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ArribaAbajoAlma solitaria

Sobre el umbral de piedra está la planta de claveles, que adorna la ventanita del cuarto de Clarisa en el conventillo. Todas las mañanas recibe su jarro de agua cristalina, mientras en los otros sucuchos se ha secado bajo la hornaza del estío quemante la albahaca cuyas hojas están arrugadas en montoncitos quebradizos amarillo-oscuros, pegados a los tallos raquíticos, que se han doblado para besar la tierra endurecida y agrietada en el fondo de las vasijas. Han muerto   —240→   al lado mismo del clavel, que levanta, apoyado a una cañita y sostenido con cintas, sus varas largas y delgadas, cuyas hojas triangulares y puntiagudas la adornan en su lozano verdor. Aquí y allí entre las hojas que aroman el aire anchas corolas nacaradas con vetas, puntos, abigarradas y caprichosas manchas bermejas. Los pétalos se abren y se esponjan y mantienen fresco y vivo el color, porque el agua abundante satura de oxígeno la linfa, que corre estremecida en su delicada trama. El sol de la aurora la baña un rato, pero Clarisa la saca después y la esconde en el rincón más oscuro y fresco, donde con un cuchillo escarba la tierra y la ablanda y cuando llega la tarde y el umbral está en la sombra, vuelve la planta a su sitio. Ella corta las hojas secas y las corolas marchitas y arregla todos los días sus tallos, para que permanezcan derechos y cuando la riega, a pequeños chorros, la   —241→   tierra sedienta bebe el agua que desciende hasta el fondo y retorna su color negro de humus, y con la nueva sangre brillan las manchas escarlatas que salpican las corolas. Llega la noche. El rocío que cae a veces la moja y la planta duerme entre las caricias de esa humedad, que se condensa en gotitas, translucidas en la verde canaleta de la hoja y se esconden entre los pétalos y los saturan de líquido. Así vive y crece la gentil compañera de las horas solitarias de Clarisa, temblando a cada rato bajo su mano cariñosa.

*  *  *

Esa noche ella la había colocado sobre la mesa. La vela de sebo prendida frente a la Virgen iluminaba a penas el cuarto. Estaba triste porque Genaro la había abandonado y hacía tiempo que ella no regaba la planta. Tuvo hambre. La gente   —242→   del conventillo la vieron entrar con atados de ropa negra. Cosía y siempre lo esperaba... Pero esa noche al mirar la ventana le pareció que uno de los tallos estaba seco y vio una corola que se había inclinado música sobre el gajo. Tuvo miedo porque se acordó de las palabras fatídicas de Genaro. «Ya verás, Clarisa, cómo va a morir nomas la planta de claveles.» Trajo la vela al lado de la planta y tembló en esa soledad de su cuarto. La tierra estaba cenicienta y con hendiduras: la vasija de barro llena de polvo; dos grande claveles se habían arrugado con el cáliz seco y los pétalos amarillentos. Una araña tejía su tela de filigrana enredando la planta en la hebra finísima y desde un hueco sucio empezó a mirarla, mientras muchas hormigas, irritadas por la luz como si se fuera a concluir su banquete, disparaban a un lado y otro sobre las varas y las hojas del clavel, que se habían doblado hacia la tierra de la   —243→   maceta. Las cintas estaban flojas; la cañita que sostenía todo el volumen de la planta inclinada a un costado, parecía querer acostarse y arrastrar consigo los tallos y las corolas. No había perfumes, sino ese olor de la hoja marchita, que hace pensar en los cielos calientes, en los soles abrasadores, y en las tristezas de la naturaleza moribunda. ¡Se iba a secar no más la planta de claveles! Se parecía a esos ramos que han estado toda la noche embalsamando el cuarto donde se velan los muertos, expuestos a la luz artificial que entregan sus aromas a los viajeros que se van para siempre y que ya de mañana han perdido el alma vivaz de su color y la mórbida lozanía de su trama. Concluyen después tirados durante días resecos y acartonados en los rincones de los patios, como se iba poniendo el clavel, ese pobre compañero de su espíritu abandonado y solitario...   —244→   Genaro no viene. Ella sabe bien que es Alma que lo arrebata y lo ve vagar buscándola por todas partes, porque él no quiere a la esclava sumisa y apasionada que se ha entregado toda entera y sin ambages, humilde leona, llena de bramas, zaherida por su compasión, pisoteada y vilipendiada por él, que tiene el alma enferma, que ha necesitado un apoyo y que la encontró a ella en su camino y se la llevó consigo. Eso era todo sencillamente... pero sin amor y sin deseos...

*  *  *

-No me quiere, pensaba sollozando en la oscuridad de la noche. Yo le perdono; pero que venga porque no puedo vivir sin él...

Todos los ruidos que oye en el patio del conventillo la sobresaltan pero los pasos siguen lejos de su puerta y se pierden.   —245→   No llega. Se ha levantado a espiar por la ventanita. El bulto pasa por el lado suyo. No es él. ¡Qué profunda crucifixión tiene, qué ímpetus de odios contra aquella mujer virtuosa que se lo roba! Oye una voz que canta de lejos. No es él tampoco. Lo ve pasar. Es un obrero con su saco a la espalda que entona las trovas de su tierra natal; los versículos que tienen la grima de la nostalgia y encierran el alma lacrimosa de la patria que cruza llorando con aquellas armonías. Se sienta después al lado de la mesa y con esa tijera levantada con que ha cortado corolas marchitas del clavel, escucha la melodía que se va desvaneciendo en la calle, mientras la tijera cruje y caen las hojitas secas y los tallos separados inclinan su larga línea. Ha tomado la jarra y va a regar la planta; pero si Genaro no viniera, ¿no sería mejor que la dejara morir? Levanta entonces la cabeza   —246→   al cielo y los ojos como extraviados, cuando su cabellera suelta y negra ha tocado en el brusco movimiento a la planta, que tiembla toda con roces leves como si le pidiera agua en voz baja, como un ruego piadoso.

-Yo no quiero que te mueras, plantita mía.

Cae el agua cristalina que se detiene un poco sobre la tierra endurecida, poco a poco filtra, y la planta rejuvenece y los claveles parecen erguirse.

-Pobre plantita inocente, agrega Clarisa; yo sí que voy a morir.

En un rincón de la mesa hay ginebra, Clarisa bebe, olvida sus penas y un torrente de loca alegría invade su cabeza. Piensa que Genaro ya no va a venir y peina la negra cabellera como para una fiesta. Corta un clavel y la adorna. Acuesta su cabeza aturdida al lado de la pobre plantita. Su fragancia la enerva y sueña   —247→   todas las voluptuosidades de la desaparición eterna, mientras dobla la frente sobre sus antebrazos acostados en la mesa circundando la maceta de claveles. Duerme en su cuarto sola. En la penumbra se destaca al lado de la verde planta el crespón de su cabellera. Es feliz, ha pensado que ese sueño suyo no tendrá amanecer. Así mismo su imaginación vive. Ve en su pesadilla a Genaro todo deshecho correr por los callejones persiguiendo a Juan y a éste detenerse con su cuchilla en la mano para matarlo. Pero ella cruza su cuerpo entre los dos, profiere un grito y se despierta. El reloj de la iglesia vecina da las tres, y en medio del silencio que en todas partes reina, los tañidos de la campana llegan como a saltos hasta el patio. Abre los ojos en la penumbra. La vela se ha apagado y el farol del conventillo echa a la pieza algunos rayos de su luz sucia y se oye afuera una voz melodiosa,   —248→   una lejana y suave armonía cuyas ondas sonoras avanzan. Un escalofrío se apodera del cuerpo de la mujer, que se sobresalta y se pone anhelante al reconocer la voz de Genaro. Abre la ventana y escucha. Oye los pasos de un hombre que camina al compás de la música, y trinos de guitarra y voces graves de la bordona que acompañan al triste, mientras llega a sus oídos el ritmo de un canto que ella conoce. Los pasos se acercan, los ecos repercuten en la acera de enfrente y la melodía domina todo el silencio. Clarisa distingue las palabras del verso y lo ve a Genaro con la guitarra colgada adelante que canta y camina...

*  *  *

Es un espectro. En todos esos días largos ha buscado a la novia, en las plazas donde ella solía llevar los niños a pasear,   —249→   y se ha deslizado con su muleta entre el gentío de la iglesia espiando entre los claro-oscuros bajo las bóvedas aquellas aromadas de incienso y en la hora en que antes comulgaba se arrodilló Genaro más de una vez. Todas pasaban las muchachas del barrio al lado de él y con las palmas juntas y genuflexas delante del altar, recibían la hostia. Las bellas criaturas juveniles sonriendo en sus trajes livianos de percal, cruzaban acompañadas por las armonías del harmonium de la capilla de San Carlos... -pero ella no se arrodilla hace tiempo donde antes y no se acerca al altar a recibir al Señor. Un negro pensamiento angustió el corazón de Genaro y una vez, empezó a caminar hacia la casa de Méndez.

Era una hermosa y clara noche del suburbio, llena de luz blanca. Una de las aceras se tiende lejos plateada por los rayos difusos de la luna. Su disco   —250→   domina el panorama del cielo donde los astros diseminados brillan lejos de su esplendor. Aquí y allá alguna estrella solitaria más fúlgida, alguna pecadora abandonada de los campos azules, destinada tal vez a una temprana muerte, como si tuviera cuerpo de mujer y alma de bacante y chisporroteara tan viva en el éter en su última noche, para borrarse enseguida para siempre y tener la fijeza de una cinérea larva. El cielo está casi desierto. La luz tenue de los astros ha desaparecido en el esplendor de la luna grande y redonda y la naturaleza duerme dentro de sus rayos verecundos. Pero en las noches oscuras tachonan el firmamento grupos de puntos luminosos que tiemblan todo alrededor como si fueran fulgurantes pupilas y largos regueros de chispas que se cruzan en todas direcciones como sendas de diamantes, mientras la bruma luminosa de la vía láctea corrusca   —251→   y fosforece, echando su larga cola de espumas a través del azul profundo del cielo. La leyenda del suburbio ha creado el sistema planetario. En los tiempos primitivos el universo era un colosal orbe de llamas donde tripudiaban todos los colores. Fue hecho trizas y apagado por las convulsiones del caos. Solamente el sol que era su corazón concentró y conservó en su seno el fuego y las llamaradas y arrancado de cuajo en el violento girar de los mundos, se hizo el núcleo de los nuevos orbes producidos, ese gran señor de las alturas, ¡ese Dios soberbio de la vida! ¡Paso al prepotente creador, mientras tímida y callada se desliza en silencio a través de las diafanidades celestes, la virgen de la noche saturada del polen brillante de aquel Dios satánico! Porque la leyenda del suburbio escribe, que cuando el cuerpo del orbe primitivo se rompió, fue la luna su alma melancólica, el alma muerta de un   —252→   ciclo en la vida de los mundos. Peregrinaba sin luz escondida por los pliegues del espacio hasta que desmayó moribunda de deleites entre los brazos del gran Dios. Fue su Aspasia. ¡La hizo su manceba, reina y sol de la noche! Los miembros fragmentados y azotados en todas direcciones, divididos, desmenuzados y pulverulentos fueron cayendo en la furia demente de la carrera a beber luz dentro del vértigo del corazón de fuego y le arrebataron fulgores y brillazones, caireles, collares, solitarios y retahílas de chispas, para incrustarse al fin en el tul infinito del firmamento. Sus átomos se abrazan en la marcha a través del éter y se difunden en una tenue vaporización que clarea apenas en las noches oscuras las soledades del suburbio los callejones tenebrosos por las hileras de eucaliptos y por la trama impenetrable de los talares, -los callejones perdidos entre las sombras de los cercos   —253→   de moras que parecen baluartes de luto, se disciernen apenas a través de esas vagas penumbras. Estas acompañan a la carreta en su lento camino y permiten dirigir al caballo del nocturno galopador y siguen el trote de la pandilla de lecheros que entonan temblando las canturias vascongadas.

Pero en las noches de luna el suburbio se alegra. El ojo ve más lejos; los cercos y las praderas tienen menos oscuridad. Las familias salen a paseo en sus trajes de diario y hay serenatas de acordeones a cuyo sonido contesta la ratona, el pájaro ángel de los cercos, el hermano de los niños del arrabal con su apurado gorjeo metálico. La luz difusa envuelve a lo lejos como en un marco los caseríos diseminados, los bosques de las quintas que aparecen como manchas informes e ilumina los intervalos que hay entre los troncos y filtra a través de las ramas y de los   —254→   intersticios de las hojas. Arabesca la alfombra de pasto que crece debajo de la arboleda con extrañas y caprichosas figuras, hilos de luz plateada, círculos, espirales, senderos y místicos esplendores, como si aquello fuera el tapiz donde debieran danzar las hadas de los cuentos de la niñez. Los genios de la noche crean esa monstruosa geometría y los bosques del suburbio la cobijan en esa hora plácida en que la hoja más huele a verde fresco, en que la flor exhala más bálsamo y la maleza rica y enmarañada más trasciende. Entra el esplendor en el cajón casi siempre seco del Maldonado y platea la sierpe correntosa del Matanzas y cuando arrecian las lluvias y la lagunas detenidas en los bajos encrespan sus aguas en las brisas ligeras, tiende la luna sobre ellas sus rizos de brillantes escamas. Pero en esa época de seca el mustio panorama se vuelve hacia la noche como implorando la piedad   —255→   de sus sombras. No tiene frescura. El prado arrastra su pasto raquítico y amarillento y la arboleda gime y se agacha bajo la hornaza del día que arde, y mientras la luna riela y las baila de su luz fresca, la naturaleza abre todos sus ávidos estomas que quieren humedades y tienen sed de rocío. Es entonces que los obreros en mangas de camisa, se sientan en los umbrales y con el alma entristecida contemplan el panorama de la noche. Genaro en su marcha los ve deshechos por el sudor y el trabajo de la jornada larga...

