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Pequeñeces


Luis Coloma


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Bilbao, Administración de El Mensajero del Corazón de Jesús, 1891 y cotejada con las ediciones críticas de Rubén Benítez (Madrid, Cátedra, 1982, 4ª ed.) y Enrique Miralles (Madrid, Espasa Calpe, 1998).]


ArribaAbajoAl lector

Lector amigo: Si eres hombre corrido y poco asustadizo, conocedor de las miserias humanas y amante de la verdad, aunque esta amargue, éntrate sin miedo por las páginas de este libro; que no encontrarás en ellas nada que te sea desconocido o se te haga molesto. Mas si eres alma pía y asombradiza; si no has salido de esos limbos del entendimiento que engendra, no tanto la inocencia del corazón como la falta de experiencia; si la desnudez de la verdad te escandaliza o hiere tu amor propio su rudeza, detente entonces y no pases adelante sin escuchar primero lo que debo decirte.

Porque témome mucho, lector amigo, que, de ser esto así y si no te mueven mis razones, te espera más de un sobresalto entre las páginas de este libro. Yo dejé correr en él la pluma con entera independencia, rechazando con horror, al trazar mi pintura, esa teoría perversa que ensancha el criterio de moralidad hasta desbordar las pasiones, ocultando de manera más o menos solapada la pérfida idea de hacer pasar por lícito todo lo que es agradable; mas confiésote de igual modo que, si no con espanto, con grave fastidio al menos, y hasta con cierta ira literaria, rechacé también aquel otro extremo contrario, propio de algunas conciencias timoratas que se empeñan en ver un peligro en dondequiera que aparece algo que deleita. Porque juzgo que, por sobra de valor, yerran los primeros, en no ver abismos donde puede haber flores; y tengo para mí que, por hartura de miedo, yerran también los segundos, en no concebir una flor sin que oculte detrás un precipicio. Y andando, andando, y partiendo los unos de un principio falso y los otros de una verdad santa, llegan todos de la exageración al engaño, y pasan luego a la demencia; pareciéndoles a aquellos que pueden servir de guía a la juventud las crudezas de Zola, y creyendo estos que no conviene enseñar a los niños el Credo y los Artículos de la Fe sin introducir algunas prudentes modificaciones, de que yo pudiera citarle algún ridículo ejemplo. Extraño fenómeno y singular aprieto para el escritor el de estos dos extremos opuestos, hijos legítimos de la confusión de ideas en todo orden de cosas que caracteriza nuestra época, y reconoce por origen, entre otras mil causas, la orgullosa suficiencia propia, el desprecio de la autoridad que legítimamente define, la falta de profundidad y método en los estudios, el magisterio superficial, intruso e interesado de los periódicos, y la funesta propensión a juzgar lo que pasa en el corazón ajeno por lo que sucede en el propio.

Cierto, ciertísimo, lector pío y discreto, que peca de inmoral y merece toda censura el autor que encomia a los ladrones y recomienda sus hurtos y los facilita; o el que protestando contra ellos y reconociendo su inmoralidad, traza, sin embargo, con buenas intenciones y poquísima prudencia, cuadros de peligrosa belleza, de tentación seductora, que ejercen sobre el lector incauto, y aun sobre el que por tal no se tiene, la atracción siniestra del abismo. Mas no por eso has de deducir de aquí, lector pío siempre, y esta vez no discreto si tal deduces, que sea igualmente inmoral el escritor que confiesa paladinamente que hay ladrones, que da la voz de alerta contra ellos y los saca a la vergüenza pública, pintándolos con todas aquellas sus negras tintas que sufre el decoro y hacen al vicio antipático y odioso, y se ayuda así del mal para hacer el bien, a la manera que la primavera se ayuda del estiércol para fabricar la rosa.

Y no me digas que se corre siempre el riesgo fatalísimo de abrir los ojos a la inocencia; porque te diré entonces que si el tal autor supo guardar ese prudente decoro que indiqué antes, y esa inocencia de que hablas es la verdadera inocencia del corazón, pura y santa, única que todo lo ignora, así en teoría como en práctica, preciso será que pase por aquellas páginas sin comprender lo que se dice entre líneas y coja la rosa sin sospechar que existe el estiércol. Y si por ventura lo sospecha y lo descubre, señal clara y evidente de que no estaban esos ojos tan cerrados como tú creías, y no siendo ya inocencia pura del corazón, sino mera ignorancia del entendimiento, le aprovechará por ende, si no como medicina todavía, como preservativo, al menos, la lección que encerró allí el autor en prudente logogrifo, y como estiércol sucio y hediondo aprehenderá forzosamente lo que como tal se le presenta. Y si se le convierte en ponzoña la triaca, culpa será suya y no del médico, porque la malicia no estará entonces en el que escribe, sino en la propia voluntad del que lee; que, como dijo un poeta antiguo:


Del más hermoso clavel,
pompa del jardín ameno,
el áspid saca veneno,
la oficiosa abeja, miel.



Con este criterio, lector amigo, escribí yo el libro que entre las manos tienes, y lealmente te lo aviso para que lo arrojes a tiempo si mi modo de pensar no te satisface. Y si por acaso te maravilla que siendo yo quien soy me entre con tanta frescura por terrenos tan peligrosos, has de tener en cuenta que, aunque novelista parezco, soy sólo misionero, y así como en otros tiempos subía un fraile sobre una mesa en cualquier plaza pública y predicaba desde allí rudas verdades a los distraídos que no iban al templo, hablándoles, para que bien lo entendieran, su mismo grosero lenguaje, así también armo yo mi tinglado en las páginas de una novela, y desde allí predico a los que de otro modo no habían de escucharme, y les digo en su propia lengua verdades claras y necesarias que no podrían jamás pronunciarse bajo las bóvedas de un templo.

Porque si tú, lector pío y candoroso, sentado a las márgenes de los arroyos de leche y miel que fertilizan la Jerusalén celestial que habitas, has creído que existe la noción del bien y del mal en todos los corazones, con la misma claridad que tú la posees en tu entendimiento iluminado por la gracia, estás en un error crasísimo. En el mundo, y en cierta clase de mundo, sobre todo, el mal suele desconocerse a sí mismo, por esa misma confusión de ideas que en todos los órdenes reina. Cuando la relajación es general, sucede en una sociedad lo que a bordo de un barco acontece: que como todo se mueve igualmente, parece que nadie camina; preciso es que alguien se detenga para que haya un punto fijo que marque el atropellamiento de los otros y el rumbo peligroso de los que siguen caminando.

Jamás harás conocer a un bizco su propio estrabismo, si no le pones delante un espejo fiel que le retrate su torcida vista; porque el ojo de la cara que sirve para ver y conocer a los demás no puede, sin un milagro que equivalga a esta gracia que tú disfrutas, verse y conocerse a sí mismo. Grande y caritativa obra, por tanto, será la del libro que sirva de punto fijo para avisar a los del barco que se alejan de la orilla; que sirva de espejo fiel al bizco desdichado, para que, comenzando por conocer allí su vista extraviada, acabe por odiarla en sí mismo.

Y aquí tienes explicado de paso el porqué me detengo a veces en pormenores harto nimios, que desdeñaría como artista y a que no descendería como religioso. Porque el último parapeto del bizco que no quiere mirar derecho es negar que entienda el que le reprende de achaques de vista; por eso, cuando le pone delante el censor detalles íntimos conocidos sólo de los del gremio, concédele al punto la ventaja inmensa de la experiencia y se rinde a discreción, pensando que, si no fue también bizco allá en sus tiempos aquel que le reprende, entre muchos que bizquean debieron de apuntarle los dientes; y gran paso es ya este dado en el corazón que quiere ganarse, porque le invita a la confianza y le asegura la indulgencia, la idea de que aquel censor inexorable estudió en su mismo libro y venció sus mismas flaquezas.

Y si todas estas cosas me concedes, y me arguyes todavía que no cuadra a la gravedad de El Mensajero publicar historias tan profanas, pídote que consideres una cosa, en que de seguro no habrás parado mientes. No todos los suscriptores de El Mensajero son como tú, piadosos y espirituales: en sus listas, numerosísimas hasta un punto increíble para lo que suelen ser estas cosas en España, figuran al lado de místicas abadesas, señoras muy del mundo, y junto a congregantes de San Luis, hombres despreocupados y hasta jóvenes alegres. Preciso es, pues, que toda esta multitud heterogénea encuentre allí alimento que la nutra y que le agrade, y la sana doctrina que paladea con delicia la abadesa en la Intención de cada mes, seria, profunda y devota, es manjar harto sublime para el embotado paladar de aquellos otros que sólo podrán tragar esa misma celestial doctrina, envuelta en una salsa lícitamente profana.

Dejen, pues, las almas pías ese rincón de El Mensajero para esos pobres hambrientos, a quienes hay que alimentar por sorpresa con la santa doctrina de Cristo; que muy superior a la caridad que consiste en dar es la que consiste en comprender y soportar las humanas flaquezas. Esa es la que me hace a mí tomar la pluma y escribir para ellos, aun a trueque de escuchar, como en cierta ocasión he oído, que rebaja el carácter sacerdotal escribir cosas tan baladíes. ¡Como si la caridad se rebajara alguna vez, por mucho que descienda!...

Y con esto, lector amigo, te dejo en paz, y libre quedas para entrarte, si te place, por las páginas de mi libro o dar media vuelta a la derecha. Témome, sin embargo, y en tus ojillos devotos lo conozco, que ansías ya por leerlo, y no lo dejarás hasta devorarlo letra a letra; porque si mis razones no te han convencido, como deseo, es fácil que la curiosidad te impulse contra lo que yo pretendo.

Quédate, pues, con Dios, y Él te bendiga, que yo por mi parte


Con estas cosas que digo
y las que paso en silencio,
a mis soledades voy,
de mis soledades vengo.

Bilbao, 1 de enero de 1890.






ArribaAbajoLibro I


ArribaAbajo- I -


Something is rotten in the state of Denmark.
(Hay algo en Dinamarca que huele a podrido.)


Shakespeare, Hamlet.                


Las dos torrecillas del colegio se levantaban agudas y airosas como flechas disparadas contra el cielo azul, sereno y radiante, que suele cobijar a Madrid en los primeros días de junio. La verdura del jardín parecía una esmeralda caída en la arena, un oasis de bosquecillos de lilas que ya se marchitaban y de azucenas que comenzaban a abrirse, perdido en las áridas llanuras que por el lado del colegio rodean a la corte de España. El agua saltaba en las fuentes y corría por los pilones murmurando; oíanse alegres voces de niños en lo interior del edificio; gorjeos de ruiseñores y jilgueros en los árboles, y más allá, pasada la verja, ni niños, ni agua, ni flores, ni pájaros... Una llanura estéril, un pueblo de barracas; y allá en el horizonte, lejos, lejos, Madrid, la corte de España, asomando sus cúpulas y sus torres entre esa neblina que pone más de relieve la limpidez de la atmósfera, esa especie de vaho que se levanta de las grandes capitales, semejante a las emanaciones de una hedionda charca.

Terminaba aquel día el curso, había tenido ya lugar la distribución de premios, y llegaba la hora de las despedidas. Cruzábanse por todas partes enhorabuenas y adioses, encargos y recomendaciones; y padres, madres, niños y criados, revueltos en confuso tropel, invadían todas las dependencias del colegio, rebosando esa satisfacción purísima del premio justamente alcanzado, del trabajo concluido, de la esperanza cierta de descanso; esa ruidosa alegría que despierta en el escolar de todas las edades la mágica palabra: ¡Vacaciones!

El acto había estado brillantísimo; en el fondo del salón ocupaban un estrado, ricamente dispuesto, los cien alumnos del colegio, con sus uniformes azules y plata, agitados todos por la emoción, buscando con los ojillos inquietos, arreboladas las mejillas y el corazón palpitante, entre la muchedumbre que llenaba el local, al padre, a la madre, a los hermanos que habían de ser testigos y partícipes del triunfo. Coronaba el estrado un magnífico cuadro de la Dolorosa, Nuestra Señora del Recuerdo, titular del colegio, y a su derecha presidía el acto el cardenal arzobispo de Toledo, bajo riquísimo dosel, y el rector y profesores del colegio sentados en tomo. Llenaban el resto del inmenso salón los padres y madres de los niños, alternando la gran señora con la modesta comercianta; el grande de España con el industrial acomodado; alegres todos, satisfechos, mirándose entre sí y sonriendo amigos y desconocidos, como si el sentimiento de la paternidad, igualmente herido, acortase las distancias y estrechase las relaciones, despertando en todas las almas idéntica felicidad, la misma dicha, igual deseo de considerarse y abrazarse como hermanos.

La orquesta dio principio al acto, tocando magistralmente la obertura de Semíramis. El rector, anciano religioso, honra y gloria de la Orden a que pertenecía, pronunció después un breve discurso, que no pudo terminar. Al fijarse sus apagados ojos en aquel montón de cabecitas rubias y negras, que atentamente le miraban, apiñadas y expresivas como los angelitos de una gloria de Murillo, comenzó a balbucear, y las lágrimas le cortaron la palabra.

-¡No lloro porque os vais! -pudo decir, al cabo-. ¡Lloro porque muchos no volverán nunca!...

La nube de cabecitas comenzó a agitarse negativamente y un aplauso espontáneo y bullicioso brotó de aquellas doscientas manitas, como una protesta cariñosa que hizo sonreír al anciano en medio de sus lágrimas.

El secretario del colegio comenzó a leer entonces los nombres de los alumnos premiados: levantábanse estos ruborosos y aturdidos por el miedo a la exhibición y la embriaguez del triunfo; iban a recibir la medalla y el diploma de manos del arzobispo, entre los aplausos de los compañeros, los sones de la música y los bravos del público, y volvían presurosos a sus sitios, buscando con la vista en los ojos de sus padres y de sus madres la mirada de inmenso cariño y orgullo legítimo, que era para ellos complemento del triunfo. Un niño pequeñito de ocho años subió gateando las gradas del estrado, púsose de puntillas para divisar a su madre, viola a lo lejos y con la punta del diploma le envió un beso... Chicos y grandes aplaudieron con entusiasmo: los unos, por ese instinto de ángel que hace comprender al niño lo que es santo y bello; los otros, por esa tierna simpatía que despierta en el corazón de todo padre o madre cuanto tiende a revelar el puro amor de hijo.

El acto parecía ya terminado: el arzobispo iba a dar la bendición y todo el mundo se levantaba para recibirla de rodillas... Un niño blanco y rubio, bello y candoroso como un ángel de Fra Angélico, se adelantó entonces a la mitad del estrado: realzaba el encanto de su edad y su inocencia, ese no sé qué aristocrático y delicadamente fino que atrae, subyuga y hasta enternece en los niños de grandes casas; y su larga cabellera rubia, cortada por delante como la de un pajecillo del siglo XV, le daba el aspecto de aquel príncipe Ricardo que pintó Millais en su célebre cuadro Los hijos de Eduardo.

Detuviéronse todos a su vista, quedando cada cual en su sitio en el más profundo silencio. Volvió entonces el niño hacia el cuadro de la Virgen sus grandes ojos azules, rebosando candor y pureza, y con vocecita de ángel comenzó a decir:1



Dulcísimo recuerdo de mi vida,
Bendice a los que vamos a partir...
¡Oh Virgen del Recuerdo dolorida,
Recibe tú mi adiós de despedida,
Y acuérdate de mí!...

