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La defensa de lo romántico en la revista literaria «El Artista»

Mª. de los Ángeles Ayala


Universidad de Alicante



El Artista1 es, como bien ha señalado la crítica2, una de las revistas más emblemáticas en lo que respecta a la difusión del romanticismo en España. De la lectura de sus sucesivas entregas se desprende una serie de convicciones profundas que evidencian los objetivos o propósitos que indujeron a Eugenio de Ochoa y Federico Madrazo a fundar la mencionada revista. Aunque en el Prospecto anunciador no aparece de manera clara su posición literaria3, la defensa de la nueva escuela romántica se vislumbra con total nitidez desde el Prólogo que acompaña a la primera entrega y se confirma una y otra vez en numerosas páginas de la revista. Con una estrategia perfectamente orquestada, sus colaboradores van de menos a más, defendiendo su posición romántica con mayor fuerza a medida que las entregas se suceden. Defensa teórica y práctica, como lo prueba el significativo número de artículos de estricta crítica literaria y el hecho de que la revista recoja las creaciones de claro sabor romántico -composiciones líricas y relatos breves- de los jóvenes escritores que comienzan a abrirse paso en el panorama literario español de estos años -José de Espronceda, Patricio de la Escosura, Mariano Roca de Togores, Jacinto de Salas y Quiroga, Joaquín Francisco Pacheco, Salvador Bermúdez de Castro, Nícomedes Pastor Díaz, Luis González Bravo, José Zorrilla Moral, Augusto de Cueto, Jerómimo Morán4 - al lado de las traducciones e imitaciones de los más célebres y discutidos representantes del movimiento fuera de nuestras fronteras -Byron, Dumas y Víctor Hugo5-. Desde la práctica y la teoría Ochoa y Madrazo planifican minuciosamente la consolidación del romanticismo histórico, el más conocido y en mayor medida aceptado en estos momentos y, sobre todo, la aclimatación del romanticismo exaltado de Víctor Hugo. De ahí que sea el teatro el género al que se le presta, desde el punto de vista teórico, mayor atención y al que aludiremos en mayor medida.

La estrategia empleada por directores y colaboradores parece seguir unas pautas definidas de antemano. Así, desde el primer momento, se insiste en la decadencia del arte en general y del teatro en particular. La ausencia de obras originales en escena es denunciada repetidamente a la vez que se subraya cómo los géneros y modalidades dramáticas que se representan en los teatros españoles no despiertan el interés de los espectadores6. Ni el teatro antiguo español, ni la comedia clásica moratiniana, ni el llamado drama sentimental o «llorón» aciertan a satisfacer las exigencias de un público ahíto, por un lado, de su reiterada presencia en los escenarios y, por otro, desorientado ante el curso de los acontecimientos políticos y sociales que está viviendo. La literatura, expresión de la sociedad a la que pertenece, refleja esa época de crisis, de tensiones entre distintas ideologías, tal como Campo Alange señala en el siguiente fragmento que reproducimos:

El teatro, en particular, y la literatura en general son, como ya hemos dicho, la expresión, el retrato de la sociedad a que pertenecen. Nuestra sociedad moderna, oprimida hasta ahora por el despotismo, agitada actualmente por mil opuestos intereses, despedazada por la guerra civil, carece aún realmente de formas y de colorido. ¿Es, pues, de extrañar que no los tenga tampoco nuestra moderna literatura?7



Eugenio de Ochoa también señala por su parte ese desconcierto que envuelve al individuo en estos momentos de transición «en política, en literatura y en todo; sentimos que nos hace falta algo, pero no sabemos qué; sólo estamos seguros de que esto que nos falta no es lo que hemos tenido hasta ahora»8. Ochoa y sus colaboradores se apresuran desde las páginas de El Artista a brindar a sus contemporáneos esa necesaria orientación, pues de manera sutil se defiende la conquista de las libertades civiles y políticas alcanzadas después de la muerte de Fernando VII. Defensa de la libertad que tan claramente para ellos es la esencia natural del movimiento romántico. Eugenio de Ochoa en «Reflexiones» vuelve a insistir en que «la literatura es en todas las épocas y en todos los países, la expresión más exacta del estado social»9, de ahí que en la época del despotismo militar, la literatura fuese esclava de normas férreas, mientras que la llegada del gobierno representativo suponga alcanzar la libertad en literatura como en la sociedad y «esa libertad aplicada a la literatura es lo que la gente de juicio entiende por romanticismo».10

