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El Maestro1

Jorge Cardoso

«La Rioja no es un lugar como algunos otros»2.


a Irma Capellino de Moyano

*  *  *

Todos, Edith, Chicho, Celestino, Irma y Daniel, se preguntaron lo mismo: ¿quién es este famoso Maestro con quien tenemos que tocar?

La Directora de Cultura, sin nombrarlo, les había dicho que se trataba de un guitarrista riojano que había emigrado a Córdoba alimentando la ilusión que acompaña a todo joven músico aspirante a hacer carrera como concertista. El talento y el paso del tiempo hicieron realidad sus sueños por partida doble, en los escenarios, prodigándose en recitales por toda la provincia, y en el ámbito pedagógico a partir de la creación de la academia privada más prestigiosa de la capital.

Otra pregunta fue por qué no habían invitado a Amable Flores o al Rodolfo -Fito- Fernández Brac, ambos riojanos, vivían allí mismo y, cada uno en lo suyo, gozaban de un considerable reconocimiento local y provincial. Estimaban que, para tocar una sola obra, salía muy oneroso invitar a ese desconocido al cual, desde el principio y a falta de más información, decidieron llamar El Maestro.

Flores se hizo famoso con su composición «La salla-mancca», una especie de aquelarre folklórico. Se trata de música incidental que debe ser explicada antes de su ejecución. Amable la describe situándola en una cueva en lo alto de un cerro cercano a Villa Angostura, donde hombres y mujeres caracterizados por no proyectar su sombra acuden en busca de un pacto con el diablo al precio de entregar su alma. Allí compartirán chicha y aloja, bailes lujuriosos y conjuros y maldiciones con brujas y almas condenadas. A continuación, muestra con su guitarra imitaciones muy logradas de ecos de la cueva, croar de sapos, berridos de macho cabrío, bailes y saltos de duendes, carcajadas de brujas, etc. Luego toca la pieza completa. El éxito está asegurado y los aplausos son clamorosos.

Fito, excelente promesa como intérprete de música clásica, era también muy famoso en la provincia. La presencia de cualquiera de ellos sería garantía de lleno total. Pero no se hizo así y nunca se conocieron los motivos.

El Maestro no llegó en avión, como todo artista de renombre, sino en un autobús enclenque cuyo motor echaba humo y, por falta de puesta a punto, expedía detonaciones regulares por el caño de escape. Es fácil de recordar cuándo llegó pues cuatro días antes había estallado El Cordobazo.

Acudieron a recibirlo funcionarios de la Secretaría de Cultura acompañados de reporteros locales y un fotógrafo que aún usaba flash con magnesio porque las foquitos, de un solo uso, eran muy caros y difíciles de encontrar. Y los cinco músicos, por protocolo y curiosidad antes que para rendir un homenaje al maestro desconocido. Cuando se hicieron las presentaciones formales pudieron conocer su nombre, verbalmente y por escrito ya que se aprovechó el momento para repartir el programa impreso entre todos los presentes.

Preguntado acerca del viaje respondió que muy cansador aprovechando la oportunidad para dar rienda suelta a una auto promoción que no parecía improvisada. La fatiga -según él- se le había ido acumulando luego de dar un memorable concierto que, casualmente, había tenido lugar cuatro días antes. Contó que no había podido descansar porque tuvo que dedicar mucho tiempo a atender las numerosas entrevistas solicitadas tras al éxito obtenido, entre otras cosas porque había sido transmitido en directo por la televisión cordobesa.

Luego lo llevaron al Hotel de Turismo, el Palacio Ramírez de Velasco, hermoso ejemplo de arquitectura neo-colonial construido hacia 1930, rodeado de jardines y llamado así en homenaje al fundador de la Ciudad cuya estatua en bronce monta guardia desde la esquina.

Los cinco músicos convinieron en varios puntos: que sin recuperar energías la gira de tres conciertos consecutivos no le iba a resultar fácil aguantar al Maestro, que había sido muy extraña su presentación en la terminal y que seguían sin conocer detalles de su vida, porque el currículum que figuraba en el programa, como suelen hacer muchos artistas, estaba manifiestamente inflado.

