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La ideología modernista en «De sobremesa», novela de José Asunción Silva

José Carlos González Boixo





En 1908, escribía Manuel Ugarte, refiriéndose al modernismo: «Basta de princesas imposibles, de instintos perversos, de lujurias estridentes y de originalidades de manicomio. Basta de fingimiento, basta de artificialismo, basta de teatro. Queremos aire, queremos luz, queremos naturaleza»1. Tan negativa consideración del modernismo, en pleno auge en aquellos momentos, tenía que ver con las propias concepciones literarias de Ugarte -su «arte social»-, pero al mismo tiempo reflejaba una posición ideológica compartida por muchos que veían en este nuevo arte un síntoma de decadencia espiritual. No debe olvidarse que antes de que el término modernista se impusiera se le aplicó el adjetivo de decadente y que, en este sentido, hicieron causa común periódicos como Gente Vieja, siendo Max Nordau con su Degeneración, principal protagonista de las invectivas.

La necesaria, aunque casi imposible, generalización al hablar de un movimiento literario hace que desde nuestra perspectiva actual, cumpliéndose ya un centenario del nacimiento del modernismo, tengamos que considerar injustas este tipo de acusaciones. Nadie niega ya la profunda renovación literaria que el modernismo trajo consigo, pero también es cierto que progresivamente se fue limitando su campo de acción al ámbito formalista, desvinculando al movimiento de todo aquello que no fuese «artístico» y dando origen a su consideración como «escuela literaria», frente a otras manifestaciones coetáneas con componentes ideológicos, como fue la denominada «generación del 98». Modernismo y 98 aparecen entonces como polos enfrentados y resultará difícil que las historias literarias rectifiquen una clasificación que el paso de los años ha consolidado. Sin embargo, también ha sido constante la consideración del modernismo bajo el prisma de «época» y fue Federico de Onís quien en una fecha temprana, 1934, lo expuso con tal precisión que su definición del modernismo guarda hoy plena vigencia. Por conocida que ésta sea creo que conviene recordarla: «el modernismo es la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX y que se había de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política y gradualmente en los demás aspectos de la vida entera, con todos los caracteres, por lo tanto, de un hondo cambio histórico cuyo proceso continúa hoy»2. Las palabras de Onís abren un campo amplio en el estudio del modernismo, bajo la consideración del concepto de «época» y así lo han entendido numerosos críticos hasta nuestros días, idea que ha ido afianzándose con el paso del tiempo. Sin perjuicio de una perspectiva formal, diversas variantes basadas en conceptos ideológicos permiten hoy un mejor acercamiento al fenómeno modernista y, en este sentido, entroncan con la visión de «decadentes» con que comenzaron a ser vistos los escritores modernistas3.

De sobremesa tiene demasiados defectos, desde nuestra perspectiva actual, como para ser considerada una buena novela, tiene también todas las virtudes y defectos característicos de la estética modernista; lo que hace, sin embargo, que sea una obra sumamente interesante es, el conflicto ideológico que plantea, fiel expresión en bastantes planteamientos a lo que se denominó «crisis de fin de siglo». En este sentido, la novela ha dejado de ser esa obra desconocida a la que en 1965 aludía Juan Lovelucvk, para pasar a ser una referencia constante en el tratamiento de ese tema finisecular4. Antes de entrar en el análisis de la novela es necesario establecer dos premisas. En primer lugar, debe soslayarse la atención de identificar al protagonista de la obra, José Fernández, con el autor, Silva. La razón no estriba en las necesidades teóricas de mantener la autonomía de la obra de creación, puesto que lo que se pretende es estudiar aquellos elementos de la novela que pueden reflejar la ideología finisecular de los escritores modernistas. Es evidente, además, que los puntos de contacto entre protagonista y autor son muchos y, de hecho, repetidamente han sido señalados por los críticos. Sólo que esa confrontación útil para el estudio de la personalidad de Silva, puede introducir elementos perturbadores en conclusiones que aspiran a tener un valor generalizador, debido a su carácter individual. En segundo lugar, la ideología que transmite la novela refleja sólo una parte de la ideología modernista, muy distante de la que se percibe en autores comprometidos con la realidad como pueden ser Martí Rodó. En ningún caso debe olvidarse la situación coyuntural en que se desarrolla el modernismo en Hispanoamérica, momento crucial en que se sientan las bases de la «modernidad» en el campo de las ideas.

