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-Voy a llevarte yo misma para que no te arrepientas y no queden las cosas peor de lo que están. Tu equipaje es leve y el mío se hace en un cuarto de hora. Anda, anímate; saldremos en seguida.

María contempla a Laura con gesto hosco y dice luego:

-Bueno; voy, ¿y qué?

-Pues hablas con ellos para que te autoricen legalmente a abandonarlos, y buscas un empleo; o te vienes conmigo a Madrid y yo te ayudo a encontrarlo, si es que nos ponemos de acuerdo para eso. O vives en mi casa. ¿Conformes?

-Sí.

Cada una se dedica a su maleta. Hay otra más para libros y cuadernos. Laura suspira guardándolos. No ha podido leer ni una página aunque se había propuesto pasar unas semanas tranquila y leyendo. Cualquiera sabe lo que nos espera detrás de cada movimiento. Hace sol y la brisa del mar revuelve las cortinas y los cabellos. La tarde es ancha y huele a sandía. El agua marina huele a sandía. Laura lo va pensando mientras decide no presentarse con la chica en casa de ésta.

La dejará en la puerta y en paz.

-Ya conoces mi dirección y el número de mi teléfono. Te dejaré algún dinero para que lo emplees en el viaje que resuelvas hacer. Una cosa te ruego no me dejes sin noticias tuyas, por malas que fueren. -Y sonríe para dulcificar lo dicho-: Pero no deberán ser malas. Pon todo de tu parte para que este asunto se desarrolle bien. Eres la más joven, tienes más que ellos; porque también eres libre.

María tiene cerrada su mochila y se sienta en ella.

-Ya voy terminando -dice Laura-; es lo que molesta del viaje, el equipaje.

Sabe que está hablando para llenar el tiempo. En realidad, no sabe qué decir ni para qué. Vive alterada por cosas que no son suyas y de las cuales, sorprendida, no encuentra cómo deshacerse.

-En un salto nos pondremos en tu casa, luego seguiré hasta la mía.

-Pero, usted vino a descansar; a quedarse unas semanas... ¿Por qué no me deja en el tren que pasa muy cerca, y sigue aquí?

-Porque ya no tengo ganas de intentar estar tranquila. Además, te lo dije: quiero estar segura de que llegas a tu casa, ¡etcétera, etcétera!

-Bueno.

Bajan el equipaje mientras ellas se acercan al coche. Las ruedas están bajas de presión, hace falta gasolina también. Menos mal que a quinientos metros hay una gasolinera.

-Acomódate ahí detrás. Prefiero conducir sin nadie a mi lado... hoy.

-Está nerviosa.

-Puede.

Aire, gasolina. La desviación hacia Murcia. El Puerto y después la ciudad: radiante, frutal, antigua y presente. ¡Murcia del alma!

-Me gusta viajar en coche -dice María-, pero ahora me da angustia porque me lleva al infierno.

-¡Bah! El infierno está en ti; quítatelo de un manotazo.

-¿Usted qué sabe del infierno?

Laura la mira por el retrovisor: la chica tiene muy alterado el semblante. La compadece.

-Algo sé, claro, de infiernos (no de uno), distintos al tuyo.

-¿Y se los quitó de un manotazo...?

-No, la verdad. Me arranqué pedazos de vida para que ellos murieran conmigo. Eran otras penas.

-¿Ha sufrido tanto?

-¿Tanto como qué: como tú...?

Ríe bajito Laura, y procura que la dirección no se le altere porque ella mire de cuando en cuando, por el retrovisor, a María.

-Nunca se puede evadir el dolor, chiquilla; cada criatura sabe de su capacidad solamente, aunque se empeñe en imaginar el dolor de los otros.

-Ya.

Y ahora sucede algo inesperado. A Laura la detiene una pareja de la guardia civil motorizada y la guía hacia el arcén. Están entrando en un pueblo y Laura se inquieta.

-¿Qué pasa? -inquiere.

No es nada sobre su coche ni su persona, simplemente advertirle que hay un desvío, no señalizado aún, a causa de un importante accidente de carretera. María salta, con mochila y bolso, diciendo:

-Voy a verlo. A la salida nos reuniremos. Y sale corriendo.

Laura sonríe forzosamente a la pareja y acepta irse sola... hasta la salida del pueblo. No espera a la chica. Nueva huida. Una profunda ira empalidece su rostro. Esta muchacha está loca de remate. Fingió aceptar lo propuesto y se escapa de nuevo. Cuando consigue serenarse comprueba que rueda a ciento cuarenta. Prohibido. Frena y se detiene en el arcén a encender un cigarrillo. Piensa si serán falsas las señas que le diera María de su domicilio. Seguro. Pero tiene el número del teléfono de la Policía. Llamará en el pueblo inmediato para desentenderse definitivamente del endiablado caso. Apaga el cigarrillo con un apretón violento y reanuda la marcha...

La marcha... ¿Qué es ir?

Ir es una pausa, es un puente. No estar ni llegar, aún. Yendo. Ir yendo es una expresión adecuada, indica algo que se hace para hacer pero que no es definitivo todavía. Yo voy a..., estamos yendo a... No pertenecemos ya al lugar ni a las cosas que dejamos atrás; y no somos aún de lo que nos aguarda. Ir es un escape de la realidad, de la sumisión a los actos habituales; ruptura de ligaduras; aplazamiento y aproximación. Se puede imaginar todo y ser dueña de las posibilidades. Echar pie a tierra, llegar, es un aplastante estar en y un ser esto o aquello.

El pueblo sí está en su atardecer de todo. Y Laura baja ante un Parador y requiere el teléfono. Rápido el contacto.

-... Tengo que comunicarle que la chica de quien le hablé y ofrecí devolver a su familia, se me ha escapado cuando unos motoristas me hicieron parar en... para avisarme de un repentino desvío. Escuche, señor: yo estoy harta de esta muchacha y de sus problemas. Desde este momento me desentiendo de ella por completo. Sí. Me abandonó en..., como le dije, y ante la pareja de motoristas con la excusa absurda de ir a ver el accidente que causa el desvío. Ya le dije a usted mi nombre y domicilio. Gracias. Buenas tardes.

Ya no es tarde, sino noche; noche absoluta en unos minutos. Siente pereza de conducir sola y pide alojamiento. Del coche saca su maletín y un libro.

-Cenaré pronto, por favor; quiero descansar. Mañana seguiré viaje.

Y cena, se acuesta, se pone a leer...
                                                                ...¿qué habrá
hecho esa criatura...?

Saca del bolso la cuartilla con el nombre de la familia, de su ciudad, de la calle, el teléfono... y se pone a pensar. En el reloj se desliza muy lentamente el tiempo. Tiene prisa Laura por el nuevo día y esto se concede con paso inaudible. Pero amanecerá. Y poco a poco el sueño lo vuelve todo más confuso para llevarla a un largo espacio poblado de marismas.



En el sueño todo es más fluido, menos concreto; sobrevienen episodios no vividos y afloran vivencias depuradas, aéreas. En un espejo inmenso, tal un lago desierto, Laura busca su rostro sin encontrárselo. Ello le produce angustia y desasosiego. Se sabe ella y no consigue enfrentarse con sus ojos ni con su boca ni con su frente... Alguien grita desde lejos un nombre que tampoco logra descifrar y, sin embargo, conoce ese nombre, sabe que es suyo aunque no lo perciba con claridad.

En determinado punto todo su pasado se vuelca a ese espejo en el que no halló su imagen. Sobresaltada, y hasta consciente como si estuviera despierta, reconoce la no corta trayectoria de su existencia... En el fondo del bosque fluctúa una joven indecisa cuyos brazos se tienden hacia... ¿quién?... Tampoco la evidencia, tampoco la precisión. Laura vive y la que duerme está soñando.

Le gustaría arrancarse del trémulo vaivén del sueño oscuro que agujerea imágenes que son ella aunque ella no se consiga ver, comprobar que es. Una reversión incomprensible la hace ella y la hace otra a la cual se afana en reconocer, en reincorporarse... Gime, alarga las manos para agarrarse al brocal del pozo en que se sabe inmersa. ¿Quién es Laura?

¿Quién es la otra?

¿Es Laura -la otra, y la otra-, Laura...?

Cuando, sin verlas límpidamente, se acercan hasta confundirse, Laura se desvela y abre los ojos de verdad, de realidad, a la oscuridad de la habitación. Regresa cansada, febril, y acaba comprendiendo...: el sueño es la memoria que desgarra sus ataduras y despiadadamente hinca ante Laura su imborrable presencia.



Los tres volverán del notario sin decirse ni una palabra. Lo harán todo sin comunicarse: caminar, subir a la casa, tomar algún alimento... El notario enviará los documentos a su destino, y desde entonces puede empezar la libertad legal de María.

-Supongo que te irás hoy mismo -dirá Isabel.

-Sí.

Santiago no dirá nada. Permanecerá callado y sombrío, alejado de ellas, haciendo que hace algo, pero sin hacer nada. Le dolerá la sangre en el cuerpo y sentirá un ronco furor contra todos, empezando por sí mismo. Se atreverá, tal será su angustia, se atreverá a decirle a María:

-¿Qué fue de la señora que te encontró?

-La dejé en el camino.

Isabel salta:

-¿Qué te importa a ti esa señora? -increpa al marido.

Y él sonríe evasivo, frío:

-Nada, curiosidad. ¿Volverás a verla?

-No lo sé.

Las manos de Isabel se cogen a un brazo de Santiago para llevárselo. Arde de arriba abajo igual a tea resinosa.

-¡Cállate de una vez! -grita. Porque se aterra al temer que ellos encuentren un medio para comunicarse.

María se irá del comedor y preparará su nueva salida. No sabrá qué hará ni cómo. Dejó a Laura abruptamente porque no quería que viera a su gente. Luego se las arregló con facilidad: otro auto-stop y asunto realizado. Pensará con gratitud en aquella mujer que, incomprensiblemente, está metida en su juego de despropósitos. No querrá volver a verla, ¿para qué?, y olvidará su nombre lo antes posible. Subconscientemente no romperá el papel que contiene sus señas de Madrid.