Mucho después de su, como se verá, misteriosa desaparición, desde Córdoba llegaron comentarios que daban cuenta de lo curioso que fue ver a alguien que no se prodiga en conciertos aprovechara, el día menos apropiado, para tocar, nervioso y cometiendo errores infantiles, una, una sola, de las piezas más fáciles y conocidas que existen, el Romance Anónimo. Para tan pobre fin se presentó en los estudios con una guitarra con más cuerdas de las necesarias, una «tablacuerda», como llamaba su amigo y luthier Pancho Prados a la guitarra de diez cuerdas en alusión al ancho del diapasón, parecido una tabla de lavar ropas.

Los ensayos tuvieron lugar en la casa de Irma y Daniel. Ella se ofreció a todo, desde cebar mate, preparar tortas fritas, café o té, ofrecer refrescos o cerveza e incluso preparar el almuerzo y la cena para todos, aunque esto último el Maestro nunca aceptó. Edith actuaba como lugarteniente de Irma.

La gira incluía tres conciertos: viernes en La Rioja, sábado en Chamical y domingo en Chilecito. El programa consistía en una primera parte en la cual el Maestro interpretaría solos de guitarra cuyos título y nombre del autor iría anunciando oportunamente, y una segunda con el Concierto en Re mayor RV 93 para 2 violines, laúd y bajo continuo de Antonio Vivaldi en una transcripción de Daniel para trío de arcos, re-bautizada con el título de «Los arqueros del Rey Arturo». Quedó así:

  • Laúd (guitarra) el Maestro,
  • Violín: Francisco «Chicho» Palmieri
  • Viola: Daniel Moyano (interpreta la parte de Violín II)
  • Violoncello: Celestino Palmieri (interpreta la partitura del continuo)

Para el primer ensayo, el jueves por la mañana luego del desayuno, habían dispuestos cuatro sillas en semicírculo, que el Maestro rechazó porque un solista siempre toca delante de los demás. Daniel, portavoz desig y resig nado, le señaló que aunque eso podría suponer un problema para las entradas, si así se sentía a gusto, que las diera él mismo, a lo cual también se negó porque eso es tarea de un director. Haciendo gala de paciencia, diplomacia y adulación, consiguió convencerlo para que regrese con su silla a la posición original diciéndole que Chicho, ubicado en un extremo y a su izquierda, podía dar las entradas con un gesto de arco lo suficiente visible como para que él no tenga que quitar la vista del diapasón.

Otro problema fue la insistencia en tener a su lado un trípode donde depositar la guitarra mientras no tocaba. Se le sugirió que lo ponga detrás suyo, pero el Maestro respondió que el «bípode» (sic) debe permanecer a mi derecha por si tengo que limarme o pulirme las uñas entre uno y otro movimiento. Amén. Además les confió que no había podido dormir bien.

Una vez ubicados en su sitio, comenzó el ensayo. Primer movimiento, Allegro. El Maestro no conseguía entrar al mismo tiempo que sus colegas, a pesar de los gestos exagerados de Chicho y a las numerosas repeticiones precedidas de diferentes sugerencias fueron en vano. El Maestro seguía empantanado y, lo peor, es que decía con un tono poco refinado pero imperativo, que la orquesta siempre debe seguir al solista. Para poder avanzar había que salirse del contexto y hacer una concesión musical. Sin abandonar la lectura de las notas hubo que recurrir al oído y a explicaciones onomatopéyicas. Que es lo que hizo Chicho.

-Aquí, en el primer movimiento, mis notas son exactamente las mismas que las suyas de modo que, si le parece bien, no es necesario que toque la introducción, puede entrar después.

-¿Introducción? mi partitura no dice nada de eso.

-Maver, intente seguirme. Da capo. Salvo el violonchelo todos tenemos las mismas figuras. Los tres primeros compases son así: tíraran-tíraran-títatata, tíraran-tíraran-títatata, tíraran-tíraran taaaa… ¿de acuerdo?, luego va cuatro veces tíraran-tíraran y termina con taaaa... ¿verdad? Continuemos, tan-tátantá-tarirántata, tan-tátantá-tarirántata y a continuación la melodía comienza a ascender y tocamos siete veces tantí alargando el último taaaa… ¿sí?, bien.