¡Lejos de aquestos tutelares muros,
Los compañeros de mi edad feliz,
No serán a tu amor jamás perjuros;
Se acordarán de ti!

Un aplauso general salió del grupo de los niños, como un grito de entusiasta asentimiento. Los grandes no aplaudían; con el alma en los ojos y las lágrimas en estos, escuchaban inmóviles. El niño se adelantó dos pasos, y llevándose las manitas al pecho, prosiguió lentamente:


Mas siento al alejarme una agonía,
Cual no la suele el corazón sentir..
¿En palabras de niño quién confía?
Temo... no sé qué temo, Madre mía,
Por ellos y por mí...

Nadie respiraba; las lágrimas, al caer, no hacían ruido. El niño volvió entonces al público los cándidos ojos, con esa mirada vaga de la inocencia que parece investigar siempre algo ignorado, y prosiguió con tristeza que conmovía y sencillez que llegaba al alma:



Dicen que el mundo es un jardín ameno,
Y que áspides oculta ese jardín...
Que hay frutos dulces de mortal veneno,
Que el mar del mundo está de escollos lleno...
¿Y por qué estará así?

Dicen que por el oro y los honores,
Hombres sin fe, de corazón ruin,
Secan el manantial de sus amores
Y a su Dios y a su patria son traidores...
¿Por qué serán así?

Dicen que de esta vida los abrojos,
Quieren trocar en mundanal festín;
Que ellos, ellos motivan tus enojos,
Y que ese llanto de tus dulces ojos,
¡Lo causan ellos, sí!

Algunas mujeres enrojecieron, porque por la boquita del niño parecía hablar la voz de muchas conciencias; varios hombres bajaron la cabeza, y una voz enérgica, pero alterada, repitió a lo lejos: -¡Sí! ¡Sí!-. Era un anciano general, abuelo de un alumno del colegio. El niño parecía conmovido, como pueden estar los ángeles a la vista de las miserias humanas; movió tristemente la cabecita, cruzó las manos y prosiguió con la expresión de un querubín que mira a la tierra:



Ellos, ¡ingratos!, de pesarte llenan...
¿Seré yo también sordo a tu gemir?
¡No! Yo no quiero frutos que envenenan,
No quiero goces que a mi Madre apenan,
¡No quiero ser así!

En los escollos de esta mar bravía
Yo no quiero sin gloria sucumbir;
Yo no quiero que llores por mí un día;
No quiero que me llores, Madre mía...
¡No quiero ser así!

Y mientras yo responda a tu reclamo,
Mientras me juzgue con tu amor feliz,
Y ardiendo en este afecto en que me inflamo,
Te diga muchas veces que te amo,
¿Te olvidarás de mí?

¡Ah, no, dulce recuerdo de mi vida!
Siempre que luche en peligrosa lid,
Siempre que llore mi alma dolorida,
Al recordar mi adiós de despedida,
¡Te acordarás de mí!

Y en retorno de amor y fe sincera,
Jamás sin tu recuerdo he de vivir.
Tuya será mi lágrima postrera...
¡Hasta que muera, Madre; hasta que muera
Me acordaré de ti!

Tú en pago, Madre, cuando llegue el plazo
De alzar el vuelo al celestial confín,
Estrechándome a ti con dulce abrazo,
No me apartes jamás de tu regazo.
¡No me apartes de ti!

Calló el niño, y no resonó un aplauso; sólo estalló un sollozo, un inmenso sollozo que pareció salir de mil pechos por una sola boca, arrastrando los encontrados afectos de amor, ternura, vergüenza, entusiasmo, piedad y arrepentimiento, que en aquellos corazones había despertado la cándida vocecita del niño... A una señal del rector, lanzáronse todos los que en el estrado estaban en brazos de sus padres, estallando entonces una verdadera tempestad de besos, gritos, abrazos, bendiciones, llantos de alegría y gemidos de gozo. Sólo el niño que había declamado los versos quedó solitario en su asiento, sin padre ni madre que le recibieran en sus brazos; la pobre criatura dirigió una larga mirada al dichoso grupo, y con sus premios en la mano, salió lentamente por una ancha galería en que comenzaban a amontonar ya los criados los equipajes de los niños que se marchaban. Había en un extremo un gran mundo con las iniciales F L. en la tapa, y sobre él se sentó el niño como esperando algo, con los premios al lado, la cabeza baja y la gorrita en la mano, triste, silencioso, inmóvil. La alegre algazara del salón llegaba a sus oídos, y poco a poco fuese levantado su pechito, hinchóse su garganta y rompió a llorar amargamente, en silencio, sin sollozos, sin suspiros, como lloran los que tienen en el corazón el manantial de sus lágrimas. Los criados comenzaban ya a cargar los equipajes, y los grupos de padres y niños se dirigían a la puerta con alegre barullo, sin que nadie reparase en el niño solitario, a veces, un compañero le daba al pasar una palmada cariñosa, o un profesor que corría apresurado le enviaba una sonrisa, y el niño sonreía también sorbiéndose las lágrimas.

Una señora gorda, de aspecto bondadoso, hallóse en aquellas apreturas al lado del niño, llevando de la mano a un chiquillo gordinflón que sólo había obtenido un premio de gimnasia. Notó este las lágrimas de su compañero, y tirando de las faldas a la señora, le dijo al oído:

-Mamá... mamá... Luján está llorando.

-¿Por qué lloras, hijo? -le preguntó la señora compadecida-. ¡Si has declamado muy bien! ¿No has sacado premio?

Púsose el niño muy encarnado y, levantando la cabeza con infantil orgullo, contestó mostrando los que junto a sí tenía:

-Cinco... y dos excelencias...

-Digo... ¿Cinco premios y todavía lloras?...

El niño no contestó; bajó la cabeza como avergonzado, y de nuevo corrieron sus lágrimas.

-Pero, ¿qué tienes, hijo? -insistió la señora-. ¿Estás malo?... ¿Por qué lloras?

Un inmenso desconsuelo, que desgarraba el alma en aquella carita de ángel, se pintó en las facciones del niño; con los dientecillos apretados y los ojos rebosando lágrimas y amarguras, contestó al cabo:

-Porque estoy solo. Mi mamá no ha venido. ¡Nadie ha visto mis premios!...

La señora pareció comprender toda la profunda amargura que encerraba aquel sencillo lamento. Saltáronsele las lágrimas, y mientras con una mano acariciaba la rubia cabeza del niño, apretaba con la otra contra su seno la de su hijo, como si temiese que pudiera faltarle alguna vez aquel blando regazo.

-¡Ángel de Dios! -decía al mismo tiempo-. ¡Pobrecito mío!... Tú mamá no habrá podido venir; estará fuera, sin duda... ¿Cómo se llama?...

-La condesa de Albornoz -respondió el niño.

Una violenta expresión de ira se pintó en el rostro de la señora al oír este nombre; volvióse bruscamente hacia una joven que la acompañaba, y exclamó con más impetuosidad que prudencia:

-Pero, ¿has visto?... ¡Si esto clama al cielo!... ¡Pícara madre! ¡Pícara madre!... Mientras este ángel llora, estará ella escandalizando a Madrid como acostumbra.

-¡Calla mujer! -replicó la otra, mirando con inquietud al niño...

-Pero ¿quién ve con paciencia esto?... ¡Lástima de hijo para tal madre!... Desde el fin del mundo hubiera venido yo por ver recibir al mío su premio de gimnasia... ¡Anda con Dios, hijo! Eso indica que cuando seas grande sabrás tirar de un carro... ¡Con tal que me seas bueno!... ¿No es verdad, Calixto, vida mía?...

Y estampaba en las mofletudas mejillas de su hijo esos estrepitosos y apretados besos de las madres, que parecen mordiscos del alma.

El niño, enjugándose sus grandes ojos de un azul profundo, como el mar visto de lejos, no se enteraba de nada. La señora volvió a decirle:

-Vamos, hijo mío, no llores... Anda, Calixto, no seas pazguato, dile algo a ese niño... ¿No ves que llora?... ¿Cómo te llamas, hijo?

-Paquito Luján -respondió el niño.

-Pues no llores, Paquito, que tu mamá te estará esperando en casa... Mira, Calixto, dale una de las cajas de dulces que te he traído..., o mejor será que le des las dos; yo te compraré otras.

Y como viese que el niño rechazaba la linda cajita de la Mahonesa, que no del todo satisfecho le alargaba Calixto, añadió:

-Tómalas, hijo... Esta para ti, y la otra para tus hermanos... ¿No tienes hermanitos?...

-Tengo a Lilí.

-Pues llévale una a Lilí. Y llévale también esto... y la buena señora estampó en las mejillas del niño, llenas de lágrimas, otros dos sonoros besos, que en vano pretendían suplir en ellas el calor que les faltaba de los besos de su madre. Un lacayo con larga librea verde aceituna, coronas condales en los botones y sombrero de copa con gran cucarda rizada en la mano, se acercó entonces al grupo:

-Cuando el señorito quiera, está esperando el coche -dijo respetuosamente al niño.

El pobre señorito se levantó de un salto, y abrazando con un movimiento lleno de gracia al gimnasta Calixto, se dirigió a la puerta, sin querer entregar al lacayo el envoltorio de sus premios. En la verja del jardín le detuvo el padre rector, que allí estaba despidiendo a los niños; besóle Paquito la mano, y abrazándole él cariñosamente, le habló breve rato al oído.

Púsose el niño muy encarnado, corrieron de nuevo sus lágrimas y con verdadera efusión llevó por segunda vez a sus labios la mano del religioso.

Poco a poco fueron desfilando los carruajes, y cesaron al fin los gritos de despedida.

-¡Adiós!... ¡Adiós!... -repetía el anciano.

Todavía aparecían algunas manitas saludando a lo lejos por las ventanillas de los coches:

-¡Adiós!... ¡Adiós!...

Ocultáronse al fin todos en el último recodo del camino, y sólo quedó la llanura árida, la polvorienta carretera, el pueblo de barracas, el colegio solitario, silencioso como una jaula de jilgueros vacía, y a lo lejos, acechando entre la bruma, Madrid, la gran charca.

El pobre viejo dejó caer entonces los brazos abatidos, bajó tristemente la cabeza, y entróse en la capilla murmurando:


¡Oh Virgen del Recuerdo dolorida!
¿Se acordarán de ti?




ArribaAbajo- II -

Era aquella misma tarde poca la animación y escasa la concurrencia en el fumoir de la duquesa de Bara. Casi tendida ésta en una chaise-longue, quejábase de jaqueca, fumando un rico cigarro puro, cuya reluciente anilla acusaba su auténtico abolengo: tenía sobre las faldas, sin anudarlo, un delantillo de finísimo cuero y elegante corte, para preservar de los riesgos de un incendio los encajes de su matinée de seda cruda, y sacudía de cuando en cuando la ceniza en un lindo barro cocido, que representaba un grupo de amorcillos naciendo de cascarones de huevo en el fondo de un nido.

Pilar Balsano fumaba, haciendo figuras, otro cigarro no tan fuerte, pero sí tan largo como el de la duquesa, y Carmen Tagle se desquijaraba chupando un entreacto que se mostraba algún tanto rebelde.

-Está visto que no tira -dijo de pronto.

Y para cobrar nuevas fuerzas se bebió poquito a poco, y con aire muy distinguido, una tercera copita del whisky, bastante fuerte, que juntamente con el té, los brioches y sandwiches, habían servido en rico frasco de cristal de Bohemia.

La señora de López Moreno, gorda y majestuosa como las talegas de su marido, contraía sus gruesos labios para chupar un cigarrito de papel, y reíase maternalmente al ver a su hija Lucy, recién salida del colegio, dar pequeñas chupadas en el cigarro mismo de Angelito Castropardo. Chupaba la niña y tosía haciendo monadas; chupaba Angelito para darle magistral ejemplo, y tomaba a chupar y a toser la colegialita, encontrando el juego muy divertido. Parecía complacerla mucho tener por maestro un grande de España, y procuraba estudiar el chic de aquellas ilustres damas, que como modelos de distinción le proponía su madre. Todavía, sin embargo, encontraban en ellas sus ojos de colegiala cosas harto extrañas.

Disgustaban a la duquesa las risotadas de la banquera; pero pasaban de dos millones las hipotecas que el cónyuge de esta tenía sobre los bienes de aquella, y ante la perspectiva de una prórroga necesaria, era preciso preparar el terreno con paciencia y amabilidades.

Leopoldina Pastor, varonil solterona que pasaba ya de los cuarenta, guapa y muy erudita, despachaba una buena ración de brioche milanaise, disputando con don Casimiro Pantojas, antiguo director de Instrucción Pública, académico de la Lengua y celebérrimo literato. Habíase inaugurado aquella semana el tranvía del barrio de Salamanca, y lamentábase el académico de que el vulgo de Madrid se empeñase en hacer masculino el nuevo vehículo, contra el dictamen de algún colega suyo, que por femenino lo tenía.

La señorita de Pastor, ardiente defensora de los fueros gramaticales, prometióle hacer por todas partes propaganda de la tranvía; pero escapósele al bueno de don Casimiro que era el académico en cuestión don Salustiano Olózaga, y Leopoldina varió al punto de dictamen, exclamando muy enfadada:

-¡Imposible que sea femenino!... Olózaga es un indecente amadeísta que ha impuesto a Thiers el Toisón de oro; y eso no se lo perdona ninguna alfonsina... ¡Pues no faltaba más!... ¡El tranvía se dice, y el tranvía se dirá!...

Y todos convinieron en poner pantalones al tranvía, incluso Fernando Gallarta y Gorito Sardona, gomosos del Veloz; y el grave marqués de Butrón, ministro plenipotenciario antes de la gloriosa, y gastrónomo distinguido únicamente después de ella. Era el marqués en extremo peludo, y la reina Isabel solía llamarle Robinsón Crusoe, porque, según aseguraba, sólo con la cara de su ministro plenipotenciario podía figurarse al famoso náufrago vestido de pieles en su isla desierta. Y en honor de la verdad, aquellos destinos del orbe entero, que encerraba Napoleón en el pliegue vertical de su frente, podían quedar entre las cejas del marqués perfectamente arropados, como entre dos pellejos de conejo.

Frunció, pues, Butrón el formidable pliegue, y mirando la ceniza de su cigarro, dijo solemnemente:

-¡Olózaga!... El y sólo él sirve de puntal a esta situación que se desmorona... Sin su habilidad y sus esfuerzos, tendríamos ya la Restauración planteada hace medio año.

Indignáronse mucho las damas, y Carmen Tagle exclamó lastimeramente:

-¡Y tanta apoplejía vacante!... ¡Tanta pulmonía desperdiciada!...

El marqués, que estaba realmente al tanto de los manejos de la política reaccionaria, siguió perorando, y Carmen Tagle dejó de prestar atención para ponerla a lo que pasaba a sus espaldas, detrás de un caballete de terciopelo rojo, medio cubierto airosamente con una pieza de seda del siglo XVI, sobre la cual se destacaba una linda acuarela de Worms. Asomaban por entre las rojas patas del caballete las faldas de una dama y las piernas de un caballero, y eran estos incógnitos María Valdivieso y Paco Vélez, que sostenían allí hacía media hora una pelotera de dos mil demonios. La colegialita Lucy alargaba también la oreja a ver si pescaba algo, y pescó, en efecto, por dos o tres veces, el nombre de Isabel Mazacán y el de cierto actual ministro, muy joven y muy guapo, llamado García Gómez. A poco hizo otra pesca más gorda: habíasele escapado a la dama un iracundo ¡Canalla! y al caballero una grosera palabrota que hizo a Lucy pegar un respingo, poniéndose muy colorada, y a Carmen Tagle exclamar entre dientes, con su proverbial frescura:

-O mon Dieu; quel gros mot!...

