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Concepción Gimeno de Flaquer en el Ateneo

José María Matheu





¡Qué gran espectáculo el de una mujer, inteligente y bella, defendiendo su propia causa! Y qué asombro no habría causado este mismo espectáculo en aquellas bienaventuradas abuelas de los pasados tiempos, si hubieran podido asistir, siquiera en espíritu, a la cátedra del Ateneo la noche del miércoles. ¡Ellas, que no enseñaban a escribir a sus hijas por el recelo de que una secreta correspondencia con los mundanos hijos de los hombres les arrebatasen la inocencia y aquel santo temor de Dios en que vivían tan felices! ¡Ellas, que no conocían más ciencia que el Catecismo, ni más casuística que la aprendida en los sermones de los reverendos padres dominicos o franciscanos, ni más arte que el elemental y primitivo que basta para la vulgar indumentaria de la familia! Decididamente, no hubiera tenido límite su estupefacción al poder realizarse el susodicho milagro al penetrar en la docta cátedra y ver en las tribunas a tantas damas ilustres, a tantas señoras distinguidas y a tantas lindas jóvenes, luciendo sus mejores galas, animando con su belleza y sus aplausos aquel amplio recinto, respetable siempre por su historia, que no habrían pisado seguramente en otros tiempos de menos cultura y tolerancia. Y estas damas, no iban a escuchar como en otras ocasiones, a un orador insigne, ni a un hombre de ciencia encanecido en el estudio, sino a una señora joven, culta, instruida, elocuente, escritora esclarecida y entusiasta defensora de su sexo. ¿No habría sido esto nuevo motivo de admiración para aquellas venerables abuelas? Pues bien, sí, la señora que debía hablar delante de este público selecto y numeroso acostumbrado a oír las notabilidades de las letras y las ciencias, era doña Concepción Gimeno de Flaquer.

Momentos antes de las diez apareció detrás de la mesa de la tribuna la distinguida conferenciante, ataviada con suma elegancia: rico vestido de terciopelo negro, bordeado de pluma, envolvía su gentil figura, destacándose el blanco busto sobre el descolado corpiño que permitía lucir el torneado brazo y la breve cintura, dotada de la flexibilidad de la palmera; dos negros pájaros extendían sus alas sobre sus hombros, y otro igual a estos, erguíase sobre su pensadora cabeza. Fue saludada por una salva de calurosos aplausos, sin duda por presumir la escogida concurrencia que había de merecerlos el nuevo trabajo histórico que traía a su aprobación. Titulábase este, Mujeres de la Revolución francesa, tema difícil y peligroso como todo el que ofrece al observador tan opuestos y diversos puntos de vista. No empezaremos por encomiar como se debe su manera de leer, porque no se nos tache desde luego de exagerados, pero saben muy bien todos los inteligentes, que en esta parte la señora Gimeno es una maestra consumada por su arte de matizar las frases, de modular la voz, de pronunciar clara y correctamente y de dar a la lectura toda la amenidad y variedad posible.

Ya en el prólogo o primera parte de su discurso, rebatiendo las afirmaciones de Proudhon y de Auguste Compte respecto al valor moral de la mujer, unas veces con fina ironía y otras con agudas reflexiones, obtuvo la ilustre escritora repetidas muestras de aprobación y de simpatía, por medio de esos murmullos, comentarios y risas, que son en último resultado vivos y espontáneos aplausos. Luego penetró en el corazón del tema haciendo una felicísima comparación de madame Roland con la baronesa de Staël; la mujer patriota, varonil y amante de la naturaleza con la mujer artista, cultísima, literata y crítica que tiene el salón y la sociedad como su único y necesario elemento. Algunos retratos de heroínas, mártires y apóstoles admirables de una idea, y en particular el de Teresa Cabarrús. Nuestra Señora del Thermidor, como la llamaban los del Directorio, son como aguas fuertes trazadas por una pluma enérgica y expresiva, que imprime vida, sentimiento y arte exquisito en cuanto toca con verdadero empeño.

¿Qué otro mayor triunfo puede conseguir el historiador que el de lograr que desfilen ante nuestros ojos, como si recobrasen su propia vida, en la atmósfera de sus tormentosas pasiones, de su exaltación y de sus ideas, aquellos personajes de gigantesca talla que influyeron de un modo o de otro en los destinos de la humanidad? Para realizar esta empresa, no es preciso poseer tan solo la magia del estilo, sino las condiciones todas de un pensador y de un artista: serenidad de juicio, criterio amplio y elevado, conocimiento profundo de la época y afecto apasionado por todas las causas humanas; en las que entran por igual lo noble de las aspiraciones y lo grande de las inteligencias. No es, pues, extraño que la señora Gimeno de Flaquer, que posee este elevado criterio, este buen sentido, que ha bebido en buenas fuentes y conoce perfectamente la historia contemporánea, obtuviera al final de su conferencia, lo mismo que en sus primeras «Consideraciones sobre la mujer», los aplausos y los plácemes incondicionales del público numerosísimo que llenaba las tribunas y los bancos del Ateneo. Después de estos aplausos, la señora Gimeno recibió en uno de los saloncillos la felicitación de sus particulares amigos y admiradores.

En el próximo número publicaremos las opiniones de la prensa respecto a esta conferencia, que formará época en los anales del Ateneo de Madrid, la cual saldrá a luz en breve, dedicada al distinguido estadista mexicano señor don Manuel Romero Rubio.





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