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Doña Centenito, gata salvaje: Libro de su vida

Cuaderno primero

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Prólogo

Doña Centenito es una gata bellísima, con gran inteligencia y finura de modos, así como de sentimientos.

Eso de que todos los gatos son iguales, no es verdad. Los animales, como las personas, tienen su carácter propio. Dentro de la misma especie hay profundas diferencias.

Si observáis a dos gatos, o a dos personas, veréis de cuán distinto modo se producen. Por eso, la observación a mí me ha hecho proclamar a Doña Centenito como a gran señora de las gatas.

Su vida está llena de inquietudes, de aventuras maravillosas. El mundo visto por sus hermosos ojos tiene encantos que no vemos las personas, y una interminable serie de misterios que ella se esfuerza en desvelar.

Guapa, inteligente y buena; ¡hay millares de seres que no pueden compararse a Doña Centenito!






ArribaAbajoNacimiento de Doña Centenito

Mamá Gata Salvaje se sintió malucha cuando se entretenía en asustar a una honrada familia de conejo que había salido a pasar el domingo entre los fresnos, y se puso triste.

-¡Bueno va! -se dijo, fastidiadísima-; ahora tendré que irme a casa, cenar lo que sea, y a dormir.

Intentó aguantar un poquito, pero no pudo; entonces se levantó húmeda del césped tiernecito en que anduvo dos o tres horas panza abajo, y se marchó cabizbaja... Padre Conejo Montés arqueó las cejas sorprendido y le dijo a su señora que padecía de ahogos en cuanto se tropezaba con gatos:

-Oye, Rufina; esa se va; ¡no me fío ni pizca! ¿No ira a esconderse más lejos y a esperarnos cuando echemos a andar?

Rufina era una coneja poco imaginativa; a ella, si veía una cosa no se le ocurría pensar si sería así por esto o por lo otro. Movió los bigotes y repuso:

-Mira, Lorenzo; si se ha ido, aprovechemos para escapar de aquí. Dicho y hecho; reunieron a los hijos, que eran ocho gazapos risueños, y echaron a correr lomas arriba en busca de la madriguera segura. Tal polvareda levantó su precipitación que Mamá Gata Salvaje les vio de lejos y bufó contrariada:

-¡Se escapan! -suspiró-. Y siguió su camino cada vez más molesta.

Por todas partes volaban mariposas; grandes y morenas, con lunares; blancas como petunias blancas; amarillas y doradas oscuras; una verdadera embriaguez de mariposas que en, otras circunstancias hubieran hecho las delicias de nuestra amiga. Acababa de abrirse la cúpula gigantesca de la Primavera y estaban las jaras apretadas de flores, de capullos el escaramujo punzante, y los árboles trepaban a las nubes con movimientos graciosos.

Ya se acababa la tarde. Apenas si se oía el ruido que hace el mundo cuando se le apaga el sol. De los rincones del monte saltaban pájaros contentos: y Mamá Gata, Salvaje los miraba con indignación.

-¡Si yo estuviera buena! -murmuraba-. Por lo menos un par de pájaros caían para mi cena.

Llegó a su casa, dolorida. No pudo cenar casi; se acostó y haría diez minutos que dormía sobresaltada cuando sobrevino el Gato Alado que trae a los gatitos de la nube donde se hacen todos los días miles y miles de ellos. Entró con cuidado, y separando las manos y las patas de Mamá Gata, allí depositó seis lindísimos hijos grises que llegaban dormidos y con las lengüecillas medio fuera como si mamaran. Después se marchó, entornando las puertas del helecho de aquella mansión del bosque... Ya brotaban las estrellas en el horizonte y un trocito de luna se derretía en el cielo.