*  *  *

Cuando llegó a la casa de Méndez estaban sentadas en dos sillas de hamaca Dolores y la chiquita. Se detuvo bajo los paraísos y dijo temblando:

-Buenas noches, niña Dolores.

-¿Quién es Vd.? preguntó ella sorprendida de aquella figura demacrada y harapienta.

  —256→  

-Es Genaro, yo lo conozco, gritó la chiquita batiendo palmas.

-Sí, yo soy, nenita santa; yo soy.

-Entrá, entrá. Alma está enferma.

Dolores no dijo nada.

-Yo no voy a entrar, dulce compañerita, contestó Genaro.

-¿Qué quieres, Genaro? interrumpió Dolores con dulzura.

-¿Cómo está ella?

-Hoy ha pasado buen día.

-Pero don Carlos qué dice

-La han encontrado mejor los médicos.

-Pero, niña Dolores, ¿qué es lo que irá a suceder?

-Carlos no contesta cuando le preguntamos eso.

-Es porque Alma se va a morir, murmuró con voz sombría Genaro.

-¿Quieres verla? Insistió la chiquita.

-Usted es un ángel santo, dulce compañerita,   —257→   porque todavía se acuerda del pobre Genaro que ya no tiene amigos.

-Papá dice que tú eres bueno, Genaro.

-Antes sí. ¿Se acuerda cuando usted era chiquita y le había hecho yo una hamaca que había atado a la parra y la hamacaba a la hora de la siesta cantándole las canciones del corazón para que usted se durmiera? Entonces yo era trabajador y todos me querían, pero ahora ya se acabó todo y yo no puedo entrar a esta casa.

-Papá, dice Genaro, que tú no tienes la culpa de lo que has hecho.

-Pero yo me he portado mal con él, dulce nena, cuando me hice malevo y a él no le había de gustar que yo anduviera por acá.

En ese momento aparecieron lejos dos puntos amarillos que se movían de arriba a abajo. Dolores miró y dijo un poco nerviosa:

  —258→  

-Allá viene Carlos.

La luz se agrandaba y se hacía rectangular. Se sintió el ruido lejano y sordo de un coche con repiqueteos a intervalos. Genaro entonces tomó su muleta con una profunda tristeza en el corazón y murmuró en voz baja:

-Adiós, niña Dolores. Muchas gracias por lo que me ha dicho. Adiós, nena santa. Sea siempre buena con su papá como lo ha sido hasta ahora y desde que se acuerda del pobre Genaro, le voy a dar este escapulario donde está un ramo de flores que ella me regaló. Está un poco sucio, dispense, por la sangre de la herida del pecho y dígale que es la prenda mía más adorada y que se lo devuelvo porque yo no quiero que se pierda conmigo para que si la pobrecita se muere se lo lleve con ella...

Genaro sacó el escapulario temblando. Tenía el alma llena de sollozos, y envuelto   —259→   en un pañuelo de seda azul lo entregó a la chiquita. El castañeteo del coche sobre las piedras era cada vez más violento. Pasaron los oscuros del médico debajo de un farol, mientras Genaro se escurría lejos entre las sombras de los paraísos.

*  *  *

Entonces fue que empezó a vagar como un sonámbulo por la ciudad, dolorido y quebrado por la tristeza y sus cantos eran la revelación de sus pensamientos al silencio de la noche como hacen muchos, cuando tienen dolor. Se alegró de ver a Clarisa en la puerta. No había bebido y conservaba todo su amable corazón de buen muchacho. Ella se echó en sus brazos impetuosamente.

-Qué contenta estoy, le dijo amorosamente. Si supieses cómo he sufrido estos días. Hasta hambre he tenido, sin quejarme y he cosido pantalones y sacos.

  —260→  

-¡Pobre Clarisa! Murmuró el joven con dulzura.

-¿Por qué, pobre? Si estoy contigo y te quiero y no vivo sino para vos ¿por qué dices eso?... Porque hay otra antes que yo y después yo soy una perdida... pero este corazón mío lo tengo para vos y este mi cuerpo lo tiraría al medio de la calle para que lo aplastase un carro, el día que te murieses.

-Yo no tengo más amigo en el mundo que vos, Clarisa.

-Ya sé. Ya sé. Lo demás no importa, Genaro, con tal que te estés aquí conmigo. Voy a trabajar y a sostenerte porque estas enfermo y sin fuerzas y después cuando venga el invierno te voy a abrigar con mi cuerpo y a calentar con mis besos Hace un rato me quería morir. La planta se había empezado a secar; pero después dije: si no revive la planta, a Genaro le va a suceder alguna desgracia y   —261→   entonces le eché agua... Vení, que te la enseño.

Clarisa lo arrastró hasta el cuarto, mientras el joven la dejaba hacer como si el dolor le hubiese hecho perder la voluntad.

-¿Ves? Agregó la mujer, tomando a la maceta entre sus manos. Aquí había una flor marchita. Aquí un gajito seco.

Yo los he cortado... Al principio el agua hizo unos gorgoritos antes de entrar, pero después la tierra se la chupó toda. Desde entonces el clavel está más derecho y más joven. ¿Vos no te alegras, Genaro?

-¿Yo?

-Sí, vos. ¿Qué tienes? Parece que no me atendieras. ¿En qué estás pensando? ¿Por qué estás triste? Decíme.

-Estoy triste porque le he visto un gusano a la planta.

-¿Un gusano? No digas. Son mentiras tuyas. No es por eso; contestó la mujer con pasión.

  —262→  

-Pero si es cierto. Fíjate bien cerca de la raíz.

Clarisa levantó la planta y la acercó a la vela de sebo. En un hueco, casi tocando la tierra húmeda, había un verme color de nácar, que se movía lentamente. Clarisa palideció, al sacarlo con una horquilla.

-Y después, agregaba Genaro, cuando yo no tomo, estoy más triste que un cajón de muerto, -y sacudía el joven, melancólicamente la cabeza.

-Pero yo te quiero, Genaro, con toda mi alma.

-Así mismo no tengo alegría porque me parece que nuestro corazón tiene siempre una polilla que se lo está comiendo y cuando no tomo, el bicho me muerde y me acuerdo de todo. ¡Pobre Santa! ¿Qué pena tengo de haberla muerto? Y después he perdido esa casa de D. Carlos para siempre...

  —263→  

Genaro no siguió adelante. Un nudo le apretaba la garganta.

-Vos estás llorando, gritó la mujer y se abalanzó hacia él con ímpetu y lo tomó de las manos mirándolo en los ojos.

-Yo tengo que beber a la fuerza, sino es inútil, Clarisa... -Ni mujer que fuera...

-Yo no quiero que tomes más Genaro, replicó ella con un sollozo desgarrador. Yo no quiero que tomes porque la bebida te va a matar, ¡y yo no quiero, no quiero! Soy tu esclava, pisoteáme. Yo te adoro. Por esta cruz te lo juro... Hacé lo que te parezca conmigo, pero no tomés más, yo no quiero que mueras Yo sí, yo sí, porque de todos modos ya tengo mi sino desgraciado... Vos no me vas a querer nunca... Matame de una vez... Tomá, pegáme aquí sobre el corazón, sobre el corazón...

Hablaba a saltos en esa ronquera dolorosa, y le alcanzó un puñal.

  —264→  

No: guardá eso, contestó Genaro, con piedad.

Parecía loca. Rajó la saraza de cuatro tirones y desnudó su pecho. Se abalanzó con ímpetu sobre el joven de nuevo y lo abrazó. Le besaba la cara y el cabello, le acariciaba la mejilla y lo estrujaba contra su cuerpo y le decía palabras de amor toda trémula, suspirando sus labios, a medio cerrar los ojos en aquel sobrehumano deliquio. Un éxtasis, una transfiguración de voluptuosidad, ha invadido todo su cuerpo y la mujer entera, entera se ha derrochado en el abrazo prepotente. Tenía el pecho anhelante. Es el fuego que se desata de la entraña y hace hervirla sangre, el torrente de savia que fecunda los campos y pinta la flor, es el numen que cuaja de zumo al fruto y arroja en medio de la naturaleza la eflorescencia y las galas del intrincado laberinto de las selvas ¡Oh polen! ¡Oh   —265→   divinidad creadora! Seguían abrazados. Genaro, frío e indiferente, sentía en sus oídos la cálida voz de la mujer. De repente vio que todo su cuerpo se estremecía en un espasmo vigoroso. Sus músculos se relajaron, palideció su efigie y con la cabellera desgreñada y convulsa y los ojos agrandados y húmedos, echó hacia atrás su cabeza, como una bacante, ebria de amor, que se fuera a morir. Sus labios trémulos pronunciaban sonidos que apenas se oían y su cuerpo se fue acostando poco a poco, hacia la tierra, sostenido por Genaro. Este colocó la cabeza de la mujer sobre una almohada y parado en la semi-oscuridad del cuarto, con los brazos cruzados, la miró dormir. Parecía muerta esa lívida efigie dentro del marco de su cabello negro Genaro pensaba: «Tiene razón. Yo no la voy a querer nunca.»

  —266→  

*  *  *

Llegó el alba y trajo hasta el cuarto miserable los zumbidos lejanos de la ciudad, el traqueteo de los primeros tramways, el tableteo sordo de los carros, cantos de la calle, cacareos y aleteos rumorosos de gallos en las huertas. Aparecen claros los contornos del conventillo, mientras la luz va descubriendo las pocas pilchas de la pieza de Clarisa. Algunas puertas se abren. Los obreros, con los sacos sucios, soñolientos salen al trabajo en mangas de camisa y arrojan agua, que chapotea sobre las piedras del piso. Hay gritos de niños y salen mujeres que prenden fuego en los braseros, que han sacado al patio y paradas frente a las bateas o a las tinas redondas, lavan la ropa y tienden cuerdas, sostenidas por tacuaras que apuntalan en los huecos y en los intersticios desgastados del pavimento. Algunos   —267→   preparan el mate, en momentos que otras puertas se abren y el conventillo se llena de rumores. Empieza temprano el día monótono y concluye tarde. Siempre lo mismo. Todo el año. Nacen, viven y mueren siempre así... Genaro ya sin fuerzas, se ha acostado sobre los ladrillos, con un atado de pantalones y sacos por almohada... Duermen los dos...

*  *  *

Cuando llegó la noche cenaron. Al rato estuvieron borrachos de ginebra y ajenjo. La cabeza del joven empezó a arder dentro de las ideas de exterminio, mientras el espíritu de Clarisa amargado por los celos, vagaba irritado por sus recuerdos.

-¿No me vas a querer nunca? Empezó la mujer mirándolo con la extraña fijeza de una loca.

-¡Oh! ¡Y de ahí!

  —268→  

-Porque no estoy dispuesta a vivir de limosna.

-¿Limosna? Cada uno hace lo que le da gusto. Yo no te he tenido encerrada.

-¿Me echás entonces? ¿Querés que me vaya?

-Yo no sé si te has de ir; pero te aviso que a mí no me ha gritado ni mi padre, replicó Genaro, haciendo teclear los dedos en la mesa.

-Ya sé. Te estorbo, y es por la otra, la santita...

Genaro extendió la mano nervioso.

-Alma no es trapo para que te limpies la boca con ella, dijo con voz grave.

-No ha de faltar quien lo haya hecho.

-¡Tu madre! ¡Oveja!

-Yo nunca te lo dije, pero muy bien que le gustaba Valverde.

-Tan luego el canalla ese, exclamó ferozmente Genaro, cuyo puño cerrado   —269→   cayó como una maza sobre la boca de la mujer.

La sangre empezó a derramarse por la comisura de los labios. Clarisa se irguió. Su rostro estaba lívido y terrible, su cabellera suelta se sacudía a un lado y otro y todo su cuerpo flaco se cimbraba en la violenta curva que describió para acercarse a Genaro. Sacó un cuchillo de la liga y se lo enseñó.

-Este, dijo levantando la mano roja de sangre, se lo voy a enterrar a ella hasta el mango. ¿Que te has creído, Genaro, que yo no tengo corazón?

-Dame el cuchillo, Clarisa, replicó el joven avanzando hacia ella.

-Y que no me arde el cuero, seguía la mujer, para que yo me esté quieta cuando vos andás rondando la casa de ella, porque es decente y no se ha ocupado ni de mirarte cuando estabas herido; cuando yo he sido tu sirvienta y todo lo que has   —270→   querido que yo sea, y me has cacheteado y me has hecho llorar las noches enteras. ¿Para qué: para que llegue un día y me tires a la calle? Yo le voy a enseñar a la santita quién es esta pluma a quien ella le roba su cariño... a mí que te he salvado la vida veinte veces.

Genaro le agarra entonces la muñeca, mientras la hoja del cuchillo se mueve de un lado a otro cerca de su vientre y Clarisa estalla en una carcajada histérica y metálica.

-Largá te digo, rugía el joven forcejeando.

Clarisa reía con los dientes y las encías rojas de sangre...

-Te he de matar si no soltás el cuchillo.

-¡No lo suelto, la puñalada es para ella, para ella! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!

Una nueva carcajada terminó estas palabras. La mano izquierda de Genaro   —271→   se desploma sobre el cráneo de la mujer que deja caer el arma tambaleándose aturdida hasta dar con su cuerpo en el suelo, mientras la línea negra de la trenza se dibuja sobre su pecho. Clarisa reía como una loca cuando Genaro, borracho de ira y de ajenjo, aferró la trenza y la cortó con la cuchilla. En ese momento el chirrido del pelo se mezcla a las sonoridades extrañas de la carcajada, cuyas notas invaden el patio acompañando los pasos del joven que se pierde envuelto en las sombras de la noche. Llega al Mercado Viejo. Las visiones de la matanza lo arrastran en su furia demente. Lo busca a Juan por todas partes, debajo de las carretas alineadas, dentro de los puestos, describiendo espirales en medio de las legumbres y los montones de frutas aglomeradas en el suelo. La luz era escasa. Al fin lo encontró apoyado a una rueda de su carreta.

