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Idea de un príncipe político cristiano representado en cien empresas

Diego Saavedra Fajardo




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Aprobación

Del R. P. Fray Pedro de Cuenca y Cárdenas, del orden de los mínimos de San Francisco de Paula, Lector Jubilado, Calificador del Consejo de la General Inquisición de España, Vicario general del ejército de su Majestad en Italia, Provincial que ha sido tres veces, Celoso y Procurador General de su Religión, &

Por comisión del Santo Oficio he visto estas Empresas políticas y digo que si a algún libro se había de conceder privilegio para que pasase sin censura o para que bastase la de su autor, era éste, a imitación de Dios, que aprobó lo que había criado: Vidit cuncta, quae fecerat, et erant valde bona, con que quedaría sin esta mortificación, y mi humildad sin peligro. La obra es tal que solamente necesita de sí misma para su recomendación, pues como dijo San Ambrosio, liber ipse per se loquitur. En ella la razón de Estado se adorna con tanta erudición y con tan prudentes aforismos y profundas sentencias, que si Córdoba nos dio un Séneca filosófico, Murcia nos le da político. Solamente me lastimo de que no la hayan gozado las edades; con que el Emperador Carlos V hubiera excusado el leer a Comineo, Marco Bruto a Polibio, y Augusto no se hubiera cansado en escribir de su mano las noticias del Imperio. Y si el mayor punto de la naturaleza consiste en engendrar un rey y producir un príncipe, mezclando en su generación el oro de su mayor quilate, como dijo Platón: Quo natura intendens generare Regem miscuit aurum, este libro le excede, pues para el mundo moral engendra reyes con formación tan rica, que tiene bien que gastar la más extendida Monarquía, con seguridad que no hallará nuestra Santa Sede qué sentir, la mayor curiosidad qué censurar, ni las mejores costumbres qué huir. Nada le merezco al autor con esta aprobación, porque la materia no deja libertad al juicio, y así, obedezco al gran Bernardo, cuando enseña: disce verecundia decorare lidem, reprimere praesumptionem. Milán, 20 de marzo 1642.

Fray Pedro de Cuenca y Cárdenas

Attenta relatione praedicta admodum R. P. Magistri Fr. Petri de Cuenca y Cárdenas concedo quod

IMPRIMATUR

FR. BASILIUS, Commissarius Sancti Officii Mediolanensis.

JOANNES PAULUS MAZUCHELLUS pro Eminentissimo Domino Cardinali Archiepiscopo.

Comes Maioragius pro Excellentissimo Senatu.




Al Príncipe Nuestro Señor

Serenísimo señor:

Propongo a V. A. la Idea de un príncipe político cristiano, representada con el buril y con la pluma, para que por los ojos y por los oídos (instrumentos del saber) quede más informado el ánimo de V. A. en la ciencia de reinar, y sirvan las figuras de memoria artificiosa. Y porque en las materias políticas se suele engañar el discurso, si la experiencia de los casos no las asegura, y ningunos ejemplos mueven más al sucesor que los de sus antepasados, me valgo de las acciones de los de V. A.; y así no lisonjeo sus memorias encubriendo sus defectos, porque no alcanzaría el fin de que en ellos aprenda V. A. a gobernar. Por esta razón nadie me podrá acusar que les pierdo el respeto, porque ninguna libertad más importante a los reyes y a los reinos que la que sin malicia ni pasión refiere cómo fueron las acciones de los gobiernos pasados, para enmienda de los presentes. Sólo este bien queda de haber tenido un príncipe malo, en cuyo cadáver haga anatomía la prudencia, conociendo por él las enfermedades de un mal gobierno, para curarlas. Los pintores y estatuarios tienen museos con diversas pinturas y fragmentos de estatuas, donde observan los aciertos o errores de los antiguos. Con este fin refiere la historia libremente los hechos pasados, para que las virtudes queden por ejemplo, y se repriman los vicios con el temor de la memoria de la infamia. Con el mismo fin señalo las de los progenitores de V. A., para que unas le enciendan en gloriosa emulación, y otras le cubran el rostro de generosa vergüenza, imitando aquéllas y huyendo de éstas. No menos industria han menester las artes de reinar, que son las más difíciles y peligrosas, habiendo de pender de uno solo el gobierno y la salud de todos. Por esto trabajaron tanto los mayores ingenios en delinear al príncipe una cierta y segura carta de gobernar, por donde, reconociendo los escollos y bajíos, pudiesen seguramente conducir al puerto el bajel de su Estado. Pero no todos miraron a aquel divino norte, eternamente inmóvil, y así, señalaron rumbos peligrosos que dieron con muchos príncipes en las rocas. Las agujas tocadas con la impiedad, el engaño y la malicia, hacen erradas las demarcaciones. Tóquelas siempre V. A. con la piedad, la razón y la justicia, como hicieron sus gloriosos progenitores, y arrójese animoso y confiado a las mayores borrascas del gobierno futuro, cuando después de largos y felices años del presente pusiere Dios en él a V. A. para bien de la cristiandad.

Don Diego Saavedra Fajardo

Viena, 10 de julio 1640.




Cartas sobre las empresas

ERYCI PVTEANI, CONSILIARII AC HISTORIOGRAPHI REGII AD GIUL DE BLITTERSWYCK, EX SCABINUM BRVXELLENSEM DE «IDEA PRINCIPIS POLITICI CHRISTIANI» EPISTOLA.

Ideam Principis Politici Christiani, amoenissimis Symbolis, doctissimisque Dissertationibus ornatam accepi; dubius, postquam inspicere coepi, ab opere Auctorem, an magis ab Auctore Opus admirarer. Hoc singulare et eximium plane est, omnisque prudentiae ac doctrinae facundissimum simulacrum. Ille omni laude major, humani; nodum ingenii excedit. Minus est, quod vel Nobilitas, vel Dignitas, vel fortuna dedit. His tamen singulis summum Saavedram esse mille et mille iam linguis fama loquitur. Et quis aptior paci tractandae erat? Rex noster tali viro potens est; quia tota, ut sic dicam, Pallade armatus. Etiam in verbis arma esse, haec Symbola prorsus divina ostendunt. Eae igitur deliciae meae erunt, et vel ipsas curas mitigabunt. Sic etiam tantum virum compellare meis audebo litteris, ac caeleste ingenium ejus familiarius incipiam venerari. Aliudne iam scribam? Satis ista, ut epistolam faciant. Vale, et me amare perge. Lovanii, in Arce, V Nonas Octobris MDCXLIII.




Carta de Enrique Dupuy, consejero y cronista real a Guillermo de Blitterswyck sobre la Idea de un príncipe político cristiano

Recibí la Idea de un príncipe político cristiano, adornada con amenos símbolos y doctas disertaciones y dudé, una vez comenzada su lectura, qué era más admirable si el autor por la obra, o la obra por el autor. Esta es ciertamente obra única y eximia, modelo fecundo de todo género de prudentes enseñanzas. Aquél, digno de las mayores alabanzas, ha sobrepasado los límites del ingenio humano. Lo de menos es lo que la nobleza, la dignidad o la fortuna aquí dictan. Por encima de ellas destaca el mismo Saavedra, como por todas partes la fama lo pregona. ¿Qué otro podría ser mejor negociador de la paz? Con semejante varón nuestro monarca es poderoso, puesto que en él se encuentran todas las artes de Palas. Que también son armas las palabras lo manifiestan estas Empresas divinas. Estas serán mis delicias y con ellas calmaré mis preocupaciones. Por eso, me atrevo a dirigir esta carta a un varón tan grande y desde ahora comienzo a venerar más íntimamente su talento superior. ¿Qué más puedo decir? Baste esto. Adiós y sigue siendo mi buen amigo. En el castillo de Lovaina, a 3 de octubre de 1643.


Eiusdem ad auctorem «Ideae principis politici christiani»

Illme. ac Excme. Domine, Palladis Decus, Spes et Fiducia Pacis.

Scribendi libertatem ab ingenio tuo plane divino, et ab humanitate, blandissimo virtutum omnium ornamento sumo. Ingenium quidem caelesti quodam lumine in Symbolis Politicis resplendens, ita pectus penetravit meum, ut inflammatus sim, amorisque delicias ab hoc igni derivem. Humanitas accedit, illa Sapientiae aura, eruditionis anima, et amorem ad familiaritatem impellit. Video, video, quicquid Sapientiae est, quicquid eruditionis, in his imaginibus, in his dissertationibus; nec minus doceor, quam oblector. Cedant picturae aliae: hic nobis Apelles est, qui ingenio et lineas et colores omnes vincit. Cedant libri: hic nobis Scriptor est, qui eloquio totam complexus Sophiam, unus perfectam Principis Politici Christiani Ideam efformat. Nihil amoenius, nihil utilius: ubi flores, simul fructus sunt: in horto horreum, in horreo hortus. Inveniunt oculi delicias suas, divitias animus, et expleri potest. Quam nihil igitur Paradinus, qui Symbola scripsit Heroica, passimque aestimatur, in medium protulit. Quam multa etiam male. Reliqui, constituere hanc amenitatem conati sunt, vix ausi usurpare. Nimirum summo hic ingenio opus, quod natura tibi dedit; summa eruditione, quam industria rerum et studiorum usus. Tua haec gloria est, o virorum phoenix, qui uno volumine, centumque symbolis comprehendere potuisti, quod aliorum mille libri non exhibeant. Hic est, quicquid ubique est, quicquid vetusta et nostra tempora habent, sacra et profana. Exempla velut lumina sunt, sententiae velut gemmae, opus totum non nisi aurum, in omni doctrinae censu, et ab omnibus, etiam posteris, aestimandum. Prodeat igitur, ut publicum sit; ut Principes omnes doceat quomodo vere Principes sint; se, aliosque regant; felices sint, felices vero alios suo non minus exemplo, quam imperio faciant. Hoc meum nunc votum est; sed tuum beneficium, quod tuo ingenio tuaeque eruditioni et Principes et populi acceptum ferent. Ita vale, Excellentissime Domine, et ut amorem cultumque aeternitati tuae dedicem, hoc ingenii mei munusculum, velut pignus, admitte. Lovanii, in Arce Regia, Pridie Nonas Octobris MDCXLIII.




Carta del mismo al autor de la Idea de un príncipe político cristiano

Ilmo. y Excmo. Señor, honor de Palas, y esperanza segura de la Paz.

Tu ingenio casi divino y tu humanidad, que es el más alto y delicado ornamento de la virtud, me dan licencia para escribirte. Tu ingenio que con luz superior resplandece en las Empresas Políticas ha penetrado mi espíritu de tal manera que su gusto se difunde a todas mis cosas.

Tu humanidad, aura de la sabiduría y alma de la erudición, atrae mi simpatía hacia ti hasta la familiaridad. Estoy pasmado de la sabiduría y erudición que se encierran en estos emblemas y en estas disertaciones. Y no es menor la enseñanza que el deleite. Retírense otras pinturas ante nuestro Apeles que supera con su ingenio todos los dibujos y colores. Retírense los libros ante nuestro escritor que, abarcando con su pluma toda la sabiduría, nos ha ofrecido una perfecta Idea del príncipe político cristiano. Nada hay más ameno. Nada, más útil. Las flores se dan junto con los frutos. En el huerto está el granero; y en el granero, el huerto. Los ojos encuentran sus delicias hasta hartarse. E igualmente el ánimo, sus riquezas. Qué poco nos ofrece Claudio Paradin en las Devises héroïques que escribió, y cuánto se estima por ahí. Y cuántas de sus cosas son malas. Otros se han atrevido a tratar este tema con amenidad, pero no lo han logrado. En cambio esta obra, producto de tu ingenio maravilloso, está llena de erudición, de trabajo y de conocimiento de las cosas y de los hombres. Gloria tuya es, Fénix de los hombres, el haber sabido condensar en cien Empresas lo que otros no han podido en mil libros. Aquí está reunido lo que se encuentra disperso por todas partes, lo viejo y lo nuevo, lo sagrado y lo profano. Los ejemplos que aduces son como luminares; las sentencias, como piedras preciosas. Tu obra por la riqueza de doctrina debe ser estimada como oro por todos los hombres, aun por los venideros. Salga, pues, a luz pública y que aprendan en ella los príncipes lo que deben ser, el modo de regirse a sí mismos y a los otros, y el camino para hacerse felices a sí mismo y hacer, con su ejemplo más que con su gobierno, felices a sus súbditos. Hago votos para que los príncipes y los pueblos se beneficien de tu ingenio y de tu erudición. Al despedirme, excelentísimo señor, te ruego admitas como pequeño obsequio de mi corazón la veneración y simpatía que te profesaré eternamente. Lovaina, en el castillo real, 6 de octubre de 1643.




