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Semblanza de Moyano

Álvaro Ruiz de la Peña





En 1987, Daniel Moyano vino a Oviedo a un encuentro de escritores hispanoamericanos, y en los años siguientes se vinculó a Oviedo con la dirección de una serie de talleres literarios que fueron fortaleciendo su vinculación con esta ciudad. Creo que yo lo conocí en el 88. Me acababa de mudar de casa y le dije a Daniel que podía instalarse en la que yo dejaba, porque iba a permanecer vacía durante un tiempo. Daniel se instaló en la vivienda y a partir de ahí anudamos una amistad que duró hasta la fecha de su muerte, en los primeros días de julio de 1992.

Realmente, yo siempre digo que los que nos movemos en este mundo de la literatura (docentes, investigadores, profesores en general, escritores, editores, etcétera) gozamos de una circunstancia afortunada que no se da en otras profesiones o actividades. Por ejemplo, los militares: un teniente o un capitán, por no hablar de la escala inferior de los mandos, jamás o poquísimas veces tienen la oportunidad de hablar con un general de brigada o con el capitán general de la IV Región Militar; un cura párroco de Mieres pocas veces, más bien ninguna, tiene la posibilidad de hablar con un cardenal de la curia romana o tomarse una ginebra con el primado de España; un empleado de Bankia se jubilará sin haber compartido una larga sobremesa con cualquiera de los consejeros del consejo de administración de la entidad y la única vez que verá al presidente de la cosa será a través de su foto en la sección de tribunales; un aparejador o un arquitecto municipal de Avilés tendrá muy difícil acompañar a Santiago Calatrava (Moneo o Sainz de Oiza) a celebrar el cobro de proyectos inconclusos a una comida de trabajo en Arzak o en Aduriz; un futbolista de la 2.ª B no alternará jamás con Cristiano Ronaldo y un par de modelos rusas en las islas Caimán... y así sucesivamente.

Nosotros sí. Los que nos dedicamos a este inquietante oficio (más inquietante ahora que nunca con este ministro castizo que nos ha caído encima), tenemos sin embargo la fortuna de conocer a gente excepcional, a escritores que son la base de nuestro trabajo (con algunos de ellos deberíamos compartir el sueldo, no me refiero a los muertos, claro), a escritores cuya cercanía para el resto de la gente sólo es posible haciendo cola en El Corte Inglés o en una de esas maratonianas sesiones de firma de ejemplares en la Feria del Libro del Retiro.

Nosotros podemos cenar con Bioy Casares, con Torrente Ballester, con Alberti o Claudio Rodríguez, con cualquiera de los grandes narradores o poetas que vienen a la universidad, a un curso de verano o a cualquier otro festejo académico de aquellos que organizábamos para los estudiantes cuando había dinero para hacer más aeropuertos que en Alemania o más palacios de lo que fuera en Viena. Retomo el hilo.

Uno de esos lujos que yo tuve fue conocer a Daniel Moyano. Lo de menos es que fuera un excelente narrador, que fuera un cuentista admirable, que fuera, en fin, un escritor en posesión de unas dotes excepcionales. Lo de más es que era un hombre de los pies a la cabeza, un tipo que había nacido, entre otras muchas cosas, para hacer felices a los demás.

La palabra de Daniel. Daniel hablaba y las palabras adquirían un brillo especial, aunque estuviera hablando del servicio de autobuses urbano, aunque hablara de los inspectores del timbre o de la sección de crucigramas de un periódico de provincias. Las palabras acudían a los labios de Daniel y salían transformadas en poesía, le brotaban como arpegiadas, como leídas en un pentagrama de una belleza cálida e inusual. Daba igual de qué coño hablara. Daniel pasaba las palabras por los labios y, un término que en otro podría resultar pedante, en él resultaba amorosamente cotidiano. Diríase que democratizaba las palabras, las igualaba para todos los públicos, las vendía de saldo a todos, sólo para hacerse solidario de ellas y que ellas se hicieran solidarias con los demás. Y después su falta absoluta de arrogancia, de vanidad de escritor consagrado, su desprecio por el figureo, por la jardinería social, por el elogio ajeno si él intuía que no procedía del agradecimiento.