  —272→  

-Aquí no hay nadie, Juan, aquí no hay nadie, le gritó Genaro atropellándolo. ¡La vas a hacer morir a Alma, canalla!

-Estás borracho, ¿no ves que está lleno de gente?

Genaro le tiró una puñalada. Juan dio un salto atrás con agilidad de gato y se envolvió una jerga en la izquierda, mientras el otro le acometía violento y frenético, defendido por su poncho. Se oye el choque de los puñales que rechinan y brotan chispas de cuando en cuando. Genaro le puso un barbijo. La sangre saltó roja y caliente de la mejilla de Juan herida, mientras éste tendido adelante, rajaba el poncho de Genaro con la punta de su cuchilla y la entraba honda en el antebrazo. Poco a poco el círculo de curiosos los estrechan y no los dejan pelear, los separan y se los llevan lejos para ocultarlos... mientras Clarisa se ha enloquecido en la soledad de su cuarto del conventillo...

  —273→  

*  *  *

Empieza a dar vueltas y vueltas como inconsciente sin acordarse de nada y de cuando en cuando ríe y recoge su trenza para guardarla en el seno. Cuando acierta a mirar en ese triste viaje a la maceta de claveles, se sienta, la coloca en su regazo y llora... Le habla con ternura y entonaciones profundamente lagrimosas, la arrulla, murmura cantos como si fuera su dulce niño y la mece al lado de su pecho haciendo crujir la silla de paja. La noche es negra dentro del cuarto. No hay vela. Ella tiene miedo que tenga algunas hojas secas y suavemente pasa sus dedos para ver si el roce áspero le avisa de ese peligro. Tocó un botón marchito, se estremeció y le dijo:

-No se va a morir mi nene... no me va a dejar sola. Yo sé que tiene sed y que eso da ansias, pero le he de buscar   —274→   el fresco del agua y la he de llevar donde haya vientos para que viva lejos, lejos, entre las toscas, para que el río le sirva de cuna y los sauces le den sombra. Está triste porque no lo riegan, pero a esta pobrecita madre la han herido en la boca y no quiere besarlo para que no se manche con sangre. Voy a caminar con mi nene, lo voy a acompañar siempre porque es mucha desgracia que a uno lo dejen solo. ¡Arrojo mi sol! Lo tengo en mis brazos, le hago caricias y le doy la humedad de mi aliento. Espere, espere va a dormir; porque yo tengo este abanico de papel que suena como un canto y le va a refrescar el cuerpo delicado y enfermo.

Clarisa lo abanicaba. En el silencio de la noche se oía el roce de las hojas y de los tallos del clavel. Seguía hablando:

-Genaro se ha ido. Parece que él no lo quería a mi dulce bien se ha ido... y la casa está abandonada por eso tiene   —275→   sed... porque la dueña ha derramado por el suelo todas sus lágrimas y su tierra se ha quedado seca.

Tocó otra vez la planta y le pareció que seguía marchitándose. Abrió la puerta. Apenas se veía el patio del conventillo. A un borracho que pasaba le dijo con lágrimas:

-Dame un poco de agua ¿querés? Es para mi plantita. Yo ya no tengo en la jarra.

El borracho no hizo caso.

-¡Agua, refunfuñó, si fuera ajenjo!

-Te pido agua porque el clavel se va a morir ¿no ves? Y le enseñó la planta.

-¡Si fuera ajenjo! Refunfuña el borracho y se aleja describiendo zigzags.

Entonces Clarisa salió a la calle. Había envuelto la maceta en su pañuelo de seda azul. Los faroles alumbraban apenas el empedrado aleteando sus sombras allí, a pesar de la atmósfera quieta. Las   —276→   luces amarillas y mortecinas de lejos se avivaban a medida que la loca se iba acercando y caminaba ligero dentro de la oscuridad de las altas casas del centro. Ríe y canta, mientras en la soledad suenan sus tacos celeros y rompen el silencio. Su voz áspera y doliente se echaba de un lado a otro sobre las casas dormidas, ¡en aquella lúgubre y melodiosa canturia que encierra el triste preludio de algún drama sombrío que fuera a producirse después! Las casas de alto seguían pasando a su lado, uno que otro balcón se abría y dejaba ver la cabeza asomada de algún curioso, en momentos en que los pocos caminadores de la noche a quienes ella tocaba las piernas con sus harapos de zaraza la veían perderse lejos, exclamando:

-Pobre, la loca ¿dónde irá con ese clavel?

Las luces continuaban alumbrando su   —277→   escuálida figura que se desvanecía en los intervalos. Pasó un señor al lado de ella. Era un bohemio de galera de felpa y guante, uno de esos bohemios que no tienen hogar ni sueño. Toda la vida los buscan, para no encontrar sino la fonda y el sepulcro. Son mártires de la concepción perfecta que no viven la vida humana, que acarician el ensueño perpetuo, porque la tierra no tranquiliza y la hetaira blanca con carne de marfil no sacia. ¡Oh vagabundos, apresuraos a morir, antes que llegue la vejez estéril y solitaria...!

-¿Por qué llevas ese clavel? Le dijo el bohemio ¿Dónde vas?

-¿Dónde voy? ¡Oh! ¿Y que Vd. no sabe? Este es mi nene. Se va a morir de sed. Lo llevo al río entre las toscas, donde hay agua y fresco. ¿Y Vd. dónde va?

-No sé, mujer, yo camino...

-Pero sus nenes están solos, señor,   —278→   tal vez no tienen agua, ni abanicos, ni caricias...

-Yo no sé nada de eso, pobre mujer.

-Bueno: entonces compre alguna plantita que se esté por secar, la riega y la quiere. Yo tengo miedo asimismo por este calor. Si Vd. me quiere dar un poco de plata, para comprar un fanal de vidrio y guardar el clavel.

El señor le dio.

-Muchas gracias, mi buen señor; ahora yo le voy a pedir a la Virgen por usted, porque no se puede vivir sin querer alguna cosa, para que ella le dé nenes y un bosque de paraísos... porque si no cuando uno vive sin amor, es como si se muriese siempre...

Clarisa se arrodilla entonces y le besa las manos al señor vagabundo. Enseguida caminó unos pasos. El señor la miraba siempre. Ella se dio vuelta, lo saludó con la mano y le dijo:

  —279→  

-¡Cómprese una plantita... la riega... adiós!... porque si uno no quiere es como si se muriese siempre... ¡Adiós!... Los hijos de uno son adorables... yo lo sé por que el amor mío se ha muerto ayer... Yo le voy a pedir a la Virgen que se acuerde de usted... y cuando murió, me dijo que cada uno tenia un gusano que le mordía el corazón... ¡Adiós! Cómprese una plantita, un jazmín diamela... un delicado jazmín diamela blanco como el marfil que perfume su cuarto... sea feliz y tenga nenes, mi buen señor... y después se aprovechan del amor de uno y le arrancan la trenza. ¿Ve?

Clarisa la sacó del seno: era gruesa y negra.

-Eso es mucho sufrir porque la trenza es el orgullo de la mujer... y si uno ya no la tiene, yo sé lo que hace.

-¿Qué dices, pobre mujer? Preguntó el vagabundo entristecido.

  —280→  

-¿Y los hombres, qué hacen cuando reciben una bofetada en la mejilla... matan, no es cierto?

-Es cierto. ¿Y las mujeres?

¿Qué usted no sabe? Mueren, mi buen señor... mueren cuando les cortan la trenza. Pero Vd. no haga caso, mi buen señor... compre un delicado jazmín diamela blanco como el marfil que perfume su cuarto y sea feliz y tenga nenes, porque son adorables. Este clavel yo se lo regalaría pero es colorado como la sangre y me lo dio el cariñoso de mi corazón. Es la flor del amor que cada uno riega sobre el umbral de la ventana chiquita.

Clarisa reía y seguía hablando:

-Y la flor de la muerte... hay muchas clases y de todos colores. Este es doble, mire.

Clarisa reía y reía acercando la maceta.

-Tiene manchas de nácar y qué aroma   —281→   ¿no? Pero Vd. está triste y no me contesta. Yo sé por qué es.

El señor callaba.

-Porque ayer ha muerto su mamá y le llenaron el cuerpo de flores... o si no también porque cuando uno no ama vive muriendo, mi buen señor. Adiós. Si lo ve a Genaro... dígale que vuelva, yo estoy llorando.

Clarisa lanza una carcajada y se retira cada vez más lejos y se pierde en la noche. Canta en ese ritmo doliente fúnebres trovas hasta que el fresco del río la despierta. Da un grito loco que repercute y se dilata en la sombra y marcha hacia él llevando la maceta sobre la cabeza. Hay silencio hondo. El aire está quieto, el cielo sereno y el muelle desierto. Detrás el macizo de las casas enhiesto como un crespón delante la oscura superficie del río con algunas luces aquí y allá que apenas se distinguen. Un faro rojo a la derecha. Clarisa   —282→   camina erguida y rápida como si alguna visión la fascinara.

Sus botines retumban sobre los tablones del muelle, mientras el agua rezonga y chapotea en la trabazón de puntales y tirantes que lo sostiene. Un bote se desliza sobre la ola mansa y se siente la zambullida del remo que taja el agua. Los marineros arrullan la tenebrosa soledad del río cantando una melancólica barcarola, mientras la línea de la tétrica figura de la mujer hiende la noche y la planta de claveles se bambolea sobre su cabeza. Llega a la punta del muelle y empieza a tararear un avemaría y se arrodilla al lado del parapeto como si fuera un altar. Se arrodilla, canta la loca y las notas tiemblan en el aire sin viento... Enseguida abraza la maceta, besa las flores y trepa. Su silueta se eleva como un largo espectro y describe en el vacío una violenta parábola. Zumba en el brusco descenso, despedaza   —283→   el agua que se lanza en chorros de aquí para allá con violencia, que rebulle, gorgotea y la cubre. Un rato después boya todavía abrazada de su maceta y cae lentamente al fondo ya sin ruidos, en la noche oscura de las aguas que ven pasar su bulto negro, mientras por arriba el aire está quieto, sereno el cielo, el muelle desierto y sobre la planicie del río casi inmóvil resbala el bote como un fúnebre alción que moviera sus alas para el eterno viaje y cantan la melancólica barcarola los marineros cantan... Boga, se hamaca y fluctúa por el éter oscuro la armonía que narra las grimas de la nostalgia y recuerda a los viajeros la imagen de la tierra donde nacieron, la vieja casa y los muertos amores juveniles, boga y se hamaca y fluctúa la doliente armonía de la canción marinera cuyas notas dobles sollozan, cuyos arpegios describen el alma tristísima de los mares desiertos y acompaña   —284→   y mece aquella pobre mártir, alma solitaria que llega al fondo, se acuesta y muere sobre el lecho del río, al lado de su maceta de claveles...



  —285→  

ArribaAbajo¡Ángelus!

Días después, bajo el alero del rancho de la chacra estaba Méndez sentado cerca de don Manuel a quien habla ido a visitar después de la muerte de Clarisa.

-Cuánto le agradezco, D. Carlos, su visita, decía Paloche. Ya me voy quedando solo... Si no fuera que pienso volver a mis libros de homeopatía y por los resultados maravillosos de este sistema, la vida se me hubiera hecho intolerable. Y parece que las desgracias no se han concluido.

  —286→  

-¿Cómo así? Preguntó Méndez.

-¿Lo ve Vd. a Juan allá?

-Sí: lo veo parado cerca de aquel poste y con la cara cubierta por un pañuelo.

-Bueno, D. Carlos. Esa es su vida. Antes trabajaba de la mañana a la noche y era avaro de su dinero; pero después que Genaro le dio ese tajo en la cara, es otro.

-A mí no me extraña, replicó Méndez... Ya me lo imaginaba.

-Vd. se imaginaba. ¿Por qué?

-Muy sencillamente. Supongo que me permitirá que sea franco.

-D. Carlos, Vd. es hoy mi único amigo. Hable no más.

-Su hijo, señor Paloche, tiene su demonio, como Genaro, como yo y como Vd.

-¿Su demonio? Explíquese Vd.

-Y lo peor del caso es que lo trajimos desde la cuna.

  —287→  

-¿De manera que yo tengo la culpa de que mi hijo sea así?

-No, D. Manuel. Yo no sé quién la tiene. Probablemente es la fatalidad, porque es necesario afirmar que estos desequilibrios ingénitos no los atenúa la educación, ni la religión los vence. De manera que no es de los padres la culpa.

-A esos desequilibrios les llama Vd. «su demonio».

-Eso es. Yo conozco estos hechos. Hombres perfectamente religiosos y llenos de virtud, que salen del confesionario para suicidarse y niños para los cuales la vida debía ser una hermosa quimera, poseídos de hondos desfallecimientos morales, vencidos antes de luchar y que meditan la eterna desaparición y se quitan la vida y novios que en vez de soñar con el hogar futuro y con el encanto de los hijos, acarician en sus diálogos muchas veces la lúgubre voluptuosidad de morir.   —288→   ¿No le parece que estas observaciones son exactas?

-Sí me parece, aunque yo me he reprochado muchas veces no haber sido más severo con mis hijos, contestó don Manuel con gran tristeza, y me parece que estos desgraciados me han arrancado la mitad de la vida... Oh, yo no soy el de antes, D. Carlos.

-No pienso que Vd. sea culpable. Creo que se debe hacer todo por ellos, pero si detrás del consejo y de la reprimenda, hay fuerzas superiores innatas e irresistibles que los arrebaten, no cabe más que la resignación. ¡Pobre Clarisa! ¡Qué inmensa compasión he tenido por ella! Sin desventurados mucho más que culpables. Espíritus frágiles...

