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Empezando la vida: memorias de una infancia en Marruecos (1914-1920)

Carmen Conde




ArribaAbajoAutobiografía

«Nací en Cartagena, puerto mediterráneo, a las diez y cuarto de la noche de un jueves, día de la Asunción de la Virgen, 15 de agosto de 1907, en el piso principal de la casa número 4 de la calle de la Palma. Por mi padre -cuyo padre lo era- vengo de gallegos, de Orense; por mi madre, de murcianos y lorquinos; gente mora y apasionada ésta. En 1914, arruinado porque era generoso y espléndido como buen cartagenero, mi padre nos llevó a mi madre y a mí -fui hija única- a Melilla. En aquella ciudad viví una infancia apasionante hasta 1920, en que regresamos a nuestra ciudad natal. Los diez años que transcurrieron desde 1920 a 1930 (fecha en que terminé la nunca ejercida oficialmente carrera del Magisterio, que obtuve subvencionada por un inolvidable Ayuntamiento de mi tierra), fueron los de mi formación definitiva como ser humano y como escritora. Trabajé fanáticamente para hallarme a mí misma, para imponer mi personalidad en el seno de la familia y fuera de ella, y para que todo aquello cuajara en innumerables colaboraciones literarias en los mejores diarios, en las más importantes revistas de España e Hispanoamérica. En 1929 apareció mi libro primero, de poemas en prosa, Brocal, en Madrid. En 1931 me casé con el poeta Antonio Oliver Belmás. En 1933 conocí personalmente a Gabriela Mistral, que con Juan Ramón Jiménez y Gabriel Miró formaba mi trilogía de ferviente devoción, y ella prologó mi segundo libro de poemas en prosa, Júbilos. Por esa fecha sufrí dos enormes amarguras en mi cuerpo y en mi alma: el nacimiento fracasado de una hija y la muerte de mi padre.

Después llegó 1936. Hasta 1944 no apareció mi nombre sobre el título de un nuevo libro mío: Pasión del verbo, poesía. En 1945, la colección "Adonais" editó mi Ansia de la gracia. Para una más amplia biografía mía, véase el prólogo de dicho libro de poesías».



A Melilla, la otra ciudad de mi niñez






ArribaAbajoLa niña1


A Carmen Conde, en su jubileo.




   Carmen, ¿te acuerdas?
Fealdad, hermosura sólo es un nombre.
Aquella niña miraba con ojos grandes.
Trenes, barcos, tranvías, árboles, azucenas,
todo pasaba lentamente, girando
por aquellos ojos tan grandes.
Y un rostro podía allí reflejarse un instante, bellísimo, absorto,
en aquel espejo tan limpio,
que, como amasándolo en su pura luz, clarísimo lo entregaba.
Como podía verse, al instante siguiente, el rostro duro, injurioso
que por un azar se cruzase,
y que piadosamente se devolvía.

    La niña crecía. Maduraban los frutos
con su mano. Crecía más, y unas flores
repentinas rodaban
desde sus dedos frescos.
Sin pensarlo enredaba su pelo
en árboles o en penumbra. Besaba y cantaba,
mientras los lisos pájaros le decían secreta su fuga.
Pero ella quedaba. Siempre quedaba. En el borde del mar
sus dedos menudos tocaban, sabían,
y la espuma se retiraba. ¡Qué libre, ese cielo!

   Crecía y decía. ¿Se llamaba...?
Pero no lo diré. Su nombre se escucha
en la cueva profunda donde el viento la nombra,
sin entrar. Y se oye en el mudo
silencio con que la ola en la noche rompe en la playa.

    Y en el árbol inmóvil. Y en el tiempo...

    Pero allí está, en lo alto, quieta, dormida, en un borde, en peligro. Siempre en peligro,
en el borde, dormida, diciendo.
¡Oh, qué claros ojos abiertos, con mundo en su fondo!
Y allí dormida, diciendo, ignorando, enseñando, inquiriendo...

    Oh, dinos, dinos, Carmen, si la niña ha crecido.

Vicente Aleixandre                





ArribaAbajoPrólogo que me dirijo

No Carmen; no. Aquella ciudad que tú recuerdas no es la que te espera (pero, ¿me espera?), hoy. La calle General Chacel ha tenido dos o tres nombres distintos, por lo menos; y tú misma viste levantarse los edificios que forman las primeras esquinas de dicha calle, con inquilinos que ya no existirán. El café «Alhambra» -a la derecha, con puertas a Chacel y a la Plaza de España- tenía mesas abundantes, lo cual te permitió a ti escuchar, subida en una de ellas, a una masa cantora de soldados bisoños levantar su bizarro patriotismo en aquel himno,


¡Soldado soy de España
que estoy en el cuartel,
contento y orgulloso
de haber entrado en él!,

resonante en una mañana de sol, (¿era por la mañana?), cuando el general Sanjurjo, (¿o era Monteverde, o Silvestre?), pasaba revista a las tropas recién llegadas de la península.

Acuérdate, Carmen; había en la calle Chacel muchas tiendas de indios y de chinos que a ti te gustaba mirar, porque en sus escaparates se exhibían terciopelos, rasos, perfumes, y objetos de marfil tallado hasta la filigrana. En la tienda de «Julio el Simpático» hubo un robo: lo hizo «la mujer del lunar», sólo se sabía de ella que tenía un lunar; y en carnaval, salieron comparsas cantando coplillas alusivas al suceso e invitando al Jefe de la Guardia Civil (don Gerardo Alemán), al cual saludaban atentamente, a que esclareciera tan inconcebible hecho...

¡Qué bonitos comercios aquéllos, con las caretas de indios bigotudos y de chinos, de acericos con chinitas monísimas sentadas en cestitos de paja! Había una confitería, hacia el centro de la calle, que se llamaba «La Campana», y que pertenecía a una señora malagueña, (doña María Garrido), a la que tú quisiste mucho y que te mimaba con dulces riquísimos. Entonces estaba brillantemente instalada «La Reconquista», donde se exhibían los Reyes Magos para recibir las cartas de los dichosos niños crédulos; se empezaba a levantar la iglesia del Sagrado Corazón, y el monte que la respaldaba estaba habitado por familias humildes y numerosas. No habrás olvidado la librería de Boix Hermanos, donde comprabas tus inolvidables cuentos de Perrault, Grimm y Andersen.

Y el Teatro Reina Victoria, que era cine también en temporadas, donde aprendiste, zarzuela, comedia, drama, y te apasionaste con las aventuras de Libertad y el formidable Polo, además de los episodios de La Bala de Bronce, y los films de la Bertini juvenil. (La misma que has visto, caminando a tu lado, por la Carrera de San Jerónimo, hace pocos meses...) Enfrente de ese teatro había un buen café, el Lion d'Or, en el cual tornabas un helado (Blanco y Negro), que estaba muy bueno.

Si quieres pensar en todo aquello y te dispones a visitar Melilla otra vez..., ¡no, Carmen! No admitas ni una sola memoria. Vas a sufrir mucho; el pasado no cuenta; tú eres amiga de los jóvenes que no saben nada de tu mundo pequeñito. Ya ves; hasta el teatro «Alfonso XII», (que era un barracón feísimo y que servía de circo), se ha transformado en un cine monumental que pertenece ahora a unos viejos amigos tuyos de entonces; y hubo una gente muy afecta a ti que ya se ha vuelto polvo en su parte más querida tuya, la familia Adán; como hubo otra familia, la de Angosto, que apenas tiene representación en la tierra... ¡Qué bonitas eran las niñas de Angosto! Pepita, Margarita, Rosita...; y la que te regaló su muñeco preferido cuando os despedisteis, Lolín. (Y aquella Celia Jiménez Benhamún, tan negrucha; y aquella espigada y graciosa Magdalena Samper, con ciento y pico de hermanos, -¿dónde estará Raúl?- y la más querida de todas: Emilia Rubí Montoya: ¿dónde estará?)

A todos los bellos recuerdos has cantado tú en libros tuyos: en JÚBILOS, hace muchos años ya; y en EMPEZANDO LA VIDA, que va a salir, por fin. ¡Tiempo, tiempo! Melilla era una ciudad interesante a partir del cañonazo nocturno, porque se convertía en peligrosa; era por 1914, 1916, 1918... (¿Y 1920, qué?)

Qué confusión de matices, y qué color; inquietud, corría el oro de verdad (eso decían, sí; en mi casa hubo mucho oro), y tú soñabas dentro de una infancia densísima, luminosa, ávida, que ha llenado tu vida.

¡Pues quiero volver!

Quiero volver a pisar el suelo de mi estatura primera. Beber agua de pozo, salada y gorda; comer patatitas que se mondan con los dedos, suavemente; asomarme al Torreón de las Cabras, ir a Cabrerizas (¡no sé a qué!), visitar el cementerio, «mis» calles y «mis» casas. Mirar de lejos a los que vivan aún y sean de entonces. Silenciosa, desconocida, ausente de lo que es, y con el corazón estremecido por lo que pasó y que es más, mucho más de esta ligera enunciación anecdótica, que me haces. En el muelle estará, lo sé, esperándome, como en 1914, el hombre que me llamó desde la vida y al que no veo ahora.

¡Melilla, ciudad mía, amada ausencia mía, aunque no seas tú, te quiero! ¡Te buscaré, te querré, te contaré, y otra vez nuestras voces se juntarán para lo que Dios mande!






ArribaAbajoI. Cartagena


ArribaAbajoLa señora Angélica

Apareció en mi infancia antes de irnos de España. Era pequeña, rechoncha y bastante entrada en años. Su yerno, Paco, era cochero de mi padre; su nieto, Paco, también estaba empleado en casa. Su hija, Josefa, era guapota, frescachona, llevaba «matinés» con volantes y cintas y a mi madre no le gustaba mucho a pesar de su oficiosa serviciabilidad...

La señora Angélica era nuestra cocinera, y mi gran amiga. Me refería cosas de su infancia, cariñosa y suavemente; yo la escuchaba con delicia, cerrando los ojos...

-... Una vez me mandó mi madre a comprar queso, y por el camino me encontré a un hombre que vendía pájaros vivos; se me olvidó el recado y compré un pajarico... Loca de alegría me senté en una puerta con mi tesoro, pero vino un chiquillo y se puso a mi lado. «Ese pájaro es cojo», me dijo. Yo protesté de su salud: «No es cojo». «Anda, ponlo en el suelo y verás como sí». Lo puse en el suelo para demostrarle que no era cojo, y echó a volar y se me perdió. Lloré desesperada mientras el chiquillo se reía de mí.

-¿Qué te dijo tu madre cuando llegaste a tu casa?

-Me riñó mucho, porque llevaba menos queso y aparecí muy tarde.

La cocina era un grato país imaginativo. En la casa había problemas por entonces; mis padres discutían sin que yo los entendiera, pero el nombre de «Aurora» se mezclaba a las palabras de reproche de mi madre. Yo me iba a la cocina, la señora Angélica me recibía con sonrisas...

-¡Cuéntame algo! -le pedía yo.

-... Una vez, -decía ella- yo estaba acostada y oía a mis hermanos que hablaban con sus amigos de que debajo de la tierra había enanos... Cuando se fueron, me levanté mientras todos dormían y salí a la puerta; nosotros vivíamos en un monte. Escarbé con las uñas mucho rato, ¡hala, hala! hasta hacerme sangre. Era ya de día cuando salieron a buscarme mis hermanos. ¿Qué hace tú aquí? -me preguntaron. -¡Estoy buscando los enanos! -¡Tonta, más que tonta! ¡Están muy hondos y no se cogen con los dedos!

-¿Y no encontraste nada? -presionaba yo.

-Sí, creo que un escarabajo pelotero-, respondía ella sonriendo. Días y días nuestras conversaciones se ocupaban de los mismos asuntos: la niñez de la señora Angélica, que era inextinguible y venía a la mía con la más simpática naturalidad.

-¡Mamá, déjame ir a comprar luego con la señora Angélica!

-Bueno, que te lleve.

Y algunas tardes, cuando la vieja cocinera tenía que salir a buscar algo para completar la cena, yo iba con ella; me gustaba cogerme de su brazo y caminar a su compás: parecía una cuna blandita que se balanceaba silenciosamente.

-Mamá, la señora Angélica anda así. Y yo la imitaba para demostrar que hasta conocía su manera de andar.

A la hija y al nieto yo no les quería nada; eran iguales: fachendosos, turbios, serviles, hipócritas... Al yerno, sí; al buen Paco y a su hermano Fausto sí les quería yo mucho. Sentándome frente a Paco que conducía lentamente la galera, yo veía cómo los caminos blancos desenrollaban sus cintas delante de la jaca negra con estrellas blancas. Mi madre decía cosas, y el hombre contestaba con agrado y cariño sosegados...

Otro empleado de mi padre, Juan, hacía mucho por mi imaginación: -¿Y tú has visto esos hoyos grandísimos que hay en las puertas de Madrid?- se refería a los extramuros, y yo asentía gravemente. -Bueno, pues ¿sabes quién los hizo? -yo abría entonces mucho los ojos- ¡Las nubes!

-¿Las nubes? -mi asombro era inmenso; las veía con picos y palas arrancando tierra y árboles.

-Verás; las nubes van a beber al mar cuando tienen sed. Y una vez se bebieron dos barcos sin darse cuenta. Llovió, y cayeron los barcos haciendo esos hoyos tan grandes que te digo.

Igual se lo repetía yo a mi padre, completamente convencida de la autenticidad del relato. Él se enfadaba mucho:

-¿Quién te cuenta esas barbaridades?

-Papá, ¡si es Juan!

Juan gozaba de una fe mía sin límites.

-... Cuando las nubes beben en las charcas, se tragan ranas y sapos. ¡Hace mucho tiempo llovieron más en mi pueblo! Algunas veces se equivocan y en vez de beber agua beben piedras. Entonces es peor cuando llueve...

-¡Qué miedo, Juan!

Él me abrazaba protegiéndome, y nos quedábamos callados un gran rato los dos juntos.

Pero desapareció Juan, por lo mismo que desapareció Paco el nieto de la señora Angélica. Por lo mismo que, salvo muy escasas excepciones, debieron haber desaparecido todos aquellos que abusaban de la generosa confianza de mi padre, incapaz de investigar si aquellos que cobraban holgadamente por mal cumplir su obligación, cumplían, ¡por lo menos!, con el deber de ser fieles.

Y a poco, también se marchó la pobre señora Angélica. Me quedé yo muy triste con la ida de aquellos amigos que hablaban conmigo un lenguaje distinto al de los demás, lenguaje donde cabían con tanta soltura enanos, barcos y pájaros.

¡Cuánto tiempo después le decía yo a mi madre!

-¿Te acuerdas de la señora Angélica? ¿Y de Juan?

-Sí, claro que me acuerdo. Pues aquel Juan escapó en bien porque tu padre tuvo en cuenta lo que tú le querías...; y también, hija, porque tu padre es incapaz de dar a nadie su merecido. Todo nos pasa por ser él tan confiado.