Recuerdo un montón de anécdotas de Daniel. Una tarde lo llevé a un partido del fútbol del Oviedo. Le dije que iríamos dos o tres amigos más, muy queridos por mí y muy futboleros. Daniel se pasó todo el partido mirando más a la gente que a los jugadores, y cuando salimos del campo alguien propuso ir a cenar a un chigre de Tudela Veguín. De camino a la espantosa villa cementera, mi amigo José Luis del Viso me dijo: «Álvaro, este hombre se aburrió más que La Pasionaria en una puesta de largo. ¿Quién coño es, que no habla de nada y se pasó el partido mirando el cielo?». Yo no les había presentado a Daniel, porque tuve miedo de que les cohibiera estar con un escritor. Llegamos a Tudela Veguín-sur-Mer y cenamos en una tasca que ponían unos calamares con fabes sobrecogedoras de buenas. A media cena, los tres amigos estaban seducidos por Daniel y cuando le preguntaron, «pero tú a qué te dedicas», les contestó: «sólo soy cuentista». Yo intervine para decir que era uno de los mejores narradores argentinos actuales, y los amigos que eran bastante lectores, sobre todo dos de ellos, pidieron que les dijera su nombre: «Daniel Moyano, me llamo», y aquello fue el acabose, porque Del Viso y Fernando Lorenzo habían leído cosas suyas. Daniel cantó tangos, yo canté vaqueiras y los amigos se unieron al coro porque tenían oído y eran melómanos de coriquín. Bueno, prefiero no contar cómo volvimos a Oviedo, pero a los tres días Daniel me dijo que se habían presentado en su casa y les había firmado ejemplares de sus obras. Quedaron amigos para siempre.

En otra ocasión, con motivo de un viaje a Madrid, llamé a Daniel por teléfono y quedamos para cenar en el casco viejo. Yo quise que mi primo Luis Miguel Ruiz de la Peña, que era primer viola de la Orquesta de Radio Televisión Española, le conociera, conociera a un colega argentino que también tocaba la viola. Luis Miguel, que era tan bohemio como Daniel y que se apuntaba al bombardeo de Dresde, llegó como siempre tarde y mientras tanto aproveché para hablarle de él a Daniel. Para mi sorpresa, Daniel lo conocía como solista de Igor Markievitch y había asistido a algún concierto suyo. Llegó Luis Miguel, empezamos a cenar y vi que el proceso de seducción de los dos músicos avanzaba a pasos de generala. Luis Miguel siempre llevaba la viola con él y después de cenar nos fuimos a un café cantante de la calle de Orense en el que Luis Miguel actuaba de vez en cuando con un cuarteto de jazz que tenía. Había un acordeón siempre en el local para los espontáneos. Luis Miguel cogió el acordeón, que también tocaba, y le cedió a Daniel la viola. Estuvieron tocando una hora aproximadamente, era la primera vez que lo hacían juntos y aquello sonaba con una perfección extraña, a veces desincronizada, pero los dos buscándose en las complejidades de la armonía, con encuentros y desencuentros que siempre acababan con una increíble coincidencia. Se había bebido bastante y como cierre, ante los atónitos espectadores del duetto, Daniel y Luis Miguel tocaron, primero Grandola Vilha Morena, coreada por un público entregado, y como remate, en plan propina, inició los sones de La Internacional. Cuando alguien entre el publicó pidió A las barricadas, decidimos que era la hora de retirarse a los cuarteles. Eran las cinco y media de la mañana.

Sé que los dos siguieron viéndose en Madrid y mi primo Luis Miguel me dijo que era uno de los músicos más notables que había conocido fuera del mundo profesional de las orquestas españolas. Sabe Dios cuántas veces habrán tocado juntos divirtiéndose, riéndose como locos y comiéndose la vida a mordiscos. Luis Miguel murió tres años después que Daniel.

No quiero dar más la paliza con estas historias que a mí me conmovieron y me enseñaron en qué consiste la verdadera grandeza de un artista: en ser como los demás siendo muy distintos, pero que muy distintos.

En dos momentos de la vida de Daniel escribí dos artículos que ya no pudo leer. Uno del 92 y otro del 93. Con ellos quise y quiero reflejar la admiración, el cariño y el respeto enorme con los que construí mis lazos profundos de amistad con aquel hombre singular, entregado a la belleza y a la compasión por sus semejantes, que amó las palabras y los acordes y que dejó un reguero de tristeza cuando se fue a buscar otros caminos.





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