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Libro extraño

Tomo III

Don Manuel de Paloche1


Francisco A. Sicardi


[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca Nacional de la República Argentina. Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]

Portada





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Capítulo I

Los trabajadores


Genaro canta en el segundo libro el poema del suburbio y con él muere una parte de la vieja alma nacional. El ombú se va; los cercos de moras y de sina-sina se van. Sobre los charcos mefíticos y verdes, donde se pudre la basura y se esfacelan las osamentas abandonadas, se levantan casas pequeñas por todas partes y en el cambio violento de las   -6-   cosas, hasta el idioma se va transformando. Ahora don Manuel de Paloche empieza su peregrinación y escribe su libro. Entra en la ciudad con sus ímpetus de iluminado, que vive treinta años adelante como un profeta. Bien pronto el martirio lo espera. Habrá pagado él también tributo, entregando la vida a su credo. Es la repetición de la vieja y triste historia de los sacrificados por la civilización, que se ha entrado aquí a saltos violentos, apurada por la Europa que todo lo ha modificado.

La teja ha desaparecido; el techo de pizarra negrea sobre los palacios; la pintura al óleo tapa los vetustos blanqueos de los frentes y la pared lisa está adornada de columnas y artísticos frisos. Los grandes cristales de las ventanas chisporrotean en la hilera larga de las casas de altos. Por todas partes hay un ímpetu de vida ferviente y alegre. Se edifica   -7-   con apuro y ya se ha perdido la monástica seriedad de los antiguos edificios con sus grandes patios de baldosas y ladrillos llenos de verdín. Han tronchado las higueras y los parrales de gruesa cepa. El mosaico de color variado es el rey de los pisos y los sustituye. No hay pozos. Aljibes quedan pocos. La ciudad tiene sus túneles subterráneos, un dédalo de cañerías que traen agua y gas a torrentes y arrojan lejos los desperdicios a torrentes también. Por todas partes cruzan alambres. Buenos Aires es una jaula. La electricidad lleva y trae la palabra y el pensamiento humano; los tranvías, los carros y coches se atropellan en sus calles, chocan y suenan. Un enorme fragor cruza de punta a punta y zumba a lo lejos. Son las notas de la actividad, es el barullo de la colmena. A veces es imposible pasar. Ruedas y lanzas de coches, capotas y gente han hecho una trenza en una bocacalle, y mientras   -8-   la muchedumbre se aglomera, los vehículos están detenidos atrás en largas y oscuras filas. Se habla un extraño lenguaje, una mezcla de palabras de todos los idiomas. Al fin se mueve la enorme caravana en medio de un pueblo vigoroso, que parece llevar en su sangre los gérmenes sanos de todas las razas. Hay mucho apuro. Cada uno vive por cuatro. La gente muere joven, porque las metamorfosis son violentas. Desde la casa colonial al palacio de la Avenida de Mayo, hay cuatro siglos. Ese camino se ha hecho en treinta años y desde el antiguo muelle hasta los malecones pelásgicos del puerto, la civilización hidráulica se ha entrado victoriosa de un salto en la obra ciclópea, mientras algo como una ráfaga del alma de París, alegra a la ciudad populosa. Le han partido la entraña y la Avenida de Mayo es hoy el monumento que sintetiza la hegemonía de nuestra tierra en América. La arquitectura raya en el   -9-   prodigio y los cambios de esta manifestación de arte, van hundiendo a través de la ciudad las piedras miliarias con que se señalan las etapas sucesivas. Ya no hay ranchos sino en el extremo suburbio. Sus habitantes han desaparecido. Un enjambre de trabajadores usa cal y ladrillo hace tiempo y hay en las pequeñas casas de dos piezas una muchedumbre laboriosa que trabaja y ahorra. Después se modifica la edificación. Cesan las casas de dos piezas encerradas en su cerco de ladrillo. Hay veredas y salas a la calle, contenidas las paredes en el sólido reboque y más al centro, las casas de alto arrojan en el éter la esbelta figura y alternan a lo lejos con los edificios de un piso para rematar en el macizo de las manzanas que limitan el hondo y estrecho cajón de la calle. Faroles y alambres por todos lados, estrépitos violentos, tableros y toldos, ingentes negocios y una multitud que va y viene apurada, sale,   -10-   entra y corre entre el rumor de las cornetas o campanas de los tramways. Hay mucha hediondez. Por las puertas escapa esa náusea; olores a grasa rancia, a cuero podrido, a fango viejo, dejos malsanos de cocinas sucias, oleadas de sótanos cerrados, emanaciones de legumbres marchitas y hacinadas, soplos gangrenosos y aleteos de cuando en cuando de purulencias escondidas; una atmósfera sucia y densa de cortar con cuchillo, cuyos átomos han salido de las ropavejerías y de los bodegones y están llenos de todas las acritudes de los mercados, del olor a bosta y de las picazones del amoniaco de los orines que saturan los pavimentos. En las noches de verano se levanta silencioso del suelo un vaho, que es como la síntesis de todas las contaminaciones, que sabe a matete y a porquería, cuajado de las respiraciones de las bestias que han pisoteado la calle y del olor de los cuerpos sucios de sudor y de tierra.

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La gente no se apercibe. Corre y trabaja y donde las calles se estrechan, se conglomeran carros, carruajes, hombres y caballos que patalean para arrancar en medio de gritos, choques y blasfemias. Todo está mezclado, hacinado y confundido. En la hilera de carruajes detenida puede verse en lo alto la librea de botones niquelados cubriendo el cuerpo de un cochero de casa señorial y debajo el espejo negro y brillante de la caja, reflejando a la multitud que se mueve delante. En seguida las victorias de alquiler desvencijadas y sucias con sus overos eternos y flacos, escuálidos jamelgos, cuyo cuero está lleno de surcos negruzcos, apaleados y heridos en el cansado trote de todos los días. En los pescantes de hule desgarrados pasan sentados los cocheros. Hablan una jerga imposible. El chascarrillo y el retruécano dominan sus diálogos. Flacos y sucios, de nariz roja y ojos turbios, tienen las desazones de la miseria y las   -12-   blasfemias de los impulsivos. Se atropellan echándose uno encima del otro las lanzas, para concluir entre imprecaciones atronadoras. Son los tiranos de los días lluviosos. Se les ve cruzar lentamente bajo el chaparrón, entre la semioscuridad negando su coche al que lo solicita. Se vengan así. Piensan en el viajero que tiene los botines llenos de barro y las ropas empapadas, que forcejea caminando por las veredas resbaladizas mientras la lluvia sigue cayendo y llenando las calles de riachos.

***

La ciudad está como adormecida bajo el temporal. Hay en todos los rostros una expresión de fastidio contra las lobregueces del cielo color ceniza. En los negocios la luz se enciende temprano   -13-   y se ve de afuera como un esplendor mortecino detrás de la húmeda opacidad de las vidrieras cerradas. Las tiendas están vacías; la gente no sale. Contempla aburrida la lluvia fina, monótona y fría que sigue mojando las paredes y el pavimento, mientras en las casas se empañan los espejos, se difunde un dejo desagradable de humedad, que llena de hongos blanquecinos los rincones y las ropas. La calle negrea. Está llena de surcos y de barro. Los caballos chapalean al trote y las ruedas aventan los costados largas hileras de lodo blando. Hay pequeñas charcas hediondas en todas partes. El temporal tiene su alfombra. El vulgo para denominarla ha encontrado un eufonismo. Le llama matete. Es la superficie fangosa y blanda que se extiende en la calle, que trepa sobre las veredas y se encarama al tronco de los árboles de las aceras. Es el espejo bruñido y sucio   -14-   que refleja al cielo gris, a los frentes de las casas y recibe un rato la imagen fugitiva de los vehículos. Extenso mar negro y hediondo, tiene todas las figuras geométricas, dibujadas por los que pasan y se llevan el barro en los botines o lo arrastran resbalando a cada paso. Extraño piso en verdad, que debiera haber inspirado el estro de nuestros vates. ¡Un canto al matete podría llegar a ser un punto de partida en las letras americanas! Esos canales de lodo pegajoso, donde están disueltas las deyecciones y los sudores de los animales, donde entran los albañales con todas las inmundicias de las casas y de los techos, se quedan bajo el temporal con su aspecto de largas lagunas muertas, ciénaga civilizada, donde se pudren papeles, trapos, pedazos de cuero y herraduras, mefítica sentina de acres hediondeces y deletéreos miasmas. A veces, cuando la lluvia cesa, se levanta del   -15-   suelo y desciende de lo alto en anchos planos movedizos, la bruma, que atropella el vacío de las calles y envuelve casas, postes e hilos de teléfono en su densa cortina, con olores parecidos a quemazones lejanas dominadas por chorros de agua. Dentro de la niebla apenas se distingue la luz de los faroles, el bulto oscuro de algún tranvía y la línea incierta y desconfiada de los peatones en marcha. La cerrazón se entra por todos los huecos, invade los patios y se apodera de las habitaciones; las paredes se humedecen; el reboque se desprende y mientras la gente tiene hambre de sol y de sequedad, el cielo no deja su tinte ceniciento y vuelve la lluvia monótona y fría a tamborilear en las baldosas de los patios, hace sonar los vidrios con un sordo repiqueteo y rueda con tonalidades graves por el hueco de los caños desde las azoteas. Éste es el invierno de la ciudad. De cuando en   -16-   cuando se siente el chasquido de una racha que vuela en todas direcciones. Hay más tibieza que de costumbre. La tormenta se traba dentro del cielo gris. Las rachas adquieren la violencia del ventarrón. En la ciudad, todo vibra y suena. Son mugidos de alambres, bofetadas de puertas contra los marcos, zumbidos del aire en fuga que se quiebra en las esquinas y choca contra las paredes, silbidos de las rendijas que se estremecen como lengüetas, fragores que no se sabe por qué se producen y ásperos berridos como de luchadores jadeantes escondidos por todas partes. La mole de las manzanas edificadas se irgue como baluarte ante el pampero que llega. Las aristas, los huecos, los balcones, las torres de las iglesias, las cuencas de los patios, la escasa arboleda de la huerta del fondo, son cajas de música que silban, mugen y estrepitan. El viento se arremolina, arremete, gira,   -17-   se quiebra y salta por todas partes; embiste de nuevo y se retira y de todos los fragores producidos, surge y crece la sinfonía, entre cuyos acordes empiezan a secarse las calles. La atmósfera se vuelve glacial; el firmamento se limpia y por arriba de las casas de alto, aparecen largas fajas de cielo diáfano y azul. Se adivina al sol que dora las crestas de los edificios y desciende apenas un poco sobre las paredes de una de las aceras. Es el sol frío que no penetra nunca en las habitaciones, que permanecen húmedas mucho tiempo sin la bendición del calor y de la luz, mientras el pampero sigue con su soplo helado apurando en las calles la evaporación.