Con afirmaciones de este tipo en las que se relaciona la política y el arte, los colaboradores de El Artista consiguen que el lector vaya identificando lo propio del siglo XIX -ruptura con lo anterior, época nueva, defensa de las libertades civiles, lo contemporáneo- con la moderna escuela romántica defendida por los jóvenes escritores españoles y que ellos, evidentemente, pretenden consolidar por medio de la revista. Modernidad, juventud, novedad, romanticismo y siglo XIX se configuran como un conjunto homogéneo que se opone, consecuentemente, al pasado próximo, al sometimiento político y literario, a lo rutinario, a las fórmulas defendidas por escritores poco atentos a la actualidad. Es decir, a los que la revista denominó clasiquistas, preceptistas o rutineros, a aquéllos que creían que estaban «ya fijadas y escritas para in æternum, las reglas del buen gusto, cuyos apóstoles son Aristóteles, Horacio, Boileau»11. Desde El Artista se subrayará, por el contrario, su fe en la perfectibilidad del hombre, de la sociedad y de las artes; su convencimiento de que el progreso en todos los órdenes es imparable.

Desde esta firme convicción El Artista emprende una feroz campaña contra la rutina y la atonía que presenta la literatura y de manera especial el teatro español. Desde las secciones fijas como las rotuladas Teatros, Variedades, Anuncios o Notas los redactores señalan su decepción ante la ausencia de novedades reseñables, a la vez que Eugenio de Ochoa, Espronceda, Campo Alange, Pedro Madrazo, entre otros, en sus trabajos de crítica teatral o literaria insisten en la idea de que la decadencia del arte nace de la «repetición de lugares comunes que causan hastío».12 Ante la rutina neoclásica El Artista abandera una verdadera revolución literaria y señala que «en materia de espectáculos teatrales nada puede convenir tanto al severo carácter de las ideas modernas, como el drama grave, profundo, filosófico de la novísima escuela francesa, a cuya cabeza brilla Víctor Hugo y Alejandro Dumas».13

A juzgar por las frecuentes llamadas de atención que los colaboradores lanzan a los lectores sobre la radical novedad del moderno drama francés, se percibe, con claridad, hasta qué punto los redactores de El Artista son conscientes de la dificultad que entraña romper con esa actitud acomodaticia, con la cómoda rutina, en que autores y público parecen estar instalados. Dificultad a la que habría que añadir un nuevo escollo, el desconocimiento de los principios de la nueva literatura. Así, por ejemplo, Santiago de Masarnau sostiene que «para apreciar el mérito de una obra es indispensable tener conocimientos en el arte a que pertenece14 y Eugenio de Ochoa por su parte señala que para comprender el significado de una obra concreta de Victor Hugo, «para penetrar su verdadero sentido, es preciso estar muy familiarizado con el genio peculiar de este escritor [...] Victor Hugo representa un sistema social, una filosofía nueva, profunda, la que a su parecer reclama este siglo en que vivimos».15 Así, con la clara intención de divulgar los principios de la nueva escuela El Artista va estableciendo el canon del romanticismo, tal como sus redactores lo perciben en este momento. Un canon del que destacaremos los principios que con más insistencia se reiteran en los artículos y críticas elaboradas al calor de los estrenos teatrales que de la nueva escuela se suceden a lo largo de 1835 y primeros meses de 1836 en nuestros escenarios.

El Artista, desde el mismo Prólogo, propone unos modelos concretos, pues relaciona el romanticismo con los nombres de Chateaubriand, Schiller, Goethe, Manzoni, Lamartine, Scott, Dumas y Hugo, sin olvidar los autores antiguos como Homero, Dante, Shakespeare y Calderón, presentados, estos últimos, como modelos de originalidad y profundidad de pensamiento. Se abraza así el romanticismo histórico con la evolución que la escuela ha experimentado en Francia, con ese romanticismo de tono humanitario y más exaltado que la revista, particularmente, defiende con entusiasmo y desea dar a conocer a sus lectores.