Auctoris responsum

Amplissime et Clarissime vir, Musarum unica gemina.

Haec perlustrantis orbem pulcherrima merces, ut quemadmodum in nova fulgentia sydera, ita in celebres, et illustres viros incidat, prout mihi iam contigit. Etsi enim divinum tui animi vultum doctissima opera depinxerant (calamus enim genii et ingenii penicillus est), cultum tamen et familiaritatem invida longinquitas averterat; sed cum in has Provincias perveni, propiusque ad te accessi, haec a benigna humanitate tua merui, et iam amicum experior, tuaque doctissima et amabili epistola decoratus sum, ea elegantia, ac venusto styli cultu exarata, ut si ab ea laudes in Symbola mea Politica collatas amovere liceret, millies legerem: sed prohibet pudor. Laudari a laudato, magnae existimationis est, sed a te laudato et eruditissimo viro maximae quidem, velut gloriosum et aere perennius monumentum. Quicquid enim profers, avide Typi Plantiniani excipiunt, et aeternitati vovent, et consecrant. Sed licet impares laudes potius oneri quam honori sint, has tamen velut tuac ardentis benevolentiae etamicitiae indices veneror. Abundas laudibus, et tibi et aliis, et non absque foenore et usura famae eas impertiri potes, quia cum reliquos laudas ipsomet singulari laudandi stylo et facundia te omnibus laudandum praebes.

Una cum epistola tua accepi Libellum De Bissexto, munus quidem caeleste, mihi gratissimum. In eo arbiter caelorum et temporum vias solis metiris, annumque componis; et licet superni illius orbis fabrica magis opinioni quam scientiae subjaceat, ita compositam crediderim, sin minus, divinae sapientiae aemulus, quomodo posset aliter construi, ostendis edocesque. Nec minus mihi gratus alter libellus simul compactus, cuius titulus Unus et Omnis. Symbolum enim est tui divini ingenii, in quo uno omnia sunt; scilicet quicquid doctrinae et scientiarum singuli docti viri hucusque labore, studio et ingenio imbiberunt, in te collectum suspicimus et miramur. Vive igitur feliciter, diuque, o huius aevi et futurorum gloria, et Patriae decus, ut a te uno omnes doceamur, et me ama. Bruxellae XIII Octobris MDCXLIII.




Respuesta del autor

Muy ilustre señor, joya sin par de las musas. La mejor recompensa del que como yo recorre el mundo es la de topar, como si fueran nuevos astros refulgentes, con tan esclarecidos varones como tú. Y aunque tus doctas obras retratan el rostro divino de tu alma (ya que la pluma es pincel del genio y del ingenio), sin embargo la odiosa distancia me ha separado de tu trato íntimo. Pero, al llegar a estas provincias y acercarme a ti, he tenido el gusto de experimentar los efectos de tu amistad y he quedado prendado de tu amable y docta carta escrita con tal elegancia y gracia de estilo que, si no fuera por las alabanzas que tributas a mis Empresas Políticas, la leería mil veces. Pero me causa rubor. Ser alabado por quien todos alaban, es de gran estima. Pero ser alabado por ti, varón celebrado y eruditísimo, es la mayor estima y equivale a un monumento glorioso y más perenne que el bronce. Todo lo que escribes, lo reciben ávidamente las prensas de Plantino y lo consagran y ofrecen a la eternidad. Pero, aunque las alabanzas inmerecidas son más bien carga que honor, las venero como reflejo de tu ardiente y benévola amistad. Eres fecundo en alabanzas para los demás y las puedes repartir no sin ganancia de tu fama, porque cuando tributas alabanzas a otros, te haces merecedor de ellas por tu singular estilo y facundia de alabar.

Con tu carta recibí tu librito De Bis Sexto, obsequio soberano y para mí gratísimo. En él, como árbitro de los cielos y de los tiempos, mides la trayectoria del sol y distribuyes el curso del año. Y, aunque la fábrica de este Orbe supremo es más objeto de teorías que de conclusiones científicas, la presentas tan bien ordenada que, cual émulo de la divina sabiduría, nos demuestras claramente que no podría ordenarse de otro modo. No me ha sido menos grato el otro librito que me envías, titulado Unus et Omnis. Es espejo de tu soberano ingenio, en el que se encuentran todas las cosas, pues todos los frutos de doctrina y ciencia que tantos varones doctos produjeron hasta hoy con su asiduo trabajo e ingenio lo encontramos con admiración reunido él.

Adiós, gloria de este siglo y de los futuros, y honra de tu patria, y que sigamos por mucho tiempo recibiendo los favores de tu sabiduría y de tu amistad.

Bruselas, 13 de octubre de 1643.










ArribaAbajo Educación del príncipe


ArribaAbajoAl lector

En la trabajosa ociosidad de mis continuos viajes por Alemania y por otras provincias pensé en esas cien Empresas, que forman la Idea de un príncipe político-cristiano, escribiendo en las posadas lo que había discurrido entre mí por el camino, cuando la correspondencia ordinaria de despachos con el rey nuestro señor y con sus ministros y los demás negocios públicos que estaban a mi cargo, daban algún espacio de tiempo. Creció la obra y, aunque reconocí que no podía tener la perfección que convenía, por no haberse hecho con aquel sosiego de ánimo y continuado calor del discurso que habría menester para que sus partes tuviesen más trabazón y correspondencia entre sí y que era soberbia presumir que podía yo dar preceptos a los príncipes, me obligaron las instancias de amigos (en mí muy poderosas) a sacarla a luz, en que también tuvo alguna parte el amor propio, porque no menos desvanecen los partos del entendimiento que los de la naturaleza.

No escribo esto, oh letor, para disculpa de errores, porque cualquiera sería flaca, sino para granjear alguna piedad de ellos en quien considerare mi celo de haber, en medio de tantas ocupaciones, trabajos y peligros, procurado cultivar este libro, por si acaso entre sus hojas pudiese nacer algún fruto que cogiese mi príncipe y señor natural, y no se perdiesen conmigo las experiencias adquiridas en treinta y cuatro años que, después de cinco en los estudios de la Universidad de Salamanca, he empleado en las Cortes más principales de Europa, siempre ocupado en los negocios públicos, habiendo asistido en Roma a dos conclaves, en Ratisbona a un convento electoral, en que fue elegido Rey de Romanos el presente emperador; en los Cantones Esguízaros a ocho Dietas, y últimamente, en Ratisbona, a la Dieta general del Imperio, siendo plenipotenciario de la serenísima casa y círculo de Borgoña. Pues cuando uno de los advertimientos políticos de este libro aproveche a quien nació para gobernar dos mundos, quedará disculpado mi atrevimiento.

A nadie podrá parecer poco grave el asunto de las Empresas, pues fue Dios autor de ellas. La sierpe de metal, la zarza encendida, el vellocino de Gedeón, el león de Sansón, las vestiduras del sacerdote, los requiebros del Esposo, ¿qué son sino Empresas?

§ He procurado que sea nueva la invención. Y no sé si lo habré conseguido, siendo muchos los ingenios que han pensado en este estudio, y fácil encontrarse los pensamientos, como me ha sucedido, inventando algunas empresas, que después hallé ser ajenas. Y las dejé, no sin daño del intento, porque nuestros antecesores se valieron de los cuerpos y motes más nobles, y huyendo ahora de ellos, es fuerza dar en otros no tales.

También a algunos pensamientos y preceptos políticos, que, si no en el tiempo, en la invención fueron hijos propios, les hallé después padres, y los señalé a la margen, respetando lo venerable de la antigüedad. Felices los ingenios pasados, que hurtaron a los futuros la gloria de lo que habían de inventar. Si bien con particular estudio y desvelo he procurado tejer esta tela con los estambres políticos de Cornelio Tácito, por ser gran maestro de príncipes, y quien con más buen juicio penetra sus naturales, y descubre las costumbres de los palacios y Cortes, y los errores o aciertos del gobierno. Por sus documentos y sentencias llevo de la mano al príncipe que forman estas Empresas, para que sin ofensa del pie coja sus flores, trasplantadas aquí y preservadas del veneno y espinas que tienen algunas en su terreno nativo y les añadió la malicia de estos tiempos. Pero las máximas principales de Estado confirmo en esta impresión con testimonios de las Sagradas Letras, porque la política que ha pasado por su crisol es plata siete veces purgada y refinada al fuego de la verdad. ¿Para qué tener por maestro a un étnico o a un impío, si se puede al Espíritu Santo?

§ En la declaración de los cuerpos de las Empresas no me detengo, porque el lector no pierda el gusto de entenderlas por sí mismo. Y, si en los discursos sobre ellas mezclo alguna erudición, no es por ostentar estudios, sino para ilustrar el ingenio del príncipe y hacer suave la enseñanza.

§ Toda la obra está compuesta de sentencias y máximas de Estado, porque éstas son las piedras con que se levantan los edificios políticos. No van sueltas, sino atadas al discurso y aplicadas al caso, por huir del peligro de los preceptos universales.

§ Con estudio particular he procurado que el estilo sea levantado sin afectación, y breve sin oscuridad; empresa que a Horacio pareció dificultosa y que no la he visto intentada en nuestra lengua castellana. Yo me atreví a ella, porque en lo que se escribe a los príncipes ni ha de haber cláusula ociosa ni palabra sobrada. En ellos es precioso el tiempo, y peca contra el público bien el que vanamente los entretiene.

§ No me ocupo tanto en la institución y gobierno del príncipe, que no me divierta al de las repúblicas, a sus crecimientos, conservación y caídas, y a formar un ministro de Estado y un cortesano advertido.

§ Si alguna vez me alargo en las alabanzas, es por animar la emulación, no por lisonjear, de que estoy muy lejos, porque sería gran delito tomar el buril para abrir adulaciones en el bronce, o incurrir en lo mismo que reprendo o advierto.

§ Si en las verdades soy libre, atribúyase a los achaques de la dominación, cuya ambición se arraiga tanto en el corazón humano, que no se puede curar sin el hierro y el fuego. Las doctrinas son generales. Pero si alguno, por la semejanza de los vicios, entendiere en su persona lo que noto generalmente, o juzgare que se acusa en él lo que se alaba en los demás, no será mía la culpa.

§ Cuando repruebo las acciones de los príncipes, o hablo de los tiranos o solamente de la naturaleza del principado, siendo así que muchas veces es bueno el príncipe y obra mal porque le encubren la verdad o porque es mal aconsejado.

§ Lo mismo se ha de entender en lo que se afea de las repúblicas; porque, o es documento de lo que ordinariamente sucede a las comunidades, o no comprende a aquellas repúblicas coronadas o bien instituidas, cuyo proceder es generoso y real.

Me he valido de ejemplos antiguos y modernos: de aquéllos, por la autoridad; y de éstos, porque persuaden más eficazmente. Y también, porque, habiendo pasado poco tiempo, está menos alterado el estado de las cosas, y con menor peligro se pueden imitar o con mayor acierto formar por ellos un juicio político y advertido, siendo éste el más seguro aprovechamiento de la historia. Fuera de que no es tan estéril de virtudes y heroicos hechos nuestra edad, que no dé al siglo presente y a los futuros insignes ejemplos. Y sería una especie de envidia engrandecer las cosas antiguas y olvidarnos de las presentes.