Hay dos elementos estructurales en la novela que crean el soporte necesario para que en la obra domine la exposición de ideas frente a la acción. José Fernández lee a un grupo de amigos su «diario», con lo que la novela se estructura conforme a unas características propias de este tipo de escritos, es decir, dominando las reflexiones y el autoanálisis frente a la narración de una historia. Probablemente Silva se inspiró en la obra Journal de Marie Bashkirtseff, autora rusa contemporánea suya a la que se refiere extensamente al comienzo de la novela. La coincidencia de planteamientos entre Bashkirtseff y José Fernández explica la devoción con que éste último se refiere a ella, pero lo que ahora nos interesa señalar es que en ambos casos se trata de un diario, texto que por su propia naturaleza debe contener el pensamiento íntimo de su autor. Así, puede observarse que la parte que José Fernández dedica a contar sus aventuras es mínima en comparación al espacio en que expone sus reflexiones. Se establece, pues, una relación directa entre la forma externa del diario y el proceso de interiorización que llega a su máxima expresión en los episodios en que Fernández explica sus consultas médicas. Más que en la exposición de diversas teorías, más que en las exclamaciones retóricas con que Fernández expresa su pasión por Helena, es al referirnos algunas etapas de su enfermedad anímica donde puede verse el punto de contacto entre el diario como forma de escritura y el autoanálisis como expresión culminante del mismo. A lo largo del diario, Fernández se va mostrando como un ser de gran inteligencia, de modo que la racionalización de sus actuaciones -por más impulsivas que éstas puedan ser- es un proceso al que se somete continuamente. Sin embargo, llega un momento en que la razón no es suficiente para explicar el estado de ánimo en el que el protagonista se encuentra. El temor a caer en la locura («el noble amor por la enigmática criatura», dirá Fernández, «es causa de suprema angustia porque mi razón se agota inquiriendo los porqués del misterio que lo envuelve» p. 166)5 le lleva a la consulta de los médicos, no para tratar de averiguar la existencia de una enfermedad de origen orgánico sino de índole anímica. El interés que algunos escritores modernistas mostraron por las incipientes ciencias de la psicología y el psicoanálisis se hace aquí palpable (Rubén Darío se preocuparía por el mundo de los sueños -o pesadillas- en una serie de artículos escritos entre 1911 y 19146) buscando, de esta forma, un nivel espiritual que fuese superador de una realidad cotidiana que despreciaban. En esta misma línea pueden interpretarse las frecuentes alusiones al consumo de drogas -tema también presente en De sobremesa- o el interés por el ocultismo. De ahí que los médicos escogidos por Fernández sean especialistas en lo anímico y que las soluciones que le den al protagonista poco tengan que ver con la administración de fármacos. De hecho, Rivington es presentado como «el gran médico que ha consagrado sus últimos años a la psicología experimental y a la psicofísica» (p. 167) y su papel como sustituto de la religión lo expresa claramente Fernández: «Yo, falto de toda creencia religiosa, vengo a solicitar de un sacerdote de la ciencia... que sea mi director espiritual y corporal» (p. 167). Similar papel desempeñará también el segundo médico a quien Fernández alude, el profesor Charvet, «el sabio que ha resumido en los seis volúmenes de sus admirables Lecciones sobre el sistema nervioso lo que sabe la ciencia de hoy a ese respecto» (p. 186). El vacío producido por la pérdida de la fe en las creencias cristianas, actitud laicista de muchos modernistas, va a ser ocupado por estas nuevas búsquedas de lo espiritual, reflejando una de las posiciones antipositivas de estos escritores. El diario, en cuanto texto, encuentra así la culminación al proceso intimista que le es propio.