Cantaron sin ninguna razón siete u ocho gallos del pueblo cercano, y un burro se quejó de su suerte estentóreamente. Mamá Gata Salvaje notó que le hurgaban la tripa y despertó enfurecida; encontró los cuerpecitos de sus niños tan suaves, junto a su piel erizada, y sonrió dichosa:

-¡Ya han llegado estos! ¿Cuántos son? Los contó y comprobó que eran cinco varones y una niña. Esta era más oscurita, más chica, y Mamá Gata se dijo:

-¡Parece un grano de centeno mi hija!

Recordó a los conejos y se dio cuenta de la serie de obligaciones que empezaban a contar sobre ella.

-Hay que cuidarlos mucho para que pronto puedan cazar por su cuenta -se dijo gravemente.




ArribaAbajoSu infancia

Cuando aparece el sol la selva se pone varios trajes para que él le diga con cuál le gusta más y quedarse así varias horas. Son túnicas claras, casi transparentes, primero; y luego se van haciendo más gruesas y de color vivo hasta que a mediodía suena la túnica de las doce como campana embriagada de júbilo. Es el momento en que los bosques están mejor vestidos, con mayor espesor y colorido brillante. A partir de esa hora mágica de las doce, otra voz empiezan a sucederse los trajes de luz hasta que toda la selva se duerme en uno azul casi gris que poco a poco se prende de luceros.

Las fuentes participan de todas esas decoraciones luminosas y son los pájaros los que jalonan con sus cantos las etapas del sol. La primera mañana que Mamá Gata Salvaje se despertó con sus hijitos, el sol se sorprendió mucho.

Mamá_Gata_Salvaje

-¡Anda! Pues si hay bebés nuevos hoy -y se llegó parsimonioso para verlos-. Son monísimos, señora Gata; monísimos. ¿Le costaron mucho? Ella se sintió ofendida de la burla.

-Los hijos no se compran. Me los regaló el sueño.

-Muy bien; enhorabuena por tan lindos sueños.

-Se agradece, pero no vale mirarlos tanto que se me van a asar.

Los gatitos dormían a todas horas; mamaban a un mismo tiempo, amasando con las suaves manos la tripa de su madre. Cuando se volvían a dormir, ella salía con cuidado y se iba de caza. Tenía que alimentarse muy bien para poderles criar gordos y lucidos.

Por aquellos contornos no vivía conejo ni pájaro que no la temiera. Y en cambio las hormigas habían establecido unos turnos de trabajo continuo para llevarse todo lo que podían aprovechar de los despojos de la caza.

Daba pena oír las lamentaciones en las madrigueras. Muchas familias conejiles hicieron sus equipajes y aprovechando los ratos en que Mamá Gata Salvaje iba a dar de mamar a sus gatitos, emigraban en secreto... Pues lo que ellos pensaban era lógico: que en cuanto los hijos acompañaran a la madre en sus fechorías no iba a quedar ni un conejo en tres leguas a la redonda.

Los hijos crecían aprisa, como las acacias, que son unos árboles que se ven crecer: se sienta uno delante de una acacia recién nacida y puede oír cómo va estirándose hasta hacerse grande. Finos, inquietísimos; saltaban igual que insectos y se mordían con los alfileritos que tenían por colmillos, orejas y rabos. Disponían de tal agilidad que a su madre le daba horror pensar en las diabluras que cometerían apenas se quedaran solos.

Porque todo les llamaba la atención: el olor de las plantas, el frescor de la yerba, los gritos de las aves nocturnas, la ligereza del arroyo que tenían cerca de su casa... Eran unos personajes decididos a jugar con todo y a toda hora. ¡Había que verles meter las cabecitas entre las retamas, buscando no sabían qué! La más loca era Centenito; tan juguetona y audaz que a su misma madre, le infundía temor.

-Cuando esta niña se eche al monte no va a acabar bien; es demasiado temeraria -se decía preocupada.

Y sus hermanos, fieles colaboradores de la intrépida, la admiraban sin regateo.

El primer día que Mamá Gata Salvaje llevó a su casa un conejito, Centenito arañó a toda la familia para conquistar el mejor trozo. Desde entonces, fuera pájaro o conejo, mariposa o arroyo, se dispuso a conquistarlo todo para sí.