(Lo que nos pasaba era... poca cosa, Señor. ¡Si aún tenía yo para mí todo cuanto podía imaginar, que era infinito!)




ArribaAbajoPolvorilla

«Carmen Conde se ha puesto a un recuento de imágenes de su infancia, de las no anegadas, y prueba ser buena recordadora y narradora deliciosa». «Vivacidad, dulzura y alacridad a un tiempo, hay en estas que no querríamos llamar siluetas, porque como los dibujos japoneses, son criaturas de veras».


(Gabriela Mistral: prólogo a Júbilos)                


-¡Que se asomen los niños al Balcón! -gritó Diego. Y la madre asomó al niño y a la niña al balcón. A la puerta de la casa llevaron un cochecito precioso, del que tiraba -sonando cascabeles diáfanos- una burrilla lindísima aparejada en color avellana. Los asientos del coche eran de terciopelo azul, y éste tenía dos estribos dorados: uno en el pescante, otro en el departamento grande.

-¿Es para nosotros? -preguntaron los niños. -Sí. ¡Bajad que os pasee!

De dos brincos se encontraron junto al pescante portentoso. -¿Cómo se llama? -dijo la niña.

-«Polvorilla» -sonrió Diego.

(¿«Polvorilla»? ¡Si eso se lo decían a ellos los viejos de la familia! «Esta pequeña es un volcán, tiene sangre de polvorilla...»)

Acariciaron la burra, nerviosa y voceadora; se subieron al «serré». Diego -que también cabía allí, aunque era un hombre-, empuñó los ramales.

-¿A dónde os llevo?

-Muy lejos: a la Alameda.

(Y ese paseo comenzaba muy cerca, a pesar de que a ellos se les antojaba distanciado.)

«Polvorilla» era una burrita maravillosa: podía con todos alegremente. Trotaba, espolvoreando de cascabeles los eucaliptos ribereños del paseo; nerviosísima, sacudiendo sus espléndidas orejas bien peladas; moviendo el rabo con borla en la punta.

-¿Os gusta «Polvorilla»?

-Sí, sí. ¡Es muy buena y alegre!

Anochecía. Era el día de Reyes Magos. Volvieron a casa, cuando el padre entraba en el portal.

-Papá, papá, papá. ¡Cuánto nos gusta «Polvorilla»!

Entre las sábanas, sobre las almohadas, seguían salpicando su locura los cascabelitos de la burra graciosa.

«Polvorilla» cumplió como una valiente. Llevaba a los niños de paseo, merendaba con ellos, se reía enseñando su lenguaza que relucía. Hasta volcó en una calle larguirucha, aparatosamente. Los niños la abrazaron: «¿Te has hecho daño, "Polvorilla"?...»

Llegó el día de San Antón, cuando bendicen a los burros y los caballos... Toda llena de borlas lujosísimas, empavesada cual un navío, llevó a los niños al barrio gitano donde se celebraba la fiesta. Recibió con gran atención la bendición del señor cura, y trotó alegremente; alameda abajo, para llegar al muelle.

(Aquella mañana vio la niña, paralela a su coche, una tartanita diminuta, tirada por un burrillo compañero parejo de «Polvorilla». La conducía un niño que años más tarde...

(A la niña le impresionó la tartanita.)

«Polvorilla» volaba; acariciada por sus amigos, regalada con golosinas y arrumacos, fue la más dichosa de las burras en aquella hermosa mañana de enero.

En el carnaval vistieron a la niña de huertana, y la retrataron subida en el lomo escurridizo de «Polvorilla».

¡Ah, la efímera dicha de los niños!

-«Polvorilla» está enferma de una pata -dijo Diego una noche. Tiene «hormiguilla».

-¿Y eso es malo?

-Muy malo, Se quedará coja. Vamos a venderla antes.

-¡¡A venderla!!

Lloraron abrazados al cuello rizado de la amiga. Inconsolables en su protesta de que se la llevaran.

-Tiene «hormiguilla» -decían-; se quedará coja.

-¿Coja? ¡Y qué! Es «Polvorilla» -argumentaba, sollozando, la niña.

Pero sí que la vendieron. Sí que se la llevaron para siempre.




ArribaAbajoGolondrina

A niña se llamaba Carmen; y la jaca, «Golondrina». La niña tenía seis años y era rubia, con los ojos negros, alegre y traviesa, inquieta cual el viento. La jaca era negra, fina, con un caminito blanco desde la frente al morro.

El padre de la niña tenía una casa en Balsapintada, pueblecillo perdido de la opulencia mundana, entre los sembrados quietos y los esbeltos arbolillos. Cuando llevaban a la niña al campo, a que curara unas fiebres como ella pequeñitas y traviesas, subían a la galera de que tiraba «Golondrina». Pero antes, Carmen se le metía entre las patas, le acariciaba la boca con terrón de azúcar o con una flor. Después, ya subida al pescante con Paco el tartanero, llevaba las riendas de «Golondrina» que al sentir la débil presión relinchaba felicísima.

En Balsapintada, la desenganchaban para que pudiera comer con libertad, y beber cinco cubos de agua, mirando, sonámbula, a la niña que le reía y miraba incesante.

(Balsapintada se llamaba así por su enorme -y ahora deslustrada- balsa, cuya obra exterior estaba pintada de hermoso color verde. Muchas ramas gozaban del agua, y a veces se asomaban al reborde de su vivienda para mirar el sol y el camino...)

Poco tiempo después, empezó a ponerse oscuro el cielo familiar de Carmen y de «Golondrina»... Una mañana dejaron que la niña estuviera un rato jugando con la jaca. La cabalgó, loca de alegría; le besó las orejas; y le dio tironcitos perversos de esas crines de caballo de madera que tenía «Golondrina»...

A la mañana siguiente, Josefa la niñera se llevó a Carmen al colegio, lloriqueando. «No vuelvas la cabeza» -le advirtió imprudente al salir de casa.

-¿Por qué no? -pensó la niña. Y un poquito después se detuvo para volver cómodamente la cabeza.

Allá lejos, en la puerta de la cochera, estaban «Golondrina», el tartanero y dos hombres más.

Se le angustió, de presagios, el alma. ¿Es que se llevaban el caballo? Pero no dijo palabra. ¡Toda la mañana con su secreto! A mediodía le temblaba la voz, el alma, la sangre bulliciosa otras veces:

-¿Y «Golondrina»?

Entonces, el padre dijo sacándole humo al cigarro:

-La he vendido esta mañana.

Tuvo alientos su sorpresa:

-¿Por qué la has vendido, papá? ¡Yo la quiero mucho!

-¿Por qué? -¡cuánto humo salía del cigarro, tapando el rostro del padre!- La he vendido porque ya no tenemos dinero, hija mía, para tener caballo...




ArribaAbajoEl barco

-Ventura, ¿ha llegado el barco? -preguntó mi madre.

-Mañana noche saldrá -suspiró mi padre.

Yo estaba entre ellos sin comprender nada. Sabía que mi madre y yo teníamos que irnos a vivir a casa de un hermano de ella, cuando «saliera el barco»; esto es: cuando se marchara mi padre a Barcelona. Era en 1913.

-¿Cuándo nos vamos a la otra casa? -decía yo con impaciencia. Se reía con indulgencia mi padre.

-¿Oyes a la nena, Magdalena? ¡No tengas prisa, hija!

Con indiferencia vi deshacerse el mundo de mi infancia primera: coches, muebles, criados, todos se iban en silencio. El palomar, la cocinera, el cochero, mi niñera, el muchacho que me llevaba de paseo en mi «charrette»... Los cuadros se descolgaron, el espejo grande; se desarmó la cama de madera tallada con perillas que eran copas (para beber sin duda la noche y sus secretos), donde yo nací; y mi cama cuna... ¡tantas cosas, tantísimas! Era un trasiego infatigable de cacharros, trastos, ropas. Para mí, nada importaba nada; lo sobresaliente era que nos íbamos mi madre y yo a otra casa.

(¿Qué era la casa aquella? Como no la conocía, por eso la deseaba.)

Resueltos ya todos los problemas de disolución, mis padres abandonaron la casa nuestra: rompimos definitivamente con la vida anterior.

Esto que es tan grave para las personas serias, ¡qué risueño resulta a los niños! Ahora que ha transcurrido el tiempo pienso en la tristeza de aquella jornada última en nuestra casa, en el camino de los tres hacia la otra en la noche que precedió a la del embarque de mi padre... Dormía abrazada a su cuello, asfixiándole; el otro día fue como de niebla, y a la noche, al muelle. El «Ausias March» era el vapor-correo. Se desprendió lentamente entre rumores agrios de cadenas; anduvo de costado, con levedad; poco a poco fuese poniendo derecho hasta enfilar la bocana antorchada por los faros verdes y rojo... Una calma inmensa lo apagaba todo. Vino la voz de mi padre:

-¡Nena!

Mis lágrimas me impidieron contestarle pronto; un nudo me dolía en la garganta, como de fuego.

-Contéstale -dijo la mujer de mi tío-, no vaya a creer que no estás.

-¡Papá! -sollocé yo. Y luego, la voz ardorosa dijo:

-¡Adiós!

El mar se quedó temblando entre los dos.

Era la despedida de su vida animosa, a una de cuyas orillas se le quedaban mujer e hija. Ya no volvería a estar contento. Tenía 39 años y acababa de perderlo todo: capital, negocios, confianza en los hombres, y se iba a Barcelona a «buscarse la vida» heroicamente. Acá quedábamos la madre -treinta y cuatro años- y la hija -seis-, esperando su aviso para reunirnos con él.

Empezaron los días penosos. Yo almorzaba en casa de un hermano de mi padre que hasta entonces había vivido con su familia, de la ayuda de éste. ¡Y qué poca ternura tenían conmigo los que de protegidos se investían de protectores! Poco a poco adelgazaba yo, me daban fiebrecillas... Por la noche, cuando en la mesa del hermano de mi madre se servían la cena, yo me echaba a llorar: «¡Veo el barco, mamá; veo el barco!» -y no comía.

El barco donde se fue mi padre era mi obsesión; lo soñaba, lo veía despierta; oía sus cadenas, sus pitadas de marcha... Tan pequeña era mi capacidad de olvido que la fiebre aumentaba la memoria.

-¡El barco, mamá; el barco! -Ya nos iremos en otro, hija mía.

Venían cartas del ausente: acababa de declararse la espantosa epidemia de tifus que asoló a Barcelona. El pobre se asustó y se embarcó hacia África. Hacía un temporal enorme y pasaron frente al puerto de donde él partiera, donde le esperábamos nosotras. ¡Con cuánta angustia vio los faros tan conocidos! Desembarcó en Melilla, escribió desde allí. Era en 1913 todavía.

Mi madre lloraba al leer su carta. Pensaba en los árabes... Pero yo leía entonces en el colegio la Historia Sagrada, aprendía en la de España los reinados árabes en la península... Me alegré, misteriosamente, de ir al África; consolé a mi madre, la besé.

-¡Si son buenos los árabes y los hebreos! Ya verás cuando nos vayamos con él; yo estoy muy contenta.

-¿Que sabes tú? -dijo compasivo no sé quién.

*  *  *

Corrieron los meses: 1914, invierno. Una carta de mi madre anunció al ausente su decisión de reunirnos con él para pasar juntos todas las calamidades del mundo. Los deudores no pagaban, o pagaban poco; pero lo poco se lo quedaban los encargados de cobrarles. No hay conciencia para los débiles; todos desvalijan a los necesitados de apoyo. Y en unos días de tormentas, en otro barco viejo y malo, el «Villarreal», nos fuimos mi madre y yo. Nunca se marchitará del todo aquella tarde de febrero en el muelle, esperando que el capitán de la nave dispusiera la arrancada. Pronto el terror de la tempestad deshizo la felicidad de mi viaje.

¡Aquel viejo camarero, Pancho, que nos protegió todo el camino!

«¡No voy a ver a mi padre, yo quiero verle!», -lloraba yo con desesperación y desesperanza.

Terminó aquel suplicio y una mañana radiante amanecimos en África... ¿Quién era aquel hombre delgadito, envuelto en una bufanda que se paseaba por el muelle?

-¡Si es tu padre!

¿Mi padre? No le conocíamos; un trabajo absurdo, desacostumbrado, sus privaciones, su angustia, le habían deshecho por completo.

-No os esperaba en este barco. Me anunció tu hermano que venías en el «Villarreal».

-Sí, pero en Almería nos transbordaron al «J. J. Sister».

Nos habían robado unos bultos del modesto equipaje. ¡Siempre los ruines acechando a los débiles!

-Es mejor este barco, sí.

Barcos, barcos... Ya siempre el lazo con la patria, con los amigos; serían los barcos. Pausados, solemnes, bienhechores.

Ellos se llevaron mi infancia. Ellos me regalaron después una juventud llena de inquietudes. Toda mi adolescencia tuvo ante sí inmensa ventana donde seguían inscribiéndose los barcos. Yo misma, durante cinco años, estuve dibujando piezas y más piezas de barcos.






ArribaAbajoII. Melilla


ArribaAbajo El muelle

Una placa grandota en el paretón:

MUELLE DE VILLANUEVA

y el «Sargento», gordo, colorado, autoritario, pidiendo los papeles a los viajeros en la escalinata del barco.

-Bien, va Vd. en regla. ¿Y los cuatro duros?

-También los llevo; mírelos.

-Conformes. Desembarque.

Las olas, grandes e irrespetuosas, saltaban por cima de los paredones -dos, uno más alto que el otro-, y salpicaban a todos como si dijeran: Quien manda es el Mar; ¿qué se habrá creído el «Sargento»?

El cual bufaba haciéndose guiños con su guardia, muy quemado del oficio. Habían seres tan desgraciados que carecían de aquellos cuatro duros sin los que era inútil pretender desembarcar; y el buque los devolvía a su punto de origen...

El muelle, con moros, fardos, marineros de todos los países, grandón y destartalado, iniciaba en un mundo más bien miserable. Limpio, sí, como todo lo urbano; pero antesala de calles chatas y nuevas.

Cuando se llegaba, en las almas de los niños surgía la impresión de un gran cajón casi vacío con el que el mar jugaba despilfarrando espumas furiosas. En el alma de los mayores, ¡qué desolador debía ser el muelle! Oían: «Se intentó un muelle artificial, y al emprenderse, el agua lo hizo polvo». Esto nunca os lo explicaban con detalles: ¿espigón acaso? Dentro de la desprotección del muelle los grandes veleros se hundían los días de tempestades, cuando esos caballos que guardan el Estrecho se lanzaban desenfrenados para caer rendidos en el halda rosioro de Grecia.

¡Pobres naves sin brazos amantes, sorprendidas al intentar el refugio de Cala Tramontana! Caían heridas bajo el galope desmesurado, abriéndose de brazos y abatiendo sus túnicas que flotaban como velas sobre la turbia cabellera restallante. Arriba, señor, el Gurugú desdeñaba el furor neptúnico, que lo anegaba todo amenazando a los de la tierra. Se oía el mar con su acompasado tumulto, con ordenación terremótica.