Ahora viene el remolino de semicorcheas que comienza con un tan, luego se oye seis veces tárarira y remata con un taaa… final.

Es a partir de aquí donde debe entrar, en el compás número 12.

Chicho acababa de inventar una clase para aprender a tocar de oreja una obra barroca para cuatro instrumentos. Pero ni así. No había caso. Daniel, bastante impaciente, tuvo la ocurrencia de señalarle, con mucha discreción, una obviedad.

-Su solo entra en anacrusa, Maestro.

-¿Anacrusa? Ahhh. Claaaaro.

Dejó la tablacuerda en el bípode, se puso de pie y sin quitar la vista de la partitura que sostenía con la mano izquierda, con el dorso de la derecha le daba golpecitos, diciendo:

-Vea, quien diría... una anacrusa. -Luego, como si estuviera enseñando un descubrimiento propio, repitió el mismo gesto delante de cada uno de sus colegas añadiendo-: Debe ser el cansancio. Trabajo mucho y duermo poco. Además, en el ómnibus respiramos polvo todo el viaje.

En ese momento hubo que suspender el ensayo, algo que ocurrió varias veces, y esperar hasta que se alejara la camioneta de la empresa «Propalaciones Riojanas», contratada para recorrer la ciudad publicitando el concierto. Cuatro enormes parlantes instalados en el techo que apuntaban a todas partes sonando al máximo volumen tolerable obligaban a interrumpir cualquier conversación -o el ensayo- para escuchar el anuncio por la fuerza.

Al lado del chofer iba sentado un individuo que se creía presentador de televisión. Lo mismo daba que leyera o que improvisara porque sistemáticamente decía pavadas. Lo que le habían pasado fue el currículum del Rey Arturo donde los detalles más importantes habían sido resaltados con un rotulador fosforescente naranja. Este señor, como todo locutor agrandado, tenía esos dos defectos típicos que ellos, sin embargo, consideran virtudes: la mala costumbre de pronunciar con exageración cualquier palabra que se le cruzara y la falta de respeto al texto. En su caso, la estupidez consistió en dar prioridad al color naranja desligándolo por completo del contexto y cambiar el nombre de Yepes por Chepes. Así se escuchaba el esperpento:

Maniana vierenes, a las veintiuuuna horas, en el Teatoro del Hogar Escuela, garán conociéreto de los guitarrissstas Anaderés Segovia, Naracíso Chepes, nuestro Araturo de la Sieeeerra3 y Anatonio Viválidi, acomopañados por el tirío de cueredas de la Dirección de Culutura de la Porovincia de La Riojaaaa.

La pausa fue aprovechada para relajarse y tomar mate. Mientras el Maestro bebía su taza de té que es infinitamente más sano, y menos tóxico, los arqueros, con la máxima discreción, decidieron añadir una «V» sobre la barra de los compases donde empezaba cada solo de guitarra, anotando dentro del ángulo la cifra 9/8. Esa fue la segunda concesión, una nota de más, obligada y necesaria para dejar de perseguir al solista y poder continuar el ensayo. Como es sabido, todo músico de orquesta asiste a los ensayos con lápiz, goma de borrar y sacapuntas. Como creían que las dificultades atribuidas a la fatiga terminarían por solucionarse, la goma se transformó en un símbolo de esperanza.

Al retomar el trabajo llegaría, eso pensaban, el momento de calma y serenidad. El Largo no presenta ninguna dificultad técnica, el solista toca cómodo, el chelo marca el ritmo discreto e implacable mientras el violín y la viola ejecutan notas largas. Sin embargo, el problema de las entradas seguía presente. La solución, tercera concesión, fue anunciada por Daniel a manera de chiste.