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En uno de esos días lluviosos venía D. Manuel de Paloche caminando con dificultad sobre el lodo de la vereda. El agua caía por la comba de seda de su paraguas que se mueve a los costados por el viento. Las gotas penetran debajo y lo traen hecho sopa. Se encontró frente a una gran plaza y levantó la mano para llamar a un cochero. Éste lo miró de soslayo y se sonrió sin moverse de su asiento.

-A ver, pues, si viene -agregó con fuerza D. Manuel.

-No puedo, señor -contestó el cochero-. Tengo viaje.

-Así es este país -pensó Paloche, siguiendo su pesada marcha-. Aquí mandan los sirvientes. ¡Qué gran país!

Al llegar a la bocacalle se acercó a un vigilante todo arrebujado en su gran capote azul oscuro. Estaba en el centro soportando con cierta ira la llovizna fastidiosa. D. Manuel quiso explicar la   -19-   insolencia del cochero, pero el guardián lo interrumpió gruñendo.

-Non capisco -dijo-. Non sacho! non sacho! -repitió sin moverse.

-¡Qué gran país éste! -pensó D. Manuel, siguiendo su camino-. Por poco más, la torre de Babel. Éste me ha hablado por lo menos en Araucano. Las razas están evolucionando. ¡Vivan las razas!

El buen humor no lo deja. Su espíritu filosófico se desenvuelve en frases llenas le amable ironía. Se dirige a casa de Desiderio, el caudillo revolucionario. Es su amigo y quiere hacerlo desistir de sus propósitos de sangre; pero en esas correrías por la ciudad, se olvida de todo, para no ocuparse sino de reflexionar sobre lo que observa. A pesar del cielo gris, del viento frío que le tironea el paraguas y del barro resbaladizo de las veredas que lo detiene a veces, él seguía pensando en esta ciudad políglota y enorme, sacudida por el vértigo de la creación y del crecimiento.   -20-   Le tiene cariño. La ha visto crecer y transformarse.

-Su sangre es roja y sana -piensa D. Manuel-. Su musculatura es robusta y dominadora. Tiene el corazón alegre, el estómago lleno y el alma buena. Es la ciudad feliz y rica.

Sigue caminando. Los negocios tienen luz de gas en plena tarde y se oyen los ruidos y los cantos de los trabajadores. La garúa no cesa. Las gotas frecuentes producen en la atmósfera como una ligera niebla; la vereda está llena de pequeños charcos y las gotas saltan allí produciendo combas y círculos concéntricos. Por la calle tapizada por el muelle edredón del matete, corren tranvías y carruajes y se ve llegar cabeceando alguna carreta con su enorme menisco de legumbres. Aquella húmeda filosofía, sucia de barro, empezó a disgustar a D. Manuel.

Enderezó al primer tramway. El cochero lo miró. Aquello no era un rostro,   -21-   sino una máscara con su frente chata y hundida, las narices dilatadas y amplias, gruesos los labios, la piel cobriza y agujereada por la viruela, cuatro cerdas gruesas en la barba y una que otra chuza de bigote en el labio superior. Era un indio. Paloche reconoció a uno de sus antepasados y colgado del estribo de adelante, dijo:

-¡Oh aborigen! ¡Tipo de museo prehistórico! ¡Yo te saludo, noble sobreviviente de una raza muerta! ¿Puedo entrar?

El indio dio vuelta apurado el freno y señaló con el índice una tablilla que decía: «Completo».

En eso se sintieron adentro voces coléricas como de protesta. La campanilla dio su sonido estridente mientras el mayoral abría con estrépito la puerta.

-¡Rediós! Adelante -gritó el mayoral haciendo silbar la ese-. ¡Mal haya la que te engendró! ¡Bájate marrano!

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El indio contestó con un cantito entre dientes y aflojó el freno. Éste dio cuatro o cinco vueltas violentas y ruidosas y el coche se puso en marcha. Pasó al lado de D. Manuel de pie en medio del barro hasta la pantorrilla, rozando con las puntas de su paraguas. Dio vueltas Paloche pesadamente hacia la vereda, pensando:

-¡Qué gran país éste! Ese hidalgo hijo de Asturias manda más que el aborigen. La evolución trepa. ¡No vale tampoco ser poetas! Las musas no lo salvan a uno de las humedades. ¡Quemaré mi poema sobre el masaje2 y cantaré en heroica epopeya las cortesías de las razas en evolución! ¡Qué gran país éste! ¡Vivan las razas!

Cae la noche. En medio a la penumbra se ven más vivas las luces de los negocios. Sobre la vereda mojada se reflejan como en un espejo los esplendores del   -23-   gas y a lo lejos aparece el largo cajón de la calle salpicado de puntos brillantes que apenas se distinguen en una línea quebrada y alta. Son los faroles sucios y empañados que aletean entre la semioscuridad de la noche y se ve cruzar una cantidad de luces de todos colores suspendidas del pescante de los coches al trote. Garúa siempre. La humedad difunde su dejo malsano y del matete surge un hálito gangrenoso. Su superficie negra brilla a intervalos por los chorros de luz y la calle suena por el chasquear de las herraduras en el limo, y los choques y los saltos de las ruedas por el empedrado. Arriba el cielo no se ve casi. Es un gran palio oscuro y sin ninguna estrella. La noche está fría y quieta y como encerrada entre los paredones altos y tenebrosos y bajo la lluvia fina caminan los obreros con el saco dado vuelta y las botas de barro hasta la rodilla, mientras de los zaguanes y de las casas   -24-   emana la fragancia de la cena; olores aceitosos de guisos en ebullición, perfumes de asados lejanos y casi apagados chirridos. A veces pasan mujeres flacas y escuálidas con bultos sobre la cabeza o debajo del brazo. Son costureras que se escurren cerca de la pared a paso corto y ligero en momentos en que detrás se siente el repiqueteo rápido de algún carruaje nobiliario que salpica sus ropas de largas lenguas de fango e hiere los pobres ojos cansados con las fulguraciones de sus fanales de cristal. D. Manuel sigue su camino pesadamente. En las bocacalles el agua corre en pequeñas rías y al pasarlas, tiene que hacer contracciones musculares de acróbata, agachándose a ratos y saltando. A pesar de estar convencido de nuestra civilización, no deja de comprender que hubiera sido más útil con menos barro y más sequedad. Conviene decir que la observación serena enfría un poco su argentinismo.   -25-   Al fin le parecía que quedaba, a pesar de todo, mucho que hacer. Por lo pronto, él no comprendía cómo ha podido llegar a creer en la grandeza de un país cuyo idioma se parece a los de la torre de Babel, en un país cuya efigie heterogénea se revela en las costumbres en la sociabilidad y en las artes. Él pasa al lado de muchas casas sin arquitectura definida, una mezcla de todos los estilos, de la cual resulta ninguno; siempre la sala adelante y el comedor lejos, cuadrando el patio de baldosa en el solar atávico, angosto y hondo; los pisos malsanos sobre el suelo húmedo. De cuando en cuando la mole esbelta de un palacete moderno con su gran escalera de mármol brillante bajo el esplendor del gas. Y nada más. Después, de nuevo la casa larga y húmeda o el conventillo maltrecho y por arriba de su cabeza grandes tableros con inscripciones en todos los idiomas. Él hubiera deseado creer en la   -26-   grandeza nacional, pero con calles más aseadas y más anchas, con tufos menos desagradables, con esplendores de sol iluminando el gigantesco panorama de la ciudad, con estufas en las casas, puertas y ventanas que cerraran bien y no le dieran pretexto al viento y al hielo para meterse en los cuartos. Esas calles largas y eternas todas iguales cruzadas por otras en ángulo recto que forman el damero aburrido e interminable, se le antojan de un gusto dudoso. Piensa en la ciudad ideal con jardines de trecho en trecho, saturada de ozono, con bosques llenos de sombras y de perfumes, con anchos espacios abiertos como enormes ventanas por donde pudieran escapar los malos olores de su vientre. Hubiera torcido al Río de la Plata en cualquier parte y lo hubiera precipitado con su brutal corriente por calles y aceras como una enorme escoba que las barriera chirriando. Le parece que los constructores han sido insuficientes.   -27-   Dijeron en su medioeval caletre:

-Hágase una ciudad que no tenga cielo, ni sol, ni aire sano y quede suprimida la Naturaleza.

Por eso fue construida toda arrugada, amontonada, gravitando dos casas sobre la misma pared, con letrinas oscuras y sucias; una ciudad fortaleza, como para esperar asaltos de moros o sarracenos. El caso se produjo el año de 1807. Esta nación cometió allí su primer error de diagnóstico. Esos héroes que echaron a los ingleses con balas y aceite caliente, protrajeron así por muchos años el porvenir nacional. Después de la derrota han debido incorporarlos. Habría hoy mucha gente rubia de verdad. Tal vez fuéramos muchos millones más, porque ésta es estirpe que procrea abundante y no cree en el heroísmo que no trabaja y se destruye en las guerras civiles. Y después es un pueblo que hace muchos años que sabe   -28-   sumar y restar. Conoce el ahorro. El error fue devolverlos a la Europa. Menos mal, porque de todas maneras la conquista se produjo y por el lado de los pies y del bolsillo. Nadie da un paso en este país sino en inglés. Nos han arrebatado la facultad animal de movernos. Toda la viabilidad es de ellos. Al llegar aquí, D. Manuel se asustó de sus paradojas de megalómano.

-Si me oyen el pensamiento -se dijo para su caletre-, me lapidan estos amables ciudadanos. Así me parece que voy a concluir de repente, porque a pesar de mis idiosincrasias aborígenes, sigo creyendo que muchos heroísmos son errores. Pero yo he de modificar la conciencia nacional -dijo en voz alta D. Manuel, encarándose con el primero que pasó a su lado-. Éste es un hervidero de razas. De este crisol -continuó sin detenerse-, ha de salir la verdad civilizadora. Todavía no estamos en ella. El   -29-   atavismo impera. Poca gente se baña en este país y para ser grandes, es preciso empezar por ser aseados. Intus et extra. ¡La mugre suele contaminar la integridad psicológica de los pueblos!

D. Manuel hablaba fuerte. Parecía loco. Su persona era alta y enjuta, lleno de ángulos y de flacuras el rostro, arrugada y amplia la frente, la nariz larga, afilada y el ojo grande y un poco apagado. Usaba bigote y larga pera llena de canas. Caminaba erguido y rígido, la cabeza en alto. Era célebre en la ciudad su levita cruzada color aceituna y en los días de sol, solía usar galera volcada sobre la nuca. Todos le conocían y sus curas, reputadas milagrosas, le dieron cierto renombre de mago y de iluminado. Ha observado mucho en sus correrías. Conoce los barrios y sus habitantes y sabe de sus costumbres y de sus idiosincrasias. Convencido que en la homeopatía estaba la panacea universal, ha dejado   -30-   un poco la medicina para entregarse en cuerpo y alma a los estudios sociológicos y enamorado de los países europeos, se pasaba las noches en blanco, leyendo las obras de aquellos sabios y tragando quimeras y utopías. Así enflaqueció su cuerpo y lo puso en tanta miseria, que dio en la nada con el poco juicio que le quedaba, delirante a menudo en sus atropellos violentos de innovador. La paradoja y la profecía dominaban a todas sus frases. Su estilo era vibrante; sus sentencias bruscas e incisivas y en medio de todo usaba a veces en sus conversaciones y en sus discursos, cierta profunda amenidad de buen hombre, y decimos discursos, porque en ese tiempo había en el país una enfermedad contagiosa a la cual los psiquiatras denominaban logomanía. Los logómanos se habían multiplicado. Hablaban en todas partes con frase hueca y altisonante, discurriendo sobre honorabilidad de los gobiernos,   -31-   y sobre estados sociales a modificarse. Naturalmente encontraban que la revolución era una panacea, la gran vengadora de los delitos políticos, capaz de sanar de cuajo los desaguisados económicos que eran su corolario. Con este motivo se hacían turbulentos corrillos en medio de aplausos y bravos. La turba crecía, de tez amenazadora, de brazo pronto a la acción, de chambergo arrugado y saco de paño de indefinido color. Se oían frases lapidarias. El robo era índole de gobierno, el desquicio síntesis administrativa; las libertades de pensar, de hacer y de elegir habían muerto. Los dirigentes eran sacerdotes de la orgía, cultores de las siniestras divinidades de la ruina nacional y vulgares salteadores de la noche; olvidados de la majestad de la patria, iban a reducir a escombros al templo augusto. Las imprentas eran invadidas. Todos llevaban sueltos, panfletos y diatribas. Estas honorables   -32-   conductoras de la conciencia nacional, se habían transformado en esa fecha en parlamentos, donde todos los días se preparaban proyectos para salvar al país.

Son los receptáculos de todas las verdades y de todas las calumnias. Los diputados de la casa esperan a cada rato con la pluma afilada y temblorosa la ruina de algún banco, el derrumbamiento de una sociedad, o la noticia de algún uñate formidable. La pluma cae entonces al tintero y luego salta frenética sobre el papel y escribe el artículo de fondo de macarrónica gravedad o el suelto incisivo y violento y en aquellos oscuros sótanos, iluminados a gas en pleno día con olor a tinta rancia y atmósfera cuajada de moléculas de plomo y de amoniaco, donde los obreros se enferman de tuberculosis y de saturnismo, se fabrican artículos que pregonan la necesidad de la higiene física y de la salud moral. En honor de la verdad, debe decirse que esta nación tiene   -33-   suerte y talento precoz, a juzgar por la juventud de los que escriben y los resultados que obtienen. En cualquier parte un director de la conciencia nacional parece que debiera tener por lo menos cuarenta años, época de madurez de un bien organizado cerebro, a estar a lo poco que se sabe por la observación y la fisiología. Pero aquí, a esa edad, ya hemos dirigido. Muchos caen agobiados por decrepitudes al parecer prematuras y uno que otro queda de profeta de luenga barba entrecana y nigrománticos donaires. Conviene decir que ese tiempo se tipificó no por el parlamento largo, sino por los muchos parlamentos, porque además había uno en cada comité, por no decir en cada casa y el inconveniente de las juveniles iniciativas, de las disputas y de las virulencias, del dolor por la patria, sincero en muchos, pérfido y utilitario en algunos se redujo a una síntesis. El soplo revolucionario cundió, abonado   -34-   por una cantidad de poderes ejecutivos que brotaban de todas partes. Había un meeting en un teatro. En el proscenio, adornado con banderas, estaba el presidente, vice, secretarios y una larga corte. ¡Era un poder ejecutivo que allí se reunía, para encontrar la forma de guardar la honra nacional! Había una manifestación en la calle. Adelante marchaba muy erguido un poder ejecutivo seguido de no menos egregia plebe más atrás. Todo empezaba con el Himno. Se buscaba una sanción. La constitución salía a cada rato de su larga y estropeada vaina. Conviene decir que se llegó hasta el abuso y a D. Manuel de Paloche le parecía, allá en sus profundas amenidades de buen hombre, que se debían dejar un poco quietas cosas tan sagradas so pena de que perdieran renombre y majestad y cuando de verdad se precisaran ya no sirviesen. ¡Porque hablaba el caudillo D. Desiderio, Himno!   -35-   ¡Porque se iba a leer una lista de candidatos, Himno! ¡En las veladas literarias, Himno! ¡Tiempo nublado, Himno! ¡Gran sol, ídem! ¡Por arriba, por abajo y a los costados! D. Manuel vivía desesperado. Una vez en una reunión de media calle, estando en plena peroración el padre prior de los logómanos, un gran vientre intelectual, una de tantas montgolfieras de la familia en medio de aplausos fragorosos, se oyeron los primeros compases del Himno. Era una sacrílega consagración de las vaciedades altisonantes del orador. Paloche se indignó y saltando al medio, dijo:

-¡Hago moción para que se guarde ese Himno bajo las bóvedas de la Catedral!