-¿Se saldrá el mar? -indagaba yo creyendo que ya el muelle no era sino losa por cuya superficie rebotaban los guardianes del Estrecho abandonado.

-Nunca se sale; siempre salta, moja, enfría, pero al final se acuesta para comerse en silencio a sus víctimas.

-Luego aparecerán los marineros ahogados. ¿Por qué no les salvarán las sirenas?

-Se asustan también de tal estrépito. El muelle, los domingos.

Bata nueva, lazos volanderos, merienda en el faro mirando las olas cuyo otro extremo ceñía el perfil de la Península. Las cenas, ya más solemnes, en la cubierta de los veleros, con los marineros alrededor de su capitán, todos con ojos verdes y mechones caídos en las doradas frentes; el regreso plácido, las manitas en el lomo de la última ola como pececillos mimándose... La ciudad, al fondo, con sus calles abarrotadas de militares y de señoritas homenajeadas, indiferentes al ronco fragor del gran dueño que dejábamos nosotros con pena.

-Mírame, madre; vengo del mar; huelo a mar.

-¿Venís del Muelle?

El muelle era sagrado porque desde él se decía adiós a los que volvían a España; se recibía a los que venían de España. Los moritos no podían embarcar y paseaban tristes por el muelle mirando los montones de soldados que se iban gritando su licencia, o los que traían asustados y silenciosos...

Un día nos iríamos nosotros también. Ya no veríamos más el Gurugú, ni nos empujaría con malos modos el agrio Poniente; ni me asustaría yo del Levante que envuelve a la ciudad con un manto de sal y de amenazas espesas. Sería de noche, cuando salen los correos -«Monte Toro», «J. J. Sister», «Ausias March», «Castilla», «Villarreal». La gran lápida, «Muelle de Villanueva», se iría borrando poco a poco; desde lejos ya no se verían sino las lucecillas del muelle, del faro, y África cesaría como un sueño inolvidable.

Entonces corría más por el paretón alto, por aquel donde una tarde se mareó mi padre y yo le sostuve valerosa, entre dos abismos, hasta alcanzar la escalinata. Llegaba al «Pueblo», me bebía el azul de las aguas desbocadas, bajaba a donde los hombres descargaban los tesoros que venían de la patria; y siempre vívida del fárrago que se respiraba allí, tornábamos a la casita con las caracolas amenazantes del oleaje, ¡único son de la Tierra!




ArribaAbajoLa oración

¿Quién no reza; qué es rezar? Las gentes que carecen de inventiva, poseen en cambio un largo programa de oraciones para cada circunstancia y advocación; una sola oración es de todos, como guía inflexible -que casi nadie cumple fielmente-: el Padre Nuestro. Se reza unida a otra oración alegre, resplandeciente, que es la salutación a la Virgen María. Van juntas en la lengua del devoto la Anunciación del Hijo, con su orden espiritual: el aviso de su llegada tras de las palabras que Jesús pronunció ya hombre para enseñar a los Apóstoles cómo tenían que dirigirse al Creador. Quedan los Mandamientos, que son más antiguos: pertenecen al tiempo de Jehová y fueron dichos a Moisés como Ley de Dios.

Los espíritus de sencilla arquitectura ven en estos tres monumentos del fervor todo lo que se debe hacer para acercarse al divino designio. Es mucho, ¡y ojalá todos quisieran cumplirlo!

Pero hay una extraña manera de rezar: aquella de la inspiración donde se mezclan a las palabras ordenadas, las propias; donde concurren motivos eternos y respetados, y motivos que suben del subconsciente. Sin darte cuenta son muchísimas las personas que rezan así. Dios recibirá estas oraciones, sonriendo: pensará: ¿qué enredo de ruegos, consideraciones, olvidos y faltas de etiqueta cometen estos infelices?... Perdonará sin duda las transgresiones, y lloverá sobre nosotros su benevolencia como si tal cosa...

Cuando yo era aquella niña delgada, rubia y tan imaginativa que nunca podía poner de acuerdo los mundos propio y ajeno, rezaba con suma atención procurando no perderme en el laberinto de palabras que tan escaso sentido ofrecían a mi comprensión. Y de todas mis enderezaduras piadosas la que se me ha quedado fija, brillante en el recuerdo, es sólo una.

Me acostaba pronto, con mi perrita a los pies. Apagaban la luz y entonces había que recogerse en las oraciones antes de que el sueño cerrara los ojos. Había padrenuestros para los abuelos, ánimas del Purgatorio, muertos desconocidos de toda la familia... Un Credo que siempre se entreveraba de distracciones inconcebibles. Una Salve que sonaba a órgano en capilla perfumada, y, siempre, el ruego resumen de todo:

«¡Señor: que no se queme mi casa, que no se la lleve el viento, y que no se salga el mar!»

Después de la representación esquemática de cada catástrofe, me dormía...; seguía soñando el sueño que llevaba a todas horas conmigo, prisionero y aprisionador.

¿Qué era aquel ruego? Un miedo espantoso a tres de los elementos fundamentales: Fuego, Aire y Agua. La Tierra no me asustaba entonces; era mi infancia tan tierna que aún era yo de la tierra para sentirla ajena; y no la temía.

¡El Fuego...! Dos incendios en mi casa y uno en la calle cercana, en un almacén de petróleo. ¡El Aire...! Ese viento copudo, bravucón, que empuja salvajemente cuanto ve a su paso; viento del desierto, arenoso y ensordecedor. ¡El Mar...! El mar de allí, bramando día y noche en amenaza de alzarse sobre sí y saltar por calles y casas para llevarse a sus cuevas las vidas temblorosas de los niños...

«¡Líbrame, Señor, del fuego, del viento y del mar!»

Porque el viento arrancaría los tejados y me quedaría yo en mi cama, horrorizada, cara a cara con la noche -pues ocurriría de noche todo esto-. Y si era el mar mi invasor, toda yo quedaría flotando en sus turbias aguas, copiosas de dolor y de tumulto.

Y entonces los labios se abrían con angustia, pidiendo a Dios que en gracia a mis oraciones inconexas, surcadas de pequeñas imaginaciones, olvidos, recuerdos del colegio, de los juegos y de los libros de cuentos, interviniera a los elementos dosificándolos por mí.

-«Tú, Fuego; no quemes la casa de esa niña que todas las noches me cuenta el miedo que le inspiras. Igual te digo, Viento. Cuando llegues a su calle ten cuidado con el tejado de su casa; ya sabes lo malas que son las paredes». Luego, apoyando la mano derecha en el lomo gris y erizado del mar, añadiría: -«Ni que decir tiene que tú tampoco has de irte a recorrer la calle de esta niña! La tienes asustadísima con tus bufidos y tus saltos de costado. ¡Dejádmela dormir!»

Así diría Dios a los tres representantes de su fortaleza. Yo necesitaba de su augusta intervención por la noche sobre todo. El día me dejaba más tranquila, menos a merced del miedo. La hora del rezo era la que me abrazaba débil y tímida, con mi invocación:

-«¡Señor!; que no se vuele mí casa, que no se queme; y que no se salga el mar!»




ArribaAbajoFreha

«"FRENA" y "HAVIVA" son niñas marroquíes-españolas con las cuales Carmen jugó de niña en su infancia de Melilla»... «Las quiso a las chiquillas melillenses de sus encuentros de escuela, de calle y de huertas, y las trata con dulzura, como a la mejor carne del corazón, que son las compañeras de la infancia».


(Gabriela Mistral: en su prólogo a Júbilos, de Carmen Conde)                


Se me quedaba la niña mirando a la frente y toda yo olía a yerbabuena.

-Me llamo Freha.

-Y yo, Carmen.

Levantada el acta de nuestra amistad, le di mis libros y ella me enseñó sus collares de medallitas con palabras árabes que exaltaban la gracia de Dios. Toda aquella primera mañana de amistad, fraternicé con el olor de la miel amasada con huevo; porque Freha llevaba sus cabellos recogidos e impregnados de aquel extraño compuesto que los dejaría brillantes y suaves.

Freha era más pequeña que yo, y no sabía leer. Sonreía mostrando sus dientes maravillosos que parecían granos de la hermosa fruta que yo adoraba en mi infancia: de la granada; tan iguales eran y tan bien colocados estaban en sus encías.

Cantaba con una vocecilla de vino dulce una canción que nunca olvidaré. En los espejos de su madre -alta y sonámbula, rodeada del humo de sus perfumes quemados- ascendía la música en columna.




ArribaAbajoLa playa

Yo no había visto nunca una playa de noche. Aquel mar del norte africano, cuando bravo, todas las horas se las pasa gritando en sus caracolas, negras de furor.

Vestida de transparencia; enlunada, la playa me llamaba a su espuma.

Creí que unos hombres tiraban de las barcas, jugando, y era que sacaban del mar los restos de un bote de pesca, y a los pobres pescadores ahogados cerca de Tramontana...

Así que los dejaron sobre la arena, ésta empezó a hundirse bajo su enorme peso.

Se lo conté a Freha a la mañana siguiente; y nos fuimos al cementerio, muy próximo a nuestra casa.

Los hombres estaban hinchados; con las cabezas picoteadas por los peces, y un gigantesco suspiro en los pechos...

Por el bolsillo de la blusa rota del grumete ahogado, asomaba un pececillo sus esféricos ojos coagulados.




ArribaAbajoPies desnudos

¡Yo no sabía andar descalza!

Freha iba descalza por su casa; y el tierno ruido de sus pisadas me invitaba a odiar el civilizado zapato.

La primera vez que adquirí la seguridad de la tierra, directamente bajo mi carne, fue en una siesta recargada de humo oloroso, de azúcar; de bailes encerrados en un círculo reducido.

Corrí tanto por los pasillos frescos, que se me resquebrajó la piel de mis pies inhábiles. Freha se reía de mi dolor, enseñándome las uñas pintadas de sus piececitos sabios.

Ensayé toda la tarde. Hasta lograr adherirme a las losas dejándoles mis huellas calientes.




ArribaAbajoEl río y yo

Por seguir la luz que llevaba el agua sobre su pecho, me perdí junto al río... Embelesada por no recuerdo qué promesa del viento, fui a parar en la falda de un monte. Medio poniente se quemaba en el cielo, en tanto que el otro medio lo llevaba yo en mi terror. Las palabras que Freha me enseñó en su idioma, me ayudaron a pedirle auxilio a una mora que sostenía un hijo colgado del torso, como una uva del racimo.

Llegué a mi calle montada en un burro muy chiquitito, comiendo ásperos dátiles verdes, con los bolsillos repletos de chinas del río.




ArribaAbajo La hebrea muerta

Freja lo sabía todo por Ámbar, su criado negro, y me dijo que se había muerto una muchacha hebrea, casas más arriba de la nuestra.

Fui a verla cuando salí del colegio. Me asomé por la ventana; abierta, que daba a la calle inundada de sol.

Estaba dentro de las ropas de su cama, con un brazo sobre la colcha, la cabeza levemente despeinada y los ojos tan cerrados y tranquilos, que el sueño no los tendría mejor. En una mesita cercana; alguien puso flores blancas y azules.

Cuando volví a mi cuarto me tendí en el lecho para fingirme muerta. Ante la sorpresa de Freja, alargué los brazos, escondí el color de mis mejillas y me di a pensar en lo que diría mi madre después de morir yo. Tanto me conmovió su pena, que lloré sin abrir los ojos con una dulce congoja llena de amor hacía ella. Hasta dormirme.




ArribaAbajoJaviva

Cercanos al pozo, más que pasos rotundos, levísimos sonidos. Así son mis recuerdos. El Atlas, en frente, sobre toda la infancia. Remotos riachuelos salpicaban de fuego las arenas.

Moros inmensos. Moras tristes y resignadas. Morillos desnuditos, con las espaldas hendidas por latigazos sombríos. Una niña delgada, esbelto junco imprevisto: Javiva.

(En la distancia, la invencible duda ortográfica: ¿Javiva?).

Javiva en el río, en el pozo, con las uñas pintadas y unos puntos azules -estrellas- en el rostro; delicado tatuaje en la frente dorada, en la barbilla, en el pecho tierno vertiéndose hacia la albura del vientrecillo.

La morita era fina cual el agua rizada del viento. Corría yo junto a ella encantada de oír la greguería de sus collares de oro, de sus sartas de monedas, de sus ajorcas talladas. En un hoyo de arena hirviente, mis manos y las de Javiva unieron los destinos del mundo: manos pintadas, tatuadas, de futura esclava del amor obligado; manos claras y libres, de gesto seguro y amplio.

La invitación de subir a casa de Javiva llegó inesperada. Tuve miedo; un miedo insuperable de Historia Sagrada, de Historia de España. Moras negras, envueltas en sus nombres de romancero arábigo-andaluz, hablaban un español oscuro que Javiva me ponía en limpio, sonriendo.

El aire de la habitación ardía en mi frente. Los espejos devolvían la música de azúcar y yerbabuena. En la calle gritaban los niños moros que traían del campo grandes sacos de palmitos que cambiaban por pan.

Javiva era sonrosada, luminosa. Recóndita y desolada como un desierto. No olvidé jamás el halo de llamas en que movía su minúscula cabeza.




ArribaAbajoMasanto

Después de mis amigas moras, vino Masanto; una hebreílla que tenía muchos hermanos: Sara, Esther, Raquel, Alegría, Salomón, Abraham, Jacobo...

Salomón era un dios pequeño, rubio tostado; todo le salía mal cuando jugaba; por eso le prefería yo entre sus hermanos.

Con Masanto acudí a las tiendas de los moros y de los hebreos en un barrio desgarrado del monte. Comprábamos rapé para su padre, el buen Jacobo Benaim; café, té y azúcar en pilones. Luego, yo me quedaba soñando cosas incomprensibles en mi ventana; sin querer estudiar; recordando los rostros y las palabras desconocidas... Masanto me enseñó a sacar agua del pozo y a machacar en un mortero muy hondo, de madera. Después me regalaba riquísimas galletas caladas, redondas, inolvidables.

Salomón me hizo aprender las palabras «espejo», «agua», «madre», en hebreo; y a contar. Yo, en cambio, les repasaba a él y a su hermano Abraham las multiplicaciones.

¡Qué pascuas tan exquisitas, tan llenas de color y de alegría, las que disfruté con ellos! Pascua de la Galleta, Pascua de la Gallina, Pascua de la Cabaña...




ArribaAbajoMi Primera Comunión

Lo primero había sido el Libro: un regalo de Sor Rosa, aquella monja que tanto me quería y que luego murió en un hospital de infecciosos, en Málaga. Sor Rosa me regaló el Libro de Primera Comunión cuando me despedí de ella en Cartagena, para irme a Melilla. Quería que en cuanto llegara, comulgara; pero no pudo ser hasta un año y medio después; en 1916. ¡Yo tenía ocho años cumplidos y una fantasía que abarcaba siglos!