-Comience cuando quiera, Maestro. Nosotros, los tipos del arco, los arquetipos, lo seguiremos a muerte. El ritmo lo lleva Arquímedes, el chelista. Lo llamamos así porque el movimiento de su arco recibe impulsos de derecha a izquierda directamente proporcionales a las notas que desaloja.

Santo remedio y fin del ensayo, aparición de Irma, reparto de refrescos y marchando una infusión mixta de manzanilla y cedrón para el Maestro, que no aceptó ni la picada ni a quedarse a almorzar argumentando que, debido a problemas digestivos, deseaba comer algo muy liviano para inmediatamente ir dormir la siesta. Entre broma y broma Daniel le advirtió lo que se iba a perder: unas soberbias lasañas cuya receta, heredada de sus «ancestras», Irma había mejorado -«amplitúdicamente» según Chicho- con la experiencia y el paso de los años, aliños y apaños.

-No veo las horas de transformarme en un arcabuche -dijo Celestino.

Antes de regresar al hotel, el Maestro confesó:

-No es fácil ensayar con tanto calor. No consigo controlar mis manos, están tan transpiradas que resbalan de un lado a otro todo el tiempo.

Curioso calor a finales de otoño.

-Todos estamos cansados -añadió optimista, Celestino. -Luego de la siesta todo irá mejor, ya verán. -Callando una ocurrencia hasta después de que el Maestro partiera en un taxi-: Sí, se notaba que la tablacuerda estaba más resbalosa que teléfono de carnicero.

Siguiendo con el programa previsto, a las cinco de la tarde se retomaba el ensayo con el tercer movimiento, el Allegro. Una vez terminado se haría una pausa para finalmente agotar la jornada revisando los problemas surgidos a lo largo de toda la obra.

No habiendo sorpresas ni novedades más allá de lo ya conocido, se aplicaron las mismas soluciones. El solista, por los mismos motivos señalados para el primer movimiento, no tocará la introducción, lo hará el violín. Para sus entradas en anacrusa se procedió a la misma terapia de anotar una «V», esta vez con la cifra 13/8, indicadora de alerta y de una nota de más.

Pero fue al final cuando se presentó el peor de los inconvenientes. A partir del compás N.º 27 comienza el último solo de guitarra, un fragmento en donde el violín y la viola enmudecen y solamente el chelo la acompaña. Así, sin cobertura, el solista queda tan expuesto que no le queda otra alternativa que una ejecución impecable. Pero el Maestro no podía ni con su instrumento ni con la partitura, nada le salía bien. A todas luces su problema era técnico, de digitación o falta de práctica individual. O, para él, del calor, el cansancio, los desórdenes digestivos, los nervios... Suele ser dramático cuando esto ocurre al final de la obra ya que es aquí donde se juegan a todo o nada los aplausos y el reconocimiento del público. Además, los arqueros siempre coincidían en la nota final, él, nunca.

Ante el desconcierto, mientras todos esperaban una reacción, alguna explicación, una sugerencia, un cambio, una disculpa, algo, cualquier cosa que pudiera resolver el impasse, el Maestreo, presa de la desesperación y con cara de condenado a muerte dejó su guitarra en el bípode, se levantó y se dirigió hacia Irma mostrándole las manos con las palmas hacía abajo y los dedos exageradamente separados diciéndole, con una rara manera autoritaria de rogar clemencia:

-¡Vea! ¡Se me han acortado los dedos!

Luego se plantó delante de cada uno de sus colegas para que verifiquen con sus propios ojos el extraño fenómeno de metamorfosis digital.

Repuestos de tan estrafalario prodigio, la decisión final, unánime, fue que el Maestro haga lo que pueda durante su solo y que se detenga cuando los arquitectos lleguen al último compás, que tocarán fortísimo para disimular la ausencia de la guitarra.

Como antes de separarse el Maestro mostraba visibles signos de malestar y desánimo, Daniel le soltó, según se mire, una frase tranquilizadora e irónica.

-No se desanime Maestro, todo irá muy bien, ya verá. Después de esta gira le auguramos el inicio de una nueva época insipiente y en progresión.

El Maestro se lo agradeció convencido de que la palabra insipiente era con «c».