Era preciosa: gris plateada como los zorros, con estrías rojizas en toda la piel; alternadas con vetas gris oscuras. Tenía lunares casi negros en la panza y unos ojos redondos, grises también, bellísimos, con pestañas suaves y espesas. Bigotitos de seda, y seda en las manos y patas, entre los dedos menudos. Su boca era un primor y su voz dulce y engañosa: maullaba recordando a los pájaros. Los movimientos eran tan graciosos, saltaba, se arqueaba con semejante elasticidad y alegría, que todo el bosque empezó a apadrinarla por bonita y ágil.

Mamá Gata Salvaje se dijo un día:

-Es una hermosura de hija mi Centenito. Estoy orgullosa y la voy a llevar conmigo una de estas mañanas.

Aquella noche durmieron más abrazados que nunca, y la luna les pasó la mano por los lomos con tanto amor que no se despertaron. Soñaban con prados llenos de conejos muy cebados que al ver llegar a la madre con sus seis hijos se tendían dóciles para que ellos se los comieran con toda tranquilidad... sin molestias...

El arroyo no autorizó a las ciervas a que bebieran de su agua, por no descomponer aquel bello cuadro de familia dormida.

Es que el bosque tiene grandes delicadezas con sus criaturas elegidas.




ArribaAbajo Centenito y las flores

Por aquellos días la muchedumbre de la floresta había recibido concretas órdenes de la Primavera: crecer y ser hermosa, estar contenta. Y todas las praderas se consideraban favoritas de la Creación, siendo cada una la más bella y gozosa.

Las jaras exhibían sus anchas rosas blancas y otras que eran blancas pero con los pétalos negros cerca del cáliz; el cantueso agitaba sus flores moradas con muy raras hojas en el extremo, como plumas en las cabezas de los salvajes. Danzaban otras menudas, de humilde presencia violeta; otras más recordaban esas florecillas de los fanales hechas con diminutas concretas del mar. Y las había con tallo tan esbelto y frágil que el aire se hacía chiquitín a su lado por no quebrarles la cintura.

Centenito se levantó una mañana con grandes deseos de jugar. Su madre la lavó y peinó con primoroso cuido entre zalemas y maulliditos de mimosería; sus hermanos -Gatulín, Gatulón, Gatoncio, Gatunini y Gatuchín- estuvieron diciéndole piropos todo el tiempo y ella prorrumpió en el bosque con inmensa alegría; inició escalar un pino, le cayó encima una piña vacía, y al acercarse a ella descubrió los maravillosos seres que son las flores. ¡Qué saltos y espeluznos fueron entonces los suyos!

Todas se quedaron sorprendidas, las unas de la otra. El perfume, que es lo que dan las flores cuando son felices, mareó a Centenito; quiso cogerlo, pues aun no distinguía entre eso y las mariposas, y se quedó burlada junto a un pobladísimo tomillo.

-¿Y tu mamá; es que ya sales sola? -le preguntó éste con interés y cortesía.

-Hoy es el primer día. ¿Quién eres tú?

-Soy abuelito Tomillo, y ésas son mis hermanas del monte; ¿cómo te llamas tú, gatita?

-Me dicen Centenito por lo morena que soy.

Las flores aplaudieron el nombre.

-¡Es precioso! -dijeron acordes.

Un toro que pasaba huido de su manada tan fuerte olió a bosque que se paró de repente, las narizotas abiertas, bramando hasta sacudir las copas de los árboles.

Centenito anduvo suavemente entre las flores, sin herirlas. Sus patitas eran tan blandas que más bien las acariciaban al rozarlas.

Pero el Tomillo oyó el corazón de un desdichado gazapo que sin hacer caso de su padre salió de correrías hasta parar cerca de aquel peligro...

-¿Quién anda ahí? -preguntó alarmado.