Ahora no iba a un colegio de monjas, sino al Grupo Escolar que dirigía doña Anita Pedrosa Carretero. Desde Cartagena, las primas mandaron los regalos para la gran ceremonia: el traje blanco, el velo, los guantes, la coronita de flor chiquitísima, la limosnera, y la ropita interior... Eran dos primas hijas de un hermano de mi madre, y que se murieron muy jóvenes pocos años después; en aquel momento representaban los lazos con la patria y con la familia distante.

Ya estaba en marcha la Primera Comunión, físicamente; su preparación espiritual venía de lejos, desde Sor Rosa. Ahora, la inquietud por la fecha, el 30 de mayo de 1916; y por la Iglesia, que era la del «Pueblo», en Melilla; una iglesia alta, la más antigua, próxima a la muralla por donde se oteaba el mar, que era el camino de la Península... Muchos días, muchas noches antes, ya no se vivía ni se dormía. Pero la noche del 29 de mayo... ¡qué vela, Dios mío, para esperar el día sagrado, el día puro y perfecto de tu incorporación! No hubo necesidad de llamarme, pues mucho antes de que los gallos despuntaran el día, ya estaba yo levantada, acuciando a mi madre para que me vistiera. No era pronto, no; era muy tarde ya; ¿es que no lo comprenderían? Estaba pálida, más delgadita que ningún día, temblorosa porque en mi cuerpo iba a entrar, rayo abrasador de purificación, el Señor.

¡La primera niña que llegó al Colegio con su madre, fui yo! Tan temprano era, que estaba cerrado y tuvimos que esperar bastante tiempo. Por fin, todo el grupo de niñas, padres, madres, maestras o invitados, salió en procesión hacia la Iglesia, que estaba lejos. Unas callecitas en cuesta, un frescor de fuentes que corrían no se veía por dónde, y el rumor del mar, siempre bravío, acompañándonos.

¡Qué prodigio de luz, de música, de flores de Mayo en el Templo! Ya no era posible seguirme los pasos en la tierra, porque no los daba. Envuelta en un velo que me apartaría, durante horas y más del resto de los mortales, me acerqué al Altar. Recibí al Señor. Empezaba el milagro de su transformación en parte de mi ser. Empezaba yo a ser otra, la que lo contenía a Él. Ya, desde aquel instante indescriptible, yo la niña revoltosa y atosigada de imaginaciones delirantes, llevaría consigo a su Dios; en el pecho, en la boca tan delicada, tan cuidadosamente mullida para que la Sagrada Forma no rozara ni un solo dientecillo agudo, que el Señor se iría deslizando hasta mi sangre, suavísimo, imperceptible, y, sin embargo, tallándomelo todo con semejante energía que jamás, a partir de la Primera Comunión, dejaríamos de pertenecernos.

¿Qué notas, qué sientes en ti, cómo tienes al Señor en tu sello? ¡Ah, qué escala de luz irresistible aquella por donde subía mi alma de niña, mi corazón de paloma temblorosamente blanca! Sí, la música seguiría en el templo, una voz buena pronunciaría una plática ejemplar; las madres, las maestras nos devolverían al Colegio... Yo, no; yo no vi, ni oí, ni salí, ni fui ya de la calle. Me quedé allí. Corno una vela rizadita de las que en el altar ardían hasta consumirse.

Claro que me llevaron al fotógrafo, para retratarme; tengo en mis manos aquella fotografía del día 30 de mayo de 1916, como tengo la medalla de oro, con la Sagrada Forma, y la inscripción conmemorativa, con mis iniciales. Sé que me llevaron en un coche por la ciudad, a visitar a las familias de las amigas y a los paisanos residentes en el Barrio Real. Aquel día comió conmigo una ahijada de mi madre. Juanita Adán, hija a su vez de mi madrina. Y «Sultana», la perra adorada, tuvo su ración de festejo también, comida especial por mi dicha.

A la noche, cansada, sola ya en mi camita, habitada por la Gracia, pensé en que todo sería distinto, mejor, para mí. Los reproches que me hacían, ¡qué niña tan revoltosa, qué niña tan fantástica, qué criatura tan inquieta!, cesaría de merecérmelos. Sería una niña perfecta, suave, inmóvil, callada, que no inventaría nada; nada en absoluto. No podría mejorar en clase, sencillamente porque era la más adelantada de mis compañeras. Lo decía no sólo doña Anita, la directora, sino doña Manolita, doña Carmen; como lo había dicho doña Vicenta Garcés cuando me tenía a su cuidado: «Carmen es una niña muy aplicada. ¡Si se estuviera quieta...!» Pues habría que estarse quieta a partir de aquel día.

Y, no; esta es la verdad. No se mejoró en nada externo mi vida. El vertiginoso arder de mi infancia seguiría creciendo. Pero, intacta, segura como los sueños -que son las únicas verdades de la vida-, quedaría en mi alma la Presencia de aquel 30 de mayo. No le faltó ni la admiración de aquel niño, Juanito Cortés Martín, mi amigo de lejos, que me miraba dentro de mi nube y no sólo de mi velo blanco; que me veía sagrada, inaccesible, con el Señor en mi pecho.

Han pasado muchos años; y aquí sigue. Han pasado muchas cosas, han ardido bosques, han casi asfixiado la multitud de incendios. Y aquí está. Intacto. Inatacable. Forma y fondo hecho ya para que ningún viento descuaje el puro ramaje en donde canta el ave más bella, más apretada de música, que en este tránsito por las calles del «Pueblo» de Melilla, por las del puerto de Cartagena, por las calles largas del mundo, y por esas otras cortas, anchas, llenas de fango y de precipicios que a veces tenemos que sortear, va mi corazón de ocho años.

¡Ah, Melilla: país de una infancia que no se evapora!

En ti fue el día de mi Primera Comunión, «el más feliz de mi vida» -como rezaba mi Recordatorio-, como fue la Creación del Día del Señor, a todo vuelo, cuando las luces se separaron de las tinieblas, y se oyó la Palabra.




ArribaAbajo Clota y Ordoña Zrïen

Yo vivía, como siempre, en ese país de nieblas donde nada tiene conexión con nada, y, sin embargo, todo parece mágicamente continuo. Pero tenía vecinas que lindaban conmigo en la ideal parcelación de mi mundo.

Por las noches, en verano, yo las oía con emoción: eran las suyas unas monótonas cantigas que me llegaban como por vía natural del usual país vago. A nada se parecían, nunca las oí antes; y olían, en lo recóndito, a lenguaje viejo de pueblo... Los hombres con blusa negra y pañuelo de hierba a la cabeza, de mi provincia española, hablaban así; igual que las mujeres de talle muy ceñido y falda llena de vuelos, pañuelo de seda a la cabeza, casi en la nuca, los rostros morenos como corteza de árboles...

Entre las personas más finas no se hablaba de aquella manera. Que debía ser exclusiva del pueblo muy pueblerino. ¿Cómo, entonces, mis vecinas marroquíes cantaban usando los viejos vocablos: lo «vide, fablar, aquesta»?...

La noche era esperada con delicia; ¿qué cantarán Clota y Ordoña luego? (Eran dos hermanas, la primera guapota y la otra fea; aquélla rubia, blandita, prudente; ésta, -aquesta- gorda, morena y chata, pelo áspero y agria condición; tenían un hermano, Salomón, que era igual que la pequeña, solo que más antipático.)

Dulcemente, subía la cancioncilla:


Vizconde se paseaba
por la orillita del mar,
mientras su caballo bebe

(aquí, una variante:)


Rey-conde se echó a cantar.

Era lo mismo siempre, pero ¡tan bonito! Lo mismo de todas las noches, a idénticas horas:


La reina que lo escuchaba
desde el palacio real,
mira, hija, qué bien canta
la sirenita del mar.
Madre, no es la sirenita,
ni tampoco el sirenal,
que es el hijo del Rey-conde
que por mi penando está.
La reina que lo ha sabido
lo ha mandado fusilar
con la guardia de palacio
y la de la capital...

Allí surgían graves alteraciones del texto: el título del protagonista cambiaba, mas, ¿qué importaba si era una historia tan bella, tan triste, y luego aquello del «sirenal» sonaba con tal gracia?

Todo, (el tono; la dulcedumbre, la trama trágica) se parecía a algo que años antes -allá por mis cinco- la prima Manolita, que era una infeliz hija de padres desdichados, me cantaba cuando venía a pedir su auxilio siempre seguro a mis padres:


¡A la verde, verde,
a la verde oliva!
Había un padre
que tenía tres hijas,
y a las tres mandaba
a la fuente fría
Había un moro
que las cautivaba,
y a la reina mora
se las entregaba.
Toma, reina mora,
estas tres cautivas,
para que te sirvan
de noche y de día.
¿Y cómo se llaman
estas tres cautivas?
La mayor Rosaura,
la menor Lucía,
y a la más chiquita
llaman Rosalía...

Pero yo no enlazaba sus orígenes ni sus afinidades; solamente su monotonía hallaba en mi sensibilidad tibia acogida de nido.

¿Qué herencia depositó en mis venas el regusto por lo oriental? Muchos años después, al estudiar los romances, ¡cómo despertaron en su estancia olvidada las voces de aquellas cantoras del norte africano, primeras que me dieron lección de nuestro romancero, el que aún repiten con exactitud allí como en Salónica!

Clota y Ordoña se mudaron de casa; las perdí de vista. ¡Cuán raro me sonaba «Ordoña»! Nombre sacado de los romances que oían cantar a sus viejos familiares, tan español como el conde del sirenal.

La rubia y la chatilla reaparecieron en la calle Castelar, en un pisito limpio, acomodado; al que se llegaba por una escalera de un solo tramo.

-Mi padre hace aguardiente de higos... -me secreteó Ordoña. La casa olía a galletas calientes; se veía al fondo la cocina con un techo de parra verde húmedo. Yo iba en busca de Clota, condiscípula en el Colegio Inglés, y me irritaba contra Ordoña cuyo nombre tenía analogía para mí con las cabras: «¡Ordoña, ordeña la cabra!» -le gritaba cuando me enfadaba con ella; y la chatilla enseñaba los dientes, mascullaba maldiciones indescifrables mientras yo me reía de su enojo.

-¡Canta cosas de esas tristes que cantabas en la otra casa! -rogaba yo a Clota, la que guardaba para mí el entonces ignorado tesoro de nuestros romances. Ella entornaba los ojos, como en un rito. Debía haberlos aprendido de labios religiosos que transmitieran la riqueza con emoción hacia el pasado de la raza, cuando aún andaban los antecesores por las ciudades castellanas de señoril aire frío, por los sórdidos burgos, por el Levante risueño y fácil...


¡Duérmete, mi niño,
duérmete mi alma!
Que tu padre el malo
se fue con la blanca niña
y nuevo amor.

Canción de cuna, lenta, adormecedora como olor dulzón y obstinado.


Yo me fui tras él,
por ver dónde iba,
¡y lo vi de entrar
adonde la blanca niña
y nuevo amor!

Al final de las estrofas quedaba la vibración disonante ex-profeso, alzada como un lamento. Entonces el sueño abría sus odres misteriosos y el zumo prieto de la noche, embriagaba...

(¿Qué Historia de la Literatura, enseñándome el Romancero y sus avatares, podría tener para mí el valor que el vivo aprendizaje de aquél tiempo? Vinieron a mi conocimiento el Rey-conde, la niña que borda corbatas en su puerta, la madre que adormece a su hijito contándole entre sollozos la traición de su padre, por boca de aquellas hermanas marroquíes; la ciencia, luego, me clasificó los recuerdos; Rey-conde fue Conde Olinos; la madre engañada era de Salónica y aquella queja tiene música que se parece a otra canción de cuna popular de la huerta murciana, muy antigua...)

(Las mujerucas de los pueblos, ¿llevan ese pañuelo de seda a la cabeza por pervivencia del que aún usan las hebreas norteafricanas? La España de la Edad Media tenía entre las familias de Clota y Ordoña Zrïen ecos monocordes y soñolientos.)




ArribaAbajoLa morilla de los palmitos

La calle Padre Lerchundi echaba humo, porque era la siesta y el camión del riego había trillado el calor tendido entre las cunetas... Arriba de la calle estaban el cementerio y los Cortados a cuyos cimientos llegaba inacabable el mar plástico que enderezaron Atenas y Roma.

Como una espiga no segada se movía en la calle la voz de la niña pobre:

-¡«Parmitos», cambia «parmitos»!

Y yo me asomaba a mi ventana, los ojos ensanchados por el esfuerzo, de quererlos abiertos contra el sueño, para verla sucia, rota, desgreñada, con un saquito a la espalda y otro más grande en la mano donde metía los mendrugos que le cambiaban por los palmitos, por las alcachofas de pinchos...

Se reía, pequeña y sabia de caminos polvorientos, entre los lunares azules de su tatuaje.

-¡Parmitos, lleva parmitos!

Yo era como ella de chica, pero mi traje estaba limpio, nuevo, y mis cabellos de oncina se recogían en dos diminutas trenzas claras. Asistir al negocio del cambio me interesaba mucho, pues conocía la rapacidad de las chiquillas cabileñas y la sosa predisposición de los pequeños cambiantes españoles.

-Tú me «daj» un «parmito» y yo te «doij do mendrugo»... -decía un andalucillo negruceho, cerrado nubarrón en ciernes.

-¡Yo ser amiga tuya, yo darte mucho! ¿Saber cuánto trabajo cuesta arrancar los parmitos?...

Y no hablaba del camino desde el monte, entre fuego, ni de los cigarrones voraces, ni de las piedras que lastimaban sus pies. Seguía su cantinela, ávidos los ojos, la boca fresca; descalza; hasta sentarse en cualquier acera, las piernas sobre la cuneta seca para mordisquear distraídamente un mendrugo.

A veces salía la vecina del bajo y la despedía con malos modos:

-¡Tú, largo! ¿Qué quieres aquí?

Ella se levantaba lenta, desdeñosa; los dos saquitos dispuestos.

-«Gualo», «gualo», mujera. ¡«Suái», «suái»!... -y se iba sintiéndose despojada de su tierra, de su propiedad, de su reino. Ya las horas aplacaban su hervor y se podía bajar con la fresca, por la Cañada... Mi madre recibía mis indagaciones históricas, al margen de aquellas escenas frecuentes:

-¿Por qué la echan?

-Porque son muy vivas y a lo mejor se llevan algo que les guste.

-Pero, ¿no es suya esta tierra?

(De la propiedad continental mi familia tenía muy vagas referencias.)

-¿No los echaron de la Península los Reyes Católicos? ¿A dónde se van a ir si los echan ahora de aquí también?

¡Ah, el éxodo entrevisto de morillos con sus saquitos a la espalda! ¡La multitud de ojos negros, llamas duras en cuero terso!

-Es muy grande África, niña.