Un cambio inesperado se presentó durante la cena. La Directora de Cultura llamó por teléfono anunciándoles que el Maestro había declinado tocar en la primera parte del programa debido a que se sentía indispuesto, pero que, no obstante, iba a hacer el esfuerzo (sic) de participar en la segunda. También les dijo que había intentado convencer a Flores y a Fernández Brac para que lo reemplacen pero ambos rechazaron figurar como reemplazantes, argumentando algo así cómo ¿recién ahora se acuerda de mí? Antes de terminar la llamada, a menos de 24 horas del concierto, les avisó, o mejor dicho los intimó a que, juntos con Edith -e Irma, la volteadora de páginas- tendrían que tocar en la primera parte. Un baldazo de agua fría sobre una situación ya bastante caldeada.

El ensayo del viernes por la mañana, a fin de preservar toda la energía para el concierto de la noche, solo consistió en un filage, o sea tocar cada movimiento de punta a punta sin detenerse salvo algún inconveniente mayor que lo justifique. Por la tarde, los arqueólogos y la pianista repasaron de un tirón las obras del último concierto ofrecido semanas atrás.

Cuando una sala está llena de amigos, familiares y alumnos, el éxito está asegurado. Es lo que ocurrió esa noche en el Teatro del Hogar Escuela. No habría nada que reseñar salvo el hecho de que el Maestro no conseguía serenarse. Mientras calentaban motores en un aula, él intercalaba escalas con la frase inicial del concierto, esa que habían decidido que no tocara, tíraran-tíraran-títatata, repitiendo una y otra vez la misma digitación en todas las cuerdas, bastante horrible según en cuál de ellas se toca. Luego se ponía de pie, iba de un lado a otro como tigre de circo enjaulado, mientras se miraba el dorso de las manos para inmediatamente abrir y cerrarlas varias veces, como hacen los atletas de salto con pértiga antes de iniciar su carrera hacia los cielos. Solo que al Maestro el listón le quedaba muy alto. Chicho tuvo la excelente idea de sugerirle, no en ese momento porque ya no había tiempo, que para el concierto siguiente iba a escribir en su partitura las mismas notas del final-final para así poder apoyarlo en su solo. Su intervención fue tan mágica que el Rey Arturo, por primera y única vez, aunque esa noche trastabilló en todos sus solos, el final le salió impecable.

Lo habitual en ese teatro era la proyección de películas, lo contrario unos pocos conciertos anuales. Lo único que esa noche importunó, más a los músicos que al público, fue escuchar el impertinente anuncio de «aero bombón helado» al final de cada movimiento, proveniente del tipo con chaquetilla blanca y voz de barítono que vendía golosinas.

La cena, prevista con anticipación en un restaurante céntrico, contó con la presencia de una treintena de asistentes que compartieron comentarios y chanzas con la alegría de siempre pero cuya duración fue más corta de lo habitual ya que al día siguiente había que viajar para dar el segundo concierto.

Chamical está ubicado en la parte baja de los llanos riojanos a unos 150 km de la capital, lo que exige al menos dos horas de viaje. No se sabe cómo lo pasó el Maestro ya que iba en el auto de la directora de cultura.

Los demás lo hicieron en el suyo acompañados de su cónyuge y otro familiar más, el fastuoso equipo de mate de cuero artesanal con sitios para el termo, la yerbera, la azucarera (¡maldita costumbre la de del mate dulce!) y para el porongo con su bombilla, cada cual más caro que botiquín de médico.

Al entrar a Chamical por un camino de tierra tuvieron que circular varios cientos de metros detrás de un camión regador. Es curioso que, siendo su función la de mojar la calzada para evitar que el paso de vehículos desprenda polvareda es el que más la levanta. Al llegar, mientras bajaban los bártulos del coche, transpirados y sacudiéndose la ropa, Daniel, irónico como siempre, dijo a sus compañeros:

-Voy a redactar un petitorio para reclamar a la municipalidad que les pongan las regaderas en el paragolpe delantero. Antes de firmarlo dúchense y quítense el barro así no me lo ensucian.

