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Brocal: (poemas)

Carmen Conde





Yo me pregunto adónde me llevas.

Ni por qué.

Ni para que.

¿Tú quieres caminar?, pues yo te sigo.



Las terrazas tienen agilidad de palomas, y como ellas, unas alas finas con el vértice en el agua.

Así que la luna se baña en estas piscinas aéreas, los tejados sonríen con los labios rizados de sus tejas.



Llevo luceros, luceros, en la mano derecha. ¡Y llevo estrellas, estrellas, en la mano izquierda!

Dime, hombre de todas las noches de luna, ¿qué mano vas a besarme?



Una esquina al viento de los molinos que andan. Otra, al campo que tenía un horizonte rosa y sol. Las otras dos esquinas, atadas a los árboles de las sendas como dos perros blancos...

Todas las tardes se sentaba en una de las cuatro esquinas.



Sur. A las tres letritas azules pintadas ondulando en los mapas, dirigieron las veletas su persistente latido.



¿Por qué, cuando te vas, no te quedas en el cielo?



De la cándida tarde se desprendieron las campanas...

¡Vuelo ancho de las ventanas con luna! ¡Cómo se entraba a la noche honda del verano, todo quemado en ponientes de fragua!



Bajaban los borreguitos muy rizados de viento, cándidos y sonreídos, por la ladera florecida de sol. ¡Qué dulces, las esquilas de estrella y las cabecitas de agua!

Latían los luceros alegrando el praderío del cielo.



Del faro rojo, al faro verde. Del faro verde, al faro rojo.

¡He abierto la madrugada, caminando de faro a faro!



La noche estaba quieta, prendida a las veletas de las torres. Y la calle estaba muda, sola... ¡Un caballo negro la cruzó galopando!

Yo no sabía que la calle era de cristal.



Dos a dos. ¡Fila de lazos verdes y rojos!

¡Qué agua tan fresca, tan llena de quietudes, tan sobresaltada de cristales bebimos todas!

Con aquella niña delgada -lluvia en el huerto-, partí mi pan y mis cerezas.



Las mañanas, redondas y luminosas, ven a las muchachas de la huerta camino de la fuente...

La campana del cántaro a la cabeza. Los brazos, sujetando el cielo.



Por horizonte -¡aún!-, la ventana del puerto.

Al fondo, en los cristales altos, el mar. En los cristales bajos; el mar.

Y siempre -¡todavía!-, un barco anclado en la ventana.



¡Yo seré de viento, de llama, de agua!

¿Qué primavera, qué incendio, qué río me ceñirán mejor que tú?



Marina de velas del campo. Recién abierta la tarde, ¡qué brisa pura en las cordilleras del cielo!



¡Carrera de terrazas en la pista grande del cielo!

Ganará la mía. Es la más ligera.



En este caminito del agua, ¡qué tibia el ala roja y verde de la luz!



Mi corazón irguió sus lirios y detuvo a los vientos que venían en grandes barcas. Quedó un aro fresco flotando en el cielo.



Las campanas se besan antes del sueño, y todas las esquinas de las casas de campo huelen a cielo, porque dejan asomar, de cuando en cuando, un lucero.



Sienes frescas de almendro, apoyadas en mis sienes como dos pájaros que cantan.



Molino de mi campo, siempre puro. Girando, como una rosa entre los dedos de Dios.



Yo, tan delgada como un horizonte, voy por este camino. Cantando. ¡Al viento mis cabellos ondulados, mis cabellos de mapa!

Llevo en las manos una rosa blanca llena de rocío.

Soy esbelta, recóndita. Para llegar a mí hay que saltar cinco ríos y tres álamos.



¡Qué transparencia tiene la lluvia en el huerto!

Recta, afilada, continua...

El cielo está más bajo. Se respira el gran aliento del mar.

¡Recta, afilada, continua... qué transparencia tiene la lluvia en el huerto!



¿Por qué me has quitado tus manos, tanto y tan bien como acariciaban mi frente?

Para que me quisieras otra vez, te regalaría un collar de islas, un sistema nervioso de horizontes.

¡Me abriría, para ti, todas las mañanas en tus labios!



