Alguna circunstancia me arranca siempre el libro que
yo había dejado para las Calendas, por dejadez criolla.
La primera vez el Maestro Onís y los profesores de
español de Estados Unidos forzaron mi flojedad, y
publicaron Desolación; ahora entrego Tala por no tener
otra cosa que dar los niños españoles dispersados
a los cuatro vientos.
Tomen ellos del pobre libro de mano
de su Gabriela, que es una mestiza de vasco, y se lave Tala
de su miseria esencial por este ademán de servir,
de ser únicamente el criado de mi amor hacia la sangre
inocente de España, que va y viene por la Península
y por Europa entera.
Es mi mayor asombro, podría
decir también que mi más aguda vergüenza,
ver a mi América Española cruzada de brazos
delante de la tragedia de los niños vascos. En la
anchura física y en la generosidad natural de nuestro
Continente, había lugar de sobra para haberlos recibido
a todos, evitándoles los países de lengua imposible,
los climas agrios y las razas extrañas. El océano
esta vez no ha servido para nuestra caridad, y nuestras playas,
acogedoras de las más dudosas emigraciones,
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no han
tenido un desembarcadero para los pies de los niños
errantes de la desgraciada Vasconia. Los vascos y medio vascos
de la América hemos aceptado el aventamiento de esas
criaturas de nuestra sangre y hemos leído, sin que
el corazón se nos arrebate, los relatos desgarrantes
del regateo que hacían algunos países para
recibir los barcos de fugitivos o de huérfanos. Es
la primera vez en mi vida en que yo no entiendo a mi raza
y en que su actitud moral me deja en un verdadero estupor.
La grande argentina que se llama Victoria Ocampo y que no
es la descastada que suele decirse, regala enteramente la
impresión de este libro hecho en su Editorial Sur,
Dios se lo pague y los niños españoles conozcan
su alto nombre.
En el caso de que la tragedia española
continúe, yo confío en que mis compatriotas
repetirán el gesto cristiano de Victoria Ocampo. Al
cabo, Chile es el país más vasco entre los
de América.
La «Residencia de Pedralbes», a la cual
dediqué el último poema de Tala, alberga un
grupo numeroso de niños, y a mí me conmueve
saber que ellos viven cobijados por un techo que también
me dio amparo en un invierno duro. Es imposible en este momento
rastrear desde la América las rutas y los campamentos
de aquellas criaturas desmigadas por el suelo europeo. Destino,
pues, el producto de Tala a las instituciones catalanas que
los han recogido dentro del territorio, de donde ojalá
nunca hubiesen salido, a menos de venir a la América
de su derecho natural. Dejo a cargo de Victoria Ocampo y
de Palma Guillén la elección del asilo al cual
se apliquen los pocos dineros recogidos.
Ruego que no despojen
a los niños vascos las editoriales siguientes, que
me han pirateado los derechos de autor de Desolación
y de Ternura, invocando el nombre de esos huérfanos:
la Editorial catalana Bauzá y la Editorial Claudio
García, del Uruguay, son las autoras de aquella mala
acción.
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Excusa de unas notas
Alfonso Reyes creó entre nosotros el precedente
de las notas de autor sobre su propio libro. Cargue él,
sabio y bueno, con la responsabilidad de las que siguen.
Es justa y útil la novedad. Entre el derecho del
crítico capaz -llamémosle Monsieur Sage- y
el que usa el eterno Don Palurdo, para tratar de la pieza
que cae a sus manos, cabe una lonja de derecho para que el
autor diga alguna cosa. En especial el autor que es poeta
y no puede dar sus razones entre la materia alucinada que
es la poesía. Monsieur Sage dirá que sí
a la pretensión; Don Palurdo dirá, naturalmente
que no.
Una cauda de notas finales no da énfasis
a un escrito, sea verso o prosa. Ayudar al lector no es protegerlo;
sería cuanto más saltarle al paso, como el
duende, y acompañarle unos trechos de camino, desapareciendo
en seguida...
Lleva este libro algún pequeño
rezago de Desolación. Y el libro que le siga -si alguno
sigue- llevará también un rezago de Tala...
Así ocurre en mi valle de Elqui con la exprimidura
de los racimos. Pulpas y pulpas quedan en las hendijas de
los cestos. Las encuentran después los peones de la
vendimia. Ya el vino se hizo y aquello se deja para el turno
siguiente de los canastos...
Dedicatoria
Tardo en pagar mis deudas. Pero en esta ausencia de doce
años de mi México no tuve antes sosiego largo
para juntar lo disperso y aventado.
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«Muerte de mi madre»
Ella se me volvió una larga y sombría posada;
se me hizo un país en que viví cinco o siete
años, país amado a causa de la muerta, odioso
a causa de la volteadura de mi alma en una larga crisis religiosa.