Sentada en la cama, balanceará los pies un rato. Tendrá que irse definitivamente; para siempre jamás. Un helor súbito coagulará su respiración. No volverá a besar a Santiago. Ya no será suya nunca. Isabel se lo apropiará como un vestido y dentro de él se afanará por romperlo a fuerza de uso. Isabel es una bruta, no tiene piedad, no es flexible. Isabel no se merece que ella, María, enamorada salvajemente renuncie a su amor.

Saltará al suelo y apretará los dientes para no rugir su celo. Necesitará ser abrazada, poseída y hasta pisoteada por él. Pondrá la mano en la puerta para abrirla y gritar ¡Santiago, Santiago! Se contendrá haciéndose pedazos. Y sigilosamente le sobrevendrá una idea... ¿Cómo ella, tan joven e inexperta, tan dormida hasta hace unos días, es capaz de sentir esta furia sin sosiego en el cuerpo y en el alma? Y se retirará de la puerta y se acercará a los cristales de la ventana. Cerrados herméticamente, ¿qué habrá más allá? El campo. Unos caballos y un muchachote «picándolos». Es el picadero particular de unos vecinos ricachos. Sin problemas. ¿Los tendrá el muchachote? ¿Los tendrán los caballos? Ella los tiene. Insolubles. Que deberá resolver en el acto.

Se irá. Pasarán dos trenes por la estación. Alcanzará el que pueda. Abrirá, saldrá al corredor, caminará hacia la puerta muy despacio... Nadie. Bajará la escalera. Y en el portal, como un tigre sobre su presa, Santiago caerá sobre ella. La besará brutalmente, la dejará sin resuello, meterá las manos entre sus ropas que casi desgarrará, sollozará mordiéndole los labios...

-¡Déjame, déjame!

-¡No, no, no!

-¿No?

Será Isabel tirándose por la escalera y aporreándolos con locura desbaratada...

-¡Perros, como perros salidos; más que perros! ¡Os mataré a los dos, os mataré a los dos con mis propias manos!

Será una lucha desesperada: ellos esquivándola a ella que, por fin, jadeante y con espuma en los labios caerá al suelo agotada. Triunfantes, sin hacer caso de la vencida, los dos se abrazarán entre llamas.

Hasta que Santiago abra la puerta y la empuje suavemente a la calle, suavísima e inexorablemente...

-Será mejor que te vayas ahora -dirá-. Nos encontraremos después.

-¿Dónde?

-Procura tú que yo lo sepa.

Cerrado el portón del infierno, María caminará borracha hasta la estación. Santiago cogerá el bulto de Isabel y lo subirá a su alcoba, dejándolo en la cama. Encenderá un cigarrillo y oirá el pito ronco del tren y el fragor de ruedas, salpicándolo todo.



El cigarrillo consumido, los ojos de Santiago se apoyarán en Isabel, que yace semiinconsciente en el lecho...; la recorrerán entera, considerándola, con sincero dolor. En un determinado momento, ella abrirá los ojos, vuelta a la realidad, gimiendo:

-¡Santiago..., Santiago!

-¿Qué quieres?

Ella abre sus brazos y los tiende hacia él. Hay expresión de hambre en su rostro, en sus ojos, en sus miembros que tiemblan imperceptiblemente...

-¿Te encuentras mejor? Ya estamos solos.

-Ven.

El hombre piensa que no puede ir, que no podrá ir junto a su mujer. Pero, va. Se apoya en el lecho y la besa dulcemente; ella le mira desde abajo con una mirada de expectación sombría...

-Sé que no puedes quererme como me quisiste, lo sé.

-Te quiero.

-No puedes quererme porque entre nosotros está la otra...

«La otra». Ésta es su hermana ahora: la otra.

-La olvidarás. Todo fue una locura.

-¿Y tú, la olvidarás tú...?

-Procuraré olvidar cuanto te hace padecer.

Es una respuesta evasiva que a ella no la conforma; pero..., ¿será cierto lo que dice...? Mejor creer que se cree. Y vuelve a suplicar amor, amor... que no llega.

-Reposa. Mañana..., cuando estés mejor de ánimo.

-¿Y tú...?

-Y yo, te lo aseguro.

Isabel cierra los ojos y llora.

Santiago prende otro cigarrillo, y vuelve a su asiento anterior.

La noche se agranda hasta el extremo de transformarse en un sólido muro contra el cual se van estrellando, una tras otra, las tristes criaturas.



De la noche a la mañana con un talante nuevo. Los sueños de Laura han sido siempre reconfortantes. La noche pasada, entredormida vio una gran sombra inclinada sobre ella mientras sentía la leve caricia de unos dedos frescos, no fríos, sobre su frente. Se encuentra bien templada. Salió de la pesadilla. ¿María? Allá ella. No quiere recordarla. No necesita ni desea saber de ella.

-El desayuno -solicita.

Fruta, mermelada, mantequilla y café, mucho café. Reanimada, decide reemprender su viaje. Adiós, descansados días no estrenados. Adiós, paz necesitada y no hallada.

La carretera fluye y refluye quietamente, como si no se la pisara. Madrid, a dos horas de buen correr. Se pasan volando y la ciudad abre sus anchos brazos reconciliantes. Más se tarda en atravesar la ciudad que en hacer el último tramo del viaje. La calle, próxima a la ciudad universitaria. El garaje, las maletas con su inútil contenido. Todo sobró. Apenas se vistió la dueña como no fuera de lo somero para la playa. Y no leyó tanta grata lectura escogida para aquella estancia.

La espera lo que tanto tardó en conocer: la soledad. Laura vive sola y no lo rechaza. A todo hay que aprender. A estar solo es lo menos fácil, pero se aprende también. Mira su mundo doméstico y no puede remediar pensar que María habría estado bien aquí. Fuera, insidiosos recuerdos sin contenido. ¡Fuera, lo que no cabe en la soledad!

Pero el teléfono suena: desde la estación; dice una voz:

-Acabo de llegar en un tren que ha corrido más de lo que yo quería. ¿Puedo ir a su casa?

-Claro -dice con alegría. Y cuelga.

Va a la cocina y se pone a preparar café para el desayuno ajeno. Luego, mientras el fuego cumple su cometido se deja caer en una butaca y pregunta, pregunta:

-Señor, Señor, ¿qué nombre tiene tu designio? No tienen nombre los designios del Señor. Nosotros los titularemos con grandes rótulos llamativos: fatalidad, desgracia, felicidad..., desesperación; sin nuestra cooperación no se llamarían nada; no existirían siquiera. A una mujer que vive sola y contenida, aparentemente resignada, le cae encima, de pronto, el drama de otra mujer joven y alucinada hasta ser incapaz de gobernar sus instintos. ¿Para qué y por qué? Rechazarlos sería el verdadero destino de semejantes dones. Y hay algo que lo impide. ¿El espectáculo caliente de la vida ajena? No se sabe. Porque Laura conoce demasiados espectáculos de vidas ardientes y palpitantes para que la maraville o sugestione el trastorno de María. Secreto designio -vuelve a salir el nombre- que ella tendrá que llamar parte de su propio destino.

Le dan ganas de irse, de no estar cuando llegue la chica con su desaliñado equipaje y sus ojos cavados en un rostro puro que parece exento de cualquiera mácula interior. La encontraría al regresar, esperándola sentada en la puerta del apartamento. Que llegue, que cuente, que reciba ayuda y que (¿la abandone luego...?)... No quiere seguir pensando en el después de todo eso. Formará parte, como todo lo habido, de una serie que escribe el Autor implacable. Sonríe. Se ha sometido a términos literarios o cinematográficos al pensar «el autor que escribe»... Es verdad. Así lo parece.

No está lejos, vamos, demasiado lejos su casa de la estación de Atocha. No habrá encontrado taxi. ¿Conoce Madrid, María? No se lo preguntó. ¿Tendrá dinero? Dijo que alguno tenía, sí. Tarda. Los que avisan su llegada no saben cuánto tardan en hacerse presentes. Esperar es lo peor del mundo. La ansiedad lo inunda todo y el que va a llegar viene con el ritmo de su circunstancia, pero tarda. Tarda mucho esta muchacha. ¿Se habrá perdido? El taxista conocerá o no la calle; es una calle extraña para los conductores pues se encuentra fuera del centro y no es paso para ninguna otra. Laura se pasea por la casa. El café ya está. Prepara otras cosas, abre la puerta porque cree oír pasos. El ascensor no suena.

Muchas personas esperan haciendo algo para entretenerse. Laura no supo hacerlo nunca. Sus esperas fueron trepidantes. El amor acuciaba como un caballo impaciente y el que lo recibía tardaba siempre en llegar a su hora. Aquella figura del amado se agrupa en la memoria, la rebalsa. ¿Por qué no viene ahora, por qué no abre la puerta y sonríe como sonreía para llamarla? Laura mira la puerta cerrada y cree que va a abrirse para corporeizarlo a él. No. Cuando uno se va para siempre, las puertas no vuelven a abrirse.

¿Por qué tiene que abrir Laura esa puerta si se cerró definitivamente un día? No es el amado, no es el amante; es una pobre y agobiada criatura la que llamará a ella pidiendo abrigo y amparo en su tormenta. Y Laura se queda fría, de arriba abajo fría, porque ha recuperado la noción exacta del tiempo y de la circunstancia.

Lenta y dominada coge un libro, lo abre y, se pone a leer. A intentar leer. Sus ojos se detienen en un renglón que crece, crece y se ilumina de verde sombrío...: «empezó a crecer la yerba sobre la tumba de mi juventud».

Deja el libro y deja en blanco su mente. Un prado enorme y, debajo, ella; la yerba creciendo hasta cubrir intensamente el suelo y aparecerlo como un mar del verano. Yerba. Juventud. No oye sonar el ascensor. No oye vibrar el timbre. Yerba. Juventud. Unos golpes fuertes en la puerta de la casa la sacuden. Y emerge de la extensión vegetal con una nostalgia que rezuma lágrimas.



María se detendrá en la estación y antes de subir al tren escribirá en un trozo de papel el nombre de la calle y el número de la casa, y hasta el teléfono de Laura. En la librería ferroviaria comprará una postal y un sobre; meterá todo en éste y escribirá sobre él la dirección de Santiago en su despacho. También adquirirá el sello de la abultada efigie para franquear el aviso. Subirá al tren y se recostará en su asiento. El correo marchará despacísimo deteniéndose en todas las estaciones y hasta inventándoselas. Antes corría menos aún, es un consuelo.