Bien sé, oh letor, que semejantes libros de razón de Estado son como los estafermos, que todos se ensayan en ellos y todos los hieren; y que quien saca a luz sus obras ha de pasar por el humo y prensa de la murmuración (que es lo que significa la empresa antecedente, cuyo cuerpo es la emprenta). Pero también sé que cuanto es más oscuro el humo que baña las letras, y más rigurosa la prensa que las oprime, salen a luz más claras y resplandecientes.




ArribaAbajoEmpresa 1

Desde la cuna da señas de sí el valor. Hinc labor et virtus


Nace el valor, no se adquiere. Calidad intrínseca es del alma, que se infunde con ella y obra luego. Aun el seno materno fue campo de batalla a dos hermanos valerosos. El más atrevido, si no pudo adelantar el cuerpo, rompió brioso las ligaduras, y adelantó el brazo, pensando ganar el mayorazgo. En la cuna se ejercita un espíritu grande. La suya coronó Hércules con la vitoria de las culebras despedazadas. Desde allí le reconoció la envidia, y obedeció a su virtud la fortuna. Un corazón generoso en las primeras acciones de la naturaleza y del caso descubre su bizarría. Antes vio el señor infante don Fernando, tío de Vuestra Alteza, en Norlinguen la batalla que la guerra, y supo luego mandar con prudencia y obrar con valor.


L'età precorse e la speranza, e presti
Pareano i fior, quando n'usciro i frutti



Siendo Ciro niño, y electo rey de otros de su edad, ejercitó en aquel gobierno pueril tan heroicas acciones, que dio a conocer su nacimiento real, hasta entonces oculto. Los partos nobles de la naturaleza por sí mismos se manifiestan. Entre la masa ruda de la mina brilla el diamante y resplandece el oro. En naciendo el león reconoce sus garras, y con altivez de rey sacude las aún no enjutas guedejas de su cuello, y se apercibe para la pelea. Las niñeces descuidadas de los príncipes son ciertas señales y pronósticos de sus acciones adultas. No está la naturaleza un punto ociosa. Desde la primera luz de los partos asiste diligente a la disposición del cuerpo y a las operaciones del ánimo, y para su perfección infunde en los padres una fuerza amorosa, que les obliga a la nutrición y a la enseñanza de los hijos. Y porque recibiendo la substancia de otra madre no degenerasen de la propia, puso con gran providencia en los pechos de cada una dos fuentes de cándida sangre con que los sustentasen. Pero la flojedad o el temor de gastar su hermosura induce las madres a frustrar este fin, con grave daño de la república, entregando la crianza de sus hijos a las amas. Ya, pues, que no se puede corregir este abuso, sea cuidadosa la elección en las calidades de ellas. «Esto es (palabras son de aquel sabio rey don Alonso, que dio leyes a la tierra y a los orbes en una ley de las Partidas), en darles amas sanas y bien acostumbradas e de buen linaje, ca bien así como el niño se govierna, e se cría en el cuerpo de la madre fasta que nace, otrosí se govierna e se cría del ama desde que le da la teta fasta que gela tuelle, e porque el tiempo de la crianza es más luengo que el de la madre, por ende no puede ser que non reciba mucho del contenente e de las costumbres del ama».

§ La segunda obligación natural de los padres es la enseñanza de sus hijos. Apenas hay animal que no asista a los suyos hasta dejarlos bien instruidos. No es menos importante el ser de la doctrina que el de la naturaleza, y más bien reciben los hijos los documentos o reprensiones de sus padres que de sus maestros y ayos, principalmente los hijos de príncipes, que desprecian el ser gobernados de los inferiores. Parte tiene el padre en la materia humana del hijo, no en la forma, que es el alma producida de Dios. Y si no asistiere a la regeneración de ésta por medio de la doctrina, no será perfecto padre. Las Sagradas Letras llaman al maestro padre, como a Tubal, porque enseñaban la música. ¿Quién, sino el príncipe, podrá enseñar a su hijo a representar la majestad, conservar el decoro, mantener el respeto y gobernar los Estados? Él solo tiene ciencia práctica de lo universal; los demás o en alguna parte o sola especulación. El rey Salomón se preciaba de haber aprendido de su mismo padre». Pero, porque no siempre se hallan en los padres las calidades necesarias para la buena educación de sus hijos, ni pueden atender a ella, conviene entregarlos a maestros de buenas costumbres, de ciencia y experiencia, y a ayos de las partes que señala el rey don Alonso en una ley de las Partidas: «Onde por todas estas razones deben los reyes querer bien guardar sus fijos e escoger tales ayos, que sean de buen linage e bien acostumbrados e sin mala saña e sanos e de buen seso e sobre todo que sean leales, derechamente amando el pro del rey e del Reino». A que pareçe se puede añadir que sean también de gran valor y generoso espíritu y tan experimentados en las artes de la paz y de la guerra, que sepan enseñar a reinar al príncipe: calidad que movió a Agripina a escoger por maestro de Nerón a Séneca. No puede un ánimo abatido encender pensamientos generosos en el príncipe. Si amaestrase el búho al águila, no la sacaría a desafiar con su vista los rayos del sol ni la llevaría sobre los cedros altos, sino por las sombras encogidas de la noche y entre los humildes troncos de los árboles. El maestro se copia en el discípulo y deja en él un retrato y semejanza suya. Para este efecto constituyó Faraón por señor de su palacio a Josef. El cual, enseñando a los príncipes, los sacase parecidos a sí mismo.

§ Luego en naciendo se han de señalar los maestros y ayos a los hijos, con la atención que suelen los jardineros poner encañados a las plantas aun antes que se descubran sobre la tierra, porque ni las ofenda el pie ni las amancille la mano. De los primeros esbozos y delineamentos pende la perfección de la pintura. Así la buena educación de las impresiones en aquella tierna edad, antes que, robusta, cobren fuerzas los afectos y no se puedan vencer. De una pequeña simiente nace un árbol. Al principio débil vara, que fácilmente se inclina y endereza, pero en cubriéndose de cortezas y armándose de ramas, no se rinde a la fuerza. Son los afectos en la niñez como el veneno, que, si una vez se apodera del corazón, no puede la medicina repeler la palidez que introdujo. Las virtudes que van creciendo con la juventud no solamente se aventajan a las demás, sino también a sí mismas. En aquella visión de Ezequiel de los cuatro animales alados volaba el águila sobre ellos, aunque era uno de los cuatro; porque, habiéndole nacido las alas desde el principio, y a los demás después, a ellos y a sí misma se excedía. Inadvertidos de esto, los padres suelen entregar sus hijos en los primeros años al gobierno de las mujeres, las cuales con temores de sombras les enflaquecen el ánimo y les imponen otros resabios que suelen mantener después. Por este inconveniente los reyes de Persia los encomendaban a varones de mucha confianza y prudencia.

Desde aquella edad es menester observar y advertir sus naturales, sin cuyo conocimiento no puede ser acertada la educación, y ninguna más a propósito que la infancia, en que, desconocida a la naturaleza la malicia y la disimulación, obra sencillamente y descubre en la frente, en los ojos, en la risa, en las manos y en los demás movimientos, sus afectos e inclinaciones. Habiendo los embajadores de Bearne alcanzado de don Guillén de Moncada que eligiesen a uno de dos niños hijos suyos para su príncipe, hallaron al uno con las manos cerradas y al otro abiertas, y escogieron a éste, arguyendo de aquello su liberalidad, como se experimentó después. Si el niño es generoso y altivo, serena la frente y los ojuelos, y risueño oye las alabanzas, y los retira entristeciéndose si le afean algo. Si es animoso, afirma el rostro, y no se conturba con las sombras y amenazas de miedo. Si liberal, desprecia los juguetes y los reparte. Si vengativo, dura en los enojos, y no depone las lágrimas sin la satisfacción. Si colérico, por ligeras causas se conmueve, deja caer el sobrecejo, mira de soslayo y levanta las manecillas. Si benigno, con la risa y los ojos granjea las voluntades. Si melancólico, aborrece la compañía, ama la soledad, es obstinado en el llanto y difícil en la risa, siempre cubierta con nubecillas de tristeza la frente. Si alegre, ya levanta las cejas, y adelantando los ojuelos, vierte por ellos luces de regocijo; ya los retira, y plegados los párpados en graciosos dobleces, manifiesta por ellos lo festivo del ánimo. Así las demás virtudes o vicios traslada el corazón al rostro y ademanes del cuerpo, hasta que más advertida la edad, los retira y cela. En la cuna y en los brazos del aya admiró el palacio en V. A. un natural agrado y compuesta majestad con que daba a besar la mano, y excedió a la capacidad de sus años la gravedad y atención con que se presentó V. A. al juramento de obediencia de los reinos de Castilla y León.

§ Pero no siempre estos juicios de la infancia salen ciertos porque la naturaleza tal vez burla la curiosidad humana que investiga sus obras, y se retira de su curso ordinario. Vemos en algunas infancias brotar aprisa los malos afectos, y quedar después en la edad madura purgados los ánimos, o ya sea que los corazones altivos y grandes desprecian la educación y siguen los afectos naturales, no habiendo fuerzas en la razón para domarlos, hasta que, siendo fuerte y robusta, reconoce sus errores, y con generoso valor los corrige. Y así fue cruel y bárbara la costumbre de los brachmanes, que después de dos meses nacidos los niños, si les parecían, por las señales, de mala índole, o los mataban o los echaban en las selvas. Los lacedemonios los arrojaban en el río Taigetes. Poco confiaban de la educación y de la razón y libre albedrío, que son los que corrigen los defectos naturales. Otras veces la naturaleza se esfuerza por excederse a sí misma, y junta monstruosamente grandes virtudes y grandes vicios en un sujeto, no de otra suerte que cuando en dos ramos se ponen dos injertos contrarios, que, siendo uno mismo el tronco, rinden diversos frutos, unos dulces y otros amargos. Esto se vio en Alcibíades, de quien se puede dudar si fue mayor en los vicios que en las virtudes. Así obra la naturaleza, desconocida a sí misma. Pero la razón y el arte corrigen y pulen sus obras.

§ Siendo el instituto de estas Empresas criar un príncipe desde la cuna hasta la tumba, debo ajustar a cada una de sus edades el estilo y la doctrina, como hicieron Platón y Aristóteles. Y así, advierto que en la infancia se facilite con el movimiento el uso de sus brazos y piernas; que, si alguna por su blandura se torciere, se enderece con artificiosos instrumentos; que no se le ofrezcan objetos espantosos que ofendan su imaginativa, o mirados de soslayo le desconcierten los ojos; que le hagan poco a poco a las inclemencias del tiempo; que con la armonía de la música aviven su espíritu; que sus juguetes sean libros y armas, para que les cobre afición; porque, nuevos los niños en las cosas, las admiran e imprimen fácilmente en la fantasía.




