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ArribaAbajoÉpoca tercera


ArribaAbajoCapítulo I

Prestigios e influencias de Bolívar


Bolívar se presentó en el Perú después de la batalla de Ayacucho, coronado de todas las glorias que a un hombre pueden ofrecer su constancia, valor, triunfos y grandeza de alma. Entró a la capital cautivando la opinión y atrayendo sobre sí la admiración y respeto universal. No era un hombre, era una divinidad a cuya voz se movían los pueblos y los ejércitos: cinco millones de hombres lo glorificaban; tres repúblicas esperaban de él la marcha de sus destinos: Colombia, Bolivia y Perú se disputaban la honra de su presencia. Dotado de una mente vasta que en un instante abarcaba los hechos y sus relaciones, y se transportaba con su vista a todos los puntos del ámbito en que obraba, era un genio que brillaba en un vasto horizonte, cambiando los destinos de los pueblos e invirtiendo el semblante de las sociedades.

Rodeado de tantos prestigios del poder y de admiración, venció sólo con su nombre los restos aún poderosos del ejército español que se hallaban concentrados en el Alto Perú, bajo el comando del General Olañeta. Su General predilecto, Sucre, a quien dio esta misión, como le diera la de Ayacucho, marchó contra el enemigo, lo vio y lo venció. Veni, vidi, vici.

Después de este último suceso de la guerra de la independencia, inició Bolívar su marcha por las provincias interiores del   —107→   Perú y de Bolivia, desde la capital de Lima hasta la ciudad de Potosí; esta marcha fue un continuo paseo triunfal que recordaba los que dieron César y Pompeyo después de sus más célebres batallas. A su aproximación a las capitales de los departamentos, al frente de las demás autoridades civiles, militares y políticas, los empleados y las corporaciones, acompañadas por un grupo principal de la población, iban a su encuentro hasta gran distancia, donde lo recibían con una pompa y una magnificencia, cuya descripción en conjunto y pormenores ocuparía un volumen aparte. Nunca ningún hombre de los tiempos modernos, exceptuando Napoleón, se vio circundado de tanto esplendor ni se hizo tan señor de todos los sentimientos. Los pueblos, reuniéndose y llenando todo el espacio de los lugares por donde él transitaba, como un mar que se arroja sobre la playa agitado por los vientos, salían en masa a verlo con exaltado entusiasmo y admiración fanática. En todas partes se le levantaban arcos triunfales en que se ostentaba todo el arte y toda la grandeza de los días anteriores de la opulencia peruana. Le hicieron regalos primorosos y de gran valor, los que generalmente él obsequiaba, a su vez, a alguna joven, algún jefe o algún patriota benemérito. Los caballos enjaezados con una fantasía oriental, con cascos, brida, estribos y espuelas de oro macizo, testera, manta y pistolera, bordados y esmaltados con piedras preciosas, que le presentaban para su entrada en cada capital de departamento, habrían servido para la entrada de los Césares en la capital del mundo; sin embargo, era sin duda más digno de este homenaje el general americano, que daba la libertad a los pueblos, que a los emperadores romanos que lo encadenaban. Hasta en los más tristes y desiertos pueblos se le dieron grandes banquetes, bailes, representaciones dramáticas, trayéndose los objetos de estos lujos a grandes costos desde las partes más remotas de la república. Una miserable aldea, situada en las heladas regiones de la Cordillera de los Andes, se convertía como por encanto, el día de su entrada y durante su permanencia en ella, en una populosa ciudad y en una brillante corte republicana. «Aun el clima, decía una de las gacetas de Puno, parece haber variado en las regiones frígidas del Collao con el calor de los fuegos artificiales, de las estufas y de las chimeneas que en ella se hicieron aparecer, al paso del Libertador».

Sobre todo las fiestas que se hicieron a su entrada en la antigua capital de los incas excedieron todas las otras en riqueza, variedad y profusión. Al frente de la numerosísima comitiva que de la ciudad salió a recibirlo, fueron doce chiquillas   —108→   del Colegio de educandas, vestidas de vestales peruanas, y una de ellas, la más hermosa y significativa por su descendencia, pues pertenecía a una de las familias más ilustres que habían sido sacrificadas por el gobierno español, y cuyo padre pereciera en un patíbulo, llevó una guirnalda de brillantes por un valor de 80 mil pesos, que, bajo el arco que conduce a aquella ciudad, puso graciosamente sobre la frente del libertador, dirigiéndole algunas palabras análogas y sentimentales. Bolívar aceptó con agradecimiento, y la ofreció con generosidad a un jefe colombiano. Los esfuerzos del General Gamarra que entonces era prefecto del departamento, que temía que la indignación del libertador contra él lo hiciera desaparecer, y que quería, por consiguiente, aplacarla a costa de los mayores sacrificios, contribuyeron a esta extraordinaria pompa de la recepción de Bolívar hecha por el Cuzco. En esta ciudad y en la de Potosí, se acuñaron medallas de oro y plata con su busto, que se distribuyeron a su entrada en estas capitales.

Cuando Bolívar regresó a Lima, el Congreso decretó que se le diese un millón de pesos del Erario nacional como una de las pruebas de su reconocimiento por los grandes servicios prestados al país, además de dos millones que también decretó en favor de las tropas colombianas que realizaron las campañas de la independencia, para ser distribuidos, como efectivamente lo fueron, de generales para abajo, conforme sus graduaciones. En cuanto a la suma asignada a Bolívar, éste se negó a aceptarla, y sólo a instancias de la asamblea la admitió, remitiéndola inmediatamente a su patria, para que la empleasen en objetos de utilidad pública.

En una de las primeras proclamas que este ilustre hombre dirigiera a los peruanos, antes de entrar en su territorio, les había dicho, entre otras grandes cosas: - «¡Peruanos, yo no os tomaré un solo grano de arena!»

Estas palabras las había expresado con sinceridad; estaban de acuerdo con sus sentimientos y no quería desmentirlas. Estos hombres raros son los verdaderos grandes hombres. ¡Qué desgracia para la humanidad que estén sujetos a pagar, como los hombres vulgares, el tributo de la muerte!

El Congreso de Bolivia le otorgó también otro millón de pesos, que igualmente rechazó admitir, y que no aceptó sino a instancias del mismo Congreso, y con la condición de que fuese   —109→   esta suma empleada, como lo fue efectivamente, en rescatarse la libertad de cerca de mil esclavos que existían en aquel país. ¡Almas como éstas no produce la naturaleza a cada instante! Además de esto, la república boliviana, antes Alto Perú, tomó aquel nombre del héroe, su libertador, y acuñó su moneda con el busto de él.



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ArribaAbajoCapítulo II

Vista general del Perú independiente, hasta la primera revolución


Después de la batalla de Ayacucho, presentaba el Perú todos los elementos que puedan hacer próspera y feliz una nación. Tenía independencia, tenía libertad, tenía patria, tenía hombres, cultura, riqueza, tenía moral, virtud, nacionalismo. El primer héroe de la América meridional, Bolívar, cuyo nombre en ese momento volaba en alas de la fama a todos los ángulos de la tierra, se hallaba en la capital, estimulando los ánimos a la gloria y teniendo en sus manos la suma de los poderes públicos. A su lado estaban Sucre, La Mar, Córdova, Necochea, Lara, Otero, Silva, Plaza, Miller y otros guerreros de genealogía de los Sidneys y de los Lafayettes. En ejército de bravos, vencedores de veinte batallas, y en cuyos cuerpos estaban aún recientes las heridas recibidas en los campos de la gloria, protegía las primeras instituciones que se hacían para organizar un nuevo Estado. Pando, Guido, Unanue, Larrea y Loredo, Sánchez Carrión, Luna Pizarro, Monteagudo, Pedemonte, Mariátegui, Heres, Martínez, León, Moreno y otros muchos hombres eminentes, dirigían la política y daban impulso a las opiniones. La sociedad electrizada con la imagen del triunfo reciente de sus armas y de la inmensa perspectiva de felicidad que se le ofrecía, seguía con placer la marcha del gobierno y recibía con entusiasmo las leyes que se le daban; leyes que eran concebidas y aprobadas con el ardor del patriotismo.

Los magistrados encargados de la administración pública eran venerados por el pueblo, y éste por su vez recibía de ellos el homenaje a sus sacrificios. El concurso simultáneo, aunque pasajero, de mil circunstancias felices que parecían haberse reunido de pronto, estableció una admirable armonía entre el pueblo y el gobierno y una rara distribución de derechos y de deberes entre los que debían obedecer y los que estaban destinados   —111→   a mandar. La libertad, la seguridad, la protección de las leyes, el camino de las honras y de la fortuna, existían para todos; el poder estaba con aquellos que podían comprender sus propósitos, aunque no conocieran los medios para conservarlos; con aquellos que eran muy orgullosos para poder someterse a la servidumbre, y muy generosos para que deseasen tener esclavos; con aquellos que, ansiosos del progreso intelectual y del bienestar físico de los pueblos, consagraban a este objeto sus tiempos y sus desvelos; con aquellos finalmente que, gozando de las ventajas de una educación liberal, tenían una alma superior a los preconceptos, ya que no lo tenían a los celos y a las rivalidades.

Entretanto, todos los ciudadanos tenían participación en el poder, no obstante, sólo una parte bastaba para reprimir los actos de despotismo y para elevar los ánimos sobre los sentimientos del interés material. Todos participaban del poder, pero como ciudadanos y nunca como magistrados. El honor, la vida, la propiedad y todos los derechos individuales, se hallaban garantizados por las leyes y por el poder que las ejecutaba, en todo lo humanamente posible. Mientras que la exposición pública de los vicios privados y la difamación personal eran reprimidos por todos los medios legales, el comportamiento de los magistrados y de todos los funcionarios públicos sufría un examen asiduo y una investigación constante.

Los pueblos estaban sometidos a todas las determinaciones del gobierno, pero esta subordinación era la subordinación de un pueblo libre a la autoridad ejecutiva, era la obediencia a las leyes y a los magistrados que él mismo creara, era la expresión de respeto y gratitud de una acción magnánima y generosa para con los custodios de su libertad, era finalmente el homenaje a la virtud y al merecimiento.

Bajo la influencia de este feliz sistema de administración, avanzó positivamente el Perú a su prosperidad. Todas las fuentes de engrandecimiento nacional fueron abiertas por el genio de Bolívar y conservadas por las virtudes de La Mar. Se explotaron nuevamente las minas, como lo habían sido en tiempo del gobierno español; se animó y engrandeció el comercio con la entera libertad, con la competencia, con la baja de tarifas y con la comunicación franca con todas las naciones; se reformó el sistema de hacienda y se simplificaron los reglamentos de las oficinas; se estimuló y atrajo la emigración extranjera con   —112→   concesiones generosas y lucrativas; se crearon colegios, academias, bibliotecas nacionales; hermoseáronse las ciudades con monumentos públicos, con jardines, alamedas y paseos; se ofrecieron premios a las invenciones en las artes y en las letras; se establecieron relaciones con los estados de Europa, a cuyas principales potencias se mandaron ministros y agentes; se mejoró finalmente la condición de los indígenas, elevándolos a la categoría de ciudadanos y ofreciéndoles instrucción.

En esos días se oyeron los ecos de la sublime poesía de Olmedo y se hicieron los cálculos profundos de Paredes. Pando comentaba los pensamientos de Chatham, y Vidaurre popularizaba las doctrinas de Junio. En la tribuna, en el púlpito, retumbó la voz de una elocuencia varonil. Las imprentas periodísticas, disputando arduamente las gracias de un estilo encantador, ventilaban con celo y asiduidad los asuntos más importantes del Estado. El patriotismo absorbía todos los sentimientos, y las virtudes republicanas brillaban con el sacrificio voluntario de la tranquilidad y de la fortuna de cada uno de los ciudadanos.

A pesar de todo esto, bien rápidamente estos días de prosperidad naciente desaparecieron bajo la influencia de los partidos, de las ambiciones y de las rivalidades que se originaron en el mismo seno de la felicidad, tan pronto como los peruanos se vieron libres del yugo español y comenzaron a disfrutar los goces de la libertad y de la independencia.

La historia circunstanciada de este vasto cuadro de conmociones y de acontecimientos extraordinarios será la tarea propia de uno de aquellos escritores vigorosos y enérgicos, cuyo genio sabrá crear colores bastante vivos y fuertes para pintar las graduaciones de estos sucesos que progresivamente fueron conduciendo a la nación peruana a su última decadencia y ruina. Sólo el águila puede remontarse con un vuelo atrevido hasta una altura para poder dar una mirada de conjunto a un vasto y enmarañado paisaje. Yo no me siento, al trazar este bosquejo imperfecto, ni con las fuerzas ni con los medios para atreverme a emprender esta inmensa tarea en esta tierra bienaventurada de mi asilo.

El prudente nauta que no tiene para navegar sino una frágil nave, no se enfrenta a las olas espumosas de un mar encrespado, y mide su curso por la fuerza y por la extensión de sus velas.

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Meteiri se quemque suo modulo ae pede veum est.


(HORACIO)                


Pero, mientras llega el día en que una mano poderosa corra el velo que cubre este vasto teatro de virtudes y de crímenes, de grandeza y de abatimiento, de pasiones elevadas y bajas, me esforzaré por presentar una idea muy general, aunque imperfecta, de él, a fin de satisfacer de algún modo la curiosidad de aquellos que no quisieron ser huéspedes de los acontecimientos de su siglo. Muchas veces testigo ocular, desde la primera revolución militar en tiempo del General Gamarra, algunas veces espectador lejano, aunque siempre contemporáneo, expondré con imparcialidad aquello que mis circunstancias me pusieron en estado de saber, sin nunca lanzarme a hechos aventurados ni a cuadros pintados con los colores del odio.



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ArribaAbajoCapítulo III

Acontecimientos más notables desde la independencia definitiva hasta la retirada de Bolívar


La nación Peruana, reconocida en parte por los servicios que le prestara Bolívar, y hallándose por otra parte en una situación en que sólo el poder de un dictador podía salvarla de la anarquía o de la esclavitud, lo invistió por medio de sus representes, de este ilimitado poder. Bolívar lo aceptó por la segunda vez, con el ofrecimiento de no hacer uso de él sino cuando fuese necesario para asegurar la consolidación del país, y mientras en el mismo existiesen circunstancias que amenazasen su tranquilidad. Durante este período de su administración, gozó el Perú de prosperidad y apareció grande y respetable a los ojos de los demás estados de América, y aun de Europa, conforme lo indicamos en el capítulo anterior. Entretanto, no siendo en general esta prosperidad hija de instituciones sólidas y duraderas, adaptadas al carácter de los pueblos y conforme al espíritu de republicanismo riguroso y de independencia, dominantes en el Nuevo Mundo, pero sí siendo el efecto del estado feliz en que se hallaba el país a pesar de la larga guerra sufrida, con riqueza, con hombres de talento y aptitud, con ilustración, con patriotismo y consagración a sus hijos y con una población regular, se iba a lo lejos preparando la tempestad en el silencio, y los elementos de la ruina se agrupaban sordamente sin que la hubiesen podido presentir los ojos eléctricos del libertador, ni la previsión de sus grandes ministros, ni el instinto de los pueblos, envueltos todos en el manto del entusiasmo.