Balsa, ventana del panorama, ¡qué gran viaje hago a las estrellas cuando me asomo a ti, con esta altura de sienes volcada en tu agua honda!



El agua que correrá en tus ríos, seré yo.

El alba que abrirá las claraboyas de tu día, seré yo.



¿De dónde este vaso de silencio, y este frío, y esta emoción de distancia?



Me hice alta, alta... Caían, en hojas de lluvia, diminutas esquinas de soles. Crecieron hacia abajo las espigas de luz de la tormenta, y de mi corazón fluyeron las cándidas barcas del amanecer.



Se derramaron las campanas por el campo...

Tenía la noche un gran hecho de sol en las eras.



Tracielo.

Alta claridad del viento que nos lleva los ojos al valle.



Fluye mi camino al tuyo, como un arroyo a un pino.

El cielo, que sostiene mi agua, es el mismo que tú has izado.

Nos reclinaremos juntos, cuando los vientos lluevan desde Dios.



¿Me dejarás que descorra tus miradas?

¿Me acariciarás cuando mis labios se enciendan tras los montes?



EL lucero, al final de la tormenta, ha salido muy bien peinado, muy lavadito, con una gran sonrisa redonda en torno suyo.



¡Quiero despertarme en el hombro de la noche, cuando las estrellas se enciendan en las ventanas de las balsas!



Descalza estrella, descalza.

Por el agua alta, yo quiero ir descalza. Por el cielo hondo, yo quiero ir descalza.

Descalza, estrella, descalza.



Sol, Dios.

Al mar, con brisas de gaviotas inmóviles, llevaremos esta alegría.

Dios, sol.



¡Gira, molino!

Yo soy tu cielo.



Si yo derramase todas mis geometrías en el agua, cinco navíos descubrirían islas submarinas con ruedas de peces y sirenas.



En la noche grande, arraigó el lucero.

Ha girado el silencio y un viento leve juega con los pinares.



No, ¡no era el viento!

Era yo.



Yo soy más fuerte que tú, porque me apoyo en ti.



La terraza se ha levantado con la agilidad de sus luceros y me lleva -¡nos lleva!- al mar.



Estaban cuajadas las almendras del mar. Finas ramas azules escalaban el cielo.

Yo, recogía vientos y frutas.



Dormía, y el amanecer me saltaba de hombro a hombro.

Río abajo, navegaba la luna.

Los bergantines de la piar y las rosas del campo, se llenaron de aquella luz mía que era cual otra luz del cielo.

Río abajo, mi corazón.

¡Yo estaba en los álamos, como el viento de la primavera!



Se abrió el paisaje, a todo viento, en la retina. El río, con sus cascabeles de aurora, me trajo la inquietud.

Sentía en lo alto, como de mano con estrellas, los finos dedos de la luz atardecida.



¡Más alto el cielo, más alto!

Quiero pasar entre la tarde y tus ojos.



Resbalaron estrellas, poliedros diminutos de fuego.

¡Estaba mi corazón en la lluvia, como una palma roja!



Me llevabas...

En el agua inmóvil se agrandaban nuestras sombras entre los luceros. ¡Yo era tan ágil como la ventolina!

¡Asómate a mí, que soy una torre!

¡Asómate a mí; soy aquella palmera de tu huerto, que leía contigo!

¡Echa al aire mis campanas y mis palmas!

Yo soy tu panorama.




Orilla


I

Qué gran ligereza tiene la tarde. Apenas insinuada, ya quiere apagar sus antorchas.

Todo lleva un gran ritmo de velocidad. Aquí no hay ríos, ni pinos. En esta hora, todos los ríos y los pinos del mundo, corren hacia el ancho camino del mar.

¡Cómo se levantan las brisas para acompañarte!




II

Ya no hay casas en la ribera. Sólo quedó esa, donde tú y yo juntamos las sienes.

No están los arbolillos de la cuneta y el agua resbala, sin ellos, como una veta de luna caída del cuarto menguante.

¡Qué frescura tan dulce en esta marcha de todo!

¿Qué gran fragancia en esta soledad sellada!




III

¡Salta el cauce infantil y dame las manos!

Seamos los arbolillos que se fueron.

Quietos. Prendidos.






