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Armando Palacio Valdés: La fe y el ateo simpático

Yvan Lissorgues



Portada de «La fe»





Alabado sea quien nos da La fe en esta nueva y atractiva edición. Nos la depara Etelvino González, estudioso de Unamuno, de Palacio Valdés y de otras muchas cosas, precedida de una introducción, que puede verse como una oración preliminar para una buena lectura o como preparación encaminada a limpiar la mente de dogmas literarios o religiosos para recibir La fe como se debe, es decir con la cándida comprensión que merece. A lo largo de la lectura, encontramos a pie de página la palabra precisa del editor, cuando sale por caridad a darnos la mano en trance de delicada dificultad o para subrayar cualquier aspecto que se le puede escapar al novicio o al profano.

Antes de volver a la capilla de La fe, hay que fijarse en toda la amplitud del templo que es una verdadera empresa que se da como fin la publicación de todas las obras de don Armando, hijo de la tierra de Laviana que, en su tiempo y más que en su tiempo, fue famoso del uno al otro confín. Muy de alabar es pues la generosidad (en sentido antiguo de la palabra) del Excelentísimo Ayuntamiento de Laviana por dedicar los esfuerzos oportunos para ofrecer al gran escritor el merecido monumento de sus Obras completas que, ya en parte realizado, puede contemplarse en lo que fue su casa natal de Entralgo y ahora, siempre gracias al Ayuntamiento de Laviana, es la casa Museo de Palacio Valdés y Centro de Interpretación. Se contempla el monumento, pero es para que se lean las obras que lo componen, en Laviana, en Avilés, en Asturias para completar una señas de identidad estéticas, pero, también, aquí y allá, como antes, del uno al otro confín, para que se actualice la parte de universalidad que encierra la literatura amena de Palacio Valdés. Fuertes agradecimientos merece Francisco Trinidad, iniciador, en 2004, de la empresa y editor ya, él solo, de las cinco obras siguientes: Sinfonía pastoral, El idilio de un enfermo, La novela de un novelista, El gobierno de las mujeres, La aldea perdida; para la sexta, Marta y María, editada con el cuidado de siempre por Francisco Trinidad, se han unido los Ayuntamientos de Laviana y de Avilés, ya naturalmente hermanados por el mismo don Armando Palacio Valdés, que si tuvo su cuna en Laviana, reposa para siempre en Avilés.

La fe es pues la séptima obra y la sexta novela que sale a luz en clara edición, un libro, como los demás, que seduce la mirada e incita a la lectura...

El tema de la novela es la fe, problematizada. Es el eterno problema desde Jesucristo entre una creencia cuadriculada por los dogmas y otra vivida por uno mismo, en su razón y en su corazón. Es la lucha secular, entre la ortodoxia construida por una lectura estricta de las Escrituras por parte de unos Padres de la Iglesia, san Pablo a la cabeza, atentos a la edificación de una casa de Dios apuntalada con recios imperativos dogmáticos y ritualistas y fuera de la cual no hay salvación, sino hogueras, llamas eternas de ultratumba y hogueras de verdad como las hubo en plazas públicas.

La historia es la trayectoria espiritual de un joven sacerdote, el padre Gil, impecablemente formado en el seminario de la ciudad vecina y que a lo largo de unos años en la villa costera de Peñascosa (como quien diría la Orbajosa de Doña Perfecta), ensancha su mundo intelectual, descubre poco a poco la infinita complejidad del universo, lo cual le lleva a cuestionar la sencilla e infantil claridad de los dogmas, recios pilares de papel, y, vacilando, toma la senda de la herejía que le conduce, no sin trabajos, al encuentro de un Dios íntimo, vivo y vivificante que diluye la imagen del Dios de fuera que está en los cielos, totémico, vigilando los pasos de sus criaturas. Determinante en ese doloroso recorrido del padre Gil es la influencia de El Ateo de Peñascosa, bicho raro en una ciudad levítica, don Álvaro Montesinos, desdichado, pero muy culto y consejero en lecturas propicias a aguzar el espíritu crítico y desde luego a pensar por sí mismo y a acercarse a la única gran verdad filosófica, la duda. A partir de la duda, cada cual puede elegir su camino. Don Álvaro se niega a creer y muere como ateo auténtico, con pleno conocimiento de causa. La figura de este personaje, el único ateo simpático de la novela del gran realismo del siglo XIX es un acierto literario de Palacio Valdés. Ateo simpático lo es también don Pompeyo Guimarán de La Regenta, pero es de otra índole literaria y filosófica (véase: Yvan Lissorgues, «Dos ateos simpáticos en la novela del gran realismo del siglo XIX: Pompeyo Guimarán -La Regenta de Leopoldo Alas-, Álvaro Montesinos -La fe de Armando Palacio Valdés-», en Francisco Trinidad (ed.) Palacio Valdés entre dos siglos, Laviana, Ayuntamiento de Laviana, de próxima aparición).