-Tiene Vd. razón, D. Carlos. Ella me decía siempre: Cuántas veces he llorado, papá, y le he pedido a la Virgen que me   —289→   salvara. Debo estar condenada, porque no tengo fuerzas...

-Ella le hacía a su manera su psicología. Pero si Vd. se detiene a meditar un poco, verá que hay grupos de hombres que resuelven todas sus cuestiones mirando el cañón del revolver para dirigírselo a la sien y que aunque luchen se sienten desfallecidos cada cuarto de hora, como si fueran almas femeninas. A veces los dramas se producen porque en ellos la imaginación agiganta las dificultades y los dolores y les hace perder la fuerza de voluntad, mientras otros se hunden cada vez más en la soledad y viven dentro de un inconsolable vacío como si la vida de ellos no tuviera meta. Entonces concluyen con ella y cuando por casualidad yerran el tiro, la enfermedad queda como una manopla implacable que les estruja la vida...

-Como yo, como yo que no puedo resistir esta manía de hacer ensayos terapéuticos,   —290→   persiguiendo una quimera, como Vd. suele decirme.

-Oh, como algunos otros, añadió Méndez con la cara oscura, que arrastran a pesar de las caricias de los hijos y de los besos maternales su cadena de galeote...

Estuvieron en silencio en momentos en que el crepúsculo caía sobre las chacras... distraídos los dos, como si pensaran en sus propios deberes, hasta que D. Manuel preguntó bruscamente:

-¿Y Genaro?

-¡Ah! ¿Genaro no? Ahí tiene. Se ha criado en mi casa. Mi madre le ha enseñado a rezar y sin embargo, en la menor de sus emociones no había sino de puñaladas y saca el cuchillo y mata. Es un asesino, no es cierto, ese pobre enfermo que adora a mi hijita hasta las lágrimas y a su novia hasta el desconsuelo más desesperado. Ahí está; péguenle cuatro tiros aunque todos sus malos actos los haya cometido   —291→   borracho. No le tengan lástima. ¿Por qué se han de preocupar de que es un enfermo y un delirante? ¡Nada de dulzuras, que calmen esas exacerbaciones, nada de cariño para todos esos homicidas en la imaginación, que viven con la monomanía en el cerebro y la tienen en acecho siempre en los banquetes, en las fiestas y en medio de todas las alegrías! ¡Garrote y cárcel! Así los van a corregir, para que salgan de allí fieras exasperadas... en vez de educar desde niños la voluntad para hacerla más fuerte que los instintos. ¿Y Clarisa? Ve Vd., D. Manuel... ¿mujer de mala vida, no? Échenla a la calle, seguía Méndez emocionado y a saltos. ¡Fuera, perra sarnosa!... Los umbrales de nuestras puertas no están para ser deturpados... ¡A los cristianos no les ha enseñado nada Cristo!... Así, después se desarrolla en ellas con formidables violencias la necesidad de amar y de ser amadas   —292→   y mueren quemando todas sus impurezas en esas pasiones desventuradas...

-Yo pienso como Vd., interrumpió don Manuel. Mi pobre hija era una desgraciada.

-Ya lo creo, ya lo creo. Eso son casi todos y no criminales como los barrunta la vulgaridad. Puede Vd. afirmarlo. Detrás de cada drama producido, hay casi siempre la demencia en germen; está uno de esos fronterizos a quienes Vd. les da la mano y son sus amigos y viven en sus casas, llevando al pie sus cadenas de psicópatas.

-Oh, a cuestas la cruz melancólica, agregó el viejo sonriendo con tristeza, y la corona de espinas en la cabeza.

-Por supuesto; ¿como Alma ve Vd.? Que pertenece a los humildes, a los deprimidos, a todo ese grupo que todo lo resuelve, agachando la cabeza y presentando la mejilla para que se la abofeteen... y mientras   —293→   los otros matan, estos mueren tuberculizados por la crucifixión silenciosa, cuando no entra el cáncer a morderle y desgarrarle las entrañas...

-Y a propósito, preguntó Paloche: ¿Vd. cree que Juan va por mal camino?

-No, mi amigo. Juan va por su camino. No irá nunca por ningún otro... Hoy es por Genaro y por Alma y mañana por cualquier otra fútil causa... Es un hombre perseguido por sus quimeras.

-Me han dicho sí, que esa niña le ha hecho perder el seso y a Genaro le tiene rencor.

-Yo tengo miedo de esos dos hombres que se andan buscando. Cada uno tiene su furia. El día menos pensado se van a encontrar.

-¿Y si tratáramos, D. Carlos, de evitar eso?

-¿Evitarlo? Téntelo; pero yo le auguro   —294→   mal resultado. Vd. podrá hacer que dos voluntades no se precipiten al mal, pues el raciocinio puede modificar sus tendencias, pero no conseguirá eso Vd., nunca, de dos instintos y mucho menos de dos demencias.

-Por cuanto es muy doloroso, don Carlos, que el nombre de uno ande de boca en boca, para ser objeto perpetuamente de la compasión ajena.

-No le preocupe eso, mi amigo. ¿Compasión dice? En apariencia tal vez, en realidad no. A nadie se le va a importar de sus desgracias... La observación demuestra que la sociedad es mala colectivamente y que cada uno ocupa su día en sus propios intereses y en tener envidia a los demás... Estas son las dos pasiones más universales. La desgracia de una casa, puede ser la ventura de otra. Un hombre que se suprime deja el sitio a otro y un escalón que se baja lo deja expedito y accesible   —295→   para los otros que quieren trepar y bajar es muy fácil porque hay cincuenta que lo tiran a Vd. del faldón de la levita y casi todos viven anhelantes y ávidos con el alma serruchada, cuando contemplan lo que suponen ellos que es la felicidad ajena. Esa compasión no es tal... Es ganas de hablar. Cualquier cosa menos eso, o es la máscara con que se disimula el placer por el mal de los demás. No crea, mi amigo. Fíjese en lo que le ha pasado a Vd. Ha vivido en estos barrios haciendo el bien, ayudando en las epidemias y exponiendo su reputación y su vida. Muchos niños le deben a Vd. la salud y muchos padres las alegrías que tienen ahora. Haya sido la naturaleza o los medicamentos bienhechores, Vd. ha trabajado y se ha desvivido por ellos. Ahora yo le pregunto: cuando ha estado pobre, ¿quién se acordó de socorrerlo? Ha perdido una hija y en vez de encontrarlo rodeado de amigos, está Vd. solitario, sin   —296→   consuelos, con Juan por delante, sospechando que alguna nueva tragedia va a producirse que le amargue sus días de viejo. Ha venido alguien a estrechar sus manos de hombre de bien y a decirle: siga Vd. viviendo por sus hijos...

-Nadie absolutamente, interrumpió D. Manuel. Pero desde que está Vd., busquemos algún medio para evitar una desgracia. Vd. puede darme un consejo.

-Lo creo difícil. Vea, D. Manuel, lo que pienso a este respecto. Estoy convencido que alrededor de todas las pasiones se edifica. Estamos conversando para pasar el rato, ¿no es verdad, mi amigo?

-Sí pues, sí. Le ruego que siga no más.

-Porque yo no deseo que Vd. me crea un pedagogo, ni que este diálogo tenga la solemnidad de una disertación académica.

-De ninguna manera. Yo lo escucho con gran placer, D. Carlos.

  —297→  

-Yo he visto esto, seguía Méndez animando con su acción viva el diálogo. Para el amor por ejemplo, las dulces miradas, los temblores, las feminilidades mutuas. Es un edén encantado el que resulta entre el sahumerio de las flores regaladas y poblado de risueñas quimeras, de promesas y panoramas de venturas sin término. Las dificultades lo agigantan, el alejamiento lo enardece, los desdenes mutuos lo avivan, y de toda esa síntesis está formada al fin la pasión con sus ímpetus irresistibles. En la gloria los sueños solitarios, las ambiciones que le amargan la fantasía y no lo dejan dormir, los azares de la lucha, la maldad humana, que se atraviesa a cada rato y trata de herirlo, desgastarlo y hacerlo retroceder, la pujanza y el encono de todas las horas para vencer y vencer. Estas son las piedras ásperas y filosas y los agudos guijarros, de que se forma el monumento, que Vd. mancha con la sangre   —298→   de sus pies, hechos pedazos en la marcha combatida... mientras el odio se hace con miradas recias, con chismes, con supuestas heridas al amor propio. Vive y crece en el insulto; la deshonra lo alimenta; los celos lo fortalecen con sus negras cavilaciones y la envidia y la perversidad aprovechan esos estados psicológicos para azuzarlos. Los individuos se hacen impulsivos. Viene la bofetada y las primeras gotas de sangre... Desde este momento el drama ya está meditado y no es posible la reconciliación; sobre todo porque estas pasiones tienen natural tendencia a crecer y creen, aceptan y acarician todo aquello que puede servirles de incentivo. Ese es el caso de Juan.

-De todas maneras, contestó Paloche, conviene que trate de convencerlo.

-¿Y a Vd. no le ha hecho caso?

-Nunca, D. Carlos.

-Entonces debe tener algún funesto   —299→   propósito, porque a Vd. le tiene miedo. La superstición religiosa lo lleva a creerlo un mago, una figura maravillosa, inclinado como lo ve siempre sobre sus libros y sus retortas. Si Vd. tanto lo desea, haré el ensayo.

-Eso es, replicó Paloche. Le agradezco.

-Le prevengo que me considero derrotado antes de dar la batalla.

-Dios lo ayude, D. Carlos...

*  *  *

Juan no oyó los pasos de Méndez. Seguía apoyado al poste mirando a lo lejos con el cuerpo rígido y fijo. Cuando el médico llegó, Juan tenía en la mano la ancha cuchilla de cabo de hueso amarillo.

-Guarda eso, dijo Carlos tranquilamente. Yo soy.

  —300→  

-Dispense, doctor. Recién lo oigo y lo veo.

-¿Por qué no vas Juan para las casas?

-No tengo nada que hacer en las casas yo.

-¿Y tu padre? ¿Y Adela?

-¡Bah! Yo soy y he sido siempre un bestia. Voy a dormir en el campo.

-Pero desean que comas en la mesa y vivas con ellos.

-¿Yo? ¡Están locos! Para que metido de noche allá me agarren en la trampa como a un zonzo.

-¿Qué estas diciendo, Juan?

-Lo que oye no más. Como si Vd. no supiera que hay quien se ocupa de perseguirme y me habla de limpiar no más si pudiese.

-¿A quién te refieres?, preguntó Méndez.

-Oh, yo sé...

-Yo también. A Genaro pues, confiésalo   —301→   de una vez, y sabemos que tú lo quieres matar, Juan.

Mejor si saben. Él me ha marcao en la cara y le va a costar caro.

-Pero tú vas a ir a una cárcel para toda tu vida.

-No le hace. De todos modos yo vivo metido dentro de la vergüenza como si fuera un chancho.

-Pero tú no piensas, Juan, que Dios prohíbe matar a otro hombre y que castiga esos crímenes.

-Pero yo le pregunto, D. Carlos, ¿qué es lo que hace Vd. cuando hay canallas que lo esperan donde quiera para meterle el cuchillo hasta el mango y cuando uno soñando de noche los ve clarito y les oye las amenazas?

-¿Y el infierno, Juan?

-De todos modos, aunque quisiese yo, no pudiera porque cada vez que me acuerdo,   —302→   se me gana como una locura en el corazón.

-¿Y el infierno, Juan? Insistió Méndez, que conocía los terrores religiosos de Paloche.

-Me iré de acá, D. Carlos, entonces.

-Es lo que debes hacer.

-Pero aunque me fuese la cachetada y el tajo, tendría que llevármelos no más.

Te irás, Juan.

-¿Dónde?

-Ni yo sé. Por ahí...

-Es necesario que no lo armes camorra a Genaro.

Paloche no dijo una palabra.

-Porque cuando el hombre promete no hacer el mal, debe cumplir.

Juan arrugó el ceño y no contestó.

-Tienes que pensar, seguía el médico, que tu padre está viejo y puede morir y   —303→   entonces quién sabe, Adela, dónde va a ir a dar...

Juan sombrío se alejó murmurando:

-¡Este costurón de la cara nadie me lo va a borrar, nadie me lo va a borrar!

Carlos lo miró perderse lejos y volvió entristecido a estrechar la mano de su viejo amigo para despedirse.

*  *  *

Se retiró el médico en medio del sol que se iba. Este condensa la luz difusa en el disco rojo deslumbrador que cintila detrás de la filigrana de rayos multicolores que lo circundan y hacen arder al firmamento y se hunde despacio el orbe glorioso más allá de su cortina de polvo de oro... Con el esplendor se lleva poco a poco los ruidos de las chacras; estremecimientos de cosas invisibles, murmullos de hojas, mugidos lejanos, píos de pájaros, mientras   —304→   las brumas de la noche se levantan en el oriente pardo y van ganando con sus alas cenicientas la curva del cielo. Las chacras están tranquilas y silenciosas y toda la melancólica naturaleza de la tarde se impregna de los perfumes del pasto seco que se arrastra en los campos. Con qué honda tristeza, con qué piedad religiosa llegan las sombras y con ellas las trémulas esquilas de las campanas de la vecina aldea de Flores. Es el Ángelus que extiende sus alas de armiño sobre el alma exacerbada del día turbulento y hace pensar en los cielos lejanos e inunda el espíritu de la nostalgia de las cosas infinitas, -sensación dulcísima y triste como la plegaria, mística como los crepúsculos llenos de vagos ensueños y de angélicas figuras, que nos acompañan sin dolor y sin quejas en nuestro viaje, hacia lo eterno desconocido...- ¡Ave María! Recemos... -para que los trabajadores tengan pan, cunas los niños,   —305→   virtud los hogares, consuelo las penas, sol los inviernos y lluvias frescas el estío quemante. ¡Ave María!... -porque así marchamos de la luz a la tiniebla como espectros doloridos hacia lo eterno desconocido los hombres, peregrinos con la cruz de la vida a cuestas, entre la amargura de los ideales que huyen lejos... -como esos tañidos que ondulan lastimeramente moribundos a través de las soledades de la callada campiña...