Un segundo elemento que condiciona la estructura de la obra es el hecho que De sobremesa sea una típica «novela de artistas». Tal clasificación se corresponde con un género de novela cuyos inicios hay que fijar en el Romanticismo, con la aparición de Ardinghello y las islas bienaventuradas (1787) de Wilhelm Heinse y Lucinde (1799) de Friedrich Schlegel, donde el artista aparece como «genio» o marginado de la sociedad burguesa, temas que se desarrollarán más acentuadamente en la época modernista. Al convertir en protagonista a un artista, las novelas presentan un tono ensayístico y, como señala Rafael Gutiérrez Girardot, «tienen en común el que en la respuesta a la pregunta por el "para qué" del arte, sus protagonistas se afirman mediante la negación de la sociedad y del tiempo en que vivieron y en la búsqueda de una utopía»7. El decadentismo, como una de las variantes de la ideología del fin de siglo, encontrará en este tipo de novelas un marco adecuado de expresión. Concretamente, A rebours (1884), de Joris Karl Huysmans, con su decadente protagonista, Jean Floressas des Esseintes, será el modelo que siguen numerosos artistas modernistas, entre ellos Silva en De sobremesa8. Muchas coincidencias hay entre Des Esseintes y Fernández. El protagonista de A rebours es un aristócrata que desprecia al burgués y más aún al proletario, vive en un mundo artificial y, perversamente, se va hundiendo en la lujuria y los placeres. Es fácil apreciar en la novela de Silva cómo el protagonista recorre también este mismo camino, si bien su posición final es distinta. En definitiva, lo que Silva, como otros modernistas, vio en la obra de Huysmans fue lo que uno de los más claros decadentistas del modernismo hispanoamericano, Julián del Casal, comentó en su crónica sobre este autor: «odia, por encima de todo, la época en que vive, considerando que, tanto desde el punto de vista artístico, como desde el punto de vista religioso, es la más mezquina, la más abyecta, la más infame, la más abominable de todas»9. La negativa a aceptar una realidad que no les gusta lleva a los escritores de fin de siglo a evadirse por medio del arte, y frecuentemente, caen en una actitud decadentista. Modelos que imitar no faltaban: además de Huysmans, habría que mencionar a Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, Wagner, Rossetti, Swinburne, Thomas de Quincey, Oscar Wilde, Poe, autores repetidamente citados por los modernistas hispanoamericanos, y referencias a todos ellos pueden encontrarse en De sobremesa. Entre los hispanoamericanos, Julián del Casal, Julio Herrera y Reissig, Silva, Enrique Gómez Carrillo o J. M. Rivas Groot, presentan en su obra claros signos de este decadentismo. El caso de Rivas Groot, colombiano como Silva y contemporáneo suyo, es interesante por la multitud de paralelismos que existen entre su novela corta, Resurrección y De sobremesa. En ambas obras nos encontramos con una élite de artistas, un mundo decadente y la búsqueda de solución a través de la espiritualidad, bien por medio del arte («las artes no son un placer, son una necesidad del alma adolorida. Son el grito de nostalgia que el espíritu lanza en el desierto»10 se dirá en Resurrección) o por medio de la religión, solución adoptada en Resurrección.

La actitud decadentista del protagonista de De sobremesa es fácilmente identificable en Casal y Herrera y Reissig, y de modo especial en Enrique Gómez Carrillo. Integrado plenamente en el decadentismo parisino se ve condenado, señala Sophia Demetriou, «por temperamento al desequilibrio y la tristeza, encuentra su escape en el alcohol, en la morfina y en el opio»11, aspectos que se reflejan en el personaje de Fernández, lo mismo que en la coincidencia de una filosofía ante la vida. Las palabras de Gómez Carrillo al plantearse este tema, «saborear la vida intensamente, completamente, sin avaricia de pasiones, sin prudencias inútiles... Hay que verlo todo, probarlo todo, amarlo todo, lo bueno y lo malo, lo amargo con lo dulce, lo tranquilo como lo peligroso»12 reflejan la propia filosofía de Fernádez que también desea conocer «Todo».

Tanto por ser una «novela de artista» como por su estructuración a través de un «diario», De sobremesa es una obra abierta a las cuestiones ideológicas del fin de siglo. Algunos temas acaban de ser expuestos; veamos ahora otros, mediante el análisis de la figura del protagonista y sus reflexiones.

Fernández es, sobre lodo, una figura literaria, reflejo de las ensoñaciones elitistas de muchos modernistas, el personaje que hubieran deseado ser pero que sólo en la ficción pueden tomar vida; en definitiva, Fernández es el compendio de una serie de tópicos que expresan la incompatibilidad del artista con la realidad de su época. Este enfrentamiento «realidad» -«artista»- estará presente, de una u otra forma, constantemente en la novela. La generación modernista va a surgir en el seno de una nueva sociedad: la burguesa. La implantación de esta nueva clase social varió mucho según los distintos países hispanoamericanos, pero, lo que es más importante, lo que sí se impuso fue su ideología, presentada por artistas y pensadores como utilitaristas y materialistas, calificaciones negativas que perviven hasta nuestros días. El positivismo aparece como la ideología oficial, difundido primero por Auguste Comte y, luego, por Littré y Taine. Hay una gran fe en el desarrollo de la ciencia, idea que se plasma en L'Avenir de la science (1890), de Ernest Renan, obra que postula el papel de la ciencia como una nueva religión natural del futuro. El artista modernista vive una época de gran complejidad, que para él se presenta más bien como confusa. El positivismo y la ciencia le atraen en lo que tienen de progreso, pero los rechaza en sus aplicaciones materialistas. El artista modernista, heredero de la época romántica, ve peligrar el mundo espiritual que ha sustentado hasta esos momentos al «Arte». Sumido en esta disyuntiva no es extraño que se rebele contra la sociedad. La célebre frase de Rubén Darío, «Yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó vivir» (1896), es compartida en cierta manera por Martí y Rodó, en su rechazo del materialismo y superficialidad de la época, y asumida vivencialmente por otros poetas modernistas: Casal y Herrera y Reissig se refugiarán en una «torre de marfil», Silva se adentrará en una vía romántica e intimista, en Palés Matos, modernista en sus primeros libros, la confrontación realidad-sueño hará palpable una angustia existencial.