Al poco tiempo de comenzar la marcha entrarán unos viajeros más que, como ella, buscarán el relativo acomodo para las horas nocturnas. Una abuela con su nieto y un militar que debe regresar a su cuartel. Serán prudentes y respetuosos con ella, ni la saludarán siquiera. Mejor. Las charlas de vagón son insoportables ya que no puede una escaparse abandonando al hablante.

Al otro lado de la ventanilla, la nada: oscura y dura; a trechos largos, sobresaltada por luces fugaces. Al otro lado de esta nada, más nada todavía. Es ir como si no se fuera a ninguna parte, ni se intentara ir tampoco. El viaje de María no será puente entre orillas sino pozo, agujero tenebroso en el que irá metiéndose sin remedio.

Sobrevivir. Es igual a estar en guardia de una misma. Verse comer, dormir, trabajar en algo que subvencione aquellos oficios vitales, sin el menor deseo de supervivencia. Pensará: Si no hubiera encontrado a Laura, ¿dónde estaría yo? Verá a su hermana forcejeando para arrancarla de Santiago, con los ojos desorbitados, la boca desencajada, y la voz ronca escupiendo insultos. ¿Qué habría hecho si Isabel fuera ella y ella Isabel? No lo sabrá. No podrá ponerse en lugar de su hermana porque los celos se lo impedirán.

Por otra parte y sorprendiéndola en verdad, experimentará un asco profundo hacia el hombre, todo él un miembro rabiosamente hambriento de María. Mientras lo sentía cerca, toda ella zumbaba idéntico deseo. Cegaba ante la inminencia de la posesión. Y ahora... El asco se levantará frío de su piel y corroerá su conciencia en vigilia súbita, recién nacida. El nietecito de la abuela, compañeros del viaje, la mirará desde sus ojos, nuevos y puros; sin contenido. La abuela lo atraerá para incitarlo al sueño. Y a su vez la mira, con ojos apagados y acumulados de tiempo...

Acudirá a Laura y ella la situará en donde pueda trabajar y ganarse un pan del que no sentirá apetito. Laura, ¿quién será Laura? Es joven aun siendo mujer madura y con rasgos de enorme cansancio; la comprende aunque la obligue a rechazar lo que hizo. La ayudará, esperará María que la ayude, y acaso vaya curándose poco a poco esta lepra que la invade martirizándola. ¿Por qué martirizándola? ¿No vivimos otros tiempos? ¿Qué podría oponerse a que ella y él olvidaran a Isabel y se unieran como muro y yedra?

Los ojos del niño acurrucado en el cuenco de la abuela, la seguirán mirando absortos. ¿Qué mirará este niño? Los ojos de la abuela, medio secos y sin brillo, la mirarán por encima de la cabeza del nieto. ¿Qué pensará esta anciana? El militar se levantará y desperezándose disimuladamente, bostezando sin ruido, pasará pidiendo disculpas y saldrá al pasillo... ¿Quién esperará a este muchacho o de quién se habrá despegado?

Habrá que meterse en un trueno para no oírse el resuello. Hacer, hacer. ¿Qué hará María? La conciencia cobrará bríos y se atreverá a recordarle momentos de inmersión en el desvarío amoroso. ¿Ama ella a Santiago? Cerrará los ojos para verle en el portal abrazándola y empujándola después a la calle. Pidiéndole verse y que ella le avise en dónde. Ya lo hizo; dio la dirección de Laura...

Palpitará arrepentida de haberlo hecho. ¿Cómo pudo atreverse a decirle las señas de Laura? Entonces no tuvo más remedio que hacerlo. Ahora...

La luz aumentará; el revisor se presentará. Se irá. Otra vez la penumbra violácea. El niño no se dormirá ni su abuela. Serán testigos de su íntima batahola. ¿Oirán sus pensamientos? Disparatada idea. Si pudiera dormirse... Cuando se está muy cansado no se duerme así como así. Los nervios tensos requieren la vigilia. Frenazo brusco. El tren irá perdiendo velocidad, la escasa, que llevaba, hasta pararse. Pasos precipitados recorren los pasillos, bajan, suben... Voces confusas. Un foco súbito iluminará el suelo de ninguna estación, del campo llano y ancho que va escalando la Meseta. El niño no dormirá; ni su abuela. Voces, y pasos, pasos pesados... Rudas arrancadas del tren y otra vez la marcha a trompicones. Silencio.

El militar volverá a su sitio.

María pensará en su ausencia y luego lo abandonará en su oscuridad. Empezarán a dolerle piernas y cuello de la postura forzada. El niño entornará los ojos limpios. La abuela cerrará los suyos y parecerá que nunca estuvieron abiertos en su arrugada cara.

Acercándose, acercándose... ¿A qué? ¿Por qué? Nunca se contesta a estas preguntas que son, como dijo Henry Miller, «las más importantes del hombre».



La secretaria del director entrará con una carta en la mano. Sonriente.

-Es para usted.

El director, Santiago para los suyos, la tomará y disimulará su sobresalto.

-Gracias.

-¿Va usted a dictarme?

-Más tarde la llamaré.

Saldrá y él esperará que se aleje, luego romperá el sobre y leerá; apoyará la cabeza en una mano mientras la otra retendrá, apresará el papel escriboteado. Ya conoce el paradero de María. Y como un fuego que aparentara estar apaciguado y el viento soltara para que creciera y devastara, el ansia feroz de salir corriendo para verla. Se levantará, estrujará el papel y volverá a sentarse. Habrá de trabajar unas horas, volver a su casa, tranquilizar -no sabe cómo- a su mujer; y empezar a inventarse una ausencia que Isabel no consentirá. Seguro.

Ya no podrá hacer nada. Al diablo su obligación. Decidirá irse del despacho y trasladará antes a otro papel la dirección que le enviaron. Romperá y quemará el mensaje y fumará mordiendo el cigarrillo. Ahora o nunca. Lo dejará todo y huirá. Buscará a María y se irán juntos de España. ¿Isabel? Que haga lo que quiera. Denuncia, persecución... Habrá que tomar precauciones: primero, ponerse de acuerdo con María: que se vaya en avión a Londres. Luego, reunirse con ella. Ya está. De Londres, a América. Nueva vida. La pasión le quemará los labios y acelerará su pulso. Estoy loco -comprende-; loco por tenerla mía hasta la muerte. Hasta matarnos los dos.

Cogerá el teléfono y llamará a su Banco:

-Le mandaré una carta indicándole que traspase fondos míos a... Voy a necesitarlos para unos negocios allí.



Luego, el director, incomprensible en este momento para su secretaria, se ha quedado solo en su despacho sin saber, realmente, por dónde empezar la huida de cuanto constituyó la norma de su existencia. Se aplica el remedio de todos los conflictos sin solución inmediata: encender un cigarrillo y fumarlo mirando al techo. Sabe que tiene que firmar las cartas que ha dictado apresuradamente, pues no se puede ir sin dejarlo todo empantanado. Por eso quiere entretenerse y consumir el tiempo que arde por apurar, ya que supone será el penúltimo de sus fatigas e indecisiones. Le queda lo más violento y duro: la salida de su hogar, la despedida de su mujer, el engaño final y sin posible reparo. Esto le acongoja, hay que reconocerlo, le baña en frío sudor el cuerpo y le apresura la marcha del corazón. ¿Cómo lo tomará Isabel, qué actitud será la suya...? Inútil recurrir al recuerdo de María, a la imaginación de su ya inminente reunión con ella. Existe en todos los seres, por muy dispuestos que estén a romper con toda su existencia anterior, una vacilación agoniosa ante el futuro. Se desea la libertad, se lucha por conseguirla, y así que, al parecer, se la tiene al alcance de la mano, se teme... ¿Por qué se teme, acaso porque en realidad no hemos nacido para ser completamente libres; qué peso se nos echa encima, qué fardo comienza a gravitar en sustitución del recién abandonado...? Santiago tiene miedo, sí; miedo y angustia mortal. Pero desea a María, la ama con furia, y va a aplastarlo todo para conseguirla.

Un golpecito en la puerta...

-¿Señor director...? La firma.

-Adelante.

Y el rimero de cartas, de órdenes, de nuevos papeles que se han sumado a los que esperaba firmar, se amontona sobre su mesa.

-Excuse este aumento, son cosas atrasadas que deberán quedar firmadas antes que usted se ausente.

-Sí, claro.

Unos minutos más de los esperados, y la pluma que firma y firma con prisa para acabar con ellos inmediatamente.

-¿Avisará usted cuando vaya a volver, para preparar su firma...?

-¿Volver...? -la mira asombrado. Rectifica en el acto-. Naturalmente. Tardaré, eso sí, en reintegrarme al despacho.

Y bajo la mirada recelosa de la secretaria, Santiago sonríe confuso.



Volverá el militar que saliera minutos antes de la circunstancial detención del tren en plena llanura, y pasará cuidando no molestar a sus compañeros de viaje que, al parecer, reposan. Será inútil su precaución, pues el niño abrirá sus ojos, la abuela descorrerá los suyos y María se removerá en su asiento.

-Excúsenme, no quería despertarles.

-¿Pasó algo antes? -interrogará la abuela.

-Sí. Unos que viajaban en el techo bajaron al vagón y la Guardia Civil, que los esperaba, los detuvo.

-¿Por qué?

El militar se asombra:

-Viajaban sin billetes, sin documentación.

-¡Ah!

Será un ¡ah! despectivo; a la abuela no le parecerá convincente tal explicación. Imaginará motivos más poderosos que los enunciados. El militar sorprenderá su gesto y argumentará:

-Faltaron al orden.

La palabra orden se catapultará sobre María. Ella falta al orden, lo sabe, y apretará los ojos con más fuerza que si durmiera realmente. El niño la mirará tan fijamente que ella, entreabriendo los párpados creerá que es ciego. Claro, mirará como si viera, se dirá; pero el niño, de repente, sonreirá y en sus ojos brillará una lucecita...