Don Álvaro es en Peñascosa una escandalosa anomalía. En todo es diferente, es culto, es noble y es el Mayorazgo de Montesinos. Al volver a su ciudad, clama para que lo sepan todos que no cree en Dios, que rompe totalmente con los ritos y las costumbres de su pueblo. En torno a su palacete, donde vive recluido, la levítica ciudad, conglomerado de clérigos de distintas estofas y de pintiparadas beatas, de caballeros sin color y de instituciones petrificadas, sigue viviendo sus mezquindades y pequeñeces, tildando de monstruo peligroso y de diablo al réprobo incrustado en su seno. Cuando el padre Gil, movido por el caritativo y evangélico deseo de hacer que vuelva al redil la oveja descarriada, penetra en el siniestro ambiente gótico de la mansión del ateo, se encuentra, entre temeroso y fascinado, con un hombre descarnado, pero de superior inteligencia y de asombrosa y temible cultura. La relación entre los dos se prolonga en simpatía, llena de calor humano y es de gran alcance filosófico.

Es de subrayar que en La fe, solo don Álvaro y el padre Gil salen del campo de la ironía en que está sumida toda la representación de Peñascosa, siempre obra de un narrador más o menos distanciado, pero que coloca en esta distancia un mayor o menor grado de censura. Los que salen peor librados de esta escritura irónica son los clérigos y las beatas, que se nos muestran en su doble faz de apariencia y realidad, cristianos por fuera y por dentro, vulgares calculadores, melifluos seductores frustrados, envidiosos unos de otros ellos, y ellas melindrosas seductoras, seducidas frustradas y celosas unas de otras. Toda esa humanidad pegajosa se mezcla con fruición en esos espacios de calor y sudor que son las tertulias y las misas solemnes.

En cambio, en el espacio narrativo que se abre cuando el padre Gil está con Montesinos se anula la distancia, y la ironía desaparece. Sorprende encontrarse de golpe con un narrador que se sitúa a la altura del hombre, que relata las luchas intelectuales, filosóficas y religiosas de los dos personajes sin distanciarse de ninguno, manifestando el mismo interés por los argumentos dogmáticos del caritativo sacerdote como por la concepción del ateo, bien asentada en base filosófica. Está claro que el cambio de modalidad narrativa es marca de simpatía, con tal que por simpatía se entienda comprensión y no necesariamente coincidencia. Álvaro Montesinos es un ateo simpático y por ser coherente hasta el final de su vida merece respeto, sugiere el narrador. Debe subrayarse que alzar a un ateo a la altura de un personaje trágico es un caso único en la novela del gran realismo.

Además, La fe ofrece un panorama serio, si no completo, altamente significativo de la corriente europea, cuyas crestas monumentales de Kant a Comte ilustran el ateísmo filosófico y fundamentan la concepción de un mundo sin Dios. Al respecto, la novela es clara revelación de la gran cultura filosófica de Palacio Valdés. Todos los críticos, aparte los que, encerrados en sus dogmas, no pueden o no quieren entender la novela, concuerdan sobre este punto y no le regatean a don Armando un gran conocimiento de la filosofía de su tiempo. Pero lo más atractivo es leer La fe como se debe. Otro acierto literario de esta novela es que en lugar de descubrir en primer grado, por decirlo así, el complejo filosófico que fundamenta el ateísmo del ateo convencido, lo vivimos a través de las dramáticas lecturas sucesivas del padre Gil. El lector recibe al mismo tiempo el argumentado conceptual que justifica el ateísmo y el efecto que produce en una inteligencia sincera pero en cierto modo culturalmente virgen y bien pertrechada en dogmas de seminario. El resultado es devastador en cuanto a los dogmas, pero en el caso del padre Gil, es una purificación. Y es más; estos conocimientos los comparte don Armando con muchos liberales de su generación, como Leopoldo Alas y González Serrano, por citar a algunos. Todos, educados en el catolicismo entendido como la «religión de sus mayores», al descubrir, gracias a la sacudida moral del sexenio revolucionario, que podían pensar por sí mismos, cuestionan sus primeras creencias. Sin caer todos en el ateísmo, pero tampoco sin sentirse desgarrados como Gil, comprenden los más que la religión verdadera está fuera del rito y del templo, está en el corazón de cada uno y que Deus est in nobis. De lo cual el padre Gil es representación ejemplar: la duda, desmoronamiento de las falsas paredes dogmática, permite que entre el rayo de luz de la fe pura que le calienta el corazón en el calabozo donde yace cuando termina la historia.