-¡Calle usted, por Dios, abuelo! Soy gazapo Lorenzo.

-¡Criatura; si te ve Centenito!

-Dígale que se vaya y así me podré yo escapar.

Era muy difícil, porque las flores se estaban divirtiendo mucho con ella, dándole a oler cada una su esencia para que aprendiera a conocerlas, y se reían al verla estornudar siempre que aspiraba un perfume distinto.

-¿Y si os presentara? -se le ocurrió al Tomillo.

Gazapo Lorenzo se quedó helado.

-¡Por Dios, abuelo Tomillo!

Verás, muchacho; confía en mí. Y sacudiéndose con fuerza las barbas florecidas de rositas microscópicas, se lanzó a su propósito:

-Oye, Centenito; yo creo que somos muy amigos ya, ¿verdad que sí?

-¿Qué es ser amigos? -preguntó la inocente.

-¿No lo sabes aún? Pues vas a aprendértelo de memoria. Ser amigo es esto que hacemos ahora: hablar, enseñarnos cosas... no comernos ni reñir... ¿Entiendes?

-Sí, sí; ya entiendo.

-¿Somos amigos, entonces?

-¡Claro que sí!

-Bueno; pues voy a enseñarte a un nieto mío muy majo al que deberás respetar como a ti misma, por ser de mi familia. Tu madre y tu padre odian a toda mi parentela; y sin embargo yo no te he hecho daño a ti al conocerte hoy. Deberás hacer igual tú con Gazapo Lorenzo.

Y el pobrecillo apareció temblando, lloroso, con la muerte dándole frío en las patitas...

-¿Este es tu nieto? ¡Si es un conejo! -y Centenito saltó sobre él y encaramándosele le trincó el pescuezo con fuerza, dispuesta a clavarle los alfileritos de su dentadura de estreno.

La floresta hizo un movimiento de espanto. No quedó ni una flor que no se llevara las manos a la cabeza. Hasta el viento se encabritó:

-¡Centenito!

Abuelo Tomillo temblaba de ira:

-¡Traidora! ¿Para eso te enseñé yo lo que es ser amigo?

Desde el pescuezo de Gazapo Lorenzo, ella tuvo pena del escándalo de las flores; hacía sólo un minuto que se esforzaban en complacerla y ahora se ponían tristes por su culpa... Después de todo no tenía hambre. Mamá Gata le tendría un buen almuerzo en su casa.... ¿Para qué había ella de matar a este simple? Claro, que llegar allí con caza tierna, suya propia, era tentador... Se bajó de su puesto y miró fijamente al inmóvil aterrado:

-No voy a matarte -le dijo-: pero tienes que venir conmigo. No tengas miedo, que yo te defenderé. Vamos a ir a mi casa para que vean mis hermanos que te he cazado.

-¡Qué horror! Lo matarán ellos -dijo abuelo Tomillo-. Nadie le tocará. Es mío. Pero, ¡ay de él si intenta escaparse! Por la memoria de Gazapo Lorenzo cruzó su madriguera, tan confortable, con aquel olorcito de romero caliente...; las figuras respetables de Papá Lorenzo y Madre Rufina...; el bullicio de sus hermanillos... y unas lágrimas rodaron de sus redondos ojos colorados al suelo.

-No me escaparé, Centenito -prometió.

Las flores, que son criaturas confiadas y amorosas, creyeron en seguida en la ternura de la escena.

-¡Vivan Centenito y su amigo Gazapo! -chillaron con alegría-; y sesenta mariposas se marearon de olor.

Abuelo Tomillo, más cauto, no se confiaba tanto.

-¡Qué cumplas tus palabras, amiga nuestra!

La gatita se lavaba las orejas con parsimonia.

-Soy vuestra amiga; no se me olvidará.

Pocos instantes después se ponía en marcha seguida de Gazapo Lorenzo. Era precioso verla caminar con la colita erguida, esbelta, reluciente, al lado del pobre conejín que parecía un juguete de terciopelo. El viento les acariciaba y se tendía delante de ellos para hacerles más fina la tierra.