El Libertador había concedido a Bolivia una constitución que aunque conteniendo principios monárquicos y admitiendo la existencia de un presidente vitalicio, había sido aceptada por aquella república con satisfacción y aplauso general. Lisonjeado por este éxito y por la acogida recibida en las provincias   —115→   del Alto y Bajo Perú, conforme manifestamos en el capítulo 1º, época tercera, pensó que aquella constitución sería también aceptada por los pueblos del Perú, y en consecuencia propuso su adopción, cometiendo con esto el más grande error que contribuyó principalmente a su caída, y que desde luego debilitó su influencia en la mente de los republicanos. Confirmado en una idea tan contraria al espíritu del siglo por los aduladores y aspirantes que trataban de lisonjear su amor propio haciéndole la corte, al igual que los cortesanos de Europa a los reyes, olvidó o no consideró que ningún gobierno sería duradero en aquel país, a no ser basado en la opinión pública, y desconoció la falta de aplicación de principios que sólo podrían encuadrar al sur de Europa.

Los peruanos, ya libres de peligros por parte de España, comenzaron a sentir con impaciencia el peso de los aliados que les ocasionaban grandes gastos y sacrificios; y por otro lado, aunque las tropas colombianas observaban en el país una moral y una disciplina estrictas, sus hábitos y sus costumbres nacionales eran enteramente diferentes a los hábitos y costumbres del Perú. El código boliviano, por lo tanto, era en consecuencia impopular para la mayoría de los habitantes, tanto que los mismos esfuerzos que se emplearon a fin de preparar los ánimos para aceptar la constitución no hicieron más que aumentar la mala voluntad que por ella sentían. Desde antes había ya existido un partido anti-colombiano, y este espíritu tomaba ahora más fuerza y formaba un partido fuerte. Al desafecto siguió el disgusto, al disgusto el descontento general. Se descubría, poco después, una conspiración que tenía por objeto el asesinato de Bolívar y la expulsión de las tropas colombianas del territorio peruano. Afirmaron unos que esta conspiración fue tramada por un pequeño grupo de oficiales subalternos y por civiles de poca influencia, y otros que era enteramente imaginaria.

Para juzgarse a los cómplices de esta verdadera o pretendida conspiración, se formó un tribunal supremo que exhibió un celo y una severidad igual a la manifestada por el tribunal marcial permanente que existía anteriormente. Un oficial peruano de gran merecimiento fue condenado al fusilamiento; marchó al suplicio con admirable serenidad de ánimo y al sentarse en el banquillo, pronunció un breve discurso cuyas últimas palabras fueron, que moría por la patria. El Coronel Vidal, que en tiempos posteriores llegó a ser General y presidente provisional del Perú, huyó al interior y fue, con varios otros oficiales   —116→   tachados de la lista militar y condenado a diez años de prisión. Ninavilca, jefe afamado de guerrillas, y montoneras que hizo terrible guerra a los españoles, y otros caudillos de la misma categoría, huyeron también y fueron condenados en su ausencia a la horca, no obstante hallarse este género de castigo abolido por un decreto del año 22, dado por San Martín. Los Generales Necochea y Correa, los Coroneles Estomba y Paulet, con algunos de los principales comerciantes de la capital, entre los que figuraba, D. José Sarratea, célebre por su patriotismo desde el principio de la revolución de Buenos Aires, fueron obligados a dejar el país.

Este acontecimiento inesperado hizo que Bolívar se decidiese a dejar el Perú, por la tercera vez. Se difundió la noticia por la ciudad, causando una sensación de desasosiego y aumentando el temor que habían ocasionado los sucesos de la conspiración. El 13 de agosto de 1826 fue el día anunciado para su partida. El pueblo mostró gran agitación y ansiedad desde la mañana del día 13 hasta la tarde del día 16. Los que deseaban que en el Perú se estableciese un gobierno fuerte y enérgico, hicieron uso de todos los recursos de su entendimiento, y se valieron de los argumentos más poderosos para disuadir a Bolívar en su determinación pero éste se mostró inexorable.

En la mañana del 13, los habitantes del barrio de San Lázaro, sobre la margen izquierda del Rímac, acompañados de bandas de música y llevando el estandarte bicolor por delante, marcharon en procesión hasta la plaza mayor donde se situaron, llenando un inmenso espacio frente a palacio. Al presentarse Bolívar por una de las ventanas, retumbó el aire con vivas y exclamaciones que duraron varios minutos. Luego vino el silencio, y encaminándose el cura de S. Lázaro a palacio dijo al Libertador en nombre del pueblo «que él solo podría dejar el país pisando los cadáveres de ese mismo pueblo a quien diera independencia y de cuyas libertades fuera celoso guardián». Los miembros de la municipalidad, formados en grupo, llegaron después, pidiéndole la gracia de no abandonar la patria de los incas, aquella tierra que tantas veces él había declarado ser la tierra de su predilección». Bolívar respondió con una negativa absoluta, y entonces colocando a los pies del Libertador las insignias de su oficio, agregaron «que en tal caso no continuarían en el ejercicio de su ministerio».

En seguida se fueron presentando sucesivamente todas las   —117→   delegaciones mandadas por las diferentes parroquias de la ciudad, a fin de poner un muro inexpugnable al intento de Bolívar; pero éste, firme como una roca, rechazó dar la más pequeña esperanza de permanecer en el país, hasta qué movido por el peso de la gratitud por tantas y tan grandes pruebas de adhesión de una capital entera y por las repetidas e incansables súplicas de la población que en su instinto presentía las crueles calamidades que vendrían después de su partida, prometió dar una respuesta irrevocable en el plazo de ocho días.

Las corporaciones continuaban haciendo sus peticiones, y las provincias mandaban diariamente a sus representantes; el palacio se llenaba de inmensa multitud de ciudadanos de todas clases, y hasta los campesinos de las villas y lugarejos adyacentes, que venían a unir sus ruegos con los de la capital, fueron admitidos, por la primera vez en tres siglos, dentro del recinto sagrado de la antigua casa de los virreyes, hoy casa suprema del gobierno. El ejército nacional manifestó también sus más vivos deseos de que el Libertador continuase permaneciendo en el país.

Siendo el día 15 del mismo mes de asistencia pública a la catedral, Bolívar se vio obligado a asistir, acompañado de todos los magistrados, corporaciones y empleados de la capital. A su regreso de esta ceremonia, retumbó el palacio con una multitud de arengas patéticas y elocuentes, que tenían por objeto recordarle las indestructibles relaciones que existían entre él y el Perú, y disuadirlo de su intento de abandonar este país en ocasión en que más necesitaba de su protección. El docto y virtuoso eclesiástico Carlos Pedemonte le dijo en esta oportunidad en nombre del clero «que el Perú dejaría de existir, tan pronto como aquel que fuera el árbitro de la misma fortuna llegase a abandonarlo». Bolívar, siempre elocuente y enérgico dio por única respuesta estas palabras; «Si yo sólo escuchase los deseos de mi corazón, me quedaría con los peruanos que supieron ganar todos mis afectos; entretanto, me llama mi patria, y, cuando habla el deber, necesario es obedecer sin dar atención a las seducciones del sentimiento».

Las bellas matronas de la capital, reunidas previamente en sala consistorial, llegaron a palacio vestidas de gran gala para unir sus votos a los votos de los hombres; esperaban, con el poder de sus gracias y de sus encantos, quebrar la inflexible determinación de Bolívar. Y ¿quién habría resistido a los ojos   —118→   de estas hechiceras, que con sus miradas de fuego arrebataban el alma de cuantos las contemplaban?. Después de escuchar el héroe de temple de acero los dulces ruegos de estas hermosas intercesoras, respondió: «El silencio debería ser la única respuesta que yo podría dar a esas encantadoras expresiones que me cautivan no sólo el alma, sino también el deber. Cuando habla la belleza, ¿qué pecho puede resistir? Yo también fui soldado de la belleza, porque combatí por la libertad, y la libertad es bella; derrama la dicha y adorna con flores la senda de la vida». Al concluir estas palabras se agruparon las señoras en torno de Bolívar, y, después de una discusión larga y animada, gritó una voz angélica: «El libertador se queda en el Perú!».

Una aclamación general fue la respuesta y conclusión de esta escena en que combatió la rudeza con las gracias. ¡Qué alma tan grande la de Bolívar! ¡y qué desapego ejemplar! Renunciar tantas veces y con tanta firmeza a los inciensos del poder, y de un poder más grande y más bello que el de los reyes, porque estaba afirmado en la voluntad, en el entusiasmo y en la admiración de los pueblos y rodeado de los favores de la belleza, ¡no se registra en las páginas de la historia de Carlos XII, de Pedro el Grande ni de Napoleón Bonaparte! Sólo esto bastaría para justificarlo de las calumnias con que sus gratuitos enemigos quisieron oscurecerle la gloria; y cuando digo gloria, no me refiero a las mil victorias que le coronaban la frente; hablo sí de su gloria mayor, de su patriotismo, de su consagración, de sus sacrificios en pro de los pueblos hasta su llegada al sepulcro.

Al día siguiente, los colegios electorales de provincia y de la capital resolvieron que fuese la Constitución Boliviana adaptada en el Perú, y que el Libertador fuese nombrado Presidente vitalicio.

Después de estos acontecimientos, se ocupó Bolívar seriamente de la reunión de un Congreso General Americano, cuyo objeto era estrechar las relaciones de los nuevos estados, combinar sus fuerzas para rechazar cualquier ataque o usurpación del extranjero, prevenir y decidir sobre las diferencias políticas que pudiesen originarse entre ellos, y observar finalmente la política europea con respecto a los intereses de los estados americanos. Para la realización de este vasto proyecto, que comprendía la formación de una gran confederación americana, cuyo protector supremo debía ser el mismo   —119→   Bolívar, convidó éste a los diferentes gobiernos de los nuevos estados para que enviasen a sus respectivos representantes a Panamá, punto asignado para la reunión del congreso. En este proyecto tuvo gran participación el célebre Monteagudo, que en ese entonces era ministro y que usó todo su talento para este fin.

Mientras que en el Perú se hacían estos preparativos, los negocios políticos de Colombia, que iban comenzando a complicarse, exigían ya imperiosamente la presencia de Bolívar en aquel país. Con este motivo, se vio obligado a dejar el Perú antes de haber establecido nada duradero, antes de haber organizado un sistema de administración capaz de uniformizar las opiniones y de contener a los funcionarios públicos dentro de los límites de sus respectivos deberes.

A su llegada a Colombia, trató Bolívar de hacer que la Constitución Boliviana fuese también recibida en esa república, a fin de extender así su poder desde Potosí hasta las márgenes del Orinoco. Todos esperaban ver, de un momento a otro realizado el proyecto de gran confederación entre el Perú, Bolivia y Colombia; sin embargo, como aquella constitución era tan inadaptable en la primera como en la segunda de estas repúblicas, fueron vanas todas las tentativas que se hicieron con este intento.

No obstante, se realizó en esa oportunidad la reunión del gran congreso de Panamá, de cuyos trabajos y sabiduría se esperaban resultados de una magnitud gigantesca. Los diputados parecían tener entre sus manos los destinos de la América entera; sin embargo, sus tareas se limitaron a unas tantas proclamaciones escritas ciertamente con mucha erudición y en estilo magnífico, pero que, rodando sobre el mundo de las teorías, sirvieron para cautivar la imaginación, pero no para producir el resultado esperado. Los diputados desconocieron la verdad de que los intereses, los hábitos y el carácter de los nuevos estados eran y son tan varios, y a veces tan opuestos entre sí, como lo son los de las naciones rivales de Europa.

Bolívar, que fue el genio de las batallas, nunca se mostró genio de la política, no preparó maduramente todos los medios para conseguir su grandioso proyecto, ni todos los hombres, de quienes para eso se valió, tuvieron toda la capacidad, celo y fidelidad necesarias. Sin embargo, su proyecto de un congreso americano para estrechar las relaciones de los estados   —120→   nacientes y formar entre ellos una liga contra cualquiera nueva tentativa de España, o de cualquier otra potencia europea, era en sí magnífico, útil y digno de que todos los pueblos Hispanoamericanos hubiesen cooperado para su formación. Bolívar expresaba en esta idea una que nacía de sus épocas; acababa de consumar la separación definitiva de las colonias españolas, y esta separación, no existiendo aún nacionalidades, había sido operado con el concurso de todos los americanos indistintamente. Bolívar nacido en Caracas, y San Martín en Buenos Aires, habían llevado la guerra donde quiera que se levantaba la bandera española, hasta que en Junín y Ayacucho se reunieron y se confundieron estas dos corrientes libertadoras, absorbiéndose una en la otra. Bolívar, pues, pensando en la instalación y permanencia de un congreso americano, pensaba en el porvenir de su obra. España no había reconocido la independencia, y nadie podía asegurar por entonces que algún día tarde o temprano, no principiase de nuevo la guerra en algún punto para donde, como hasta entonces se había hecho, era necesario que todos los estados dirigiesen sus fuerzas a fin de rechazar una agresión que a todos comprometía. Para la armonía general en la política americana, toda república es distinta de la europea, y para el caso de iniciarse de nuevo la guerra con España, un congreso era un medio curativo real, porque las colonias todas veían su independencia amenazada, y agresión en parte, significaba agresión total.

Mientras tanto las nuevas repúblicas, después que se vieron independientes y que comenzaron a gobernarse por sí mismas, se hallaban demasiado ocupadas con sus propios problemas, demasiado llenas de novedades, de grandeza, de prosperidad, demasiado ocupadas en el presente para pensar en extender su vista hacia el porvenir ni en llevar su elaboración política más allá de los límites de su suelo. Así, el gran congreso americano, tan lujosamente embellecido con los escritos del célebre patriota y estadista Vidaurre y fundamentado y enérgicamente defendido por el ministro Monteagudo, quedó en la categoría de un espectáculo en gran día de parada.

A la salida de Bolívar del Perú, se constituyó un Consejo, Supremo de Gobierno; el General Santa Cruz quedó a cargo de la presidencia y el General Lara al mando de las tropas colombianas. El ministerio estaba integrado por D. José María de Pando, D. José Larrea y Loredo y D. Tomás Heres, el   —121→   primero encargado de las relaciones. internas y externas, el segundo de hacienda y el tercero de guerra.

El consejo de gobierno decretó que el 9 de diciembre siguiente, día del aniversario de la batalla de Ayacucho, se prestase el respectivo juramento de obediencia a la constitución Boliviana. Las autoridades y los empleados parecieron recibir el decreto con agrado y satisfacción, pero la mayoría de los habitantes de la capital manifestó un disgusto y una repugnancia evidentes. No obstante, se prestó el juramento en todas las provincias con toda la pompa y solemnidades de estilo.

