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41

Véase en la primera edición de mi libro Una excursión a los indios ranqueles, el croquis topográfico. (N. del A.).

 

42

En Italia ponen primero el apellido en todo registro. (N. del A.).

 

43

El 23 de diciembre del año de gracia 1831. (N. del A.).

 

44

Encuadro aquí como curiosidad histórica el siguiente artículo que publicó la Revista Contemporánea de Madrid (diciembre 1898).

CABALÍSTICO

... ay! there's the rub.

(Shakespeare.)

Estuve días pasados a visitar al Excmo. Sr. D. Carlos Pelleglini, doctor en jurisprudencia.

Este caballero es natural de la República Argentina (país de origen español, de lengua castellana, donde casi un cinco por ciento de la población es española de España, datos que me hacen esperar que estas pocas páginas serán leídas con algún interés de este lado del charco).

Dicho caballero vino hace seis meses a Europa, donde actualmente se halla, con el único objeto de curar su cuerpo, enfermo de   —85→   algo sobre lo cual no todos los peritos en achaques patológicos estaban acordes.

El caso es que, después de no pocos padecimientos, ha hecho, Dios mediante, la hombrada de salvarse milagrosamente. Y digo esto, porque estuvo desahuciado y semimuerto.

Su señora esposa, dama meritísima, buena cristiana, creyente férvida, no atribuye, naturalmente, el milagro a las fuerzas reactivas del microcosmo, sino a un voto que hizo en la hora crítica, cuando ya todo estaba perdido, según la ciencia; en esa hora solemne en la que todos desesperan, menos la mujer piadosa.

¡Sublime terapéutica la del amor!

De ahí una visita a Lourdes en cumplimiento de aquella promesa. ¡Bien haya la fe cuando tan inefables recompensas reserva a las almas que creen!

Volviendo al Excmo. Sr. Pellegrini, conocido sin duda en España por la mayor parte de los lectores de esta Revista, tengo que decir, pues hace al caso, que es un varón de más de cincuenta años, conspicuo en la historia contemporánea de su tierra, que es también la mía, según se sabe o se barruntará.

Agregaré, aunque no sea mi propósito, ni remotamente siquiera, hacer su biografía, que es de talla de coracero varonil por dentro y por fuera.

En los últimos veinticinco años su nombre está ligado a todos los sucesos importantes de la República Argentina.

Ha sido Diputado, Ministro de la Guerra, Vicepresidente y Presidente de la República; esto último después de la renuncia del Excmo. Sr. Dr. D. Miguel Juárez Celman, en 1890, con el que, conjuntamente, había sido elegido Vicepresidente.

En la República Argentina pasa lo mismo que en los Estados Unidos de Norte América: al elegir el Presidente se elige el Vice, que es el Presidente nato del Senado.

En este momento, el Excmo. Sr. Pellegrini es Senador por la capital, Buenos Aires.

El Dr. Pellegrini es también excelente abogado, orador espontáneo, periodista incisivo; y, curioso fenómeno cerebral, sus dos más   —86→   fuertes inclinaciones, en el orden de las cosas públicas argentinas, han sido la hacienda y la guerra.

Así, no sólo ha combatido con la palabra y derrocado Ministros de Hacienda, sino que ha peleado con las armas en la mano y vencido en revoluciones. Para decirlo todo de una vez, el Dr. Pellegrini es un hombre de acción por excelencia -de pelo en pecho-, que ha hecho mucho de lo que ha querido y hasta lo que no ha pensado, que es lo que les pasa a casi todos los impulsivos.

Aún tiene mucho tentador por delante, mucho porvenir, que seguramente se le escapará, si no sigue el consejo de los facultativos, de los suyos, de sus amigos desinteresados, consejo que consiste en que prescinda por algunos años de su ocupación y preocupación favoritas: la política.

Necesita reposo, mucho reposo, higiene, mucha higiene, para reponer el fósforo consumido por tanta acción diversa y los arranques fogosos de su rica naturaleza. El hierro mismo se gasta.

Como se ve, el Dr. Pellegrini es un personaje interesante, al que querría hacerle más justicia aún enalteciendo algunos de sus rasgos prominentes, muchas de sus cualidades morales, si todo ello aquí cupiera. Y no cabe. Porque para proseguir, sólo he menester perfilarlo, menos que esto: plumearlo pasando el esfumino.

Hecho esto, como hasta aquí, necesito ahora decir que el Dr. Pellegrini y yo, aunque habiendo casi siempre militado en las mismas filas políticas (políticas, porque él es abogado y yo soy soldado), no hemos llegado jamás a coincidir en absoluto. Léase que no ha habido entre él y yo afinidad electiva suficientemente poderosa para fundirnos en lo que, hablando llanamente, se entiende por una amistad genuina.

Y, sin embargo, entre este hombre y el que está entre mis tejidos hay no pocos puntos de contacto; quizá hay en mí más espíritu de continuidad que en él; quizá hay en él, más que en mí, una determinación   —87→   más rápida para tomar un partido. ¡Quién sabe si no se han trocado los frenos, debiendo él ser el general y yo el abogado!