Los esperaba a la entrada su propietario, el vasco Bazán, a quien Daniel, luego de presentar al Maestro, le comentó que había hecho algunas averiguaciones que lo llevaron a la conclusión de que no era descendiente de vascos sino de nazaríes conversos, de un tal Abul Hacen nieto del rey de Granada, quien al bautizarse cambió su nombre por el de su padrino cristiano. No lo querían ni los castellanos, por su origen, ni los moros, por traidor. O sea, que usted, don Bazán, es descendiente y heredero de un rey. Si reclama sus derechos podría coronarse rey de los llanos riojanos. Si no le gusta tengo otro antepasado para usted. Bazán es un enorme gallo mitológico japonés que vomita fuego fatuo. De día se esconde entre bambúes, algo así como nuestras cactus tuneros pero que crecen derechos, y de noche se dirige a los poblados más cercanos. La gente que ha oído su cacareo dice que suena más o menos «basabasáaa». Es una criatura benigna, como usted, no hace daño al ser humano. Una manera muy sencilla de demostrar si usted es uno de sus descendientes es cacarear. ¿Suele hacerlo en noches la luna llena?

Pero el vasco, el navarro Bazán, muerto de risa, más argentino que Martín Fierro, decidió continuar dentro del clima jocoso preguntándole a Edith por qué esta vez había venido vestida con una blusa que le cubría hasta lo alto del cuello. Con un humor inhabitual en ella, tan seria, pero para no desafinar con el ambiente creado le respondió que esta vez no quería poner en apuros ni a Daniel, ni a Schubert ni a los familiares de Osvaldito4, el bicho que le había trepado por el escote -de allí la alusión de Bazán- durante el último concierto que habían dado en su pista. Y añadió:

-Daniel podrá tocar esta noche libre de esa ansiedad in crescendo que provoca la espera de algún silencio de corchea, ese tipo de signos que transmutan la interpretación en ejecución. Los parientes de Osvaldito, aquel irresponsable suicida que puso en riesgo la obra de Schubert, y que explotó a contratiempo bajo un tardío pero certero «golpe de arco», hoy estarán a salvo.

La pista Bazán había sido una antigua cancha de básquet a la cual le habían quitado las jirafas con sus aros para transformarla en la pista de baile chamicalense más popular.

Para la realización de los pocos conciertos que se organizan durante el año, las mesas y sillas se instalan en la pista misma, tal como estuvieron ubicadas en el recital anterior. Sin embargo, si lo que se trata es de un baile, estas se acomodan por fuera de ella, rodeándola.

Conscientes de que en el concierto de esa noche no era adecuado tocar el programa completo, músicos y funcionaria adjunta ejecutiva acordaron reducirlo a una sola obra por parte del cuarteto antes de interpretar el Vivaldi. El motivo fue que la gente se impacienta a medida que pasan los minutos, sobre todo cuando está previsto un baile inmediatamente después del concierto.

La tarima de los músicos, a la cual se accede por detrás, está situada en un costado de la pista. Cuatro columnas metálicas, una en cada ángulo, unidas por una intrincada telaraña de cables y alambres, servía para sostener el sistema de iluminación y un toldo protector.

El Maestro preguntó por qué ponían budas Fuyí debajo de las mesas si no había mosquitos en esa época de año.

-Por los champis, las juanitas, como dicen allá en Córdoba -respondió Bazán-, ya lo va a entender más tarde, cuando comience el baile. Es nuestro último invento para disimular su olor.

El concierto transcurrió como si fuera un ensayo más durante el cual muy poca gente demostraba interés en escuchar mientras los demás conversaban sin parar, algunos en voz tan alta que resultaba difícil concentrarse en lo que estaban tocando. Los desaciertos del Maestro, hay que reconocer, fueron menos numerosos de lo habitual y, lo más importante fue que el final, tocado en «solidario», despertó sonoros aplausos, generosos por parte de quienes habían escuchado el concierto y exagerados por parte de los conversadores a quienes el final los agarró desprevenidos. Como suele ser la regla en esos ambientes, no hubo ningún pedido de bises y los aplausos cesaron en el instante mismo en que los artistas abandonaban la escena.