Muy grande, sí, viéndola en el mapa; ¡qué ansiedad de caminarla, los pies desnudos y polvorientos, con un signo zodiacal en la frente!

-Quiero verla entera, madre. ¿Cuándo la veré entera? ¡Si yo fuera morilla!

Y mi ventana se encendía de poniente. Los borriqueros hebreos volvían a sus casas, entre nubes redondas.

-¡«Jarria», «járria»! -estimulaban el sosegado andar de sus bestias, fíeles colaboradoras de trabajo anónimo e indispensable.

Allá, entre las torres de la Historia de España, junto al mar, unos señores muy empaquetados, ella y él con mantos de armiño y coronas altísimas y heridoras, señalaban con sus dedos implacables el destierro a los moros...

Salían millares, agobiados, con sacas enormes a cuestas dentro de las cuales llevaban mendrugos muy secos de pan. Al final de la melancólica procesión, ya sólo estaba una niñita rota, despeinada, con palmitos y alcachofas de pinchos sentada sobre una cuneta sin agua...

El Gurugú botaba la luna en gumía, se oía el ronco arrullo del mar sosteniendo el pasado.

-¡Parmitos por pan; cambia parmitos por pan!

España era fuerte, mandaba:

-Largo de aquí. ¡Vete, morita!

Y África tenía palmeras secas en los ojos y se iba descalza mientras yo la seguía pensando en darle todo mi pan sin nada a cambio... Porque yo, «espaniola» pobre, quería andarla toda, toda; y la niña de los palmitos se sabía enteros los caminos.




ArribaAbajoLuna

Sentada en el portalito de su casa daba de mamar a su niño. El pañuelo de flecos de oro casi le caía por la nuca; el descote dejaba descubierto un pecho grande y blanco, hermoso, de inocente impudor ante las miradas profanas. La falda oscura resaltaba la morbidez del talle entre las abiertas claridades de la chaqueta; descalza sobre sus babuchas, Luna sonreía a su hijito como en las estampas sagradas de cualquier gran pintor de semejante escena entre María y Jesús.

Vivía Luna en el camino de la tienda a mi casa; yo la veía, asombrándome, cuando iba a cumplir los encargos domésticos más menudos.

-¿Habéis visto a esa hebrea que da de mamar a su niño, con el pecho al aire, en su puerta? - preguntaba a mis amigas moras. Y ellas decían que sí, sonriendo, sin prestarle importancia al hecho.

Por entonces iba yo a un colegio nacional en el Polígono, el de doña Anita Pedrosa Carretero, donde nos reuníamos trescientas niñas de todas las nacionalidades. En mayo de 1916 hice allí la Primera Comunión. «Que la niña no deje de cumplir como cristiana en esa tierra de moros y herejes», escribían las tías y primas desde la patria; recomendaba Sor Rosa, la última maestra del convento de las dos puertas. Y mi madre cumplía con esmero los encargos espirituales.

Los patronos de mi padre eran bonachones pero muy ignorantes; él, zafio además, paisano nuestro Ella era andaluza y generosa; doña María Garrido, mujer dicharachera que se dio pronto cuenta de la tragedia social de su nuevo empleado:

-¿Y su familia; por qué no me la trae para que la conozca?

El orgullo dictaba sus reservas a mi padre, pero al fin hubo de transigir, y nos llevó. Aún conservaba mis cabellos rubios y finos, un trajecito -varias veces alargado- de encajes legítimos; bajo la frente amplia se abrían ojos oscuros y serios para resaltar la roja alegría de los labios gordezuelos.

-¿Sabes leer, niña? Anda, léeme este periódico.

Leer era mi pasión avasalladora. Leí hasta que se hartó de oírme incluso los anuncios de «El Telegrama del Rif». Llamaba a sus doncellas predilectas:

-¿Habéis oído cómo lee esta niña? Dolores, María; ¿veis qué niña tan lista?

Mi madre y yo comprendimos que la buena señora sabía poquísimo de letras, a pesar de su buena posición; después nos lo confirmaba ella misma, contándole a mi madre su vida desde muchacha... Era viuda, se casó con el dependiente del comercio de su marido. «Cuando Alfonso vio que me cortejaban comandantes, capitanes, médicos, subió y me dijo: "Señora, esos buscan su dinero seguramente, y yo, que trabajo al frente del negocio no estoy dispuesto a consentirlo. Usted se va a casar conmigo". Y nos casamos; ¡ea!»

Me regalaba cajas de dulce de membrillo, bombones, jerez. «¡Para que te cuiden, que estás muy amarillita, hija!»

La fiebre de saber consumía mis reservas bien escasas; cada día mientras el seno fresco de Luna seguía alumbrando vida sobre su hijo, mis idas a la tienda eran menos frecuentes... Un bote de leche condensada costaba cincuenta y cinco céntimos, un litro de petróleo, veinte.

Llegó una noche más fría que todas, y hacia las doce volvió mi padre a casa. Venía harto de su estúpido empleo, de don Alfonso (que cuando comparaba unas cosas con otras decía: «miaja más o menos»... ), de sus compañeros, de la vida, del porvenir; ¡casi lloraba! Dejó sobre mi cama, suavemente, su regalo de todas las noches: unos dulces, unos caramelos... Creyéndome dormida, hablaba en la oscuridad de la alcoba con mi madre:

-Vamos a tener que vender aquellas alhajas que fuimos reservándolo a la nena para cuando fuera mujer...

-¿Todas? ¡Hay que retener algunas!

-Si pudiéramos, pero...

-¿Quién las mandaría? -suspiraba mi madre.

-Se lo encargaremos a Paco Penas.

-Paco Penas es un granuja, Ventura... Acuérdate de lo que decía mi padre de él; buen muchacho, buen corazón, pero inseguro.

-Bah. ¡Siempre dudas de todo el mundo, Magdalena!

-Pero, ¿será posible que me lo digas tú después de que entre unos y otros nos han dejado en la calle?

-Bueno, mujer, no te disgustes. Ya saldremos adelante.

-Claro, claro...

Doña María Garrido se comprometió a adquirir cosas; yo lo oía esto cuando ellos creían en mi sueño y dialogaban sus apuros. Las noches eran largas, con pesadillas; cuando se dormía mejor era precisamente a la hora de irse al colegio.

Llegaron las alhajas en una gran maleta de negro cuero con bandejas pequeñas. La abrieron delante de mí en el comedor.

-Todo esto es tuyo -dijo mi madre.

-Lo hemos traído para vender las que tú no quieras.

Había collares, sortijas, pulseras, relojes, cadenas, medallas.

-¡Ventura! Falta un solitario muy hermoso que yo quería mucho.

-Se lo ha quedado Paco Penas; me lo ha escrito.

-¿Ves, ves?

-Y, ¡qué quieres que haga, hija mía! Cada uno es como Dios o el demonio lo ha hecho.

Por mis ojos desfilaban aquellas cosas como si las soñara; por muchos esfuerzos que hiciera no encajaban en mi mente. ¿Alhajas?... ¡bueno!; ¿y qué eran?

-¿Valen dinero?

-¡Bastante!

-¿Nos hace falta? Pues yo no las quiero. No me gustan.

-¿No te gustan? ¿Qué te gusta entonces?

Los escaparates de Boix-Hermanos, libreros, acusaron su presencia a la memoria.

-¡Los cuentos! -confesé.

Con más frecuencia me enviaron a la tienda desde entonces. Mi padre se compró un abrigo, a nosotras también se nos advertían mejoras. En el pecho opulento de doña María y acaso en los dedazos de don Alfonso, hicieron alfileres y anillos de mi gran maleta de cuero.

Luna no estuvo una tarde en su puerta, y la calle permanecía oscura.

-Mamá, no está Luna dando de mamar a su niño.

-¡Le habrá reñido, por fin, su marido!

Al otro día, desde la puerta, se oía llorar en casa de la hebrea. Con mis adquisiciones en la mano, entré... Sobre una camita pequeñísima, estaba el niño, muerto. A su lado, Luna, con la chaqueta cerrada, el pañuelo bien atado, calzada, lloraba a gritos roncos y agudos, alternativamente.

-¿Se murió tu niño, Luna?

Se había muerto a pesar de la fuente blanca del gran seno siempre asomado a la boquita rosa y ávida. ¿Qué haría ahora Luna con su pecho rebosante de leche? ¿Qué pueden hacer las madres con sus pechos llenos cuando no tienen hijos agarrados al pezón?

-A Luna se le ha muerto el niñito... -dije con pena en mí casa.

-¿Luna... esa hebrea tan guapa que le daba de mamar en medio de la calle?... -indagó, fumando, mi padre: una pierna cabalgando la otra, la cabeza echada hacia atrás, los-ojos entornados...

Pero su mirada no comprendía nada: era la misma que cuando me mostraba los tesoros llegados de la Península: «esas son tus joyas». O cuando al ir por la calle se encontraba con una buena moza...

No. A Luna no la sabía ver bien mi padre.




ArribaAbajo Maimona y su hija

Un pozo largo que me devolvía, cuando yo se lo gritaba en su brocal, mi nombre de plata, oxidándolo; y hoyos en las paredes del tubo para que los poceros metieran en ellos los pies al descender a limpiarlo. La garrucha funcionaba con quejumbre y los cubos extraían entonces aguas con tierra rojiza, las del limpión, que se tiraban a la cuneta, junto al pozo, la gran pila donde lavaba Maimona.

Maimona era una mora grande, fea, que por su simpatía parecía hasta guapa a veces. Flaca, y joven al fijarse en ella mucho, era entusiasta enamorada de todos los militares que sus ojos veían. Tenía una hija pequeña que montaba sobre sus espaldas sujetándosela al pecho lacio con un lienzo anudado. Trabajaba cantando en su pilón lleno de la fresca agua subterránea que había de sacar cubo a cubo, moviendo los brazos alternativamente y con el ritmo del torso más que sosegado...

-¡Yo lavar mejor que todas, yo ser mucho buena! -afirmaba con el jabón sobre las sábanas, restregándolas, haciéndolas chiquitas entre sus manos callosas. Y la niñita se apelotonaba contra el pozo, entornaba sus silenciosos ojos negros porque la frescura del mismo se los apagaba como a carbones encendidos de luto. Para mí, Maimona no era ella, sino su hija.

El trajín del patio la mantenía en curiosa expectación. Desde mi ventana yo lo veía todo, callada, -¡quién diría que para contarlo ahora!- Me afligía aquella niña con sus pelos lacios y ásperos, su ignorante gesto sumiso. Cuando creciera iría a pie, cargada de bultos; detrás del moro que la cogiera por esposa y que avanzaría montado en caballo, mulo o burro... Maimona se moriría pronto, dentro del jabón en montañas; o se caería al pozo cuando buscaba con los ganchos (esa ancla de lanzas curvas que indagan en los pozos reservados) el cubo inesperadamente desprendido de las maromas.

Todos éramos pobres, sufrientes de perdidas comodidades peninsulares; pero Maimona, en su patria, era más pobre que ninguno: vivía de servirnos. Así lo aseguraba mi madre, tan fuerte y tan segura, que llevaba nuestra casa como un juguete; (¡lejana madre sana y alegre en medio de los mayores esfuerzos y abnegaciones!)

-A Maimona le gustaban los soldados... -decía Elena, la vecina- Mi Juan la vio por el Polígono el otro día, con uno.

-¿Ser verdad eso? -le preguntaban. Y ella decía que sí, riendo; porque no ocultaba su admiración por nuestro ejército, hasta cuando lo veía fuera de los actos de servicio.

Sólo la niña callaba comiéndose el pan y el chocolate, los cabellos color de asperón y los ojos hundidos como la galería cilíndrica del pozo. Una semana no vino Maimona, porque estaba enferma según dijo mi madre. Y ésta fue quien lavó, sacó, el agua del pozo, tendió la ropa bajo el sol aplastante... Por la noche, acostadas las dos, la oí llorar bajito.

-¿Por qué lloras, mamá?

-Se me picaron los dedos con la lejía y me duelen mucho.

Vi sus pobres manos enrojecidas, ensangrentadas, y me horroricé.

-¡Yo buscaré a Maimona!; ¿por qué no esperaste?

-Y si no, haber llamado a otra mora. ¿Solo está Maimona en este pueblo? -dijo malhumorado mi padre.

-Mañana estaré buena, descuidad; es la falta de costumbre. ¡Qué dura es la faena de las pobres lavanderas!

Al día siguiente, los brazos al aire, cantando, mi madre pilotaba la casita humilde. Le escocían los dedos, sí, pero hacía sus faenas sin prestar atención a su dolor. No sé por qué; aquel día yo, muy seria, expuse un secreto pensamiento:

-Óyeme, mamá; no quiero tener hermanos. Somos muy pobres ya los tres.

Suspiró y me acarició:

-¡Tonta, no te preocupes! Además, somos cuatro; ¿y tu perra, no la cuentas? -pues allí constaba aquélla, ojos redondos y manchitas canelas, un poco más acá de su infatigable rabo.

Pero yo encontré a Maimona, desolada, su cría a la espalda, calle Pi y Margall arriba.

-Tu madre estar mal conmigo, ya no llamarme...

-¿No estar tú enferma y mandar decirlo?

-¿Yo? ¡no! Ser ella quien no avisarme ya.

Poco a poco las razones sobrevenían; la mora comía, ganaba un jornal...; su niña, el jabón, la lejía... Me eché a llorar al entrar en el colegio, mientras aprendí aritmética odiosa: ¡qué pobre era mi madre, y qué valiente!

-¡Cuando yo crezca..., cuando yo sea mayor ganaré para veinte Maimonas!

Y con inmensa ternura besé a mi madre que no entendió por qué brotaba súbita y extremosa, mirando de soslayo sus manos afeadas, sus brazos enrojecidos. Bajé al patio y sin que me vieran saqué agua del pozo amargo; grité en su brocal, «¡tráemela!», para ver si me la acercaba compadecida de mi flaqueza; pensé horas y horas en cosas disparatadas mientras leía «Las mil y una noches»...

La verdad era esta, continua, inapelable; que mis padres luchaban con la adversidad a brazo partido; que Maimona resultaba cara, su niñita un pobre ser débil y espantado al que vestían mis ropas con excesiva prodigalidad de tela; y que yo, la que todo lo quería resolver opulentamente no sabía hacer sin borrones una división de tres cifras. Los moros seguirán bajando al pozo por los escalones rudísimos, y al llegar al fondo gritarán a los de arriba para que saquen cubos y más cubos de limo tierno; hasta dejar limpia, reluciente, la veta clara del manantial; moneda de frescor para los esclavos.




ArribaAbajoEl mantelete

-¿Has ido al Mantelete?

-No, ¿qué es?

-Pues un mercado de los moros, cerca ya del muelle.

-¿Qué venden?

-¡De todo!

-¿Como en el mercado grande?

-No.

-¿Como en la Placilla?

-No, tampoco; sin otras cosas.

Al volver a mi casa, directa, a mi madre:

-Mamá, mañana quiero ir al Mantelete.

