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Concepción Gimeno de Flaquer1

Manuel Riguero de Aguilar





Una deuda de gratitud y un movimiento irresistible de simpatía, me impulsan a estampar en la primera página del primer número que dirijo de la Revista Literaria, el nombre de la ilustradísima directora de El Álbum de la Mujer.

No es con objeto de hacer su biografía, que ni mi pluma es digna de intentarlo ni tengo datos para ello; no es con objeto de dar a conocer a quien tan conocida es en la República de las Letras con el que pongo el nombre de Concepción Gimeno de Flaquer a la cabeza de esta Revista, es con el fin de corresponder al saludo que la notable escritora dirigió hace algún tiempo a este desconocido emborronador de cuartillas, y de atestiguarle, a través de la distancia, la simpatía, mejor dicho, la admiración que siento hacia su grande obra.

Porque, efectivamente, grande es la obra que esta mujer ilustre ha emprendido, y felizmente lleva a cabo, con la publicación de El Álbum de la Mujer, la mejor ilustración de Hispano América, una de las mejores que se escriben en el hermoso idioma de Cervantes.

Enseñar a la mujer, ennoblecerla a sus propios ojos, infundirle levantados pensamientos, hacerla conocer su destino en la tierra, lo que puede y lo que debe ser, enseñarla a ser hija, esposa y madre, humilde y fuerte de corazón, santa y heroína, el encanto del hogar, la fuerza motriz de la civilización, la gloria de la sociedad, la redención de la raza humana por el amor, por la abnegación, por el ejemplo, tal es la tarea que se ha impuesto Concepción Gimeno de Flaquer en El Álbum de la Mujer, que con tanta maestría dirige, teniendo la dicha y el talento de asociar a su obra a los ingenios más preclaros, las plumas más notables de México y de la América Latina.

¡Santa misión! ¡Noble propósito digno de la que concibió y lleva a término la idea! ¡Batalla sublime emprendida por un ángel en favor de otros ángeles!

Ni bien comprendida ni bien apreciada la mujer, siempre ha sido la víctima del brutal egoísmo del hombre.

Esclava en la cabaña patriarcal, esclava en el castillo feudal, esclava en el harem, esclava en la Ciudad santa del Lago Salado, esclava en la selva virgen, esclava en el gran mundo, esclava en el palacio y en la cabaña, el destino de la mujer ha sido siempre llorar y sufrir y vivir aprisionada bajo la férrea planta de la fuerza bruta del que se llama con vanidad desmedida, sexo fuerte.

La mujer no es buena para nada: en su diminuta cabeza no caben las ciencias ni las artes; en su pequeño corazón no cabe nobleza ni heroísmo; de sus labios pende la mentira; en su pecho habita la falsedad; nosotros solo somos los fuertes, los sabios, los artistas, los hombres de gobierno, los verídicos, los leales...

Quitemos de manos de la mujer el libro que no puede entender, arranquémosla la pluma que no sabe manejar, el buril y el pincel que son en sus manos objetos mudos. ¡Alejémosla del gobierno que ella no comprende, no le hablemos de lo noble y lo grande, que son para ella palabras vacías de sentido, no la confiemos secretos que no sabe guardar y pongamos nuestro honor, no bajo la salvaguardia de su fe, sino bajo la de la punta de nuestra espada!

Mentira, locura, calumnia.

El hombre, causa principal de todos los desaciertos de la mujer, tiene, la osadía, la falta de nobleza y de lealtad de echar en cara a su víctima todas las abominaciones de que él es instigador.

Arrastrándose ante la mujer, a quien convierte en su ídolo de un día, consigue saciar sus brutales deseos, y después... después, desgraciada mujer. ¡Cuán cara pagará aquella falta en que ella apenas tuvo una ínfima parte!

El hombre, con sus ínfulas de filántropo, ha emprendido guerras inverosímiles para obtener todo aquello que puede dar algún realce a su desmedida vanidad.

La Europa se ha coaligado muchas veces para redimir a Grecia, para libertar a Polonia, para sostener el derecho de los pueblos débiles.

Los Estados Unidos sacrificaron dos millones de blancos para sacar de la esclavitud a un millón de negros.

Todo esto es muy loable: todo esto es muy hermoso.

El hombre derramando generosamente su sangre por el hombre.

La continuación de la apoteosis del Gólgota.

Pero el hombre jamás ha dado un paso para redimir a la mujer. Parece como que siempre la ha tenido en poca cosa.

Apenas, si en los bárbaros tiempos de la edad media, algún caballero andante, especie de Don Quijote con todas las locuras del hidalgo manchego y sin un ápice de su filosofía y buen sentido, rompía una lanza por su dama a fin de proclamarla reina de la hermosura en cualquier torneo. ¡Pero cuán caro costaba a la efímera reina aquel triunfo de un día!

Pasado el torneo era llevada a la capilla señorial y casada, casi siempre a despecho suyo, para pasar después aquella horrible vida de prisión de la castellana, encerrada eternamente en la mansión feudal, contemplando un día y, otro día, sola, y entregada a sí misma, el crepúsculo vespertino, a través de la enrejada ventana, siempre con el mismo horizonte, siempre con el mismo paisaje, siempre con las mismas líneas de montañas circunscribiendo el espacio.

¡Pobre reina! ¡Qué corona de espinas la suya!

Si no nos presentase la historia tantos ejemplos de mujeres fuertes, de mujeres grandes, de mujeres sabias, Concepción Gimeno de Flaquer bastaría para rehabilitar a la mujer.

Un alma viril encerrada en un cuerpo adornado de todas las gracias femeniles; un cerebro de genio encerrado en una pequeña, bonita y graciosa cabeza: esa es Concepción Gimeno de Flaquer.