En plena consonancia con esta problemática, De sobremesa, plantea con insistencia este rechazo de la sociedad burguesa. Valga como ejemplo una cita, entre las muchas que se podrían mencionar: «¡La realidad! ¡La vida real! ¡Los hombres prácticos!... ¡Horror!... Ser práctico es aplicarse a una empresa mezquina y ridícula, a una empresa de aquellas que vosotros despreciasteis, ¡oh, celosos, oh creadores, oh padres de lo que llamamos el alma humana...» (p. 182).

Todo lo que la novela es se construye a partir de esta premisa, modo único de comprender las exageraciones del protagonista y las exacerbadas posiciones ideológicas que se plantean.

Fernández, imagen perfecta de un espíritu cultivado y sensitivo, se sitúa en la cúspide de una élite que desprecia todo lo que está fuera de su estrecho círculo de amistades por considerarlo vulgar desde una perspectiva dominada por la estética. El planteamiento ético de Martí y Rodó está aquí ausente por la sencilla razón de que no se plantea en ningún momento una reforma de esa sociedad rechazada, sino que de lo que se trata es de que esa sociedad no contamine a esa élite. Que Fernández ataque a Max Nordau es natural, pues su libro Degeneración (1893) era a su vez un ataque furibundo contra los artistas con lo que se podía identificar, pero que diga que «la asquerosa utopía socialista que en los falansterios con que sueña para el futuro, repartirá por igual pitanza y vestidos a los genios y a los idiotas» (p. 182) indica una discriminación insostenible desde el punto de vista ético para cualquier época. No se trata, sin embargo, de un exabrupto momentáneo, pues idéntica ideología refleja el largo episodio en que Fernández planea convertirse en dictador de su país por las fuerzas de las armas, tema que insistentemente sigue mencionándose en fechas posteriores del diario. Frases como la siguiente son abundantes y todo comentario sobra por lo explícito del mensaje: «proceder a la americana del sur y tras de una guerra en que sucumban unos cuantos miles de indios infelices, hay que asaltar el poder, espada en mano, y fundar una tiranía» (p. 142). Lo curioso es que tales ideas no sólo se originan en una mente enfermiza como la de Fernández, sino que parecen ser un bien común en ese grupo de personajes tocados por la gracia del elitismo. El doctor Rivington, al escuchar el relato de Fernández contesta: «Vea usted, en lugar de pensar en ir a civilizar un país, rebelde al progreso por la debilidad de la raza que lo puebla, por la influencia de su clima, donde la carencia de estaciones no favorece el desarrollo de la planta humana, asóciese usted con alguna gran casa inglesa a cuya industria sea aplicable el arte» (p. 172). Fernández aparece investido de un toque mesiánico y, como colofón, se revitalizan ideas que nacen en el siglo XVI y que crearon una «leyenda negra» basada en la incapacidad intelectual de los pueblos hispanoamericanos. Todo ello creo que puede entenderse si percibimos el matiz irónico con que Silva escribe éste y otros episodios, porque nadie, por más decadentista que fuese, podría verse reflejado en un personaje tan neurótico como Fernández. El gran acierto de Silva es crear un personaje cuya existencia es puramente literaria, porque, liberado de los lazos con la realidad, se convierte en el exponente más fiable de todos los tópicos de la ideología decadentista de fin de siglo.

Clarificada la posición de elitista del protagonista un buen número de aspectos se explican a partir de este hecho. Fernández es en su proyección social el artista idealizado que muchos escritores modernistas hubieran deseado ser: es un joven bello y fuerte, extraordinariamente rico, amado por las mujeres, respetado por esa sociedad de élite y, además, visto por los demás como un gran poeta. Todo su entorno está dominado por la belleza del arte y del refinamiento, es, en definitiva, un «dandy», tal como lo fueron o pretendieron ser numerosos escritores modernistas. Dada la artificialidad del personaje, necesita desenvolverse en interiores, habitaciones cuya descripción se convierte en una nómina de todo tipo de objetos bellos. En muy escasa medida consiguió el escritor modernista caracterizado como «dandy» ese triunfo social, en principio porque él mismo se aísla de esa sociedad. Fernández, reflejando esta situación, se complace en contemplar su éxito en una sociedad a la que desprecia (en varias partes de su diario se aprecia una íntima soberbia al observar noticias periodísticas que le mencionan como «richissime Américain don Joseph Fernández y Andrade»).