Lo del calabozo y otras muchas cosas que narra la novela, son cuentos, enredos más o menos folletinescos, propios más o menos de la amena literatura... En cambio, repito, para la representación de las figuras que animan las costumbres clericales de la levítica Peñascosa supo don Armando usar todos los pinceles de la ironía, desde la brocha gorda del truculento sarcasmo hasta el fino pincel del toque impresionista seudo-psicológico. El cuadro animado que nos depara oscila entre la visión que ofrece un lienzo de Jerónimo Bosch y la hondura crítica del mundo de Vetusta. Otro acierto literario es esta pintura y vale como contrapunto degradado de la humana y atormentada búsqueda del protagonista.

Alabado sea, pues, quien nos depara La fe y ensancha nuestra lectura con datos acerca de la recepción de la obra, con comentarios a partir de textos «sagrados» o de relaciones literarias con otras novelas que plantean parecida problemática (Nazarín, San Manuel Bueno, El cura de Monleón, El cura rural de Bernanos, El poder y la gloria de Graham Greene), con análisis literarios personales y muy pertinentes acerca, por ejemplo, del «proceso depurador de maduración de la fe», del protagonista como «sacerdote ejemplar», del «final sublime de la novela», de la «dimensión espiritual de La fe» y paro de enumerar estas invitaciones a enriquecerse leyendo las aportaciones de Etelvino González. Un capitulillo novedoso es el que profundiza una aspecto nunca abordado por la crítica, el de «la infancia humillada» de los tres protagonistas, Gil, Obdulia y Álvaro Montesinos, y que da coherencia humana a los tres personajes. «Los relatos de estas tres infancias contienen también una condena de lo que Bernanos denunciaba como el crimen del mundo, es decir el aplastamiento de los niños que mata en ellos la esperanza y el amor» (p. 31).

No le falta nada a esta rica y a veces densa introducción porque se enfocan los varios aspectos de la novela, literarios, religiosos, filosóficos, según distintos ángulos que abren sendas perspectivas, cuyo conjunto constituye una especie de constelación cultural que ayuda al lector a ensanchar su propia lectura. Ni falta la presentación con juicios críticos de las varias películas basadas en obras de Palacio Valdés, entre las cuales destaca la adaptación (bien elegida palabra en este caso), en 1947 (fijarse en la fecha) de Rafael Gil que se mereció el siguiente juicio de la censura oficial: «Película española, orgullo legítimo de la producción nacional, que defiende y exalta la figura del sacerdote católico, su ministerio y su virtud en forma suave y con razones fuertes». Ya se ve que se trata de una «adaptación» de la incisiva novela de Palacio Valdés al nacional-catolicismo ambiente. «Por supuesto -concluye Etelvino González- el estudio crítico de la vida del clero y sus aledaños ha sido celosamente amputado».

La «adaptación» cinematográfica de 1947, que oculta lo esencial de la problemática de la novela, está en consonancia con la reacción de la institución católica cuando recibió La fe por los años de 1890. Como escribe Etelvino González, «Era lógico que esta novela produjese escándalo [...]. Tres tipos de reparos se le pusieron desde el principio: presentar a un sacerdote atormentado por la duda, ver entregados a la burla en este libro a varios sacerdotes, y no haber sido bastante explícito al referir el modo en que el héroe de esta novela salió de las amarguras del escepticismo para volver a las alegrías de la fe». (Personalmente pienso que es bastante claro, en la novela, el paso de la duda a la fe verdadera; más aún: este proceso lo vivieron, como se ha dicho atrás, varios jóvenes intelectuales al poner en tela de juicio la «religión de sus mayores»). Véanse las reacciones de los ortodoxos de entonces, como de siempre, reseñadas por el editor (pp. 12-15), entre las cuales saco las más rotundas: un redactor de la revista Ecclesia escribe en 1947: «Por mucho que el autor intente justificar en el prólogo de su obra, esta resulta en su conjunto escandalosa, anticlerical e irreverente, con una irreverencia volteriana». Por su parte, el cardenal Segura, arzobispo de Sevilla, fulmina, también en 1947, la siguiente sentencia: «Prohibimos la novela La fe, de D. Armando Palacio Valdés, haciendo saber a los fieles que incurrirán en pecado grave cuantos quebranten esta Nuestra prohibición». El Santo Tribunal de la Inquisición fue suprimido en 1837, oficialmente.

Alabada, pues, sea La fe por hacernos pensar, a partir de una obra de arte, en una posible verdad y en una filosofía, que es búsqueda de aquella. Y va nuestro agradecimiento al entusiasta editor, a Etelvino González, por haber sabido coincidir con esta obra literaria de Armando Palacio Valdés, para abrírnosla a las problemáticas de entonces, algunas de la cuales son de todos los tiempos.





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