-Bueno; iremos al mercado y de paso...

Las mañanas del mercado grande eran bien simpáticas. Mientras mi madre escogía lo que le parecía más del gusto -exagerado, exigente- del escasísimo apetito de mi padre, yo lo miraba todo. El interés que las cosas tenían entonces para mí, no he vuelto a recobrarlo. ¿Cómo sería posible vivir con semejante afán tan escasos años de la vida?

Después del mercado grande nos encaminábamos al de los moros. Todavía no conocía yo las calles del Polígono donde tenían establecidos sus tenduchos y sus grandes comercios moros y hebreos.

Esta calle, larga y estrecha en mis recuerdos, estaba pobladísima; ambas orillas derramaban los géneros en venta, que sobresalían de mostradores y anaqueles: telas bordadas y con estampados ligeros; babuchas amarillas, de piel recamada de oro y piedrecillas; babuchas de terciopelo con flores de orillo; bolsos de todos los tamaños, de piel repujada; carteras, lienzos, camisas bastas de hombres, y otras finísimas y bordadas. Azúcar en pilones, paquetes de té verde con caracteres árabes y dorados sobre fondo verde también; especias de todas clases cuyo excitante perfume revuelto, mareaba...

Frascos de esencia, vasijas con grabados. Un extraordinario muestrario de objetos atraía con deslumbre mi atención. A la puerta de casi todos los comercios, en cuclillas, fumaba el dueño. En aquellos donde se vendían utensilios del té, solía estar dentro, cuidadosamente vestido de blanco, muy morena la tez bajo el rojo gorro de borla negra... Como aguardando a los compradores para ofrecerles una de las labradas tazas de boca ancha, plena de té con yerbabuena. O una de las tacitas pequeñas de copiosas labores con esmalte, donde se bebía el café turco de oloroso atractivo.

-¿Este es el Mantelete? ¡Vaya una cosa!

Eso lo dijo mi madre; yo estaba encantada de caminarlo como en sueños, comprándomelo todo con la imaginación: desde los perfumes hasta las babuchas, jaiques, chilabas, bolsos, carteras, gorros, pipas, ¡todo me servía para mí y para regalárselo a mis amigos! Detrás mío, caminaban ocho o diez moros negros cargados de fardos, cansados...

-«¡No compre más!» -suplicaban. Pero yo sonreía y seguía señalando un montón de maravillas.

Del ensueño salí pronto: al final del mercado. La voz de mi madre me sacudió a la realidad.

-¡Cuántas cosas te comprarías tú, ¿eh?, con lo caprichosa que eres!...

Andábamos ya el regreso, y yo iba muy mustia. Ser caprichosa era una feroz predisposición mía contra la cual luchaba denodada y vidente: llegaba en mi autoperfeccionamiento a no pedir nada, ni si quiera las cosas que más me gustaban en la mesa. ¡Y aún así se me notaba caprichosa! ¿Qué dirían si yo soltara el chorro de mis elecciones?

-Quiero esto, quiero aquello; eso más, lo otro, lo de allí, lo que vendrá luego. Quiero, quiero. ¡Yo quiero todo lo nacido y por nacer, madre!

Mas aquello era locura; imposible hablar. Y, no obstante, sabían que yo era caprichosa. Dentro de mí empecé a construir una voluntad firme, y a depurar mi gusto; a saber elegir y a querer lo elegido de tal manera, que... -después, con los años-, al señalar mi corazón un algo ya estaba tan bien elegido, era tan firme mi resolución que no habría nada humano capaz de interponerse entre mi deseo y su posesión. Yo diría: ahora quiero esto. ¡Que no en vano todos los años de mi infancia estuve amontonando silencio y contención para depurar mis caprichos y vencerme!

¿En qué quedó el gran atractivo del Mantelete? Se me ha perdido su huella... Como no fuera culpable un retrato que por entonces se le ocurrió a mi madre hacerme, vestida de mora en el estudio de cartón iluminado de un fotógrafo profesional... ¡Y qué feliz ocurrencia la del hombre! Me semi-tendió sobre cojines, (yo era una niña delgadita y pálida, muy rubia sobre los negros ojos), y al lado, a mi derecha, de pie, colocó a mi madre.

Resultó un excelente grupo: aquella hermosa y robusta mujer en la plenitud de su juventud que era mi madre, muy sonriente y erguida en traje de calle, junto a una insignificante criatura disfrazada de mora rica que miraba al fotógrafo con aire solemne desde el fondo de un ensueño, para él indescifrable...

Aquel retrato fue enviado a la familia, con abundancia. Sólo el primo cariñoso se atrevió a pensar: ¿Por qué no la habrán dejado sola y sería más visible? ¡Su madre se la traga!

Pero ella estaba muy contenta y era yo la única que se avergonzaba de la inarmonía de vestimentas y actitudes de la fotografía.




ArribaAbajoLa niña equivocada

«Maestra en este arte de pergeñar niños con cariño y con sabiduría por igual, yo no le conozco»... «Españolísima en este aspecto, nos trae en seguida a la lengua el adjetivo que más estimamos en un elogio: el de humana».


(G. M. ib.)                


La madre le dijo a la niña:

-Lo que a ti te haga daño, a mí me dolerá más que a ti.

Y la niña, conmovida, evitó las circunstancias desfavorables a su persona: caídas, golpes, cortaduras... Miraba a su madre, joven y segura, hermosa realidad diaria, con gratitud inquieta: ¿en qué sitio de su persona se abriría el dolor por su daño; cómo podría ocurrir aquello?

Llevó muchos días de no saltar, de no correr, para no fatigarse y enfermar. Se veía en una camita, y al lado, en otra, derribada por su mismo mal, su madre.

Pero todas las precauciones fracasaron una vez. Venía con alegre trote de chivillo recién mamado, y no vio una cáscara de naranja que le hizo caer, resbalando violentamente de espaldas. Sufrió un duro golpe en la cabeza, que le mareó; círculos de casas giraron ante sus ojos desorbitados. Cuando le levantó, un grave sobresalto cogió su corazón: ¿cómo encontraría a su madre, a su madre víctima de su irreflexiva conducta? ¡Cuánto le dolería la cabeza dorada, llena de rizos que ella besaba y deshacía!

Entró despacito en el comedor, en la cocina; allí estaba, vestida de blanco, cociendo unas orondas manzanas y cantando con alegría. Disimulando su dolor, preguntó la niña:

-¿No te duele la cabeza, mamá?

Abrió ella sus ojos felices, con creciente asombro:

-No, hija mía. ¿Por qué?

Le temblaron los labios al insistir.

-¿Ni la espalda?

-¡Tampoco! Pero, ¿por qué me lo preguntas?

Ella calló, pálida, desprendiéndose de la pared en que se apoyaba trabajosamente. Entonces vio la madre que su hija llevaba sangre en la cabeza...

-¿Qué tienes, qué te ha ocurrido? -Me he caído-, dijo sencillamente.

Muy callada estuvo la niña mientras la curaron. Y preocupada su madre por la extraña reserva inacostumbrada de la hija, se decidió, pesarosa, a preguntar sus causas a la niña silenciosa.

-¿No me quieres, verdad; qué te pasa para no hablarme? Eso es; ¡que ya no me quieres!

Entonces la niña dudó, se puso colorada..., con resolución máxima, confesó su drama:

-¡Me has engañado tú! Es mentira que te duele cuando me duele a mí. ¡Me has engañado!- y se echó a llorar, acongojada, en el desengaño primero de su vida pequeñita.




ArribaAbajoDe noche

De día, mi madre; con el Sol.

De noche, mi padre; por la Sombra.

En la oscuridad, recta voz apaciguadora, árbol para descansar en él mi alma asustada, mi padre sostenía el nivel de mi confianza.

Si el mar, aquel mar siempre soliviantado, bramaba contra los pescadores y los niños sin sueño, yo decía: «¡Papá!», y la voz grave me devolvía el reposo.

Si el viento, volcándolo todo al regresar de más allá del Atlas, destrozaba mis oídos asustados, la voz en la sombra colmaba mis sienes enfriadas.

Yo tendía una mano temblorosa hacia la mano de trabajador de mi padre, y allí encontraba el sueño.




ArribaAbajoÁmbar

María Reyes sabe hablar conmigo de una manera que tú no.

-¿Cómo?

-Verás: tigri degri libri. ¿Qué te he dicho?

-¡Andá! Tú das libro.

-Eso es. Bueno, pues hablaremos siempre así.

Y Ámbar, el esclavo negro, se reía enseñando su diabólica dentadura de piano nuevo.

Todo era en él misterioso y fuerte: su cuerpo, su risa, sus movimientos de ébano; para mí tenía constante atracción y le veía como si brotara de un ensueño de calentura.

Dormía en un camaranchón del patio entre las dos calles, Explorador Badía y Villalba y Angulo. Sus amos habitaban el piso, sobre las dos calles, y dos casitas muy humildes, la de María Reyes y la mía, se abrían debajo a la calle segunda. Él bajaba temprano y llamaba a mi puerta:

-¿Quieres que juguemos a la lotería?

Jugábamos con él las dos niñas y entonces nos decía que estaba estudiando mecánica para comprar su libertad y dejar la esclavitud. Era de Fez y en la casa solo le protegía Fátima que era tan negra como él y esposa segunda del moro señor.

Una mañana le oímos gritar igual que un potro salvaje al que marcaran con iniciales eternas. En el patio, desnudo, recibía los latigazos de su amo, blanco y hermoso, con barba rubia y ojos azules de fenicio.

-Anoche vine tarde -nos explicó después- y él se ha enterado y me castigó.

Por las ventanas de la galería, Fátima lloraba pidiendo misericordia mientras Ámbar relucía como un ónice mojado.

Vinieron otras noches, y en una de ellas, la más honda, llamaron suavemente a nuestra puerta que se abría a dos metros escasos del monte, calle estrecha como un alfanje, y mi padre se alzó con sobresalto:

-Magdalena, ¿has oído?

-¿Has oído, Ventura?

Hasta la perrita enderezó las orejas y asintió con el rabo. Era allá por 1914, cuando las noches no ofrecían demasiadas seguridades a los europeos en Marruecos...

¡Ábranme por favor, soy Ámbar! -dijo una, voz ansiosa que entró en la casa calmándonos a todos.

-Ábrelo, Ventura -dijo mi madre-; ya sabes lo que le ocurrió la otra mañana. Pero, súbito, el temor: ¿y si no fuera él; y si no viniera solo?...

-¡Soy Ámbar! -seguía la voz temerosa al otro lado del portal.

-Es Ámbar... -dije yo confiada; y la perrita olfateó sin ladrar. Le abrieron: noche y noche ante los ojos de mi padre. Entró con frío, pálido su ébano sobre la blancura del jáique.

-¡Si se entera que acabo de llegar, me mata! -y se subió despacito a su camaranchón del patio. La noche del mundo se apretó contra nosotros, estremecida.

Nunca veíamos a las moras con el rostro descubierto, a no ser yo dentro de su piso; y un atardecer, al volver con mi padre de pasear por el parque, las vimos bajar enloquecidas, casi desnudas, detrás de Ámbar...

-¡Fuego, fuego, fuego, fuego...! -gritaban todos huyendo, abandonándolo.

Pensamos en nuestro pobre ajuar y mi madre palideció aterrada. Apenas oídos los gritos, ya los vecinos nos tranquilizaron:

-No haga usted caso, estamos apagándolo; fue muy poco, ¡pero esta gente lo arregla todo echando a correr!

El fuego se me antojó el látigo que les golpeaba ahora a los amos de Ámbar sus espaldas cuidadas, que les sacudí por tardanzas injustificables; un gran palo enarbolando la sierpe de la llama que mordía en agudo, ágil, perfecta.

-Ámbar tiene siempre miedo del amo; quiere irse contigo a España.

-¿Conmigo; podría ser?

-¡Si tu padre me comprara!

¡Remota posibilidad del presente vivo! Magdalena y Ventura sonrieron mirándome los labios golosos de dádivas imposibles.

-Los blancos no compramos esclavos, hija mía. Además, yo no tengo dinero, ¿Es que no lo sabes tú?

Lo sabía, ¡ay!, ¿cómo no? Había visto el viaje de irás y no volverás de las joyas que destinaban a mi dote, únicas supervivientes hasta entonces de la fortuna en que nací; y oía los suspiros de mi madre cuando hacía los números impares siempre del gasto diario. Pero comprarme a Ámbar...

-¿Tugri mígri quiere muchigri?

-¡Yogri quiere muchigri tugri!

Y el moro se reía; nítida boca, nítidos ojos, con alegría de Apolo que presiente una feminidad en éxtasis admirativo.

-¿Por qué brillas tanto, Ámbar?

-Será porque me baño en agua del pozo.

Sacaba agua, agua, sin cesar bajo los ojos de Fátima:

-Ya no más, moreno -decía ella desde su galería.

Cuando Ámbar soltaba el cubo lleno irguiendo su torso magnífico, el patio se llenaba de selva, de altos árboles que mordisqueaban panteras y tigres encelados.

¡Mi Historia Natural, mi lámina de las cinco razas del mundo!

-¿Cómo sería tu madre, Ámbar?

-Los esclavos no tenemos madre.

Y los dos reíamos, felices, niños, con las palabras trágicas entre los labios inocentes.

-Yogri...

-Tugri...

Hasta que María Reyes venía con sus cromos y sus saetas a enriquecernos la compañía.






ArribaAbajoEl «Gato»

Pasaba por mi puerta, flaco y alto, de blanco todo, envuelto más que en sus telas finas y ricas en la leyenda fastuosa que le constituyeron sus prodigalidades para la Corona.

-Ese es el moro «Gato» que acaba de llevarle al Rey unas jacas negras preciosas...

-¿Habló con el Rey?

-¡Digo! En Madrid, en su Palacio. Tiene veinte mujeres el «Gato», y cincuenta hijos, y mil caballos, y tres mil borregos, y... y... -la mente infantil hacía prodigios de riquezas, reales, superiores acaso; o simplemente imaginativas.

Decían las personas mayores:

-Es un moro influyente.

Y «El Telegrama del Rif»: «Es un moro notable».

Que influía entre moros y cristianos era exacto; sus maneras hábiles, suaves, dudosas, le presentaban siempre como personaje de mucho fondo. Su casa, o una de sus doscientas casas, estaba en la calle General Barceló, paralela a la mía; y por Padre Lerchundi pasaban también otras personas de su familia de las que significaba extraordinariamente un hijo suyo mozo -uno de los cincuenta hijos-, blanco, rubio, reidor, brillante, hermoso y alegre como ningún joven de la ciudad, que calzaba (¡absurdo atavío!) botas y polainas de cuero militares, vistiendo ropas musulmanas y tocándose con rojo gorro de borla negra y larga.

-El «Gato» es bizco, o tuerto, ¡pero su hijo!... -y nuestras caras expresaban una admiración sin mesura hacia aquel muchacho sano y alegre, que nos brindaba su risa hermosa.