-¡Abajo el loco! ¡Abajo el loco! -gritaron veinte voces estentóreas.

Un delicioso y civilizado olor de ginebra se difundió, mientras Paloche se sentía como mareado en aquella atmósfera.   -36-   Los improperios lo irritaron más. Gritaba como endemoniado:

-¡Repito que debe guardarse! ¡Nadie tiene derecho de ajar ese símbolo! Si siguen, ya no ha de significar nada, ni conmoverá a nadie y puede llegar el caso que haya que cambiarlo de puro viejo.

-¡Al loco! ¡Al loco! -repetía la turba y empezó a cerrar el vacío donde estaba Paloche. Era gente de ojo sucio y nariz roja, buenos muchachos que se preparaban a darle a D. Manuel el más formidable manteo estilo aborigen a lonja limpia y fundillo caído. Ya veinte rebenques estaban por desplomarse sobre su desencuadernada figura, si Juan Paloche que lo acompañaba no hubiera sacado temblando de ira su puñal. Todos sabían que lo había muerto a Genaro y en aquel momento sus ojos despedían chispas oblicuas. En el ímpetu bárbaro con que se arrojó adelante arrastrando al padre, había como una   -37-   brama de exterminio. La gente le abrió paso...

Eso era D. Manuel. Todo lo quiere modificar. No está de acuerdo con la índole nacional. Él ve por todas partes una serie de metamorfosis en la industria, en el comercio, en las artes, en la sociabilidad; pero la forma en que se desenvuelve la política es siempre la misma y comprende entonces que la podredumbre que contamina las alturas, ha descendido al valle y que un nuevo gobierno indisciplinado, violento y callejero se ha colocado en frente de la vieja y caduca larva que vive por derecho en las casas rosadas y en los congresos. Estos hechos tuvieron por corolario dos revoluciones. El gobierno levantisco y pendenciero se azotó sobre el otro para precipitarlo, y éste a su vez produjo la resistencia para sostenerse. En su profunda amenidad de buen hombre y por lo que sabía de otros pueblos, pensaba D. Manuel de Paloche que   -38-   los errores y los crímenes cometidos cavan el abismo en que han de precipitar fatalmente tarde o temprano los que los cometen y nunca creyó que la sangre y la monomanía homicida pudieran llegar a ser en medios civilizados un sistema de terapéutica. La naturaleza enseña la mejor forma. Cuando quiere secar una pradera no la riega; cuando marchitar una planta, crea la maleza parásita que le arrebata el humus. No necesita el huracán que derribe y tronche. Le niega alimento y la condena a la soledad estéril. Así los pueblos civiles, donde hay relativa perfección política, se alejan de los malos gobiernos, no le dan savia y los entregan al silencio y al desamparo. Entonces el vacío se abre para que caigan. Con esto se paga tributo a una alta concepción intelectual, mientras que si corre sangre, las revoluciones pueden ser dominadas y resultar inútiles y crueles, porque no logran el objetivo después de haber pagado   -39-   tributo al más demente de los instintos. Es bueno decir que D. Manuel era un ingenuo. En sus predicaciones en media calle aseguraba a grandes voces que todos los problemas debían resolverse por la razón. ¡No creía en el dios Garrote! Pensaba que la vida pública podía hacerse llevadera sin provocar nunca violencias, si los hombres se decidían a ser tolerantes y bien educados, si se hacían mutuas concesiones y en una palabra, si conseguían comprender que en la transacción inteligente y decorosa estaba condensada toda el alma de la República. Pero D. Manuel no sabía que los hombres obran siempre por el interés y así mismo comprendiendo a medias eso, decía que hasta por esta necesidad humana debía la gente arreglarse, porque él había observado que los problemas resueltos por el desorden y la sangre, no tenían vida duradera y la libertad que se buscaba así solía concluir en el despotismo y la   -40-   ventura que se buscaba así, tenía por corolario infelicidades sin término y en vez de lograr riquezas encontraban los pueblos en ese camino a la miseria con sus hielos y con sus hambres. Él predicaba en todas partes estas doctrinas, agregando que cuando los pueblos se habían rehecho, reconstituida la fortuna y recuperada la libertad, lo obtuvieron con la transacción inteligente y decorosa. Luego, para hacerlo después de la revuelta, de la asonada o del motín sobre cadáveres de los hermanos más heroicos y sobre el escombro de la riqueza pública en ruinas, el interés exigía que se hiciera antes. Estas ideas las aplicaba a su tiempo en los tristes días del año 18... Es cierto que hay mucho esfacelo en las alturas y como corolario, asoma la miseria escuálida y horrenda. Es cierto también que se ha producido como una huida de todos los hombres de la vida común hacia las casas, que empiezan a desmantelarse. El dinero   -41-   quedó encerrado bajo siete llaves, huyendo de la trampa y de la perfidia comercial. Los hombres que trabajan prefieren la inacción a los peligros de entregarse a una situación pavorosa y esta ciudad tuvo las soledades silenciosas del desamparo. D. Manuel sentía estremecerse en todas partes al soplo revolucionario, y como era un buen burgués en los momentos en que la locura periódica no lo dominaba, creyó que aquel no era el remedio. Pensó que el trabajo y el ahorro modificarían aquel estado patológico y ya veía asomar el vacío con su tiniebla ávida de hundir gobiernos insuficientes. Se hizo el campeón, él que era un evidente desequilibrado, de estas ideas que le parecían sensatas. Hablaba en todas partes, con irritado lenguaje contra la revolución. La ironía y el sarcasmo lo acosó. Las turbas lo atropellaron alguna vez. Lo bajaban de los postes que tomaba como púlpito para sus predicaciones,   -42-   arrancándole los faldones de su levita verde-aceituna y lo largaban maltrecho, sumida la galera, camino de su consultorio. Al fin comprendió D. Manuel por qué las gentes no entendían esas teorías. Vio que la revolución era una enfermedad crónica y hereditaria y empezó a creer que aquello resultaba una índole. La llamaba idiosincrasia aborigen. Observó que esas cosas duraban antes mucho más tiempo, eran frecuentes y numerosas. Cada estado federal armaba la de Dios y se le iba al humo al poder central a tacuara limpia y vio que en los tiempos que corrían duraban menos y eran más raras. Por eso victoreaba a las razas, porque se imaginó que estas modificaciones resultaban de la influencia e infiltración de las nuevas índoles en la nativa denodada si se quiere pero harto levantisca e instintiva. En eso encontraba Paloche la verdadera razón.