Como no podía ser de otra manera uno de los principios que con mayor intensidad se reivindica es la libertad absoluta del escritor en abierta oposición al dogmatismo neoclásico. Las manifestaciones en este sentido son numerosísimas. Sirva como botón de muestra las palabras de José Bermúdez de Castro:

Déjese a cada autor la libertad de escribir y describir una acción de la manera que la concibe; no se le pongan lazos; no se le encierre en un término prefijo ni se le dé un compás matemático para medir lo que menos sujeto está a medidas, lo que menos se presta a pauta y molde, lo más volandero y fantástico: la imaginación. Libertad literaria como libertad política, por eso ha clamado siempre El Artista, y en esta nueva doctrina que se va ya adoptando, su voz ha sido, si no la de más peso, al menos, de las primeras.16



La libertad artística se percibe como un derecho innato de todo escritor y en aras de ese derecho, los colaboradores de El Artista niegan, por regla general, el valor de cualquier norma. Se rechaza, en primer lugar, un único canon de belleza artística, inmutable e universal:

[...] cada siglo tiene su fisonomía particular, y su literatura, independiente en un todo de la de las otras épocas, la cual se impregna de sus vicios, pasiones, virtudes y creencias; en una palabra, de su colorido y le sirve en cierto modo de expresión. Admitido esto, les parece [a los románticos] un absurdo pretender que las literaturas de siglos que en nada se parecen, tengan las mismas formas y se adapten a los mismos moldes, como si fuesen hijas de una misma época y país.17



Se rechaza, asimismo, el sometimiento a las unidades clásicas, especialmente las de tiempo y lugar18, aunque no se proscribe su uso por completo ni obligatoriamente, sino que se admiten como «una indicación de los límites que conviene no traspasar; más no una prescripción del camino que se ha de seguir».19 Los escritores románticos, señala Eugenio de Ochoa en Literatura, no necesitan que los partidarios del clasicismo les indiquen la observación de muchos «principios señalados por Aristóteles y Horacio»20, ya que son verdaderas reglas de buen gusto. Lo que no admiten son las apreciaciones de retóricos y gramáticos que, tomando como base a estos autores de la antigüedad, han formado «un código, clasificado los delitos en que puede incurrir un escritor, y dando fórmulas para producir obras de formas sumamente regulares, sin ninguna monstruosidad, tersas y apacibles como el agua de una laguna, aunque sean como ella sin transparencia, insípidas y prosaicas».21 La falta de originalidad, pues, es otro de los grandes defectos que los colaboradores de El Artista recriminan a los partidarios del clasicismo, rechazando con fuerza a esos escritores que esconden su escaso talento arropados en el prestigio de las reglas:

Dicen, no obstante, los clasiquistas que es muy fácil hacer comedias sin reglas, porque cuando ¡no hay ninguna traba!... ¡Conque es muy fácil hacer comedias como las de Calderón! Pues háganlas y se lo agradeceremos mucho y no los llamaremos autores narcóticosoporíferos como los llamamos. Porque han de tener sabido que lo que nos disgusta en sus producciones no es el ver observados unos preceptos que pueden ser buenos o malos, sino el ver que carecen de toda centella de genio, que quieren reparar esta falta irreparable con el prestigio de las reglas.22



Desde las páginas de la revista se defiende la mezcla de tiempos, lugares, tonos en un mismo producto artístico, pues la naturaleza debe convertirse en objeto de estudio e inspiración para el verdadero creador:

[...] la naturaleza es la fuente en que el poeta bebe sus inspiraciones, y muy errado va quien cree que el copiarla no consiste en otra cosa que en describir con armoniosos versos hermosas pastorcillas, y amorosos requiebros y zagales y cristalinos arroyuelos que serpentean. La naturaleza encierra modelos de todas las bellezas, como de todos los horrores; los tipos existen: el genio consiste en saberlos ver y representarlos tales cuales son.23



El objetivo de captar la realidad en toda su complejidad hace que los colaboradores de la revista defiendan los «géneros mixtos», el moderno drama que reúne en su seno los elementos que se dan separados en la comedia y la tragedia clásicas:

[...] la mezcla de las situaciones trágicas con las vulgares, de las reflexiones filosóficas con las frases bajas de la plebe, son copias fieles de la naturaleza; y sólo esto constituye el mérito de las artes de imitación. Lo sublime al lado de lo ridículo, el llanto al lado de la risa, el hombre del vulgo al lado del artificioso cortesano; esto lo vemos diariamente.24