La opinión pública comenzó, entonces, a dividirse abiertamente en dos partidos bastante diferentes, uno que deseaba y juzgaba necesaria la permanencia de Bolívar en la dictadura, y el otro que la reputaba innecesaria, funesta al país e incompatible con las libertades públicas. La prensa se ocupó fuerte y extensamente de este asunto. Los amigos de Bolívar recordaban los días pasados, las horas de peligro del Perú; recordaban los rasgos característicos de la vida pública de este héroe, hacían la elocuente reseña de los servicios eminentes prestados al país, de sus virtudes, de su heroísmo, de su desapego generoso, de la prosperidad que había gozado el Perú bajo su administración. Sus enemigos, por el contrario, enemigos por ambición y resentimientos, clasificaban sus actos de atentatorios contra la soberanía nacional, y lo acusaban de querer revestirse de poder.

La mayoría del pueblo pronunció solemnemente su opinión de que había sido obligado por la fuerza a adoptar el código boliviano, y que era ilegal la elección hecha para presidente vitalicio de la república en la persona de Bolívar, ya que los colegios electorales no tenían facultad para resolver asuntos de esta naturaleza, siendo atribución únicamente de un congreso general la determinación de la forma de gobierno bajo la cual debía ser regido el país. Las tropas bolivarianas existentes en el Perú se declararon igualmente contra la adopción del código boliviano.

La consecuencia de todos estos incidentes fue una revolución militar, y después un cambio político que destituyó a Bolívar de la dictadura y declaró innecesaria para el futuro su intervención en los asuntos del Perú. Un oficial peruano llamado Bustamante sorprendió y apresó una noche, en su domicilio, a los Generales Lara y Pando, con otros varios jefes   —122→   colombianos que, siendo considerados como enemigos de la revolución, fueron inmediatamente enviados a Guayaquil. Los ministros Pando, Larrea y Heres renunciaron; se formó un nuevo ministerio compuesto por Vidaurre, José Morales y D. Juan Salazar, continuando a la cabeza del gobierno el General Santa Cruz.

Este nuevo gobierno trató inmediatamente de que las tropas colombianas dejasen el territorio peruano, enviándolas a Guayaquil, bajo el comando del Coronel Bustamante, después de haberles pagado la suma de doscientos mil pesos por sus servicios prestados.

Después de este cambio, se ocuparon los poderes públicos de apoyar y justificar la medida adoptada por el nuevo ministerio para cortar la ulterior ingerencia extranjera en los asuntos del Perú; pero, fue siempre hablando de Bolívar con el mayor respeto y expresando la gratitud del pueblo peruano para con los servicios por él prestados. Así terminó el poder ilimitado que Bolívar ejerciera en el antiguo y opulento imperio de los incas; y he aquí el reverso del cuadro que presentó la capital de este imperio poco tiempo antes, cuando toda su población, presidida por el clero y acompañada del bello sexo, le rogaban como a un dios que no abandonase el país, y sus magistrados expresaban que, si él partiere del suelo predilecto, no continuarían ejerciendo sus funciones.

Si este cambio político fue un acto de ingratitud de parte de los peruanos para con el hombre que les dio la patria, libertad e independencia, o si fue una medida razonable y justa que un pueblo, nutrido con los principios de libertad, tomó para librarse de una autoridad absoluta, semejante al despotismo en su absolutismo, será una cuestión que resolverá la posteridad, cuando del caos salgan los hechos verdaderos de la vida de Bolívar, y la historia de las revoluciones americanas. Entretanto, es oportuno resaltar que aquel cambio político se preparó y realizó con la mayor habilidad y circunspección; ningún acto de venganza, ninguna extorsión, ninguna víctima ensangrentada, mancharon este acontecimiento notable en la vida del Perú independiente.



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ArribaAbajoCapítulo IV

Juicio sobre Bolívar


Bolívar, sólo con su nombre, comprende las más bellas páginas de la historia de la América del Sur y presenta un campo hermoso y vasto donde podría extenderse y lucir un entendimiento fecundo y expresivo y pasear con plenitud y majestad una imaginación florida y pintoresca. El heroísmo y el amor a la libertad aparecen en toda la grandeza de su carácter; con un sentimiento de admiración respiramos, en medio de los combates, todo el fervor patriótico, todo el entusiasmo eléctrico a que da nuevo esplendor y sentimiento de la independencia. El que llegue a bosquejar el carácter y los rasgos principales de la vida pública de Bolívar será un historiador que tenga la serena energía, la grandeza mental del héroe cuya gloria se extendió por todo el mundo. Mientras tanto, necesario es ahora decir algunas palabras sobre este elevado argumento.

Bolívar pertenece a aquellos genios que aparecen de siglo en siglo para mudar las leyes e invertir el estado de la sociedad. La naturaleza se esmeró en su formación. Dotado de una energía rara, de una actividad que nada podía agotar, de un valor que las dificultades y los peligros parecían exaltar, de una rapidez de resolución y abundancia de recursos que nunca lo tomaban de improviso en medio de las más críticas circunstancias, consiguió transformar a sus colaboradores en la causa de la libertad y pasar al alma de sus soldados una parte del fuego que animaba la suya, y comunicar, finalmente, a todas las ramas de su misión y de sus tareas más vigor, más rapidez y una exactitud asombrosa. Dueño de una mente vasta que en un instante abarcaba los hechos pasados y futuros y sus relaciones, con el corazón fuerte del león que le hacía arrojarse a los peligros y desafiar la muerte, y con la mirada penetrante del águila, con la que en un solo instante recorría todos los puntos del teatro donde operaba, era el genio   —124→   de las batallas, el pontífice de la democracia, hombre inmenso en su constancia, en su valor y en su amor por la libertad.

Verdad es que Bolívar se presentó en el teatro de la lucha de la independencia, cuando ésta ya había comenzado; Venezuela y Caracas ardían ya en las llamas de la libertad y escuchaban el estampido del cañón desde hacía ya tiempo, cuando él desenvainó su espada; pero ni por eso es menos grande su gloria, ni menos vasta su misión, porque él consumó la obra de los votos de medio continente. En 1812, Venezuela, y con ella toda Colombia, estaban entre la vida y la muerte, cuando él llegó a salvarla con un puñado de valientes que su genio improvisó. Lanzándose a una carrera en que combatieron los hábitos antiguos con las nuevas doctrinas. El congreso de Venezuela estaba integrado por elementos discordes, por hombres superiores, no obstante, algunos de ellos notoriamente realistas, cuyos motivos no eran dignos de culparse, porque la lealtad es muy esencial para la conservación de las sociedades, pero que contrariaban fuertemente el progreso de la causa americana. Y la Sociedad Patriótica de Caracas era una asociación de puros y desinteresados patriotas, en que se habían alistado Miranda, Sans, Roscio, Espejo, Santa y Buzy y otros tantos varones esclarecidos que se dedicaron a la misión de difundir los principios liberales, de uniformar la opinión pública y de poner al país en el camino de su dicha y progreso.

Pero los esfuerzos actuales de todos los trabajos anteriores de estos patriotas irían para siempre a desaparecer en la nada ante los reveses que acababan de sufrir las fuerzas libertadoras y con la terrible y amenazadora posición en que se hallaba Venezuela con los estragos del terremoto y la subsecuente internación del General español Monteverde en la provincia de Caracas. Sí, Venezuela estaba lista para sumergirse nuevamente en la esclavitud. El cuadro que en estos momentos presentaban aquellos patriotas venerables de la emancipación americana, combatidos por la intensidad del dolor presente y por los presentimientos de las calamidades que afligirían a la desventurada Venezuela, es la primera lámina que muestra el genio y la gloria de Bolívar. En la Secretaria del Gobierno de la república, estaba Roscio, dándose golpes en los dedos de la una mano en la otra; Espejo se hallaba sentado cabizbajo absorto en profunda meditación, y Santa y Buzy parado como una estatua junto a la mesa de su despacho. Este cuadro   —125→   representa las agonías de la patria, y en tan tremenda situación aparece Bolívar alzando su poderoso brazo para restituir la vida a la libertad moribunda. Su alma de fuego recibe la inspiración divina, arranca, aparece cual el rayo de la tempestad para serenar y edificar después, persigue, pelea, combate inveteradas preocupaciones, vence al enemigo en el campo de batalla sin más elementos que su valor y su genio y cubre la América con el iris de su gloria.

Pero las elevados dotes de Bolívar no se cifran tan solamente en el valor, en la constancia, en la facultad creadora y en el amor a la patria; la generosidad más admirable, el más raro desapego y una elocuencia enérgica y varonil, lo distinguen también altamente de todos los grandes hombres de su época, y también de otros genios que en tiempos pasados marcharon por la senda de la gloria militar. Hijo de una familia ilustre y opulenta, heredero de una fortuna inmensa, que sacrificó íntegra por su patria, empleándola en los gastos de la guerra de la independencia, en cuya obra se consagró. Nosotros lo vimos negándose a aceptar millones y despojándose de la frente guirnaldas de oro y de brillantes que le ofrecían en ofrenda los pueblos que libertó; lo vimos cuando forzado a admitir aquellas muestras de gratitud pública, las emplea en comprar la libertad de los esclavos y en construir establecimientos de educación y de utilidad pública; lo vimos renunciando por tres veces a la dictadura, el mayor poder que puede un hombre tener sobre la tierra; lo vimos, por último, bajar a la sepultura, perdonando como el Mesías a sus gratuitos enemigos y mandando quemar sus papeles, ¡por no tener ya más sacrificios que hacer por su patria!

En cada uno de los triunfos de Bolívar, en cada función cívica, en cada aniversario de los acontecimientos memorables de la libertad, se le hacían felicitaciones en elevado lenguaje, y los palacios de Bolivia, Colombia y Perú retumbaban con arengas pronunciadas por los hombres más eminentes, por los oradores más célebres de estos países; y él, siempre genio inspirado, lleno de energía y de sentimiento, respondía a cada una de ellas con una elocuencia admirable, como si hubiese visto y estudiado de antemano su respuesta. En la víspera de los combates, en la hora que precedía las batallas, en el momento de la lucha, algunas palabras salidas de sus labios, fuertes como el trueno, rápidas como el rayo, penetrantes hasta el corazón, inflamaban a sus soldados y los llenaban de tal fiereza y de fuerza tan impetuosa, que la victoria tanto se debía   —126→   a sus proclamas elocuentes como al poder de su espada y de su nombre.

En los brindis y otras respuestas improvisadas de este género, también sobresalía Bolívar. Hubo ocasión en que, en un gran convite en Lima, de pie sobre una silla porque la inmensa masa que se formó a su alrededor no permitía verle ni escucharle bien, hizo 17 brindis cada uno de los cuales, yendo a la prensa sin quitarle ni aumentarle nada, fue admirado por su precisión y oportuno contenido. Sólo este talento bastaba para ganarle admiradores y partidarios a su causa.

Si lanzamos una mirada sobre la época de su administración en el Perú, la encontraremos llena de una grandeza y de un tipo particular que la distinguen notablemente de todas las otras épocas. Nunca la república se presentó más digna y respetada ante los ojos de las demás naciones, ni más próspera y llena de esperanzas. Así como fue el apóstol de la libertad en el tiempo de la guerra de la independencia, así en tiempos de paz hacía consistir su gloria en la gloria de los estados, cuyos destinos presidía. Extendiendo a todos, de igual modo, la diligencia de su gobierno, deseaba también garantizar los intereses personales del literato, del artista, del comerciante. El autor vio un campo abierto bello para sus trabajos, y el poeta dramático se encontró rodeado de una nueva perspectiva franca para los vuelos de su imaginación, el poeta épico gozaba de un cielo magnífico y sereno a donde alzar su genio. Las fábricas, que comenzaron a levantarse en tiempo de San Martín, obtuvieron franquicias y privilegios que restauraron una parte de la vida y de la actividad industrial del país; se concedieron iguales libertades al comercio, ya fomentado por varios decretos de su antecesor. Se exoneró al artista de todo tipo de impuestos; el operario fue libertado del oprobio, pudo atravesar todo el país sin ser molestado y establecer su morada en el lugar de su elección; los productos de su trabajo fueron sagrados e inviolables. Las clases pobres gozaron de establecimientos de educación, donde instruir a sus hijos, y la mano protectora del gobierno se extendió hasta los desvalidos y necesitados indígenas, en cuyo favor se dictaron leyes sabias; fueron reducidas sus contribuciones, se crearon escuelas y se les eximió de todo trabajo forzado y penoso.

Sería injusticia no atribuir a sus ministros y a otros hombres eminentes que lo rodeaban una parte de la gloria que circunda   —127→   la época de la administración de Bolívar. Pando, Monteagudo, Heres, trabajaron con ardor imponiendo innovaciones provechosas. El mar tempestuoso que surcaban estos estadistas, o mejor dicho, las inmensas dificultades que tenían que vencer, para conseguir el fruto de sus humanos y generosos proyectos, los tornó aún más dignos de la gratitud pública.

En la época de Bolívar, se distinguieron muchos hombres en la carrera de letras, entre los cuales debemos mencionar al Dr. Valdez y a Olmedo, dos de las capacidades más sólidas nacidas en el Perú, y cuyo nombre se conservó siempre con respeto en la memoria de sus compatriotas. El primero, profundo en la ciencia médica y literato ameno, que se presentó en las diferentes ramas de las bellas letras, tanto antiguas como modernas, dejó varias obras útiles, escritas con primor y originalidad, debiéndose entre ellas mencionar su bella traducción en verso castellano de los salmos de David. El segundo, poeta, economista y estadista, se distinguió en todas esas posiciones; su vida pública estuvo llena de variedad, ya a la cabeza de los negocios, ya de ministro plenipotenciario en Europa, ya de cantor de Bolívar en el retiro, murió dejando, para la gloria literaria del Perú, su inmortal poema de Junín y sus admirables versiones de algunas obras escogidas de Pope.

Entretanto Bolívar, fue genio de la guerra que nunca se mostró genio de la política. Cuando se presentó ante América, después de las últimas batallas que dieron fin a la guerra de la Independencia; cuando apareció en la cumbre del poder, con todos los atributos de la dictadura, rodeado de tantos prestigios y de tanta autoridad, esperaba el mundo que el Libertador constituyese los países a los que había dado la libertad; sin embargo, desvaneciéronse las esperanzas en un doloroso desengaño, y los resultados de sus últimos sacrificios como político, mostraron tristemente no estar destinados al éxito. Su teatro fue, por lo tanto, la guerra, su campo de gloria el campo de los combates, sus elementos los ejércitos y las armas; la paz era su muerte, el campo de la política el escollo de su influencia. La naturaleza lo destinó para libertar los pueblos de la esclavitud, y no para guiarlos en el reinado de la paz. Su misión terminó en la batalla de Ayacucho. Cuando llegó a las márgenes del Apurímac, y, bebiendo de sus aguas, invocó a los incas para entrar en su antigua capital, había ya este genio   —128→   recorrido toda su carrera; ya estaba aquí en su occidente este astro brillante.