Al analizar el personaje de Fernández en su interioridad conviene distinguir dos aspectos: el héroe romántico que persigue al amor idealizado de Helena y que está a punto de morir cuando descubre que su amada ha muerto (a la que sólo ha visto en una ocasión), y el hombre culto que filosofa sobre la vida. Estas dos vertientes del personaje son divergentes entre sí: por un lado Fernández aspira a conseguir una vida estable que le libere de la opresión a la que le ha llevado un disfrute desordenado de las cosas. Su búsqueda de un amor idealizado simboliza el deseo del escritor modernista por encontrar unos valores espirituales, que le restituyan la identidad perdida en su confrontación con la filosofía positivista de la sociedad burguesa. Es una tensa lucha consigo mismo la que el personaje debe realizar y, por eso, el desequilibrio es la nota que le caracteriza. El paralelismo entre Fernández de La vorágine de J. Eustasio Rivera, es evidente, y ambos reflejan un tipo de personaje romántico-modernista que encuentra la razón de su existencia en su marginación de la sociedad. Por otro lado, Fernández aparece como un intelectual, un hombre que ha abandonado su trepidante vida parisina. Es como un nuevo personaje que hay que situar ocho años después de haber escrito el diario, momento en el que se inicia la novela y en el que Fernández va a leer ese diario a sus amigos. No se trata de que el personaje haya cambiado su forma de pensar y de vivir, sino que ahora analiza todo racionalmente y ha perdido la vehemencia anterior que le hacía parecer un neurótico. En el transcurso de esos años Fernández ha ido creando una filosofía de la vida en la que lo importante es el disfrute pleno de cada minuto, porque la vida le parece a Fernández un milagro que nace cada día, y él necesita abarcar el máximo de posibilidades que ofrece. Cuando sus amigos se quejan porque ha abandonado la poesía, él señala: «la razón íntima de la esterilidad que me echas en casa, tú sabes bien cuál es: es que como me fascina y me atrae la poesía, así me atrae y me fascina todo, irresistiblemente: todas las artes, todas las ciencias, la política, la especulación, el lujo, los placeres, el misticismo, al amor, la guerra, todas las formas de la actividad humana, todas las formas de vida» (p. 113). Lo que se formula aquí, una vez más, es el rechazo a una sociedad burguesa cuyos intereses estaban, supuestamente, limitados por una concepción utilitarista. En cambio, el artista modernista quiere abarcarlo todo, poseer una cultura enciclopédica, que no le puedan considerar un rastaquoere, puesto que él se considera un elegido.

En definitiva, Silva crea un personaje que es símbolo de una de las actitudes modernistas, la decadente, pero también, a través de Fernández, se manifiesta algo mucho más importante, el temor del artista modernista a que una sociedad empirista ahogue lo que en el hombre hay de espiritualidad. La crisis de fin de siglo se evidencia así como algo profundamente serio, algo que va más allá de un gusto enfermizo por rodearse de objetos bellos y artificiales. La «torre de marfil» en que se encerraron algunos escritores modernistas fue algo real, pero no era un fin en sí mismo sino una manifestación extrema de una sensibilidad común. Por eso se señalaba al comienzo de este estudio lo erróneo que puede ser establecer una comparación al pie de la letra entre Silva y Fernández. No debe olvidarse tampoco que la novela contiene numerosos guiños irónicos, desmitificadores del propio mundo que se describe. Recordemos, por ejemplo, que ya al comienzo de la novela uno de los amigos de Fernández le comenta: «Mira, si en mis manos estuviera te quitaría todos los refinamientos y las suntuosidades de que te rodeas... o, te pondría a vivir en un pueblecillo, en un ambiente pobre y tranquilo donde conversaras con gente del campo y no vieras más cuadros que las imágenes de la iglesia... A los seis meses de vivir en ese ambiente serías otro hombre» (p. 116). Quien esto le dice a Fernández es otro personaje de sus mismas características; no puede olvidarse, por tanto, lo que de pose literaria hay en las manifestaciones decadentistas de la novela, es un refugio, un símbolo extremo a través del cual sé quiere defender el mundo del espíritu, pero tampoco debe creerse por ello que el escritor o artista modernista haya perdido el contacto con la realidad. Las relaciones entre la realidad y la ficción son siempre complejos pero no deben confundirnos.





 
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