¿La causa?

He aquí el quid de la dificultad.

That is the question. Y así, de digresión en digresión, y a guisa de preámbulo, héteme llegando adónde quería.

La tesis es ésta: ¿por qué el Dr. Pellegrini no es Yo, o por qué yo no soy PELLEGRINI, Él?

Averiguado esto, lo demás tendrá tina explicación más plausible, si explicación cabe en el sentido estricto de la palabra.

El lector y nosotros vamos a tropezar ahora con una seria dificultad, con lo que Maurice Maeterlinck indica en su libro Sagesse et destinée, e Ibsen en Gengagere (los ghosts, en inglés: los revenants, en francés; los duendes o aparecidos, en español).

Para hacerme entender mejor, puesto que lo que se siga tiene que entrar en lo que llamaremos el dominio de la metafísica trascendental, hay necesidad de formular un largo paréntesis.

Entro de rondón en el asunto.

Allá por los años 1828-1829, llegó al Río de la Plata un ingeniero italiano (Nizardo), Carlos Pellegrini, contratado por el presidente Rivadavia.

Derrocado éste por una revolución, quedó, como consecuencia natural, en el aire.

¿Qué hacer? Pellegrini pensó en regresar a Europa.

¿Por qué no regresó?

Porque halló una joven de singular belleza, de la que se enamoró: era la hermana menor del que poco tiempo después fue el famoso dictador Rozas.

¿Cómo se sabe esto?

Porque el Dr. Pellegrini lo ha descubierto aquí, en Francia, revolviendo papeles de familia, en una carta íntima de su padre a una parienta.

Y esa joven, ¿por qué no se casó con el ingeniero Pellegrini (que no regresó), sino con el general Mansilla, progenitor del que escribe?

La susodicha carta no lo dice, como no dice -no podía decirlo-,   —88→   que, al contrario, algunos años después uniría su suerte a una joven de origen inglés.

De modo que, si en vez de haber pasado las cosas como se ve, hubieran pasado al revés, es decir, que si el ingeniero Pellegrini se hubiera desposado con la hermana de Rozas, es seguro que, a más de haber ligado su porvenir a la fortuna del dictador, es seguro, repito, que de ese consorcio no hubiera nacido el Dr. Pellegrini, sino otro Yo, o si se quiere, otro Pellegrini, pero en ningún caso éste, que esa hora lo que hemos visto.

Y como el general Mansilla, mi padre, había sido unitario -partidario de Rivadavia-, casándose en otro medio social, en vez de servir a Rozas, hay noventa y nueve probabilidades contra una que lo hubiera combatido, y yo habría sido otro, u otro hubiera sido yo.

Y Pellegrini, el ingeniero, por más que se hubiera ingeniado, en vez de ser unitario, como lo fue, habría sido medio federal, por lo menos, y mi padre, si no unitario del todo (cuestión de familia en que hubiera entroncado), medio enemigo de Rozas, resultando en esta hipótesis otro Pellegrini y otro Mansilla, nada de lo actual.

¡El destino! se dirá.

Perfectamente, no me opongo a que se le atribuya a una fuerza así denominada la eficiencia de los hechos. Pero de ahí a desconocer que hay una causa activa actuando recónditamente, la distancia es enorme. ¿Acaso por no ver un fenómeno, mientras prepara su realización final, hemos de negar, ora la ley física, ora la ley moral?

Nuestra insuficiencia para conocer es una cosa, y otra el renunciar a conocer; o en otros términos, negar un misterio porque no lo alcanzamos, no quiere decir que el misterio no sea.

Así como hay quien renuncia a auscultarse para no oír su conciencia, así hay quien se tapa las orejas para no oír los ruidos sino a medias. Pero de ahí a que no haya ni grito interior ni una sensación física, bien que menos intensa, parécenos que hay una diferencia considerable.

Los mismos gentiles, afirmando el hado, la fatalidad, el destino,   —89→   ¿no implicaban una serie de cosas que necesaria y forzosamente tenían que producir su efecto?

Lo que los antiguos simbolizaban en Némesis y lo que se contiene en la admonición hebraica sobre las faltas de los padres recayendo en los hijos, ¿todo esto no quiere decir que el destino es más bien efecto que causa, que causa ciega desde luego?

En cuanto a Ibsen en los Gengagere, lo que descubre es la acción directa o indirectamente responsable de la fragilidad humana, y no en oposición, sino al contrario, bajo el imperio despótico de una ley moral trascendental realizable.

La voluntad de la sabiduría (la sagesse), dice Maeterlinck, tiene el poder de rectificar todo lo que no toca mortalmente nuestro cuerpo.» ¿Y esto no es proclamar la responsabilidad, el libre albedrío, sea cual sea el alcance del significado que a la palabra «sabiduría» se le atribuya?

Repitiendo la frase de un escritor español eminente, soldado sabio, diré: «Sin duda ocurrirá al lector preguntar a dónde lo conducimos con este aparato de ciencia, y a la verdad que puede parecer que a desvanecerlo y extraviarlo. No es ciertamente, usando de un símil, pretender que se aprenda la música antes de oír una orquesta; lo que intentamos es, por el contrario, hacer ver que no se necesita más que escuchar para percibir las armonías de la naturaleza», o la voz íntima de nuestra conciencia, digo yo.