Tal vez él mismo conoció esta verdad cuando (suponiéndose que hablase con toda sinceridad) dijo al Congreso, al ofrecer el proyecto de constitución para Bolivia: «...Me siento confundido y lleno de temor, convencido de mi incapacidad para hacer leyes. Cuando considero que la sabiduría de todos los siglos es insuficiente para hacer una ley fundamentalmente perfecta, y que el legislador más ilustrado es tal vez la causa inmediata de las desgracias humanas, qué se puede esperar de un soldado nacido entre esclavos, sepultado en los desiertos de su país, sin haber visto más que cautivos entre cadenas, y compañeros de armas que se esforzaban por romperlas?... ¡Yo un legislador!...»

Algunos escritores trataron de comparar a Bolívar con Napoleón, otros con Washington y otros con Carlos XII; pero estas comparaciones y estos paralelos, aunque hechos con un ingenioso mecanismo de lenguaje y con un brillante elemento de colores vivos y variados, son enteramente falsos. Napoleón, por ejemplo, obró en un teatro y en medio de una generación enteramente diferentes a aquellas en que operó Bolívar.

Europa, en el siglo de la civilización, era sin duda diferente a América, que salía de las tinieblas; y Francia, cansada por la revolución y que quería descansar de sus violentas conmociones, era también diferente a Colombia y al Perú, que comenzaban a sentir la agitación de sus futuras conmociones. La misión de Napoleón fue restituir el equilibrio de Europa y la monarquía de Francia, convertida en república; y la de Bolívar fue separar la América del Sur de los cetros y de las coronas y devolver su libertad y su independencia al mundo poético de Colón. Napoleón combatió con ejércitos formidables con recursos inmensos; Bolívar, con un puñado de hombres reunidos por milagro. Napoleón combatió con soldados veteranos, coronados ya desde hacía veinte años con los laureles de la victoria; Bolívar, con civiles salidos de las quebradas andinas, transformados en soldados por su genio. Napoleón encontró para sus campañas, generales antiguos habituados a la victoria, llenos de prestigio y experiencia; Bolívar no encontró sino algunos patriotas generosos que no habían aún acostumbrados sus oídos al estampido del cañón. El único punto en que se pueden igualar y paralelar estos dos hombres extraordinarios   —129→   es que ambos son héroes y ambos llenaron la historia con el tesoro de su gloria.

Debe por lo tanto Bolívar ser considerado por sí mismo y ocupar su puesto particular en la esfera de sus héroes, cuya gloria resplandece en el cumplimiento de su misión. Estuvo destinado a cumplir todas las promesas hechas al encargarse de la independencia de la América del Sur. Cometió errores, es verdad; pero las grandes acciones, las virtudes eminentes del héroe, muy superiores a las debilidades del hombre, le daban un justo derecho a la indulgencia y a la gratitud de sus conciudadanos; y si las reformas políticas, por él proyectadas y ejecutadas no tuvieron el resultado conveniente, no se debe atribuir la falta tan sólo al Libertador, sino también a las fatales propensiones del tiempo, al torrente impetuoso y casi irresistible de la época, demasiado poderosas para ser contrariadas, a pesar de las precauciones posibles de adoptar por el genio humano. El mayor error que cometió fue el proyecto de la gran confederación entre Bolivia, Colombia y Perú, a cuya cabeza quiso colocarse.



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ArribaAbajoCapítulo V

Época de la mar


Breve bosquejo de la carrera pública de La Mar

El General La Mar, natural de Guayaquil, fue educado en España. En 1793, sirvió con crédito en la campaña de Roussillon, en el puesto de teniente del regimiento de Saboya. En 1808, con el grado de mayor, fue uno de los heroicos defensores de Zaragoza, donde quedó gravemente herido. Obtuvo después el comando de una columna en Valencia, en cuyo desempeño adquirió gran reputación en el ejército y gran aprecio y estima entre los habitantes de aquel país, con los cuales se mostró bastante popular. Llevado al hospital de Tudela para ser curado de sus graves heridas, fue incluido en las capitulaciones del General Blacke, y trasladado después a Francia, donde se mantuvo con gran firmeza y lealtad, sin querer jamás comprometer su palabra, hasta que en 1813 pudo burlar la vigilancia de sus guardias y huir a Madrid.

En 1814, fue ascendido al puesto de Brigadier, y en 1816 enviado a Lima con el título de Inspector General del Virreinato del Perú, cargo que desempeñó con la mayor pureza y gravedad, atrayendo las simpatías de todos los vecinos principales de la capital.

Posteriormente, cuando las banderas de la libertad ondeaban en varios puntos de la América Meridional, renunció a su puesto ante el virrey y se pasó al ejército de la patria, en el cual fue recibido con entusiasmo. Desligado así honradamente de sus compromisos anteriores, sirvió con bizarría, valor y consagración la nueva causa que abrazó, así como había desempeñado con fidelidad y nobleza los diferentes cargos que por sus merecimientos le confiara el gobierno español. Estuvo presente en varias de las campañas de la guerra de la independencia,   —131→   en las cuales ocupó siempre los primeros cargos; combatió en las principales batallas, sobresaliendo notablemente en valor y pericia en las de Junín y Ayacucho.

Después de la mudanza política que destituyó a Bolívar de la dictadura y dio origen a la formación del nuevo ministerio del que hacemos mención en el capítulo III, época tercera, se reunió el Congreso el 4 de Junio y lo eligió Presidente de la República, y como vice-presidente fue electo Salazar y Baquíjano.

La administración del General La Mar se distinguió principalmente por el respeto a las instituciones patrias, por la marcha regular de los negocios públicos y por el contentamiento general de los pueblos, que más que en ningún otro período de su independencia, estuvieron en pleno gozo de sus derechos. Durante esta época, ningún acto de despotismo hizo verter una lágrima, o sumergió en el infortunio a ciudadano alguno. La justicia civil y política fue administrada con rectitud, extendiéndose su benéfica influencia a todos los ángulos de la república, a todas las clases y a todas las condiciones. Los cargos públicos fueron ejercidos por hombres de inteligencia y probidad reconocidas; los primeros empleos del Estado fueron otorgados a los ciudadanos más eminentes por su categoría, por su cultura y por su patriotismo, a los hombres que habían sido condecorados con los grandes títulos de honor que eran conocidos en la República.

En estos días felices, la prensa tomó entera libertad, o sea, una libertad que solamente estaba restringida por los deberes que imponen la moral, el decoro y la religión. La propiedad, la reputación, la seguridad individual, estaban al cubierto de los embates de la arbitrariedad. Las elecciones de los magistrados y de los representantes de la nación se hacían por la voluntad espontánea de los pueblos, cuyo espíritu se elevó a la altura de los grandes sentimientos que, en el ejercicio de este derecho de elección, se manifiestan más que en ningún otro.

Los diputados estaban en posición de amplia libertad para emitir sus opiniones, y tenían vasto campo para desarrollar su talento y cultura. Siendo éstos, en la mayor parte, hombres de fortuna unos, otros de virtudes y patriotismo, otros de talento y rectitud, cuyas circunstancias ponía cada uno de ellos a salvo de los embates del poder y les daba entera independencia en sus operaciones, marcharon con grandeza y energía en la   —132→   legislatura, trabajaron con ardor para dar leyes sabias al país, aunque el éxito no coronó sus esfuerzos, y desplegaron a veces una elocuencia varonil e impetuosa que recordaba a de los debates de las cámaras de Inglaterra, o mejor dicho, que les habría honrado, según la expresión del General Miller. Esta fue la época de Pellicer, de Távara, de Vidaurre, de Luna Pizarro, de Farfán, de Vigil, de Figuerola y otros muchos oradores eminentes. Sus discursos permanecerán escritos y se encontrarán impresos en muchas gacetas de Lima; algún día, aunque supongo que será tarde, serán analizados y apreciados, cuando la historia se ocupe del Perú, en la calma de las pasiones, sin los odios y las rivalidades de los contemporáneos.

El ejército se hallaba igualmente en brillante pie, tanto por su moral como por su disciplina. Los soldados eran hombres que sabían que los deberes de ciudadanos debían cumplirse antes que ningún otro que los ligase a compromisos particulares, de hombres que no habrían preferido los honores de su profesión a los derechos primitivos que les pertenecían antes de ser militares, y que tenían por delante como derechos inherentes a la patria de la cual eran soldados. La oficialidad se componía de hombres educados en la escuela del honor, llenos de ambición por la gloria y de entusiasmo por los triunfos de la patria. Los jefes eran militares distinguidos y eminentes por sus antiguos servicios prestados a la causa de la independencia, hombres que se hallaban condecorados con las medallas de Junín, Ayacucho y otras célebres batallas en que salieron vencedores; hombres, finalmente, cuya reputación y talento habían sufrido la prueba del tiempo y de la opinión.

Las diversas fuentes de la prosperidad nacional, que habían sido abiertas por San Martín y ensanchadas por Bolívar, ofrecían ahora las esperanzas más lisonjeras. ¡Qué espectáculo tan seductor presentaban el trabajo y la industria! Los puertos eran frecuentados por barcos de todas partes del mundo; las aduanas y los almacenes, multiplicados en las capitales, estaban repletos de mercaderías de Europa, India, China y América del Norte. Los caminos eran transitados por una multitud de negociantes que de todas partes se cruzaban, llevando los productos de su comercio y de su trabajo; las mulas subían los Andes, y circulaban por los valles, curvadas bajo el peso de las barras de oro y plata, como dice un viajero imparcial. La actividad y el trabajo animaban las ciudades y los campos, y desarrollaban los recursos intelectuales. Por todas partes y   —133→   en todos los sentidos se sentían los efectos de la seguridad y de la protección del gobierno y de las leyes; se viajaba libremente, sin necesidad de pasaportes.

Los ministros de La Mar bastante contribuyeron a este próspero estado del país, tanto por su talento como por su celo y patriotismo. Pero el hombre más influyente de esta época fue el célebre Luna Pizarro, hoy arzobispo de Lima. Este distinguido eclesiástico, natural de la ciudad de Arequipa, desde los primeros días de la independencia tuvo importante papel, como político y literato. Discípulo del Sr. Chávez: de la Rosa, Obispo de aquella diócesis bajo el gobierno español y uno de los hombres más sabios y opulentos de su época, tuvo la facultad de haber adquirido una vasta instrucción y una gran práctica en el manejo de los negocios del Estado. Llamado a ocupar varios cargos compatibles con su ministerio, nombrado constantemente diputado por las juntas departamentales de Arequipa, desempeñó los primeros con brillo y patriotismo, y manifestó en la segunda sus grandes aptitudes para sobresalir en la oratoria. En poco tiempo su nombre se hizo célebre en toda la república, hasta que últimamente, electo diputado al Congreso General Constituyente del que fue Presidente, se convirtió en jefe de la facción que dominó por algún tiempo las cámaras y en el hombre más influyente en los asuntos administrativos del Estado. Con una sagacidad poco común, con una voz dulce y una insinuación seductora, con una amenidad inagotable y un encanto particular de expresión, cautivaba en la conversión y arrastraba la opinión en las Cámaras. Favorecido por estas cualidades, a las que se agregaba su táctica fina en los juegos de política, no sólo consiguió gran predominio sobre el General La Mar, sino que llegó a dominarlo.

Campaña de Colombia.- Batalla de Portete

Cuando el Perú avanzaba hacia su prosperidad bajo la administración circunspecta y paternal del General La Mar, se vio de pronto turbada la serenidad de su cielo con la aparición de un fenómeno bastante difícil de ser comprendido por aquellos que no hayan sido iniciados en los ministerios de este vasto drama de las revoluciones peruanas.

El General Bolívar, a su salida del Perú, había dejado en este país el recuerdo de varios resentimientos particulares que, guardados con rencorosa intención en el pecho de los ofendidos,   —134→   eran un germen fecundo de hostilidad que tarde o temprano debía declararse contra él. Por otro lado, las medidas previas que tomara, y, en una palabra, todo el sistema administrativo que dejara establecido para llevar a cabo sus grandes planes, eran cabalmente los que debían frustrarlos. En la distribución de los empleos honoríficos y lucrativos, y más en la selección de los primeros puestos del Estado, no pudo su alma de fierro condescender con las pretensiones de la mediocridad, ni su conciencia de hombre superior podría postergar a ciudadanos eminentes que, por sus antiguos servicios, por su talento y cultura, eran los llamados a ocupar aquellos cargos. Este proceder, sustentado por la energía e inflexibilidad de su carácter y de su voluntad, formó contra él un partido de todos aquellos ambiciosos que habían visto frustradas sus esperanzas y contrariadas sus pretensiones.

Por otra parte, las medidas adoptadas por el sistema administrativo que dejara establecido en el Perú y Bolivia, para llevar a efecto sus grandes proyectos, eran precisamente los que debían frustrarlos. El General Santa Cruz, a quien Bolívar dejó a la cabeza de los negocios públicos, el General La Fuente, quien obtuvo el grado de general después de la entrega de Riva-Agüero y a quien dio gran influencia en la administración el General Gamarra, Prefecto del departamento de Cuzco, el más importante por sus recursos entre todos los que integran la república peruana y el de más influencia en los acontecimientos políticos después de Lima, componían el triunvirato secreto que tramaba la total caída de la administración de Bolívar, en aquellos dos países, para subir ellos al poder, debiendo el primero gobernar Bolivia y el segundo el Perú, por turno. Consecuentemente, debían estos dos generales trabajar de acuerdo, como realmente trabajaron con el mayor empeño, haciendo uso de todos los recursos de la intriga y de todos los medios que les proporcionaba su posición favorable, para derribar el poder de Bolívar y cortar para siempre su ulterior intervención en los asuntos del Perú y de Bolivia.

Cuando, finalmente, Bolívar fue destituido del mando del Perú, estos tres aspirantes vieron frustrados sus proyectos con la designación que el Congreso hizo del General La Mar para Presidente de la República y de D. Manuel Salazar y Baquíjano para vice-presidente. Entonces el triunvirato, para llevar adelante sus propósitos, dirigió sus maquinaciones directa e inmediatamente contra la administración del General La Mar,   —135→   e individualmente contra su persona, a fin de hacer desaparecer un hombre que les hacía sombra, y que, mientras continuase en el país, los mantendría en un estado de permanente inquietud y falta de seguridad. Para lograr este fin, trataron al principio de influenciar al General La Mar, bajo la capa del patriotismo y de la prosperidad nacional, para que tomase cuantas medidas políticas y gubernativas fuesen necesarias para desacreditar su administración en el Perú e indisponer su gobierno con los estados vecinos, principalmente con Colombia. Si en este manejo oscuro y traicionero no encontraron en las virtudes de este jefe un acceso a sus propuestas, la fortuna de aquellos y la desgracia del país vinieron, finalmente, a proporcionar en la sinceridad y buena fe del General una coyuntura favorable para desencaminarlo de un asunto de gran importancia.