¡Ave María! ¡Recemos, genios del dolor! Por las pobres pasiones humanas que se llenan de lágrimas: amor y muerte; azahares marchitos que adornan el sudario; trajes de raso corroídos por el tiempo y largos velos desgarrados, que envuelven cinéreas larvas de novias; juego y deshonra; alcohol y homicidas; adulterio... -¡lascivia y terror! Silencio del hogar desamparado que ha perdido la virtud y niños- ángeles vagabundos que se han   —306→   quedado sin madre... -ambición y delitos...- y mente humana, pavoroso tenebrario y ¡dudas! ¡Dudas! ¡Dudas!

-¡Esquila melancólica no consuelas! ¡Fúnebre tristeza de las praderas arrodilladas no consuelas! Crespones que surgen y despliegan la tenebrosa niebla para trabar más tarde el ataúd de la noche ¡atrás! ¡Atrás! ¡Porque la pasión es tétrica y la vida es dolor y pide rayos de sol, sonrisas de niños, besos que endulcen la herida y miradas tiernísimas de madres; ¡pide bálsamo y encantos! Porque la noche siempre sobre el espíritu humano, que está enfermo, ¿por qué la noche siempre?...

¡Oh majestad de la tarde, serena quietud de las alturas, sosiego religioso de todo el universo y ritmo perenne del tiempo, la Virgen que ruega, la madre que llora, el hombre que lucha y sufre, la carne y el alma que mueren, más grandes son que vosotras indiferentes bellezas taciturnas!   —307→   Y ruede lo que ruede bajo su glacial efigie, esta divina y eterna naturaleza contempla con su grande ojo tranquilo y frío ímpetus y desmayos, alegrías y angustias, muertes y apoteosis, épocas de grandeza olímpica y turbulencias de pueblos agitados, sin inmutarse yendo y viniendo como la ola del mar eternamente -la noche y el sol- y es hermosa solo porque tiene quimeras y brama de lo Infinito el espíritu humano, con más crepúsculos y ensueños, más esplendores y tormentas y más visiones que tú, ¡oh divina y eterna taciturna!!

No importa. Ave María, ¡oh madres! Recemos, porque es necesario que vuestros hijos no mueran y cándidos sean como esta luz de occidente que se esconde y virginales como las flores de la pradera, que reza y duerme acostada en el negro tálamo de la noche, alumbrada por las penumbras de las primeras estrellas -inquietas veladoras   —308→   que asoman su brillante mariposa -mientras el oscuro bulto del coche de Méndez hiende a saltos la sombra y lleva el corazón bueno y el alma enferma del pensador suicida, que medita en el viaje solitario los trenos sollozantes del Ángelus...



  —309→  

ArribaAbajoAzahares

Cuando el médico entró a su casa lo recibieron abrazándolo la madre y la chiquita.

-¿Y? Fue la interrogación lacónica.

-Mal, contestó Catalina.

-¿Qué ha habido?

-Esta tarde tuvo un accidente. Creíamos que se moría.

-¿Y Ricardo? Volvió a preguntar el médico.

-¿Todavía no ha venido?

Carlos frunció el ceño. Aquel muchacho   —310→   de cinco años ya le empezaba a dar disgustos.

-Dolores está con ella, añadió la madre.

Carlos entró al dormitorio. Una vela de estearina sobre la mesita iluminaba el cuarto, que sabía a perfumes de rosas. Un crucifijo estaba apoyado a sus almohadas. Alma abrió los ojos, cuyo negro color se destacaba en la palidez alabastrina de su semblante. Sus pupilas se animaron con chispas de alegría.

-¿Cómo estás? Alma, dijo el médico.

-Mejor... Creo que estoy casi buena... Hoy tuve como un desmayo y la niña Dolores se asustó mucho... pero después ya ve Vd... Si me permite, mañana me levanto... Le aviso también que estuvo la chiquita a verme. Yo le dije que se fuera, porque sé que esta enfermedad se pega. Me quiso besar... Yo le dije que no... que se sentara para conversar...

  —311→  

-No te conviene hablar tanto, observó Méndez.

-Si ya me dijo otras veces eso, D. Carlos, pero no puedo remediarlo. ¿Hablamos mucho, sabe Vd.? Para cuando yo sanara. Me iba a acompañar a paseo... lejos, por el campo a tomar aire fresco que dicen que hace tanto bien y después íbamos a tener una vaca con leche gorda y rica. ¿Qué locuras, no?

-Bueno, Alma. Te fatigas demasiado. No hables más.

-Oh, no, D. Carlos, seguía la niña gárrula de fiebre y con la respiración anhelante... Figúrese que yo le pregunté que si le echaba agua a las amapolas y me dio tristeza porque me contestó que sí, pero que se habían secado. Vd. sabe que a Genaro le gustaban las amapolas... y supe que lo demás del jardín estaba lleno de flores frescas a pesar del tiempo.

Dolores lo miró a Méndez, mientras la   —312→   niña se interrumpía temblando. Una de sus mejillas se pintó bruscamente de colorado y un violento acceso de tos la fatigó mucho.

¿Ves? Dijo Dolores con dulzura. Es mejor que no converses.

*  *  *

La tuberculosis había contaminado su organismo. El pobre nardo abatido dobló los botones arrugados y marchitos sobre el tallo amarillento... ¡Había vivido tantas horas sin sol! Entonces el frío y la soledad le carcomieron la fibra exquisita... Caminó después algún tiempo bajo los corredores de la casa hospitalaria con la implacable hoz en el seno que le segaba trozo a trozo el pulmón y tuvo al rato las palideces enfermizas de los moribundos. Sin embargo esperaba siempre como una mártir resignada, viviendo con el recuerdo   —313→   de sus amores juveniles. Tenía en el corazón ese altar. Para él eran sus plegarias y las amapolas del jardín para el pobre cantor desheredado y perdido en la noche del delito, para él sus amarguras silenciosas -esa cruz perenne que llevaba a cuestas, ya casi rendido el frágil y delicado ángel. Hacía tiempo que no lo había visto y cuando hubiera necesitado su aliento varonil, en la época en que las persecuciones de Juan le inspiraban terror... Entonces se retiró cada vez más sufriente y sin confesar a nadie sus penas y se escondió al fin en su cuarto para morir...

*  *  *

Alma seguía hablando en su semi-delirio:

-Yo le decía, niña Dolores, a Genaro cuando caminábamos de la mano y él me regalaba violetas, que nunca tomase, pero   —314→   después la desgracia lo arrastró. Me acuerdo también de la noche mala, cuando mató a ese hombre debajo del farol. Yo estaba en mi cuarto cosiendo y él entró sucio de sangre y me dijo que ya no lo iba a ver más y que de todos modos yo podía querer a cualquiera otro y que era como si yo no le hubiese jurado nada...

-Yo no sé lo que has hecho, Genaro, le contesté. Yo te voy a querer siempre.

-Me tengo que ir, María.

No importa.

-Yo he hecho una muerte.

-No importa.

-Me van a echar a una cárcel.

-Yo te voy a querer siempre, Genaro.

-Pero no ves que te vas a quedar sola, me dijo como llorando, porque soy un bandido que vivo dentro de la oscuridad de la noche y mi casa son las   —315→   cuevas de los ombús y los zanjones de las soledades mi cama.

-No llores, Genaro... Nunca estoy sola porque la tengo a la Virgen.

-Pero si llegas a tener hambre y frío y si te enfermas, ¡ay! ¡Amor mío! Y si algún hombre se arrima a tu puerta, de rodillas te pido no vas a ser como Santa, ¡no vas a ser como Santa!

-Genaro... le contesté. Toma estas flores. Son amapolas. Guárdalas sobre el corazón y no tengas miedo. He de morir antes que dejar de ser la novia fiel del pobre amor mío que anda huyendo.

-Pero ¿si más tarde te vienen a decir que Genaro se ha perdido por ahí... y que anda con otras mujeres, vos me vas a odiar, María? Y que sigue borracho la mala vida y vive sacado a puntapiés de todas partes, ¿vos me vas a odiar, María?

  —316→  

-¿Yo? No. Al contrario; porque cuanto más dolor sufre uno, más quiere... ¡Vení, vení! Tomá este mechón de mi pelo... Lo he tenido para vos junto a un montón de rosas que he cortado del cerco...

-¿Y si alguna vez, María, te vienen a contar que he muerto?

-Oh, no importa. ¡Yo le diré a mi alma que se vaya con vos y te siga y te haga caricias y te consuele esta dulce mi alma y te seque las lágrimas!

-¡María! ¡Dame tus manos para besarlas!

-Tomá mis labios, Genaro... Tomá mi corazón, bésame y que la Virgen te guarde... ¡Andáte!

-¿Qué me importa? ¡Si vos sos pura como su manto azul y blanca como los lirios!

-Andáte, Genaro. Tomá mis labios,   —317→   tomá mi corazón, besáme y ¡que la Virgen te guarde!

Yo nunca le conté esto, niña Dolores y después me dijo:

-La niña Dolores es una santa. Acordáte de ella si sufres y la nena un ángel del cielo.

-¡Andáte, Genaro, andáte! Y que la Virgen te guarde.

Pero al rato lo prendieron. Él extendió las muñecas como un chico y le pusieron las cadenas.

-Adiós, me dijo. No te olvides... y alzó las manos para saludarme y las cadenas sonaron...

*  *  *

Carlos se había retirado al corredor enternecido, mientras Dolores mojaba con agua de Colonia la frente de la moribunda y trataba de calmar el doloroso delirio.

-Niña Dolores, dijo Alma incorporándose.   —318→   ¡Es él! Oiga. Es la voz de Genaro. Oiga.

Un escalofrío corrió por toda la casa. Catalina y la chiquita rodearon a Carlos, mientras Dolores acercaba un frasco de éter a la enferma que había agrandado sus ojos húmedos de llanto. La melodía de una desgarradora canción se venía acercando. Las notas llegaban al patio silencioso y se hacían cada vez más claras y los ecos se dilataban en el barrio solitario.

-Es Genaro, dijo la chiquita. Yo lo conozco. Muchas noches pasa y canta.

-Sí; pero ese hombre, agregó Méndez, no debe entrar aquí. No debe amargar las últimas horas de esa pobre muchacha...

Catalina abrazó al hijo.

-¿Qué hay, mi madre? Le preguntó el médico.

-Tú sueles decir, Carlos, que no tiene la culpa de lo que ha hecho y que el dolor   —319→   merece respeto. Escucha lo que dice y perdónale y deja que la vea. Ella también quiere...

El canto seguía y oyeron estas palabras en medio de una profunda emoción.

-«Soy un trapo sucio... lleno de manchas de grasa... Los cocineros me echan a punta pies al cajón de basuras... ¡Ténganme lástima! Estoy hecho tiras, porque Alma se muere, ¡ay dolor! Alma se muere...

La chiquita abrazó al padre y le dijo:

-Pobre Genaro, papá, déjelo que entre. Ahí canta otra vez.

-«No duermo. Estoy flaco, estoy perdido y camino de noche como las ánimas... Si fuera pelea de hombres, sacudiría el puñal... pero no puedo con los dolores de adentro y se me saltan las lágrimas...

La chiquita besaba la mejilla del médico sollozando...

  —320→  

-«Un rancho para dormir, seguía Genaro con voz ronca. Quiero una piedra -cubierta de ortigas- que me sirva de almohada -a ver si el tormento de mi cabeza loca con eso se calma y si no fuera por ella, porque Alma se muere y porque yo quiero pedirle perdón, esta sucia osamenta la tiraba al infierno...

Genaro estaba cerca. Su voz áspera en aquel dolor sin consuelo tenía extraños ecos desesperados. Alma lloraba sin sollozos. Todos estaban en sobresalto...

-Carlos, dijo la madre. Genaro ha sido como tu hijo. Déjalo que entre...

-Que entre, sí: yo no lo quiero ver. Me voy a retirar al estudio. Sobre todo mi madre; tal vez tiene hambre... y no te olvides de darle ropas y dinero... como cosa tuya...

Genaro cayó de rodillas al lado de la cama de Alma en medio de aquel silencio. La mano izquierda de la novia entró   —321→   en su cabello alborotado y la suave presión le inundó el cerebro de regocijo. Aquella mano iba y venía blandamente y los dedos le desenredaban las greñas enmarañadas. Los dos se miraban sin hablar, ella sonriente, él con las pestañas llenas de lágrimas.

-Genaro, mirá, empezó la moribunda. Son tus amapolas... ¡pobres flores secas! Yo las he besado muchas veces...

-¿Estás mejor? Preguntó el joven.

-Ahora sí... Tengo como una dulzura en el corazón... Tanto tiempo que no te veía... Y ese brazo ¿por qué lo llevas colgado y envuelto?

-No es nada.

-No es cierto. Estás herido.

-No es nada. Fue con Juan la otra noche. Ahora estoy bien.

-Genaro, exclamó la joven temblando. Yo he rezado siempre por vos, que andabas huyendo.

  —322→  

-¿Por qué me decís eso?

-Y he conservado sobre el corazón tus flores y en la memoria tu recuerdo y lo que te prometí aquella noche te lo he cumplido... Yo soy la novia de Genaro, pura como el manto azul de la Virgen y casta como los lirios.