Figuras las dos familiares como las morillas de los palmitos, como los críos hebreos que en los días de espantosa sequía se lanzaban a las calles agarrados a las puntas de un saco gritando que les echaran agua encima para soliviantar a las nubes y que llovieran magnánimas...

Leyendas en torno, supersticiones, y misterio que a mis ojos valía como nada; ¡no saber, no adivinar, no querer conocer otras cosas que las imaginadas!

-¿Te gustaría mirar por el ojo de la llave y saber qué pasa en casa del «Gato»?

-¿A mí? ¡no! ¿Para qué?

-¡Para saberlo!

-¿Para qué?

(Siempre igual: mejor el sueño, lo propio; la realidad del «Gato», ¿qué más daba? ¿Qué más da ninguna realidad auténtica?...)

-... Jacas negras al Rey, se las llevó él mismo. Las veo caracolear las solitas tiesas, en un gran patio blanco. El Rey estaría asomado a su balcón, los bigotes rizados, y se sonreiría contento de sus jaquitas.

-¿Le gustan a usted, señor Rey?

-Sí, muchas gracias, amigo «Gato». Me montaré en las dos para pasearme los domingos con mi traje nuevo y mi fusta de oro y diamantes.

-Bueno, pues entonces me vuelvo a mi casa; aquí hace frío y allá me esperan mis mujeres para bailarme mientras yo fumo en una pipa muy larga y muy delgadina de donde sale un humo azul que hace anillitos en el techo. Todo se ve en los espejos color de azúcar, rubios de sol, y yo me duermo hasta que me lleven el té con yerbabuena y dulce de almendra...»

Sí; así debieron hablar el moro «notable» y el Rey. No es que lo dijera «El Telegrama del Rif», pero me lo figuraba yo. Y esto le daba mayor aire a la figura flaca del jáique precioso, las babuchas amarillas bordadas de hilillos dorados, y el rostro ambiguo e impersonal de intermediario entre los militares y los moros kabileños.

¡Cuán distinto todo de lo que su hijo diría!

-Soy fuerte, alegre, y solo quiero reír.

-Eres hermoso y vencerás a los leones que llevas y levantas a tu paso.

Y en torno de su aire arremolinado, danzaban muchachas; no las de su padre, sabias y lentas, sino otras delgadas, alocadas, que corrían entre las orillas monótonas de la música rompiendo los brazos del gados de los velos y del humo de olor con que él las acosaba enamorado.


ArribaAbajo El cementerio marino

¿Por qué misterioso designio he soportado en mi infancia la proximidad del cementerio?

A casi todos los niños les impone miedo. Yo no lo sentí nunca. Cuando atravesaba un ensayo de mi espíritu, sólo tenía que andar unos metros para entrar en el cementerio. ¡Era tan bonito, tan alegre! A las barandas de sus patios, que daban todos al mar, fue mi gozo asomarme y admirar las velas de los barcos de pesca.

Me perdía de los míos; eran, entonces, mis éxtasis solitarios. Un anhelo de evadirme, de misteriosas y nunca descifradas cosas, me atosigaba.

Por eso frente al mar, a la sombra inmóvil de los callados, abrí mi corazón a la luz en que hoy veo.




ArribaAbajoMi padre no es capitán

Si todos los recuerdos penosos se dijeran sin pensar en la opinión de quien los escucha, el corazón se iría aliviando de sus miserias hasta quedarse limpio y ligero, alado corazón para anidar en las ramas del Árbol de Dios. Porque yo quiero ir realzando el mío digo todo lo distante, y ahora, esto que me aflige hasta después de razonarlo con generosidad.

Mis amigas eran numerosas y se pasaban la vida diciéndose las unas a las otras sus listas de comodidades.

-¿Qué es tu padre? El mío es comandante y tenemos dos asistentes.

-El mío es teniente.

-El mío, coronel.

De pronto, a mí: -¿Y el tuyo: qué es tu padre?

Sin pensarlo; dije: -Mi padre, capitán.

Yo era imaginativa, acaso orgullosa, y experimenté un absurdo rubor de confesar que mi padre no solamente no era militar, ni siquiera comerciante. Así, pues, sin detenerme a pensar, contesté rápidamente:

-¿Mi padre? Es capitán.

Se miraron las niñas, dudosas; una, lista, dijo:

-¿Y ese que viene a tu casa, de paisano?

Ya lanzada, ¿cómo retroceder? Repuse:

-Es mi tío. Mi padre está en el campo.

(El «campo» en Marruecos era donde estaban los campamentos, las posiciones frente al enemigo.)

-¿Y vive con vosotras tu tío?

-Sí.

-¡Pues nunca viene tu padre!

-No tiene permiso.

Y ya no hablamos más de aquello. Mi corazón no sufrió temores; ni torturas por la enorme mentira dicha; era una edad la mía tan poblada de imaginaciones, que no lograba distinguirlas de la realidad; y así, muchas eran las veces en que preguntaba a mi madre:

-Dime, mamá; «eso»... (cualquier detalle) ¿es verdad o lo he inventado yo? -por lo cual ella tenía siempre como una obligación más la de velar por la autenticidad de mis ideas.

¿Quién contó a Masanto, mi amiga hebrea, la conversación con las niñas de militares? Probablemente alguna a la que no convenció mi respuesta. Pero Masanto no tardó en ir a decírselo a mi propia madre. Debió ser en un día muy raro, en el que ésta no me habló en muchas horas. A la noche siguiente, cenando, mi padre estaba serio, triste... Quise yo alegrarlo sin duda y le pedí que me llevara de paseo; o quizá le pediría otra cosa; no recuerdo mi tentativa; sí su contestación:

-No puedo hacerlo; cuando baje tu padre, el capitán del campo, que lo haga.

Estaban serios los dos, mi madre y él; debí ponerme roja, quedarme medio muerta de miedo y de vergüenza súbitos, aunque todavía no se me alcanzaba todo el mal de mi embuste.

-¿Tan mal te parezco, hija mía, que niegas que soy tu padre? Yo no hablaba; mis manos se agarraban a la mesa, frías y crispadas.

-Soy un trabajador ahora; pero lo mismo que hasta hace bien poco, cuando tú naciste y bien después, tenía coches, caballos y dinero, puedo volver a tenerlos. Por eso no se niega a un padre.

Su voz era triste, amarga, y todo él dolía como una llaga inmensa. Intervino, airada e incapaz de contenerse más tiempo, mi madre:

-¿,No te da vergüenza haber dicho tú ese disparate? ¡Que tu padre es capitán y que está en el campo! ¡Que el que viene a tu casa es tu tío! Y todo el mundo ve que vivimos los tres solos, que tenemos él y yo la misma alcoba, el que tú dices que es hermano de tu padre. ¿En qué situación me has puesto, hija mía? ¿Qué dirán las madres de esas niñas, de mí?...

¿Qué decían, Santo Dios? Yo no entendía ya nada; en mis oídos zumbaba la sangre tumultuosa, y un yelo mortal me envolvía en sus paños mojados. Implacable seguía mi madre, la más fuerte para castigarme siempre que lo merecía, que era con excesiva frecuencia.

-Tu padre trabaja en un oficio muy digno y muy bonito; sus manos sólo se manchan de oro; viste mejor que esos capitanes, y, además, ¡es tu padre!

Ya no oía yo nada; comprendía la brutalidad de mis palabras y una pena infinita me empezó a sangrar basta hacerme llorar a mares.

-¡Yo no sabía que era tan malo decirlo! ¡Yo estaba fastidiada de que presumieran conmigo y por eso fue que lo dije!; ¡pero yo no sabía que era tan malo!

Lloraba; lloraba; mis ojos siempre secos, incapaces de una lágrima nunca, pasara lo que pasare, eran dos fuentes desbaratadas.

Mi padre comprendió antes que mi madre, y me perdonó:

-No llores más, anda; si ya vemos que todo fue culpa de lo fácilmente que sabes mentir.

Y mi madre: -¡Prométeme que irás a esas niñas y les dirás que las engañaste! ¡Prométeme que no volverás a mentir!

Prometí, ¿cómo no? Fui a las niñas, deshice el fatal equívoco; se rieron de mi orgullo, justicieramente. No volví a mentir. No he vuelto a mentir. No volveré a mentir.

Hubo un tiempo en que mi padre fue obrero, sí. Mi padre no era capitán.




ArribaAbajo Las manos de mi padre

A partir de aquel día, comenzó una nueva era de mi pensamiento. Las palabras de mi madre. «¡A tu padre sólo se le manchan de oro las manos!», me impresionaron fuertemente. Todos los padres de mis amigas sufrieron la inspección de mi nueva crítica.

-¿Tu padre es tendero? ¡Se manchará de grasa! ¿Tu padre es albañil? ¡Se pondrá sucio de cemento! ¿Tu padre es cirujano? ¡Cómo se untará de enfermedades! -y, seguido: -Mi padre sólo toca oro, que es lo más rico del mundo. El oficio de mi padre es precioso.

-¿Qué es tu padre?

-Joyero.

-¡Ah!

Un exceso de orgullo reemplazó el silencio de antaño, por las mismas razones sin razón: el quehacer paterno, sostén de nuestras vidas, que era preciso exhibir ante la exhibición ajena. Y me dediqué a observar a mi padre cuando trabajaba, a indagar los accidentes de su trabajo; ¡quizá laboraba el subconsciente para reparar el pasado!

Bajo mis ojos curiosos desfilaron las etapas del oficio. Desde la llegada del oro al taller, hasta su sabida transformación en joya. Primero, las hermosas monedas de oro se doblaban a fuerza de martillazos; luego se fundían en el crisol, con su aleación correspondiente. De allí, después de hervir alegremente, ¡como un verdadero rayo de sol líquido!, pasaba al molde donde, al enfriarse, se ennegrecía; convertido en barritas ya se le trabajaba de distintos modos, según su destino. Era delicioso verle, por ejemplo, adelgazarse a través de los consecutivos ojos de las hileras , hasta ser un hilo finísimo, útil para hacer los eslabones de cadenas, pulseras... O, cuando pasando por aquel rodillo se iba extendiendo en lámina cada vez más fina con destino a ser trabajada como chapa.

¡Qué firme el pelo de la cegueta, cortándola después!

Y los martillazos de la forja sobre el yunque, cuando eran sortijas de sello las que se hacían, (¡aquellas horrorosas sortijas de sello que han ido llevando, cada día más bastas y más feas, todas las escalas sociales del mundo!).

Y el clavado de los brillantes y demás piedras preciosas: las garritas enhiestas, el cincelito sobre cada una de ellas, y la mano con el martillo: tas, tas, tas, tas..., doblándolas para que protegieran al prisionero de tanto precio.

Una de las cosas más bonitas era el soldado a soplete. Sobre un taco de madera recubierto de una capa de amianto, se colocaba la joya rota, con su soldadura ya preparada. A ella se dirigía la llama que desde la mecha de una candileja de alcohol se soplaba con un tubo curvo o recto casi. Mientras se soplaba no se podía respirar por la boca, so pena de tragarse la llama ágil, gruesa o delgada, afilada como la lengua de un áspid; o ancha como la de un animalote ordinario. Después se limpiaba la soldadura y se frotaba con unas unturas de piedra pómez y de trípoli -ésta, de rojizo color oscuro-, que olía a alcohol, y que se daban por medio de madejas sujetas a la mesa del pulimento. La joya, al final, brillaba sin vahos gracias a la caricia final de las gamuzas.

-Papá -comenzaba mi interrogatorio. -El oro, ¿es lo mejor del mundo?

El trabajaba con verdadero primor: sobre el cajón de su mesa, abierto, que estaba forrado de cinc caían las limaduras menudísimas del precioso metal. Cuando iba a tocar otra cosa, antes se cepillaba delicadamente los dedos con unos cepillos suaves de pelo largo muy delgado... Aquellas limaduras se recogían después (la «limalla») y se agregaban al material de la nueva fundición.

-Eso cree la gente -me respondía-; pero yo, no. ¡Ya ves qué negro y qué feo se pone cuando lo sacamos del crisol!

-¡Sí que sale negro, pero luego brilla mucho!

-Gracias al trabajo.

-¿Y los brillantes, qué?

-¡Bah! Trozos de carbón muy puro que arden que da gusto.

-¿Arden?

Mi padre se reía con ironía, y se encogía de hombros. Yo no sabía nunca si exageraba, si me engañaba para desacreditarme las joyas. Lo cierto es que yo no llevaba encima alhajas, que las desdeñaba profundamente.

Para mí era un momento mágico aquél en que veía traer del Banco largos paquetes de monedas de oro, o de barritas del mismo metal.

Las primeras caían dobladas bajo la violencia del martillo para transformarse luego en todos los fenómenos que me sabía de memoria.

-Este es el oro, ya lo ves; una cosa que tiene el valor que quieran darle los hombres. Pero todo, gracias al trabajo. Si no se trabajara, ¿qué valdría él solo? A mí, salvo para hacer joyas que nos den lo suficiente para vivir, no me importa nada el oro.

Cierto que sí. Mi madre me lo aseguraba constantemente:

-Hija, tu padre no conoce el ahorro, no sabe lo que es el día de mañana. (¡Había que ver la entonación que daba mi madre a ese plazo de tiempo que se llama «el día de mañana»!). Cuando tiene dinero está deseando gastárselo, repartirlo. Eso está bien cuando uno no tiene hijos, pero cuando se tienen hay que mirar por ellos. ¡Si él me hubiera hecho caso a mí!...

Esto picaba mi interés.

-¿Qué hubiera hecho, mamá?

Ella abría sus ojos negros y dulces, tan honrados, y exclamaba:

-¡Pues muy sencillo! (Mi madre decía «muy sencillo», con su acento ligeramente andaluz.) No habría quitado el «negosio», sino despedido a la mayor parte de los que le estafaban, quedándose con dos o tres de «confiansa». Él, para dirigir; y yo, ayudándole. ¡Hubiéramos sacado adelante las ruinas! Pero se empeñó en que todos comerían de él hasta el final, y... -aquí un largo suspiro-, así estamos. Menos mal que él tenía un oficio muy bonito, que le hicieron aprender sus tutores (¡otros tales!), cuando se quedó huérfano y propicio al saqueo de sus bienes. Al cabo de veinte años ha tenido que cogerse al oficio otra vez. Pero, ¿y tú, que podrías disfrutar de tantas comodidades? ¿Qué tendrás tú que hacer el día de mañana?

-Mamá, ¿qué es «el día de mañana»?

Se reía entonces ella mostrando su magnífica dentadura blanca, y toda su cara morena era un canto de salud y de esperanza. ¡Qué joven era mi madre!

-¿Tampoco lo comprendes tú, verdad? Pues, hija; el día de mañana es... es «después». ¿Entiendes? Cuando uno se cansa de trabajar porque está enfermo, o viejo, hay que tener algo que le permita vivir sin sacrificar a nadie.