El resentimiento justo y natural que a Bolívar, a su patria y al ejército colombiano causó la repentina e inesperada mudanza hecha en el Perú, por la cual fue el Libertador destituido del poder y una parte del ejército expulsada del país, dio lugar a que las gacetas de Colombia y aun el propio Bolívar se expresasen de una manera ofensiva al nombre peruano y al amor propio de los que dirigieron y consumaron el cambio de gobierno. Se aprovecharon inmediatamente de esta oportunidad el triunvirato y sus satélites para exasperar los ánimos de ambas partes y realizar un rompimiento al que se daba, por supuesto, el carácter de una guerra nacional. Se escribieron artículos amargos e injuriosos en respuesta a los de Colombia, buscaron a La Mar por el lado débil, exaltando su entusiasmo ardiente por las glorias de su patria y del pueblo que lo idolatraba, cuyos representantes le habían confiado por aclamación la dirección de sus destinos. Le hablaron del peligro que habría para la independencia del país, en caso de no adoptarse una actitud de intimidación para Colombia y su caudillo, llevando un ejército poderoso a las fronteras de este Estado.

El presidente del Congreso, Luna Pizarro, que tenía enorme predominio sobre el General La Mar, como ya dijimos, y que tenía motivos de resentimientos particulares contra Bolívar, unió sus votos para favorecer, sin saberlo, los proyectos del triunvirato. El mismo La Mar también, parece que, teniendo motivos ocultos de resentimiento contra el libertador, se hallaba dispuesto a emprender la campaña contra Colombia y, por lo tanto, se decide a llevarla a efecto con gran preparativo y con un entusiasmo producto de las más brillantes ilusiones.

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Después que Bolívar acabada de dar al Perú su independencia y de dejarle instituciones, patria y tranquilidad, después que el ejército auxiliar de Colombia acababa de sufrir todas las fatigas de una encarnizada y prolongada guerra y de regar los campos de Junín y Ayacucho con su sangre y con la de sus compatriotas muertos heroicamente en el combate por la libertad de aquel país; América vio con sorpresa que, esta misma nación, el Perú, invadiese Colombia sin ninguna causa suficiente, sin motivo alguno que justificase tamaña ofensa o que estuviese sancionado por el derecho público.

Un brillante ejército de ocho mil soldados disponibles, profusamente equipados y excesivamente ensoberbecidos con el recuerdo de sus recientes glorias y con las lisonjeras proclamas de sus jefes, pasó las fronteras del Ecuador, y marchó hasta los desfiladeros de Portete, con el presidente de la república a la cabeza, el cual ostentaba el título de director supremo de la campaña, y con el General Gamarra como general en jefe del ejército. En estos desfiladeros, que nos recuerdan las celebradas Termópilas de la Antigüedad, situados los peruanos en un país cuyas localidades y circunstancias ignoraban, y en cuya posición no podían operar de un modo conveniente, se vieron obligados, por las medidas que para el caso tomó Bolívar, a celebrar una batalla sangrienta en que perdieron y consecuentemente en la cual tuvieron que capitular, situación poco honrosa para el Perú.

Este acontecimiento, que cubrió de una oscura nube los brillantes antecedentes del Perú, sirvió para aumentar con un trofeo más las pompas del General Bolívar. Si este hombre ilustre había sufrido los reveses de la fortuna en el campo movedizo y enmarañado de la política; si vio desaparecer como una sombra los grandiosos proyectos que tenía para organizar sobre bases eternas los países por él libertados y de ser el primer magistrado de una gran confederación en las playas del Pacífico; en el teatro de la guerra, era entretanto ese mismo hombre superior, a cuya espada iba unida la victoria y a cuya voz de trueno se movían las columnas para vencer.

Así pues, el destino castigó en los peruanos la temeridad y la injusticia de haber llevado la guerra a un país hermano; sin ninguna causa legítima; así la fortuna dio a América entera esta lección clásica de que ni siempre el número, la disciplina, ni aun el valor, deciden el éxito de una batalla, y sí   —137→   la justicia de la causa por que se combate. Las tropas peruanas eran iguales a las colombianas en valor, disciplina y lealtad; tanto unas como otras podían resistir a todas las inclemencias de una campaña y pelear heroicamente hasta vencer o quedar muertas en el campo de batalla; tanto en uno como en otro ejército, la oficialidad era brillante y lozana; los jefes tampoco eran inferiores en ningún sentido, a excepción de Bolívar, que era el astro que lucía entre todos; finalmente, el número de los peruanos era más grande y casi el doble que el número de los colombianos; ¿cuál puede entonces haber sido la causa de la victoria de los segundos?... La misma que en Ayacucho fue la causa de la derrota del ejército español por un puñado de patriotas.

Inmediatamente después de esta batalla, mandó Bolívar levantar en el lugar del combate un gran monumento en memoria de la batalla, con esta terrible inscripción: «¡Aquí se curvó el orgullo de ocho mil peruanos ante el valor de cuatro mil colombianos!». Pero para evitar un recuerdo tan clásico de la humillación del Perú y del menoscabo de su honor nacional, capituló el General La Mar, aceptando casi todas las condiciones impuestas por Bolívar. De esta manera terminó una campaña emprendida con tanto orgullo y tanta confianza; y es así como los errores de los que dirigen los destinos de los pueblos actúan contra la prosperidad y honra de éstos, sin que ellos tengan la mínima participación en tales desaciertos, como sucedió con el Perú, al cual injustamente le dio el Libertador el nombre de ingrato, pues aunque su presidente y los aspirantes que a este desatino lo condujeron, hayan sido peruanos, no representaban ciertamente a todo el pueblo peruano.



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ArribaAbajoCapítulo VI

Actores principales de la primera gran revolución


Los principales actores de la primera infausta y ominosa revolución que estalló en el Perú independiente, en medio de aquellas lisonjeras esperanzas que halagaban al país, fueron los Generales Gamarra y La Fuente, D. José María de Pando, Doña Panchita Zubiaga y el Coronel Juan Ángel Bujanda. A éstos se unieron varios otros militares y políticos que, ambicionando también alcanzar títulos y empleos, sirvieron de instrumento a la ambición de esos primeros actores de este teatro de infortunios públicos. En cuanto a Gamarra y La Fuente, haremos su breve bosquejo biográfico en el capítulo correspondiente, o sea, cuando lleguemos a la época de la administración de cada uno. Por ahora, nos limitaremos tan solamente a Pando, Bujanda y Doña Panchita Zubiaga.

D. José María de Pando.- D. José María de Pando fue sin lugar a dudas, el estadista más eminente y profundo que tuvo el Perú en la época de su independencia. Descendiente de una casa ilustre y rica, recibió su educación primaria en su país natal, Lima, y la concluyó después en Europa, por cuyos países viajó con suceso. Cuando regresó a su patria, dio pruebas de que su genio y su instrucción habían marchado a la par, y que las esperanzas de sus padres serían coronadas por un brillante éxito. Era aún joven cuando, en tiempo del gobierno español, obtuvo importantes cargos en la capital del virreinato. Luego después, en el tiempo de la reunión de las Cortes en España, para donde se debían enviar diputados por las colonias, fue Pando honrado con esta elevada misión, que desempeñó brillantemente, no sólo como diputado, sino también como secretario de aquella asamblea, cuya comisión, importantísima en verdad, era otra prueba innegable de sus eminentes aptitudes.

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En tiempo de la independencia, fue tres veces ministro, una vez diputado al congreso y otra secretario general de guerra en la campaña contra Colombia, terminada al comenzar por tratados, dos veces redactor de la Gaceta Ministerial, y una vez ministro plenipotenciario, además de otras comisiones particulares que obtuvo por tiempo limitado. En los primeros puestos, como Ministro de Hacienda, fue constantemente combatido por un partido poderoso de oposición, pero Pando, con una calma estoica, respondía más con el silencio que con las palabras hasta los sarcasmos más picantes. Si sus costumbres hubiesen sido más morales, no habría sufrido una censura tan severa como la que tanto amargó los días de su vida pública, y aun las horas silenciosas de su vida privada.

Como escritor público, sus obras, escritas con juicio exacto, lógica severa, manejo perfecto de la lengua nativa, amenidad fecunda y uso propio de su vasta erudición, lo harán recordar siempre en la historia como uno de los que más honrarán el nombre literario de su época. Son varias las obras de este autor; pero las más notables por su merecimiento y por la importancia del asunto son la obra sobre la emancipación de la esclavitud en el Perú, con el título de «Reclamación que ante la opinión pública hacen los propietarios de las haciendas litorales de Lima acerca del decreto de la emancipación de los esclavos»; su discurso sobre la inaplicabilidad del sistema monárquico en el Perú; su Mercurio Peruano, diario político y literario redactado en tiempo de La Mar y continuando en época de Gamarra, obra abundante en trazos científicos y bellezas literarias, y admirable por la insinuación con que dora y justifica los actos del gobierno con lujo de saber y gran habilidad política; su poema intitulado: «El abrazo de Maquinhuayo», obra escrita ya en España, adonde se retiró arrojado por la tempestad revolucionaria; y finalmente su «Mirada sobre la situación de los Estados de la América Española», en la cual, al hablar del Perú dice: «Mejor sería pasar por alto o lanzar un denso velo sobre los recuerdos de las páginas manchadas con sangre de la historia peruana».

Como orador público, estaba Pando dotado de esas altas facultades intelectuales unidas a algunas de esas cualidades físicas necesarias para constituir la perfección del arte de la oratoria. Postura majestuosa, aunque de baja estatura, facciones nobles, ojos radiantes, mirada penetrante, que bastaba por si sola para desconcertar a sus adversarios, voz fuerte y sonora

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tales eran los dones naturales que fascinaban al auditorio cuando este hombre tomaba la palabra. Su gesto y su accionar tenían una dignidad grave que, extendiéndose poco a poco a sus hábitos sociales, a su lenguaje, a las formas de su correspondencia, se convirtieron en segunda naturaleza e imprimieron en toda su persona un carácter enteramente particular. La grandeza de pensamiento y la fuerza de imaginación correspondían igualmente a esta pompa majestuosa. Con sátiras súbitas e inesperadas sabía con los desaciertos y faltas más insignificantes de sus contrarios, hacer resaltar efectos prestigiosos que los confundían y derramaban sobre sus discursos el ridículo más adecuado y amargo. Tenía sobre todo un poder de inventiva sin igual en su época.

Como diputado ante el Congreso, se apoyó siempre en el lado ministerial. Nunca fue investido con el favor popular; sin embargo, ostentando en alto grado el de ejecutivo, era para sus colegas objeto de las mayores consideraciones y de una atención extremada. El General Gamarra, de quien fue, primero, Secretario General, y después Ministro, llegó casi a venerarlo y a mirarlo como un dios.

Como ciudadano particular, era amigo entusiasta de los adelantos sociales y del fomento de las reuniones literarias. Gran aficionado a las representaciones dramáticas, dirigía y sustentaba en su casa una sociedad seleccionada de jóvenes literatos, con quien previamente representaba algunas piezas, teniendo por espectadores a algunos amigos y a un círculo elegantes de señoras dedicadas al arte. Felipe Pardo y Rodulfo, que tuvieron papel brillante en el Perú, especialmente el primero, que es uno de los más grandes poetas modernos de la América española, fueron ambos educados y formados por Pando.

Entretanto, a todas estas cualidades del ilustre peruano iban unidos, como generalmente sucede en esta clase de hombres, algunos defectos bastante odiosos transcendentes a su reputación y a la felicidad de su familia. Poseía un orgullo excesivo que molestaba a sus dependientes y lo hacía enteramente impopular e inaccesible aun a las relaciones más íntimas en la sociedad. Su pasión por el juego, en que perdía grandes sumas con la mayor tranquilidad, manifestando también aquí su orgullo, porque se reía y bromeaba cuando perdía y guardaba un silencio sañudo cuando ganaba, privó a su familia de una gran fortuna que la habría puesto a salvo de las vicisitudes de la   —141→   suerte. Su abandono a los placeres, sus galanteos y su disipación, quebrantaron su salud y le amargaron aún más el carácter en los últimos períodos de su existencia en el Perú. La prensa capitalina se ocupó más de una vez en revelar y censurar estas faltas en forma picante y acre.

Doña Panchita Zubiaga.- Entre los personajes que figurarán en la historia del Perú independiente, se encuentra entre las primeras, la célebre Panchita Zubiaga, esposa del General Gamarra. Hija de una familia española de las primeras de la capital de Lima, recibió una educación de acuerdo a su nacimiento, a las dotes con que la distinguió la naturaleza y al lugar eminente que después debía ocupar en la sociedad. Antes de haber visto al General Gamarra rodeado de las circunstancias que pudiesen anunciar inmediatamente su futura elevación, parecía que, con su instinto penetrante de mujer superior, hubiese ella conseguido ver que estaba destinada para unirse a este hombre y con él representar el papel que en efecto representó en el ámbito de la revolución. Siendo aún Gamarra coronel del ejército español, comenzó a pretenderla y sintiéndose ella fuertemente inclinada por él, se celebró aquel famoso enlace que tantas conmociones causó al Perú.

Mujer altiva y filósofa que, con el talento de prever y persuadir, sabía siempre proporcionar sus esfuerzos a la magnitud de los obstáculos, entró con su marido en la carrera del poder, tan pronto el campo de las ambiciones quedó libre de la sombra que hacía el General Bolívar. Su talento y sus seducciones irresistibles para la mayoría de los jefes del ejército y de los que halagaban a Gamarra con la esperanza de un nuevo estado de cosas, lograron conseguir los fines que se propuso, aunque por aquella ley uniforme de las compensaciones en los destinos humanos, finalmente naufragaron sus proyectos futuros, llevando a ella y a su marido a una muerte eminentemente trágica que en los tiempos venideros servirá de meditación profunda al hombre público.

La elegancia de su talle, la frescura de su tez y de su fisonomía, sus rasgos expresivos, su aire noble, su andar y sus contornos voluptuosos, el conjunto de sus encantos, iban unidos a la fuerza de su imaginación y a la virilidad de su espíritu. En los peligros tenía la presencia de ánimo de un héroe, y en las fatigas la resistencia pasiva de un soldado.

Acompañó a su marido en varias campañas y estuvo presenté   —142→   en más de una batalla, en cuya víspera y día recorría las filas en presencia del enemigo, animando a los soldados con discursos improvisados que producían doble efecto, por la energía de la expresión y por el encanto de la belleza. Gamarra le debió en gran parte, tanto su elevación así como el haberse salvado de muchos peligros inminentes; fue el ángel tutelar que lo acompañó en su carrera y en sus aventuras hasta la revolución de Arequipa. Ella entró en todas las combinaciones políticas de su marido y tuvo gran participación en los planes de guerra.

Si la moralidad de sus costumbres hubiese correspondido a la elevación de su genio y a la firmeza de su carácter, habría merecido ser colocada en el grupo que la opinión inmortaliza; y si no hubiese tomado tan obstinado empeño en sustentar a su marido en el mando contra la voluntad del Congreso y de los pueblos, no habría tenido un fin tan desgraciado como el que tuvo, ni su nombre habría sido proferido en la época de su prosperidad con tanto desafecto e indignación, como fue.