-¡Sí sos! Sí sos, replicó el joven besándole las manos... ¡buena como el alma de mi madre, santa como la niña Dolores!

-¿Y si algún día, Genaro, te llegaran a decir que he muerto?

-¡Vos no! ¡Vos no! Porque antes yo le he de pedir a Dios, Alma, que me martirice todo lo que quiera y me mate de hambre y de sed y me arrastre por los callejones sin fuerzas y me llague el cuerpo en las ortigas y en los cardales.

-¿Y si a pesar de todo yo me fuese para siempre no más? Siguió la niña como extraviada.

-Sin perdonarme no, Alma, te suplico   —323→   por favor porque yo he sido malo con vos.

-¿Y si yo te pidiera un sacrificio?

-Todo lo voy a hacer, contestó Genaro levantándose con ímpetu.

-¿Y si eso fuera tan grande, que solamente haciéndolo vos yo me pudiera ir al ciclo?

-Todo lo voy a hacer, te digo, todo.

-¿Y si fueras como que tuvieses que renunciar a muchas cosas malas de tu corazón?

-Todo, todo, repetía Genaro, saltándole de emoción la voz en la garganta.

-¿Y si tuvieras que violar juramentos?

-Para salvar tu vida, todo te ofrezco, Alma y todo te prometo.

-Bueno: entonces Genaro, toma mis labios y mi corazón, ¡besáme!

Genaro obedeció. Fue un casto beso sobre aquellos labios castos y descoloridos. Enseguida ella le dijo al oído:

  —324→  

-¿Sabes lo que te quiero pedir?

Genaro temblaba sintiendo aquella voz trémula.

-Pedime pronto, replicó el joven.

-Que no lo mates a Juan, te quiero pedir que no lo mates a Juan.

-Ese hombre te ha hecho sufrir.

-Pero si muere, Adela se va a quedar sola y sin amparo.

-Ese hombre te ha hecho sufrir, repitió Genaro con gesto siniestro, mientras un escalofrío cruzó por todo su cuerpo...

-Yo le he ofrecido a Dios todo, Genaro. Yo he perdonado.

-Me hubiese castigado a mí, me hubiese herido y escupido en la cara, no me importaba... pero ¿por qué ha hecho eso, valido de que es hombre y vos no le decías nada a D. Carlos? ¿Por qué te ha perseguido y te ha amenazado con los ojos sin dejarte en paz nunca? No puedo perdonar eso yo, no puedo.

  —325→  

-¡Oh! Entonces, Genaro, ¡tu novia va a dejar este mundo desesperada de haber nacido, de haber rezado y haber vivido! Y pensarás después con remordimiento que yo estaré penando en el purgatorio muchos años antes de ir al cielo.

La niña palideció apurada por un acceso de tos y dejó caer la cabeza sobre las almohadas, mientras Genaro se comprimía el corazón con violencia, arrodillado otra vez al lado de la cama.

-¿Me prometes? Preguntó con voz débil la niña.

-Sí, te prometo, Alma. Ya está bueno de sufrir... exclamó el joven...

Bendito sea el Dios de los cielos... Ahora me puedo ir tranquila... ¡Vení, Genaro, vení! Que la Virgen te guarde.

-Pero D. Carlos te ha de salvar. Yo le voy a pedir de rodillas.

-Entonces, mi dulce bien, continuaba la enferma como delirante, al amor mío le   —326→   voy a regalar violetas y aromas. Tengo una cinta de seda, que me dio la nena... El ramo grande yo lo voy a atar con ella... ¿No ven que hace tanto tiempo que no viene a verme? Yo le dije a la ratona una vez, a la ratona que cantaba escondiéndose entre la yedra, que lo buscase y el pajarito volvió para decirme «Tu amor ya no vive, y asimismo yo lo esperaba siempre cosiendo de noche al lado de la máquina y cantando los tristes que él me había enseñado y le pedía a Dios que lo salvase... ¡Ave María, llena de gracias, el Señor sea contigo!

-Ave María, llena de gracias, sea contigo el Señor y te salve, repetía Genaro sollozando.

-Para que lleguemos al cielo, Genaro, inocentes como cuando éramos chicos... ¿Te acuerdas? En los días de primavera las rosas crecen y perfuman los cercos y   —327→   los jilgueros corren en bandadas por el patio del conventillo. ¿Te acuerdas?

-Sí, me acuerdo.

-Para que nos confesemos todavía nuestro amor que tanto nos ha afligido...

-¡Sí, pobre amor mío! ¡Sí!

-Y recemos juntos el rosario, arrodillados delante de la Virgen y las estrellas nos miren y nos señalen a Dios...

-Porque yo seré bueno y humilde, para que más tarde seas mi mujer, la madre bendita de mis hijos.

-Y nos consolemos, Genaro, en la desgracia y tengamos horas alegres y el corazón contento y tranquilo.

-Sí, Alma, yo trabajaré. Yo seré bueno... Es preciso que vivas.

-Y cantemos como antes sobre el umbral de mi cuarto las alegres serenatas -¡Oh Dios mío! ¡Qué santo es tu nombre! Sálvalo, porque sus corazones de oro. Alabado sea el Señor...

  —328→  

-¡Perdón, Alma, pobre amor mío! Yo tengo aromas aquí, tengo amapolas, que se han secado sobre mi corazón -Tomálas... Las voy a desparramar sobre tu cama... ¡Perdón, perdón!

-Yo te perdono... Vení, Genaro. ¡Tomá mis labios y mi corazón, besáme y que la Virgen te guarde!...

Genaro, llorando, la besó.

*  *  *

Dolores entró al cuarto, mientras él se ponía de pie temblando.

-Genaro, dijo ella con dulzura. Carlos piensa que no es bueno que se agite.

-Sí, niña. Yo creo que él la va a curar, no es cierto.

-¿Yo también creo?

-Adiós, Genaro. Yo voy a rezar por vos siempre; agregó la enferma.

Este la miró sin poderle contestar. Un   —329→   nudo le apretaba la garganta. Se inclinó sobre su mano izquierda para besarla y desaparecer enseguida como una sombra. En el patio se encontraba la chiquita.

-Adiós, nena, le dijo, ¡dulce compañerita!... Muchas gracias.

-Adiós Genaro. ¿Cuándo vas a volver?

Eacute;l no la oyó. Sus pasos se fueron perdiendo lejos...

*  *  *

Esa noche la velaron. Cuando la madrugada arrojaba en la naturaleza los cánticos de la vida gloriosa y entraban a su cuarto perfumes y gorjeos de pájaros, Alma estaba moribunda. Recibió la Eucaristía como en éxtasis y estando todos de rodillas, Catalina empezó a rezar. Era un salmo. Historias sencillas.

El Señor protege a los que no tienen padres; entrega la plegarla a los que sufren y la esperanza a los que la han perdido.   —330→   Derrama bálsamo sobre las heridas que la vida produce, la mirra olorosa en la naturaleza, y la llena de luz y de armonía para los hijos de la tierra. Para los pájaros que no encuentran techo, la verde hoja del árbol; para los niños que carecen de fuerzas, la nenia y el balanceo de las cunas; para los que tienen hambre, la mano de la caridad cristiana; para los que tienen sed, el raudal de las lluvias cristalinas. ¡Bendito sea el Señor que aleja el mal de la tierra y eleva a los humildes!... Estos son los electos. Llevan guirnaldas y ramos de violetas que no se marchitan nunca, alimentados por los siglos por el rocío de los cielos... ¡Son los ángeles! Cuando se van se abren los campos azules del firmamento para recibirlos entre los esplendores de los astros. Los brillantes que usan son los sacrificios silenciosos y las santas resignaciones. El candor los cobija. ¡Oh serafines! que camináis por el   —332→   éter entre el perfume de los frescos pétalos de la rosa de otoño. El reinado de los cielos es de vosotros! ¡Sois los humildes!...

Enseguida Alma llamó a la chiquita y le dijo:

-Muchas gracias, nena, muchas gracias.

Tenía fatiga y gorgoteo de flemas en la garganta. Sonreía y saludaba.

-Quisiera ver a D. Carlos, niña Dolores, pidió la moribunda. El médico entró y le tomó el pulso.

-Le agradezco que haya venido, dijo Alma, con voz cascada y lenta, por lo que ha hecho por mí y por él...

El médico miró a Dolores porque el pulso de la enferma se iba. Su respiración se hizo más lenta. Inclinó la cabeza a un lado y cerró los ojos sin un quejido, sin un sacudimiento, como si las alas le hubieran crecido tanto que la hicieran capaz de llegar al cielo, sin esfuerzos, como   —332→   una cosa natural, parecida a esas corolas que cuelgan marchitas y se caen al suelo, sin más ruido que el crujir de la funda, sobre que apoyó su mejilla. Su pecho ya no se movía, mientras una lágrima quedaba en el ángulo interno de los párpados... Al rato el tórax se levantó otra vez en un movimiento respiratorio, que pareció una resurrección. Enseguida un movimiento más débil y después otra vez la infinita quietud. Había muerto en medio de los sollozos sofocados de Dolores y de la chiquita...

*  *  *

La vistieron de novia. Era el último homenaje de toda la casa a la santa, que había cuidado a la nena. Esta tejió la corona de azahares y dio una cinta de faya para el ramo grande que iba a tener en las manos. El vestido de raso de alabastro la cubría hasta los pies, calzados con zapatitos   —333→   blanquísimos y el tul de las novias transparente envolvía largo a largo su persona enflaquecida. Las flores del azahar aquí y allá estaban esparcidas al acaso sobre el traje en momentos en que la luz del día había entrado a raudales por la puerta de cedro. Carlos la tomó de los hombros y Catalina de los pies. Casi no tenía peso y parecía más alta. La llevaron así a la sala y sobre una mesa cubierta de negra guadrapa y ribete de galón dorado y ancho en el cajón de ébano luciente la colocaron. Allí acostada sobre el mullido colchado con forro de seda lila y atornillada la tapa lo cubrieron de flores y solamente de trecho en trecho se destacaban las negras manchas de la madera y el brillar amarillo de las manijas de bronce. Había corolas de rosas pálidas, botones de siemprevivas en ramos y guirnaldas; cruces de camelias y coronas de aromas. Había caireles   —334→   de aljabas, que bajaban a lo largo de las paredes del cajón, panojas de hortensias y gajos de heliotropos... Allí debajo de aquel sarcófago de flores estaba la gentil e ingenua criatura, como dormida en el sueño de sus veinte años juveniles y todavía su efigie fría y marmórea tenía la hermosura de la vida y el cuerpo abandonado y cubierto de aquel traje de novia, parecía significar como las alegrías pasionales del amor pueden envolver los helados despojos de las cosas muertas. Cruzaban el ambiente con la luz amarilla de los cirios regueros y nimbos de fragancias exquisitas y cuando la sacaron después al patio para llevarla, se sintió en el fondo del corredor el agudo sollozo de la chiquita de los cuentos. Allá en la Recoleta, en medio de la ciudad funeraria, debajo de un sauce, que acaricia la tierra con la flotante y larga cabellera de su ramaje verde, al lado del hijo de Méndez   —335→   está el estrecho cajón de ébano, donde duerme la dulce y muerta pasión bajo las coronas y las guirnaldas arrugadas y marchitas...

*  *  *

Por la noche bajo el cielo sin estrellas se oyó en el cementerio el trinar de una guitarra y una voz pura. Era una melodía que saturaba de tristeza la blanca ciudad de mármol. A veces el canto seguía solo y sin arpegios como si la mano izquierda del cantor estuviera cansada. Era Genaro, sentado debajo del sauce y envuelto en la sombra. Se había quedado vagando hasta la noche alta y se iba a tirar al lado de aquel sepulcro para morirse de hambre. Pero la visión de Alma le conversó al oído con los tonos quejumbrosos de un violoncelo perdido entre las callejuelas estrechas y él contestaba la elegía con elegías, la dulzura con dulzuras, como si   —336→   aquella tuviera las ternuras de una despedida eterna para alguna tierra extraña o fuera el corazón de algún desterrado, que derramase lágrimas o las quimeras y los fúnebres soliloquios de la nostalgia vibrando endechas melancólicas. Aquella desposada había dejado sobre sus labios la humedad de sus labios, se había llevado las amapolas y lo había hecho pedazos como hombre. Él ya no existía. Todo aquello que llevaba consigo era una larva moribunda. Lo tomaron de un brazo y lo echaron. Estaba borracho y dejó hacer. Empezó entonces su última noche vagabunda en medio del vaho caliente y quieto perdiéndose hacia el suburbio y su marcha no se vio entre la tiniebla honda bajo aquel cielo sin estrellas. De cuando en cuando tropezaba y cala, despertado por el sonido hueco de la guitarra y por el tiritar metálico de sus cuerdas. Seguía su camino, mientras algún relámpago iluminaba   —337→   el horizonte lejano. Reconoció el conventillo que echaba hacia el fondo su paralelepípedo oscuro, la capilla de San Carlos y la casa de Méndez sobre cuya vereda estuvo un rato de rodillas y lo agarró en fin empujándolo lejos la soledad de los callejones. Cayó dormido en una zanja y, antes del alba siguió sin saber para dónde su marcha de sonámbulo... La aurora gris lo sorprendió sentado en un pobre boliche de las afueras. Allí estuvo con una copa de ajenjo por delante, mientras Juan que había dormido en un pantano cerca, lo estaba oyendo cantar...