-Pues no es ciego el crío. ¿Por qué me estará mirando así todo el viaje?

La abuela y el militar se enzarzarán en un diálogo acerca del orden. Resultará curioso apreciar la diferencia de conceptos sobre el prepotente tema. María ya habrá despertado del todo y se pondrá a pensar en su inminente llegada a Madrid. Lo conocerá de antes y podrá recorrer las calles que desde Atocha van hasta la de Laura.

El día estará en su comienzo y por las ventanillas discurre un paisaje de arboledas y de río cercano. Faltará muy poco, se dice, y tendré que prepararme... Prepararme, ¿a qué?; ¿a saltar al andén? La carga que lleva es poca y con facilidad podrá apearse sin ayuda ajena.

No. El militar se apresurará a coger su maleta antes que ella y a ofrecerle la mano desde el andén. La estación resonará y retumbará con voces, ruidos...

-¿Quiere usted que le busque un taxi?

-Gracias. Debo telefonear antes.

-Bienvenida a Madrid.

María, con su mochila y su bolso, caminará hacia la cafetería.

-Necesito una ficha.

Dejará en una silla la breve impedimenta y marcará. El timbre repicará dos, tres veces... ¡No está Laura, no ha llegado! Pero sí. Contestará con una voz desganada...

-Es que estaba medio dormida -se excusará.



-Lo siento -dice María-. Acabo de llegar y la llamo para avisarle mi visita. ¿Puedo ir, verdad?

-Puedes venir, claro -no le hace reproches, la acepta con resignación.

-Entonces... voy para allá -y cuelga el teléfono.

Sale ligera y busca un taxi que tarda en aparecer ante la estación. María está nerviosa, desea y teme llegar a donde se dirige. Tiene que contar lo que ha hecho y por qué lo hizo y cómo. Palabras que la cansan antes de pronunciarlas. Para ella es mucho mejor no explicarse nunca ante nadie. Actuar y conformarse con el resultado. Pero en este caso no es posible hacerlo y ello la crispa.

La ciudad se abre a su llegada con la limpieza de la bienvenida; todavía los humos no escalan el cielo y hay un airecillo fino y grato que mueve las ramas de los árboles del Prado. La luz dorada comienza a manifestarse en los altos edificios, autobuses antiestéticos se cruzan con el taxi, gentes afanosas circulan con esfuerzo entre la ya creciente muchedumbre. Mirar desde el taxi es recibir el aviso de lo que puede ser un futuro de trabajo para sobrevivir. A María no le gusta meterse en la tremenda colmena y teme no tener otro remedio para sus problemas.

Laura, entre tanto, ha recuperado su temple y prepara lo indispensable para recibir su implacable incordio humano.



Las banales preguntas previas a la conversación:

-¿Bien el viaje? ¿Tienes hambre? El café es muy bueno, lo traje de mi ciudad, en donde siempre lo ha sido. Te sirvo otra taza.

Sentadas ante una mesa redonda María se desayuna con apetito y Laura se sirve otra taza de café.

-Poco tiempo has estado... ¿dónde has estado? Ah, vamos; fuiste a tu casa. Pero ¿terminaste la noche en el tren? Cuéntame lo que has hecho. Te lo ruego.

-Estoy aquí; usted dijo que podía venirme.

-Conformes. Lo que te pregunto no es por qué viniste, sino qué hiciste allí.

Lo contará. Lo contará con sencillez, casi ausente, con voz monótona:

-Fuimos al notario y me han autorizado a disponer de mi persona y bienes. Los pocos bienes que me corresponderán de mis padres. Los documentos formalizados los mandarán aquí. Volvimos a la casa y mi hermana me atosigó, cercó como a una bestia, y resolví lo de siempre, escaparme de su infernal presencia Él me quería ayudar, y lo empeoró todo. En el portal de la casa me alcanzó y nos besamos mientras ella se tiraba por la escalera para golpearnos. Cuando cayó rendida, él me abrió la puerta diciéndome que nos reuniríamos después. Le mandé esta dirección desde la estación a su despacho. Se la llevarán hoy.

Laura da un puñetazo sobre la mesa y el café se moviliza.

-¿Le diste esta dirección?

-Sí.

-¿Y quién eres tú para citar a ese hombre en mi casa?

-Oh, no; citarlo, no. Me llamará por teléfono, sí, y nos veremos en otro sitio.

-Pero, pero ¿aún sigues queriendo pasar por encima de tu hermana?

-No es mi hermana. Es una mujer odiosa que vive con él.

Laura se levanta indignada.

-¿No te queda ni un solo rastro de dignidad, muchacha? Yo te ofrecí mi casa, mi ayuda para que escaparas de tu infierno, no para que lo mantuvieras viviendo en ella.

-No sé si podré acabar conmigo -dice sombría-. Y quisiera acabar, lo aseguro. Mientras venía en el tren, al pensar en todo esto me dio asco; me puse enferma de asco. Por mí, por él, por ella...

-¿Por ella?

-Sí. Tampoco tiene dignidad.

Laura ha vuelto a sentarse y contempla a la absurda criatura que tiene enfrente. No es que no la entienda, su idioma es fácil; es que lucha por sobreponerse a la situación que ve desembocar en tragedia estúpida.

-Es posible que a ella la ciegue la pasión, como a ti.

-Seguramente.

-¿Por qué le diste a él mis señas y mi teléfono?

-Porque quiere saber de mí.

-¿Para qué? Yo no voy a recibirte cuando vuelvas de tus citas con él. Tendrás que irte de aquí.

-No quisiera hacerlo.

-Estás loca, hija mía, si admites mi complicidad. Yo te serviré para salvarte, nunca para colaborar con tu desatino.

-¿Sería usted capaz de echarme de su casa?

-Acabo de hacerlo.

María se levanta iracunda:

-¡No quiero seguir yéndome de todas partes! -grita-. Necesito dormir en paz.

Y llora, solloza con el impudor del niño que necesita inspirar una piedad que lo ampare.

El llanto se descuelga hasta el suelo, lo humedece, corre por la casa y la puebla de lágrimas; el llanto es un intruso malévolo que ataca a Laura en lo más delicado de su sensibilidad... Se levanta y se acerca a la muchacha:

-Anda, no sigas llorando. Dúchate y acuéstate hasta la hora del almuerzo.

-Y la va empujando suavemente hasta la habitación que le ha destinado; la ayuda a tenderse, vestida aún, para que se procure algún reposo. Después sale y entorna la puerta...

En el comedor da vueltas con las manos cruzadas y prietas, se sirve café de nuevo, se queda pensativa largo rato... Todo le parece extraño y, a la vez, viejo y vivido...; es una memoria que se le extrae al olvido con dolor y encono.

¿Quién es quién en esta situación amenazante y por qué la acepta o por qué la rememora...? Va y viene un par de veces a comprobar que duerme María; por fin, profundamente. Y sigue absorta aunque se mueve por las habitaciones que parecen países deshabitados; rebelde al presente, porque le suena a pasado. Y dispuesta a resistir el avance de lo que intenta volver a ser.



Santiago creerá que todo saldrá a medida de su resolución; irá acumulando cuanto supone necesitará para reunirse con María en Londres. A Isabel le dirá que se ve obligado a ir a La Coruña a fin de resolver unos problemas de la Compañía que dirige. Como se figura -por anticipado- que no le creerá, acariciará cualquiera insana idea a fin de liberarse de ella. Completamente normal cuando alguien pierde la cabeza y se afana por precipitarse a la desesperación. En el momento en que tenga resuelto ya el viaje (no se irá el día que diga a Isabel ni a la dirección que ha dicho), llamará a María desde un pueblo distinto para darle instrucciones. No demostrará que se lleva el coche, pero sí que se lo llevará para que nadie pueda localizarle en el tren o en la estación de Madrid. En Madrid tomará el avión; o, ¿no será mejor en Barcelona? Eso, en Barcelona. Irá en coche hasta allí y emprenderá el vuelo desde Barcelona a Londres. ¿Y si lo hiciera María igualmente? No. A ella le resultará más fácil volar desde Madrid; le indicará el punto de reunión londinense: una pensión en Brompton Road, que ya conoce él desde cuando estudiaba en Inglaterra.

Todos estos pocos días que dedicará a la preparación de la escapatoria decisiva, Santiago intentará ser comprensivo y tolerante con su mujer... No sin cierta sorpresa observará que ella apenas si le concede atención: vive como ensimismada, ajena a cuanto suceda por fuera; recorre la casa en silencio..., no hace nada...

-¿Por qué no comes, Isabel?

-¿No como? -se extrañará.

-No. ¿Te sientes enferma?

-¿Si me siento enferma...? -seguirá extrañándose.

No progresarán los diálogos pues el uno preguntará y la otra repetirá su pregunta. Las cosas caminarán de puntillas fundiéndose como gotas de plomo.

Dentro de Isabel, golpeteándola, vivirá María cual un cáncer soterrado. «Las aguas me rodearon hasta el alma, el abismo me rodeó, el junco se enguedejó a mi cabeza»1. Isabel casi no advertirá esa presencia que no accederá a dar su nombre para que no la arrojen de su hueco.

-¿No te acuestas?

-¿No me acuesto...? -abriendo mucho los ojos.

Y así.

La angustia de Santiago irá aumentando sus espesos ramajes morados. Algo a lo que no querrá dar paso comenzará a roer su moral. El cuerpo delicado, rubio, suave de la amante, se acostará y se levantará en su memoria ardiente.

«Ponme, como un sello, sobre tu corazón, como un signo sobre tu brazo; porque fuerte es como la muerte el amor, duro como el sepulcro el celo; sus brasas, brasas de fuego, llama fuerte [...]» «Las muchas llamas no podrán apagar el amor: ni los ríos le cubrirán [...]»2.



-¿No te levantas?

-¿No me levanto...? -maravillada.

La soga será de esparto crudo y se irá hincando en el cuello del hombre. Recibió en pleno pecho el loco amor por María y, sin embargo...

-Santiago -dirá inesperadamente Isabel-, ¿por qué no te vas de una vez en busca de ella? Y él se volverá asustado, lívido, al oír lo que le reventará en el oído como un escopetazo.

Retrocederá bajo el mazazo y no sabrá qué decir.

