, y de ellos Cienfuegos, si bien parece profanación del nombre del primero ponerlo junto y como apareado el del segundo; pues el italiano con todas sus graves faltas, aun como dramático valía mucho, y el español con todas sus buenas prendas que en otra clase de poesía contrapesan sus no menores defectos, como trágico o cómico vale poco más que nada. Pero en las mismas clases deben ser colocados ingenios en la calidad iguales o parecidos, aunque en la cantidad desiguales en grado sumo.

Cuando las tragedias de Cienfuegos salieron impresas (porque representadas no queda memoria de si alguna vez lo fueron, una sola o todas cuatro) no les faltaron elogiadores. El crítico escritor de los apéndices a la traducción de Blair depuso su ordinaria severidad troceándola en favor excesivo en el siguiente período: «La posteridad dará su propio lugar a las tragedias de D. Nicasio Álvarez de Cienfuegos, el primero que entre nosotros ha dado a este género su estilo, su colorido y su tono». La posteridad ha llegado, y se excusa decir que ha revocado tan favorable sentencia. Don Manuel José Quintana, crítico hábil e ilustrado por demás a la par que buen poeta, pero adorador del gusto francés, y obediente a la religión, pseudoclásica que era la fe de sus primeros días, mirando en Cienfuegos al amigo y al cofrade, se distrajo en las Variedades2 como de paso a contraponer el mérito superior de la tragedia La condesa de Castilla, comparándola con la malísima en verdad compuesta por Cadalso sobre el mismo argumento.

Estas eran opiniones de críticos, pero el principal en materia de dramas, el público, no se conformó con el parecer de los maestros. Han pasado días y la crítica moderna, allegándose al sentir del vulgo de entonces, no ha confirmado un fallo favorable revocado ya antes por el olvido.

Las tragedias de Cienfuegos son lo que se llama clásicas, pues (salvo en cuanto a los cinco actos que pedía Horacio como cosa indispensable) en lo demás se ajustan a las reglas, no traspasando en la acción el término fatal de las veinte y cuatro horas, ni desviándose en los tres actos del recinto de una ciudad, ni distrayéndose en episodios de la única, desnuda y lánguida acción que forma su argumento. No se hable en ellas de caracteres, pues los que representa son meros tipos vulgares, aquí de honradez como en el Rodrigo de La condesa de Costilla y en el Almanzor de la Zoraida, allá de enamorados, como en los galanes y damas vaciados en la misma turquesa, o más allá de tiranos que descomponen amoríos y mandan muertes.

Lo que si no es clásico en Cienfuegos es el estilo apartado cuanto cabe serlo de la sencillez griega, o de la corrección latina, o de la imitación de ambas que en Racine brilla tan pura. Véase la horrible confusión de metáforas en el trozo siguiente:

Hartos días la muerte…

sembró por nuestras fértiles campañas

en vez del grano protector de vida

larga semilla de hambres y desgracias.

Donde antes rosas y placer

ahora cadáveres y horror huella la planta,

y en olor de sepulcro en vez de rosas

el aire tiñe sus funestas alas.



o nótese a una mujer enamorada diciendo a su amante:

      Porque tu lengua

amor solo y amor y amores habla.



Ni en Shakespeare, gran pecador en este punto, pero admirable hasta en sus pecados, hay trozo que en lo incoherente de las imágenes pueda compararse con el primero, y en cuanto al segundo, Shakespeare expresaba el amor de otro modo:

Perdition catch my soul, but I love thee.



Maldito sea yo, si no te adoro.



lo cual a algunos parecerá poco poético, porque hay gustos muy diferentes.

Con lo retumbante suele venir a juntarse lo pueril, achaque de que adolece mucho Cienfuegos. Es de esto ejemplo la, aunque tal vez oportuna, un poco trivial reflexión en el momento de caer mortalmente herida una persona que quizá habrá para ella cura:

      Llevadla: a sus heridas por ventura

Remedio se hallará, &c.



dice Boabdil cuando ve traspasada de una puñalada a Zoraida, y otro tanto dice no sé qué personaje en igual situación en el Idomeneo.

Injusto sería criticar duramente la comedia de Las hermanas generosas, mero juguete y no más. Lo que imposibilitaba a Cienfuegos ser buen trágico no le facilitaba ser buen cómico.