Y levantando la voz un poco, dijo volviendo el rostro hacia el caballete:

-Pero, María, ¿no vienes?... Mira que se está enfriando el té...

Apareció entonces la Valdivieso por el laberinto de monerías y riquezas artísticas que llenaba la pieza, y vino a sentarse junto a Carmen Tagle, muy sofocada y echando por los ojos relámpagos de ira. Paco Vélez salió por el otro lado del escondite con las manos en los bolsillos, coloradas las orejas y mordiéndose los labios, y se detuvo a examinar, con aire de inteligente, una bellísima lámpara de cobre repujado que sobre una columna salomónica hacía pendant con el caballete. Lucy, que no conocía a la Valdivieso, preguntó muy bajito a su maestro Castropardo, si aquel otro señor era su marido.

¡Su marido!... ¡Jesús, y qué risa tan grande y tan guasona le entró entonces a Angelito Castropardo!... Pero ¿de dónde diablos había sacado aquella criatura la peregrina idea de que fuese aquel un matrimonio?...

-¡Como reñían de ese modo!... -dijo, muy apurada, Lucy.

Castropardo sufrió otro acceso de hilaridad, y pudiendo apenas decir entre su risa «¡Pues tiene sombra la pregunta!», fue a contar al oído de la duquesa la ocurrencia de la colegiala.

Pasóseles por alto a todos los demás este pequeño incidente, distraídos con la negra pintura de la situación actual, que deliberadísimamente les hacía el peludo diplomático; sabía muy bien que eran el brazo derecho de los políticos de la Restauración las señoras de la grandeza, y tenía él a su cargo enardecer y dirigir el celo de tan ilustres conspiradores. Ellas, con sus alardes de españolismo y sus algaradas aristocráticas, habían conseguido hacer el vacío en torno de don Amadeo de Saboya y la reina María Victoria, acorralándolos en el palacio de la plaza de Oriente, en medio de una corte de cabos furrieles y tenderos acomodados, según la opinión de la duquesa de Bara; de indecentillos, añadía Leopoldina Pastor, que no llegaba siquiera a indecentes. Las damas acudían a la Fuente Castellana, tendidas en sus carretelas, con clásicas mantillas de blonda y peinetas de teja, y la flor de lis, emblema de la Restauración, brillaba en todos los tocados que se lucían en teatros y saraos. Allí mismo y en aquel momento, la señora de López Moreno llevaba una colosal, empedrada de brillantes; y con mejor gusto para aquella hora y aquel traje, llevábanla también las otras damas, de oro mate con esmaltes. Leopoldina Pastor lucía una de trapo del tamaño de una zanahoria, colocada en lo más alto de su sombrero.

Pavoroso era el cuadro que el marqués dibujaba... Aislado el pobre rey, miraba sin cesar hacia la frontera, esperando la contestación a su discurso del 3 de abril que aún no había obtenido respuesta el 21 de junio. Sucedíanse las crisis ministeriales, frecuentes, periódicas, como calenturas de terciana, hasta engendrar un ministerio llamado de Santa Rita, por ser esta Santa abogada de imposibles. Sublevábanse en las provincias tropas y paisanos; los tenderos se amotinaban en Madrid y daban una pedrada al alcalde; y cinco días antes, el 18 de junio, un populacho soez recorría las calles apedreando los cristales, y rompiendo los faroles de la iluminación con que celebraban muchos el aniversario del pontificado de Pío IX, mientras un gentío inmenso, de todos los colores y matices, aplaudía en los jardines del Retiro El Príncipe Lila, grotesca sátira en que designaban al monarca reinante con el nombre de Macarroni I. Varios gomosos del Veloz-Club, de los cuales era uno Paco Vélez, habían pagado a tres saboyanitos para que, escondidos en un palco proscenio del teatro a que asistía don Amadeo, interrumpiesen de repente la función, cantando al son de sus violines y arpas el conocido estribillo:


Cicirinella tenía un gallo
E tutta la notte montava a caballo,
Montava la notte bella
¡Viva il gallo de Cicirinella!

Divertía esto mucho a las damas, porque claro está que ello había de allanar el camino de la Restauración porque ansiosas trabajaban; pero lo temible, lo negro -y el marqués acentuaba los pavorosos tintes de su rostro, enarcando las pieles de sus cejas-, era que los carlistas comenzaban a removerse en el norte, y los republicanos en todas partes, y hacíase difícil defender de tanta boca abierta la única y apetecida tajada.

-La Restauración es cosa hecha -concluyó Robinsón con acento profético-; pero sólo llegaremos a ella atravesando un charco de sangre... ¡Preveo para España un noventa y tres con todos sus horrores!...

Sobrecogiéronse las damas, y en voz queda, contenida, cual si viesen asomar, como María Antonieta por las ventanas del Temple, la cabeza de la Lamballe, clavada en una pica, comenzaron a hablar de la guillotina... Morir las aterraba. ¿Qué sabían ellas lo que era morir? Tan sólo lo comprendían en el Teatro Real, dejándose caer poco a poco en la poltrona de Violeta Valery, cantando al compás de la orquesta y en los brazos de Alfredo: Addio d'il passato!

La duquesa dijo con voz desfallecida que ella había visto en Londres, en la galería de madame Toussaud, la guillotina misma en que murió Luis XVI. La señora de López Moreno se llevó la mano a su gordo pescuezo, como si ya sintiese allí el filo de la fatal cuchilla. Leopoldina Pastor no se asustaba: de morir ella, moriría como Carlota Corday, despachando antes media docena de indecentes, como Marat. Carmen Tagle dio un suspiro, sacó un poquito la lengua y preguntó si aquello dolería mucho.

-Tan sólo se siente un ligero frescor -contestó a lo lejos una voz cavernosa.

Volviéronse todos asustados, creyendo encontrar la sombra de Robespierre, que venía a comunicarles el dictamen de su experiencia.

Tan sólo vieron a don Casimiro Panojas, sonriente, apretándose con una mano el gaznate, rompiendo con la otra el rabo de un conejito de porcelana de Sajonia que, entre mil costosas baratijas, adornaba una mesa. Distraído siempre el buen señor, trituraba de continuo lo que cogía al alcance de sus dedos de espárrago, y a estos destrozos sin cuento de muebles y cachivaches debía el apodo de el Ciclón Literario.

Riéronse todos; y la salida del académico, que no era otra sino el informe de Guillotín a la Asamblea francesa sobre su terrible invento, vino a aclarar algo la sombría atmósfera. Una racha viviente, un huracán femenino que apareció en la puerta, acabó de despejarla del todo; entró Isabel Mazacán, con su paso de Diana cazadora, alta la cabeza, altiva la mirada; demasiado señoril para cocotte demasiado desvergonzada para gran dama.

Besó a la duquesa, quitóse un guante, bebió dos sorbos de té...

-Butrón, un cigarro -dijo, y con el aplomo de un veterano, de repente, sin preámbulos, hizo estallar esta bomba:

-Está nombrada la camarera mayor de Palacio.

La sorpresa hizo saltar de sus asientos a damas y caballeros, y desapareció como por ensalmo la jaqueca de la duquesa.

-¿Quién es?...

-Pero ¿quién podía ser?...

Porque ¿quién podía ser, en efecto, si la gran habilidad de las señoras alfonsinas había estado en desairar a la reina María Victoria, dejando vacante el cargo de camarera mayor, que exige como requisito indispensable la grandeza de España, y es de suyo tan alto y delicado que no recibe, sino presta autoridad a la persona misma de la reina?...

-¡Bah! -exclamó al cabo la duquesa-, alguna coronela de Alcolea...

-Alguna burguesa distinguida -dijo Carmen Tagle.

-Miss Zaeo, artista ecuestre -opinó Gorito Sardona.

Y Paco Vélez, en crudo, sin repulgos, sin que ninguna dama se espantase, ni ningún caballero le cruzara el rostro de una bofetada, añadió:

-Paca la alta... artiste anonyme...

Angelito Castropardo, en pie detrás de la gorda López Moreno, la designaba con gesto picaresco, guiñando un ojo como si preguntase si era ella; mas la Mazacán, con mucha pausa y sin que la voluminosa banquera pudiese comprender por la expresión de su rostro qué decía, ni a quién hablaba, le contestó, subrayando las palabras:

-No es gorda de España... Es grande de España.

Recrudecióse la sorpresa con asomos de indignación, y hasta el mesurado diplomático contrajo sus pellejos de conejo, exclamando:

-¡Imposible!... ¡Imposible!...

-Será alguna grande de provincia... Alguna indecente que nosotros no conocemos -dijo Leopoldina Pastor.

-No, señor; es grande de la corte, y de la cepa... y me extraña no encontrarla aquí...

-¿Aquí? -gritó la duquesa irguiéndose amenazadora.

Y revolvió los ojos en todas direcciones, como buscando debajo de alguna mesa o en lo alto de algún étagére a la nueva camarera.

-Pero ¿quién es?... ¿Quién es? -gritaron todos.

Isabel Mazacán dejaba escapar una sonrisita maliciosa, como quien saborea un triunfo anticipado; presentó una copa a Paco Vélez para que se la llenase de whisky, vacióla de un trago, y acabó al fin de soltar la bomba.

-Curra Albornoz -dijo.

Lo enorme de la afirmación destruyó su efecto. Un «¡bah!» general de incredulidad brotó de todos los labios, y la duquesa se hundió de nuevo en las profundidades de su chaise-longue, exclamando:

-¡Eso es una canard!

-¡Sí, señor!... ¡Un camelo! -añadió Gorito muy indignado.

Tocóle la vez de enfurecerse a Isabel Mazacán, y mientras el viejo Butrón disimulaba un repentino sobresalto, como si juzgase aquel nombramiento cosa de grave peligro, dijo ella muy contrariada por el fiasco de su noticia:

-Pues, señor, ¡me pasmo de su pasmo de ustedes!... ¿A qué viene ese espanto?... ¿Acaso Curra ha tenido alguna vez vergüenza?

-¡Eso es otra cosa! -replicó con fresquísima naturalidad la duquesa-. Pero la enormidad que tú le atribuyes sería peor que una culpa; sería una pifia...¡Camarera mayor de la Cisterna!... ¡Qué ridiculez!...

-Mira que lo sé de buena tinta...

-Vamos, mujer, dilo sin miedo, que ninguna de nosotras se ha de poner colorada -exclamó María Valdivieso con la intención de un toro de ocho años-. ¿Te lo ha dicho García Gómez?...

La Mazacán titubeó un momento, y sin ruborizarse tampoco por las comentadas intimidades que con el lindo ministro tenía, dijo al cabo:

-García Gómez me lo ha dicho.

-¡Pues aunque lo diga San García Gómez no lo creo! -replicó impertérrita la duquesa-. Necesitaría yo verla en el coche de la Cisterna para comprender.

-Ya lo irás comprendiendo, mujer, no te apures -la interrumpió Isabel Mazacán con mucha sorna-. ¿Te acuerdas de que Currita estaba en París cuando la abdicación de la reina? ¿Te acuerdas de que nadie se acordó de invitarla a la ceremonia?... Bien se guardó ella de decirlo; pero su marido, ese Villamelón, que tiene más de melón que de villa, lo dejó escapar una noche en casa de Camponegro... ¡Pues ahí tienes la madre del cordero!... Ella no ha perdonado el desaire, y quiere ahora sacarse la espina; porque, ¡pásmate, Beatriz, pásmate!... Ni aun siquiera le han ofrecido el cargo; ¡ella, ella es quien lo ha solicitado!...

Horrorizáronse todos, y la Mazacán continuó:

-Verdad es que se hace pagar carillo, porque ha sacado seis mil duros de sueldo, y...

-¿Seis mil duros de sueldo?... ¡Qué barbaridad!... Pero si ningún sueldo de Palacio pasó nunca de tres mil duros...

-Pues para Curra pasa de seis mil, porque, además de ellos, se ha sacado también...

Aquí intercaló la amiga de García Gómez una risita de todos los diablos, y añadió muy despacito:

-... la Secretaría particular de don Amadeo, para ese Juanito Velarde, que es ahora su consejero íntimo.

-¿Velarde? -exclamó Pilar Balsano muy sorprendida-. ¡Yo nada sabía!...

-¿Ahora te desayunas de eso?... ¡Vamos, Pilar, que estás siempre en Belén con los pastores!...

-Lo veía mucho con Villamelón, pero nada sospechaba...

-¿Y querías mayor indicio?... En ese matrimonio modelo son comunes hasta las afecciones; el consejero más íntimo de Currita es el amigo que Villamelón pasea... En eso conozco yo quién está de turno.

Riéronse todos, como siempre que la Mazacán empuñaba la tijera, y la señora de López Moreno dijo muy satisfecha:

-¡Qué Isabel esta!... ¡Con qué gracia crucifica a todo el mundo!...

No sentó bien a la Mazacán aquel familiar Isabel, y como no tenía sobre sus tierras hipoteca ninguna de la banquera, la contestó recalcando mucho el nombre de pila de esta:

-Por eso tengo la seguridad de que a nadie calumnio, mi señora doña Ramona...

La duquesa, que aún no se daba por convencida, quiso replicar algo; pero el marqués, desasosegado y nervioso, impuso silencio, extendiendo una mano que parecía tener, como las de Jacob, mitones de cabrito...

-¡Basta, basta, señores! -dijo-. ¡Están ustedes jugando con fuego!...

Y lanzando en torno una mirada escrutadora, que brillaba entre sus cejas como el sol entre nubarrones, añadió:

-Todos tenemos aquí los mismos intereses, y se puede hablar claro... De ser cierto lo que Isabel dice, el tal nombramiento traerá cola... Lo de la abdicación es exacto, pero fue un olvido; yo estaba allí también, y me lo contó Pepe Cerneta, y la misma señora me lo repitió, lamentándose de ello... Por eso, cuando noté que Currita se había resentido, escribí yo mismo a la reina, aconsejándola que la desagraviara...

-¡Pues muy mal hecho!... ¡Lástima de tiempo perdido! -le interrumpió Isabel Mazacán con un mohín graciosísimo.

-¡No, Isabel, no!... Que cuando un partido está en desgracia, su política ha de ser siempre la de barrer para adentro... Por eso la señora me contestó hace poco que la invitaría para la primera comunión de nuestro príncipe en Roma... ¡Figúrense ustedes el compromiso que será para mí si la señora da ese paso en falso!... ¡Jesús, Jesús, qué disparate!... Pero, Isabel, cabeza de pájaro, ¿por qué no me dijiste eso a mí solo?...

-¡Pues me gusta la salida!... ¿Para que se lo guardara usted muy tapadito?...

-¡Pues claro está!, ¡para eso mismo!... Es menester que todo eso quede entre nosotros, y hable yo cuanto antes con Currita...

-Aquí la tendrá usted de un momento a otro.

-¿Aquí?...

-Aquí mismo... Quedé citada con ella para ir a la visita de los niños de la Inclusa; ella es de la Junta de Damas.

-¡Oh, sí! -exclamó Carmen Tagle en tono muy devoto-. Currita tiene a esos pobrecitos niños un afecto tiernísimo...

-Maternal -dijo Gorito en el mismo tono.