-¿Crees que no sé lo que tramas para reunirte con mi hermana? -y se sonríe, borradas las facciones por un llanto copioso que caerá en silencio desde los ojos impávidos. Toda hiératica.

-¿Para reunirme con tu hermana? -será él quien pregunte ahora.

-Lo voy leyendo en tu interior desde que lo pensaste. Anda, vete. Entre tú y yo creció la mala yerba que nos ha envenenado. Mejor perderte del todo que conservarte por fuerza y aborreciéndonos.

-Yo...

-No te culpo, ella es lo peor de los dos porque es hermana mía.

-Hay cosas que no se detienen en si se es o no de la familia.

-Lo he comprendido. Vete.

-¿Así..., no querrás nada que yo pudiere darte?

-¿Túúú...? -y se reirá igual que se rió cuando era feliz. Se reirá y en su garganta la risa cantará victoria.

-Perdón. Creo que acabaré haciendo lo que me dices.

-Lo que estás dispuesto a hacer desde antes que yo te lo dijera.

-Es verdad.

Ella le mirará despacio, morosamente para retener de él su rostro, su figura, su falsedad y su vergonzante sinceridad. Volverá la espalda y ¿adónde irá?... Bajará la escalera y saldrá a la calle. Se asomará Santiago a la ventana y podrá verla caminar erguida, seguro el paso. Hasta perderla de vista.



Isabel caminará sin saber que camina. Isabel irá metida en Isabel desorientada. No verá a los que se cruzarán con ella, no se detendrá en ninguna calle ni casa. Dará vueltas y más vueltas para hacer tiempo y que Santiago se vaya y así no podrá verlo cuando ella regrese a su casa. Isabel parecerá ciega y sorda, lo estará sin duda anda que te anda, llevándose a sí misma como si llevara a una pobre mujer que perdió memoria y razón de existir. Isabel querrá olvidarse de Isabel y, de pronto, resucitar a Isabel joven y enamorada correspondida. Isabel no recordará a su hermana, no recordará a nadie. Irá y volverá a ir por donde fuera, arrastrando la densa ausencia de su alma.

Santiago, aturdido, tampoco querrá verla regresar a casa; por ello, buscará el coche y emprenderá viaje a Madrid. En su precipitación olvidará un papel que se conservaba muy muy escondido y en el que figuran las señas que le enviara María. Y el teléfono. ¿Quién va a acordarse de siete cifras con las cuales jamás contara antes? Pero no lo advertirá hasta tarde, muy tarde: entrando en Madrid. Así viajó de enajenado.

Al darse cuenta de su lapsus echará pie a tierra y buscará (¿cómo lo hace?) un teléfono, el suyo propio, para preguntar a Isabel... ¿Para preguntarle a Isabel por lo que tiene escrito ese papel que tan absurdamente ha olvidado...? Se quedará seco con el teléfono empuñado... ¿Y si se atreviera a pedírselo a Isabel? Estará loca de ira, de desesperación. Porque ni siquiera conoce el nombre de la dueña de la casa que acoge a María, se reprocha Santiago. ¡No comprenderá cómo pudo olvidarse de todo! Lo había copiado muchas veces sin intentar aprendérselo; ¿para qué, si estaba escrito allí? ¡Pero lo había olvidado! Agarrado otra vez al volante se echará a llorar rabioso, humillado, con ganas de pegarse una bofetada. Todo tendrá solución, sí, pero ¿cómo? Y Santiago no lo pensará más. Dejará el coche y llamará a su casa. Cuando su mujer pregunte, ¿Quién?, él dirá con voz suplicante, con voz que se arrastrará a lo largo del cable para arrodillarse ante ella:

- Isabel, perdóname por haberte hecho caso y venirme a Madrid. Por piedad, perdóname: he olvidado un papel en donde está escrita una dirección. Búscala en el bolsillo interior de mi abrigo oscuro y dime el número del teléfono allí anotado. ¿Me oyes?, ¿me oyes?

-Espera.

E Isabel acudirá al guardarropa de su marido, buscará el abrigo oscuro, sacará el papel del bolsillo interior y, nuevamente al teléfono, se lo comunicará número por número; y colgará.

Tembloroso, sabiéndose envilecido por su crueldad y egoísmo, Santiago apuntará las cifras que contienen su vida disparatada. Esperará unos segundos y oirá el sonido del corte. Triste, se alejará del aparato para volverse al coche. Permanecerá quieto un rato, fumando... Luego bajará otra vez y marcará el número del teléfono de Laura.... Yerto, con golpetazos de la sangre contra sus sienes, esperará..., esperará. El timbre repite su sonido inútilmente. ¿No habrá nadie que le atienda? No habrá nadie en el mundo. La tierra se habrá secado y sus gentes habrán muerto de sed3. «Si te encaramares como águila, y si entre las estrellas pusieses tu nido, de allí te derribaré, dijo Jehová».



Sentadas en el gabinete oirán sonar el teléfono.

Se mirarán sobresaltadas y ninguna se levantará a cogerlo. Una, dos, tres veces... Laura hará un ademán hacia María y ésta moverá la cabeza, negándose.

Mudo ya el timbre, Laura suspirará con alivio.

-¿Y si no fuera él?

-Lo era.

María no podrá equivocarse. Las mujeres que aman saben siempre quién es el que llama.

-¿Vendrá?

-Creo que sí.

En la casa paz y silencio. De la calle no llegan ruidos.

-¿Y...?

-No lo sé.

Será verdad.

No se sabe qué se hará dentro de una hora, de un cuarto de hora si la cabeza trabaja para soñar una ventura temible o para perpetrar un desencanto.

-Pero si viene...

-¿Si viene?

Y, después:

-¿Tan pronto?



El tiempo, que pareció lento y aplastante hasta hace tan poco, se ha vuelto ligero y consumiente de sí mismo con tamaña voracidad. A la mujer joven que temblaba bajo su peso que resultaba mortal, en este momento le aterra que se acerque veloz y hambriento.

-¿Cómo ha podido venir tan pronto...?

-Para eso le escribiste tú.

-No, no; ¡yo no lo esperaba...!

-¿Sabes acaso lo que quieres cuando lo suscitas...?

El hombre se estará acercando ansioso, con su resolución implacable encima, y ésta a la cual se dirige ya no desea que llegue, ya no quiere que sobrevenga.

-Cuando te invité a subir a mi coche para evitarte la espera de alguien que te llevara a cualquiera parte, ¿quién iba a decirme cuánto pesaría tu equipaje?

María mira a Laura sin comprenderla; tan abstraída se encuentra...

-¿Mi equipaje...? -pregunta.

Pero Laura no le contesta y queda flotando en el silencio la pregunta a lo que no se entendió en absoluto.

Tiempo. Nuevo tiempo. Ayer denso, arrastrándose para no llegar nunca a ninguna parte; y hoy tan ágil, tan escurridizo, tan inaccesible por rápido que antes de que llegue del todo ya da la sensación de haberse ido.



Santiago avanzará por una ciudad no tumultuosa a estas horas que, de repente, se verá acosada por ráfagas de luces rapidísimas. Se dirigirá al hotel que conoce por anteriores estancias, dejando el coche en el aparcamiento.

Solo, solo como solamente podrán estarlo quienes se jugaron su destino a una carta incierta, el hombre se desnudará, se bañará, se irá a la cama fatigado. Nadie podrá llamarle, lo sabrá y, sin embargo, atenderá una insólita intervención del teléfono que destacará -verde claro- sobre una mesa gris al pie de una ventana...

Irá mañana temprano, con «los párpados del alba», a buscar a María; la sacará de donde se refugia aunque tenga que emplear la fuerza. ¡Afuera de una vez todas las indecisiones! Correrán a obtener visados, billetes de avión para Londres..., ¡no!, para América inmensísima. En el Banco Atlántico podrá disponer del dinero ya colocado y que transformará en dólares.

Extenuado, mirando al techo como a una pantalla, sentirá que le sorbe un abismo a cada tirón más profundo. Más. Al jamás. Podría no emerger a ningún día.



Cada mujer con un libro intentando leer para olvidar lo que no se le olvida: la inminencia de una llegada. La luz, evasiva, colaborando con la falta de atención a la lectura...

Preguntará Laura:

-Se te nota cansada, ¿por qué no te acuestas? Y una voz sumergida contestará:

-Sí.

Sigilosamente todo se pondrá de acuerdo para la absoluta oscuridad.

Y en esta oscuridad que suavemente resbala, se irá resbalando hacia la lucidez, Laura se advierte dueña de muchas vidas; desde la honda cima ascienden vahos opacos que, poco a poco, se clarificarán en imágenes... En este pedazo del tiempo arrebatado al que era despacioso, golpetean voces que ya no suenan y corren brisas de mareas fundidas, fósiles hasta hace unos días.

Nadie sabe de sí continuamente, porque cada cual vive sin precipitar en un instante el análisis de sí mismo. De pronto, en una ráfaga de sombra o de luz, oyendo una música desconocida, es cuando el ser adquiere, de golpe, plena conciencia de su total trayectoria. Ayer, un atolondrado ser consumidor de vida; hoy, una criatura con el crisol lleno de metal en fusión, separando la ganga del oro...; o, por el contrario, abrumando al oro con la ganga inútil, y ofensiva.

Es ahora, ahora, cuando Laura recuerda, sabe lo que parecía haber olvidado. Ha salido de sí misma y empieza a pertenecerse en otra ella. Y habrá que sacrificarla al áspero reconocimiento para poderse liberar, por fin, de lo remetido y oscuro que apresó la subconsciencia.



Isabel habrá cortado la comunicación casi maquinalmente; después se extrañará de no seguir escuchando la voz de su marido. Advertirá el papel en su mano y lo leerá de nuevo procurando enterarse de lo que con aquella letra tan querida otros tiempos, se escribió. Sabrá que se refiere a María; que de la casa de esa calle es el número del teléfono que él necesitará para comunicarse con ella. Le parecerá imposible no experimentar ira ni dolor, y será cierto que no los siente. Aplacada, aplanada. En su corazón se trizaron todos los ímpetus amorosos. Santiago será ya un ser distante que se conoció y murió sin dejar nada tras de sí. El fenómeno es frecuente entre los apasionados todo o nada. «Un platillo en el cielo, un platillo en el cieno... Prefería estar muerto». Sonreirá. ¿Cómo podrá recordar versos tan remotos? Pues, sí; los recordará y sonreirá. Es mejor estar muerto. ¿Estará muerta ? No. Hace un momento hablaba y daba una dirección a Santiago, porque él se la suplicó casi llorando. Por el hilo le llegaba, ¡cuán viscosa!, la súplica. No se negó. Ya no será hora de negar. Que pase lo que pasará.