Cuando en el departamento de Arequipa estalló la revolución contra la administración del General Bermúdez, tramada por el mismo Gamarra por medio de una sublevación militar que anuló el nombramiento de Presidente hecho por la Convención en la persona de Orbegoso, se encontraba esta mujer en la capital de aquel departamento. La plebe se levantó enfurecida hasta el frenesí, buscándola de casa en casa y hasta en las iglesias, pidiendo su cabeza a gritos. La piedad de una señora en cuya casa se refugió, y de donde se fue pasando de noche a otras por encima de los techos, disfrazada de clérigo, su presencia de ánimo que nunca la abandonaba, la bondad de los vecinos principales, la generosidad del General Castilla, uno de los jefes revolucionarios, que la condujo una mañana escoltada por una partida de caballería hasta el puerto de Islay, la salvaron del furor de la población y le prolongaron la vida por algunos días más. De Islay se embarcó para Valparaíso, donde permaneció para no ver más a su marido ni a su patria. En la hora de su muerte, mandó por una cláusula de testamento, que le fuese arrancado el corazón del pecho después de su fallecimiento, y enviado a Gamarra donde quiera que éste se hallase. Cumpliendo su deseo, su corazón, conservado en espíritu de vino, fue llevado a su marido y paseado, después de la batalla de Ancash, por todas las capitales del Perú.

Por lo tanto, las persecuciones de Doña Pancha Zubiaga, su   —143→   expatriación, sus últimas disposiciones, el enorme volumen de su corazón que en todas partes fue admirado, contribuyeron a hacer más célebre esta Catalina Peruana, que, de no haber tenido tanta participación en las calamidades que afligieron al Perú y si hubiese empleado su talento y su gracia en sentido contrario, habría merecido la gratitud de ese país.

D. Juan Ángel Bujanda.- Juan Ángel Bujanda, natural de una de las provincias del departamento de Cuzco, fue uno de los hombres más célebres de la revolución, que, aunque sin ningún brillo ni apariencia fascinante en sus actos administrativos, jugó largo tiempo con los destinos del Perú, y sacrificó la ventura de los pueblos a su ambición y perfidia, por medio de sus manejos diestros, sombrío e impenetrables. Cuando salgan del caos en que se encuentran los documentos y pormenores de la historia de las revoluciones peruanas, y cuando una inteligencia fuerte los coordine y revele a la América, separando lo pasajero de lo permanente y marcando a cada efecto sus causas; entonces se verá, bajo su verdadero punto de vista, a este hombre raro que, siendo infinitamente superior en capacidad, como hombre público, a otros muchos que fueron celebrados y señalados ante la opinión pública por gacetas y diarios, ya con aplausos en el tiempo de su prosperidad, ya con vituperios y recriminaciones en la época de su adversidad, no hizo su nombre mayor ruido en los años de sus influencias, ni después de su muerte verdaderamente trágica, fue propalado, a no ser una que otra vez, para después sepultarse en el olvido. Y tanto más de extrañar ha sido este fenómeno, por lo mismo que tuvo lugar en una época en que la saña de las pasiones buscó su desahogo aun bajo la fría loza de los muertos. ¿Será porque Bujanda obró siempre como instrumento y nunca como agente directo de sus propósitos propios o exclusivos? ¿Será porque nunca se elevó a aquella altura de la cual se hace sombra a las ambiciones y se excita la envidia de los rivales? En verdad, nunca este hombre combatió ni abrió brecha en el corazón de ninguno de los que subieron a la cumbre del poder, ni contrarió las pretensiones de la corte republicana; pero sí se contentó y aspiró únicamente a cumplir su papel bajo el escudo de un caudillo; y he aquí por qué, aun en este puesto secundario obró con más influencia que aquél, quedó hasta hoy su nombre olvidado y confundido.

Era pues Bujanda un hombre cuyo exterior indicaba un alma vulgar, pero cuyo cerebro contenía grandes recursos para   —144→   engañar y cuyo corazón estaba formado para hacer el mal a sangre fría. Hipócrita por naturaleza y de profesión, tenía la facilidad de Cromwell para llorar cuando quería; la calma o la agitación, la confianza o el temor, la alegría o el pesar, todo aparentaba admirablemente al natural, cuando eran cabalmente contrarios los sentimientos que obraban en su interior. La cabeza triangular de este hombre, que asentada sobre un pescuezo levantado casi a un palmo de su pecho, le sobresalía del cuerpo con desmesurada desproporción, la conformación de su organización cerebral, en que se veían fuerte e igualmente pronunciadas las facultades intelectuales y animales, sin casi ninguna señal perceptible de facultades morales; su mirar siniestro y sus grandes ojos cristalinos y malos que se movían como dos globos bajo los arcos prominentes de sus cejas, armonizaban perfectamente con su carácter y anunciaban claramente la bajeza y falta de humanidad de sus sentimientos. Su cabeza contrastaba admirablemente con la del General La Mar, a cuya muerte y ruina contribuyó. Si el célebre frenologista, Combe, hubiese visto estas dos cabezas, las habría preferido, para presentar el contraste entre la constitución del hombre virtuoso y la del perverso, a las cabezas del amable y bondadoso Melanchton y del cruel y vicioso Alejandro VI, cuyo contraste ofreció con tan admirable ingenio.

Se hallaba Bujanda de mercader en la capital del Cuzco, cuando fue nombrado el General Agustín Gamarra prefecto de esta ciudad, por decisión del libertador. Desde luego trató de halagarlo para merecer su amistad, pues su previsión, alcanzaba a ver la revolución en que se envolvía el país y el papel que le correspondería al General Gamarra, cuyo gran talento fue conocer a los hombres y escoger a los que serían los mejores y más fieles instrumentos de su ambición, descubrió, en el largo lapso que estuvo en el Cuzco, el alma que se encerraba en aquella peregrina figura, y lo convirtió entonces en su mayor confidente, le reveló sus secretos y lo tomó como uno de sus primeros agentes y simpatizantes de su sistema. Posteriormente, cuando subió al poder, lo elevó de simple ciudadano al grado de Coronel. De este puesto dio Bujanda otro salto al de General, concedido por Salaverry en su revolución contra Orbegoso.

La historia del gobierno de este hombre como Prefecto del departamento del Cuzco y como cómplice de Salaverry, en los atentados de Callao cometidos en aquella revolución, está   —145→   toda manchada de sangre. Tal vez el Perú no haya presentado en toda la época de sus conmociones, sino dos hombres de alma tan atravesada y de corazón de más fingimientos que los de Bujanda. De entre los infinitos hechos sangrientos y atroces de que está llena su vida pública, sólo referiremos uno en prueba de nuestros juicios.

Hallándose este Coronel a cargo de la prefectura del departamento de Cuzco, estalló allí una revolución militar que su instinto no pudo presentir, porque fue concebida y ejecutada casi al mismo tiempo. Los autores de esta revolución fueron el Coronel Escobedo, el más antiguo del ejército patriota, D. Diego Cárdenas, antiguo oficial del ejército realista, retirado del servicio, y una parte de la oficialidad de dos cuerpos de infantería y de uno de caballería al mando del Coronel Frías, que en la actualidad se encontraban acuartelados en la capital de aquel departamento. Una noche, por invitación de Cárdenas, se reunieron en casa de unas señoras, con el fin de pasar algunas horas de diversión. Cárdenas, luego que el vino le exaltó un tanto la imaginación ya llena de ideas de cambio de gobierno, con los síntomas pronunciados del descontento general de los pueblos y con el ejemplo de otras revoluciones, aunque sofocadas, que habían tenido lugar en Ayacucho y en la capital de la república, Cárdenas, repetimos, de acuerdo con Escobedo, que no se hallaba en la reunión porque su plan era acudir al llamado de la prefectura después de efectuada la mudanza, propuso el proyecto a los oficiales, que luego se dirigieron a apresar a Bujanda y a Frías en sus propias casas, cuando menos lo pensaban; y, sin estrépito ni sangre, se cumplió al día siguiente el cambio de gobierno, con gran asombro de la población, que no había tenido ni la menor idea de tan brillante suceso.

Pasaron algunos días bajo este nuevo estado de cosas, cuando al cabo de algún tiempo, comenzaron los propios autores de la revolución a vacilar y a sentir lo terrible de su posición, por hallarse al centro de la república rodeados por las fuerzas que existían en los demás departamentos, y por no ver como lo habían juzgado, la ayuda que ninguna de ellas ofrecía a su movimiento revolucionario.

Bujanda no había sido maltratado en la revolución; estaba detenido en la misma casa de gobierno con todas las comodidades, excepto el estar preso; los oficiales tenían ocasión de   —146→   estarlo viendo frecuentemente; de lo que aprovechándose hábilmente Bujanda logró seducir al capitán Boza y a otros para que hiciesen una contrarevolución. Les ofreció las más grandes garantías y les prometió una cantidad de dinero suficiente a cada uno, acompañada del respectivo pasaporte, para que se refugiasen en Bolivia, añadiendo que haría uso de toda su influencia sobre el General Gamarra para que no los persiguiese. En cumplimiento de este ofrecimiento comprometió su palabra de honor y juró solemnemente que a ella no faltaría por ninguna razón. Se llevó a cabo entonces la contrarevolución procediendo un tiroteo de dos horas entre las fuerzas dirigidas por los que en ella entraron y las fuerzas que la ignoraban y que eran bastante consecuentes a su sistema y muy fuertes para abandonar lo emprendido. Vencidos los segundos, fueron apresados sin que pudiesen huir, y los primeros permanecieron confiados en la palabra de Bujanda.

Restablecido otra vez en el mando, los invitó Bujanda para comer en casa de gobierno al día siguiente; sentose a la mesa con aquella calma fría y satisfecha de una alma de salvaje que festeja y agasaja las víctimas que va a inmolar, les presentó un banquete espléndido, y brindando con ellos, saboreaba el licor delicioso, como si se complaciese con la vista de aquellas fisonomías de hombres que luego del banquete terminarían en el patíbulo. Acabada la comida, se retiraron los infelices a sus casas, después de haber recibido la mano de seda de Bujanda, y apenas iban llegando al umbral de ellas, cuando las partidas prevenidas de antemano, que los venían siguiendo a distancia, llegaron y los condujeron presos al cuartel de San Borja, donde permanecieron el resto de la tarde y la noche.

Al día siguiente, el Coronel de cívicos Orihuela, uno de los predilectos de Gamarra y consocio de Bujanda, fue con un escribano para hacer la pantomima de la toma de declaración. A las diez de la mañana ya estaban levantados los patíbulos en la plaza propiamente llamada de las lágrimas, porque fue por muchos años y continúa siendo regada con las lágrimas de las madres, esposas, hijas y hermanas de las innumerables víctimas que en ella se inmolaron. El peregrino proceso, reducido únicamente a tomar declaraciones a los reos, duró hasta las tres de la tarde: a esta hora, se dictó la sentencia de fusilar a los desventurados que no podían absolutamente ni creer en tanta perfidia ni conformarse con destino tan cruel.   —147→   Así fueron pues conducidos a las tres horas y media al lugar de su suplicio, en medio de una desesperación que nada podía igualar ni expresar, y ahí finalmente fueron fusilados con asombro de la ciudad entera y con el llanto de los espectadores, sin precedente formación de culpa ante un consejo de guerra, ni de haberse observado ninguna de las formalidades prescritas por el código militar en tales causas.

Cuando un fraile se aproximó a uno de los reos que ya iba a sentarse en el banco fatal, para escuchar su confesión, acto éste a que se había negado por no haber creído en su destino, mandó el desgraciado que se retirase con un gesto terrible y con tres o cuatro palabras expresadas con el acento de la última desesperación. Luego los cadáveres destrozados por las balas, palpitándoles aún los miembros y dejando con la sangre que les corría un surco por las calles, fueron arrastrados al campo y allí arrojados, sin darles sepultura, como pasto para los buitres. ¡Esta clase de sacrificios se llamaban entonces, golpes de estado!

A la revolución que en Arequipa estalló en favor del General Orbegoso, siguió otra en Cuzco, algún tiempo después de aquellas atrocidades. En esta nueva revolución, fue Bujanda destituido del mando, luego de haber escapado a la furia del pueblo, que en la noche anterior había inundado toda la calle de la prefectura pidiendo su cabeza; y, a no ser por la guardia doble de doscientos hombres que había en la casa de gobierno, habría infaliblemente sido asesinado. Luego después de su destitución, fue remitido a Lima, que ya se había pronunciado a favor de Orbegoso; y cuando éste dejó la capital para visitar los departamentos del sur, tuvo la habilidad de entrar en acuerdos con el General Salaverry, de quien fue cómplice en la sangrienta revolución ya mencionada.

Cuando Salaverry tuvo que dejar la capital para emprender la campaña contra Santa Cruz y Gamarra, como adelante veremos, quedó Bujanda como jefe supremo de la república; pero, no tardó mucho en abandonar esta nueva causa. Sabiendo que Gamarra se encontraba en Cuzco al frente de cuatro mil hombres, corrió a reunirse con él y estuvo presente en la desastrosa batalla de Yanacocha o Lago Negro, perdida la cual, huyó sin parar hasta embarcarse para Chile. Fue aquí que recibió del cielo la retribución de los males que había causado a sus semejantes. Hallábase pues Bujanda en esta república, viviendo   —148→   tranquilamente retirado en una quinta, donde disfrutaba la fortuna que granjeara con sus manejos, cuando una mañana sintiéndose con el peso de una fuerte indigestión, tomó, juzgando que fuese cremor, una dosis de arsénico que halló envuelto en papel dentro del cajón de la cómoda, y expiró después de haber luchado muchas horas con las agonías de una muerte atroz que a sí mismo diera.

Esta muerte verdaderamente trágica, en medio de las convulsiones de la falta de piedad y de la desesperación, las aventuras de su vida, su cooperación en el asesinato de Valle Riestra, estas atrocidades en fin de que hablamos, infamaron de tal suerte su memoria, que parece que la historia intencionalmente ha querido olvidarla.



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ArribaAbajoCapítulo VII

Plan de la revolución y caída de La Mar


El plan de la revolución era el siguiente; mientras se llevase a cabo la campaña de Colombia, debía D. José María Pando excitar la opinión pública en la capital por medio de la prensa contra la administración del General La Mar, y prepararla, al mismo tiempo, para un cambio de gobierno en que se debía indicar indirectamente a Gamarra como el llamado a presidir los destinos de la nación. El primer intento debía fundamentarse: 1º en la imprudencia de llevar la guerra a un país hermano con quien, por lo contrario, se debían entablar las relaciones más estrechas de armonía y amistad; 2º en los males irreparables que causaría al Perú esta guerra; 3º en la deshonra que recaería sobre el brillo nacional en caso de una derrota o de una capitulación ignominiosa. El segundo intento debía afirmarse en el hecho de ser La Mar hijo de Guayaquil, ya entonces desmembrado del Perú, y en la consiguiente incompatibilidad de su presidencia con la independencia nacional y con el espíritu de la carta fundamental que llamaba a la suprema magistratura únicamente a los hijos del país. Debían igualmente sacarse argumentos y hacerse raciocinios poderosos sobre los errores supuestos y verdaderos que La Mar había cometido en su administración, dándose a ésta todo el carácter y aspecto de la más incapaz de conseguir la prosperidad nacional, de llenar los votos de los pueblos y de corresponder a los sacrificios que acababa de hacer el ejército para su libertad e independencia. En el mismo sentido, se debía escribir en los otros departamentos, especialmente en el Cuzco, reproduciendo y comentando los escritos de Pando.