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Y puede el arte pintar como en tabla rasa sus imágenes. Ad omnia


Con el pincel y los colores muestra en todas las cosas su poder el arte. Con ellos, si no es naturaleza la pintura, es tan semejante a ella, que en sus obras se engaña la vista, y ha menester valerse del tacto para reconocerlas. No puede dar alma a los cuerpos, pero les da la gracia, los movimientos y aun los afectos del alma. No tiene bastante materia para abultarlos, pero tiene industria para realzarlos. Si pudieran caber celos en la naturaleza, los tuviera del arte; pero, benigna y cortés, se vale dél en sus obras, y no pone la última mano en aquellas que él puede perfeccionar. Por esto nació desnudo el hombre, sin idioma particular, rasas las tablas del entendimiento, de la memoria y la fantasía, para que en ellas pintase la doctrina las imágines de las artes y ciencias, y escribiese la educación sus documentos, no sin gran misterio, previniendo así que la necesidad y el beneficio estrechasen los vínculos de gratitud y amor entre los hombres, valiéndose unos de otros; porque, si bien están en el ánimo todas las semillas de las artes y de las ciencias, están ocultas y enterradas, y han menester el cuidado ajeno, que las cultive y riegue. Esto se debe hacer en la juventud, tierna y apta a recibir las formas, y tan fácil a percibir las ciencias, que más parece que las reconoce, acordándose de ellas, que las aprende: argumento de que infería Platón la inmortalidad del alma. Si aquella disposición de la edad se pierde, se adelantan los afectos y graban en la voluntad tan firmemente sus inclinaciones, que no es bastante después a borrarlas la educación. Luego en naciendo lame el oso aquella confusa masa, y le forma sus miembros. Si la dejara endurecer, no podría obrar en ella. Advertidos de esto los reyes de Persia, daban a sus hijos maestros que en los primeros siete años de su edad se ocupasen en organizar bien sus cuerpecillos, y en los otros siete los fortaleciesen con los ejercicios de la jineta y la esgrima, y después les ponían al lado cuatro insignes varones: el uno muy sabio, que les enseñase las artes; el segundo muy moderado y prudente, que corrigiese sus afectos y apetitos; el tercero muy justo, que los instruyese en la administración de la justicia; y el cuarto muy valeroso y práctico en las artes de la guerra, que los industriase en ellas, y les quitase las aprehensiones del miedo con los estímulos de la gloria.

§ Esta buena educación es más necesaria en los príncipes que en los demás, porque son instrumentos de la felicidad política y de la salud pública. En los demás es perjudicial a cada uno o a pocos la mala educación. En el príncipe, a él y a todos, porque a unos ofende con ella, y a otros con su ejemplo. Con la buena educación es el hombre una criatura celestial y divina, y sin ella el más feroz de todos los animales. ¿Qué será, pues, un príncipe mal educado, y armado con el poder? Los otros daños de la república suelen durar poco. Este lo que dura la vida del príncipe. Reconociendo esta importancia de la buena educación, Filipo, rey de Macedonia, escribió a Aristóteles (luego que le nació Alejandro) que no daba menos gracias a los dioses por el hijo nacido, cuanto por ser en tiempo que pudiese tener tal maestro. Y no es bien descuidarse con su buen natural, dejando que obre por sí mismo, porque el mejor es imperfecto, como lo son casi todas las cosas que han de servir al hombre: pena del primer error humano, para que todo costase sudor. Apenas hay árbol que no dé amargo fruto si el cuidado no le trasplanta y legitima su naturaleza bastarda, casándole con otra rama culta y generosa. La enseñanza mejora a los buenos, y hace buenos a los malos. Por esto salió tan gran gobernador el emperador Trajano, porque a su buen natural se le arrimó la industria y dirección de Plutarco, su maestro. No fuera tan feroz el ánimo del rey don Pedro el Cruel si lo hubiera sabido domesticar don Juan Alonso de Alburquerque, su ayo. Hay en los naturales las diferencias que en los metales. Unos resisten al fuego. Otros se deshacen en él y se derraman. Pero todos se rinden al buril o al martillo y se dejan reducir a sutiles hojas. No hay ingenio tan duro en quien no labre algo el cuidado y el castigo. Es verdad que alguna vez no basta la enseñanza, como sucedió a Nerón y al príncipe don Carlos, porque entre la púrpura, como entre los bosques y las selvas, suelen criarse monstros humanos al pecho de la grandeza, que no reconocen la corrección. Fácilmente se pervierte la juventud con las delicias, la libertad y la lisonja de los palacios, en los cuales suelen crecer los malos afectos, como en los campos viciosos las espinas y yerbas inútiles y dañosas. Y, si no están bien compuestos y reformados, lucirá poco el cuidado de la educación, porque son turquesas que forman al príncipe según ellos son, conservándose de unos criados en otros los vicios o las virtudes, una vez introducidas. Apenas tiene el príncipe discurso, cuando, o le lisonjean con las desenvolturas de sus padres y antepasados, o le representan aquellas acciones generosas que están como vinculadas en las familias. De donde nace el continuarse en ellas de padres a hijos ciertas costumbres particulares, no tanto por la fuerza de la sangre, pues ni el tiempo ni la mezcla de los matrimonios las muda, cuanto por el corriente estilo de los palacios, donde la infancia las bebe y convierte en naturaleza. Y así, fueron tenidos en Roma por soberbios los Claudios, por belicosos los Escipiones, y por ambiciosos los Appios. Y en España están los Guzmanes en opinión de buenos; los Mendozas, de apacibles; los Manriques, de terribles, y los Toledos, de graves y severos. Lo mismo sucede en los artífices. Si una vez entra el primor en un linaje, se continúa en los sucesores, amaestrados con lo que vieron obrar a sus padres y con lo que dejaron en sus diseños y memorias. Otras veces la lisonja, mezclada con la ignorancia, alaba en el niño por virtudes la tacañería, la jactancia, la insolencia, la ira, la venganza y otros vicios, creyendo que son muestras de un príncipe grande, con que se ceba en ellos y se olvida de las verdaderas virtudes, sucediéndole lo que a las mujeres, que, alabadas de briosas y desenvueltas, estudian en sello, y no en la modestia y honestidad, que son su principal dote. De todos los vicios conviene tener preservada la infancia. Pero principalmente de aquellos que inducen torpeza u odio, porque son los que más fácilmente se imprimen. Y así, ni conviene que oiga estas cosas el príncipe, ni se le ha de permitir que las diga; porque, si las dice, cobrará ánimo para cometerlas. Fácilmente ejecutamos lo que decimos o lo que está próximo a ello.

Por evitar estos daños buscaban los romanos una matrona de su familia, ya de edad y de graves costumbres, que fuese aya de sus hijos y cuidase de su educación, en cuya presencia ni se dijese ni hiciese cosa torpe. Esta severidad miraba a que se conservase sincero y puro el natural, y abrazase las artes honesta. Quintiliano se queja de que en su tiempo se corrompiese este buen estilo, y que, criados los hijos entre los siervos, hubiesen sus vicios, sin haber quien cuidase (ni aun sus mismos padres) de lo que se decía y hacía delante de ellos. Todo esto sucede hoy en muchos palacios de príncipes, por lo cual conviene mudar sus estilos y quitar de ellos los criados hechos a sus vicios, substituyendo en su lugar otros de altivos pensamientos, que enciendan en el pecho del príncipe espíritus gloriosos, porque, depravado una vez el palacio, no se corrige si no se muda, ni quiere príncipe bueno. La familia de Nerón favorecía para el imperio a Otón, porque era semejante a él. Pero, si aun para esto no tuviere libertad el príncipe, húyase dél, como lo hizo el rey don Jaime el Primero de Aragón, viéndose tiranizado de los que le criaban y que le tenían como en prisión; que no es menos un palacio donde están introducidas las artes de cautivar el albedrío y voluntad del príncipe, conduciéndole a donde quieren sus cortesanos, sin que pueda inclinar a una ni a otra parte, como se encamina al agua por ocultos conductos para solo el uso y beneficio de un campo. ¿Qué importa el buen natural y educación, si el príncipe no ha de ver ni oír ni entender más de aquello que quieren los que le asisten? ¿Qué mucho que saliese el rey don Enrique el Cuarto tan remiso y parecido en todos los demás defectos a su padre el rey don Juan el Segundo, si se crió entre los mismos aduladores y lisonjeros que destruyeron la reputación del gobierno pasado? Casi es tan imposible criarse bueno un príncipe en un palacio malo, como tirar una línea derecha por una regla torcida. No hay en él pared donde el carbón no pinte o escriba lascivias. No hay eco que no repita libertades. Cuantos le habitan son como maestros o idea del príncipe, porque con el largo trato nota en cada uno algo que le puede dañar o aprovechar, y cuanto más dócil es su natural, más se imprimen en él las costumbres domésticas. Si el príncipe tiene criados buenos, es bueno. Y malo, si los tiene malos. Como sucedió a Galbal que, si daba en buenos amigos y libertos sin reprensión, se gobernaba por ellos, y si en malos, era culpable su inadvertencia.

§ No solamente conviene reformar el palacio en las figuras vivas, sino también en las muertas, que son las estatuas y pinturas; porque, si bien el buril y el pincel son lenguas mudas, persuaden tanto como las más facundas. ¿Qué afecto no levanta a lo glorioso la estatua de Alejandro Magno? ¿A qué lascivia no incitan las transformaciones amorosas de Júpiter? En tales cosas, más que en las honestas, es ingenioso el arte (fuerza de nuestra depravada naturaleza), y por primores las trae a los palacios la estimación, y sirve la torpeza de adorno de las paredes. No ha de haber en ellos estatua ni pintura que no críe en el pecho del príncipe gloriosa emulación. Escriba el pincel en los lienzos, el buril en los bronces, y el cincel en los mármoles los hechos heroicos de sus antepasados, que lea a todas horas, porque tales estatuas y pinturas son fragmentos de historia siempre presentes a los ojos.

§ Corregidos, pues (si fuere posible), los vicios de los palacios, y conocido bien el natural e inclinaciones del príncipe, procuren el maestro y ayo encaminarlas a lo más heroico y generoso, sembrando en su ánimo tan ocultas semillas de virtud y de gloria, que, crecidas, se desconozca si fueron de la naturaleza o del arte. Animen la virtud con el honor, afeen los vicios con la infamia y descrédito, enciendan la emulación con el ejemplo. Estos medios obran en todos los naturales, pero en unos más que en otros, En los generosos, la gloria; en los melancólicos, el deshonor; en los coléricos, la emulación; en los inconstantes, el temor; y en los prudentes, el ejemplo, el cual tiene gran fuerza en todos, principalmente cuando es de los antepasados; porque lo que no pudo obrar la sangre obra la emulación; sucediendo a los hijos lo que a los renuevos de los árboles, que es menester después de nacidos injerirles un ramo del mismo padre que los perfeccione. Injertos son los ejemplos heroicos que en el ánimo de los descendientes infunden la virtud de sus mayores. En que debe ingeniarse la industria, para que entrando por todos los sentidos, prendan en él y echen raíces; porque no solamente se han de proponer al príncipe en las exhortaciones o reprensiones ordinarias, sino también en todos los objetos. La historia le refiera los heroicos hechos de sus antepasados, cuya gloria, eternizada en la estampa, le incite a la imitación. La música (delicado filete de oro, que dulcemente gobierna los afectos) le levante el espíritu, cantándole sus trofeos y vitorias. Recítenle panegíricos de sus abuelos, que le exhorten y animen a la emulación, y él también los recite, y haga con sus meninos otras representaciones de sus gloriosas hazañas, en que se inflame el ánimo; porque la eficacia de la acción se imprime en él, y se da a entender que es el mismo que representa. Remede con ellos los actos de rey, fingiendo que da audiencias, que ordena, castiga y premia; que gobierna escuadrones, expugna ciudades y da batallas. En tales ensayos se crió Ciro, y con ellos salió gran gobernador.

§ Si descubriere el príncipe algunas inclinaciones opuestas a las calidades que debe tener quien nació para gobernar a otros, es conveniente ponerle al lado meninos de virtudes opuestas a sus vicios, que los corrijan, como suele una vara derecha corregir lo torcido de un arbolillo, atándola con él. Así, pues, al príncipe avaro acompañe un liberal; al tímido, un animoso; al encogido, un desenvuelto; y al perezoso, un diligente; porque aquella edad imita lo que ve y oye, y copia en sí las costumbres del compañero.

