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El abad de Rueda y conde de Sástago

J. de B.

Ana María Gómez-Elegido Centeno (ed. lit.)

I

D. Jaime el Conquistador

Asaz mohíno y de mal talante hallábase de rey D. Jaime primero de este nombre en la ciudad de Calatayud en febrero de 1233, asistido de sus infanzones1, halagado de sus mesnaderos2, cercado como en guisa de honor por sus altivos y poderosos ricos-homes3.

Habíase decretado la conquista de Valencia en cabildo general de tales próceres, celebrado no muy antes en Alcañiz, y dádose feliz comienzo a tan importante designio por D. Blasco de Alagón, que con buen golpe de gente y mayor arrojo tomara para sí, a modo de botín, la plaza de Morella, tenida por inexpugnable en aquellos tiempos.

Desabridos celos engendrara en el ánimo del ambicioso monarca el que tan señalada honra le hubiese sido antecogida por ninguno de los suyos; y aunque nunca tal amago de generoso resentimiento habría sido parte a humillar bajo su peso aquella cabeza siempre erguida, siempre dispuesta a realzarse contra todo linaje de reveses, muy mas allá del alto término donde rayaban sus altivos pensamientos; sin embargo, el célebre conquistador, en el acto de considerar posible y de dar ya por hecho y aun puesto a buen recaudo (en los varoniles ímpetus de su corazón) su audaz proyecto, yacía tan hondamente sumido en secretos cuidados, que el marcial estrépito del regio atuendo no era poderoso a dispertarle4 de su acuitado ensueño.

Pensaba en que la condición de plaza fronteriza hacia enojoso en la ciudad de Morella el feudo y señorío de ningún particular, mucho más al comenzar una conquista, cuya llave era; y este pensamiento inquietaba para sus ulteriores designios el ánimo del guerrero. Tenía ponderada a todo peso la rústica temosidad5 de Alagón, en esto de no ceder ni darse a partido en el menor de los puntos que atañer pudieran al caudal de su honra, a la noble herencia de su genial orgullo; y tal tropiezo, levantado en medio de sus planes de conquista, acuitábale6 como a monarca que tenía muy en su memoria las forales condiciones de su poder. Pero el mismo D. Jaime, que armado caballero a los trece años de su edad en Santa María la Mayor de Tarazona, no supo meter coto a su ira, y se arrojó a perseguir cuerpo a cuerpo, lanza en ristre y a todo escape por los montes de Burbáguena al sedicioso Abones (deudo y acaso hermano del arzobispo de Zaragoza del mismo nombre) tenía tan a raya los impulsos de su ardimiento en el civil gobierno del reino, que nunca el calor de su ánimo le hizo confundir una pelea con un litigio, ni nuca herir con fechos7 de armas los actos de sus cortes. —292—

Siguiendo esta vez el camino que el temperamento de las leyes le mostraba abierto, resolvióse a encomendar al consejo y a la pluma lo que en el embarazo de su primer dificultad hubiera acaso confiado al estruendo y escándalo de las armas, y he aquí la raíz de una célebre avenencia.

De Consilio procerum8 se ayuntaron9, pues, en familiar compaña10 el belicoso Jaime y el casi indomable Alagón, y el consejo de los amigos recabó en el ánimo de este segundo, lo que de sus buenas partes no se hubiera granjeado nunca el embate de la fuerza: porque temoso por demás, no era muy de doblar su brazo, que terrible y poderoso entre los más esforzados de su tiempo en afamados palenques11, castigó entonces su rudeza, y con la cruz del Redentor, por no saber escribir su nombre, señaló la escriptura en que dejara su señorío de la ciudad de Morella por el condado de Sástago, villa que su padre D. Artal recibiera años antes a peños12 del rey D. Pedro.

Ansí dieron feliz comienzo a su título de conde D. Blasco de Alagón, alcaide13 entonces por acaso del fuerte de Calatayud, y a su rica conquista de Valencia el primero de los Jaimes, que con haberlo sido en el reino aragonés, a peligro está de que merezca considerarse sin segundo en todos los que comprendía el imperio godo.

II

El avenimiento

Menguada de paz, cuanto rica en recias desavenencias, cruzara casi dos siglos por graves dificultades la recelosa vecindad de los freires14 de Escatrón, y de los siempre orgullosos alagonos, desde que trasladados de la Juncería15 a nuestra Señora de Rueda los primeros, y apoderados los segundos del absoluto señorío de Sástago, hubieron de mirarse frente a frente tan orgullosos rivales.

El místico orgullo que engendrara en el ánimo de los cistercienses la idea de que hijos del gran Bernardo habitaban un monasterio, durante la vida del mismo fundador levantado, compadecíase muy mal con la indómita arrogancia que en la raza de los condes traían desde su más remoto origen inoculada, las altas fazañas16 que de centuria en centuria venían esclareciendo los blasones de esta noble familia, una de las once que fundaran el antiquísimo y gloriosísimo reino de Sobrarbe.