-Verdaderamente maternal -repitieron varios muy compungidos; y todos se echaron a reír, incluso la colegialita, con sencillez candorosísima, mientras Butrón, muy apurado, repetía con el ademán de Neptuno pacificando los mares:

-¡Juicio, señores; juicio, por Dios!... Que nadie diga una palabra, ni se den por entendidos con ella, hasta que yo le hable.

-¡Ay, no, no; lo que es eso no! -exclamó la Mazacán muy desolada-. Por nada del mundo renuncio yo al gustito de hacerla rabiar un rato...

-¡Pero si eso no puede ser cierto!... ¡Si todo podrá arreglarse!

-Pues mientras usted lo arregla, nosotras nos divertiremos...

Butrón quiso invocar los fueros de su autoridad, pero ya era tarde... A través de la puerta del fumoir vieron todos adelantarse, por el salón vecino, a una dama muy pequeñita, flaca, que caminaba con menudos pasos sobre sus altos tacones, dando golpecitos en el suelo con el regatón del largo palo de su sombrilla de encajes. Tenía el pelo rojo, el rostro lleno de pecas, y sus pupilas grises eran tan claras que parecían borrarse a cierta distancia, haciendo el extraño efecto de los muertos ojos de una estatua.

Al verla, Leopoldina Pastor corrió al soberbio piano de Erard, que estaba en un ángulo, arrancó de un solo tirón la rica y antigua colcha brocada que lo cubría, y se puso a tocar furiosamente el flamante himno de doña María Victoria, una de las intemperancias filarmónicas en que tan fecundo fue siempre el partido progresista. Gorito Sardona saltó frente a la puerta, sobre un puff de badana japonesa, y cogiendo a guisa de sombrero una de las bandejas del té, de cincelada plata antigua, se descubrió ante la dama lentamente, tieso, sin mover la cabeza, extendiendo el brazo hasta formar con el cuerpo ángulo recto, como solía saludar por todas partes el rey don Amadeo.

Currita se detuvo un momento en el dintel, sin perder su aire de niña tímida, de ingenua colegiala; oyó el himno, vio a Gorito, abarcó la situación con una sola y rápida ojeada... y dobló de repente el cuerpo con distinción exquisita, para contestar al saludo amadeísta con otro saludo de corte, profundo, pausado, a la derecha, a la izquierda, poniendo en elegantísima caricatura la ceremoniosa reverencia usual de la reina doña María Victoria.




ArribaAbajo- III -

El 21 de junio de 1832, Fernando VII, arrastrando los pies más por la gota que por los años, y María Cristina, en todo el apogeo de su lozanía y su belleza, sacaban de pila en la colegiata e iglesia parroquial de la Santísima Trinidad, del Real Sitio de San Ildefonso, a un niño que se llamó Fernando, Cristián, Robustiano, Carlos, Luis Gonzaga, Alfonso de la Santísima Trinidad, Anacleto, Vicente.

Era hijo primogénito de los marqueses de Villamelón, grandes de España, gentilhombre él de su majestad el rey, y dama de honor ella de su majestad la reina. Fue la última criatura que apadrinó Fernando en este valle de lágrimas; quince meses después bajó al sepulcro en el Real Palacio de Madrid, cumpliéndose a la letra el símil de la botella de cerveza con que el socarrón monarca comparaba a su pueblo. Él era el corcho que saltaba, la revolución el espumoso líquido que se difundía por todas partes.

Aquella misma tarde quiso Fernando examinar de cerca a su ahijado, y en su propia cámara, hundido él en su poltrona, puso al recién nacido sobre sus rodillas, abrióle la boquita con un dedo, y metióle su nariz de pura raza borbónica, como si quisiera examinarle la embocadura del esófago. El caso era portentoso, y asustado Fernando al cerciorarse de ello, retiró la nariz prontamente... El tierno Villamelón había venido al mundo con toda la dentadura completa.

Enrique IV nació con dos dientes, Mirabeau con dos muelas, y quien de tal modo superaba al gran rey, y se sobreponía al famoso tribuno, preciso era que diese también de sí grandes cosas. Villamelón padre lloraba de gozo, y el conde de Alcudia, que allí se hallaba presente, le aconsejó que emplease para la lactancia de su hijo las veintisiete vacas y cuarenta cabras que servían de amas de cría al hipopótamo parvulito, regalo de Abbás-Pachá, que se criaba en París, en el jardín de las plantas. Mas Fernando VII opinó que le diesen de mamar chuletas, y lo destetaran luego con aguardiente, y aquella misma noche envió a su ahijado, como regalo de padrino, un gran trinchante de oro macizo, que tenía esculpidas en el cabo las armas de España.

La reina deseó también cerciorarse del prodigio, metiendo la punta de su rosado dedo en la boca de Villameloncito, y don Tadeo Calomarde, que llegó en aquel momento, quiso hacer la misma experiencia, introduciéndole el suyo manchado de tinta. Mas el niño apretó entonces fuertemente sus precoces herramientas, haciendo lanzar al ministro un ligero chillido.

-Se conoce que no es tonto -dijo Fernando VII.

Rieron todos la agudeza del monarca, y la frase salió de la cámara regia, cruzó por los salones, pasó por las antesalas, y al bajar las escaleras comentábanla ya todos, muy admirados del talento de la criatura, asegurando que a los tres días de nacida había recitado a su augusto padrino el Padrenuestro, el Avemaría, parte de la letanía lauretana y una fabulita de don Tomás Iriarte; aquella que empieza:


Por entre unas matas
Seguido de perros,
No diré corría,
Volaba un conejo...



El caso era prodigioso, y de entonces dató la fama de hombre de talento que había de gozar el marqués futuro de Villamelón, hasta que los repetidos esfuerzos de sus majaderías dieron con ella al traste.

A los veinte años cumplidos, y puesto ya, por muerte de su padre, en posesión de su título, entró en la Academia de Artillería, y el año de 59 marchó a la guerra de África, a bordo de la escuadra que mandaba el general don Segundo Herrera. Ansioso de pisar suelo africano y teñir su espada virgen en sangre agarena, saltó Villamelón a tierra, en el sitio que llaman de Cabo Negro, con ánimos bastantes para atravesar todo Marruecos y llegar a Túnez, donde un su abuelo había ganado la Grandeza entrando en la Alcazaba con don Juan de Austria... Mas de repente brotaron de entre las cerradas malezas que cubrían la rojiza playa como el áspero vello de una fiera bestia, varios rifeños dispersos, que recibieron a los exploradores con el fuego de sus espingardas... Villamelón no titubeó un momento: olvidóse de Marruecos, renunció a Túnez y renegó de aquel su abuelo que ganó la Grandeza en la Alcazaba, para ganar él la chalupa a toda prisa y refugiarse en el último rincón de su camarote de la Blanca, sin que volviese a subir sobre cubierta, hasta regresar de nuevo a la Península con patente de enfermo. Los rifeños le habían parecido muy feos en aquella corta entrevista, y tan mal educados, que imposible se hacía a toda persona decente tener trato alguno con ellos.

Pidió entonces su retiro, y entró en Madrid triunfante, como Napoleón en París de vuelta de la campaña de Egipto, precedido de la fama de sus hazañas en el combate terro-naval de Cabo Negro. El combate terro-naval corrió por toda la corte, ponderado por el héroe mismo, y un día que daba la guardia en Palacio, como grande de España, y mencionaba por centésima vez, durante la comida, el combate terro-naval de Cabo Negro, le dijo de pronto la reina:

-Mira, Villamelón; varía alguna vez, y que no sea siempre terro-naval... Siquiera por hoy, que sea navo-terrestre.

Y bautizado por los regios labios navo-terrestre, quedó Villamelón para todos los días de su vida.

Era por aquel tiempo el marqués, sin ser derrochador, bastante libertino; pero no con aquel aristocrático libertinaje de los Lauzun y los Frousac, señoriles hasta en sus vicios, caballerescos hasta en la infamia, que sacudían de sí todo lo vulgar y grosero, con la misma elegante pulcritud con que sacudían el polvillo del perfumado tabaco de sus chorreras de encaje. Su libertinaje era, por el contrario, aquel otro libertinaje tan común en España entre los jóvenes de alta alcurnia: mezcla extraña, tipo híbrido del manolo y del sportmen, del gitano y del muscadin, que se diría nacido del antitético matrimonio de un torero andaluz con una soubrette parisiense. Harto al cabo de chulas y de lorettes, de toros y de handicaps, de manzanilla y champagne, de callos y de foie-gras, resolvió a los treinta años dar fin; esto es, casarse... Mas para que Villamelón diese fin, preciso era que alguna hija de Eva diese principio, puesto que por una de esas anomalías que tienen su razón de ser en el torcido criterio de ciertas clases sociales, se ha convenido en que el hombre piensa dar fin en aquel mismo matrimonio en que juzga la mujer dar principio.

El trabajo de la elección, l'embarras du choix, como él mismo decía, no fue para Villamelón grande, porque en ningún orden de ideas era descontentadizo. Creía en Dios como en una persona excelente con quien se cumple de sobra, dejándole de cuando en cuando una tarjeta en el cancel de una iglesia; el hombre era para él un tubo digestivo muy bien dispuesto; la vida, una peregrinación, que, con la bolsa bien repleta y el estómago bien lleno, podía hacerse cómodamente; y el matrimonio, la fusión de dos rentas y la prolongación de una estirpe que había de llevar su ilustre nombre, ni más ni menos que llevan el suyo los toros de Veraguas o las yeguas de Mecklemburgo.

Viose, pues, a Villamelón, el héroe del combate navo-terrestre de Cabo Negro, que tanto se había asustado con la desnudez relativa de los rifeños, pedir sin repugnancia y obtener sin espanto la mano de una ilustre salvaje completamente desnuda de alma; porque así como en bosques y desiertos se encuentran salvajes que ofenden la decencia con la desnudez de sus cuerpos, así también se encuentran en plazas y salones otros salvajes vestidos por fuera, que insultan el pudor con la desnudez interna de sus almas. Para ellos son del todo inútiles cuantas prendas más o menos postizas usa la humanidad para encubrir sus vicios, y lo mismo el santo rubor que la falsa hipocresía, el noble decoro que la falaz preocupación, les provocan la carcajada de extrañeza que causó a Cetewayo, destronado rey de los zulús, la camisa que le ofrecían sus vencedores ingleses.

Esta ilustre salvaje civilizada era la excelentísima señora doña Francisca de Borja Solís y Gorbea, condesa de Albornoz, marquesa de Catañalzor, dos veces grande de España por derecho propio, y marquesa de Villamelón y de Paracuéllar, con otra Grandeza, por el héroe de la batalla navo-terrestre de Cabo Negro, su ilustre marido.

Pero por una de esas excepciones que apartan en algo al individuo de las reglas generales del tipo para constituir en el un carácter propio, tenía la condesa un pudor especial, un extraño pudor que pudiera muy bien llamarse el pudor de su marido. Porque lejos de ser este matrimonio, como tantos otros de su clase, la pareja de perros que se esfuerzan por andar tan apartados como permite la traílla harto elástica que los une, veíaseles, por el contrario, siempre juntos en todas partes, abrumando él a ella con cariñosas atenciones, correspondiente ella a él con monadas de niña tímida, de candorosa colegiala cuyo encantador enfantillage, sobrepuesto a su desvergonzado cinismo, traía a la imaginación el extraño fantasma de un caribe bebiendo en delicadísima copita de cristal de Bohemia, poquito a poco y sorbo a sorbito, espumante sangre caliente; de un antropófago que con tenedor y cuchillo de brillantísima plata se comiese con la mayor pulcritud posible un beefsteak de carne humana.

Villamelón, sin embargo, había realizado su ensueño; porque su esposa prolongó su estirpe añadiéndole una niña y un niño, y la renta de él, que, según su frase, daba para comer, se unió a la de ella, que daba a su vez para cenar; para comer y cenar, se entiende, con todas las opíparas reglas del arte, porque Villamelón honró siempre su precocidad dentífrica y el trinchante de oro macizo, regalo de su augusto padrino, siendo glotón a la vez que gastrónomo, gourmand a la vez que gourmet; un tonel sin fondo en cuanto a la cantidad de lo que bebía y engullía, y un inteligente Brillat-Savarin en cuanto a la calidad y modo de lo que engullía, sordo siempre a los clamores de la indigestión, que de cuando en cuando se encargaba de predicar moral a su estómago.

La esposa, por su parte, era también feliz; zambullida en su desvergüenza, como los héroes griegos en la Estigia, habíase hecho como ellos invulnerable, y con su audacia infinita y su cínica travesura femenina, lograba el único fin de su vida, natural anhelo de su vanidad inmensa: sobreponerse a todo el mundo, ser siempre la primera y lograr que todas las lenguas le rindiesen vasallaje, ocupándose constantemente, para bien o para mal, que eso poco importaba, de su persona y de sus cosas. De ella hubiera podido decirse lo que de cierto personaje dijo un escritor elegantísimo: «Si asiste a una boda, quisiera ser la novia; si a un bautizo, el recién nacido, si a un entierro, el muerto».

Y aunque nadie hubiera podido explicar la razón de ser de esta supremacía de que gozaba Currita en la corte, sin embargo, con esa vergonzosa condescendencia para el escandaloso que es a nuestro juicio el pecado capital de la alta sociedad madrileña y el origen y fuente de sus deformidades, todo el mundo, desde el caballero cumplido hasta el tahúr elegante, desde la dama honrada hasta la hembra sin decoro, se sujetaban a ella de modo más o menos directo, sin dejar por eso de proclamar que en belleza la aventajaban todas, en alcurnia la igualaban muchas, en riquezas la superaban bastantes, y sólo en audacia y desvergüenza caminaba siempre la primera... ¿Sería, pues, esta la razón de ser de aquella supremacía? ¿Sería que a fuerza de ver refinado el vicio y respirar la atmósfera de escándalo llegan ciertas sociedades a la aberración de aquellos pueblos bárbaros que prestan su homenaje más profundo y su culto más entusiasta al ídolo más monstruoso?...

Limitémonos a indicar el hecho sin tratar de analizarlo, y veamos lo que hizo Currita aquella tarde en casa de la duquesa de Bara.

Esta se había incorporado en su asiento, y Currita llegó hasta ella, saludando a derecha e izquierda, al son del himno de doña María Victoria, siempre con su cándida risita:

-¡Gracias! ¡Gracias, amado pueblo!

-A tout seigneur, tout honneur! -le dijo la duquesa devolviéndole sus besos.

Agrupáronse todos en torno a Currita, que se había sentado junto a la duquesa, desairando una taza de té que le ofrecían; pidió en cambio una copita de whisky, porque era de rigor en aquel tiempo, entre algunas damas elegantes que pretendían formar el cogollito de la crème, fumar y empinar de lo lindo, con mucha distinción y gracia. El respetable Butrón le ofreció un cigarro.

-¡Ay, no, no -dijo ella con su melodiosa vocecita-; eso es paja!... Dame tú uno más fuerte, Gorito...

Y mientras Gorito le daba un veguero, capaz de tumbar de espaldas a un sargento de caballería, y lo encendía ella pulcramente con una prosaica cerilla, le dijo la duquesa:

-¡Pero vamos, mujer.. cuenta, cuenta!...

-¿Y qué he de contar yo -dijo ella entre dos chupadas-, si veo que lo saben ustedes todo?...

-¿Pero es cierto? -preguntó Butrón azorado.

-¡Ciertísimo! -replicó con énfasis Currita.