¿Y qué pasará?

Sobrevendrán, irrumpirán en su cuerpo tambaleándoselo brutales memorias. Apretará dientes y manos y salvará el oleaje. Dejándolo todo encharcado.

Se apartará del teléfono e irá de habitación en habitación, es su hábito cuando se encuentra turbada; buscando... ¿qué? Un rastro, un perfume, una cosa que pertenecerá al ausente y que lo perpetuará. El tiempo no tendrá forma. Irá acumulándose hasta producir el día. El papel seguirá dentro del puño. Lo desplegará. ¿Y si llamara ella? No lo hará. No volverá a hacer cosas inútiles... Doblará la cabeza, adormilándose... El sueño es útil siempre: descansa, consuela, ofrece paisajes y criaturas que se comportan de manera diferente a la real. Dormir. «El dormir es como un sueño [...]». No. «El dormir es como un puente -que va del hoy al mañana-. Por debajo, como un sueño -pasa el agua».

Pasará el agua... Como un sueño... Como un puente... Isabel se dormirá con el papel arrugado dentro de su mano izquierda.



¿Cuánto tiempo? ¡Ah, bien poco! El sueño de los tristes no es muy dilatado. La realidad les exige que estén presentes íntegros en su pensar. Isabel abrirá los pobres ojos vacíos para recordarlo todo. Le durará el coeficiente de insensibilidad. Exactamente. Saturada. Y una gran claridad de juicio sustituirá al agobio. Su vida familiar estará deshecha para eterno. Ni marido ni hermana. Ellos -pensará- tampoco serán dichosos. ¿Para qué, entonces, destrozarlo todo?

El sol se habrá ido abriendo paso entre las cortinas, y se dejará extender en el suelo iluminándolo de día hermoso, nuevo. Isabel lo contemplará con gratitud, será su compañero generoso. Decidirá tomar algún alimento, porque tiene sed de siglos. La cocina también tendrá sol y silencio. La casa entera retumbará de silencio. Café puro, fuerte, de un sorbo que abrasará su garganta. Acción. Hay que tener acción. Y acción rápida si no se consiente en morir. El papel yacerá en la mesa y casi no se entenderá lo que lleva escrito. Lo contemplará una vez más, tragándoselo como acíbar con los ojos. ¿Y si llamara ella? No. Eso no. Mejor no oír la voz de María. ¿O la de Santiago? Imposible que él viva en esa casa donde estará su hermana. ¿Qué casa...; la de la misma señora que comunicó que ella había hallado a su hermana en la carretera?



Absurdo que, pensando todo eso, oiga la voz de María niña llamándola...: «Isabel, dame la muñeca; Isabel, quiero un cuento; Isabel, tengo sueño; Isabel...».

Fue un poco su hijita cuando se quedaron huérfanas. Se lo había dado todo, amor y entrega constante; y aquello duró hasta que vino un día de la calle acompañada por un muchacho bastante mayor que ella. «Es mi amigo, se llama Santiago. ¿Te gusta que sea amigo de las dos?». Ya lo recordará con una punzada de dolor, dijo «nuestro», «de las dos». ¿Presintiendo que él procuraría pertenecerle a ambas? No. Fue casualidad que, en verdad, resultaría realidad. Santiago de las dos. Aunque Isabel no estaba dispuesta a darle a su hermana tal juguete ni el cuento imposible de su amor, ni a otorgarle el sueño de su posesión física. María se rebeló, eso hizo; necesitaba que entre ellas no existiera más que lo común. Un hombre no puede serlo de dos hermanas a un tiempo ni de dos amigas. El amor individualiza. Ahí residía el error de María, en no aceptar que Isabel era la única que tenía derecho a poseer a Santiago.

Se equivocaba Isabel. No era cierto que su hermana quisiera convivir con los dos juntos. ¿Es que no comprobó en sus ojos la decisión de arrancárselo y llevárselo para ella sola? María no era ya la que podía compartir con Isabel las cosas, sino la enloquecida criatura que con todo rompe para apoderarse de su parte y devorarla a solas en su cubil glotonamente. ¿Él...? ¡Hubiera sido Isabel la primera mujer en la tierra capaz de admitir que «él» tenía culpa! Y no la tenía, no: él sucumbió al celo de la muchacha, se dejó vencer por el deseo que ella provocaba insensatamente. No. Él no era culpable. Él la tenía que querer a ella, a Isabel, aunque le deslumbrara el arrebato de la otra.

Isabel acabará convenciéndose de que Santiago será la víctima del juego erótico, y no el responsable. Más aún: Isabel comprenderá que ella tendrá la obligación de salvarle, de rescatar su matrimonio del atropello contumaz. Y entonces se dejará acariciar por la esperanza.

¿Cómo actuar? La impaciencia la consumirá. Actuar, sí. Pero, ¿cómo? Nuevo problema a resolver. ¿Irá a casa de Laura y le pedirá ayuda? ¿Cómo será esa señora que acogió y acoge a su hermana? Isabel tendrá miedo de la desconocida...



Habrán ido pasando las horas. El sol no alfombrará la casa, la doselará con señorío. Isabel volverá a hacerse café puro y a tomárselo con desgana. Recordará lecturas, confusas memorias entrarán a formar parte de su solitaria actualidad. «De nada sirve predicar. La única manera de cambiar el comportamiento de alguien es amando, no predicando». Y este recuerdo incitará otro, más puro: «La cosa no está en saber mucho, sino en amar mucho». ¡Qué contraste! ¡Y, no obstante, qué coincidencia entre el científico Alan Wats, escribiendo las primeras palabras en su estudio del Fenómeno LSD, y Santa Teresa de Jesús!

¿Amar más a Santiago, y comprender? ¿Amar más a su hermana, y perdonar? Desasosiego, amarga rebelión. No se trata de amar sino de recuperar lo perdido. No perderlo todo. Desgajar de la trama el trozo propio y retenerlo por encima de todo.

Isabel habrá leído mucho, es una mujer culta y curiosa que siente normalmente interés por todo. Conocerá libros en los cuales el alma manifiesta sus delicadezas más frágiles. En uno de ellos -ese mismo de Wats- leyó divulgaciones acerca de una droga que se considera simultáneamente como milagrosa y fatídica. «... El instante en que la conciencia se enfrenta con la subconsciencia es un desgarre mortal», leyó refiriéndose a la iniciación de un viaje. ¿Acaso, ahora, estará ella como el que supo y dijo tales palabras? Porque lo que albergará Isabel en su mente será eso, un desgarramiento mortal al confrontar su conciencia con su subconsciencia. Claro que por muy diferentes causas. Su droga es el dolor despiadado y analizado con frío ardor.

¿Y si ella buscara consuelo en esa droga tan amenazante y amenazada? También leyó que es un analgésico excelente que puede emplearse para calmar el terror a la muerte de los enfermos incurables... Su pena es mortal. Su temor se equipara. ¿Buscará la droga y le sacará ese hipotético provecho del que se escribe?



Ahora reirá Isabel; reirá porque en aquel libro se decía también que «existe entre los jóvenes un hambre real de espiritualidad, de religión o incluso de metafísica...». ¿Tiene María hambre de espiritualidad, etc.? Pues bien joven es, muy joven. Sin embargo de lo que hambrea es de sexo. ¡Maldita criatura!

Para entender, amar. Sí, sí. Entender a quien te despoja de tus bienes. Sí; precisamente; pues, ¿por qué lo hace; porque carece de ellos? Y al quitármelo me deja en la situación que ella se encontraba. No está mal.

Nada servirá. Volverá al principio. Mío o suyo. La felicidad del amor no admite robos ni sustituciones. No será buen camino la comprensión para quien no comprende. Por ello hay quien muere, voluntariamente. O mata.

Isabel no será capaz de ninguna de las dos maneras de inhibirse del problema planteado por su destino.

Y tomará una resolución sin duda alguna más vital. Bueno, de acuerdo. Pero ¿cuál resolución?



Se encara con su propia pregunta: ¿cuál resolución?, y no sabe contestarse. Cuanto significa tormento le parecerá más llevadero que una resolución, ya que ignora la esencia de la misma. Para resolverse a algo hay que intuir primero ese algo. Una persona enloquecida no sabe cómo decidir lo que podría curar su delirante estado. Antes hay que serenarse, que establecer cierta distancia entre lo que duele y su imaginaria solución en relajo. Si se arroja una a lo primero que aparente mejoría del trauma padecedor, no se obtiene nada. Inventarse una paz dilucidadora y bañándose en ella el espíritu; tratar de ver.

¿Qué podrá ver Isabel si consigue apaciguarse? La realidad, claro: que su hombre ha huido para unirse a otra mujer, su propia hermana. No hay posibilidad de serenarse. Mas una pregunta: si esa hermana suya tuviere hambre e Isabel poseyera alimentos, ¿no se los daría acaso? Disparate. ¡El hambre se calma con pan o con carne, pero el amor...! ¿Es amor, o es pasión desaforada, culpable, sí, culpable, la que Santiago y María están compartiendo...?

Se ha quedado sin los dos. Sola. Es ella la que sufre hambre y sed de los dos. La que ama a su marido y ama a su hermana, y sin ellos vale más la muerte.

¿Por qué, por qué...?, clama en el desierto.

Y el desierto es arena sin agua cercana, sin árboles para sombra, caminos que barre el viento y cielo implacable encima.

Isabel cierra los ojos y vertiginosamente ingresa en el infierno de los celos.



-Aquí no.

Son las primeras palabras de Laura cuando abre la puerta al hombre que pide ver a María.

-Porque supongo quién es usted se lo digo.

Le mira fijamente y luego hace un gesto cansado.

-Aunque, después de todo, ¿qué más da que la vea aquí o fuera? Lo peor es que la vea, sea donde sea.