No son ni buenos ni bellos los llamados «frutos del dolor»
y a nadie se los deseo. De regreso de esta vida en la más
prieta tiniebla, vuelvo a decir, como al final de Desolación,
la alabanza de la alegría. El tremendo viaje acaba
en la esperanza de las Locas Letanías y cuenta su
remate a quienes se cuidan de mi alma y poco saben de mí
desde que vivo errante.
«Nocturno de la consumación»
Cuantos trabajan con la expresión rimada, más
aún con la cabalmente rimada, saben que la rima, que
escasea al comienzo, a poco andar se viene sobre nosotros
en una lluvia cerrada, entrometiéndose dentro del
verso mismo, de tal manera que, en los poemas largos, ella
se vuelve lo natural y no lo perseguido... En este momento,
rechazar una rima interna llega a parecer... rebeldía
artificiosa. Ahí he dejado varias de esas rimas internas
y espontáneas. Rabie con ellas el de oído retórico,
que el niño o Juan Pueblo, criaturas poéticas
cabales, aceptan con gusto la infracción.
«Nocturno de la derrota»
No sólo en la escritura sino también en mi
habla, dejo por complacencia, mucha expresión arcaica,
sin poner más condición al arcaísmo
que la de que esté vivo y sea llano. Muchos,
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digo,
y no todos los arcaísmos que me acuden y que sacrifico
en obsequio de la persona anti-arcaica que va a leer. En
América esta persona resulta siempre ser una capitalina.
El campo americano -y en el campo yo me crié- sigue
hablando su lengua nueva veteada de ellos. La ciudad, lectora
de libros doctos, cree que un tal repertorio arranca en mí
de los clásicos añejos, y la muy urbana se
equivoca.
«Dos himnos»
Después de la trompa épica, más elefantina
que metálica de nuestros románticos, que recogieron
la gesticulación de los Quintana y los Gallegos, vino
en nuestra generación una repugnancia exagerada hacia
el himno largo y ancho, hacia el tono mayor. Llegaron las
flautas y los carrizos, ya no sólo de maíz,
sino de arroz y cebada... El tono menor fue el bienvenido,
y dejó sus primores, entre los que se cuentan nuestras
canciones más íntimas y acaso las más
puras. Pero ya vamos tocando al fondo mísero de la
joyería y de la creación en acónitos.
Suele echarse de menos, cuando se mira a los monumentos indígenas
o la Cordillera, una voz entera que tenga el valor de allegarse
a esos materiales formidables.
Nuestro cumplimiento con
la tierra de América ha comenzado por sus cogollos...
Parece que tenemos contados todos los caracoles, colibríes
y las orquídeas nuestros, y que siguen en vacancia
cerros y soles, como quien dice la peana y el nimbo de la
Walkiria terrestre que se llama América.
Lo mismo
que cuando hice unas Rondas de niños y unas Canciones
de Cuna, balbuceo el tema por vocear su presencia a los mozos,
es decir, a los que vienen mejor dotados que nosotros y «con
la estrella de la fortuna» a mitad de la frente. Puede que;
como en el caso anterior, el que entendió la señal
siga la ruta y alcance el logro. Yo sé muy bien que
doy un puro balbuceo del asunto. Igual que otras veces, afronto
el
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ridículo con la sonrisa de la mujer rural cuando
se le malogra el frutillar o el arrope en el fuego...
El
que discuta la necesidad de hacer de tarde en tarde el himno
en tono mayor, sepa a lo menos que vamos sintiendo un empalago
de lo mínimo y de lo blando, del «mucílago
de linaza...»
Si nuestro Rubén, después de
la Marcha Triunfal (que es griega o romana) y del Canto a
Roosevelt que es ya americano, hubiese querido dejar los
Parises y los Madriles y venir a perderse en la naturaleza
americana por unos largos años -era el caso de perderse
a las buenas- ya no tendríamos estos temas en la cantera;
estarían devastados y andarían entonando el
alma del mocerío. Llega el escuadrón de mozos
sin mucho gusto que digamos del «Aire Suave» o de la Marquesa
Eulalia. Tiene razón: el aire del mundo se ha vuelto
un puelche70 violento y el mar de jacintos se muda de pronto
en él otro mar que los marinos llaman acarnerado.
«Saudade»
Suelo creer con Stefan George en un futuro préstamo
de lengua a lengua latina. Por lo menos, en el de ciertas
palabras, logro definitivo del genio de cada una de ellas,
expresiones inconmovibles en su rango de palabras «verdaderas».
Sin empacho encabezo una sección de este libro, rematado
en el dulce suelo y el dulce aire portugueses, con esta palabra
Saudade. Ya sé que dan por equivalente de ella la
castellana «soledades». La sustitución vale para España;
en América el sustantivo soledad no se aplica sino
en su sentido inmediato, único que allá le
conocemos.