Ayuntábase a este heráldico motivo, la no menos fuerte razón, de que el condado que los Alagones disfrutaban, y los extensos términos donde éste se contenía, debíanlo de todo en todo a los varoniles esfuerzos de su levantado ánimo, a rudos y formidables golpes de su brazo; considerando a la postre el trastrueque de la fronteriza Morella por la riberiega Sástago, no como una gracia del rey a vasallo, sino como un favor con que el altivo rico-home había honrado al más poderoso soberano de su época, tan solo por hacerle merced.

Por el contrario, toda la magnificencia y pingües acostamientos del feudal monasterio de Rueda, no eran ante sus ojos más que una humilde cifra con que la mano de Alfonso segundo había escrito en un rincón de sus tierras la limosna con que, a fuer de rey aragonés, quería levantar del polvo de su nulidad a cuatro asendereados eremitas.

Exagerada por demás parecerá a alguien la violencia desta contraposición, pero de buen grado deben convenir en ella los que no pierdan de vista la índole de soberana altivez, que sobre todo cuanto los cercaba, bien sagrado, bien profano, sobresalía en los envejecidos hábitos destas razas seculares.

Y con esto, y con las revueltas de aquellos desasogados17 tiempos, no será difícil de creer la falta de concierto que desde luego reinaría entre tan mal acondicionados vecinos, y la sobra de discordia que trabajó grandemente aquellas comarcas, hasta el punto de que, a la sombra de los escándalos de los señores, medraran, asendereándose por trochas y, encrucijadas, sus pecheros18; levantando a perdurable fama de repto19 en homecillo20, de rebato en forzamiento, los repugnantes apodos de célebres bandoleros, y hasta los valles y recuestos donde tales desafueros de continuo se cometían.

Tan ruda malestanza21 alcanzó a acuitar el corazón de los más avezados a tal linaje de fechurías22: y los hombres de mediano pasar, que tan en peligro vían sus modestas fortunas en el torbellino de tales reencuentros, allegáronse a los muy heredados, y estos a los amigos y deudos del conde y del abad, y todos de consuno trabajaron aína23 en el buen propósito de dar de mano a sus reyertas, para dar así cima al general desasosiego que todo lo turbaba, y asentar sobre buenos y profundos cimientos el edificio de la paz.

Un amigable avenimiento24 entre las partes contendedoras fue el camino que a Alagones y Freires se propuso, y convenidos en uno, para que cada cual trajera a colación todas sus escrituras y codecillos25, y demás sendos mamotretos que a sus disputas atañesen y sobre sus mojones linderos versasen se acordó celebrar en un muy calificado cabildo26 de amigos e deudos e sabidores de los derechos, que sobremesa y al beber de los mejores vinos de la tierra convirtiesen en alegrías las pasadas tristezas, y viniesen con desenfado y buenas maneras de conciliación, los puntos que a los condes y a los abades, tan en pugna por tan luengos años los habían traído.

Y el día aplazóse para estas justas de paz, porque en generosos presumían contender, los que antes con encarnizamientos cual enemigos se pelearan; y el terreno para tal palenque señalado fue el que en más recias disputas justo y el que más ocasión hubo sido de controversias e ideas; que era a nuestro presumir por allá por hacia las ventas de Alcaceer27.

III

El festín

Suntuoso y grande fue el cadalso28 que se levantó en una gran sala de estrato formada al propósito de tal yantar29, y muy lucidos sus paramentos30, que cubiertos de fébridas vajillas, y todo lo al que a sus menesteres atañían, éranse el objeto de las miradas inquisidoras de los curiosos.

Encontrábase el aposento cubierto de paños de valor y los escaños31 de fino brocado, y cuando fue dada la señal, presentáronse en aluvión los convidados, que acá y acullá vagaban por aquellos alderredores32, en honestos esparcimientos distraídos, porque a guisa de monteros33 los unos para seguir la caza, puestos horros los otros para ejercitarse en la lucha y la carrera, ocupábanse todos en varias maneras de menoscabar las fuerzas del cuerpo para acrecer las del apetito, o mejor, las del hambre.

Y apuestos pajes y robustos legos, ataviados los unos a la usanza del tiempo, arremangados los otros de brazo y pierna para mejor llenar su oficio, cruzaban y trascruzaban con presteza sin par, y a todos servían y a todos contentaban de sabrosos manjares y de muy gentiles mostos, según que sabían a no bautizados, hasta que la vegada34 de las conservas y viandas menores fue venida, y llegaron a lucir y a engolosinar los ojos, porque se hallaban ya sobrehastiados los estómagos.