Y con tantos olvidos en la práctica de las reglas verdaderas del buen gusto, Cienfuegos era de saber nada escaso. Entró en batalla con Capmany sobre un punto relativo al lenguaje, y entró (en concepto de quien este articulo escribe) defendiendo una mala causa, cuál era la legitimidad de la voz detalle, pero si no llevó lo mejor en la pelea, se mostró en ella superior en ingenio y saber a su contrario. El elogio del marqués de Santa Cruz con todas las faltas de Thomas copiadas y abultadas, pero no falto ni escaso de galas y primores de la mejor clase, así como no pocos artículos del Mercurio, dan honroso testimonio de su ciencia.

De su honradez, de su entereza, de su pasión viva a la virtud, le dan igualmente todos sus escritos. Alguna vez se deja llevar de pasiones que si parecen de mal origen ahora, nacían de buena fuente cuando brotaron y se mostraron. La oda en alabanza de un carpintero es equivocada en su concepto general y en su fin, pero en la corte de Carlos IV, el hombre de bien y de afectos vehementes veía las cosas muy de otro modo que se ven en el presente momento; de cerca ciertos vicios feos, de lejos ciertas espléndidas maldades mezcladas con heroicas virtudes. Alfieri, arrebatado e injusto, cobró odio a los pequeños después de encontrarlos no mejores que los grandes; yerro grave, así como lo es buscar y creer haber descubierto la sublimidad solo en la honradez humilde.

Lo noble de los pensamientos y lo bueno de los afectos, que si no son vivos o causa de cierta natural frialdad, quieren serlo, no son las únicas prendas de Cienfuegos. Las tiene poéticas puramente, si bien aparecen desparramadas en sus obras y revueltas con los defectos que las deslustran, siendo la extrañeza en él a veces originalidad de aquella digna de ser alabada y hasta admirada, y soliendo acompañar el briso y novedad de la idea con iguales calidades de la frase. Hasta en el otoño, en la primavera, en el idilio de Palemón se notan estas perfecciones, y en el elogio a un amigo sobre la muerte de su hermano abundan, y en ninguna de las poesías del autor faltan.

Imposible es hablando de Cienfuegos, aun como poeta, pasar en silencio los últimos hechos de su vida, de los cuales le sobrevino la muerte. Había sido admirador de la revolución francesa y de Bonaparte, a quien cantó en una de sus odas. Llegó el caso de que fuese España traidoramente invadida por el emperador francés, quien, como para abonar la maldad de su conducta, prometió regenerar al pueblo al cual insultaba; y la regeneración prometida consistía en poner dominantes en el suelo español las ideas largo tiempo abogadas por Cienfuegos. Pero este desestimó la dádiva, y vio solo el daño que la acompañaba, la afrenta hecha a su patria, y el deseo de esta de no tolerar tanto agravio. Prefirió pues la causa de la insurrección, con todos sus inconvenientes y todas sus fealdades justa y noble, a la de la dependencia y humillación dorada como estaba. En esto le imitaron otros, siendo de notar que si bien hubo excepciones, la plana mayor de nuestra hueste liberal de entonces se fue con los levantados a pesar de ver entre ellos a los frailes, al paso que la plana mayor de los literatos cortesanos trocó gustosa de yugo tomando el ilustrado despotismo del usurpador de tan buena gana como aguantaba el de nuestros reyes.

En un artículo de la Gaceta de Madrid en mayo de 1808, recién derramada la sangre de las víctimas del memorable día dos de aquel mes, estando pujante el vencedor, y durándole todavía la ira de la pelea entre la soberbia del triunfo, salió a luz un artículo donde se hablaba del rey a la sazón caído en la red y cautivo en Bayona, contándose haber sido proclamado en León con grande alborozo y muestras de amor extremado. Estaba Cienfuegos encargado de dirigir la Gaceta, y fue llamado, reprendido y hasta amenazado de muerte por Mural, sin que él desmintiese su entereza un solo punto. Perdónesele entonces, pero recién vuelto José Napoleón a Madrid a fines de 1808 mandó salir para Francia preso al poeta, oficial de la secretaria del Estado, quizá porque se acreditaba con palabras de impenitente del pecado antiguo. Allí murió muy pronto, y allí está sepultado no lejos de algunos otros hombres de mérito que siguieron la opuesta bandera. Su muerte le valió de otro poeta un epíteto, con el cual por ser acertado será tan conocido cuanto por sus poesías, siendo natural que al recordar su nombre se presente a la fantasía su imagen como

La inexorable sombra de Cienfuegos.