Y le deja paso libre y se dispone a irse a su habitación. Ha visto a María detenerse ante el visitante que esperaba, y la oye decir:

-¿Por qué vienes?

Vana pregunta de quien dio cita y agonizaba en espera de que él acudiera.

-Vengo porque hay que acabar con todo esto. Romper de una vez. Irnos tú y yo a donde nadie pueda saber de nosotros.

-¿Podremos hacerlo?

-Ya, sí. Tú estás emancipada.

-Pero tú...

-Yo me escaparé y sanseacabó. Seré libre contigo.

María le conduce al saloncito, le indica asiento; espera oír más.

-Verás. Ingresé dinero en un Banco de Madrid. Iremos a resolver pasaportes y visados para donde sea, cuanto más lejos mejor. Nos podremos embarcar rápidamente.

-¿Y luego?

-Luego no lo sé; nos arreglaremos para vivir juntos, que es lo importante.

-¿Ella...?

-Debe figurárselo desde que me vio salir de casa. -Vacila y hasta sonríe disculpándose-. ¿Sabes que tuve que llamarla para pedirle el papel donde tenía apuntadas tus señas y este teléfono? Me lo había dejado olvidado.

María se queda estupefacta. Jamás hubiera podido admitir semejante hecho. Contempla al marido de su hermana como si le viera por primera vez.

-¿Y te las dio?

-Por eso estoy aquí -afirma tranquilamente.

Ha desaparecido de María el asombro para dar paso a una repulsa incontenible.

-Ella te leyó aquel papel que tú olvidaste...

-Sí.

Se levanta airada y no puede por menos que exclamar:

-Eres cruel e irresponsable -afirma-. Yo también lo soy, conformes; aunque no hubiera llegado a ese extremo, te lo confieso.

El hombre desecha esta sutileza.

-Si estamos dispuestos a escapar juntos, ¿qué más da que yo le haya pedido lo que se me olvidó al salir precipitado? Vamos, mujer, no veo más crueldad en una cosa que en la otra. Quería verte, vine y aquí estoy.

-¿Y cómo se te pudo olvidar eso?

-Estaba tan agitado que no sabía ni cómo me llamo.

Y sonríe con aire de inocencia. Cuando se está reconociendo agitado y perdido el control ¿cómo se le va a poder exigir acierto en sus actos?

-¿Qué esperas que haga Isabel?

-¿Ella? Nada. ¿Qué va a hacer?

-Podría venir tras de ti, podría intentar que regresaras. No veo por qué se va a resignar a que nos vayamos juntos dejándola plantada.

Habla de prisa, airada; se encuentra mal dispuesta hacia él. Hasta le ve menos atractivo que le viera hace un par de días. No es inteligente. Ella es una loca y él un irresponsable que corre tras ella mientras no surja algo que le haga olvidarla en cualquier parte. Porque María, en un rapto de lucidez acaba de enterarse de que todo cuanto ocurre es disparatado.

-Te seré sincera. Por primera vez me siento culpable ante mi hermana.

-¿Tú, tú? ¡Ahora me sales por ahí! ¿No te acuerdas de lo que nos queremos, de lo que nos deseamos? Estás impresionada por el viaje, por la huida mejor dicho. Cálmate y vamos a organizarnos.

-No me encuentro con ánimos. Otro día será.

-¿Otro día? ¿He venido saltándomelo todo para oír que tienes que esperar a otro día para resolverte a seguirme? ¡Imposible!

Y se revuelve contra una sospecha súbita:

-¿O es que te han convencido en esta casa de que no te vengas conmigo? ¿Quién es esta señora para oponerse a nuestra unión?

Se ha levantado y parece tocar el techo. Es un hombre alto, de proporcionada figura, hermoso también, que no admite que se contraríe su voluntad. Ella le llega al hombro, es flexible, vivaz y, en realidad, no está comprendiéndose a sí misma.

-No desbarres. Nadie ni nada influyen en mis pareceres.

-¿Entonces...? -anhela, nuevamente esperanzado.

-Que no me siento inclinada a escaparme contigo, y que ha empezado a dolerme Isabel.

-Ella te aborrece.

-Está en su derecho. También la aborrecía yo antes.

Y se aleja unos pasos para acercarse al ventanal abierto. Él la sigue apretando las mandíbulas.

-Debería tirarte por esta ventana y tirarme yo también después de oírte. Eres una farsante. Has jugado conmigo encendiéndome el deseo de ti hasta la asfixia y ahora te retiras del juego para dejarme solo frente a todo lo destrozado por tu causa.

-Tienes razón -conviene, mirándole a los ojos.

-¿Qué puede pensar de ti y de tu actitud el hombre que se ha dejado su casa, su mujer, su carrera, sus bienes, su reputación? ¡Dímelo!

-Que no soy capaz de llevar a término una aventura. Que me he despertado.

En los ojos de Santiago se ve la muerte y en los de ella una absoluta conformidad. Pero unas manos que no advierten llegar cierran la ventana y se interpone entre ellos la dueña de la casa.

-Creo que han discutido lo suficiente -murmura en voz baja-. Harán mejor dándolo todo al olvido.

Él se deja caer en una butaca y se aprieta la cabeza entre las manos crispadas.

-Voy a enloquecer, no es posible que haya oído bien. ¡Si nos queremos con pasión, si yo no puedo respirar sin ella! ¿Cómo ha podido dejar de quererme ya?

-Te quiero, Santiago; te quiero de otro modo ahora. No veía a mi hermana a través de ti; ahora la veo, la siento en mi sangre. Me duele, ya te lo he dicho. Prefiero morir a dejarla sin ti.

-¡Si no me tiene desde que nos queremos tú y yo!

-Menos te tendría si huyéramos juntos.



Laura no sabe qué hacer allí, pero tampoco se mueve. Ejercen sobre ella su atracción las dos figuras que representan el viejo drama del amor y de la conciencia. Tiene miedo a dejarles solos con su tormenta, y se permite estar presente...

-Resueltamente, María: ¿me rechazas?

-Me rechazo a mí misma. Tú eres yo también.

Nada más. Santiago se levanta y da unos pasos vacilantes. Aún espera...

-Deberás volver a tu casa -oye que le dicen.

-¿Y tú?

-No, claro. Yo tengo que aprender a olvidarlo todo.

El hombre ya tiene puesta la mano en la puerta de salida. Vacila otra vez.

-¿Cómo puedes hacernos esto? -lamenta.

-No lo sé.

-¡Lo haces!

-Sí.



Laura cierra la puerta y oye los pasos descendentes. No dice nada a María. Regresa a su habitación y se asoma a la ventana. Ve caminar a Santiago muy despacio y, atenuado por la distancia, oye el llanto de María.

Es el desgarramiento mortal del enfrentamiento de la conciencia con la inconsciencia. A su memoria revierten palabras leídas, como músicas inidentificables: «[...] creció espesa la yerba sobre la tumba de mi juventud»4.



Una resolución, sí. ¿Cuál? Sentirá el infinito cansancio de tener que adoptar una resolución; la exacta. Y también pereza para sobreponerse al cansancio. Se pondrá al calor de la memoria buena y al amparo de la evasión. ¿Proporcionan las drogas evasión? Podría auxiliarse de ellas. ¿Harán daño al cerebro? Mejor. ¿Para qué retener la razón? Además, tampoco afecta tanto al cerebro como se dice. Leyó que afectan a las vísceras, sobre todo al hígado, y que los babilónicos ya conocían la interdependencia de cerebro e hígado. ¿Cómo es posible ponerse a repasar páginas de un libro cuando una está desesperada? También ocurre en los duelos mayores: los ojos lloran y el pensamiento recorre otros senderos. Tomará una resolución. ¡Qué bueno si la sacara del pozo en que la han tirado! ¿Dónde estarán ellos? Mejor no imaginárselo. Para el que sufre celos todos los pensamientos van al mismo acto: se estarán amando. Y acaso no; acaso estén ocupándose de la organización inmediata de su existencia en común.

Isabel no comió ni comerá. Sólo café de cuando en cuando. Se irá encontrando débil y hasta empezará a tener sueño. Nunca tomó cosas para conciliar el sueño y su naturaleza exigirá descanso. Dormir. Habrá que dormir. «¡Cuánto duermes, Isabel!», gritaba María cuando ocupaban la misma habitación. «¡Qué bien duermes!», afirmaba Santiago. Era verdad. Dormía perfecta y largamente. «Yo me valgo con cinco horas de sueño», comentaba María. «Me despierto varias veces por la noche y siempre te encuentro dormida», reconocía Santiago. Por eso ahora dormiría; dormiría. Ninguno la comprobaría dormida. Sola en la casa, dormiría, dormiría...

-¿Y si no me despertara nunca más, Señor? -acudiría con ansia.

Entrará en la alcoba y soportará el frío de su aliento amargo. Sin quitarse más que los zapatos alzará la colcha y se deslizará debajo. No apagará la luz por un inconfesable respeto a la oscuridad en soledad.

¿Qué noche hará fuera? No se la oye.

Sorbida por el misterio, no se la sentirá vibrar. Debajo de los párpados siempre van y vienen profusos puntitos de colores. Debajo de los puntitos avanzará el sueño vacío, el sueño hueco, el sueño de los que sufren abandono y menosprecio.

El pobre sueño tiritante de Isabel.



¿Duerme...? ¿Se obstina en convocar al sueño, esperanzándose en que le apague hasta el alma...? Un sueño que se derrita como plomo candente y suture las abrasivas zanjas del dolor sin freno. ¡Una masa de sueño despoblada de imágenes, una cordillera de sueño con nieves eternas en sus cimas, una inmersión en el más plano de los sueños...!

Se dice de los que mueren durmiendo que no han sufrido el golpe de su muerte, porque estaban dormidos... Dormir así, de sueño mortal que no haga daño; que sorba todos los recuerdos y la deje exenta de su mal. Extenderse en la llanura del no ser, del no ser ni estar. Sólo dormida. Terminada. Hecha paz.

Y entreabre los ojos para asombrarse de la luz suave que la cobija entre un silencio amontonado alrededor... ¿Silencio todavía...? Algo se desliza inaudible para los que escuchan, no para quienes oyen. Algo planea sobre la casa desierta...