§ La educación de los príncipes no sufre desordenada la reprensión y el castigo, porque es especie de desacato. Se acobardan los ánimos con el rigor, y no conviene que vilmente se rinda a uno quien ha de mandar a todos. Y como dijo el rey don Alonso: «Los que de buen lugar vienen, mejor se castigan por palabras, que por feridas: e más aman por ende aquellos que así lo facen, e más gelo agradescen cuando han entendimiento». Es un potro la juventud, que con un cabezón duro se precipita y fácilmente se deja gobernar de un bocado blando. Fuera de que en los ánimos generosos queda siempre un oculto aborrecimiento a lo que se aprendió por temor, y un deseo y apetito de reconocer los vicios que le prohibieron en la niñez. Los afectos oprimidos (principalmente en quien nació príncipe) dan en desesperaciones, como en rayos las exhalaciones constreñidas entre las nubes. Quien indiscreto cierra las puertas a las inclinaciones naturales, obliga a que se arrojen por las ventanas. Algo se ha de permitir a la fragilidad humana, llevándola diestramente por las delicias honestas, a la virtud; arte de que se valieron los que gobernaban la juventud de Nerón. Reprenda el ayo a solas al príncipe, porque en público le hará más obstinado, viendo ya descubiertos sus defectos. En los dos versos incluyó Homero cómo ha de ser enseñado el príncipe, y cómo ha de obedecer:


At tu recta ei dato consilia, et admone,
Et ei impera; ille autem parabit, saltem in bonum.






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Fortaleciendo e ilustrando el cuerpo con ejercicios honestos. Robur et decus


Con la asistencia de una mano delicada, solícita en los regalos del riego y en los reparos de las ofensas del sol y del viento, crece la rosa, y, suelto el nudo del botón, extiende por el aire la pompa de sus hojas. Hermosa flor, reina de las demás. Pero solamente lisonja de los ojos y tan achacosa, que peligra en su delicadez. El mismo sol que la vio nacer, la ve morir, sin más fruto que la ostentación de su belleza, dejando burlada la fatiga de muchos meses, y aun lastimada tal vez la misma mano que la crió, porque tan lasciva cultura no podía dejar de producir espinas. No sucede así al coral, nacido entre los trabajos, que tales son las aguas, y combatido de las olas y tempestades, porque en ellas hace más robusta su hermosura, la cual, endurecida después con el viento, queda a prueba de los elementos para ilustres y preciosos usos del hombre. Tales efectos, contrarios entre sí, nacen del nacimiento y crecimiento de este árbol y de aquella flor, por lo mórbido o duro en que se criaron. Y tales se ven en la educación de los príncipes, los cuales, si se crían entre los armiños y las delicias, que ni los visite el sol ni el viento, ni sientan otra aura que la de los perfumes, salen achacosos e inútiles para el gobierno, como al contrario robusto y hábil quien se entrega a las fatigas y trabajos.

Con éstos se alarga la vida, con los deleites se abrevia. A un vaso de vidro formado a soplos, un soplo le rompe. El de oro hecho al martillo, resiste al martillo. Quien ociosamente ha de pasear sobre el mundo, poco importa que sea delicado. El que le ha de sustentar sobre sus hombros, conviene que los críe robustos. No ha menester la república a un príncipe entre viriles, sino entre el polvo y las armas. Por castigo da Dios a los vasallos un rey afeminado.

La conveniencia o daño de esta o aquella educación se vieron en el rey don Juan el Segundo y el rey don Fernando el Católico. Aquél se crió en el palacio; éste en la campaña. Aquél entre damas; éste entre soldados. Aquél, cuando entró a gobernar, le pareció que entraba en un golfo no conocido, y, desamparando el timón, le entregó a sus validos; éste no se halló nuevo antes en un reino ajeno se supo gobernar y hacer obedecer. Aquél fue despreciado; éste respetado. Aquél destruyó su reino; y éste levantó una monarquía. Considerando esto el rey don Fernando el Santo, crió entre las armas a sus hijos don Alonso y don Fernando. ¿Quién hizo grande al emperador Carlos V sino sus continuas peregrinaciones y fatigas? Cuatro razones movieron a Tiberio a ocupar en los ejércitos la juventud de sus hijos Germánico y Druso: que se hiciesen a las armas, que ganasen la voluntad de los soldados, que se criasen fuera de las delicias de la Corte, y que estuviesen en su poder más seguras las armas.

En la campaña logra la experiencia el tiempo. En el palacio la gala, la ceremonia y el divertimiento le pierden. Más estudia el príncipe en los adornos de la persona que en los del ánimo, si bien, como se atienda a éste, no se debe despreciar el arreo y la gentileza, porque aquél arrebata los ojos, y ésta el ánimo y los ojos. Los de Dios se dejaron agradar de la buena disposición de Saúl. Los etíopes y los indios (en algunas partes) eligen por rey al más hermoso, y las abejas a la más dispuesta y de más resplandeciente color. El vulgo juzga por la presencia las acciones y piensa que es mejor príncipe el más hermoso. Aun los vicios y tiranías de Nerón no bastaron a borrar la memoria de su hermosura, y en comparación suya, aborrecía el pueblo romano a Galba, deforme con la vejez. El agradable semblante de Tito Vespasiano, bañado de majestad, aumentaba su fama. Esparce de sí la hermosura agradables sobornos a la vista, que, participados al corazón, le ganan la voluntad. Es un privilegio particular de la naturaleza, una dulce tiranía de los afectos, y un testimonio de la buena compostura del ánimo. Aunque el Espíritu Santo por mayor seguridad aconseja que no se haga juicio por las exterioridades, casi siempre a un corazón augusto acompaña una augusta presencia. A Platón le parecía que, así como el círculo no puede estar sin centro, así la hermosura sin virtud interior. Por esto el rey don Alonso el Sabio propone que al príncipe se procure dar mujer muy hermosa: «Porque los fijos que della hubiere, serán más fermosos, e más apuestos, lo que conviene mucho a los fijos de los reyes, que sean tales, que parezcan bien entre los otros homes». Los lacedemonios multaron a su rey Arquiadino, habiéndose casado con una mujer pequeña, sin que bastase la excusa graciosa que daba de haber elegido del mal el menor. Es la hermosura del cuerpo una imagen del ánimo, y un retrato de su bondad, aunque alguna vez la naturaleza, divertida en las perfecciones externas, se descuida de las internas. En el rey don Pedro el Cruel una agradable presencia encubría un natural áspero y feroz. La soberbia y altivez de la hermosura suele descomponer la modestia de las virtudes. Y así, no debe el príncipe preciarse de la afectada y femenil, la cual es incitamiento de la ajena lascivia, sino de aquella que acompaña las buenas calidades del ánimo porque no se ha de adornar el alma con la belleza del cuerpo, sino al contrario, el cuerpo con la del alma. Más ha menester la república que su príncipe tenga la perfección en la mente que en la frente. Si bien es gran ornamento que en él se hallen juntas la una y la otra, como se hallan en la palma lo gentil de su tronco y lo hermoso de sus ramos con lo sabroso de su fruto y con otras nobles calidades, siendo árbol tan útil a los hombres, que en él notaron los babilonios (como refiere Plutarco) trescientas y sesenta virtudes. Por ellas se entiende aquel requiebro del Esposo: «Tu estatura es semejante a la palma». En que no quiso alabar solamente la gallardía del cuerpo, sino también las calidades del ánimo, comprendidas en la palma, símbolo de la justicia por el equilibrio de sus bojas, y de la fortaleza por la constancia de sus ramos que se levantan con el peso; y jeroglífico también de las victorias, siendo la corona de este árbol común a todos los juegos y contiendas sagradas de los antiguos. No mereció este honor el ciprés, aunque con tanta gallardía, conservando su verdor, se levanta al cielo en forma de obelisco, porque es vana aquella hermosura, sin virtud que la adorne. Antes en nacer es tardo; en su fruto, vano; en sus hojas, amargo; en su olor, violento; y en su sombra, pesado. ¿Qué importa que el príncipe sea dispuesto y hermoso, si solamente satisface a los ojos, y no al gobierno? Basta en él una graciosa armonía natural en sus partes, que descubra un ánimo bien dispuesto y varonil, a quien el arte dé movimiento y brío; porque sin él las acciones del príncipe serían torpes y moverían el pueblo a risa y a desprecio, aunque tal vez no bastan las gracias a hacerle amable cuando está destemplado el Estado y se desea en él mudanza de dominio, como experimentó en sí el rey don Fernando de Nápoles. Suele también ser desgraciada la virtud, y aborrecido un príncipe con las mismas buenas partes que otro fue amado, y a veces la gracia que con dificultad alcanza el arte se consigue con la ignavia y flojedad, como sucedió a Vitelio. Con todo eso, generalmente se rinde la voluntad a lo más perfecto. Y así debe el príncipe poner gran estudio en los ejercicios de la sala y de la plaza, o para suplir, o para perfeccionar con ellos los favores de la naturaleza, fortalecer la juventud, criar espíritus generosos y parecer bien al pueblo, el cual se complace de obedecer por señor a quien entre todos aclama por más diestro. Lo robusto y suelto en la caza del rey nuestro señor, padre de V. A.; su brío y destreza en los ejercicios militares, su gracia y airoso movimiento en las acciones públicas, ¿qué voluntad no han granjeado? Con estas dotes naturales y adquiridas se hicieron amar de sus vasallos y estimar de los ajenos el rey don Fernando el Santo, el rey don Enrique el Segundo, el rey don Fernando el Católico y el emperador Carlos V. En los cuales la hermosura y buena disposición se acompañaron con el arte, con la virtud y el valor.

Estos ejercicios se aprenden mejor en compañía, donde la emulación enciende el ánimo y despierta la industria. Y así, los reyes godos criaban en su palacio a los hijos de los españoles más nobles, no sólo para granjear las voluntades de sus familias, sino también para que con ellos se educasen y ejercitasen en las artes los príncipes sus hijos. Lo mismo hacían los reyes de Macedonia, cuyo palacio era seminario de grandes varones. Este estilo, o se ha olvidado o se ha despreciado en la Corte de España, siendo hoy más conveniente para granjear los ánimos de los príncipes extranjeros, trayendo a ellas sus hijos, formando un seminario, donde por el espacio de tres años fuesen instruidos en las artes y ejercicios de caballero, con que los hijos de los reyes se criarían y se harían a las costumbres y trato de las naciones, y tendrían muchos en ellas que con particular afecto y reconocimiento los sirviesen.

§ Porque el rey don Alonso el Sabio, abuelo de V. A., dejó escritos en una ley de las Partidas los ejercicios en que debían ocuparse los hijos de los reyes, y harán más impresión en V. A. sus mismas palabras, las pongo aquí: «Aprender debe el rey otras maneras, sin las que diximos en las leyes antes desta, que conviene mucho. Éstas son en dos maneras: las unas que tañen en fecho de armas, para ayudarse dellas, quando menester fuere, e las otras para aver sabor e placer, con que pueda mejor sofrir los trabajos e los pesares, quando los hoviere. Ca en fecho de cavallerías conviene que sea sabidor, para poder mejor amparar lo suyo, e conquerir lo de los enemigos. E por ende debe saber cavalcar bien, e apuestamente, e usar toda manera de armas, también de aquellas que ha de vestir para guardar su cuerpo, como de las otras con que se ha de ayudar. E aquellas que son para guarda, halas de traer e usar para poderlas mejor sofrir quando fuere menester. De manera, que por agravamiento dellas no caya en peligro ni en vergüenza. E de las que son para lidiar, así como la lanza e espada e porra, e las otras con que los homes lidian amanteniente, ha de ser muy mañoso para ferir con ellas. E todas estas armas que dicho avemos, también de las que ha de vestir, como de las otras, ha menester que las tenga tales, que él se apodere dellas, e no ellas dél. E aun antiguamente mostravan a los reyes a tirar de arco e de ballesta e de subir aína en cavallo e saber nadar e de todas las otras cosas que tocasen a ligereza e valentía. E esto fazían por dos razones. La una, porque ellos se sopiesen bien ayudar dellas quando les fuese menester. La otra, porque los homes tomasen ende buen exemplo para quererlo fazer e usar. Onde si el rey, así como dicho avemos, non usase de las armas, sin el daño que ende le vernía, porque sus gentes desusarían dellas por razón dél, podría él mismo venir a tal peligro, porque perdería el cuerpo, e caería en gran vergüenza».