La violación de la preceptiva neoclásica no sólo obedece a ese principio básico de facilitar la libertad creativa, sino que responde también al deseo de recuperar el interés del espectador, pues «el público, que, antes que todo [...], busca interés en el teatro, empezó a notar que muchas de las tragedias más decantadas por los clásicos, tenían la ventaja de conciliar el sueño aun a los menos dormilones».25 Objetivo que los modernos dramas consigue a tenor de las palabras de Campo Alange: «[...] con la introducción de dramas fabricados a la moderna [...] el teatro [...] ha vuelto a verse lleno de espectadores».26

Los colaboradores de El Artista proponen, en definitiva, una obra artística nueva, que no esté presidida por la idea de «satirizar algún vicio, de corregir alguna pasión, de combatir las preocupaciones, de ridiculizar alguna humana debilidad»27 como las obras de procedencia dieciochesca. El drama moderno, como el genuino teatro de Shakespeare y Calderón, debe encaminar todos sus esfuerzos a profundizar y ahondar en el estudio del ser humano. El escritor romántico, señala Leopoldo Augusto de Cueto, «se apodera del interior, penetra los misterios, lee en el alma, pinta lo invisible, da formas a lo que no las tiene, presenta al hombre desnudo de la corteza exterior, y aprecia justamente sus acciones, no por los resultados, sino por la intención que presidió en ellas».28 En la última frase del párrafo transcrito se nos ofrece una velada alusión a las frecuentes acusaciones de inmoralidad y complacencia en los horrores que los clasiquistas dirigen a los nuevos dramas. Eugenio de Ochoa, como el propio Leopoldo Augusto de Cueto, señala que la escuela romántica exige una nueva forma de entender la moral en el arte: «La moral en el arte [...] no debe ni puede deducirse de la apariencia o forma exterior de la obra, sino del fondo de ella y de la intención que presidió a su nacimiento».29

El teatro moderno no se concibe, tal como señalan los colaboradores de la revista, como un mero pasatiempo. La finalidad que el escritor persigue no es la de agradar al público, sino conmocionar al espectador con la «pintura minuciosa, profunda y filosófica de cada uno de los personajes y la borrascosa lucha de sus pasiones».30 Lo que busca es «inspirar, elevar la imaginación, dilatar el alma, en una palabra, cambiar la esencia del hombre convirtiendo uno de hueso y carne en otro de éter y fuego».31 De ahí su preferencia por la presentación de personajes presos de una pasión y argumentos severos que hagan meditar al espectador. Argumentos que, siguiendo la estela de Victor Hugo, proyecten, desde una clara visión filantrópica, las cuestiones que preocupan a la sociedad contemporánea.

Consecuentes con estos principios que rigen el moderno drama, los colaboradores de El Artista exigen un lenguaje nuevo que favorezca la expresión enérgica y la claridad de pensamiento. Proponen la abolición del «estilo parafraseado, hueco en ideas y abundoso en palabras»32 propio de obras escritas bajo el yugo del absolutismo ilustrado. La libertad civil y política de los nuevos tiempos exige, por el contrario, «un lenguaje severo, exacto y tan filosófico, que nunca pueda una palabra, tomada en diferentes acepciones, proyectar la más leve sombra que oscurezca el pensamiento. Necesitamos en el día un lenguaje incisivo, claro y que envuelva la idea en el menor número de palabras posible».33

Aunque en no pocas ocasiones se ha señalado el tono moderado que preside los ataques y censuras que los colaboradores dirigen al clasicismo, El Artista se configura como una verdadera revista militante, como auténtica abanderada del romanticismo en España. El tono moderado, la propensión a reconocer los aciertos y bellezas que encierra el clasicismo y la inclusión en sus páginas de obras regidas por las normas clásicas nacen de la propia concepción y defensa de un movimiento que exige la libertad absoluta del escritor. Los redactores, pues, no hacen más que alejarse del peligro de imponer una nueva preceptiva que sustituya a la anterior, convencidos, tal como sostiene Leopoldo Augusto de Cueto, de que «el libre albedrío de los literatos»34 es el principio rector de la literatura que exige el siglo XIX.





 
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