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El alma de la vieja raza vivía embriagada del culto al heroísmo. No se podía ser otra cosa que valientes. El país era del caudillo más vagabundo y pendenciero, del mejor domador y del más diestro y más temerario en la lucha cuerpo a cuerpo. Los hombres tenían por delante la llanura silenciosa y desierta y las hondas soledades sin término; con un amigo el caballo, una égida el facón y un techo el cielo curvo como una copa enorme; vagabundos indiferentes bajo las iras de las tormentas desatadas en el éter abierto, surcado de relámpagos y sacudido por el trueno. Entonces a veces se santiguaban. Eran los resignados en las horas frías y huracánicas. Libres viajeros de la Pampa desolada la corrían al paso lento del parejero, vigorosos centauros, dueños del edredón brutalmente lujurioso de los campos. Bastándose a sí mismo siempre con un lazo en la grupa del caballo, la daga en las caronas y las boleadoras recogidas   -44-   al lado del recado, la brama de libertad era en ellos infinita como aquella pradera sobre la cual iban galopando y en cuyo fondo se perdían como una siniestra visión. La noche los encontraba en pleno desierto. Se acostaban sobre el recado bajo el cielo azul profundo lleno de chispas, de la solemne majestad de la naturaleza dormida, en medio del concierto sosegado de las soledades, con sinfonías lejanas que llegaban apenas en la brisa y mal definidas cadencias como vibraciones de sordinas en instrumentos escondidos; con tonos del viento, libre en el espacio abierto; con chasquidos de pajonales donde se agita el tigre; con sonidos de pisadas cautelosas, y relinchar de caballos lejanos al galope. Dormían sobre el recado el sueño tranquilo de los valerosos que se cansan, teniendo al parejero de la rienda. De trecho en trecho anunciado por una mancha oscura en el horizonte, rompe la monotonía salvaje el monte   -45-   de la estancia o levanta la copa opulenta el ombú lleno de verrugas y de siglos cobijando al rancho, mientras la hacienda polícroma se ve aquí y allá pastar en la vasta llanura con el morro agachado. Es la casa del gaucho que semeja un grito de vida humana en la Pampa sola. Eso aumenta la tristeza del panorama. Allí vive el sufrimiento. ¡Hay madres! Sin eso podía haberse pensado que el desierto era del hombre solamente, obligado a vivir en el peligro y a vencerlo. Solitario y bárbaro habría sido el caballero andante de nuestra edad primitiva, astuto como el zorro y armado de zarpa leonina. Pero la mujer y los hijos han sido causa de la honda melancolía de su alma, porque a veces fueron de fogón arrebatados hacia el cautiverio que ya no tenía retorno y la guitarra sollozó de rancho en rancho, de pulpería en pulpería, las angustias varoniles del peregrino en las cuatro notas del estilo, que   -46-   tienen en su seno todas las amarguras de la congoja sin esperanzas. Entonces su soberbia creció en la vida sola. Era un vencedor de la naturaleza. Los instintos se agigantaron y en esas almas nunca quebradas, brotaron las garras de la fiera, y se acumularon las crueldades del desierto. La razón quedó obscura y no se aplicó la inteligencia sino contra el peligro y la muerte. Al poblado no le debían nada y a las ciudades menos. Al contrario, cuando era necesario morir por alguna causa, aparecían por los ranchos comandantes y alcaldes apoyando al arzón las vetustas tercerolas. Eran sacados de allí a la fuerza. Servían para el holocausto. Entonces muchos huían al desierto y se mezclaban con los salvajes y estos hechos produjeron una psicología especial, una mezcla de ira y de desprecio contra los hermanos que degeneró al fin en un sordo y profundo rencor. Y cuando fue   -47-   necesario la unidad de las fuerzas en las guerras nacionales, los caudillos del desierto levantaron montoneras que no eran sino el tributo pagado a los instintos licenciosos de la vida nómada y expresiones de odio a las iniciativas civilizadoras de los poblados. Los hombres defendían a sus patriarcas. Estaban en pleno gobierno sacerdotal. Y como no había más religión que el peligro ni más culto que el valor personal, eran patriarcas los más heroicos y los más homicidas. Así han resultado algunas figuras, rodeadas de lúgubre grandeza. El criterio moderno habla de tiranías y de crueldades sin fin, la justicia histórica tal vez encuentre que no fueron sino personalidades sintéticas de un medio salvaje. El drama de la evolución argentina está manchado con sangre. Sus cantos son desolaciones y ruinas. Los diálogos de personales y pueblos se desenvuelven en el desorden o entre el humo de los   -48-   combates y el trapo rojo es el emblema de la era nefasta. Fue la lucha de los campos contra las ciudades y de éstos contra Buenos Aires. Llegaban al desierto pobres los ecos de las alegrías de la gran sultana feliz. Sentían crecer su poderío y temieron su fuerza. Conviene decir que ésta de su parte no fue sagaz ni moderada y quiso el dominio impetuoso e injusto. Por eso se equivocó y fue vencida. Los pueblos del interior luchando por sus fueros y sus autonomías, inconscientemente tal vez, dieron a través de las batallas con la constitución definitiva de la nacionalidad. Luego aunque sea errando los procedimientos, es bueno cuidar la libertad. ¡Pero el gran error de toda la evolución fue haberse operado por el heroísmo! Tal vez con otra psicología se habría obtenido por el progreso de la razón pública, discutiendo los problemas dentro de las ideas de civilización, como otras naciones de raza distinta lo   -49-   hicieran, sin desbordes y sin sangre de guerras civiles. La verdad es que arreglar las cosas peleando, resulta una singular manera de arreglar. Esto comprendieron las nuevas razas. El heroísmo empezó a ser sustituido por el trabajo y la natural generosidad de los nativos, que había producido épocas de riquezas ficticias y de derroches sin cuento y a ratos dolorosas pobrezas, cedió el campo a la labor ordenada y constante y por ende más provechosa. El buey empezó a vencer al león. Las nuevas razas llegaban al país con una tradición de miseria. Eran por esto arrojadas fuera de su tierra natal; pero conservaban en el corazón la nostalgia y el deseo de volver a ella. Allí habían pasado la juventud con todas sus alegres fantasmagorías y el recuerdo de la vieja casa y de los dioses tutelares, dieron bríos y robusteces bravías a los que tenían por misión reconstituir las familias. Para llegar a   -50-   esto, era necesario trabajar y ahorrar. Pero cuando muchos quisieron, ya no podían volver. El alma de esta tierra los había conquistado. Los poseedores aborígenes les entregaban sus predios por poco dinero y la tierra fácil de comprar les reveló entonces todo el prodigio de sus virginales fecundidades. Se hicieron propietarios. Después los hidalgos los recibieron en sus casas y se mezclaron con ellos. Así se formó la familia mixta y los descendientes constituyen la nueva generación vigorosa. Por eso se quedan aquí para siempre, con el corazón transformado y viven la vida nuestra, alegres con nuestras alegrías, heroicos en nuestras guerras y acongojados en el dolor común. Se entregaron mutuamente sus propias idiosincrasias. Ellos trajeron las civilizaciones europeas, éstos les dieron su índole bravía y caballeresca. Con los primeros llegan las industrias y las artes; pero los nativos fascinan y exacerban el   -51-   temperamento empobrecido de las viejas naciones, obligándolas a la contemplación de las faenas de los campos que tienen toda la pavorosa grandeza. ¡Son los juegos olímpicos que no están hechos sino para los atletas! Entonces el carpintero y el albañil estrechan la mano del domador de la estancia y el zumbido del lazo que gira en el aire sobre el redomón en fuga, es la armonía gigantesca de la pampa, contestando a las melopeas enervadas de la casta diva. Por eso los cantores, los bailarines de can-can, creadores de la frase breve llena de acción y de chispa, los esgrimistas de la navaja, maestros del toreo y de la jota; los apasionados del whisky, idólatras y dueños del mar, acariciaron al corcel de la llanura, le pusieron recado y freno y lo montaron. Fue una alegre procesión de cabalgadores que saltaban, descompaginadas y revueltas las tripas en el galope frenético. Los jinetes criollos se sonreían al   -52-   verlos pasar y les llamaban maturrangos.

Pero éstos compraron sus campos, se hicieron de a caballo y les enseñaron a los nativos a refinar las razas, es decir, a ahorrar humus y pastizales. De paso enamoraban las mujeres y más de una china exuberante con tez de cobre viejo y ojos negros, aprendió a tomar whisky, y a enroscarse en los caracoleos de una jota, y se calentó al arrullo de una mandolinata partenopea. Y después... la retahíla de gordos muchachos de color indefinido, hablando una jerga imposible, mientras desaparecía la llanura fragmentada por los alambrados. Todo ese hondo misterio, toda la siniestra leyenda de la estepa sin término, reveló a la locomotora en marcha la robustez prodigiosa de su entraña y los lúgubres dioses, borrachos en el denuedo salvaje, sicarios y salteadores, volando semi-desnudos en la carrera frenética y violando los silencios de las soledades con el berrido estridente   -53-   de la horda que cautiva y asola, los lúgubres dioses fueron repelidos hasta las gargantas de la cordillera y sus esqueletos tendidos sobre el inmane osario de la montaña. En esta conquista de la pampa concluyeron los nativos su ciclo heroico. Entregaron el país al trabajo. Pero la odisea larga está sembrada con el sacrificio. Muchas familias se extinguieron. Las que quedan están pobres casi todas. Todavía hay algunos salones donde se reúnen los sobrevivientes de la nobleza de antaño. Cuidan los dioses tutelares, enamorados de las viejas leyendas patricias y de la virtud de los grandes primitivos. Allí se recuerdan las edades heroicas, los que murieron por la patria y los que heredaron el duro pan del destierro y sus casas, empobrecidas casi todas, se alimentan de la embriaguez melancólica de las memorias augustas. Nietos de capitanes y de virreyes se buscan y viven entre ellos. Se conocen todos. Hacen sus fiestas y dan sus comidas.   -54-   Son hidalgos y bondadosos y muchos han conservado el tipo caballeresco de la raza y las ingenuidades de los que son fuertes en la esencia, porque son corolarios de la buena cuna y resulta así gente de estirpe. Tienen dos cultos: la religión y la patria y sin querer uno piensa a veces en las altiveces de los viejos caballeros cruzados. Conviene decir que muchos han resistido a las innovaciones del espíritu moderno. Han conservado sus sencillas costumbres y miran con cierto austero desdén a los nobles de ogaño, detrás de los cuales suele asomar a menudo el plebeyo de áureo blasón y bota con taquito alto. No conocen el bolauvent, prefieren la carbonada. Las mujeres conservan como reliquias los grandes pañuelos de espumilla y las ricas sedas de otro tiempo, que todavía duran a pesar de tantos años y en sus casas hay muebles de caoba seculares que han visto pasar dos o tres generaciones. Lo   -55-   nuevo efímero y deleznable, los rasos falsificados, el corsé corto que abomba las nalgas y ofrece contoneos de bayadera; los afeites y toda la complicación del tocador moderno no han penetrado por los largos zaguanes de las casas solariegas. No entienden el sandwich y el oporto en la hora de la merienda. Todavía creen en el mate. El escote los asusta. No piensan que es por ahí que deben estudiarse las altas cumbres. Tienen el culto de las viejas aromas. Sus ropas saben a cedrón y a alhucemas. El opopánax y otros enervamientos de la familia les resultan de un exotismo incómodo. Pero a pesar de esta amable sencillez, tan llena de infantiles admiraciones, ellos saben que sus antepasados han fundado la nacionalidad y las nuevas razas no pagarán seguramente con muchos siglos de reverencias el martirio de los héroes muertos y las congojas de las familias desaparecidas. Es cierto que estamos en presencia   -56-   de una índole que se va, que asistimos a la última etapa de una generación moribunda, pero bueno sería pensar que sus virtudes son la verdad, y que la verdad sirve para todos los tiempos y que la idolatría del honor practicada por ella, puede cambiar de formas, permaneciendo incólume la esencia, que en sus pobrezas y errores, en la época heroica, en las guerras civiles y en los destierros, se ve la brega violenta por el ideal de la gran patria futura sin desmayos, ni felonías dando por ese ideal a raudales su sangre y su caudal. ¡Entonces las nuevas generaciones rinden armas, cuando desfilan delante de la mansión colonial, de donde sale todavía un soplo de gloria anciana!