El peludo Butrón levantó ambas manos al cielo, la Mazacán paseó por la horrorizada concurrencia una mirada de triunfo, y la duquesa, irguiéndose iracunda, exclamó violentamente:

-¿Y lo dices con esa frescura?... ¿Y tienes valor para venir a decirlo aquí, en mi casa?...

Currita pareció quedarse sorprendida, casi espantada, y paseando por todo el auditorio sus claros ojos admirablemente azorados, dijo con el tonillo lastimero de una niña a quien amenazan con azotes:

-Pero entendámonos... ¿Qué es lo que ustedes saben?...

-Que estás nombrada camarera mayor de la Cisterna -dijo Isabel Mazacán con todos sus bríos.

Currita pensó desmayarse.

-¿Yo? -dijo con la ruborosa indignación de una virgen de cuya virtud se duda-. ¿Y ustedes lo han creído?...

-¡Nadie, nadie! -exclamó Butrón soltando el resoplido inmenso de un gigante a quien quitan de sobre el pecho una montaña- Nadie ha dudado ni por un momento de tu lealtad, hija mía querida, y cree que...

-¡Jesús, señor, qué gentes!, ¡qué lenguas!, ¡qué modo de tergiversar hasta lo más sencillo! -decía Currita con voz debilitada.

Y enjugándose con su finísimo pañuelo una lágrima, que, falsa o verdadera, apareció en sus ojos, dejaba ver al descuido la bellísima flor de lis que traía en el pecho, y una magnífica pulsera de oro, en que con sus gruesos brillantes se leía incrustada la cifra de Isabel II.

-El caso no puede ser más sencillo -prosiguió con aquella suave vocecita que jamás dejaba un mismo y pausado tono-. Ayer, en el consejillo, trataron del nombramiento de camarera, porque la verdad es que la posición de esa pobre Cisterna no puede ser más desairada... Pues nada, hija, el ministro de Ultramar2 tuvo la ocurrencia de proponer que me hicieran a mí la oferta.

-¡Indecente! -gritó Leopoldina Pastor-. ¿Y tu marido no le ha dado ya una estocada?

-Bien la merece; pero, después de todo, el pobre Fernandito es quien tiene la culpa -continuó Currita con aire de pacientísima esposa-. Se empeñó en que su amigo Juanito Velarde había de ser secretario particular de don Amadeo, habló al ministro, este le ayudó, y envalentonado con eso, se ha atrevido a tanto el señor ministro... Lo que yo le decía a Fernandito: si le das el pie a esa gente, se tomarán la mano... En fin, hija, el presidente del Consejo en persona estuvo a hacerme la propuesta... ¡Por supuesto que yo no lo recibí; Fernandito se entendió con él, y tuvieron una escena!... Yo, muerta de susto, porque creí que lo iba a plantar en la calle y acabaría la cuestión a tiros... En fin, se fue por donde había venido, con las orejas calientes; y sabe Dios lo que en venganza dirán de mí ahora... Esto ha sido todo; por eso, cuando al entrar oí el himno y vi el saludo de Gorito, creí que era una broma que ustedes me daban...

Butrón hizo una profunda señal de asentimiento, y la duquesa, ya amansada del todo y queriendo remediar su anterior arranque, dijo vivamente:

-¿Pero podías creer otra cosa?

Y cogiéndola la muñeca en que traía la pulsera de Isabel II, besóle la mano con gran cariño, diciendo:

-Si fueras tú camarera de la Cisterna merecerías que se te volviese un grillete esta pulsera.

-¿No me la habías visto? -dijo con mucha naturalidad Currita-. Me la regaló la reina el último día de mi santo.

Mientras la de Albornoz hablaba, Isabel Mazacán, muy impaciente, cuchicheaba al oído de Butrón, diciéndole:

-¡Pero qué grandísima embustera!... ¡Pero qué modo de inventar historias!... ¡Mentira, Butrón, mentira todo!... Si me dijo García Gómez que justamente en el consejillo había dado cuenta el ministro de Ultramar del deseo de ella, y entonces quedó acordado el nombramiento, supuesta la aprobación de la Cisterna... Hoy, hoy por la mañana, es cuando debe de haber ido el presidente del Consejo a notificárselo a Currita.

Y luego, no bien cesó de hablar ésta, se apresuró a decir en voz alta, con marcado aire de triunfo:

-¿Lo ven ustedes?... ¿Lo ven ustedes cómo era lo que yo decía?... Lo mismo, lo mismo que está diciendo Curra fue lo que me contó a mí García Gómez.

Currita, que tenía sobradísimas razones para saber que García Gómez debía de haber dicho cosas muy distintas, dio un par de chupaditas al cigarro, que con tanto hablar ya se apagaba, y dijo a la Mazacán muy despacito:

-Pues mira; también tengo mi quejilla contra... tu García Gómez... Porque como ministro de Estado que es, entretiene sus ocios registrando toda la correspondencia que viene de París... ¡Sí hija mía, sí; no lo defiendas!... En el gabinete negro se abre toda la correspondencia antes de que llegue a su destino, y por eso pudo decir en el consejillo que ayer vino para mí una carta de la reina, que debió probar al Ministerio todo lo absurdo de sus pretensiones.

Comprendieron todos, y Butrón el primero, a qué carta aludía Currita, y exclamaron en coro general, que dejaba sobresalir bastante las sordas notas de la envidia:

-¿Te ha escrito la reina?...

-Sí -replicó Currita-; me escribe invitándome para la primera comunión del príncipe Alfonso en Roma...

Y se quedó mirando de hito en hito a Isabel Mazacán, cuyas misteriosas ganas de acompañar a la reina destronada en aquella expedición eran de todos conocidas. Esta, que hacía largo tiempo que sentía furiosos hormigueos en la lengua, se aprestó a soltar alguna de sus crudezas. Pero Butrón, que no cabía en sí de gozo al ver que su pifia diplomática quedaba orillada, se apresuró a detenerla, llevándosela al hueco de una ventana, donde por algún tiempo dialogaron vivamente.

Mientras tanto, Currita, con la vaga mirada fija en el espacio, como era siempre su extraña costumbre mientras hablaba, no los perdía de vista, trazando al sino tiempo su itinerario. A principios de julio pensaba marchar con Fernandito a Bélgica, para pasar un mes escaso con Mariano Osuna en su castillo de Beauraing; después no sabía a punto fijo dónde iría a esperar el 15 de octubre, fecha en que estaba citada con la reina en Marsella, para emprender el viaje a Roma: quizá fuera a Trouville... El verano anterior lo había pasado allí en una villa preciosa, frente al Chalet Cordier, que era el de M. Thiers... Y por cierto que era Thiers un vejete muy simpático y muy limpio, a pesar de ser republicano; su mujer, una bourgeoise así, así... vamos, bastante pasable. Pues ¿y la cuñada mademoiselle Dosne, la ninfa Egeria del presidente?... Era cosa graciosísima verla coser los botones de la bata de son beau-frère Adolphe... Parecía el ama de llaves de un notario acomodado.

-¡Era una trinidad deliciosa!

Y con su ingenuidad de colegiala, describió entonces Currita, con todos sus pormenores, una picantísima caricatura de los esposos Thiers: una indecencia verdusca publicada en Burdeos y recogida al punto por la policía.

-A mí me proporcionó un ejemplar el duque Decazes, y no pude resistir a la tentación de enviársela por el correo, con una fajita, a mademoiselle Dosne... ¡La cara que pondría!... ¡Ella que es tan pulcra, tan comedida!...

Y a renglón seguido, sin transición ninguna, Currita se enterneció profundamente al pensar en el gozo inmenso que la esperaba en Roma, besando la sandalia del Santísimo Padre Pío IX... ¡Qué figura tan gigantesca la del Pontífice! ¡Qué anciano aquel tan venerable!... Y todas las señoras comenzaron a ponderar su adhesión al santo Pío IX, prontas a sacrificarle vida, hacienda, todo, todo menos el alma, por tenerla ya de antiguo comprometida con el diablo... Carmen Tagle dijo que le había mirado siempre como si fuese su abuelo; la señora de López Moreno añadió muy conmovida que ella le enviaba todos los años una pipa de doce arrobas del riquísimo moscatel de sus soleras jerezanas, y la duquesa, verdaderamente indignada, trajo a la memoria los atropellos a que cinco días antes se habían entregado las turbas, apedreando los faroles de la iluminación con que celebraban los católicos el aniversario del Pontificado del augusto anciano; sólo en el palacio de Medinaceli rompieron veintidós faroles y treinta y siete cristales... ¡Y mientras tanto, los ministros y las autoridades se solazaban en un concierto instrumental celebrado en Palacio!... ¡Qué Gobierno aquel, y qué populacho tan impío y tan asqueroso!... Siquiera ellas veneraban la persona del Pontífice encendiendo faroles en honra suya, y limitábanse tan sólo a apedrear a todas horas la moral divina del Dios a quien aquel representaba.

Esto no lo dijeron, por supuesto, aquellas señoras; pero lo pensó, sin decirlo, don Casimiro Pantojas, que atentamente las escuchaba, después de haber desorejado a toda una desdichada familia de conejitos de porcelana y arrancado los rabos a una parejita de bulldogs, fabricados en Bristol.

Y en esto concluyó Isabel Mazacán su aparte con el marqués de Butrón, y disculpándose con Currita de no acompañarla a la visita de la Inclusa, por habérsele ya hecho tarde, se marchó al parecer algún tanto disgustada. Currita decidió entonces volverse a su casa, y el marqués de Butrón se despidió también en el acto.

-¿Tiene usted coche, Butrón? -preguntó ella al diplomático.

-No -respondió este presuroso, aprovechando la ocasión que tan pronto se le ofrecía de hablar a solas con Currita.

-Pues le llevaré a usted en mi berlina adonde quiera.

-A la calle de Isabel la Católica... Tengo que hacer en la embajada alemana.

-Justamente me coge de paso.

Currita bajó las escaleras apoyada en el brazo de Butrón, encontrando al pie de su berlina, preciosa monería, verdadero juguete forrado de raso azul con botones de terciopelo, que parecía el delicado estuche destinado a guardar una joya.

El diplomático no las tenía todas consigo: para él era evidente que Isabel Mazacán no exageraba ni mentía al repetir las noticias del lindo ministro García Gómez. Pero ¿cómo interpretar entonces la repentina mudanza de Currita? La oportuna carta de la reina Isabel podía explicarla por completo, porque el olvido de la abdicación quedaba con ella satisfecho; y desagraviada Currita, pudo a tiempo renunciar a su revancha. Tranquilo por esta parte Butrón, quiso, sin embargo, asegurar más y más al partido la alianza preciosa de Currita; porque hay ciertas políticas indecorosas y a la larga funestas, que, aun tendiendo a fines honestos, no saben prescindir de individualidades asquerosas. Barrer para adentro era la política de Butrón, como si la basura sirviera en alguna parte para otra cosa que para infestar el recinto que la encierra.

Fuese, pues, derecho al bulto, no bien el coche se puso en movimiento, y apoyado en la autoridad de sus años, en la confianza del parentesco que con Villamelón tenía y en su dignidad de jefe de la brigada femenina conspiradora, le pidió categóricas explicaciones del hecho... Mas Currita, volviendo a abrir palmo y medio los claros ojos y muy espantada y ofendida, y casi llorosa, se limitó a repetir la historia ya referida, con nuevas afirmaciones y protestas... Suponer otra cosa era un insulto verdadero. ¿Por quién se la tomaba a ella? ¿Pues no había dado toda su vida pruebas del más leal afecto a la real familia?... Y aun cuando ella fuese capaz de semejante infamia, ¿se la hubiera permitido acaso Fernandito, cuya sangre había corrido en el combate navo-terrestre de Cabo Negro, al grito de Isabel II?... Justamente tenía él tal odio a la intrusa casa de Saboya, que jamás ponía el sello de una carta sin colocar al pobre don Amadeo con la cabeza para abajo. ¡Que lo había dicho Isabel Mazacán, cuyas intimidades con el ministro revolucionario debía hacerla a ella misma tan sospechosa!... ¿Pues no sabía todo el mundo que la tal condesa de Mazacán era una intriganta, que andaba detrás del viaje a Roma con la reina, para tapar a García Gómez ciertos líos antiguos que debía de arreglar allí con un príncipe italiano?...

Y tales cosas dijo Currita, y tales protestas hizo, y con tal acento las pronunció, que el mismo Butrón con ser tan ducho, se quedó perplejo, y entre las afirmaciones contrarias de aquellas dos condesas igualmente tramposas, sólo sacó en claro una nueva confirmación de aquel principio práctico que de toda la vida había profesado: la mujer aborrece a la serpiente por celos y envidias del oficio.

Mientras tanto, la berlina corría desempedrando las calles y doblando las esquinas, con esas airosas vueltas que imprime a un fogoso tronco la hábil mano de un cochero experto. A la mitad de la calle del Turco, y dominando el ruidoso rodar del carruaje, llegó a oídos de la pareja un extraño rumor lejano: esa especie de sordo mugido, amenazador, imponente, que sólo es común al mar encrespado y a las muchedumbres alborotadas... Currita y Butrón miráronse sorprendidos, y repararon entonces en algunos transeúntes que venían presurosos de la calle de Alcalá, y en el conserje de la Escuela de Ingenieros, que cerraba apresuradamente la puerta de este edificio. Era esto harto común en aquellos tiempos de alborotos continuos, y la berlina avanzó, sin acortar su carrera, hasta la calle de Alcalá, para tomar luego por la del Barquillo.

Era esto, sin embargo, imposible; un largo y compacto cordón humano, compuesto de una muchedumbre heterogénea y abigarrada, llenaba de un cabo a otro la calle de Alcalá, cubriéndola en toda la gran extensión que por ambos extremos abarcaba la vista.

Era aquella una manifestación pacífica de la democracia, que con grandes clamores y largos garrotes y extrañas banderas enarboladas se dirigía a Palacio pidiendo la entrada en el ministerio de don Manuel Ruiz Zorrilla.

El cochero de Currita, Tom Sickles, enorme tipo del automedonte británico, que pedía a voces el tricornio y la peluca empolvada, y se había sentado en Londres en el pescante del duque de Edimburgo, y en París en el de la princesa Matilde, dirigió los caballos corriendo a lo largo de la manifestación, por ver si adelantaba la cabeza de esta y podía entrar por la calle del Caballero de Gracia o por la de Peligros. También era ya tarde, y viose precisado a detenerse frente al Veloz-Club, entre el remolino que allí se iba amontonando, de lujosos trenes que volvían de la Castellana y humildes simones que pretendían inútilmente cruzar de un lado a otro. Butrón quiso volver atrás y salir por cualquiera bocacalle a la Carrera de San Jerónimo.

-¡Pero si esto es muy divertido! -decía Currita con infantil alborozo-. ¡Qué delicia!... Mire usted, Butrón; mire usted qué graciosos van todos con sus cintitas encarnadas... ¡Uy, aquel jorobadito!... ¡Qué mono!... ¡Ah, pícaro!... ¡lleva una bandera en que pide reforma!... ¡Pues claro está que la necesita!... ¡pobrecito!, ¡sobre todo por la espalda!...

Otro carruaje se interpuso en aquel momento entre la muchedumbre y la berlina, impidiendo la vista a Currita: en él iba el gobernador civil de Madrid, muy rollizo y pomposo, que se dirigía a Palacio y veíase forzado también a detenerse.

-Ahí va ese mastodonte -dijo Butrón al oído de Currita-. En cuanto nos vea juntos se figura que conspiramos.