No, repito a mi vez; a ese lector, si tal preguntare, le contestaremos que, sencillamente y poco a poco, lo conducirnos a donde hemos llegado, tanteando terreno escabroso, erizado de dificultades. Y por si acaso no se aceptara que la sabiduría puede rectificar todo lo que no ataca mortalmente el cuerpo, lo tangible, es decir, la substancia, arguyendo en forma interrogativa: qué entendemos o qué queremos implicar cor esa palabra, diremos: que implicamos conocimiento de todo lo que es humano, ciencia experimental, visión interior, intuición gnóstica o mística o scientista.

¿Renunció el padre del Dr. Pellegrini a la hermana del que debía ser dictador omnipotente, señor de «vidas, famas y haciendas», porque presintió o columbró el porvenir y temió ligarse a su familia, o ésta opuso trabas a sus pretensiones, porque el sello de un hombre   —90→   de ciencia, extranjero por añadidura, reclutado por Rivadavia, considerado cuasi ateo, tenía que ser mirado como un caballo de Troya introducido en sus filas?

¿O la joven espontáneamente le desengañó para unirse a un hombre mucho mayor que ella, inducida quizá? Los dos eran hermosos. Pellegrini estaba en la flor de la edad, y el otro, si no declinaba ya, por ese camino iba. Cierto que tenía el prestigio de la gloria militar, la bravura; pero Pellegrini tenía la juventud radiante y el saber que fascina, de lo cual el otro carecía, no obstante su vivacidad intelectual nativa característica.

La carta a que más arriba me refiero no entra en estos pormenores, que yo he desleído.

Pero Pellegrini y Mansilla tenían que saber que habían sido rivales; de modo que en virtud de una ley genética oculta, el fruto humano de uno y otro debía padecer de una especie de atavismo irreducible en el sentido concomitante, o sea de las aptitudes o predisposiciones psicológicas para entenderse sin reservas o restricciones mentales sobre cualquier punto del terreno en que las circunstancias los colocaran.

Y esa ley habría actuado con la misma eficiencia o virtualidad, ya Mansilla se hubiera unido a la madre de Pellegrini, o el padre de éste a la madre de Mansilla. En la naturaleza, en la vida, en el orden sensible o supersensible, en el cosmos -macro o micro-, todo obedece a una coordinación preexistente, finita o infinita, y lo que ha de ser será. Si no lo alcanzamos, como vemos que la tierra es redonda, por los mástiles del barco que se aleja perdiéndose en lontananza, ello no prueba, en todo caso, sino nuestra pequeñez, lo ínfimo que somos ante el Universo.

Balzac ha dicho: Nous mourrons tous inconnus. Debió haber agregado: y sin conocer la grandeza de los altos fines. Si los conociéramos, todos nos sabríamos. ¡Y qué monótono sería el vivir, hallándose todo previsto de antemano!

Ahora, que Pellegrini habría salido del vientre de una Rozas y que Mansilla del vientre de la que fue madre de aquel varón fuerte e insigne -al que estas páginas le prometí-, échese el lector a nadar.

Yo, con lo dicho, he puesto mi pica en Flandes... o donde se quiera; de gusto y de colores se puede discutir hasta mañana por la mañana, y más todavía, sin arribar a conclusión alguna. (LUCIO V. MANSILLA, París, noviembre 1898). (N. del A.).

 

45

El Infierno, de Dante, traducción de Bartolomé Mitre. (N. del A.).

 

46

Textual e histórico. (N. del A.).

 

47

A los que padezcan de estas chifladuras, no ser lo que otros fueron, puedo indicarles como libros de consulta curiosísimos, en los que verán de dónde vienen y qué armas usaban mis remotísimos antepasados, los siguientes: El Nobiliario de Canarias, el Nobiliario Español, el diccionario Portugal Antiguo y Moderno, aquí en este último hay referencias bastante agradables sobre los Mansilla. Asimismo en los Manuscritos de la Biblioteca Nacional de Francia he hallado autógrafos lo más raros. En uno de ellos está el rastro de lo que con tanto énfasis decía mi abuela: «Que soy parienta de los duques de Normandía y de la Casa de Austria».

En el libro de R. B. Cunningham Graham (autor de Mogreb-el-Acka, etc.), titulado A Vanished Arcadia, figuran varios Mansilla, notables jesuitas, que no sé a qué rama pertenecen, si a la pura de mi pariente o a la impura mía. (N. del A.).

 

48

Remito al lector a la larga nota de la pág. 84 y sigts. (N. del A.).

 

49

No hay discurso en Rusia, ni en Austria-Hungría. (N. del A.).

 

50

Él fundó la primera colonia en Santa Fe, La Esperanza; él hizo los primeros muelles de Rosario; él, en fin, hizo muchas cosas útiles en la provincia de Santa Fe, atreviéndose a fundar una estancia en Melincué, cuando los indios llegaban a siete leguas de Rosario. (N. del A.).