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Porque ellos fueron héroes, nosotros edificamos hoy aldeas donde antes estaban las tolderías del indio. En cada   -57-   una hay una Iglesia, una escuela y una casa municipal. El alarido de la tribu sanguinaria desapareció. La esquila de la campana es el remedo de la civilización que se hunde en la pampa, la escuela su heraldo y el municipio el símbolo del pueblo libre que avanza. Así se ha operado la metamorfosis. Las nuevas razas han construido la capital. Han cultivado los campos llenándolos de viñedos de rica cepa y de trigales. El pueblo nómada se ha detenido porque le faltó la llanura abierta y se ha incrustado al terruño lujurioso y ávido de parir. Es agricultor. La cabaña de barro y chorizo todavía eleva en la chacra su media agua de zinc y por la tarde, cuando el silencio del descanso invade los campos, en el ambiente quieto con olor a gramilla y alfalfares, sobre el humus negro y húmedo de polen picoteado por las gaviotas en bandadas se difunde de la cocina una fragancia de albahacas y queso   -58-   de Parma. Es el hogar italiano. La sopa de legumbres hierve en las ollas de barro y es saludada por los cantos de los trabajadores que vuelven despacio, la azada al hombro. De lejos se les siente venir. Los cantos son recuerdos armoniosos de la tierra natal. Pasan los lagos lombardos con sus cristales de aguas transparentes y la llanura parecida a la pampa saludados por el que ha emigrado a enriquecerse en el alma de nuestra patria que los ha recibido sonriendo con los brazos abiertos. ¡Colinas de la Liguria y de Toscana, gargantas de Alpes inhospitalarios, playas mediterráneas coronadas de olivos y de naranjos, mares azules, espejos de cielos puros y diáfanos, glorias de Santa Croce y vetustas arcadas en ruinas del Coliseo! ¡Vuestro idioma se habla en la vasta llanura cuando el sol cae en la tristeza infinita de la plegaria de la tarde que va desmayando en la sombra, mientras después   -59-   cruje la cuna en el silencio al arrullo de alguna melodiosa barcarola! ¡Oh Italia! ¡Eres nuestra hermana! ¡Tus hijos aman la tierra bendita y los nietos crecidos al lado del potro en la salvaje faena, los sudorosos de la fragua o del taller escuchan en la noche las leyendas de tus glorias muertas y las alabanzas de tus sangrientas resurrecciones! Ya lo sabíamos. ¡No es posible contar todos los sepulcros de tus grandes! ¡Sobre la tierra eres la reina del arte y más que eso los mártires que han entregado la vida al cadalso y a la ergástula de la tiranía o entre los gritos del combate han hecho posible tu acción civilizadora en la hora presente! Vengan tus hijos. El corazón de la tierra argentina tiene criptas enormes para cubijarlos. Son honestos. Trabajan. Son los constructores de las casas de dos piezas y cerco de rojo ladrillo. Han esbozado a Buenos Aires. Son los dueños de casi todas las pequeñas industrias y el ahorro es en   -60-   ellos una índole. No entran en la vida pública sino para acompañarnos a sufrir. Han sido conmilitones en las guerras nacionales y apasionados de los ídolos populares, se dejaron arrastrar en las discordias fratricidas. A pesar de eso el día de ellos es útil a la patria. Empieza muy temprano apenas el alba rompe la noche. Salen al trabajo en la semioscuridad en medio del zumbar indefinido como lejanas descargas de la ciudad que despierta. Caminan apurados por las veredas húmedas del rocío matinal al lado de las calles llenas de fragmentos de papel sucio, por donde corren al trote los primeros carros, que parecen sombras fugitivas en medio de las penumbras. Pero la luz estalla por todas partes, se abre la tiniebla y desaparece y el macizo informe y tétrico de las casas, se va iluminando y dejando ver en el éter claro sus contornos y colores. Aparecen las torres de los templos, las chimeneas, los   -61-   caños que se irguen sobre cada edificio, los techos de baldosa y de pizarra, los alambres que cruzan de acera a acera, mientras debajo se abren los negocios y sale afuera una oleada mefítica de las contaminaciones de la noche. Por todas partes el estrépito crece y se acerca. Los mil rumores confusos que vagan en todas direcciones adquieren notas definidas. Son tranvías que pasan, carros pesados que ruedan fragorosamente por el empedrado, y berridos de locomotoras en fuga. Los talleres despiertan. Es una de golpes, resoplidos de máquinas, retumbamientos de fraguas, chirridos de carpinterías y cantos de zapateros que empiezan la faena. Los andamios se columpian en el aire sostenidos por pilares de madera que forman armazón alrededor de las casas en construcción. Abajo la arena y la cal en montones, escombros y carretillas, arriba el borde de la pared que crece, mientras los obreros recogen el   -62-   ladrillo lanzado desde el suelo en línea recta y lo acomodan sobre la mezcla con pequeños golpes del canto de sus cucharas. La ciudad trabaja. Ama la vida. Los italianos le entregan el vigor de sus músculos. Son los albañiles y los carpinteros. La fragua estridente, donde llamea el carbón y el fuelle sopla, los tiene cerca desde el amanecer. Renegridos y sudorosos, los brazos robustos y desnudos, a guisa de muslos peludos, son los dominadores del hierro, de anchos pectorales y corazón alegre. A veces cantan alrededor del yunque. Son felices como la tierra donde han construido sus hogares, señores de la fuerza que forja la yanta y construye el tranvía, peones gigantescos que ponen el techo de pizarra sobre los palacios de la Avenida de Mayo. Así la acción de esta colonia ha desarrollado el progreso de la República. Ha contribuido a la educación común. Ha tenido en las aulas algunos profesores   -63-   célebres. Por ella en gran parte florecen aquí las artes, cuya pasión despertaron y el encanto y la difusión de los estudios musicales le pertenece casi en absoluto. Conviene decir que los dolores de la tierra italiana hicieron simpáticos a los que de allá emigraban. Parecían desterrados. Traían con ellos su alma artística y el aspecto iracundo de las viejas glorias contaminadas por el extranjero. Se sabía todo aquí. Conocían el nombre de los mártires y la infamia de las crijias, donde habían perecido los que amaron a la patria y la deseaban fuerte y libre y muchos a quienes el cadalso hubiera impedido allá guerrear en pro de los problemas de independencia, que fueron en ese tiempo los del honor humano, se mezclaron como soldados en los ejércitos de América y les entregaron su sangre. Aquí conocieron los versos de sus poetas y aprendieron el armonioso idioma, y en ellos leyeron   -64-   escrita la congoja inmortal de todas las emancipaciones. Porque ésa fue la vida argentina también desde el año nueve al año diez y siete y ésa era la brega de la tierra italiana, cuando sus hijos empezaban a llegar a este país. Y como tuvieron una misma situación política, se reconocieron hermanos por la similitud de tendencias y de objetivos. Aquí contra España, allá contra el Austria y los feudatarios regionales. Aquí Buenos Aires centro de la vindicta, allá Roma, estremecida todavía en sus escombros por el soplo de sus grandezas imperiales. Había llegado la hora en que era necesario arrancar de cuajo a las tiranías y pulverizarlas. Los esclavos se daban la mano en la noche de las conspiraciones y los dos pueblos con diferencia de años, arrojaron el guante de los caballeros al rostro de la Europa asombrada y enferma de atavismo, para fundar en las batallas el derecho de tener idioma, religión y confines. Y como   -65-   la libertad es prerrogativa, para cuya conquista fue necesario el presidio, el exilio y la muerte, aquí y allí pagaron en demasía los hombres ese tributo. Las dos naciones, resurgidas de la sombra medioeval de los tiempos estallaron en el horizonte del universo como un gran esplendor. Hubieron batallas. ¡La sangre manchó la faz de los que resistían las nuevas ideas de felicidad humana y todos los mares y las lluvias de todos los siglos no borraran su rastro tal vez, si no flotase para su desagravio en el alma de los redimidos a hierro y a fuego la inmensa compasión por los errores desolados de épocas muertas y sepultadas bajo sus mismos crímenes y dentro de sus vergüenzas! En la odisea de los dos pueblos hacia la libertad, hay un sedimento de solemne tristeza. Tuvieron un gran número de mártires y la gloria de los héroes está llena de hondos desconsuelos. Pocos encontraron en su camino los alegres laureles   -66-   del triunfo, muchos la ingratitud amarga, el destierro solitario y la muerte y en vez del himno que canta la fama y las proezas, suenan en su historia las trovas elegíacas que narran la pesadumbre de sus hombres superiores. Por eso es melancólica el alma de sus poetas. La visión de las ruinas recuerdo y emblema de las grandezas fenecidas, los trofeos del arte, creadora de la ideal belleza y toda la suprema hermosura de la naturaleza yacían sin elocuencia en la urna de la esclavitud y aquí estaba el desierto con la infinita magnificencia de la soledad eterna, la selva primitiva, lujuriosa de pólenes virginales y el gaucho bárbaro y gigantesco, indolente vagabundo, capaz por su vigor de todas las civilizaciones. Esto vieron sus genios que adivinaron a la vez los beneficios de la libertad de que carecían. Por eso fue intensa la nostalgia de poseerla, triste el alma de los escritores y profunda la fraternidad   -67-   entre los nativos y los inmigrantes italianos. Los colonos se encuentran bien aquí y en cambio de la fortuna adquirida, ellos han impreso modificaciones profundas a la índole nacional. Aquí se apercibieron en seguida de lo que importaba el trabajo metódico, y el ahorro que daba sus frutos, empezó a ser en muchos una necesidad. Por estos factores cada obrero había edificado su casa de dos piezas y formado su familia. A las doce, sentados alrededor de la mesa de pino sobre sillas de paja, están la mujer y los hijos esperándolo. Se come con apetito. El puchero con arroz y legumbres llena el ambiente de sabrosos aromas. Los muchachos han vuelto de la escuela. La cartera de cuero negro, la pizarra y el lápiz están colgados de un clavo de la pared sin rebocar. La mesa es bulliciosa. Se habla el idioma nuevo y el padre escucha sonriente ocupando la cabecera los diálogos vivaces.   -68-   No falta alguna jaula con trampera, donde los jilgueros y los mixtos cantan y acompañan a la familia. Son los amigos de los muchachos. Vagabundos como ellos, conocen los huecos del suburbio, los cercos de moras y los últimos ombúes que van quedando. Se crían en el éter saturado del olor de los lirios silvestres, entre el perfume de las violetas primaverales. Hermanos del gorrión y del pico-de-plata como ellos aman la tierra donde juegan al rescate y a la rayuela, donde montan el primer caballo que pasa sin jinete y dejan a pie al lechero de la mañana. Desde chicos aprenden el Himno. Descalzos y con la pechera abierta, roja la cara y rubio el pelo, se ven vagar por las afueras los que serán mañana soldados. No han de tener más patria que la que conocieron en la niñez errante, estos perseguidores de la ratona y del chingolo y acostumbrados a vivir en criollo en la guerrilla a pedradas   -69-   y en la reyerta a cortaplumas limpia, los hijos de italianos entregarán su sangre toda entera si fuere menester por la nación hidalga que hospedó a los padres. Por eso viven equivocados los que pensaron perder a esta república creyendo que no había cohesión y que los habitantes no eran sino mercaderes. No saben la rabia brutal y la locura de exterminio que se habría apoderado de los extranjeros y de sus hijos, si el territorio argentino hubiera sido violado. En estas cosas es bueno no meterse a sonsos, porque la amalgama aquí es fraternidad y se trabaja para hacer grande a la nación.