«El estilo es el hombre» ha dicho Buffon, y hablando de la ilustre escritora, puedo yo decir: «el estilo es la mujer».

Léanse los escritos de Concepción Gimeno de Flaquer y búsquese después en el sexo masculino un alma más apasionada de lo bello, de lo bueno y de lo verdadero.

Búsquese un alma que comprenda mejor que la suya los sentimientos grandes, nobles y elevados. Que comprenda mejor el heroísmo, la virtud y la modestia. Que comprenda mejor el arte en todas sus manifestaciones.

Y como el alma que comprende lo bello, lo bueno y lo verdadero es capaz de practicarlo; como el alma que tiene sentimientos grandes, nobles y elevados, es porque pone en práctica esos sentimientos; como el alma que comprende el heroísmo, la virtud y la modestia, es porque ya es heroica, virtuosa y modesta; como solamente los artistas pueden comprender el arte; no es mucho decir que la notable escritora objeto de estas líneas, es una de esas mujeres privilegiadas que de tarde en tarde aparecen en el mundo, como brillantes constelaciones, para ser el orgullo de la patria dichosa que la vio nacer, así como Concepción Gimeno de Flaquer es hoy orgullo de mi querida España.

No sé hasta qué punto la ilustre escritora es partidaria de la mujer médico, de la mujer abogado, de la mujer ingeniero, de la mujer soldado.

Lo que sí sé es, que a Concepción Gimeno de Flaquer le gusta que de toda mujer se pueda decir con el héroe de Eugène Noël: «Toinette sabía coser, marcar, hacer medias y encajes, remendar, hacer tapices, lavar, zurcir, repasar la ropa, hacer pan, galletas y pastas, preparar a maravilla vino de quinquina, jarabes, tisanas y confituras, batir y colar la manteca, hacer queso, ordeñar y cuidar vacas»..., y además le gusta que la mujer sea ilustrada; que sin ser bachillera ni bas bleu, pueda representar su papel en la sociedad; que no haga avergonzar al marido con sus tonterías: que en vez de ser obrera en esas fábricas en que se pierde la moralidad, la gracia, hasta la finura de líneas y el timbre armonioso de su voz, sea telegrafista, dibujante, pintora, maestra de piano, tenedora de libros, institutriz, profesora y cuando llegue el caso, heroína, mártir, santa.

Esta es la misión que se ha impuesto Concepción Gimeno de Flaquer, misión por la cual debemos estarle más agradecidos los hombres que las mujeres, a pesar del inmenso agradecimiento que estas le deben.

Efectivamente: si tal como es la mujer, si no obstante la ignorancia en que la hemos tenido sumida, ha sido, es y será el encanto del mundo, ¿qué no llegará a ser cuando ilustrada, con esa ilustración que afina y espiritualiza todas las nobles facultades del entendimiento, la tengamos en el hogar, no como ama de llaves buena únicamente para tener hijos y zurcir la ropa, sino como a compañera amable, de percepción delicada, de talento sublimado por el estudio, nuestro mejor amigo, nuestro mejor consejero, nuestro secretario íntimo incorruptible a todo soborno?

La línea divisoria que separa al Homo sapiens del bruto, es la educación.

Sin ser yo partidario de las teorías de Darwin sobre la procedencia del hombre, creo firmemente como el sabio naturalista inglés, que es mayor la distancia que media entre uno de nuestros hombres ilustres y un zulú, que la que hay de este al gorilla.

En la mujer, el instinto, la mayor parte de las veces, suple a la educación.

Todo el mundo conoce alguna historieta de alguna muchacha pobre, sin ilustración de ninguna clase, casada con un señor rico y elevada por él. ¡Qué pronto, con qué facilidad aprende su papel de señora!

En cambio, ved al hombre sin educación enriquecido de la noche a la mañana ¡cuánto tiempo conserva el pelo de la dehesa! ¡Cuánto ha de ser el poder del oro para admitirlo buenamente en sociedad!

Esto demuestra que la mujer no es inferior al hombre en su inteligencia, sino muchas veces superior.

Y siendo esto cierto, ¿por qué nos hemos de privar del concurso de la mitad del género humano, en la obra inmensa del adelanto universal?

«Dadme la educación de la mujer por unos cuantos años -ha dicho un profundo pensador-, y transformo completamente el modo de ser social de un pueblo».

Y si tan grande, tan justo influjo ejerce la mujer en la sociedad, ¿no es ceguera muy grande no hacer que ese influjo sea todo lo más elevado, todo lo más ilustrado posible, elevándolo e ilustrándolo por medio del estudio?

Estas ideas, axiomas universales, existen en todo el mundo; pero la mayor parte de los hombres por egoísmo, y la mayor parte de las mujeres por modestia mal entendida, que puede equivocarse con la pusilanimidad, dejan correr las cosas tal como están, o se oponen a la ilustración de la mujer, alegando pretextos fútiles, que no resisten el más ligero examen.

Concepción Gimeno de Flaquer, saliéndose de la rutina general, conociendo con esa percepción finísima que la distingue, todo el provecho que la humanidad puede sacar de sus ideas, las expone en El Álbum de la Mujer, con tesón e inteligencia sumas y cimenta la piedra angular sobre que ha de descansar el edificio de la regeneración de la mujer por la sabiduría.

Otras mujeres, y algunos hombres la han precedido ola acompañan en tan noble tarea; pero dudo que haya muchos que lo hagan tan bien como ella.

Por eso la Revista Literaria Científica, se inclina ante El Álbum de la Mujer al saludarlo especialmente, del mismo modo que yo lo hago ante su ilustre directora Concepción Gimeno de Flaquer.

León, 15 de abril de 1888. República de Nicaragua.





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