De la parte del abad salieron a plaza después de adobadas aceitunas y bien macerados quesos, variadas muestras de chucherías35 y embelecos36 de las muy reverendas madres de Sigena, y por la del conde pastas y sendos pastelones de las muy experimentadas dueñas de su casa, avezadas asaz a dispertar en uno los fraternales estímulos de la sed y de la gula.

Y principiaron entonces la diversidad de los vinos, y la trisca37 y la algazara, y los dichos agudos y discretos, y los motes38 y reproches; llegando al extremo de que el abad lanzara sus saetillas al conde en achaque de traer a cuento sus puridades juveniles, y que el conde en buena guerra motejase al perlado39 de gran cabalgador de mula —293—, y a malicia mezclara además algunos nombres no desconocidos de apuestas escatronesas40 de aventajada prole, rozagante gesto y garrido continente; y así en corto trecho todos departían a este son, y la mesa a poco convirtióse en behetría41, hasta que a la postre hubo de cruzar el perlado su cetro abacial por todo lo largo de ella, y su bastón el ricohome: y solo así tornó el sosiego, aprovechando su oportunidad entonces las dos partes para recordar el objeto de tal ayuntamiento; y todos cesaron con ello en su bullicio, y se prepararon de muy bueno y jovial talante al propósito de la codiciada avenencia.

Cuando héteme que a deshora presentóse con ademán entre resuelto y homildoso42 un negrillo que al servicio de la casa de Sástago largo tiempo vivía, y veíase en sus manos un bulto que a un grande queso semejaba, pero mañosamente cubierto con un paño repostero, donde de gran realce las armas de los Alagones resaltaban; y llegado al abad, por cuya espalda trujo su camino, enclavóle sobre las sienes una a modo de montera43 de fierro candente, que era lo que debajo ocultaba.

Cayó el abad, y alaridos de espantable horror sonaron donde quiera, y al abrigo de la general consternación lanzáronse como de rebato deudos y amigos del conde sobre los legajos, que para el deseado avenimiento en medio de la mesa se hallaban; y mientras los ignorantes de la zalagarda44 y los de la parte del monasterio ahuyentábanse transidos de horror sin poner coto a su fuga, alongábanse con el botín los que de la del conde a tal propósito eran venidos. La soledad y el silencio reemplazaron al bullicioso estrépito de todos, y un cadáver que a cabellos y huesos requemados en muy luengo trecho trascendía, fue el único sujeto que continuara en su lugar aquella tarde.

Final

Grande ruido metió en toda la cristiandad este homecillo, que tan en uno juntaba la alevosía y el sacrilegio. A nuestro entender no ha llegado la manera con que se alejó de la cabeza del conde el castigo que por su mal fecho bien merecía; aunque la justicia en tiempos turbulentos no sea muy en su puesto y los ricos-hombres de Aragón no puedan según ley morir de justiciada.

Pero si la humana no, la divina, que como de propia autoridad ejercía entonces el Papa, así que hoy quieren volverla a ejercer sus subcesores, fulminó contra el desatentado conde sus anatemas, y condenóle a perpetua y rigurosa penitencia para extirpación de tamaño escándalo.

Consistió ésta en fundar el convento de san Francisco de Pina, y en arrodillarse cada y cuando oyese nombrar al abad de nuestra Señora de Rueda, castigando con lo primero su avaricia, y domeñando45 con lo otro su soberbia. Empero, como de presumir era, tales amagos de pena no contentaban en todo los deseos de los deudos de D. Frey Gastón Ayerbe, que tal se llamaba el abad.

La familia deste apellido presumía de traer con la suya sangre real, y sin esto érase ella de por sí asaz esclarecida, para sufrir sin mengua la menor mancilla. A propósito de lavarla, pasó cierto día por junto la persona del soberbio Alagón el deudo del difunto perlado Ruiz de Ayerbe, y por sojuzgar su altiveza miróle de hito en hito, y parecióle con forzado acento el nombre del abad. Por modo de cristiandad fincóse el conde de hinojos, mas al levantarse de la tierra hízolo ya requiriendo su daga, y un repto fue lanzado y admitido, y ambos, en sigilosa compaña, metiéronse sin pereza en Morería cerrada.

Y fue buen punto el eslegido46, porque allí murió poco menos que como moro47, el que había manchado su vida con tal fechuría de mal cristiano; y creyó todo el mundo que el dedo de Dios había herido a quien no hiriera la ley de los humanos; porque ante aquel han sido y serán siempre iguales los ricos y los pobres hombres.

Cuando en la tierra llegará esto a verdad, ¡qué de regocijos habrá por ende el cielo!

FUENTE

J. de B., «El abad de Rueda y conde de Sástago», El Fénix (Valencia), 4/4/1847, n.º 79, pp. 291-293.

Edición: Ana María Gómez-Elegido Centeno.