Estas sencillas palabras del diplomático parecieron despertar en Currita una de esas ideas atrevidas que se conciben de repente, por más que tarden en madurar años enteros. Asomóse a la portezuela como si desease que el gobernador la viera, y sin contestar al respetuoso saludo que al divisarla este le hizo, metióse bruscamente para dentro y se cubrió con el pañuelo parte del rostro, como si quisiera entonces esconderse.

-¡Qué mal huele la democracia! -decía para ocultar a Butrón aquellas maniobras-. ¡Pero qué peste echan!...

El coche del gobernador arrancó al fin trabajosamente a lo largo de la calle, y desde aquel momento, nerviosa y agitada Currita, pareció impacientarse mucho por aquella misma detención que poco antes la había divertido tanto. Frente a frente de ella, un poco más hacia la Puerta del Sol, asomaban por los balcones del Veloz-Club, bajo sus toldillos de verano, aristocráticos racimos de cabezas de gomosos desocupados, que miraban el democrático desfile con esa especie de medrosa curiosidad burlona, a la vez que tímida, con que se contemplan desde lo alto de un tendido los terribles retozos de una piara de ridículas bestias feroces; parecíales imposible en aquel momento que la bestia pudiera alguna vez alzar su zarpa hasta ellos. La vista de aquellos elegantes espectadores acabó de impacientar a Currita, y de tal modo se enardeció ante ellos su afán de exhibirse y singularizarse, que tiró del cordoncillo hasta descoyuntar el dedo del cochero, y sacó la cabeza por la ventanilla gritando:

-Go on, Tom, go on! Run Through!... Carry them off!3...

Tom no se hizo repetir la orden: sacó el hercúleo pecho, tirando de las riendas, con el esfuerzo de aquellos antiguos aurigas esculpidos por Fidias en los frontones del Partenón, de pie sobre un carro, deteniendo con una mano el galope de cuatro caballos. Piafaron los suyos, encabritándose, castigóles él suavemente con la fusta, y aflojando de repente las bridas, los lanzó con la velocidad y el empuje de una flecha a través de la turba democrática, desapareciendo como un relámpago por la calle de Peligros.

Un alarido terrible de terror y de ira salió de la muchedumbre, que se bamboleó a uno y otro lado del surco abierto por el coche; comenzó la gente a correr asustada, los gomosos del Veloz-Club se metieron para dentro, cerrando prontamente sus balcones, y el jorobado que pedía reforma estuvo a pique de sufrirla por completo entre los pies de los caballos y las ruedas de la berlina.

Mientras tanto, asombrado Butrón de aquel brusco arranque, y muerto de susto ante audacia tan temeraria, echaba a toda prisa las cortinillas para que no le viesen; y Currita, riendo como una loca, se asomaba por el vidrio de la trasera para ver a los transeúntes refugiarse asustados en los portales, y a los guardias públicos correr detrás de la berlina, haciendo señas de que parasen. Mas Tom Sickles, arrebatada la cara de remolacha, hacía terribles visajes, como si llevase los caballos desbocados, mientras con suaves vibraciones de las riendas más y más los azuzaba. En la calle de Isabel la Católica, Tom Sickles hizo otro prodigio: coche y caballos quedaron parados en firme, de un golpe, ante la embajada alemana. La señora estaba servida, mereciendo él la corona triunfal de los Juegos Hípicos.

Currita encontró enfilados a la puerta de su casa tres coches, reconociendo al punto en uno de los cocheros la escarapela encarnada, propia de los ministros. Apeóse entonces en las mismas caballerizas, y por una escalera reservada para el uso de la servidumbre llegó a sus habitaciones sin ser vista de nadie. Al ruido de la campanilla acudió Kate, la doncella inglesa de la señora.

-¿Quién está con el señor? -preguntó a esta.

-El señor ministro de la Gobernación... El señor duque de Bringas y don Juan Velarde juegan en el billar.

-Dile a don Joselito que no recibo a nadie... Tengo mucha jaqueca.

Kate pareció titubear un momento y se decidió al fin a decir tímidamente:

-¿Ni tampoco a don Juan Velarde?...

-Tampoco: a nadie, a nadie...

De nuevo volvió a insinuar Kate con mucha delicadeza:

-El señorito volverá hoy del colegio...

-¡Es verdad!... ¡Pobre Paquito!...

-Y querrá ver a la señora...

-No, no... que se entretenga con Lilí... Mañana lo veré... ¡Tengo una jaqueca horrible!




ArribaAbajo- IV -

Cuando Paquito Luján llegó a su casa comenzaba a oscurecer, y la escalera y el vestíbulo estaban ya completamente iluminados: cuatro grandes estatuas desnudas, de mármol blanco, alumbraban este y aquella, elevando sus manos artísticos candelabros de bronce con seis mecheros. Al pie de la escalera, un enorme oso de Noruega sentado gravemente sobre sus patas de detrás, presentaba con las de delante una bandeja de plata destinada a recibir las tarjetas de visita. Era este un capricho del príncipe de Gales que había visto Currita en el palacio de Sandringham, y apresurádose a copiar a costa de dinero.

La aflicción del niño había desaparecido, con esa dichosa rapidez con que se suceden en la infancia emociones a emociones. La impaciencia, la natural impaciencia, mezcla de ternura de hijo y del deseo de ser alabado, era la que le agitaba en aquel momento, ansioso de caer con sus premios en los brazos de su padre, de su madre, de Lilí, su hermanita del alma... Sentado en el testero del carruaje, con sus premios muy agarrados, apoyaba los piececillos en el asiento de enfrente, haciendo verdaderos esfuerzos para delante, que creía él ayudaban al coche a rodar más rápidamente.

Al entrar en Madrid hubo que perder cuatro minutos encendiendo los faroles, y un poco más allá los empleados del resguardo detuvieron de nuevo al coche para registrarlo todo de arriba a abajo... ¡Qué desesperación! ¡Qué feos y qué tontos eran aquellos hombres! De seguro que ninguno de ellos había tenido nunca padre ni madre, ni Lilí, ni sacado en todos los días de su vida un solo premio... Cuando él fuera grande había de ahorcar a todos los empleados del resguardo, colgándolos como los chorizos que había visto una vez en la chimenea del capataz del Encinar, allá en Extremadura... ¡Y todavía, al doblar la esquina de la Universidad, se atravesó un coche, y después un carro de mudanzas y luego un gran ómnibus, y hubo que perder otros tres minutos! Al entrar al fin en la última calle, ya tenía el niño la mano en la llave de la portezuela, dispuesto a abrirla, asomando al mismo tiempo la carita, porque de seguro estarían esperándole en algún balcón su padre, su madre, o Lilí, o quizá los tres juntos... Ya les enseñaría él desde allí abajo los premios, y creerían que no era más que uno, y verían luego que eran cinco y dos excelencias. ¡Qué risa entonces!... Pero los balcones estaban todos cerrados, y no se veía en ellos alma viviente. El coche entró al fin en la casa, haciendo retemblar los cristales de la gran mampara, y se detuvo al pie de la anchurosa y alfombrada escalera... También estaba esta vacía, y sólo vio el niño al pie de ella al grave oso de Noruega, Bruin, como le llamaban en casa, abriendo su gran boca armada de dientes enormes y presentándole la bandeja, como si le invitara a depositar en ella sus premios. Mas no los soltó el niño, y oprimiéndolos contra su pecho, subió a brincos la escalera, hasta llegar al vestíbulo; cerróle allí el paso una extraña figura que se paseaba de un lado a otro con las manos a la espalda. Era un enano feísimo, pero perfectamente proporcionado: verdadero pigmeo, émulo de aquel famoso Roby que presentaron en la mesa del rey de Sajonia dentro de un pastel de venado. Tendría poco más de un metro de altura, y hallábase correctamente vestido de etiqueta, frac y corbata blanca, calzón corto, media de seda negra y zapato con hebilla. Llamábanle en la casa don Joselito, y cobraba siete mil reales de sueldo, con la sola obligación de anunciar las visitas y realzar con su estrafalaria figura la aureola de elegante originalidad que rodeaba en todo a Currita.

Inclinóse el enano respetuosamente ante el señorito, y con su vocecilla chillona y algún tanto imperiosa, díjole que no podía ver a la señora, por haberse acostado media hora antes con una espantosa jaqueca. Un repentino vapor de lágrimas vino a empañar los hermosos ojos azules del niño; volvió bruscamente la espalda al enano sin decir palabra y echó a correr hacia las habitaciones de su padre.

Allí estaba Villamelón, repantigado en una butaca, hablando misteriosamente con el ministro de la Gobernación. Lanzóse el niño a su padre, y echándole los brazos al cuello, le dio dos besos.

-¡Hola, caballerito! -exclamó Villamelón-. ¿Ya de vuelta?... ¡Me alegro!...

Y como viese que con cierto rubor orgulloso le presentaba el niño sus premios, añadió sin tomarlos:

-¡Hola, hola, los premios!... ¡Pobre chiquitín!... ¡Muy bonitos!... Bien, bien, me alegro... Ea, toma... toma, y dile a Germán que te lleve esta noche al circo.

Y entregándole al niño dos pesetas que había sacado del bolsillo del chaleco, volvió a reanudar su misteriosa conversación con el señor ministro.

Quedóse el niño parado un momento, con los ojos abiertos; dio luego una repentina media vuelta, girando sobre una pierna, y encarnado como la grana, bamboleándose cual si estuviera ebrio, fue a arrimarse a una mesita llena de caprichosas chucherías; había debajo una figura japonesa, con la boca muy abierta, y por ella arrojó el niño, con mucho disimulo, el regalo de su padre, las ¡dos pesetas!... Luego echó a correr, saliendo disparado del saloncito; detúvose un momento en el dintel, detrás de las cortinas, y agobiado, con los bracitos colgando y caída la cabecita, siguió una galería que iba a parar a la Nursery4, al destierro, a la Siberia de los niños, que el desapegado egoísmo de la condesa de Albornoz había importado para sus hijos de Inglaterra a su casa.

Resonaba en el fondo de la galería un piano destemplado que parecía balbucear, de mala gana, un monótono tema de los ejercicios de Hanon. Esta música sonó, sin embargo, como un concierto celeste en los oídos del niño; desapareció su abatimiento, renació su alegría y echó a correr de nuevo hacia aquella estancia.

-¡Lilí!...

-¡Paquito!...

Y un ángel, una bellísima muñeca de nueve años, saltó del asiento del piano para caer en los brazos del niño, confundiéndose por un momento con sus besos, sus gritos, su risa, su alegría, sus almas inocentes y sus vidas inmaculadas, como se confundían los bucles de oro que rodeaban, como una aureola de rayos de sol, las preciosas cabezas de ambos.

El niño se acordó al fin de sus premios.

-¡Mira!... ¡Mira!...

Lilí abrió mucho los ojos admirada, apretó los labios y echó atrás las manitas; su crítica fue la crítica de las grandes admiraciones, la crítica monosílaba.

-¡Uy! -dijo.

-¡Cinco!... ¡Son cinco y dos excelencias!...

-¿Me darás uno, Paquito?

-¡Tonta!... Eso no se da... Se pone en un marco... Pepito Vargas dice que su mamá se los pone en un marco...

-¿Grande..., grande? -dijo Lilí, indicando con sus manitas uno capaz de encerrar al Pasmo de Sicilia.

-Sí, grande, grande... Y mira: este es de Aritmética, y este...

No pudo continuar el niño; una mano seca, pegada a un puño inmaculado, salió por entre las cortinas, y después un brazo largo, y luego un hombro puntiagudo, y más tarde un rostro encarnado, característico, original, británico, como la cerveza de Bass o las galletas de Huntley...

-¡Mademoiselle! -dijo Lilí asustada.

Y la mano seca, pegada al puño inmaculado, agarró a la niña por un brazo y se la llevó para adentro, oyéndose una voz metálica, estridente, que desgarraba el tímpano como un resorte que rechina.

-What's that, Miss?... You have to learn your piano lesson until eight o'clock...5

Entonces huyó el niño de allí desolado; corrió ciego a la Nursery y se arrojó de cabeza en su blanca camita, con la enconada amargura y la sombría desesperación del suicida que se arroja, solo y sin esperanzas, en un abismo oscuro, negro, profundo... El sueño, el sueño bendito, fiel amigo de los niños, suave consolador de todos sus pesares, vino al fin a acallar sus sollozos y contener sus lágrimas, adormeciéndole allí mismo, sin variar de postura, vestido todavía y con sus premios en la mano...

Y mientras tanto, Villamelón proseguía su misteriosa plática con el ministro. Contaba por aquel entonces el marqués más de cuarenta años, y los estragos de su juventud salíanle prematuramente al rostro. Colgábale la nariz encarnada y algo granujienta, hundíansele las mejillas, dejando salir los pómulos; arqueábasele ya el abdomen, y todo anunciaba en él esa caricatura de la juventud en que consiste la vejez de muchos. Su cuerpo había sido gallardo y conservaba aún restos de arrogancia; mas su rostro ofrecía perfecta semejanza con el de aquel enano de Felipe IV, titulado El Primo, que retrató Velázquez y copió Goya, grabándolo al aguafuerte: tenía la misma nariz colgante, los mismos ojos tristes, el mismo bigote retorcido, la misma frente extensa y pensadora, con la sola diferencia de que Villamelón partía por medio su ya escasa cabellera con una raya que, arrancando de la raíz del pelo, llegaba hasta el cogote, formándole sobre las orejas dos pequeños cuernecitos.

Y aquella frente elevada, de abultados parietales, que reclamaba para sí el dicho de la zorra al busto: Tu cabeza es hermosa, pero sin seso, tenía, en efecto, actitudes magníficas cuando, surcada por un pliegue vertical, se inclinaba, como en aquel momento, al excelentísimo señor don Juan Antonio Martínez, ministro de la Gobernación, y le decía con el aire de Bismarck a Gortschakoff, al establecer entre ambos el equilibrio europeo:

-Desengáñese, usted, Martínez... La tesis del doctor Wood es absurda... Nadie me probará que el pastel de ratas sea superior al de erizos y ardillas... ¿Usted me entiende?...

El excelentísimo Martínez hizo un gesto que no significaba si entendía o dejaba de entender; desde que el pobre señor había pasado el puente natural que lleva del banco azul a las grandes mesas de la corte, caminaba de indigestión en indigestión, y sentía en el estómago la nostalgia de aquellas nutritivas sopas de ajo, no digeridas del todo, que habían hecho de él un tanto robusto hombre de Estado, y fueron su cotidiano alimento en los tiempos en que rompía sus primeros calzones entre los pilletes de cierta playa de las costas asturianas... ¡Santo Dios, y qué dolores de tripas más atroces le había costado el pâté foiegras del último viernes de Palacio! ¡Qué coliquera más terrible le chou à la crème que sirvieron dos días antes en la embajada francesa!... El excelentísimo Martínez creyóse por un momento envenenado, y desde entonces fue para él artículo de fe aquel principio de Addison:

«Cuando veo las mesas a la moda cubiertas de todas las riquezas de las cuatro partes del mundo, me imagino ver la gota, la hidropesía, la fiebre, el letargo y la mayor parte de las enfermedades, ocultas en emboscadas, debajo de cada servilleta.»

-Usted lo ha de ver, Martínez -prosiguió Villamelón-; el jueves próximo haré servir los dos pasteles sin decir lo que contienen, y veremos por cuál se declaran las opiniones. ¿Me entiende usted, Martínez?... Excuso decirle que cuento con su voto.

Erizáronsele los cabellos al excelentísimo Martínez ante la perspectiva de una indigestión de ratas... ¿Cómo podría curársela, si no era tragándose un gato?