Círculo máximo


I

Alrededor de mí, tú.

Estás buscando un punto para clavarte a él. Acaso esto no sea posible. No porque yo no quiera ser inundada por ti, sino porque yo estoy lejana de todo. De puntillas sobre mi corazón.

Ni me enteré del color que tomó el cielo cuando cantabas, ni del diámetro que tiene la distancia que me separa de Dios.




II

Voy y vengo. Iré y vendré,

Soy la pasajera inmóvil de tus ríos.

Si no supieses nada de esta colina blanca crecida de mí, no podrías tomar impulso y saltarla.

He ahí que tú naufragarías.




III

Formada estoy por molinos, balsas, torres, palomas, rosas...

En la rotación, lo primero se junta a lo último. Superposiciones simples. De la terraza a la luna, ¡cuántos kilómetros de estrellas!




IV

Las esquinas llevaban lazos encarnados y verdes.

Cuesta abajo, mis ojos...

-¡Niña, cuidado con mis ojos que se me van al río!

Cinco piedrecillas lisas, dan la impresión de una playa.

De puntillas sobre mi corazón he desplegado el cielo. Dios está próximo. ¡Ya veo las banderitas de su pista!




V

Mi luz recorre todo tu paisaje interior.

Me veo en todo, tú hecha mil yos chiquititas: yo, sólo perfil. Yo, sólo frente. Yo, sólo hombros.

Invado las galerías de tu silencio, descorro tus ventanas y sonrío...

¡Ríe tú, que mi sonrisa es toda la mañana descalza!






4


I

Venían cuatro hombres por el altozano. Recios, enlutados, con una serenidad llena de sol. Hacia la izquierda, anchas balsas volcaban un cielo inquieto en la sombra.




II

Cerca de la iglesia se pararon los cuatro. En la mañana, las cuatro figuras erguidas tomaron serenidad de piedra.

«Qué hacemos», se interrogaban los ojos. Y uno, el más delgado, dijo desde muy lejos: «Subamos a la Torre».

Subamos a la Torre.

Subamos a la Torre.

Subamos a la Torre.

Y subieron a la Torre.




III

La caja aérea de sonidos estaba callada. Ocho campanas grandes, muy grandes, repartidas en los ángulos -proas- de la Torre. Seis campanas pequeñas dispuestas sobre las grandes. Cuatro campanitas chicas sobre las pequeñas, y arriba de todo -banderín-, una campanilla alegre, brazo del semáforo sonoro.

En el centro de la estancia un cilindro en espiral con las maromas que movían a las campanas.




IV

Los cuatro hombres se pararon, uno tras otro, en los cuatro ángulos del recinto. Iban a dar las once.

Puestas en marcha las campanas grandes, unos mazos de hierro golpeaban a las pequeñas; luego a las pequeñitas; por último, la campanilla saltaba descalza por el prado verde y fragante del cielo.

¡Qué júbilo el de la Torre, toda volada en giros locos, en aires dispersos, en palomas desbandadas!

Cuando todo terminó, graves, trascendidas de los siglos de la huerta, cayeron las once campanadas del reloj. A la postrera, quedó un hondo, ronco vibrar en la Torre. Salió por las ventanas (¡de lejos la Torre era transparente!), y no reposó ni en el agua del río.




V

Serios, lejanos, llenos de sol y de rumores, se asomaron los enlutados al balcón. La huerta corría por debajo como un alga enorme. Más allá, entre los ramos de nardos de la Iglesia, dormía el Segura.

Arrancaban muchos caminos de entre los horizontes. Por ellos pasaban las campanas.




VI

Bajaron. Y otra vez silenciosos y recios, se hallaron en el campo. Descorridas de brisa oscilaban las palmeras. Tres siempre.

Llenos de fruta los árboles. Azules y moradas las cordilleras.

A la sombra de una casa en cuyo escudo amenazaban dos hombrones de granito, reposaban unos bueyes.

Ondulaban los trigos, mujeres blancas de cabellos negros, y los burrillos tiraban de las norias.

¡Álamos, río!




VII

Los cuatro hombres, altos y enlutados, izaron sus cuatro sombreros planos.



Cuando llueva, a los charcos del patio echaremos un barco de papel.







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