Por la tarde de todas partes vuelven los obreros a sus casas. Los ruidos van cesando. Hay pocos coches. La atmósfera tiene menos estremecimientos. Cae la sombra. Algunos negocios empiezan a iluminarse y mientras el estrépito y el vocerío dominan todavía el centro de la ciudad, un poco afuera se extiende la quietud. Las   -70-   calles están silenciosas, casi desiertas. A lo lejos se ve brillar los faroles, cuya luz da aletazos en la penumbra y se siente el olor de los guisos de las cocinas. Los trabajadores desaparecen en los zaguanes oscuros. Temprano empiezan su noche rodeados de los hijos. Cenan. Después los muchachos hacen los deberes, mientras el padre descansa y la madre cose. Muchos rezan antes de acostarse en sus catres de lona, bajo la mirada de las vírgenes de todos colores que cuelgan de la pared. Garibaldi y Víctor Manuel suelen acompañar a la familia. Sería bueno dejarlos quietos. No hacen mal a nadie. Duermen ellos también en la noche el sueño honesto de los trabajadores italianos. Al día siguiente vuelven a empezar la faena y cada día que pasa se graba más profundamente su acción. Conviene decir aquí, que los nativos la alientan, porque ésta es colonia de humildes, que no sabe de los disturbios de   -71-   la política casera al menudeo. No se mezcla en ella. Así le queda ancho el camino y libre la marcha. Con todos los defectos que tiene, a pesar de haber inventado el estileto, de ofrecer de cuando en cuando huéspedes al presidio y vocablos al caló de los bajos fondos, a pesar de todo el desaliño de la persona y de las ropas, de la talla pequeña, el mal color y la flacura enfermiza de los inmigrantes de algunas provincias, el alma viril del trabajo encuentra esta raza pronta a toda hora. Son hombres productores de virtud nacional y los hijos que entregan a la tierra, donde construyen sus hogares, los educan para que sean mejores que ellos. Así se ve que ya están invadiendo las universidades, el ejército y el gobierno. Los padres despertaron el amor al trabajo y revelaron los beneficios del ahorro. Luego a los hijos les quedan gran parte de los graves deberes nacionales. Con los descendientes   -72-   de las otras razas nacidas en esta tierra, serán en breve tiempo los civilizadores de Sud-América.

Estas cosas predicaba D. Manuel de Paloche en todas partes y explican su lema «¡Vivan las razas! ¡Viva la evolución!» aunque los gritos, en media calle, fueran a veces precursores de los más descomunales manteos de que se tenga memoria en esta juiciosa tierra de María Santísima. Pero él no se contenía. A pesar de ser logómano, guardaba particular inquina a sus congéneres, no por rivalidad de oficio sino porque se apercibió que éstos en la fraseología diarreica, se reconocían hijos legítimos de la Revolución Francesa y cada uno era un Mirabeau de la legua, de voz estentórea y gesto académico y trascendental. La convención se salía de la   -73-   vaina. La Bastilla asomaba su morro pardo y la guillotina tenía sus aristocráticas y humanas reverberaciones. Éste era una Saint Just de afectado continente y trágico garbo, aquél un Danton de luenga y mal pergeñada melena. Él creía que lo mejor hubiera sido hablar con sencillez y tranquila y fuerte llaneza sin caer a cada momento en la hidrofobia. Suponía también que antes que eruditos, convenía ser observadores de su propio país, de sus necesidades y de los remedios para sus males y no buscarlos fuera, donde tal vez no han sido sino corolarios de tiempos instintivos. Llegó a ver que la idiosincrasia aborigen bravía de suyo, derrochadora y generosa, tenía en sus entrañas el espermatozoario del pronunciamiento. Creía en el motín y en la asonada y se deleitaba en los cambios bruscos de los gobiernos. Trabajaba poco y hacía mucha política. La gente se lo pasaba en las calles y los cafés desplomando   -74-   al ministerio. ¡Elegante profesión! ¡Por lo demás de ahorro... ni agua! ¿Para qué? Aquí todo se le arregla con esta frase: ¡somos un gran país! Esta tendencia a la megalomanía es otra faz de la idiosincrasia. En su nombre cada ocho años se produce una catástrofe económica y por ende una política; porque se observa que estas cosas suelen marchar de consuno. Por ella se han perdido muchas familias entre las congojas y la pobreza; la razón se ha obscurecido y las pasiones pendencieras azotadas a la calle, detuvieron a menudo la marcha nacional. A D. Manuel le parecía que eso de gran país no era verdad. Tomaba la estadística y el censo y haciéndolos sudar números, apenas si conseguía cinco millones en una comarca vasta y rica como para cien y esto después de cuatro siglos de descubiertos, como los Estados Unidos que tenían setenta millones. El corolario lógico de estos hechos era que dada   -75-   la igualdad de procreación en los pueblos, los Argentinos habían tenido un hermoso talento para destruirse.