-Y todo eso -prosiguió Villamelón con ligerísima sonrisa que denunciaba traidoramente su convencimiento íntimo de la superioridad con que manejaba el asunto no es más que la excentricidad inglesa, influyendo y echando a perder su cocina... Y cuidado que yo soy imparcial, porque mi cocina es la cocina eléctrica: lo mejor de lo mejor, venga de donde viniere: este es mi lema. ¿Me entiende usted, Martínez?... Pero no hay que darle vueltas, amigo mío, y por más que digan, en la cocina, como en todo, Francia camina la primera. Esto no tiene vuelta de hoja, Martínez... Los ingleses devoran, los alemanes zampan, los italianos comen, los españoles se alimentan; pero sólo los franceses gozan, y ahí está el quid, Martínez: en gozar, en gozar comiendo. ¿Me entiende usted?

Martínez no entendía, y tomando por burla lo que sólo era cansada muletilla de Villamelón, tanto Martínez y tanto ¿me entiende?, se apresuró a responder algo amostazado:

-¿En gozar?... ¡O en reventar, señor marqués, que no es lo mismo!...

-¡No, no, no y mil veces no, Martínez! Eso es una de tantas preocupaciones. ¿Me entiende usted? Cierto que el hombre es un ser débil, insuficiente, que apenas puede soportar ocho comidas diarias; pero la indigestión no proviene de comer mucho, sino de comer mal... Déme usted un cocinero de primera fuerza, de raza, d'élans, y yo le garantizo salud eterna... ¡Oh, bien lo entendía el príncipe Orloff con su ojo tuerto y su brazo manco!... Yo le he visto en París elegir cocinero en público concurso; acudieron diez a su palacio de la embajada rusa: yo fui del jurado, y probamos, antes de fallar, ciento cuarenta platos6. ¡Ah!, no, no, Martínez; no es el comer mucho, lo que trae la indigestión... Mi santa madre lo decía: Tripa llena, alaba a Dios.

Y se quedó tan orondo con la cita, porque una de las genialidades de Villamelón era la de nombrar de continuo a su madre, anteponiéndole siempre el calificativo de santa, y poniendo en su boca aforismos tan singulares, y de mal gusto a veces, como el que acababa de soltar.

Entraron en esto el duque de Bringas y Juanito Velarde, que habían terminado ya su partida de billar, y a poco anunció un criado que la señora condesa no asistiría a la comida por haber tomado ya un consommé en sus habitaciones, y acostádose al punto con una fuerte jaqueca.

Esta noticia pareció afectar muy poco al caro esposo de la dama y al duque de Bringas; al ministro de la Gobernación hízole, por el contrario, malísimo efecto, dando a sospechar, por sus muestras de disgusto, que algo que la ausencia de Currita chasqueaba por completo le había traído allí y héchole aguantar con paciencia las majaderías culinarias del héroe del combate navo-terrestre de Cabo Negro; como Butrón temía, el nombramiento de camarera mayor comenzaba a mover la cola. Juanito Velarde pareció también muy contrariado, comió poco y habló menos durante toda la comida. Villamelón hizo el gasto, como siempre, blandiendo el trinchante de oro macizo, regalo de Fernando VII, que usó durante toda su vida, y pasando por las tres distintas fases que en aquella hora solemne se reflejaban en su persona: hondamente preocupado al principio, como hombre que tiene entre manos el más grave negocio; comunicativo, pero dogmático; afable, pero todavía circunspecto a los medios, y alegre, bonachón, magnánimo y hasta tierno a los postres, como si la corriente de satisfacción que le brotaba del estómago le dotase de aquellas cualidades que no poseía en ayunas. Esta era la hora de pedirle favores, seguro de alcanzarlos, y esta era la hora también en que Villamelón, arrastrado por un resabio de educación malísima que jamás pudieron quitarle ni su santa madre, ni su dulce esposa, hacía bolitas de miga de pan con la punta de los dedos y las disparaba a las narices de los comensales, con muestras del más cariñoso agasajo y el más tierno regocijo.

Mientras tanto, si algún diablo cojuelo hubiese levantado el techo del boudoir de la condesa de Albornoz, hubiérase descubierto una extraña escena: hallábase este alumbrado por una gran lámpara, sostenida por un negro desnudo, de tamaño natural, admirablemente tallado en ébano, y Currita, sentada ante un pequeño secrétaire muy bajo, parecía completamente absorta en un singular estudio caligráfico, mientras vagaba por sus labios una finísima sonrisa, semejante, no en lo terrible, pero sí en la solapada y astuta, a la que puso el genio de Liezen-Mayer en los labios de Isabel de Inglaterra, al representarla en el acto de firmar la sentencia de muerte de su prima María Stuard.

Con su elegante letra inglesa, fina y corrida, había escrito al frente de un pliego: ¡Qué animal más hermoso es el hombre! Y con facilidad maravillosa iba copiando, en distintos caracteres de letras, esta frase tan extraña y tan equívoca, que parecía ser reflejo de esa idea íntima, ese pensamiento oculto que jamás se formula y es, sin embargo, el primero que se apresura a estampar todo hombre cuando algo que escribe y algo en que se puede escribir le invitan a solas a trazar allí un concepto. La inscripción se multiplicaba, unas veces en letras rechonchas y apretadas; otras, en perfiles largos y finitos; algunas, en caracteres diminutos, cual patitas de moscas entrelazadas que se prolongasen en forma de cadeneta. En esta tarea empleó Currita media hora larga, con el esfuerzo y la atención de un chiquillo aplicado que copia una plana, o de un petardista prudente que ensaya el modo de falsificar o desfigurar una letra.

Diose al fin por satisfecha de sus ensayos, y con los renglones de cadeneta y la letra de patitas de mosca, que no tenía con la suya ordinaria el más remoto punto de contacto, púsose a escribir una carta, en un pliego de papel sencillo, sin timbre ni inicial alguna. La carta no fue larga, y en el sobre decía:

EXCMO. SR. GOBERNADOR CIVIL DE Madrid

Faltábale todavía el sello, y púsoselo Currita sonriendo socarronamente, y cuidando de colocar con la cabeza para abajo el busto del rey don Amadeo. Afianzólo luego con dos o tres puñaditas de su cerrada mano, que parecía complacerse en aplastar al pobre monarca, principio y fin de la dinastía saboyana.

Cualquiera hubiera creído con esto ya listo el negocio y que sólo faltaba llamar a un criado para enviar la misteriosa carta al correo. No lo juzgó así la ilustre condesa: entróse en la estancia vecina, que era su alcoba, y volvió a salir al cabo de un buen cuarto de hora completamente transformada. Habíase despojado de su elegante traje de calle, y puéstose en su lugar una falda de lana negra modestísima y una mantilla muy usada, cuyo sencillo velo le ocultaba parte del rostro; traía en la mano una bujía encendida, puesta en una palmatoria de plata, y en la otra una llave de gran tamaño. Cogió la carta y echó a andar: en aquel momento un reloj lejano daba las once y media.

Era el palacio de Villamelón uno de esos antiguos caserones, ya raros en Madrid, con anchas galerías, espaciosas salas y cómodos departamentos, rodeados por todas partes de pasillos y escaleras excusadas para el uso de la servidumbre. Comunicábanse las habitaciones de Currita con las de Villamelón por la alcoba, y por un cuarto contiguo al del baño, con un largo pasadizo; terminaba este por un lado en el cuarto de Kate, la doncella inglesa, y por otro en una estrecha escalerilla que iba a parar a un jardín muy reducido. Cerrando, pues, la puerta de la alcoba, la que había a la mitad del pasillo, y la que ponía en comunicación al boudoir con los dos salones de la entrada, quedaba el resto de las habitaciones de Currita aislado por completo y en comunicación directa con la calle: a ella daba salida una puertecita, abierta en la tapia del jardín a espaldas del palacio, detrás de un pequeño invernadero. Allí se dirigió Currita después de dejar la luz apagada al pie de la escalera con tal desembarazo y tan gentil desenvoltura, que conocíase bien a las claras no ser aquella la primera de sus nocturnas escapatorias.

Era la noche oscura, y la solitaria plaza a que la puerta del jardín daba salida perdíase a lo lejos entre solares en construcción, alumbrada acá y allá por algunos faroles, cuyas luces parecían brillar en medio de un nimbo de vapor amarillento. La puerta de una tienda de ultramarinos dejaba escapar en la esquina próxima un cuadro de luz vivísima, y veíase en el fondo al tendero, inmóvil ante el mostrador, ajustando sus cuentas. A cuarenta pasos, debajo de un andamiaje, una farola hacía resaltar las negras siluetas de un chulo de chaquetilla corta y una chula de falda almidonada y pañuelo de seda a la cabeza, que dialogaban vivamente. Aparecía lo demás oscuro y solitario, teniendo todo ello un aspecto de inquietud, de vista panorámica, que completaba allá muy lejos, desde un cuarto piso, el sonido de un mal piano, en que unas manos aleves asesinaban la inmortal cavatina de Bellini Casta diva ché inargenti...

La condesa, la gran señora que tan raras veces bajaba de su carruaje, como si se desdeñase de pisar con sus elegantes brodequins el polvo de que estaba formada, se internó por aquellos oscuros vericuetos, y atravesando varias callejas, solitarias en aquella hora, que parecían serle muy conocidas, vino a desembocar en la plazuela de Santo Domingo. La afluencia de gente era todavía grande en aquella encrucijada, tan concurrida siempre, y Currita bajó la cuesta para ganar, al abrigo del jardinillo, la Costanilla de los Ángeles. Atravesó rápidamente la calle del Arenal, entró por la de las Fuentes, y dando un gran rodeo por detrás del ministerio de la Gobernación, llegó al fin a la calle de Carretas y depositó por su propia mano en el buzón de la casa de Correos la carta misteriosa... Si aquella mujer era una criminal, era, sin duda, de aquellos criminales avezados y prudentes que miran siempre en todo cómplice un camino peligroso que va a parar en presidio.

Entonces emprendió el camino de vuelta por las mismas calles por donde había ido, sin tener más que un tropiezo. Un viejo, de aspecto decente, se detuvo de pronto ante ella; sorprendida Currita, pegóse a la pared, y el hombre hizo entonces ademán de darle una moneda de cinco céntimos, una perra chica, como llamaban entonces y aún llaman hoy a esas piezas pequeñas. Habíala tomado por una de esas pobres vergonzantes que a las altas horas de la noche extienden en silencio su mano descarnada al transeúnte que se retira solicitado por el descanso u hostigado por los vicios.

Así lo comprendió la condesa, y con gran impulso de risa tomó la moneda, teniendo todavía valor para profanar en sus impuros labios aquella hermosa deprecación, aquella santa respuesta que da la fe a su hermana la caridad, por la humilde boca del pobre:

-¡Dios se lo pague!...

Cuando la condesa entró en su boudoir, presentaba este un aspecto siniestro: la lámpara agonizaba en manos del negro, cuyos blancos dientes de marfil incrustado resaltaban en la oscuridad, como la sonrisa del genio del mal, complaciéndose en las tinieblas.

Tres horas después resonaban gritos y lamentos al otro extremo de la casa... Era Paquito Luján, que entumecido por el fresco de la madrugada y aterrado por la oscuridad, despertaba allá en la Nursery, olvidado de todos en aquel suntuoso palacio, morada del padre y la madre que le habían dado el ser, y de diecisiete criados dedicados a su servicio.




ArribaAbajo- V -

Rióse mucho al otro día la condesa de Albornoz al oír contar a su hijo Paquito sus extrañas aventuras de la noche precedente: al verse solo, a oscuras, vestido y acostado en una cama que no era la suya del colegio, comenzó el niño a gritar lleno de angustia, sin que nadie contestase a sus lamentos. Oíalos Miss Buteffull desde su cama y comprendió al punto la causa: sin duda, nadie se había acordado en la casa de que el pobre niño había vuelto del colegio; quizá se había puesto malo de pronto; quizá habían entrado ladrones y lo estaban asesinando... Miss Buteffull, compadecida, encendió la vela de su palmatoria. Un decoroso reparo la detuvo de repente: el caso era grave... Tenía ella cuarenta y cinco años, once el niño, la hora de la noche era avanzada. ¿Cómo entrar sola en su cuarto?... Miss Buteffúll apagó la palmatoria.

Mientras tanto, los clamores desesperados del niño despertaban también a la doncella de Lilí, Magdalena, que dormía allí cerca, y acudía esta presurosa en su auxilio; tranquilizábalo con gran cariño, hacíale acostar y permanecía sentada junto a su camita, hasta dejarlo dormido nuevamente.

Esta relación produjo en Currita una de las repentinas crisis de amor materno que solían atacarla de cuando en cuando en sus días de aburrimiento. Solía entonces pasar horas enteras en la Nursery jugando con sus hijos: comíaselos a besos, llamábales sus pichoncitos, hacíales traer costosos juguetes y golosinas de todos géneros; y complaciéndose en poner en ridículo a Miss Buteffull y en decir pestes de los padres del colegio, destruía en media hora todo lo bueno que, a costa de mil trabajos, habían sembrado y podían sembrar en adelante estos y aquella en los tiernos corazones de ambos niños; porque uno de los grandes escollos en que tropiezan los esfuerzos de las personas dedicadas a la educación, consiste en la imprudente y culpable ligereza con que se complacen muchos padres en presentar ante sus hijos a preceptores y maestros, no como amigos íntimos encargados de guiar sus pasos, ni como seres benéficos que les dispensan el favor insigne de formar sus corazones y alumbrar sus entendimientos, sino como tiranos que les oprimen y mortifican, como carceleros cuya vigilancia hay que burlar con ardides y tretas más o menos inocentes. Destrúyese así la buena opinión necesaria a todo el que manda para ser respetado; la fe humana precisa a todo el que enseña para ser creído, y sólo una cosa existe, a nuestro juicio, que sea tan perjudicial a la educación como lo es esta misma: la pugna que a veces descubre el niño entre la moral de sus padres y la moral de sus maestros... Imposible es describir las angustiosas perplejidades, las dolorosas dudas que, con harta triste frecuencia, despiertan estas contradicciones en las almas de los niños: vese en ellas la lucha del entendimiento con el corazón, demostrándole aquel que es sana la doctrina del maestro, esforzándose este por persuadirle que no puede ser mala la práctica contraria del padre o de la madre que tanto aman, que no puede ser cierto lo que, por el solo hecho de serlo, ha de dar irremisiblemente a aquellos seres tan amados la patente de perversos... ¡Ah! Jamás olvidará el que escribe estas líneas las angustias de un pobre niño, modelo de candor y de juicio, al oír explicar cierta lección del Catecismo; quedóse el niño muy pensativo, fuese luego poco a poco angustiando, hasta exclamar al fin convulso, con el corazón encogido, los ojos llenos de lágrimas y temblorosas las manitas:

-¡Entonces... entonces... mi papá es muy malo, muy malo... y se va a ir al infierno!

Importábasele todo esto muy poco a Currita, y sus granizadas intermitentes de besos, de mimos y de imprudencias borraban por completo en el ánimo candoroso de Lilí los largos olvidos y la egoísta indiferencia de su madre; mas no lograban lo mismo en el niño aquellas sensiblerías tempestuosas. Había en el fondo de aquel tierno corazoncito un rinconcillo oculto, en que la memoria iba depositando con implacable fidelidad la lista de todos los agravios, como un grano de simiente venenosa entre una vegetación salubre, como un tallo de cicuta que había de hacer brotar en aquella selva virgen el sombrío rencor, el rencor callado y paciente, árbol siniestro que produce a la larga los envenenados frutos del odio. Todavía aquel corazón angelical perdonaba fácilmente lo que reputaba por injuria; mas ya había dado un paso adelante, ya le era imposible olvidarlo por completo.