Intenté que me explicara mi padre aquello, no muy claro para mí. Pero él se encogió de hombros, indiferente, tardando en contestarme. Luego me miró como si quisiera calar mi alma futura.

-Eso son cosas de tu madre, seguro, que siempre está barruntando dificultades. Mira; mi madre se murió cuando yo tenía nueve años, y mi padre, de melancolía, cuando aun no había cumplido yo los trece. Éramos muchos hermanos, y yo el menor. Una hermana de mi madre y su marido fueron los albaceas; y con tal honradez cumplieron su deber que a poco estábamos todos en la ruina. Me pusieron a trabajar de joyero; mis primeros maestros fueron buenos conmigo y aprendí pronto el oficio. Me casé con tu madre a los diecinueve años, ella tenía quince y poco más; aunque luchando y sufriendo mucho, nunca nos hemos quedado sin comer.

Interrumpía mi madre, fogosa de palabra y muy locuaz:

-¡Bueno, bueno; pero la nena es diferente! ¡Le vendría muy bien tener asegurado su porvenir!

Él se indignaba sinceramente:

-¿Para qué; para encontrar un marido que buscara mis ahorros? ¡Vamos, mujer! Lo principal que le dejaré, (y mi madre: -«lo único, dirás») es un nombre, muy limpio y muy digno. Que aprenda a llevarlo bien, y el resto... Con estas manos yo he ido abriéndonos camino. Que trabaje ella también y que llegue a donde pueda o a donde merezca llegar, ¡Y no me canses a mí más con «el día de mañana»!

Así, cobraban nuevo interés las manos de mi padre. Ya, implícitas en ellas, crecerían las mías.

Cuando año después empecé a emplearlas en el trabajo, (¿te acuerdas, padre, allá desde tu desconocido país presente?), y uniéndolas al pensamiento fui abriéndonos paso más firme en la vida, un día le dije:

-Gracias, padre, por no haber mirado por mi porvenir. ¡Qué estúpida es la vida a cubierto de las angustias económicas! ¡El esfuerzo mío, del cual estoy tan orgullosa, me vale más aún que la propia vida!

En cuanto a mis manos...

Mi padre sabe que son tan puras, tan dignas, que sólo el trabajo y la belleza las han retenido entre las suyas.




ArribaAbajo Emilia Rubí Montoya

No comprendo por qué, al recordarte, te veo como nunca te vi en la realidad, Emilia Rubí Montoya, y sí como dice un verso de Juan Ramón leído cuando ya no estabas a mi lado: «cada pie en una orilla, parando la corriente con tus manos»... ¿Lees tú versos; alcanzarán estos poemas tus manos, retalladas acaso en manitas de niños tuyos?

-«Yo voy al colegio ese porque va Emilia.

-Si Carmen no viene conmigo, no voy».

¡Diarios empeños entre nosotras para no deshacer el nudo de la radiante proximidad!

- «Emilia; Carmen te llama.

-Carmen; Emilia te busca».

Y nosotras (Emilia mayor que yo y más alta, morena y delgada con aires de heroína de cuentos de princesas disfrazadas de pastoras), íbamos por la ancha calle que desembocaba en el cementerio.

-«¿Por qué te gusta venir siempre aquí?

-Desde aquí veo el mar. Yo vine y me iré por allí».

Emilia respetaba el capricho. Sonreía, separando sus trenzas rizosas del óvalo perfecto de su rostro; y se apoyaba en las barandas que se abrían al mar con palomas y ausentes. No hablábamos, hasta el crepúsculo. Luego, del brazo, con la brisa de la noche insinuada, bajábamos entre los árboles hasta nuestras casas, muy próximas. ¡Cuántos días iguales, yendo hacia la adolescencia como hacia una alameda con golondrinas y enamorados!

-«Emilia; Carmen se va a España.

-Carmen; Emilia está llorando».

Era casi una mujer entonces; silenciosa, esbelta, constante y verdadera cuando yo la dejé.

¡Emilia Rubí Montoya! Desde un puerto en tu mismo mar, te nombro.

-Emilia; Carmen te llama.




ArribaAbajoMiss Mini

Sonreía siempre, rubia y callada, oportuna su voz en todos los momentos de la escuela. Muy a menudo parecía ausente de nosotras, mientras sus manos de finísima piel rosada se movían sin rumbo.

-Comprad el «Quijote», es el mejor libro español.

Y nosotras adquirimos el «Quijote».

-«Don Quijote» era un romántico.

-¿Qué es ser romántico? -anhelaba yo.

-Cuando te leas el libro...

Una tarde en que Miss Mini arreglaba sus cosas en un cajón, encontró un libro pequeño, delgado, con letra muy diminuta. Me lo regaló: era «Rafael», de Lamartine.

Lo leí, llorando con inútil desconsuelo.

-¡Es muy triste, Miss Mini!

-Es romántico.

-¿Como «Don Quijote»?

-No. De otro modo.

«Rafael», «Don Quijote», Miss Mini... ¿qué sería ser romántico de aquel modo? ¿qué sería ser romántico de otro modo?

-«Don Quijote», es la fe, el optimismo, la esperanza; la redención. Desinteresadamente; porque sí, que es la gracia de la ilusión.

«Rafael» renuncia porque no tiene vida, ni fe, ni esperanza. Estaba enfermo de delirio. Tú debes leer y amar a «Don Quijote».

Miss Mini conversaba con sus paisajes fríos, distantes; y de Salamanca, fría también, pero nuestra

¿Qué diría Miss Mini cuando hablaba en inglés con su madre para que nosotras no las entendiéramos?

Eran cosas serias, preocupadas; pero ella se nos devolvía con su sonrisa suave, flor de sus prados melancólicos, ¿románticos?

Entre todas sus discípulas, ¿hallaría mi recuerdo? Yo era casi rubia, con la frente ancha y recta; los ojos y los labios infatigables de imágenes y de palabras, impulsiva, vehemente, inestable... La más inquieta, la más rebelde...

Pero, ella, Miss Mini, con su deliciosa cortesía inglesa me invitaba a desayunar los domingos, a pasear; y me dejaban que la viera pintar, cuando todas las niñas buenas se iban a sus casas.




ArribaAbajoInsomnios

El niño con miedo, I


«Carmen Conde, en esta parte de su libro me devuelve unas noches mías, redivivas; unas noches de terrores de las que me había olvidado. Son admirables, son estupendos estos INSOMNIOS; quien los sabe dar así como los tuvo, es una gran veraz y un escritor de niños el mejor entre los que tengamos».


(G. M. ib.)                


Hay noches que no traen riberas. Largas, sin la alegría de las que contienen sol. En su confluencia con el atardecido, las noches avasalladoras se dilatan.

Sombra que fluye luz. Todo gira en torno de la quietud silente. Los gallos remueven el mundo, más tarde; los corderos brotan su nieve, más tarde. Chorro de horas, gota a gota los minutos, compone la eternidad.

(Las muchachas en el oscuro repliegue de las sombras, aprenden nuestro clamor. Árboles sin fruto, desceñidos de primavera, orlan el silencio. Un grillo, jilguero de azabache, se despena por nuestro sueño.)

Ángeles polisílabos entreabren los universos. De un lado y otro, locomotoras en flor. ¡Pero la noche es inmensa! Podemos gritar nuestro nombre en una orilla sin que los que duermen en la otra recojan nuestra voz.

Esta soledad ácida, la persecución sosegada de los momentos, aumenta los fantasmas que pesaban en nuestros párpados. Un brazo en la almohada, la respiración insinuada, las esponjas del oído empapándose de ruidos imperceptibles...

¡Alguien descorre las puertas, silba a una torre que -sumisa- se desploma!

Nuevamente hacia la niebla. Imposible conciliarla. Las riberas volcaron su cargamento de peces, muy cerca nuestro. Estrellas del mar alborotan la apretada hermosura del silencio.

En estas noches de filamento metálico, de eléctricos fagocitos, todo es frío y lento, hasta que se juntan, confluyen, los ángulos diedros de la estancia.




ArribaAbajoInsomnios

El niño con miedo, II


Vuelven los ruidos inciertos. Es inútil que comparemos la serenidad con que acogemos durante el día las más truculentas sugestiones. Las sombras gravitan sobre el lecho; ¡no queda un leve resquicio por donde huir! ¿Quién grita ruidos, pequeñísimos ruidos sobre nuestro desvelo?

Ya se acercan los pasos de lo que esperábamos. Golpean la pared cercana, encienden súbitamente hogueras minúsculas entre nuestros ojos y la sombra. Una respiración angustiada, la voz de otro niño miedoso... ¡Hay alguien que sufre en la casa! Veamos quién es.

Mas, hemos de levantarnos. Esa cosa infalible que nos cerca podrá, libremente, herirnos con su quieta fragancia. Los corredores, oscuro, no llevan a puertos luminosos. ¿Luz? No podemos encender la luz; en la luz nos sentiríamos más desvalidos.

Los relojes se han puesto de acuerdo. He aquí la hora de naufragio. Una campanada; muy después, otra... Cuando ya todo es indivisible, cuando la Unidad rebasa los tiempos, «otra» campanada.

¿Qué hora es en el naufragio de la incertidumbre? No es ninguna hora; es «una» hora sola. Y alguien sigue golpeando las paredes próximas. Pasos perdidos en toda la quietud...

¿Por qué no llamar en la noche apretada, ¡MADRE!, y fundirnos junto a ella, tibia siempre de calor de ave, hasta que la luz se desperece?

Más allá de los montes que cercan nuestro lecho, en los sinfines lacrados de negro, esta súbita mañana de sol (¡Sol!) por la que corremos con una rosa y una naranja.




ArribaSultana

Blanca, con manchitas de color canela, movía el rabo incansablemente. Daba una mano, bostezaba, se quedaba tendida en el suelo si se le decía: «¡acuéstate!»

Nació en Melilla (por eso se llamaba «Sultana»), de una perra blanca que atendía por «Chispa». Muy pequeñina, gordezuela y juguetona, se la dieron a una niña. Ana María, que la trató con extraordinario cariño.

Cuando tenía seis meses se la devolvieron a doña Pepita, el ama de «Chispa», para castigar las travesuras de la niña (por ejemplo: romper un cristal de tres metros de largo por dos de ancho), y doña Pepita regaló la perrita a las hijas de un pintor de letreros, que se llamaban Adela, Teresa, Julia...

Con ellas aprendió «Sultana» muchas habilidades, pero sin olvidar a su dueña primera. ¡Cuántas lágrimas derramaba ésta al sentirse reconocida y acariciada por la perra!

Llegó la adolescencia de «Sultana». Se llenó el zaguán de perros enamorados; todos los rincones empezaron a denunciar libertades y franquezas de los rondadores... A «Sultana», atada a una silla, encerrada, se la oía lanzar breves suspiros de amor.

El padre pintor se cansó del idilio tras la puerta con múltiples adoradores. Y echó inicuamente a «Sultana».

Debió vagar muchos días, hambrienta y con sed, antes de encontrar a su primitiva dueña, que la estrechó entre sus brazos, sabedora ya del despido infame, y decidió llevársela a su casa.

-Sígueme, «Sultana» -¡y cómo conocía la perra aquélla voz que le dio nombre!

Entraron juntas, temerosas, al comedor; la madre cosía junto a una ventana abierta.

-Mamá, aquí está «Sultana». La han echado porque tenía novio. Si tú no la quieres, yo -se echó a llorar con amargura- ¡me voy con ella!

-¿Qué dices, chiquilla? Cuando venga tu padre -«Sultana» ladrisqueaba gozosa, movía el rabo, lamía a la señora-, se lo diremos, a ver si quiere quedarse con ella otra vez.

Quiso, ¡ya lo creo! Bastó que la perra le dirigiera una humilde mirada enternecida.

Pasó el tiempo, y acaso el defecto tremendo de ladrar desaforadamente hizo que el padre de Ana María pensara en deshacerse de ella... Se la llevaron a una casucha de Cabrerizas Bajas... Hasta que una tarde apareció «Sultana» con un cordel grueso atado al collar, roto y arrastrado en la huída loca. (Y es que la perra supo por el viento que Ana María no podía vivir sin ella.)

-¿Se queda, papá? ¡Cuánto ha debido sufrir la pobre!

-Que se quede, hija, que se quede.

Estábamos en Primavera. «Sultana» era feliz con su amita. ¡No miraba nunca a un perro! Sin embargo, poco tiempo después, dio a luz tres perritos. Uno era blanco, con manchitas negras. Ese fue el único que pudo quedarse con mamá «Sultana».

¡Qué buena madre! ¡Con qué amoroso cuidado llevaba a su hijo cogido del pescuezo! Así que el chiquito aprendió a andar (después de los dos enormes acontecimientos de despegar los ojitos y las orejas), una vez que quiso llamar a su madre, ladró estrafalariamente... «Sultana» lo revolcó en el suelo con su hocico, lamiéndolo; porque el perrito, al ladrar, sufrió dos accidentes: caerse al suelo, en redondo y... hacer un charquito de agua... ¡Tan maravillosa se oyó su voz!

Año más tarde, la familia de Ana María regresó a España. Conflicto: «¿nos llevamos, o no, la perra?» Dijo el padre ante la angustia de la niña:

-Si se sube al barco y no dicen nada... ¡Porque yo no le saco billete!

Se subió, sí señor. Meneando el rabo, olisqueando las huellas de sus dueños. Y no es que se escondió, que se quedó muy sentada viendo desde cubierta cómo despegaba el barco -el «Castilla», un barco reumático que andaba nueve millas por hora- del muelle feo y solitario. Sentada a su vez en unos enormes tacos de corcho, Ana María se despedía del mismo paisaje que su perra. ¡Adiós, perrito de manchas negras, asustadizo! ¡Adiós, amigas, que, aunque volvierais, ya no volveríais nunca!

En Almería, como la familia hizo su poquito de turismo y llegó hasta la catedral, «Sultana» no comprendió el cántico de los canónigos; se le erizó el rabo, y ladró tan furiosamente, que hubo que echarla. Se perdió tontamente, y al primer aviso del barco para salir del puerto, aún no había aparecido.

¡Bóoonnn! dijo por vez segunda la sirena. ¡Ahora apareció «Sultana», dislocada, con los ojos que le llegaban a las orejas!

-¡Sube aquí; pronto! -le gritó su dueña a tiempo que desprendían la pasarela.

Cuando estuvieron juntas se abrazaron con sobresalto de felicidad. Y fue en el pueblo de Ana María donde se perdió «Sultana» definitivamente. ¡Extraordinaria fue su pérdida, y a ella no debió quedar extraño un antipático pariente de Ana María!

Ella, la perra que se burló mil veces de los «laceros» de Melilla, naufragó en un apacible rincón español... ¡Ah, el dolor inconsolable de Ana María!

Y aún hoy, en la distancia, ¿dónde estará «Sultana», para quererla más que a ningún perro del mundo?







«Porque una infancia vasta o enteca es la que nos vuelve ricos o pobres para toda la vida».


(Gabriela Mistral, prólogo de Júbilos.)                




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