Luego de guardar los instrumentos y cambiarse de ropa los músicos, al fin relajados, se dispusieron a cenar en las mesas previstas situadas al costado del escenario. El propietario se dirigió al Maestro para preguntarle si conocía a un primo suyo que vivía en Córdoba, Quico Bazán, empleado del tribunal de cuentas, quien tocaba muy bien la guitarra y solía dar conciertos. El Maestro, mintiendo, manifestó no saber nada de esa persona. Ese primo no era solamente uno de sus competidores sino el mejor de ellos y, para más mérito, no podía dedicarse exclusivamente a la guitarra porque el trabajo se lo impedía.

Primero trajeron una «Picada Imperial», nada especial, para ir haciendo boca, compuesta de salamín, queso y maní. Preguntado el porqué del título si es lo mismo que se sirve en cualquier bar, el patrón explicó que no era por la picada sino por el nombre de la cerveza, la única que tienen en el bar. Allí no servían comidas pero esa noche, excepcionalmente y para agasajar a los músicos, habían comprado empanadas en una de las fritanguerías más famosas del pueblo, conocida popularmente como el Templo del Colesterol. El Maestro, fiel a su estilo, reclamó algo más liviano. Luego de consultarlo, el mozo le propuso un bife vuelta y vuelta con papas hervidas o arroz a la manteca. Mientras tanto el baile, que transcurría con toda normalidad, iba haciéndole entender entre arcada y arcada el porqué de los espirales.

La última vez que vieron al Maestro, aunque no podían adivinarlo todavía, fue en el momento de subir al auto antes de emprender el regreso. Tampoco la directora de cultura, que lo vio por última vez cuando lo dejó en el hotel.

*  *  *

A la mañana siguiente el teléfono empezó a recalentarse: el Maestro había desaparecido. Preguntaron en todas las compañías de ómnibus que operaban el servicio La Rioja-Córdoba sin ningún resultado. Al principio algunas se negaron a revelar la identidad de sus viajeros, y no fue hasta más tarde, gracias a la mediación de las autoridades, que se confirmó que ninguna persona con ese nombre había viajado a Córdoba.

Durante los primeros momentos, por prudencia y falta de certitud, los organizadores decidieron no hacer pública su desaparición. Continuaron las averiguaciones durante toda la mañana y solo se pondrían en contacto telefónico con su familia luego de confirmar que el Maestro tampoco había tomado ningún colectivo con cualquier otro destino y una vez que el viaje en avión hacia Buenos Aires fuera descartado. Mientras tanto, las especulaciones comenzaron a dispararse, especialmente cuando desde Córdoba, a media tarde, se confirmó que allá tampoco sabían nada de él.

Las reuniones tenían lugar en el bar del hotel. Hasta allí llegaron y permanecieron toda la jornada, además de los arqueros, varios personajes locales impresionado por la noticia. Los comentarios preocupantes fueron paulatinamente dando paso a chistes y juegos de palabras de todo tipo. Se apostaba a quién podría ser el asesino, si el destripador de Boston o el estrangulador de Londres o ambos a la vez, y por dónde empezarían a cortar. ¿Estrangularle las manos? ¿Destriparle la tablacuerda? A Chicho, sin querer, se le escapó «deberían alargarle los dedos», pero como nadie se rio no intervino más. ¿Quién debería investigar?, ¿Miss Poirot, Ellery Maigret, Hércules Holmes, Sherlock Marple o el inspector Gadget? Por ahí alguien soltó: el Soldado Chamamé. Nadie se tomaba en serio el drama de su desaparición.

Amable Flores dejó claro su punto de vista por si acaso había sido capturado: no había que pagar el rescate porque no se perdía nada si lo ejecutaban. Al fin y al cabo era la pena que le correspondía luego de haberse pasado toda la vida «ejecutando» obras a diestra y siniestra, sin remordimientos, con nocturnidad y licencia como si fuera el James Bond de la guitarra.