  —339→  

ArribaLa lluvia

Juan se había cubierto el rostro con un pañuelo para tapar la cicatriz de la mejilla. Esa afrenta lo había vuelto sombrío y silencioso. Poco trabajaba. Apenas si de cuando en cuando salía en su carreta a la media noche para ir al mercado, mientras en la chacra las tablas de verdura, que todas las tardes regaban los peones empezaron a secarse. La siembra se había detenido y los arados quedaban en el medio del campo patas arriba. El patio antes tan aseado estaba   —340→   lleno de guascas abandonadas al lado de yugos, coyundas y horquillas, que nadie levantaba hacía tiempo. Juan perdía sus horas en las pulperías, jugando a la taba y gastaba su dinero en el frenesí de las carreras tramposas. No se le vio tomar más después de ese día... Andaba por ahí solo, vagabundo, mirando siempre con el corazón rencoroso aquella cicatriz. Poco dormía, las horas largas de la noche caminando por la chacra despacio, como quien acaricia algún funesto propósito y a veces se detenía apoyado a los alambres, inmóvil mucho rato como un espectro, seguido por los perros, que jugueteaban en sus correrías a través del prado, hasta que el sueño lo doblaba cerca del alba y se le veía dormir tarde en la mañana al lado de su cuchilla de cabo de hueso amarillo, en el medio del campo. Pocas órdenes daba ya. A los peones que se acercaban a pedirlas les decía:

  —341→  

-Como te parezca no más...

Enseguida siempre cubierto el rostro de su pañuelo rojo de algodón, el mentón inclinado hacia el pecho seguía la marcha de peregrino indolente, dando de trecho en trecho vuelta con rapidez, como si alguien lo persiguiera. A veces se iba por unos días... Se le veía caminar sin rumbo por el barrio de Almagro y asomaba su cara contraída por las puertas de todas las tabernas, que encontraba a su paso... Entraba... Las mesas estaban llenas de borrachos que cantan o gruñen, Juan los miraba para retirarse sin hablar una palabra y ponía su mano abierta delante de las copas que le ofrecían para rechazarlas. No hablaba nunca. A un ebrio que le dio un ponchazo en la cara le dijo después de echar mano al cuchillo y dejarlo enseguida:

-¡No! No es con vos. Tarde o temprano   —342→   me he de desgraciar... pero con algún otro...

*  *  *

Una noche las campanas de San Carlos doblaban. Eran tañidos melancólicos que se repetían con lentitud como si marcaran los pasos de algún moribundo hacía el sepulcro. Los caminantes se arrodillaban en las aceras y se oían los versículos del Miserere. Al lado de la casa de Méndez un gentío esperaba la llegada del Viático que venía en una recta procesión a cuya cabeza marchaba el padre, envolviendo al Santísimo en la finísima tela de brocado y oro. Unas mujeres le dijeron a Juan que Alma estaba moribunda... Entonces se agigantó el terrible rencor de su corazón y volvió despacio a su chacra envuelto en su lóbrego ensueño de sonámbulo. De llegada no más empieza a afilar su cuchilla, cuyo óxido desaparece dejándola pulimentada   —343→   y brillante. Inclinado sobre la piedra redonda con el pie apoyado sobre la potencia de la palanca, le imprime movimientos bruscos. La rueda gira rápida y el agua desalojada por la presión del filo, salta en largas agujas a los costados y se produce un prolongado chirrido. Juan lleva la cuchilla un poco hacia arriba. Va a afilar la punta que en la violenta comprensión graba un hondo círculo en la piedra. Colgado del armazón de madera hay un tacho con agua. Allí sumerge de rato en rato, Juan la cuchilla y vuelve de nuevo a su faena, mientras cae al suelo gran cantidad de fango arenoso. De cuando en cuando mira el filo y lo prueba haciéndolo resbalar sobre la uña del dedo grande de la izquierda. Brilla el fierro. Juan clava varias veces la punta en la madera del cajón que contiene la piedra, la punta bruñida y agudísima sobre cuyo prisma rompe la vela de sebo que está cerca sus rayos amarillos.

  —344→  

*  *  *

Esto sucedió la noche que Alma moría. Al día siguiente se perdió otra vez. Anduvo caminando por los callejones desiertos de las quintas, husmeando siempre las pulperías, envuelto en las sombras de la arboleda de los cercos. Cuando oía ruido se entraba a las zanjas y se tiraba de bruces para escuchar...

Había bochorno cuando llegó la noche negra. La atmósfera estaba tétrica y caliente; el cielo sin estrellas impregnado de siniestra quietud; los paraísos, la sina-sina y las pitas no tienen intersticios en su larga y espesa muralla lóbrega. Solamente la calle blanquea de polvo, tirándose a lo lejos en medio de aquella profunda calma, interrumpida por ladridos lejanos de perros. No se oyen voces humanas, ni trinos de guitarras, ni acordeones que suelen alegrar las soledades de las quintas.

  —345→  

Duermen todos menos él, que desaparece en las pequeñas quebradas del camino o desliza su figura de espectro entre las sombras de los eucaliptos, que flanquean la calle... Todo alrededor hay tinieblas... el ambiente tiene la tranquilidad de los sepulcros y es en vano que él entrecierre los párpados y agrande sus pupilas para dividir como a puñaladas la oscuridad... No se ven ni las manos... Camina al tanteo y vaga muchas horas. Al fin rendido de fatiga y de rencor se tira en un hueco que se hunde en la calle, un antiguo pantano reseco cruzado por huellas profundas. ¡Ni una luz en el contorno, ni la más leve molécula de aire que se mueva, ni una estrella en la curva de luto del cielo! -Duerme...

Una pesadilla lo acomete. Vaga su imaginación a través de antros de salvajes y escarpada estructura donde los murciélagos   —346→   aletean y zumban, rozan su piel helada de terror y se aplastan en las bóvedas como un crespón. Camina sobre el piso de piedra donde saltan las arañas negras que suben por sus piernas, mientras las telas se le pegan al rostro y envuelven su cuerpo. Sigue huyendo más adentro perseguido por la negra espiral de gruesas culebras, que resbalan y corren cada vez más cerca azotándose en el vacío que su persona produce... Lo alcanzan... Saca su cuchilla, parado como un gigante bajo el techo húmedo y arcilloso de la caverna y las atropella... Pero los reptiles se desvían, silban y juegan en la oscuridad, se enroscan al arma que él sigue blandiendo y le suben por el brazo y le picotean y le hieren los ojos... Grita... Los ecos resuenan y retumban con horrísono cañoneo y se fracturan en los recovecos, en los ángulos y en las hachas tilosas que emergen de   —347→   la pared dispersándose como fúnebres lamentos a lo lejos en el dédalo interminable. Huye y tirita. Los cuentos monstruosos de su niñez bailan dentro de la caverna la danza diabólica. Son las apariciones. Un ejército de esqueletos asoma iluminado por la extraña luz de una ventana, que él no había visto hasta entonces con reflejos verdes que vibran de un enjambre de pupilas abiertas en lo alto del techo, en momentos en que los cráneos alineados muestran los huecos de las órbitas, rechinan en la marcha los dientes sucios y la luz penetra a través de los arcos de las costillas, revelando el contoneo lascivo de las caderas mondadas y los huesos chocan y castañetean con singular sonido sordo. Apenas se sienten caminar las tibias desnudas y los fémures largos y corvos en esos trancos rítmicos al compás de ásperos e inarmónicos sonidos de una marcha lejana que llega del fondo de   —348→   la cueva... Un coro canta la sinfonía del mal, mientras los esqueletos van pasando de dos en dos al lado de él y le acarician la mejilla con los huesos cortos y fríos de la mano sin carnes. Marchan. Cantan la sinfonía del mal...

«¡Juan, le gritan al oído, antes hemos sido hombres! La muerte nos comió el corazón lleno de gusanos... Éramos viciosos. Estamos debiendo alguna muerte todos. Hemos sofocado muchas alegrías ingenuas y manchado muchas inocencias. El bien de nuestros hermanos nos ha causado pesar siempre. Somos los envidiosos, que nos hemos atravesado en el camino de los demás y contaminado con la calumnia sus reputaciones... a ver como no eran más puras que las flores de nácar del jazmín y más inocentes y más dulces que la torcaza... como vos, Juan, que eres maligno y has echado barro del pantano sobre el nombre de Alma...

  —349→  

Siguen pasando: cantan...

«Somos los avaros... El deseo de la riqueza nos ha perdido. Hemos llevado la avidez hasta el robo, como vos que te has apoderado de la herencia de los tuyos y hasta el crimen, como vos, Juan, que has ensangrentado la boca de Clarisa.

Pasan...

»Una serie de calaveras opacas, cuyo frontal se ha contraído, cuyo mentón toca el tórax, silenciosos que le soplan el oído las homicidas estrofas del odio... Los rencorosos, que viven dentro de la maldad pensada y hunden a cada rato el cuchillo en las imágenes, que cruzan la fantasía sanguinaria... como vos que has vivido partiendo a puñaladas el pecho de Genaro...»

Pasan...

«Esqueletos delgados y finos... las vírgenes seducidas que llegan al hogar paterno a pedir amparo e implorar un poco de compasión y a quienes los hermanos arrojan...   —350→   Acuérdate de Clarisa a quien hundiste en el cieno otra vez... ¡Maldito seas!

Corren ligero...

Es una turba que se arremolina al lado de él y se mezcla con una bandada de cuervos que se han agarrado de sus costillas con los aguijones corvos de la uña... Vociferan y graznan todos juntos... «Somos los ingratos, que hemos negado a nuestros padres el abrigo del techo del hogar, como vos Juan, que has lastimado las últimas horas de tu madre ya muerta y le has negado el caldo y el vino que conforta a los moribundos.»

Todos ellos levantado en alto traen un cuerpo de mujer sin vida, vestida la persona con el traje de raso de las novias, flotando las blondas y las cintas de seda y el velo de filigrana, mientras los azahares caen y el ambiente se impregna de aromas. ¡Es Alma! Ha muerto por tu culpa... ¡Era el lirio del cerco, la riente primavera   —351→   del suburbio! ¡Vivía como los ángeles, Saturada del olor del hinojo! Ha muerto por tu culpa. ¡Has sido ingrato con Genaro, que era el amigo de tu niñez y lo has traicionado! ¡Maldito seas!

«Somos tus hermanos, gritaba el último grupo, una serie de esqueletos, manchados en sangre... Los asesinos que pegan por la espalda, callados la boca, como vos, que has afilado tu cuchillo en la piedra para matarlo a Genaro. Aquí está... Míralo.

El cuerpo del joven estaba extendido sobre una camilla tapado con bolsas de arpillera.

¡Maldito seas! ¡Porque era más hombre que vos, más generoso y mejor!...

Entonces huye. Su carrera es espantosa. Vuela con la rapidez de un dardo... Los esqueletos lo siguen y cruje todo el armazón óseo en los saltos... Cruzan por delante de su cara aterrorizada, lo miran con las órbitas negras y vacías, dan diente   —352→   con diente... El siniestro esplendor verde los ilumina... Lo arrebatan en la furia desmelenada, aferrándole los brazos y le sientan en el dorso el pie... El aire hecho pedazos por las aristas de las costillas en fuga estride como un arpa salvaje... Todos ellos lo apuran y lo aguijonean rodeados de su luz verde de fantasmas, bamboleándose enloquecidos. Dispara debajo de las bóvedas de la caverna y se hiere la frente en las estalactitas y sangra, mientras el grande ojo felino de Caín se yergue delante de sus pasos.

-Conmigo, le dice, conmigo Juan... y lo abraza, lo arrastra y lo azota con su carroña gigantesca marchando al frente de la cohorte de esqueletos que juegan, corren y brincan. Sigue la disparada rumorosa entre aquella tiniebla, en el cajón cada vez más estrecho de la cueva, que se despeña de roca en roca hacia el abismo. Juan se derrumba acompañado del ojo felino de   —353→   Caín... En el fondo esplende una llamarada, que chilla y brama con fragores de tormenta. Es la hornaza del Infierno abierta bajo su cuerpo que resbala en el vacío, la hornaza bermeja, que avienta columnas de fuego, que se tuercen, se hamacan y revuelven en la negrura tétrica. Echa las manos y los pies sobre las esquirlas y los conos agudos de la peña, que le desgarran la piel y no lo detienen, atraído por las fauces abiertas de Satanás, el Dios siniestro del delito que se destaca como un rubí deslumbrador en el fondo.

«Estás muerto, rugen los esqueletos... Te esperan los colmillos de Satán -y lo atropellan en falange cerrada con sátiras burlonas y lo arrojan al mar de llamas, que se apoderan frenéticas de su cuerpo y le introducen las lenguas ardientes y los ángulos agudos y las hachas de fuego y le devoran las carnes que chirrían y crujen con estridentes rumores, mientras toda su   —354→   persona reverbera con el fulgor pavoroso de un relámpago que no termina nunca...

*  *  *

Juan despertó sofocado y yerto. Tenía escalofríos. Pensó que si moría lo esperaba el Infierno... En ese momento el alba gris rayaba su luz extraña en aquel callejón del suburbio. La melodía de una guitarra lo hizo sentarse en la zanja... Escuchaba... Era Genaro que cantaba en el boliche la última y desgarradora canción... gritos, lúgubres gritos de ese violoncelo que va a hacerse pedazos. El nombre de Alma se oye en el espacio silencioso repetido como un ritornelo melancólico y aquella cándida y delicada figura de virgen cruza la honda soledad del suburbio.

«Yo soy la osamenta, decían las décimas, la osamenta podrida en los caminos...   —355→   Los hombres se tapan las narices, los animales se espantan y huyen...

»He quemado los pastos que crecían bajo mi cuerpo y la tierra sepulta mis pedazos y se ennegrece... Los gusanos viborean blancos como la luz a millares culebreando y me devoran las tripas... porque Alma ha muerto, como el olor de las rosas que se va y no vuelve, pura como los lirios, santa como las vírgenes del altar.

»Ha muerto... El cielo y el sol se han puesto de luto... Miren, miren cómo corren las nubes oscuras y qué sombra está tirada sobre los alfalfares que se han secado en el campo... Ya no hay flores... La mosqueta del cerco y el cedrón lleno de aromas se han arrugado cubiertos de tierra y se han ido los perfumes con el ángel querido y se han perdido, ¡ay dolor! Entre las estrellas del cielo.