ArribaAbajo Centenito, Gazapo Lorenzo y el arroyo

Caminaban juntos sin decirse nada. Ya había subido el sol por encima de todos los pinos y el viento se acostó a dormitar un ratito entre las retamas. Sin duda Centenito se cansó de no hablar y sentándose a la orilla del arroyo que caía despacio desde unos montes muy altos, miró a su compañero maliciosamente:

-¿Te gusta correr; quieres que echemos una carrera?

Gazapo Lorenzo suspiró; su natural bondad le hacía ser confiado; pero algo vio en el gesto de la gatita que le hizo sobreponerse a su candidez.

-No quiero correr; voy muy a gusto contigo -y volvió a suspirar con melancolía.

-¿Qué dirán en tu casa al ver que no llegas?

Él puso un hocico muy largo; fue a decir: «Pues que tu madre o vosotros me habéis cogido», pero su buena crianza nativa se lo impidió.

El arroyo estaba por allí a flor de piedras, esas lisas y doradas que toman el sol como bañistas infatigables. Las orillas musgosas dejaban flotar sobre el agua finísimas pestañas verdes. Bajaban los pardillos, con sus pechuguitas encarnadas como si les sangrara una herida del minúsculo corazón, a beber con delicia; alzaban el pico al cielo, agradecidos, mientras la gotita resbalaba por la flauta de su gargantuela. Centenito se fijó en algo sorprendente: en que había otro gazapo muy parecido a Lorenzo, bañándose apacible en el diminuto remanso... ¿Alguno de los hermanos que acudía en socorro suyo? Y un estremecimiento de ira la electrizó. Gazapo Lorenzo, ajeno a todo, masticaba prudentemente la yerbecilla que se abanicaba con remilgos.

En_el_arroyo

-Lorenzo -dijo la gatita- ahí está uno de tu familia; dile que se vaya, o...

El desdichado joven miró al agua, pero en lugar de ver lo que veía Centenito, lo que encontró fue otra gata que se le parecía muchísimo a ella.

-¡Si es uno de tus hermanos! -dijo espantado.

Centenito creyó que se le reía en sus bigotes y bufó destemplada:

-¡Que es un conejo!

-¡Si es un gato!

La inocencia de Lorenzo se reflejaba en su mirada redonda sobre unos piquitos de yerba que le asomaban por entre los dientes.

-Míralo desde aquí.

Y Gazapo acudió obediente; pero no vio nada.

-¡No veo! -sollozó-. Pero ven tú a donde yo estaba y verás al gato.

Corrió ella y tampoco vio nada. Mas como habían cambiado de sitio, al mirar nuevamente al arroyo se sorprendieron a un tiempo.

-¡Le veo desde aquí!

-¡Y yo!

Recelosos, creyendo que mutuamente se engañaban, se acercaron al agua: y en ella, hocico contra hocico, se hallaron a sí mismos.

-¡Si soy yo!

-¡Si somos nosotros!

Lamieron el arroyo con cuidado de no estropearse... con la esperanza de beberse sus propias figuras... Pero aquello no se acababa nunca; aunque el agua corría con prisa, pareciendo que tiraba del paisaje, la verdad es que todas las imágenes se quedaban lo mismo, un poquito temblorosas, estremecidas, como si alguien la soplara suavemente.

Centenito, que era una chica sana, se reía con júbilo.

-¡Qué tontos éramos; nos creíamos que eran otros!

Pero Gazapo Lorenzo estaba mustio el infeliz. ¡Él, que admitió la posibilidad de verse salvado de su angustia!

-No tiene remedio -pensó-; menos mal que no era otro gato más.

Y la yerbecilla húmeda le puso largos bigotes verdes que él se fue comiendo despacito mientras contemplaba ensimismado a los que les miraban desde el arroyo...



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