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«Beber»
Falta la rima final, para algunos oídos. En el mío,
desatento y basto, la palabra esdrújula no da rima
precisa ni vaga. El salto del esdrújulo deja en el
aire su cabriola como una trampa que engaña al amador
del sonsonete. Este amador, persona colectiva que fue millón,
disminuye a ojos vistas, y bien se puede servirlo a medias,
y también dejar de servirlo...
«Todas íbamos a ser reinas»
Esta imaginería tropical vivida en un valle caliente,
aunque sea cordillerano, tenía su razón de
ser. El hacendado don Adolfo Iribarren -Dios le dé
bellas visiones en el cielo-, por una fantasía rara
de hallar en hombre de sangre vasca, se había creado,
en su casa de Montegrande, casi un parque medio botánico
y zoológico. Allí me había yo de conocer
el ciervo y la gacela, el pavo real, el faisán y muchos
árboles exóticos, entre ellos el flamboyán
de Puerto Rico, que él llamaba por su nombre verdadero
de «árbol del fuego» y que de veras ardía en
el florecer, no menos que la hoguera.
No bautizan con Ifigenia
sino con Efigenia, en mis cerros de Elqui. A esto lo llaman
disimilación los filólogos, y es operación
que hace el pueblo, la mejor criatura verbal que Dios crió,
quien avienta el vocablo de pronunciación forzada
y pedante, por holgura de la lengua y agrado del oído.
«La sombra»
Ya otras veces ha sido (para algún místico),
el cuerpo la sombra y el alma la «verdad verídica».
Como aquí.
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«Poeta»
La poesía entrecomillada pertenece al orden que
podría llamarse La garganta prestada como «Jugadores».
A alguno que rehuía en la conversación su confesión
o su anécdota, se le cedió filialmente la garganta.
Fue porque en la confidencia ajena corría la experiencia
nuestra a grandes oleadas o fue sencillamente porque la confidencia
patética iba a perderse como el vilano en el aire.
Infiel es el aire al hombre que habla, y no quiere guardarle
ni siquiera el hálito. Yo cumplo aquí, en vez
del mal servidor...
«Albricias»
Albricia mía: En el juego de las Albricias que yo
jugaba en mis niñeces del valle de Elqui, sea porque
los chilenos nos evaporamos la s final, sea porque las albricias
eran siempre cosa en singular -un objeto escondido que se
buscaba- la palabra se volvía una especie de sustantivo
colectivo. Tengo aún en el oído los gritos
de las buscadoras y nunca más he dicho la preciosa
palabra sino como la oí entonces a mis camaradas de
juego.
La feliz criatura que inventó la expresión
donosa y la soltó en el aire, vio el contenido de
ella en pluralidad, como una especie de gajo de uvas o de
puñado de algas, y en plural la dio, puesto que así
la veía. El sentido de la palabra en la tierra mía
es el de suerte, hallazgo o regalo. Yo corrí tras
la albricia en mi valle de Elqui, gritándola y viéndola
en unidad. Puedo corregir en mi seso y en mi lengua lo aprendido
en las edades feas -adolescencia, juventud, madurez-, pero
no puedo mudar de raíz las expresiones recibidas en
la infancia. Aquí quedan, pues, esas albricias en
singular...
«Recados»
Las cartas que van para muy lejos y que se escriben cada
tres o cinco años, suelen aventar lo demasiado temporal
-la semana, el año- y lo demasiado menudo -el natalicio,
el año nuevo, el cambio de casa-. Y cuando, además,
se las escribe sobre el rescoldo de una poesía, sintiendo
todavía en el aire el revoloteo de un ritmo sólo
a medias roto y algunas rimas de esas que llamé entrometidas,
en tal caso, la carta se vuelve esta cosa juguetona, tirada
aquí y allá por el verso y por la prosa que
se la disputan.
Por otra parte, la persona nacional con
quien se vivió (personas son siempre para mí
los países) a cada rato se pone delante del destinatario
y a trechos lo desplaza.
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Un paisaje de huertos o de caña
o de cafetal, tapa de un golpe la cara del amigo al que sonreíamos;
un cerro suele cubrir la casa que estábamos mirando
y por cuya puerta la carta va a entrar llevando su manojo
de noticias.
Me ha pasado esto muchas veces. No doy por
novedad tales caprichos o jugarretas: otros las han hecho
y, con más pudor que yo, se las guardaron. Yo las
dejo en los suburbios del libro, «fuora dei muri», como corresponde
a su clase un poco plebeya o tercerona. Las incorporo por
una razón atrabiliaria, es decir, por una loca razón,
como son las razones de las mujeres: al cabo estos Recados
llevan el tono más mío, el más frecuente,
mi dejo rural en el que he vivido y en el que me voy a morir.