Fernández Brac, en cambio, aparentemente más sensato pero igual de socarrón, sugirió que las investigaciones deberían centrarse en el entorno de los Reynoso, Espín D'Allier y Ribeiro5, todos ellos guitarristas y enemigos acérrimos suyos y, sobre todo, en Carlos Valderrama, el capo de la mafia de la guitarra cordobesa, capaz de emitir por Radio Nacional una grabación de Andrés Segovia diciendo que era él quien tocaba sin que se le cayera la cara de vergüenza.

Un amigo de Fito era de la idea de que se debería investigar a los demás guitarristas que, según la publicidad callejera, lo habían acompañado en la gira: Segovia, Chepes y Vivaldi.

Que los raptores estaban convencidos de volverse millonarios rematando la tablacuerda en Sotheby's, que como daba risa verlo tocar, seguramente no era él sino Landriscina disfrazado, que el Maestro se había ejecutado a sí mismo, que era lógico que se haya ido al cielo porque sabía más de astronáutica que de guitarra, que ya era mortadela y estaba sentado a la siniestra de Santa Cecilia, que se había ido a la cueva de Villa Angostura a canjearle su alma a Mandinga para poder tocar bien el Vivaldi, que se había escondido hasta que se le alargaran los dedos...

Las conjeturas irónicas acabaron cerca de medianoche cuando la directora de cultura, con el rostro desencajado, llegó al bar anunciando que la espera y la incertidumbre habían terminado: el Maestro estaba vivo. Creyendo inminente un ataque cardíaco debido a un fuerte y angustiante dolor de pecho, le había rogado a un viejo e íntimo amigo que lo llevara de regreso. Y acababan de llegar a Córdoba. Alguien, atinadamente, preguntó por qué no fue directamente al hospital, a lo cual la señora, pillada in fragante como un niño en plena una travesura, respondió:

-Mañana se va a hacer pública una nota oficial.

*  *  *

La resolución del caso pone punto final a la narración. Lo ocurrido durante los días posteriores carece de interés. Por lo demás, la lectura de esta crónica vuelve innecesario preguntarse por qué «Arturo el digibreve» jamás volvió a La Rioja.

Ciertos acontecimientos sociales, en su devenir incesante, van diluyéndose en la memoria colectiva gracias a la ayuda de su mejor cómplice, el tiempo, que se ocupa de barrer lentamente sus huellas hasta hacerlos desaparecer. Salvo en la mente de sus actores. Memoria, tiempo y silencio, en este orden.

El silencio, principio y final de toda obra musical, es también un símbolo que hermana a sabios, músicos y pescadores.

Pasado un tiempo impreciso, Chicho y Daniel volvieron a la práctica de uno de sus pasatiempos favoritos, la pesca, actividad que les permitía reunir, de manera simultánea y efímera, esas tres condiciones. Al fin y al cabo, como es sabido, poner la mente en blanco es también característica de mentes superiores.

Ir al dique «Las pirquitas», situado en la provincia de Catamarca, significaba realizar una actividad simétrica consistente en madrugar, viajar, alquilar un bote, montar el equipo, tentar suerte -que haya «pique»- y almorzar para luego desandar el ritual y llegar a las casas entrada la noche.

El primero en conseguir una captura fue Chicho, un buen pejerrey predestinado a escabeche. El pescado en sí mismo, por otra parte lo único «pescable» en esas aguas, no les decía nada. Pero su nombre los iluminó repentinamente llevándolos a evocar sincrónicamente a ya se sabe quién. Desde ese día soleado, flotando, en paz con sus almas, por decisión unánime y con efectos retroactivos, su apelativo precedente mutó definitivamente por el de los arqueros del pejerrey Arturo, para menor gloria de «el digibreve».

Arles, 18 de febrero, Año dos del Coronavirus

Daniel Moyano con Edith Fernández, Chicho Palmieri y Celestino Palmieri durante un concierto del Cuarteto Estable de La Rioja a principios de los años 60.

Daniel Moyano con Edith Fernández, Chicho Palmieri y Celestino Palmieri durante un concierto del Cuarteto Estable de La Rioja a principios de los años 60

 
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