-Éste es un raro pueblo -pensaba D. Manuel-. Hay dos grandes agrupaciones igualmente dañinas, sin intención por supuesto. Están los impacientes, que todo lo atropellan, que quieren en un cuarto de hora todas las conquistas, la riqueza y el poderío, batalladores que no descansan, irreflexivos en la acción violenta, que cortan y venden la fruta antes que madure y entran a vivir en la casa antes que esté concluida. Éstos son perjudiciales porque se mueren jóvenes y no consienten a las cosas su marcha y desenvolvimiento natural. Están los patriarcas, que todo lo dejan para mañana, que viven y engordan con la boca abierta, esperando el maná que les ha de destilar el gran país, indolentes señores o haraganes plebeyos que son perjudiciales porque no hacen nada, mucho más que los otros que hacen   -76-   demasiado. Hoy no somos un gran país -predicaba D. Manuel-. Para ser, es preciso tener juicio y sensatez. Con megalomanías no se hace nada. Sigan derrochando no más. ¡Viva el gran país! -con estas ideas hacía su vida callejera D. Manuel de Paloche, penetrando en los barrios a sermón cada media hora. Todos lo conocían y la gente se alborotaba al verlo pasar. Era el titeo de la distinguida e ilustrada villa. Juan Paloche lo acompañaba siempre. Esta vez no lo siguió. Se quedó en su casa, gruñendo como un perro ñato. Odiaba a Desiderio con las brutales ferocidades de su demencia homicida. D. Manuel había seguido su peroración, sin ver que la gente empezaba a aglomerarse. Su interlocutor era un inglés alto y flaco, rubio y barbilampiño. Todo su cuerpo estaba envuelto en una gran capa de goma y los botines los llevaba metidos en un amplio calzado de goma también. Tenía doblados   -77-   los pantalones hasta cerca de las rodillas y escuchaba con gran tranquilidad, La gente se agitaba un tanto porque Paloche había levantado la voz. Muchos querían acercarse a él e inclinaban sus paraguas para meterlos por los claros que dejaba a ratos la concurrencia. Toda esta escena bajo la lluvia fina y monótona, que no había cesado, era tolerada en esa época en que los oradores callejeros guiaban a la muchedumbre alborotada por el espíritu revolucionario y si no hubiese sido porque los derrumbes económicos habían entristecido a la gente, aquella vida no hubiera sido del todo desagradable, aun así bajo el negro capote del cielo, entre la humedad de la atmósfera y sobre el blando matete de las veredas.

-Intus et extra! -repitió D. Manuel con fuerza-. ¡La época no está para que nos inclinemos ante los sepulcros blanqueados!

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La gente aplaudió. No había entendido una palabra.

-La época es de economías y de regeneración -seguía Paloche sin inmutarse.

-¡De revolución! ¡De revolución! -rugió la plebe circunstante-. ¡Viva D. Manuel de Paloche!

-¡De trabajo y de economías! -replicó D. Manuel con fuerza-. Ésta es la única forma de reconstituir las energías nacionales.

-¡Muy pien dicho! -repitió el inglés-. Hay que pagar las deudas. Nosotros somos amigos vuestros. Cada uno se viene aquí con un pedazo de vida inglesa. Jugamos al polo y al lawn-tennis y creemos en los pueblos atléticos. Unas cuantas coces de football no están de más. No pensamos tampoco que los jóvenes deben trasnochar. ¡Nuestros bachelor-balls concluyen a las doce de la noche! Somos partidarios del método y creemos   -79-   que un inglés debe ser longevo. Para eso es inglés. Tenemos mucha pena de verlos morir a ustedes a los cuarenta años. Es bueno que yo les diga que nos los estimamos demasiado. No deben ofenderse, porque no se puede pensar sin lástima en las razas que se suicidan así. A nosotros no nos acontece esto porque en cualquier región que estemos, vivimos en Inglaterra. Ésta es una verdad, que está muy cerca de ustedes. Raro es que un comarcano nuestro se salga a vivir fuera de su colonia. Es la única forma de convencerse que es una falta al decoro morirse antes de ochenta años. No digo que viviendo entre ustedes nos contamináramos. Es un verbo demasiado acre. Pero empezarían por reírse de nosotros porque fumamos tranquilamente nuestra pipa de madera a las doce del día y porque usamos grandes y cómodos botines y nuestros trajes son holgados y amplios. Un ejemplo. En este   -80-   momento yo salvo del barro al borde de mis pantalones y muestro los calzoncillos. Para un nativo esto es una inconveniencia. Lo propio es enlodarse a pesar de todo, usar botín ajustado y ropa ceñida al talle. Si no fuera porque soy hombre cortés, diría que el nativo tiene tendencias a transformarse en percha. Y después ustedes no comprenden ciertas cosas. Nosotros no tenemos miedo de nadie. La crítica, el reproche, el qué dirán latino, no lo conocemos. Hacemos lo que nos conviene. Por el hecho de ser ingleses, no titubeamos en entrar a la Ópera de París en noche de gala con una valija en la mano y un traje a cuadros color chocolate. Somos el pueblo más cosmopolita, es decir, para nosotros la Inglaterra es nación universal y está en todas partes. La razón de su grandeza es ésta: es una nación metódica que no se incomoda nunca por los demás. Ustedes son violentos, viven anhelantes, preocupados todo el día   -81-   y la noche en gran parte en la resolución de los problemas económicos y políticos. No tienen hora para comer ni para dormir. El inglés trabaja hasta las cuatro de la tarde. Después, mientras los de aquí siguen pugnando y enfermándose del hígado, el inglés anda en bicicleta en pandilla, con los pantalones arremangados, juega al polo y se olvida de su banco o de su casa de comercio y le prende al coñac o al gengirbier por vía de aperitivo. All right! Después come. Ésta es la hora clásica. Nadie se permite ir a la mesa, sino aseado y con su mejor traje. Las señoras pagan tributo al decoro. Usan vestido escotado, como para una fiesta y los hombres tienen el smoking elegante y liviano. Están alegres. Allí bajo la luz del gas, llenos los centros de mesa de flores recién cortadas, se venera la religión del viejo y honesto hogar inglés. Como ninguna raza tienen ellos el culto de la familia y la reverencia   -82-   por el recuerdo de las glorias nativas. Han hecho conocer aquí el encanto de la estufa prendida y la necesidad del ambiente tibio en la noche de invierno, llena de la amable poesía del diálogo jovial, impregnado de humour y de cortesías. Yo no niego que suele haber a veces en sus diversiones algo de grotesco, pero hay que admitir que el clown deriva de la salud de los órganos y del exceso de elasticidad y robustez muscular y es bueno no creer demasiado en la leyenda que describe al inglés, amaneciendo acostado debajo de la mesa de su comedor, saturado de humo de cigarro y de vapores de gin... Son hipérboles. No será imposible por cierto uno que otro descomunal peludo como dicen ustedes pero esto no es muy reprochable. Al fin y al cabo todos los pueblos participan un poco de la idiosincrasia del gran padre Noé. Pero ustedes no negarán que como en ninguna parte, Natividad canta   -83-   en el hogar inglés el tierno poema de las cunas en la penumbra. Es la dominadora de sus casas. En las otras razas buscan los padres la noche callejera, aquí no salen después de comer. Hablan de la patria lejana y de su reina y tienen el orgullo de aquella gran madre virtuosa, mientras las muñecas vestidas de seda, los helechos y los caballitos de palo asisten en el comedor a las emociones de la familia, bajo la luz del gas, cerca de la estufa prendida. Ellos están en Inglaterra, y se impregnan de la prepotente lascivia de sus glorias inmortales. Conquistan para enriquecerse, porque ése es un medio de ecuanimidad moral y de felicidad humana y una resultante de virtud y para civilizar, porque éste es pueblo que ama a Dios, respeta el hogar y busca en definitiva, digan lo que quieran, que sea sagrada la libertad del hombre. Por esto ha resultado un pueblo superior. Ha concluido la conquista   -84-   sin oponerse más que lo necesario a las emancipaciones, mientras otros la empezaron con sangre como él y la terminaron con la opresión y la esclavitud. God save, England!

-Muy bien, muy bien -exclamaron muchas voces a un tiempo. Eran ingleses mezclados a la muchedumbre.

-¡Vivan las razas! ¡Viva la evolución! -gritó D. Manuel de Paloche, abrazando al inglés.

-¡Revolución! -rugió la turba- ¡Viva la revolución!

-¡Animales! -increpó D. Manuel, echándose la galera a la nuca-. No he dicho esa barbaridad.

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