Para mayor disposición de estos ejercicios es muy a propósito el de la caza. En ella la juventud se desenvuelve, cobra fuerzas y ligereza, se practican las artes militares, se reconoce el terreno, se mide el tiempo de esperar, acometer y herir, se aprende el uso de los casos y de las estratagemas. Allí el aspecto de la sangre vertida de las fieras y de sus disformes movimientos en la muerte, purga los afectos, fortalece el ánimo, y cría generosos espíritus, que desprecian constantes las sombras del miedo. Aquel mudo silencio de los bosques levanta la consideración a acciones gloriosas, «y ayuda mucho la caza (como dijo el rey don Alonso) a menguar los pensamientos e la saña, que es más menester al Rey que a otro home. E sin todo aquesto da salud; ca el trabajo que se toma, si es con mesura, face comer e dormir bien, que es la mayor cosa de la vida del home». Pero advierte dos cosas: «Que non debe meter tanta costa, que mengüe en lo que ha de cumplir, nin use tanto della, que le embargue los otros fechos».

§ Todos estos ejercicios se han de usar con tal discreción, que no hagan fiero y torpe el ánimo, porque no menos que el cuerpo se endurece y cría callos con el demasiado trabajo, el cual hace rústicos los hombres. Conviene también que las operaciones del cuerpo y del ánimo sean en tiempos distintos, porque obran efectos opuestos. Las del cuerpo impiden a las del ánimo, y las del ánimo a las del cuerpo.




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Y el ánimo con las ciencias. Non solum armis


Para mandar es menester ciencia; para obedecer basta una discreción natural y a veces la ignorancia sola. En la planta de un edificio trabaja el ingenio. En la fábrica, la mano. El mando es estudioso Y perspicaz. La obediencia, casi siempre ruda y ciega. Por naturaleza manda el que tiene mayor inteligencia. El otro, por sucesión, por elección o por la fuerza, en que tiene más parte el caso que la razón. Y así, se deben contar las ciencias entre los instrumentos políticos de reinar. A Justiniano le pareció que no solamente con armas, sino también con leyes había de estar ilustrada la majestad imperial, para saberse gobernar en la guerra y en la paz.

Esto significa esta empresa en la pieza de artillería nivelada (para acertar mejor) con la escuadra, símbolo de las leyes y de la justicia (como diremos), porque con ésta se ha de ajustar la paz y la guerra, sin que la una ni la otra se aparten de lo justo, y ambas miren derechamente al blanco de la razón por medio de la prudencia y sabiduría. Por esto el rey don Alonso de Nápoles y Aragón, preguntado que a quién debía más, a las armas o a las letras, respondió: «En los libros he aprendido las armas y los derechos de las armas».

Alguno podría entender este ornamento de las letras más en el cuerpo de la república, significado por la majestad, que en la persona del príncipe, cuya asistencia a los negocios no se puede divertir al estudio de las letras, y que bastará que atienda a favorecer y premiar los ingenios, para que en sus reinos florezcan las ciencias, como sucedió al mismo emperador Justiniano, que, aunque desnudo de ellas, hizo glorioso su gobierno con los varones doctos que tuvo cerca de sí. Bien creo, y aun lo muestran muchas experiencias, que pueden hallarse grandes gobernadores sin la cultura de las ciencias, como fue el rey don Fernando el Católico. Pero solamente sucede esto en aquellos ingenios despiertos con muchas experiencias, y tan favorecidos de la naturaleza de un rico mineral de juicio, que se les ofrece luego la verdad de las cosas, sin que haga mucha falta la especulación y el estudio, si bien éste siempre es necesario para mayor perfección; porque, aunque la prudencia natural sea grande, ha menester el conocimiento de las cosas para saber elegirlas o reprobarlas, y también la observación de los ejemplos pasados y presentes, lo cual no se adquiere perfectamente sin el estudio. Y así, es precisamente necesario en el príncipe el ornamento y luz de las artes: «Ca por la mengua de non saber estas cosas (dice el rey don Alonso), avría por fuerza a meter otro consigo que lo sopiese. E poderle ya avenir lo que dixo el rey Salomón, que el que mete su poridad en poder de otro, fázese su siervo, e quien la sabe guardar, es señor de su corazón, lo que conviene mucho al Rey». Bien ha menester el oficio de un rey un entendimiento grande ilustrado de las letras. «Ca sin duda (como en la misma ley dijo el rey don Alonso) tan gran fecho como éste non lo podría ningún home cumplir, a menos de buen entendimiento, y de gran sabiduría: onde el rey que despreciase de aprender los saberes, despreciaría a Dios, de que vienen todos». Algunas ciencias hemos visto infusas en muchos, y solamente en Salomón la política.

Para la cultura de los campos da reglas ciertas la agricultura, y también las hay para domar las fieras; pero ningunas son bastantemente seguras para gobernar los hombres, en que es menester mucha ciencia. No sin gran caudal, estudio y experiencia se puede hacer anatomía de la diversidad de ingenios y costumbres de los súbditos, tan necesaria en quien manda. Y así, a ninguno más que al príncipe conviene la sabiduría. Ella es la que hace felices los reinos, respetado y temido al príncipe. Entonces lo fue Salomón, cuando se divulgó la suya por el mundo. Más se teme en los príncipes el saber que el poder. Un príncipe sabio es la seguridad de sus vasallos. Y un ignorante, la ruina. De donde se infiere cuán bárbara fue la sentencia del emperador Lucinio, que llamaba a las ciencias peste pública, y a los filósofos y oradores venenos de las repúblicas. No fue menos bárbaro la reprensión de los godos a la madre del rey Alarico, porque le instruía en las buenas letras, diciendo que lo hacía inhábil para las materias políticas. A diferente luz las miraba Enea Silvio, cuando dijo que a los plebeyos eran plata, a los nobles oro y a los príncipes piedras preciosas. Refirieron al rey don Alfonso de Nápoles haber dicho un rey que no estaban bien las letras a los príncipes y respondió: «Ésa más fue voz de buey que palabra de hombre». Por esto dijo el rey don Alonso: «Acucioso debe el Rey ser en aprender los saberes; ca por ellos entenderá las cosas de reyes, y sabrá mejor obrar en ellas». Igualmente se preciaba Julio César de las armas y de las letras. Y así se hizo esculpir sobre el Globo del mundo con la espada en una mano y un libro en la otra, y este mote Ex utroque Caesar mostrando que con la espada y las letras adquirió y conservó el imperio. No las juzgó por tan importantes el rey de Francia Ludovico Undécimo, pues no permitió a su hijo Carlos Octavo que estudiase, porque había reconocido en sí mismo que la ciencia le hacía pertinaz y obstinado en su parecer, sin admitir el consejo de otros. Pero no le salió bien, porque quedó el rey Carlos incapaz, y se dejó gobernar de todos, con grave daño de su reputación y de su reino. Los extremos en esta materia son dañosos. La profunda ignorancia causa desprecio e irrisión y comete disformes errores, y la demasiada aplicación a los estudios arrebata los ánimos y los divierte del gobierno. Es la conversación de las musas muy dulce y apacible, y se deja mal por asistir a lo pesado de las audiencias y a lo molesto de los consejos. Ajustó el rey don Alonso el Sabio el movimiento de trepidación, y no pudo el gobierno de sus reinos. Penetró con su ingenio los orbes, y ni supo conservar el imperio ofrecido ni la corona heredada. Los reyes muy científicos ganan reputación con los extraños y la pierden con sus vasallos. A aquellos es de admiración su ciencia, verificándose en ellos aquella sentencia de Tucídides, que los rudos ordinariamente son mejores para gobernar que los muy agudos. El soldán de Egipto, movido de la fama del rey don Alonso, le envió embajadores con grandes presentes, y casi todas las ciudades de Castilla le tuvieron en poco y le negaron la obediencia. Los ingenios muy entregados a la especulación de las ciencias son tardos en obrar y tímidos en resolver, porque a todo hallan razones diferentes que los ciega y confunde. Si la vista mira las cosas a la reverberación del sol, las conoce cómo son. Pero si pretende mirar derechamente a sus rayos, quedan los ojos tan ofuscados, que no pueden distinguir sus formas. Así los ingenios muy dados al resplandor de las ciencias salen de ellas inhábiles para el manejo de los negocios. Más desembarazado obra un juicio natural, libre de las disputas y sutilezas de las escuelas. El rey Salomón tiene por muy mala esta ocupación, habiéndola experimentado. Y Aristóteles juzgó por dañoso el entregarse demasiadamente los príncipes a algunas de las ciencias liberales, aunque les concede el llegar a gustarlas. Por lo cual es muy conveniente que la prudencia detenga el apetito glorioso de saber, que en los grandes ingenios suele ser vehemente, como lo hacía la madre de Agrícola, moderando su ardor al estudio, mayor de lo que convenía a un caballero romano y a un senador, con que supo tener modo en la sabiduría. No menos se excede en los estudios que en los vicios. Tan enfermedad suelen ser aquéllos del ánimo, como éstos del cuerpo. Y así, basta en el príncipe un esbozo de las ciencias y artes y un conocimiento de sus efectos prácticos, y principalmente de aquellas que conducen al gobierno de la paz y de la guerra, tomando de ellas lo que baste a ilustrarle el entendimiento y formarle el juicio, dejando a los inferiores la gloria de aventajarse. Conténtese con ocupar el ocio con tan noble ejercicio, como en Elvidio Prisco lo alaba Tácito.

§ Supuesto este fin, no son mejores para maestros de los príncipes los ingenios más científicos, que ordinariamente suelen ser retirados del trato de los hombres encogidos, irresolutos e inhábiles para los negocios, sino aquellos prácticos que tienen conocimiento y experiencia de las cosas del mundo, y pueden enseñar al príncipe las artes de reinar, juntamente con las ciencias.

§ Lo primero que ha de enseñar el maestro al príncipe es el temor de Dios, porque es principio de la sabiduría. Quien está en Dios, está en la fuente de las ciencias. Lo que parece saber humano, es ignorancia, hija de la malicia, por quien se pierden los príncipes y los Estados.

§ La elocuencia es muy necesaria en el príncipe, siendo sola la tiranía que puede usar para atraer a sí dulcemente los ánimos y hacerse obedecer y respetar. Reconociendo esta importancia Moisés, se excusaba con Dios de que era tarda e impedida su lengua, cuando le envió a Egipto a gobernar su pueblo; cuya excusa no reprobó Dios, antes le aseguró que asistiría a sus labios y le enseñaría lo que había de hablar. Por esto Salomón se alababa de que con su elocuencia se haría reverenciar de los poderosos y que le oyesen con el dedo en la boca. Si aun pobre y desnuda la elocuencia es poderosa a arrebatar el pueblo, ¿qué hará armada del poder y vestida de la púrpura? Un príncipe que ha menester que otro hable por él, más es estatua de la majestad que príncipe. Nerón fue notado de ser el primero que necesitase de la facundia ajena.

§ La historia es maestra de la verdadera política, y quien mejor enseñará a reinar al príncipe, porque en ella está presente la experiencia de todos los gobiernos pasados y la prudencia y juicio de los que fueron. Consejero es que a todas horas está con él. De la jurisprudencia tome el príncipe aquella parte que pertenece al gobierno, leyendo las leyes y constituciones de sus Estados que tratan de él, las cuales halló la razón de Estado y aprobó el largo uso.

En las ciencias de Dios no se entremeta el príncipe, porque en ellas es peligroso el saber y el poder, como lo experimentó Inglaterra en el rey Jacobo, y basta que tenga una fe constante y a su lado varones santos y doctos.

§ En la astrología judiciaria se suelen perder los príncipes, porque el apetito de saber lo futuro es vehemente en todos, y en ellos más, porque les importaría mucho y porque anhelan por parecerse a Dios y hacer sobrenatural su poder. Y así, pasan a otras artes supersticiosas y aborrecidas del pueblo, llegando a creer que todo se obra por las causas segundas. Con que niegan la Providencia divina, dando en agüeros y sortilegios. Y como dependen más del caso que de la prudencia e industria humana, son remisos en resolver y obrar, y se consultan más con los astrólogos que con sus consejeros.