No era, sin embargo, el aburrimiento el que había traído aquella mañana a la condesa de Albornoz a entretenerse con sus hijos: parecía, por el contrario, preocupada, un poco inquieta, y notábase en ella esa agitación nerviosa de todo el que espera algo que teme o le importa. Lilí tuvo una idea felicísima: propuso a su madre que hiciese retratar a Paquito con sus premios. Púsose el niño muy encarnado, y movió negativamente la cabeza.

-¡Pues es verdad! -exclamó Currita encantada-. Sí, sí, ahora mismo... ¡Verás qué bonito!... ¡A ver, Germán!... Avise usted al señor marqués que vamos a subir a la cabaña a que nos haga un retrato...

Desprendióse el niño, al oír esto, de los brazos de Lilí, que, saltando de alegría, le abrazaba, y exclamó con enérgica ira:

-¡No!, ¡no!... ¡Papá, no!...

-¿Pero por qué? -dijo sorprendida Currita, agarrándole por un brazo.

Forcejeaba el niño por desasirse, muy colorado y conmovido, y con los hermosos ojos llenos de lágrimas.

-¿Pero por qué, por qué? -repetía Currita.

-¡Me dijo que me fuera!... ¡Me dio dos pesetas! -gritó al fin el niño con gran desconsuelo; y sollozando amargamente, escondió la preciosa carita en el seno de su madre.

¡Qué rayo de luz hubiera sido aquel lamento del niño para una de esas madres santas y prudentes que estudian y dirigen hasta el más ligero latido del corazón de sus hijos!... En él aparecía revelado un noble pundonor, que iba ya camino del orgullo, y una precoz propensión a la venganza, que espera oculta y paciente la hora de devolver desaire por desaire y ofensa por ofensa. Mas Currita sólo vio en todo aquello un capricho de niño voluntarioso, y entre caricias y reflexiones, halagos y amenazas, intentó persuadir al niño a que se dejara hacer el retrato: cedió este en la apariencia, y Currita subió con ambos niños de la mano a la espléndida cabaña en que tenía el marqués de Villamelón su taller fotográfico.

Porque el ocio, esa gran pesadumbre de los grandes, que en vez de lágrimas tiene bostezos, había despertado en el ilustre prócer y guerrero invicto la afición a la fotografía, no encontrando en él la aptitud necesaria para el cultivo de otras artes más elevadas. Comer, beber, dormir y retratar a todo bicho viviente que cruzaba ante la magnífica lente de su cámara oscura eran las útiles tareas que llenaban y aun hacían rebosar la vida de aquel ilustre prócer, a cuyos abuelos cabía tanta parte en las gloriosas empresas de la antigua España.

Acudió, pues, Villamelón presuroso, como siempre, a la menor indicación de Currita, envuelto en su fresca bata escocesa, que apenas le pasaba de la cintura; venía con él uno de esos magníficos perrazos de Kamschatka, de un blanco amarillento, que arrastran en su país pesados trineos, y había sido el paje continuo de Currita en una larga temporada en que le pareció muy espiritual hacer grandes excursiones a caballo.

Villamelón comenzó al punto a preparar la máquina con sus dedos manchados de nitrato de plata, y Currita disponía mientras tanto el artístico grupo en que habían de retratarse los niños. Colocóse en el centro un gran sitial gótico, preciosa joya arqueológica y artística, y hundidos en él ambos niños y estrechamente abrazados, habían de aparecer examinando juntos el diploma de los premios, un exacto facsímile de una bellísima miniatura del siglo XV; tendido a la larga ante ellos, Tock, el perrazo amarillento, apoyaba el hocico en el rojo almohadón de terciopelo en que descansaban los pies de los niños.

-¡Delicioso! -exclamaba encantada Currita-. Mira, Fernandito, parece un cuadro de Meissonnier.

Los premios, sin embargo, no aparecían por ninguna parte, y Paquito se encogía de hombros, asegurando ignorar dónde los había puesto.

-¡Tonto! -gritó Lilí, dándole una palmada-, si los dejaste abajo...

Y en menos de dos minutos fue por ellos y los trajo, mostrándose muy sorprendida de que los vivos colores del diploma apareciesen desteñidos en algunos sitios como por gotas de agua. El niño se puso muy encarnado y no dijo una palabra: sus lágrimas de la noche anterior eran la causa de aquellas manchas.

En aquel momento anunció un criado a Currita que el señor ministro de la Gobernación deseaba hablarla con urgencia. Volvióse ella bruscamente a su marido, dejando caer el diploma que tenía en la mano, y él se incorporó asustado, quedándole por la cabeza el paño negro con que se cubría para enfocar la máquina; por debajo asomaban sus bigotes retorcidos, su nariz colgante, sus ojos azorados en aquel momento, fijos en Currita, con la medrosa expresión del escolar desaplicado cogido in fraganti.

La esposa dio dos pasos hacia el esposo, desmintiendo con los rayos, que de sus claros ojos brotaban, la suave vocecita y el pausado tono con que dijo:

-¿Pues no comió ayer aquí ese buey Apis?...

-Es un animal -replicó el marido; y para ocultar su turbación, escondióse bajo el paño negro, poniéndose a enfocar de nuevo la máquina.

-Óyeme, Fernandito, que te estoy hablando -añadió Currita con relamida pausa.

Incorporóse de nuevo Fernandito, cada vez más turbado, sin quitarse el paño negro de la cabeza.

-¿Dijo anoche algo el buey Apis sobre el nombramiento?

-Nada -balbuceó Villamelón.

-¿Nada?... ¿Estás cierto?...

Los labios de Villamelón temblaron como tiemblan los del chico que va a soltar una mentira.

Y pensándolo mejor, sin duda, recordó al cabo Fernandito que el ministro de la Gobernación, el buey Apis, como por razón de su corpulencia le llamaban, tan sólo le había dicho que el pastel de ratas debía de ser muy indigesto. ¡Vaya usted a ver qué tontería! Pero en cambio manifestó a Juanito Velarde que aquello no podía quedar así, que nadie se burlaba impunemente del Gobierno y que estaba decidido a reclamar de Currita la aceptación del nombramiento, apoyándose en una carta que -¡frase poco ministerial!...- había de refregarle por los hocicos...

-¿Una carta? -exclamó Currita realmente sorprendida-. ¿Pero de quién?...

-¡Mía!... ¡Mía!... -balbuceó Villamelón; y comprendiendo que con esto soltaba el trueno gordo, pidió a la tierra que se lo tragase. Mas la tierra no tuvo por conveniente darle gusto. Currita avanzó otros dos menudos pasitos, y suavizando más y más su acento, mientras más y más se encolerizaba, añadió:

-¿Pero tú le has escrito, Fernandito?...

Villamelón bajó la cabeza anonadado.

-¿Pero no te dije que fueras a hablarle?... ¿Que en todo este negocio no había que soltar por escrito una sola letra?... ¿Lo ves, Fernandito?...

Villamelón retrocedió un paso como quien espera un cachete, y Currita adelantó otro, diciendo después de una pausa:

-¿Y dijo que iba a... a... a presentarme esa carta?

-Eso decía Velarde.

-¿Estás seguro?...

-Segurísimo.

Villamelón dio otro paso atrás y Currita otro adelante, repitiendo con tan suave voz que parecía una caricia:

-¿Lo ves?... ¿Lo ves, Fernandito?...

Y tirando de repente con rabioso arranque del paño negro, hundióle la cabeza a su ilustre esposo en la especie de saco que aquel formaba; volvió luego la espalda pausadamente, y sin perder su suavidad, salió de la cabaña.

Lilí se reía a carcajadas al ver a su padre forcejeando por sacar la cabeza del saco negro, y corrió a Paquito para decirle al oído un secreto muy grande, muy grande...

-¡Pero qué tonto es papá!...

Paquito no la escuchaba, sin embargo: durante toda esta escena había sentado en el sitial gótico a Tock, el perrazo amarillento, que se dejaba manejar con esa especie de cariñosa paciencia con que a los niños soportan los perros. Colgóle después de su collar de hierro repujado las cinco medallas de los premios, y colocándole en la cabeza el diploma en forma de cucurucho, gritó a Lilí con extraño acento:

-¡Anda, que lo retrate papá!... ¡A Tock le doy yo todos mis premios!...

Mientras tanto, pasmábase el lacayo al oír que su señora le daba, al pasar, la extraña orden de encender sin pérdida de tiempo la chimenea del boudoir, era aquel día el 25 de junio y el calor comenzaba ya a ser sofocante. Obedeció, sin embargo, con esa especie de impasibilidad automática, propia de los criados de grandes casas, y cuando el excelentísimo ministro de la Gobernación, don Juan Antonio Martínez, buey Apis, por otro nombre, entró en el boudoir, ardía ya en la chimenea un alegre fuego, y a su lado le esperaba Currita, tendida en una chaise longue, envuelta en una bata de raso, perfectamente enguatada, y arropados los pies con un plaid escocés finísimo: descansaba su cabeza en una gran almohada con lazos color de rosa, y tendiéndole al verle entrar su franca manecita, dijo con la débil voz de un enfermo desahuciado:

-¡Adiós, Martínez!... Sólo a usted hubiera yo recibido hoy.

El buey Apis dio un mugido, expresión fiel de la admiración, la sorpresa y el sobresalto que al punto le embargaron, y comenzó a sudar a la vista de la chimenea encendida.

-¿Pero qué es esto, señora condesa? -exclamó desolado-. ¿Sigue la jaqueca?...

-Fatal... ¡Fatal estoy! -contestó Currita-. Creo que tengo calentura... ¡y unos escalofríos!...

Y la muy ladina estremecía el débil cuerpecillo, señalando al mismo tiempo al ministro una pequeña marquesita colocada junto al fuego y al alcance de su mano: en ella se sentó el excelentísimo Martínez, dispuesto a dejarse tostar en su mullido asiento como san Lorenzo en las parrillas.

-¡Lo siento... lo siento en el alma! -dijo.

Y con sencillez verdaderamente progresista, añadió, recordando la rústica farmacopea de su tierra nativa:

-¿Por qué no se pone usted dos ruedas de patatas en las sienes?... Eso alivia mucho.

-¿Patatas? -exclamó Currita estremeciéndose de espanto. ¡Jesús, Martínez, por Dios!... Prefiero la jaqueca.

Martínez comprendió que había asomado la oreja lugareña bajo la piel del ministro cortesano, y entró en materia, dejando a un lado compasivos preámbulos y recetas caseras.

-Siento entonces venir a aumentarle a usted la jaqueca; pero el negocio es grave y urgente...

La condesa acomodó la roja cabecita en su blanda almohada con lazos rosa y fijó en el ministro sus claros ojos, que expresaban admirablemente la extrañeza. Afianzóse Martínez las gafas de oro, torció la descomunal cabeza, y amenazando a Currita con su gordo y porrón dedo, como hace el dómine que echa al niño una reprimenda cariñosa, le dijo:

-En Palacio están muy disgustados...

Currita se encogió de hombros, haciendo un gracioso pucherito como quien dice: ¿Y a mí qué me cuenta usted?...

-Sí, señora -prosiguió el ministro-. Su majestad el rey, muy ofendido... Su majestad la reina, sentidísima.

Diole a Currita ganas de reír la pomposa hinchazón con que pronunciaba el ministro demócrata aquellas sonoras palabras: Palacio..., majestad..., rey..., reina, que parecían llenarle la ancha bocaza, y preguntó con su suavidad acostumbrada:

-¿Quién?... ¿La Cisterna?...

Crecióse el ministro como un toro de Veragua al que plantan una pica.

-No, señora -exclamó ofendido en su orgullo dinástico-; su majestad la reina de España, doña María Victoria.

-¡Ya!... -dijo Currita-. ¿Y qué tengo yo que ver con los sentimientos de esa señora?...

-¿Qué tiene usted que ver?... -exclamó el ministro, sofocado por el calor de la chimenea y la calma zumbona de Currita-. ¿Pues le parece a usted poco solicitar el cargo de camarera mayor, para desairarlo luego después de concedido?... ¿Así se juega con una reina modelo de virtudes? ¡Pues sepa usted que el Gobierno está decidido a reclamar enérgicamente!...

Y el ministro, descompuesto, sudando la gota gorda, colorado como una remolacha, y con ambos puños apoyados en las respectivas rodillas, fijaba en Currita sus ojos de besugo, como si pretendiese tragársela de un solo bocado. No le intimidaban, sin embargo, a ella los mugidos del buey Apis; incorporóse un poquito, y muy extrañada y ofendida, y con los claros ojos fijos siempre en el vacío, comenzó a decir con su suave vocecita algún tanto apurada:

-¡Pero Martínez, por Dios, no se descomponga así!... ¡Se pone usted tan feo!... Preciso es que haya en eso alguna equivocación, algún quid pro quo, para que un hombre de su talento de usted diga semejantes desatinos... ¿Yo, camarera de la Cister... quiero decir, de doña Victoria?... ¿De dónde ha salido eso?

-¡De usted misma, señora condesa, de usted misma! -gritó el ministro-. ¿Se atreverá usted a negar delante del ministro de Ultramar que ha solicitado el cargo de camarera, con tal que diesen a Velarde la Secretaría del rey, y a usted seis mil duros de sueldo?...

-¡Pues ya lo creo que lo negaré! -contestó Currita con todo su desparpajo.

-¿Sí?... Pues veremos si su marido de usted lo niega igualmente, cuando todos los periódicos de Madrid publiquen esta carta.

Y el buey Apis sacó una de su bolsillo, que puso extendida ante los ojos de Currita, como si pretendiese cumplir su bestial amenaza de refregársela por los hocicos. La condesa fue a echar mano al papel con grande prisa, pero el ministro lo retiró al punto, diciendo brutalmente:

-¡Ca!... Esta no la suelto yo ni un momento; pero ahora mismo la oirá usted de cabo a rabo.

Y poniéndose las gafas sobre la frente, porque era miope, comenzó a leer la carta. En ella, el marqués de Villamelón, de acuerdo con su esposa, pedía para esta, por medio del ministro de Ultramar, el puesto de camarera mayor de la reina, con las dos condiciones indicadas antes por Martínez: la Secretaría particular de don Amadeo para Juanito Velarde y los seis mil duros de sueldo para la dama misma. La prueba no podía ser más concluyente, y Currita pudo comprender toda la imprudencia de su caro esposo al dejar escapar aquella prenda. No se apuró mucho, sin embargo: mientras el ministro leía, habíase ido incorporando poco a poco, haciendo mohínes de espanto y gestos de protesta, y de repente, con la agilidad de una gata cazadora que se lanza sobre el incauto ratoncillo, arrancó de manos del ministro la peligrosa carta y la arrojó al fuego... El papel se enroscó un segundo entre las llamas, quedando al momento convertido en cenizas.

Atónito el ministro retrocedió bruscamente en la butaca, soltando una palabrota: mas Currita, sin ofenderse por ella, ni asombrarse tampoco, dejóse caer de nuevo en su almohada como si tal cosa, diciendo con su cándida risita:

-¡Vamos, vamos, Martínez!... Preciso será que se ponga usted dos parches de patata... ¡Eso refresca mucho!...



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