Isabel se incorpora sin alarma. Puede ser la muerte que anticipa su llegada con la suavidad de la niebla.

Mas, no.

No vienen sueño ni muerte. Está sola.

Y entonces, arrullo delicadísimo de tórtola, adviene el sueño.



No habrá ruido. No se quebrará el silencio, y sin embargo... El sueño se deshará en un deslumbramiento que, hasta despiertos, hará daño a los ojos.

Isabel se incorporará alarmada. Todos los rincones de la casa adquirirán sospechas. Algo resbalará por los suelos, se desprenderá del techo, irá aumentando y disminuyéndose. Las paredes refractarán un resplandor misterioso.

Isabel abandonará el lecho y caminará muy pausada y sigilosa hacia lo que no sabrá qué es... En una pobre silla oscura encontrará doblada la figura de Santiago: derrumbada, humillada. Rota. No se atreverá a creerlo y abrirá los ojos cuanto pueda, tratando de convencerlos de que lo que ven es lo que ven.

Pondrá con suavidad una mano en el hombro del paciente y lo nombrará, creándolo:

-¡Santiago!

Y luego:

-¿Por qué has vuelto, para qué? Yo no te necesito ya más. He consumido tu cariño, abrasándome. Vete. No quiero saber lo que te trajo. Vete.

Son dos ojos o son dos pozos echando afuera sus llamas los que se levantan hacia ella. Luego, son dos manos que aprietan su cuello poco a poco e irrefrenablemente.

La voz seguirá diciendo, hasta apagarse:

-¡Vete, vet...e, ve...te!

Nada más. Solamente.



Avanza la carretera en sentido contrario a la marcha del coche.

Al volante, atenta al camino, una mujer que ya no es joven pero tampoco es vieja. Está entre esas edades que son fronteras del ser y el estar. En la parte de atrás, va una muchacha.

Está lloviendo y el piso resbaladizo obliga al cuidado permanente. Los pocos árboles que orillan la carretera ofrecen sus delicados esquemas, radiografías como los llamó aquel poeta levantino... Los coches que se cruzan con éste, llevan otro sentido, son fantasmas que irradian niebla y arrojan agua contra el parabrisas.

Pronto se dará fin a este viaje. Ha sido largo, conflictivo viaje de una a otra edad. La mujer entre dos edades se llama Laura. La muchacha que confusamente se destaca atrás, María. Apenas cambian palabras y el mundo en que navegan carece de gravedad; se flota en él más que se posa.

-Pronto será de noche.

-Pronto.

A pesar de la lluvia se elevan humos en el campo; se inclinan vencidos a escasa altura y caen, lloviendo a su vez.

-El humo no puede con el agua.

-Nunca.

Se van acercando, deslizándose hasta una ciudad. Entre la lluvia crecen chimeneas altas, un depósito de agua para no se sabe qué riegos, y la llanura lo deja atrás, olvidándolo.

-Falta poco.

-Sí.

Muy poco falta. Tan poco que ya se resbala sobre las calles mojadas, avanzan las ruedas sigilosas con su carga de silencios encima...

-He olvidado dónde es...

-Más allá... Hacia la derecha.

Otra calle corta, una acera con casas y la otra con árboles ante el inmenso campo.

-¿En la última casa...?

-Sí.

Laura frena el coche que chorrea, diluvia más agua sobre los charcos que tiemblan delante de la casa.

María desciende morosa y se aproxima a la puerta para abrirla despacio...

-Suba -dice a Laura.

-Recuerdo...

En el zaguán hay macetas ante el arranque de la escalera. Suben con cautela. Porque arriba no se las espera.

Todo está igual. Nada ha cambiado.




Epílogo

En el comedor, al que ingresan silenciosamente, un hombre envejecido y una mujer marchita, están ante la mesa que ella prepara para la cena. Brillan los cristales y la loza reflejándose en un gran espejo que del techo al suelo preside la estancia.

La mujer va y viene, trae una fuente con alimentos y un plato cargado de frutas. El hombre llena dos vasos con vino y al depositarlos ante los platos ve en el espejo a las recién llegadas...

Aturdido, deja la botella a un lado y se vuelve a mirarlas... La mujer levanta los ojos y las mira con asombro.

Por el espejo pasan las figuras y las cosas detenidamente, antes de que ninguno de ellos hable...

-No me esperaríais -¿dice María o dijo Laura...?

La mujer, Isabel, las sigue contemplando en silencio, ¿o solamente a una...? Sale y regresa con un plato y un vaso que él, Santiago, llena de vino con mano trémula.

-Siéntate -dice Isabel.

-Bebamos -dice Santiago.

Están en pie, frente a frente también en el espejo. Beben gravemente y se sientan ante la mesa. Isabel toma de un cestillo el pan redondo, le hace unas cruces antes de cortarlo en tres trozos que Santiago deposita ante cada plato.

-Tardaste mucho -dice Isabel.

-Hizo tanto frío en el camino... -¿contesta María o Laura?

De algún remoto confín acaece una música monótona que va creciendo espesamente. Isabel ofrece la fuente a los comensales. Santiago vuelve a escanciar oscuro vino en los vasos. Todos beben mirándose.

Laura -sí, ella- mira al espejo que frente a ellos lo reproduce todo fiel y riguroso. Encuentra allí su propia mirada conmovida, ¿o la de María...?

Extraño. Sobre el rostro de Laura comienza a aparecer el de María. Estaba allí, se comprueba, desde siempre. Cavado, incrustado en él.

Laura siente trepidar sus arterias agobiando de sangre su corazón asustado. Aparta la mirada del espejo. Y en él persiste aquel rostro que contiene al otro rostro constituyéndose ambos en uno solo.

-¿Hacía frío, dijiste?

-Mucho. El mundo estaba lleno de frío.

-Aquí, ya no.

Siguen zumbando torrenciales las arterias de Laura. ¿Qué dicen aquellas personas, qué ha dicho ella misma...? Sus ojos buscan en el espejo y se ven inmersos en un absoluto vacío. No hay nadie con ella en la estancia. Lo comprueba volviéndose a mirar en torno. Nadie. No hay nadie más que ella. ¿María..., Isabel..., Santiago...?

Desolada y atemorizada, lo único que encuentra en el espejo es su rostro, distinto a como se lo recordaba hasta hace... ¿cuánto tiempo...? Y ese rostro suyo es el de una anciana, la cabeza de una anciana profunda, intensamente fatigada. Todo está vacío fuera de este rostro en cuyos ojos ve reaparecer, diminuta, a María.

Sola. Se encuentra en una casa sin otros seres que recuerda vivos a su lado, y Laura reconoce aquella casa: era su casa hace largos años y a la cual acaba de regresar no sabe para qué.

Y entonces todo comienza a agrandarse, a agrandarse...

Su rostro se sale del espejo, el mundo entero es ya la triste cara de Laura con una María diminuta en cada uno de sus ojos, desgarrados a fuerza de tan abiertos.

Cuando vuelve Laura a la realidad actual, total, casi amanece.

Sobre unas sillas permanecen su abrigo y su bolso de viaje. La luz del comedor sigue encendida. Se levanta, camina por las habitaciones, abre una ventana: la que deja entrar el frescor del amaneciente día. Respira y hasta sonríe melancólica. Porque también comprueba que su coche espera ante la puerta y la afianza en una realidad real.

Ya sabe lo que le ha pasado: toda su vida en unos pedazos del tiempo que semejaron días casi palpables. Ahora recuerda con plena conciencia de que está recordando: quiso volver a su casa deshabitada de criaturas, aunque no de memorias entrañables; desesperadas memorias de una joven frenéticamente enamorada.

¿Qué quiso hacer en esta casa volviendo a ella? ¿Qué buscó en lo pasado al trasponer el umbral del infierno consumido?

Abrir ventanas, puertas, encender todas las lámparas, romper espejos. O ponerles paños negros como los que les ponían los antepasados cuando sobrevenía una muerte familiar.

Bien conocía a María, nombre que le puso a su adolescencia. Bien conocía a la que fue y no pudo ser íntegramente Laura. Los otros..., ¿qué pudo ser de los otros si jamás volvió a saber de su existencia? ¿Se fueron..., murieron..., arrastraban la resultante del dramático choque malamente restañado?

Nada en verdad podría hacer manteniéndose en donde no pudo vivir con paz en el cuerpo ni en el alma. Intentar el regreso es una empresa infausta. Desde hace años sabe que nadie habita esta casa y que por eso ha venido; pero volverá a irse definitivamente.

No evocará más lo que vivió. Se colocó ante sus propios hechos como una espectadora; se convirtió en la que fue ante la que tuvo que ser más tarde; se puso a ser dos, la joven y la madura, para concurrir a la anciana que se sabe hoy. Curioso experimento en verdad. Jugar y juzgar en dos mundos de una misma criatura.

A qué penosa dimensión llevó su actividad humana. ¡Recordar cada hecho con el contrapunto de quien veía actuar ante quien contemplaba, como desde fuera, el debatirse afanoso!

Tanta frialdad especulativa no parecía suya, de la primera ella; claro que la manaba la que se sabía ahora.

El sol latía en la ventana. La brisa oreaba la frente casi marchita. ¿Qué puede quedarnos después de semejante balance?

Y Laura se dice que nada, que no queda nada de nada. Vivir, desear, tener, dejar, evocar..., no son nada un día, este suyo de hoy.

Cierra la ventana, apaga las luces, pasa por delante del espejo sin mirarlo. Y toma su abrigo y su bolso.

¿Queda algo por hacer? Tampoco.

Lágrimas no quedan, se apagaron suspiros y canciones. Entre estas paredes no cabe, ya, nada. Recorre, sí, una canción ajena su memoria:


El dormir es como un puente
que va del hoy al mañana.
Por debajo, como un sueño,
pasa el agua.



Eso dijo J. R. J., el que tantas veces se extrajo de sí mismo para analizarse hasta cruelmente.

Y como Laura se siente inmensamente fatigada, lenta y firme se dirige a donde pueda dormir.

Más tarde..., más tarde...

Pero más tarde ¿qué?

Ribera de San Javier, Mar Menor, 1974.







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