El General La Fuente debía trabajar en Lima secretamente con los jefes y oficiales de la guarnición, preparándoles para   —150→   la revolución con la promesa de grandes recompensas, medallas, gratificaciones, etc.

Doña Pancha Zubiaga y D. Juan Ángel Bujanda debían trabajar del mismo modo en la capital del Cuzco, cuya cooperación era tanto más necesaria y de una importancia tanto más vasta, ya que el departamento de este nombre, por la inmensa extensión de su territorio, por sus grandes recursos agrícolas y pecuniarios, por su situación geográfica y por el carácter decidido y constitución robusta de sus habitantes, es el principal de los que componen la república peruana. Juzgaba pues Gamarra con razón que, coadyuvada por este departamento la revolución del ejército del norte y consiguiente mudanza de gobierno en la capital, quedaría asegurada para siempre su dominación en el Perú.

De esta forma, debía el General Gamarra destituir a La Mar del comando del ejército; transmitida esta noticia a La Fuente por medio de un extraordinario, debía éste apresar a Luna Pizarro y hacerlo salir del país, destituir del mando a D. Manuel Salazar, ocupar su lugar y obligarlo a la ceremonia de entrega del poder ante el Congreso, a fin de dar a sus actos una apariencia de legalidad. Transmitidos igualmente estos sucesos al Cuzco con el despacho de Prefecto para Bujanda, debía éste, con el auxilio del grupo de Doña Pancha, destituir a León del mando del departamento y reasumirlo ante la Junta Departamental.

La Mar, su destino y su muerte

El plan anterior fue llevado a cabo en todas las partes con la mayor asiduidad y eficacia. Tan pronto se supieron en Lima los desastres del ejército en Portete, D. José María Pando, que ya había iniciado su obra por el hábil medio de la insinuación en sus escritos, desplegó todo el poder de su genio y toda la fuerza de sus concepciones para pintar con los más vivos colores el desastre de la campaña, y engrandecer sus funestos resultados con las imágenes más realzadas y con los más terribles comentarios. Recapitulaba después todo el período de la administración de La Mar, le buscaba sus faltas y argumentaba sobre la ilegitimidad de su gobierno, y con tal energía de expresión, que fascinaba en verdad a los que no descubrían, en medio de todo esto, la falta de realidad y la esterilidad de los hechos; y digo esterilidad, porque el mayor   —151→   orador del mundo no sería sino estéril y falto de realidad, defendiendo una causa injusta y carecida de verdad. Burke, Chatham, Mirabeau, el Pico de Mirandola, no fueron más que declamadores en ocasiones en que no tuvieran la justicia y la verdad por base en sus discursos.

Acusaban al gobierno de no haber consagrado toda la atención, todo el estudio, toda la madurez indispensables a los graves negocios de cuyo acierto dependía la suerte de la nación; de haber sido contraria la marcha general de su política a las doctrinas constitucionales y a los principios de conciliación que se debían adoptar entre las tradiciones del pasado y las exigencias del presente, necesarios para mantener en armonía a los pueblos y a las opiniones; de no tener los hombres que lo cercaban las aptitudes que corresponden a las necesidades de la vida actual de la nación, para servir de auxilio en las épocas difíciles y de escuela y ejemplo a las instituciones sociales; de haber olvidado a muchos hombres que habían prestado servicios eminentes a la patria y apartado de su círculo a otros que, habiéndose distinguido unos en la guerra de la independencia, otros en la política y otros en la administración, podían contribuir con sus trabajos y conocimientos al bien del país.

Estos y otros reproches se hacían a La Mar por una prensa hostil que cada día subía de punto en vehemencia; pero ninguno fue más decisivo contra este hombre que el que se fundaba en la desgraciada campaña de Colombia. La paz era el gran grito de la reunión para la liga que contra él se formó. Se dirigía a los pueblos la amarga queja de haberse faltado a los principios de la independencia y del republicanismo adoptados en todos los estados hispano-americanos, de haberse llevado la guerra al país clásico de la libertad, y de sustentar con grandes gastos una lucha que conducía directamente a la ruina del tesoro y al sacrificio de la vida de los soldados de la patria. Se desgastaban finalmente en reclamaciones contra la ambición loca de contiendas y de guerras por intereses meramente personales.

Pero bajo de todas estas apariencias nuevas y grandiosas, bajo esta pompa y este lujo de acusaciones ante el tribunal de la opinión pública, no se trataba sino de intereses estrechos y personales, y mientras una parte del pueblo ilusionado tomaba seriamente como fin lo que no era más que un pretexto,   —152→   la experiencia de todos los tiempos ha demostrado que no se emiten a la luz ciertas ideas seductoras en la época de la infancia de una nación, sin que lleguen a pasar después al orden de los hechos.

El eco de estas acusaciones, que a todas horas resonaban en la capital, era repetido en otras ciudades, y especialmente en el Cuzco, por agentes y colaboradores contratados que, a falta de la circunspección, majestad y encanto de estilo de los escritos de Pando, exageraban groseramente las fallas del gobierno, y pintaban con los colores del odio y de la calumnia la tiranía de la administración y la pretendida ilegalidad de la presidencia de La Mar.

Así se comenzó la revolución por el abuso de la libertad de prensa; así se convirtió en un jurado de acusación perenne, e inmoderada contra el gobierno y contra la persona del más virtuoso de los peruanos, del más ilustre después de Bolívar y Sucre. La prensa republicana o democrática, olvidando la nobleza de su misión y dando todo al desahogo de pasiones corrosivas, sacrificaba todo a la idea de lanzar costase lo que costase, de la cumbre del poder a los que estaban en él. La patria, la independencia, la constitución eran las grandes divisas de la bandera en torno de la cual se reunían los escritores enemigos personales o gratuitos de La Mar, y de allí soltaban los tiros continuados de sus invectivas; pero puede ser que no hubiese entre ellos uno solo de los que con tal ansia y afán se precipitaban sobre el gobierno para sofocarlo a fuerza de acusaciones, que lo hiciese guiado por espíritu de verdadero patriotismo y abrasado de celo por el bien del país, como ellos pregonaban. No era sin duda la hostilidad sistemática, o mejor dicho, maniática y de especulación, contra cuanto procedía del poder, la gran misión de defender los derechos de la nación.

Preparada así una parte de la opinión por medio de la prensa, esperaba y buscaba Gamarra una coyuntura para dar la funesta realidad a su proyecto, y esa coyuntura la encontró en el desastre de Portete. Inmediatamente después de este fatal suceso, mandó un mensajero extraordinario a Lima con la noticia. Pando hizo entonces subir a los cielos la gloria de sus profecías y desplegó en sus escritos todo el poder de su elocuencia para presentar a los ojos de la nación «el terrible cuadro de las calamidades que envolvían al Perú». La Fuente   —153→   y su grupo pisaron también en terreno firme, y encontraron en la primera desgracia de la patria una brecha abierta para sus futuras actividades.

Pocos días, por tanto, después de la derrota de Portete, tuvo lugar en el ejército del norte una escena que debería ser pintada por un pincel más diestro. Una noche, cuando estaba La Mar descansando de sus fatigas dentro de su tienda de campaña, con aquella calma y serenidad que acompañan a los hombres virtuosos, aun en las horas más difíciles y en medio de los mayores reveses de la fortuna, entró el Coronel San Román y en su cama lo apresó con una partida de soldados pertenecientes a aquellas mismas tropas de las que momentos antes era héroe y jefe supremo, y con una frialdad admirable le presentó la orden del general en jefe, Gamarra, mediante la cual quedaba destituido del mando del ejército y debía salir desterrado para Centro América.

Para contemplar esta humillación de un gran carácter y alta inteligencia ante las órdenes de un hombre inferior y la intimación de esas órdenes hecha por un subalterno por él favorecido, es menester que se conciba esa desesperación que debe sentir el genio que tiene conciencia de sí mismo y que ve huir las horas que aguardaba para recibir los homenajes de gratitud de un pueblo al que consagró los sacrificios de su vida.

Al día siguiente de ser tomado preso, fue La Mar deportado a Centro América, donde permaneció hasta su muerte bajo la custodia del Coronel Bermúdez quien fue su conductor, y que posteriormente fue nombrado general y jefe supremo provisional de la nación, como después veremos.

¡He aquí realizado, en los tiempos modernos, uno de los golpes clásicos de ingratitud con que las repúblicas griegas pagaban los servicios de sus hombres ilustres! He aquí el destino de aquel soldado de la independencia, de aquel que, por la unánime voluntad de los pueblos, ejerció la suprema magistratura de la nación, de aquel que, para sustentar el brillo y las glorias del Perú, emprendió una campaña peligrosa para su vida; de aquel, en fin, de quien el poeta decía:


    «Allá por otra parte
sereno pero siempre infatigable;
terrible cual su nombre, batallando
—[154]→
se presenta La Mar y se apresura
la tarda rota del protervo bando.
Era su antiguo voto, por la patria
combatir y morir. Dios complacido
combatir y vencer le ha concedido.
Mártir del pundonor, he aquí tu día;
    ya la calumnia impía.
Bajo tu pie bramando confundida
te sonríe la patria agradecida;
    y tu nombre glorioso
al armónico canto que resuena
en las amenas márgenes del Guayas
se mezclará siempre, y el pecho de tu amigo
tus hazañas cantando y tu ventura
palpitará de gozo y de ternura».

A la mudanza hecha en el ejército siguió muy rápido el cambio en la capital. El General La Fuente, la misma noche que recibió el aviso, tomó las medidas necesarias para asegurar la transformación del gobierno. El primer paso era deshacerse del hombre que verdaderamente era el jefe del gabinete, y cuyas influencias podían perjudicar la marcha del nuevo estado de cosas; y este hombre era el Presidente del Congreso, Luna Pizarro. Las precauciones que para este fin se tomó y el suceso de las mismas, muestran hasta qué punto iban las influencias.

A la mañana siguiente, mandó La Fuente un oficial con doce hombres para apresar a Luna Pizarro, con orden terminante, y bajo responsabilidad, de cercar primero la casa, entrar después él solo y mostrarle la orden de prisión, sin darle lugar a réplica alguna ni a cambio de palabras. El oficial, cumpliendo con el primer punto de la orden, colocó a los soldados alrededor de la casa, entró después en ella, y lo primero que encontró fue un eclesiástico débil, de estatura baja y de vestir muy simple, sentado en una mesa cubierta de libros amontonados sin orden y en una sala enorme sin mayor adorno.

El oficial, que no conocía a Luna Pizarro y que se había formado de él, por su celebridad, la idea de un hombre de porte elevado, robusto y de exterior grave y majestuoso, ataviado con medallas y vestido de lujosas ropas, no imaginó ni remotamente que fuese este hombre aquel a quien iba a buscar, y, tomándolo con la simplicidad de Sancho Panza por fámulo   —155→   de aquel personaje, le preguntó; «¿Dónde está el señor Luna Pizarro?» Éste, cuya vivacidad y penetración eran tan rápidas como el rayo, le respondió: «Soy yo, esperaba a vosotros, porque sabía que vendríais a apresarme».

Esta respuesta tuvo el efecto que pensaba el ilustre presidente. El oficial, confiado con la entrega voluntaria y dispuesta de antemano que Luna Pizarro hacía de su persona, perdió toda desconfianza con respecto a su fuga y se dejó eludir en su ingenuidad. Luna Pizarro entabló luego conversación con él, y, pidiéndole por fin permiso para entrar en su alcoba para hacer una diligencia necesaria, se escapó por una puerta lateral; pero fue luego capturado por los soldados que estaban a la expectativa. Después de esa pasada, el oficial condujo a Luna Pizarro con tanto cuidado, que, cuando los conocidos le hablaban por la calle, no le permitía responderles ni una sola palabra, y, si hubiese sido posible, le habría tapado la boca elocuente.

Ya con Luna Pizarro preso, trató luego el General La Fuente de destituir a Salazar y Baquíjano de la vicepresidencia. Envió después al Congreso un oficio, en el cual le informaba el cambio hecho en el ejército y de lo que acababa de hacer como consecuencia de ese cambio, acompañando todo con las razones que habían dado lugar a esas medidas. Le notificaba al mismo tiempo que se reuniese al día siguiente, para hacer solemnemente su exposición ante él y recibir el mando de Salazar y Baquíjano, conforme al espíritu de las instituciones fundamentales del país.

Se reunió para el efecto el Congreso, y La Fuente se presentó ante el mismo, después de haber marchado entre las tropas vestidas de uniforme de gala, formadas desde el palacio hasta la casa de la Asamblea Salazar y Baquíjano también se presentó allí con la serenidad del hombre recto y con la satisfacción del magistrado que fue fiel a sus deberes. Al entregar el bastón, dijo estas palabras enérgicas y significativas que hacían recordar los días de Arístides: «Yo devuelvo este bastón que la nación me confió; éste pasará a manos más diestras, pero no más puras».

Hasta ese día todo había sido gloria y heroísmo para el Perú, desde el momento en que en su suelo se hizo oír el grito de la independencia; hasta ese día, habían tenido realmente   —156→   libertad, la grandeza y la majestad de las instituciones republicanas, por cuyo poder habían sus generosos hijos derramado ríos de sangre y amontonado sus huesos en los campos de batalla. Ahora, quiso el destino mostrarle que los más grandes sacrificios, que el más noble entusiasmo, de nada sirven cuando las ambiciones vencen a las virtudes cívicas sin las cuales no pueden las repúblicas tener vida, o, si la tienen, es la vida de la anarquía o de la esclavitud bajo el nombre de libertad. El destierro de La Mar y la destitución de Salazar y Baquíjano, consentidos o sufridos pasivamente por la representación nacional, eran los puntos en que los grandes principios liberales se apagaban ante los intereses y los resentimientos personales.

Luego que llegó a Cuzco el aviso de los cambios realizados en la capital, depuso Bujanda a León del mando del departamento, y conforme a lo tramado, fue el poder reasumido por él. Este ilustre ciudadano, La Mar, copia de uno de aquellos severos espartanos que nos presenta la historia, era digno de esos días de verdadero republicanismo y de esas épocas grandiosas de Bolívar y de La Mar.

¡Así acabó la administración del predilecto de los pueblos, y tal fue el fin del más virtuoso de los peruanos!