»Yo me acuerdo que me arrodillé al lado   —356→   de su cama de cedro y le besé con lágrimas la mano blanca... porque fui malo y me olvidé que el corazón se rompe, cuando lo lastiman a cada rato, como las cuerdas de la guitarra, si las tocamos con almas de malevos.

»Desde entonces la noche ha entrado en mis ojos y soy un duende ciego como la muerte... pero antes he visto la corona tejida con la flor del naranjo, que adornaba su frente y el vestido de raso que cubría su cuerpo enflaquecido...

»¡Pobre la novia de mi corazón! Era como la paloma que da vuelta y da vuelta en el aire para buscar el nido y yo bárbaro muchacho, lo desparramé por el suelo... Entonces la paloma se fue... voló lejos y se perdió entre las nubes azules, porque no hay paraísos, ni montes de duraznos, ni besos, ni lágrimas de hombre para refrescar el nido de los ángeles.

»¡Adiós! ¡Pobre mi Alma! Este amor   —357→   mío es como la flor que ha crecido en el pantano y vive así mismo entre el barro... porque se alimenta de su recuerdo -Por ella ha vivido que es la pura y limpia, la Inmaculada que tiene manto azul en la iglesia y diademas y aire de cielo... y yo soy el sapo borracho que he muerto a ese ángel con mi mala vida.

»Yo me acuerdo. Tocaba la guitarra en el patio del conventillo y cantaba las lindas serenatas en los días de primavera, cuando los aromas amarillean en la planta y los chingolos hacen el nido en el árbol...

»Entonces Santa era como la pupila de mis ojos... pero después hasta morir se acabaron las inocentes alegrías de la vida.

»Adiós... Yo estoy solo como el perro sarnoso que dispara y da vuelta la cabeza para ver si lo corren, hasta que en una zanja me maten, porque tengo tanto luto como las nubes negras de este cielo que pasan... y pasan... y pasan...

  —358→  

*  *  *

Juan Paloche se acercó a la pulpería donde estaba Genaro. Este lo vio llegar y puso la guitarra a un costado, tomando un trago de ajenjo. Juan tenía la cuchilla en la mano, envuelta la mejilla en el pañuelo rojo que daba a sus ojos sombríos reflejos de sangre... La bulla de los que estaban alrededor de la mesa murió en un silencio de sepulcro. El día era gris; el bochorno sofocante sin brisas, sin murmullo de hojas, sin palabras humanas. Por arriba pasaban bandadas de pájaros huyendo con el presentimiento de alguna funesta tormenta, mientras gruesos nubarrones se movían a través del éter con los vientres hinchados. Una faja de nubes más negras orladas de una línea de púrpura se extendía sobre el naciente y el disco de fuego del Sol escondido detrás no horadaba la densa humareda. Un fogonazo desgarró   —359→   el horizonte, el primer relámpago que ilumina la efigie de los dos enemigos. Genaro es una escuálida larva, una macilenta semblanza de hombre; Juan un gigante bravío y robusto. Los ojos del cantor del suburbio se conservan así mismo serenos, cristalina la córnea como agua de manantial, excavada la mejilla, abierto y generoso el gesto, mientras la frente de Paloche es tormentosa y sus pupilas recias, aceradas y siniestras como hoja de puñal. Se miraron un rato en aquel aparecer y desaparecer sucesivo en el cielo de rápidas y extensas iluminaciones. La primera sacudida del trueno llegó ondulando al lugar de la escena...

-Ya has de estar ronco de tanto cantar, empezó Juan, con rabia.

-Y vos, sordo. Te hubieras tapado las orejas, replicó Genaro sin moverse, indiferente y frío.

-Hace tiempo que te busco.

  —360→  

-Nunca disparo, Juan. Ya me conocés.

-Bueno, agregó Paloche, levantando la voz. Yo he dormido en el pantano del callejón. Allí no hay nadie. Si sos hombre...

-¡Vamos! Se le oyó interrumpir a Genaro con entonación glacial.

Si posible era se hizo más profundo el silencio. No se atrevían. Tenían miedo y los dominaba el presagio del drama terrible. Nadie siguió los pasos de aquellos dos hombres que caminaban callados. Genaro lleva su guitarra y la descansa a cada momento con violencia en el suelo para sostener su marcha vacilante. El instrumento suena con tonos huecos y graves, las cuerdas se estremecen y rezongan. Se hunden en la hondonada del callejón flanqueado por una selva de pitas, cuyas gruesas cepas están unidas por la urdimbre espinosa de las moras, sostenido   —361→   el cerco y transformado en baluarte infranqueable por paraísos y troncos de ombús... Hay mucha sombra... Los hombres caminan sobre el colchón de polvo que se levanta en largos cortinales detrás de ellos, en momentos en que las centellas más cercanas han perdido la vaga configuración de sus formas para transformarse en zigzag, en espirales vívidas, en violentas trizas de fuego y los nubarrones despedazan sus vientres y se rajan en boquetes pavorosos, en sendas de luz y en cráteres que arden. El trueno estalla más cerca de tiempo en tiempo. El estampido brinca endemoniado a través del éter. Hay fresco y caen algunas gotas sobre la tierra que se levanta en finísimos átomos...

-Aquí no más, me parece, empezó Genaro deteniéndose. Estoy cansado, no sigo más.

  —362→  

Llegaban al pantano seco donde había dormido Juan.

-Y después agregó con firmeza, yo no voy a pelear con vos.

-¿Qué decís?

Eso no más, yo no te puedo matar. A ella se lo he prometido.

-Ahora salís con eso, ¡flojo! Gritó Paloche.

Un violento ponchazo flagela el rostro de Genaro que pierde la luz de la inteligencia. Una llamarada de fuego le hace arder los sesos y un torbellino de furor salvaje zumbar los oídos, y no siente que la guitarra se desploma hecha astillas sobre el pecho de Juan... Frente a frente, los ponchos envueltos en el brazo izquierdo, Genaro con el puñal, Juan blandiendo la enorme cuchilla con cabo de hueso... Empieza el duelo, la brutal esgrima del suburbio, mientras en las alturas resuena con estentóreas notas y violentos ecos   —363→   disparando y bramando el formidable cañoneo. Rimbomba el aire, repiquetea, tabletea en el éter negro y rugen los cielos las estridentes sinfonías de sus enconos. El gran drama del fuego y del sonido se desarrolla... Las nubes marchan con furia en medio del estrépito y el huracán desatado del suburbio bronca en los callejones y muge en prolongados y lastimeros ¡ururahuhus! Y chifla el bárbaro en su ira apocalíptica corcoveando lleno de rumores, se lleva la tierra y las nubes y las azota haciéndolas pedazos, entre el horrísono fragor. La arboleda zumba y se tuerce. El brouhaha de las hojas atropella las alturas y se mezcla al estampido del trueno y al chirriar del vendaval, mientras los puñales chocan, rechinan y chispean y los antebrazos se atropellan bajando y subiendo y los cuerpos de Genaro y de Juan saltan, se inclinan a un costado, se encojen, retroceden, avanzan y se ven   —364→   los cuchillos pasar de una mano a otra en las bruscas arremetidas y el primer chorro coloreado de púrpura por un relámpago súbito, mancha la camiseta sucia de Paloche. Peleaban resoplando en el círculo estrecho formado por el zanjón del pantano en medio del fogonazo de los relámpagos. Genaro en el peligro ha recobrado la serenidad. El olvido se ha vuelto a apoderar de su sangre generosa irritada por el ponchazo. Es una víbora. Paloche un toro que tira puñaladas y tajos y hiere enfurecido el vacío o rasga apenas las ropas del adversario que se quiebra ligero como luz y lo hiere, lo hiere y lo hiere... Los cuchillos chocan, rechinan y chispean. Paloche está rojo de sangre. El olor lo enfurece. La cuchilla cae de arriba a abajo y hacha la cabeza de Genaro. Este se aturde un poco, se rehace enseguida manchada la cara de grumos bermejos, se agacha con violencia hacia el suelo y le   —365→   abre al adversario un agujero en el vientre. Una tripa asoma. Los cuchillos chocan, rechinan y chispean. Juan muge con los ojos inyectados, la cuchilla tirita como una flecha y su cuerpo se abalanza. Una gruesa arteria cortada en las sienes de Genaro le salpican el rostro a chorros rítmicos e intermitentes, mientras su poncho cuelga en rojos arambeles y su brazo está acribillado de heridas. Están cansados. La hemorragia sigue. Han perdido mucho vigor. En una de las embestidas los dos pararon en el poncho la feroz puñalada a un tiempo y se rechazaron para caer lejos largo a largo...

Llueve. Muchas gotas oblicuas y rápidas ennegrecen el piso. Se trasforman después en hilos, en largos chorros y se despedaza al fin el agua en la atmósfera caliente en vertiginosos torbellinos. Al rato el viento calma un poco y la arboleda del suburbio refresca su cabellera de   —366→   hojas y los pastos se cuajan de gotas cristalinas. Están alegres. Beben a grandes sorbos. La tierra abre su entraña reseca, se refocila, se aplaca y desaparece. El suburbio ríe y goza. Tendrá perfumes y frutas. Los pájaros sacuden y esponjan su plumaje en las ramas y cantan bajo la lluvia, mientras la racha gime ya muy lejos y el barrio se llena de murmurios... Son las pequeñas rías que descienden y los arroyuelos que gorgotean correntosos y a saltos por las barrancas para perderse en el cajón tortuoso del Matanzas, donde se disuelve la sangre de Genaro y de Juan. Llueve a cántaros. Alguien toca la guitarra en un rancho cercano festejando la brisa fresca y el agua que sigue entrando profunda en la tierra, la ablanda y la ennegrece, mientras todos los gérmenes del humus preparan la resurrección gloriosa y los dos enemigos se levantan de nuevo con esfuerzo y se tambalean   —367→   en el fango. Han tomado la distancia para la última atropellada. Los ojos de Genaro se agrandan. Una visión angelical aparece en el cielo tormentoso, Alma, la dulce y muerta pasión que lleva en la mano de alabastro su corona de novia. Genaro oye en la semi-inconsciencia de la anemia cerebral aquellas santas palabras:

-«No lo mates a Juan. Tomá mis labios, tomá mi corazón, bésame y que la Virgen te guarde».

Entonces abre los dos brazos con el puñal rojo, avanza intrépido, con los ojos extraviados en el arrobamiento del éxtasis y la cabeza moribunda echada para atrás, hacia el ángel enamorado que lo mira del cielo y no ve la punta del arma enemiga que se acerca ciega de rabia. Su cuerpo todo se dobla al fin y su frente choca contra el tórax de Juan. La cuchilla le ha entrado honda en el pecho, larga y   —368→   fría hasta el mango... Ha muerto. Está tirado boca arriba con los ojos abiertos, todavía serenos y fijos... Unos pasos más lejos en medio de un charco de sangre, ha caído Juan y con una mano sobre el vientre sostiene en el desmayo las tripas que están de fuera.......... -mientras el escritor que ha concluido su libro, deja la pluma cansada y negra y acuesta su cabeza dolorida sobre los antebrazos tendidos en el escritorio. No duerme. Vaga su cerebro en el ensueño y piensa que desde que Dios ha escuchado las plegarias de la gente sencilla y tenido piedad de los niños que en la seca horrible se iban a quedar sin pan y sin sombras de arboledas, -piensa que es posible que los hombres también usen misericordia y perdonen a estos mártires inconscientes de sus lúgubres quimeras que no tienen la culpa y no saben lo que hacen...

  —369→  

El alma generosa del suburbio aletea en el ambiente... Pasan guitarras con las cuerdas rotas, taperas desmoronadas en cuyos huecos se gana la alfombra de moras y de ortigas, ratonas vivaces, cicutales, que impregnan el ambiente de letal ponzoña, gauchos que se van, melancólicos fugitivos de la noche y sinfonías esquilianas que acompañan hacia las praderas de la pampa interminable la marcha de los ombús, esos grandes solitarios entristecidos que han cobijado el corazón de los creadores del cielo heroico y resuenan de cerca los estruendos formidables de la nueva raza, que espera consagrar con su sangre el derecho a la ciudadanía por los siglos en alguna guerra gloriosa donde triunfe la inmortal nación civilizadora de América...

Todo el vasto panorama baña sus contornos, las luces virginales, y el esplendor de sus colores dentro del grande y libre   —370→   sol del suburbio, que calienta el humus negro y húmedo, cuajado de gérmenes y saetea su cabellera de rayos a través de la lujuria de los alfalfares en flor... Ilumina también las casas de dos piezas y cerco de rojo ladrillo, donde el obrero, en la madrugada, antes de salir al trabajo, con el saco al hombro, contempla a los niños y a la compañera dormidos, se arrodilla en ese su templo y reza la plegaria sencilla al Dios de bondad, para que cobije, proteja y endulce en todo tiempo el alma exacerbada de la tierra bendita de sus hijos y hace votos para que de una vez todas las razas, fusionadas en el crisol sangriento de las batallas, edifiquen sobre los miembros despedazados entre los temblores de la muerte las glorias de la nueva era maravillosa que ya se discierne, hasta que seamos la nación titánica con idioma y efigie, trabajadores en todos los ideales del progreso humano y señores   —371→   para imponerlos cien millones de hombres libres, como dijo Sarmiento, el gran demoníaco, gigantesco visionario, cuyo espectro huraño y terrible se arquea de confín a confín, indicando el camino de la honra y cuya alma de bronce ha de tañer a rebato y a exterminio en esquilas funerarias el día de la prueba, llamando a los pueblos todos de la República a cuidar la integridad del territorio y el pudor de los hogares inmaculados...