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Introducidas en él con industria suave. Deleitando enseñan


Las letras tienen amargas las raíces, si bien son dulces sus frutos. Nuestra naturaleza las aborrece, y ningún trabajo siente más que el de sus primeros rudimentos. ¡Qué congojas, qué sudores cuestan a la juventud! Y así por esto, como porque ha menester el estudio una continua asistencia, que ofende a la salud, y no se puede hallar en las ocupaciones, ceremonias y divertimientos del palacio, es menester la industria y arte del maestro, procurando que en ellos y en los juegos pueriles vaya tan disfrazada la enseñanza, que la beba el príncipe sin sentir, como se podría hacer para que aprendiese a leer, formándole un juego de veinticuatro dados en que estuviesen esculpidas las letras, y ganase el que arrojados pintase una o muchas sílabas o formase entero el vocablo; cuyo cebo de la ganancia y cuyo entretenimiento le daría fácilmente el conocimiento de las letras, pues más hay que aprender en los naipes, y los juegan luego los niños. Aprenda a escribir teniendo grabadas en una lámina sutil las letras. La cual, puesta sobre el papel, lleve la mano y la pluma, ejercitándose mucho en habituarse en aquellas letras de quien se forman las demás. Con que se enamorará del trabajo, atribuyendo a su ingenio la industria de la lámina.

§ El conocimiento de diversas lenguas es muy necesario en el príncipe, porque el oír por intérprete o leer traducciones está sujeto a engaños o a que la verdad pierda su fuerza y energía, y es gran desconsuelo del vasallo que no le entienda quien ha de consolar su necesidad, deshacer sus agravios y premiar sus servicios. Por esto Josef, habiendo de gobernar a Egipto, donde había gran diversidad de lenguas, que no entendía, hizo estudio para aprenderlas todas. Al presente emperador don Fernando acredita y hace amable la perfección con que habla muchas, respondiendo en la suya a cada uno de los negociantes. Éstas no se le han de ensenar con preceptos que confundan la memoria, sino teniendo a su lado meninos de diversas naciones, que cada uno le hable en su lengua, con que naturalmente sin cuidado ni trabajo las sabrá en pocos meses.

§ Para que entienda lo práctico de la geografía y cosmografía (ciencias tan importantes, que sin ellas es ciega la razón de Estado), estén en los tapices de sus cámaras labrados los mapas generales de las cuatro partes de la tierra y las provincias principales, no con la confusión de todos los lugares, sino con los ríos y montes y con algunas ciudades y puestos notables. Disponiendo también de tal suerte los estanques, que en ellos, como en una carta de marear, reconozca (cuando entrare a pasearse) la situación del mar, imitados en sus costas los puertos, y dentro las islas. En los globos y esferas vea la colocación del uno y otro hemisferio, los movimientos del cielo, los caminos del sol, y las diferencias de los días y de las noches, no con demostraciones científicas, sino por vía de narración y entretenimiento. Ejercítese en los usos de la geometría, midiendo con instrumentos las distancias, las alturas y las profundidades. Aprenda la fortificación, fabricando con alguna masa fortalezas y plazas con todas sus entradas encubiertas, fosos, baluartes, medias lunas y tijeras, que después bata con pecezuelas de artillería. Y para que más se le fijen en la memoria aquellas figuras, se formarán de mirtos y otras yerbas en los jardines, como se ven en la presente empresa.

Ensáyese en la sargentería, teniendo vaciadas de metal todas las diferencias de soldados, así de caballería como de infantería que hay en un ejército, con los cuales sobre una mesa forme diversos escuadrones, a imitación de alguna estampa donde estén dibujados; porque no ha de tener el príncipe en la juventud entretenimiento ni juego que no sea una imitación de lo que después ha de obrar de veras. Así suavemente cobrará amor a estas artes, y después, ya bien amanecida la luz de la razón, podrá entenderlas mejor con la conversación de hombres doctos, que le descubran las causas y efectos de ellas, y con ministros ejercitados en la paz y en la guerra; porque sus noticias son más del tiempo presente, satisfacen a las dudas, se aprenden más y cansan menos.

§ No parezcan a algunos vanos estos ensayos para la buena crianza de los hijos de los reyes, pues muestra la experiencia cuántas cosas aprenden por sí mismos fácilmente los niños, que no pudieran con el cuidado de sus maestros. Ni se juzguen por embarazosos estos medios, pues, si para domar y corregir un caballo se han inventado tantas diferencias de bocados, frenos, cabezones y muserolas, y se ha escrito tanto sobre ello, ¿cuánto mayor debe ser la atención en formar un príncipe perfecto, que ha de gobernar, no solamente a la plebe ignorante, sino también a los mismos maestros de las ciencias? El arte de reinar no es don de la naturaleza, sino de la especulación y de la experiencia. Ciencia es de las ciencias. Con el hombre nació la razón de Estado, y morirá con él sin haberse entendido perfectamente.

§ No ignoro, serenísimo Señor, que tiene V. A. al lado tan docto y sabio maestro, y tan entendido en todo (felicidad de la monarquía), que llevará a V. A. con mayor primor por estos atajos de las ciencias y de las artes; pero no he podido excusar estos advertimientos, porque, si bien habla con V. A. este libro, también habla con los demás príncipes que son y serán.




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Y adornadas de erudición. Politioribus ornatur litterae. [Hor il scetro, hor il pletro]


Del cuerpo de esta empresa se valió el Esposo en los Cantares para significar el adorno de las virtudes de su esposa, a que parece aluden los follajes de azucenas que coronaban las columnas del templo de Salomón para perfeccionarlas, y el candelabro del tabernáculo cercado con ellas. Lo cual me dio ocasión de valerme del mismo cuerpo para significar por el trigo las ciencias, y por las azucenas las buenas letras y artes liberales con que se deben adornar. Y no es ajena la comparación, pues por las espigas entendió Procopio los discípulos, y por las azucenas la elocuencia el mismo Esposo. ¿Qué son las buenas letras sino una corona de las ciencias? Diadema de los príncipes las llamó Casiodoro. Algunas letras coronaban los hebreos con una guirnalda. Eso parece que significan los lauros de los poetas, las roscas de las becas y las borlas de varios colores de los doctores. Ocupen las ciencias el centro del ánimo; pero su circunferencia sea una corona de letras pulidas. Una profesión sin noticia ni adorno de otras es una especie de ignorancia, porque las ciencias se dan las manos y hacen un círculo, como se ve en el coro de las nueve musas. ¿A quién no cansa la mayor sabiduría, si es severa y no sabe hacerse amar y estimar con las artes liberales y con las buenas letras? Éstas son más necesarias en el príncipe para templar con ellas la severidad del reinar, pues por su agrado las llaman humanas. Algo común a los demás se ha de ver en él, discurriendo de varios estudios con afabilidad y buena gracia, porque no es la grandeza real quien confunde, sino la indiscreta mesura, como no es la luz del sol quien ofende a los ojos, sino su sequedad. Y así, conviene que con las artes liberales se domestique y adorne la ciencia política. No resplandecen más que ellas los rubíes en la corona y los diamantes en los anillos. Y así, no desdicen de la majestad aquellas artes en que obra el ingenio y obedece la mano, sin que pueda ofenderse la gravedad del príncipe ni el cuidado del gobierno porque se entregue a ellas. El emperador Marco Antonio se divertía con la pintura. Maximiliano Segundo, con cincelar. Teobaldo, rey de Navarra, con la poesía y con la música, a que también se aplica la majestad de Felipe Cuarto, padre de V. A., cuando depone los cuidados de ambos mundos. En ella criaban los espartanos su juventud. Platón y Aristóteles encomiendan por útiles a las repúblicas estos ejercicios. Y cuando en ellos no reposara el ánimo, se pueden afectar por razón de Estado, porque al pueblo agrada ver entretenidos los pensamientos del príncipe, y que no estén siempre fijos en agravar su servidumbre. Por esto eran gratas al pueblo romano las delicias de Druso.

§ Dos cosas se han de advertir en el uso de tales artes. Que se obren a solas entre los muy domésticos, como hacía el emperador Alejandro Severo, aunque era muy primo en sonar y cantar. Porque en los demás causa desprecio el ver ocupada con el plectro o con el pincel la mano que empuña el cetro y gobierna un reino. Esto se nota más cuando ha entrado la edad en que han de tener más parte los cuidados públicos que los divertimientos particulares; siendo tal nuestra naturaleza, que no acusamos a un príncipe ni nos parece que pierde tiempo cuando está ocioso, sino cuando se divierte en estas artes. La segunda, que no se emplee mucho tiempo, ni ponga el príncipe todo su estudio en ser excelente en ellas, porque después fundará su gloria más en aquel vano primor que en los del gobierno, como la fundaba Nerón, soltando las riendas de un imperio por gobernar las de un carro, y preciándose más de representar bien en el teatro la persona de comediante, que en el mundo la de emperador. Bien previno este inconveniente el rey don Alonso en sus Partidas, cuando, tratando de la moderación de estos divertimientos, dijo: «E por ende el Rey que no sopiese destas cosas bien usar, según desuso diximos, sin el pecado, e la mal estanza que le ende vernía, seguirle ía aun de ello gran daño, que envilescería su fecho, dexando las cosas mayores y buenas por las viles». Este abuso de hacer el príncipe más aprecio de las artes que de la ciencia de reinar acusó elegantemente el poeta en estos versos:


Excudent alii spirantia mollius aera,
Credo equidem, vivos ducent de marmore vultus,
Orabunt causas melius, coelique meatus
Describent radio, et surgentia sidera dicent.
Tu regere imperio populos, romane, memento:
Hae tibi erunt artes, pacique imponere morem,
Parcere subjectis, el debellare superbos.



§ La poesía, si bien es parte de la música, porque lo que en ella obra el grave y el agudo, obran en la poesía los acentos y consonantes, y es más noble ocupación, siendo aquélla de la mano, y ésta de solo el entendimiento; aquélla para deleitar, y ésta para enseñar deleitando; con todo eso, no parece que conviene al príncipe, porque su dulzura suspende mucho las acciones del ánimo, y, enamorado de sus conceptos el entendimiento, como de su canto el ruiseñor, no sabe dejar de pensar en ellos, y se afila tanto con la sutileza de la poesía, que después se embota y tuerce en lo duro y áspero del gobierno. Y, no hallando en él aquella delectación que en los versos, le desprecia y aborrece, y le deja en manos de otro, como lo hizo el rey de Aragón don Juan el Primero, que ociosamente consumía el tiempo en la poesía, trayendo de provincias remotas los más excelentes en ella, hasta que impacientes sus vasallos se levantaron contra él, y dieron leyes a su ocioso divertimiento. Pero como es la poesía tan familiar en las cortes y palacios, y hace cortesanos y apacibles los ánimos, parecería el príncipe muy ignorante, si no tuviese algún conocimiento de ella y la supiese tal vez usar. Y así, se le puede conceder alguna aplicación que le despierte y haga entendido. Muy graves poesías vemos de los que gobernaron el mundo y tuvieron el timón de la nave de la Iglesia, con aplauso universal de las naciones.

§ Suelen los príncipes entregarse a las artes de la destilación, y, si bien es noble divertimiento, en que se descubren notables efectos y secretos de la naturaleza, conviene tenerlos muy lejos de ellas, porque fácilmente la curiosidad pasa a la alquimia, y se tizna en ella la codicia, procurando fijar el azogue y hacer plata y oro, en que se consume el tiempo vanamente, con desprecio de todos, y se gastan las riquezas presentes por las futuras, dudosas e inciertas. Locura es que solamente se cura con la muerte, empeñadas unas experiencias con otras, sin advertir que no hay piedra filosofal más rica que la buena economía. Por ella y por la negociación, y no por la ciencia química, se ha de entender lo que dijo Salomón, que ninguna cosa había más rica que la sabiduría, como se experimentó en él mismo, habiendo sabido juntar con el comercio en Tarsis y Ofir grandes tesoros, para los cuales no se valdría de flotas, expuestas a los peligros del mar, si los pudiera multiplicar con los crisoles. Y quien todo lo disputó, y tuvo ciencia infusa, hubiera (si fuera posible) alcanzado y obrado este secreto. Ni es de creer que lo permitirá Dios, porque se confundiría el comercio de las gentes que consiste en las monedas labradas de metal precioso y raro.