Nunca infortunio más terrible y menos merecido recayó sobre un hombre que no tuvo otro crimen que el haber consagrado su vida y sus sacrificios en pro de la causa de la libertad. Este es uno de aquellos hechos asombrosos en que reconocemos los injustos rigores de la fortuna y los efectos de la cruel ingratitud de los hombres. Pero, sin pretender sondear los misterios de los destinos humanos, diremos algo sobre las relaciones de este hombre con el autor de tan terrible infortunio.

Había el General La Mar sido uno de los que más contribuyeron a la prosperidad de Gamarra. Tuvo gran participación en su ascenso al grado de general, interpuso sus buenos oficios con Bolívar a fin de que lo nombrase prefecto del Cuzco, evitó que un golpe de autoridad por parte del Libertador lo privase de la vida, le ofreció constantemente las mayores pruebas de amistad sincera, y, finalmente, cuando fue elevado a la suprema magistratura de la nación, le dijo, en más de una oportunidad, que todas sus aspiraciones eran retirarse a la vida   —157→   privada, y que él (Gamarra) sería su sucesor en el mando y que no descansaría hasta ver logrado este deseo... ¡Y es este mismo hombre quien lo despoja del poder por la fuerza, quien lo traiciona tan alevosamente, quien lo apresa y lo hace perecer en un destierro, lejos de su patria, sin el consuelo de dar, siquiera, el último adiós a sus amigos! He aquí uno de los infinitos hechos que prueban a un tiempo la ingratitud del hombre y la verdad de que, algunas veces, el infortunio es el patrimonio de la virtud y la prosperidad la recompensa del crimen.

Al morir, devolvió La Mar al Perú, la espada con puño incrustado de brillantes que le ofrecieran como una demostración de gratitud por sus eminentes servicios. La cláusula de su testamento en virtud de la cual hacía esta devolución y el discurso que en sus últimas horas dirige al pueblo peruano, recordándole la ingratitud recibida como pago por sus sacrificios en favor de la causa de la patria, causaron profunda impresión en todos los ánimos y motivaron la consternación de toda la república. Al hacerse la lectura de estas piezas dictadas por la elocuencia del sentimiento y del genio, se pudo apreciar a una numerosa concurrencia de ciudadanos, reunidos para este fin en las capitales, con los ojos humedecidos por las lágrimas. Sentimos vivamente que, escribiendo sólo por medio de recuerdos sin documentos a la vista, no nos sea posible copiar estas y otras piezas semejantes.



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ArribaCapítulo VIII

Juicio sobre La Mar


El General La Mar fue uno de los hombres eminentes por su capacidad y por sus prendas morales, pero en quien la bondad del alma degeneró en una debilidad de carácter que perjudicó tanto su bienestar propio como la ventura de los pueblos cuyos destinos rigió con mano trémula y vacilante. Poseía en el corazón todos las dotes del civismo y del valor, hacía el bien por convicción, por ilustración y por hábito; pero, como gobernante, carecía de aquella fuerza e impulso necesarios para mantener el orden y contener las revoluciones.

Los rasgos característicos de su persona anunciaban a primera vista estas virtudes de su alma y esta debilidad de genio. Elevación de estatura, majestad de porte, belleza de facciones, eran las cualidades físicas que atraían la simpatía y el respeto de cuantos lo veían. Con todo, no tenía este célebre patriota, como Bolívar y otros héroes, ninguno de aquellos rasgos fuertes y notables que sorprenden la atención o revelan el genio; cuando se levantaba, cuando daba la mano era cuando se reconocía al hombre superior. Su aire enteramente militar, sus maneras simples eran las de un hombre de alta educación; era afable y cortés con nobleza. En la conversación iba a los puntos principales del asunto, desdeñando, por así decir, las partes complementarias o menos interesantes. En los discursos públicos, en los grandes asuntos, en las respuestas a las arengas, era, sobre todo, donde sobresalía; escuchaba con atención, y respondía de un modo claro y lógico y en términos escogidos. En la controversia, desarrollaba asombrosos recursos de inteligencia y prodigiosa fecundidad de ideas. No tenía nada de brillante ni de estudiado en sus palabras; se expresaba con calma y gravedad, y dominaba siempre la materia. Algunas veces   —159→   se animaba insensiblemente, entonces le brillaban los ojos, sus expresiones eran vivas y enérgicas, comandaban la atención y no dejaban medios para luchar contra sus argumentos; esta metamorfosis tenía lugar especialmente cuando se trataba de los intereses nacionales, de la patria, de la independencia. Cuando hablaba a sangre fría, no era menos admirable que cuando se anunciaba con calor. Sabía también ser jovial, cuando lo exigían las circunstancias.

La influencia de las virtudes de La Mar, durante su presidencia, se extendía desde el palacio hasta la cabaña; pero era en su vida privada donde mejor se apreciaba la bondad de su alma; en ella se encontraba la noble simplicidad de un romano; quien lo viese en el interior de su casa lo habría tomado por un Flavio o un Camilo; era ésta siempre frecuentada por ciudadanos que allí llegaban a pedirle favores o a implorar su protección. Salía a pasear sin compañía por las calles y era detenido a cada instante por los que tenían necesidad de hablarle. En la sociedad, se presentaba sin pompas, sin pretensión de infundir respeto, como si no fuese el vencedor de Junín y Ayacucho, el primer magistrado de la nación, uno de los primeros generales de la patria.

Esta simplicidad en la manera de proceder de un hombre que reunía tantos merecimientos y tanto prestigio era de admirarse, ya que es muy raro encontrar en el mundo hombres que no estén inclinados a hacer ostentación de cualquier favor con que los haya distinguido la naturaleza, y que no tengan propensión a hacer un mérito del cumplimiento de los deberes que la moral y las leyes imponen igualmente a todos los hombres.

Como militar poseía La Mar todas las cualidades y todo el talento para sobresalir en la carrera de las armas. Valor personal y de soldado profundamente arraigado en su alma, entusiasmo ardiente por la libertad, calma y serenidad en los peligros, ímpetu decisivo contra el enemigo en el campo de batalla, generosidad compasiva con el vencido, honradez a toda prueba, constancia infatigable en el trabajo, tales eran las prendas raras reunidas al mismo tiempo en este hombre, y tales las cualidades que nos hacen mirar con asombro la vacilación y timidez con que empuñaba las riendas del gobierno y dirigía sin valor ni firmeza la nave del Estado, que finalmente dejó navegar a la deriva sobre las olas embravecidas hasta despedazarse en las peligrosas rocas. En tiempo de los españoles,   —160→   tiempo en que la elevación de un americano, aun al grado de Coronel era un milagro, una cosa excepcional, fue ascendido al puesto de Inspector General del Ejército del Perú, como antes vimos; y sólo esto basta para demostrar sus eminentes aptitudes y darle un lugar entre los primeros militares de América.

Como patriota, en el sentido verdadero de la palabra, fue también uno de aquellos pocos en cuya frente brilló la inmensa virtud cuyo sentido expresa la voz del patriotismo, de los que, desligándose noblemente de los compromisos que lo ataban al gobierno español, abrazó con ardor y con pasión la causa de los pueblos y de su libertad. Fue el último de los ilustres jefes de la nación en quien acabó aquella virtud y se extinguió su esplendor, para no reflejar más sino de vez en cuando en algunos pálidos destellos de su luz moribunda.

Como jefe de la administración, fue, durante el período desgraciadamente corto, en que la dirigió, el gran representante de las pretensiones justas y progresivas del mejor grupo del pueblo peruano. Para quien haya estudiado sus medidas gubernativas y observado con los ojos de la imparcialidad, fue siempre la base de su administración el amor al país, el deseo de verlo prosperar y avanzar al apogeo de gloria nacional con que soñaron los generosos americanos al dar el grito de independencia en el inmenso continente del Nuevo Mundo. Nunca la pureza de su alma liberal fue manchada, como la de sus sucesores, con la avarienta pretensión de conservar al país eternamente curvado bajo el taco de su bota, armado de la espuela del general. Él llegó al poder sin haber jamás pretendido, y si solamente consentido, aunque con reparos, el voto universal de los pueblos y del Congreso, porque su espíritu libre de ambición no encontraba atractivo en el mando; la edad y la experiencia de los ilustres magistrados que lo precedieron, le habían enseñado que éste era espinoso en demasía; y que cercado de escollos, conducía casi siempre al precipicio. Al cabo de una carrera dilatada y gloriosa, como soldado de la independencia, y de una administración honrosa y liberal, de la cual nunca consiguieron sus enemigos borrar el recuerdo de su nombre, su reputación permaneció ilesa en la opinión pública y en el buen sentido de los pueblos, en medio de la tempestad de las calumnias y de la lluvia de folletos escritos con plumas, envenenadas. Después del poder que Bolívar y San Martín habían ejercido, fue el quien se vio revestido del poder legal más   —161→   inmenso que pueda existir en una república, y este poder no hizo vestir de luto a ninguna familia, ni hizo huérfanos ni viudas, como fue el caso de sus sucesores. La historia no señalaría las cárceles, el ostracismo, los patíbulos, con que Salaverry y otros enlutaron el Perú en nombre de la patria y de la libertad.

En los negocios públicos, exhibió siempre tacto, inteligencia, patriotismo, consecuencia en sus opiniones y compromisos, culto religioso por sus principios.

Sus actos administrativos fueron censurados; pero su agigantada reputación de integridad y honradez, nunca fue atacada por el envenenado diente de la maledicencia, que no se atrevió ni aun a empañarla con su pestilente hálito. Gozó siempre de las más vivas y pronunciadas simpatías de los peruanos, sus compatriotas, y, si tuvo enemigos gratuitos que le hicieron una guerra despiadada, fueron aquéllos que confundieron la república con un partido, con una bandera, con una sociedad secreta, fueron aquéllos que, con miras de alcanzar sus propósitos, emplearon todos los medios y no conocieron más causa que el interés y la envidia; fueron aquéllos, finalmente, que entraron en un movimiento mal calculado para trastornar el existente, sin pensar en el futuro.

Su gobierno, al igual que los de Bolívar y San Martín, nunca se afirmó en la fuerza física. No existe un solo acto en su administración que se pueda señalar como emanado de ese poder terrible y opresivo del que hacen uso los tiranos. Verdad es que en el tiempo de los tres existió un ejército brillante y soberbio, que algo aportaba al brillo y respetabilidad de sus gobiernos; sin embargo, esta fuerza era la fuerza nacional para garantizar la independencia del país, y no para oprimirlo ni mantenerlo en la estúpida sumisión que infunde el terrorismo; era la fuerza de que se servían para desarrollar las semillas de la inteligencia y de la riqueza nacional, y no para monopolizar esos desenvolvimientos a favor de su poder y de sus personas, no para perseguir los talentos que discordaban en opiniones políticas y someter el adelanto y libre expansión de la cultura, no finalmente para tiranizar y ahogar cada germen o cada indicio de progreso como un elemento de desorden y de rebelión.

El único gran error que cometió el General La Mar, y que extendió una especie de nube sobre la época diáfana y afortunada   —162→   de su administración, fue el haber emprendido la campaña de Colombia, que tantos y tan funestos resultados trajo a la patria y a su persona. Mas, aun en esto, el hombre imparcial, libre de prevenciones, reconoce ese espíritu noble de patriotismo, cuyo fanatismo es perdonable por la pureza de las intenciones, y nunca esa ambición desenfrenada de adquirir celebridad y poder a costa del sacrificio de los pueblos.

Si lo comparamos con Bolívar, era éste muy grande, su alma le pertenecía a él, al mundo, y a la libertad, para necesitar jamás de consejos; obraba por sí mismo y con la entereza de un espíritu fuerte, que no se rendía ante los obstáculos que le oponían. La Mar era, como gobernante, de un temple de carácter muy blando y muy accesible; nada hacía sin consultar primero las opiniones, tenía la calma de la filosofía que no encuadra con la política en tiempos de agitación y de entusiasmo nacional. Bolívar obraba con la resolución de un soldado que no admite apelación; confundía todas las clases en su nivel republicano y cambiaba el estado de la sociedad: La Mar contemporizaba con las circunstancias, captaba la opinión de sus ministros, y hasta se sometía al domino de su favorito.

Acusaron a La Mar, entre otras cosas, de haberse dejado llevar por el encanto del sexo débil en Lima; pero, si de esta debilidad tampoco estuvieron libres, en cierto punto, ni San Martín ni Bolívar, necesario es también decir que la misma no ejerció influencia alguna considerable o perjudicial, ni sobre los destinos de la nación, ni sobre su reputación y moral. ¿Cuál es el hombre eminente en el mundo, dotado de alma y corazón, cuál es el héroe, con la sola excepción, tal vez, de Napoleón, que se haya mostrado insensible a los atractivos de la belleza, o dejado de translucir, a través de su existencia humana, la influencia que puedan sus acciones haber recibido de la mujer? ¿Fue esta debilidad, para Francisco I, para Luis XIV, y hasta para Enrique IV, origen de vergüenza y de desgracia? Carlos Magno, ese conquistador que hizo ondear sus estandartes sobre las cimas de los Alpes y de los Pirineos, sobre las márgenes del Rhin, del Danubio y del Vístula, que reunió bajo su cetro la mayor parte de los países y de los pueblos que componían el imperio romano en los tiempos de su suprema grandeza, ¿no se presenta poseído de una pasión inmoderada por las mujeres, y no fue él que dio el título de esposa a una de sus amantes? ¿No conservó la historia los recuerdos de la bella Talstrade a quien consagró su adoración?

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El General La Mar, por lo tanto, cumplió plenamente su misión sobre la tierra. Su amor propio nada tenía que desear, su conciencia ningún deber que lamentar por no haber sido cumplido. Llegado a la época melancólica en que las floridas y seductoras ilusiones del republicanismo comenzaron a desaparecer ante los ojos como fantasmas, precisado de mandar en medio de las áridas realidades desprovistas de toda la positividad que da muerte a las esperanzas del bien público y del sí mismo, testigo forzado de la lucha encarnizada de las pasiones que se apoderaron de la patria, por cuya libertad trabajó con entusiasmo y a la cual sirvió siempre con desinterés y sin descanso; quebrantada su robusta constitución por los tristes padecimientos de su cautiverio agravados por la idea de la ingratitud de los hombres, ¿qué podría, en su destierro, haber encontrado La Mar en la copa de la vida sino licor amargo y nauseabundo? En semejantes situaciones, la muerte no aterra, sobre todo al que la ve llegar como La Mar sustentado por una fe religiosa, viva e incontrastable: el sepulcro es un lugar de asilo y de descanso. La muerte fue un bien para este general, puesto que no hizo otra cosa que cortar los hilos de una vida ya huérfana de esperanzas y fecunda en sufrimientos.

Pero estas consideraciones sólo tienen lugar en el alma de los indiferentes; porque los corazones unidos al que muere por los lazos del afecto y de la convicción de la virtud, las repelen con tedio, porque no calculan, no reflexionan, pero se aman, sienten, lloran ese llanto inconsolable con que riegan el sepulcro, la amistad y la consagración del hombre eminente, del hombre virtuoso, del magistrado sin mancha.