ArribaAbajo Cómo se ha de haber el príncipe en sus acciones


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Reconozca las cosas como son, sin que las acrescienten o mengüen las pasiones. Auget et minuit. [Affectibus crescunt, decrescunt]


Nacen con nosotros los afectos, y la razón llega después de muchos años, cuando ya los halla apoderados de la voluntad, que los reconoce por señores, llevada de una falsa apariencia de bien, hasta que la razón, cobrando fuerzas con el tiempo y la experiencia, reconoce su imperio, y se opone a la tiranía de nuestras inclinaciones y apetitos. En los príncipes tarda más este reconocimiento, porque con las delicias de los palacios son más robustos los afectos. Y, como las personas que les asisten aspiran al valimiento, y casi siempre entra la gracia por la voluntad, y no por la razón, todos se aplican a lisonjear y poner acechanzas a aquélla y deslumbrar a ésta. Conozca, pues, el príncipe estas artes, ármese contra sus afectos y contra los que se valen de ellas para gobernarle.

§ Gran descuido hay en componer los ánimos de los príncipes. Arrancamos con tiempo las yerbas infructuosas que nacen entre las mieses, y dejamos crecer en ellos los malos afectos y pasiones que se oponen a la razón. Tienen los príncipes muchos Galenos para el cuerpo, y apenas un Epicteto para el ánimo, el cual no padece menores achaques y enfermedades; antes son más graves que las del cuerpo, cuanto es más noble parte la del ánimo. Si en él hubiese frente donde se trasladase la palidez de sus malas afecciones, tendríamos compasión a muchos que juzgamos por felices y tienen abrasada el alma con la fiebre de sus apetitos. Si se viese el ánimo de un tirano, se verían en él las ronchas y cardenales de sus pasiones. En su pecho se levantan tempestades furiosas de afectos, con los cuales, perturbada y ofuscada la razón, desconoce la verdad, y aprehende las cosas, no como son, sino como se las propone la pasión. De donde nace la diversidad de juicios y opiniones y la estimación varía de los objetos, según la luz a que se los pone. No de otra suerte nos sucede con los afectos que cuando miramos las cosas con los antojos largos; donde por una parte se representan muy crecidas y corpulentas, y por la otra muy disminuidas y pequeñas. Unos mismos son los cristales y unas mismas las cosas; pero está la diferencia en que por la una parte pasan las especies o los rayos visuales del centro a la circunferencia, con que se van esparciendo y multiplicando, y se antojan mayores los cuerpos; y de la otra pasan de la circunferencia al centro, y llegan disminuidos: tanta diferencia hay de mirar de esta u de aquella manera las cosas. A un mismo tiempo (aunque en diversos reinos) miraban la sucesión a la Corona el infante don Jaime, hijo del rey don Jaime el Segundo de Aragón, y el infante don Alonso, hijo del rey don Dionisio de Portugal. El primero, contra la voluntad de su padre, la renunció, y el segundo procuraba con las armas quitársela al suyo de la frente. El uno consideraba los cuidados y peligros de reinar, y elegía la vida religiosa por más quieta y feliz. El otro juzgaba por inútil y pesada la vida sin el mando y cetro, y anteponía el deseo y apetito de reinar a la ley de naturaleza. El uno miraba a la circunferencia de la Corona, que se remata en flores, y le parecía vistosa y deleitable. El otro consideraba el punto o centro de ella, de donde salen las líneas de los desvelos y fatigas.

Todas las acciones de los hombres tienen por fin alguna especie de bien, y, porque nos engañamos en su conocimiento, erramos. La mayor grandeza nos parece pequeña en nuestro poder, y muy grande en el ajeno. Desconocemos en nosotros los vicios, y los notamos en los demás. ¡Qué gigantes se nos representan los intentos tiranos de otros! ¡Qué enanos los nuestros! Tenemos por virtudes los vicios, queriendo que la ambición sea grandeza de ánimo; la crueldad, justicia; la prodigalidad, liberalidad; la temeridad, valor; sin que la prudencia llegue a discernir lo honesto de lo malo, y lo útil de lo dañoso. Así nos engañan las cosas, cuando las miramos por una parte de los antojos de nuestros afectos o pasiones; solamente los beneficios se han de mirar por ambas. Los que se reciben parezcan siempre muy grandes; los que se dan, muy pequeños. No solamente le parecían así al rey don Enrique el Cuarto, pero aun los olvidaba, y solamente tenía presentes los servicios que recibía, y como deuda trataba de pagarlos luego. No piense el príncipe que la merced que hace es marca con que deja señalado por esclavo a quien la recibe; que ésta no sería generosidad, sino tiranía y una especie de comercio de voluntades, como de esclavos en las costas de Guinea, comprándolas a precio de gracias. Quien da no ha de pensar que impone obligación. El que la recibe piense que queda con ella. Imite, pues, el príncipe a Dios, que da liberalmente, y no zahiere.

§ En las resoluciones de mover la guerra, en los tratados de la paz, en las injurias que se hacen y en las que se reciben, sean siempre unos mismos los cristales de la razón, por donde se miren con igualdad. A nadie conviene más esta diferencia y justicia en la consideración de las cosas que al príncipe, que es el fiel de su reino, y ha de hacer perfecto juicio de las cosas para que sea acertado su gobierno, cuyas balanzas andarán desconcertadas si en ellas cargaren sus afectos y pasiones, y no las igualare la razón. Por todo esto conviene que sea grande el cuidado y atención de los maestros en desengañar el entendimiento del príncipe, dándole a conocer los errores de la voluntad y la vanidad de sus aprehensiones, para que, libre y desapasionado, haga perfecto examen de las cosas. Porque, si se consideran bien las caídas de los Imperios, las mudanzas de los Estados y las muertes violentas de los príncipes, casi todas han nacido de la inobediencia de los afectos y pasiones a la razón. No tiene el bien público mayor enemigo que a ellas y a los fines particulares.

§ No es mi dictamen que se corten los afectos o que se amortigüen en el príncipe, porque sin ellos quedaría inútil para todas las acciones generosas, no habiendo la naturaleza dado en vano el amor, la ira, la esperanza y el miedo. Los cuales, si no son virtud, son compañeros de ella, y medios con que se alcanza y con que obramos más acertadamente. El daño está en el abuso y desorden de ellos, que es lo que se ha de corregir en el príncipe, procurando que en sus acciones no se gobierne por sus afectos, sino por la razón de Estado. Aun los que son ordinarios en los demás hombres, no convienen a la majestad. En su retrete solía enojarse Carlos Quinto, pero no cuando representaba la persona del emperador. Entonces más es el príncipe una idea de gobernador que hombre. Más de todos que suyo. No ha de obrar por inclinación, sino por razón de gobierno. No por genio propio, sino por arte. Sus costumbres más han de ser políticas que naturales. Sus deseos más han de nacer del corazón de la república que del suyo. Los particulares se gobiernan a su modo. Los príncipes, según la conveniencia común. En los particulares es doblez disimular sus pasiones. En los príncipes, razón de Estado. Ningún afecto se descubrió en Tiberio cuando Pisón, ejecutada por su orden la muerte de Germánico, se le puso delante. Quien gobierna a todos, con todos ha de mudar de afecto, o mostrarse, si conviniere, desnudo de ellos. Una misma hora le ha de ver severo y benigno, justiciero y clemente, liberal y parco, según la variedad de los casos. En que fue gran maestro Tiberio, viéndose en su frente tan mezcladas las señales de ira y mansedumbre, que no se podía penetrar por ellas su ánimo. El buen príncipe domina a sí mismo y sirve al pueblo. Si no se vence y disfraza sus inclinaciones naturales, obrará siempre uniformemente, y se conocerán por ellas sus fines, contra un principal documento político de variar las acciones para celar los intentos. Todos los príncipes peligran porque les penetran el natural, y por él les ganan la voluntad, que tanto conviene mantener libre para saber gobernar. En reconociendo los ministros la inclinación del príncipe, le lisonjean, dando a entender que son del mismo humor. Siguen sus temas, y vienen a ser un gobierno de obstinados. Cuando conviniere ganar los ánimos y el aplauso común, finja el príncipe que naturalmente ama o aborrece lo mismo que ama y aborrece el pueblo.

§ Entre los afectos y pasiones cuenta Aristóteles la vergüenza, y la excluye del número de las virtudes morales, porque es un miedo de la infamia, y parece que no puede caer en el varón bueno y constante, el cual, obrando conforme a la razón, de ninguna cosa se debe avergonzar. Pero San Ambrosio la llama virtud, que da modo a las acciones. Lo cual se podría entender de aquella vergüenza ingenua y natural que nos preserva de incurrir en cosas torpes e ignominiosas, y es señal de un buen natural, y argumento que están en el ánimo las semillas de las virtudes, aunque no bien arraigadas, y que Aristóteles habla de la vergüenza viciosa y destemplada, la cual es nociva a las virtudes, así como un rocío ligero cría y sustenta las yerbas, y, si pasa a ser escarcha, las cuece y abrasa. Ninguna virtud tiene libre ejercicio donde esta pasión es sobrada, y ninguna es más dañosa en los príncipes, ni que más se cebe en la generosidad de sus ánimos, cuya candidez (si ya no es poco valor) se avergüenza de negar, de contradecir, de reprender y de castigar. Encógense en su grandeza, y en ella se asombran y atemorizan, y de señores, se hacen esclavos de sí mismos y de los otros. Por sus rostros se esparce el color de la vergüenza, que había de estar en el del adulador, del mentiroso y del delincuente, y, huyendo de sí mismos, se dejan engañar y gobernar. Ofrecen y dan lo que les piden sin examinar méritos, rendidos a la demanda. Siguen las opiniones ajenas, aunque conozcan que no son acertadas, por no tener constancia para replicar, eligiendo antes el ser convencidos que convencer; de donde nacen gravísimos inconvenientes a ellos y a sus Estados. No se ha de empachar la frente del que gobierna; siempre se ha de mostrar serena y firme. Y así, conviene mucho curar a los príncipes esta pasión, y romperles este empacho natural, armándoles de valor y constancia el ánimo y el rostro contra la lisonja, la mentira, el engaño y la malicia, para que puedan reprenderlas y castigarlas, conservando la entereza real en todas sus acciones y movimientos. Este afecto o flaqueza fue muy poderosa en los reyes don Juan el Segundo y don Enrique el Cuarto, y así peligró tanto en ellos la reputación y la corona. En la cura de esta pasión es menester gran tiento, porque, si bien los demás vicios se han de cortar de raíz, como las zarzas, éste se ha de podar solamente, quitándole lo superfluo, y dejando viva aquella parte de vergüenza que es guarda de las virtudes, y la que compone todas las acciones del hombre, porque sin este freno quedaría indómito el ánimo del príncipe, y no reparando en la indecencia e infamia, fácilmente seguiría sus antojos, facilitados del poder, y se precipitaría. Si apenas con buenas artes se puede conservar la vergüenza, ¿qué sería si se la quitásemos? En perdiéndola Tiberio, se entregó a todos los vicios y tiranías. Por esto dijo Platón que, temiendo Júpiter no se perdiese el género humano, ordenó a Mercurio que repartiese entre los hombres la vergüenza y la justicia, para que se pudiese conservar.

§ No es menos dañoso en los príncipes, ni muy distante de esta pasión, la de la conmiseración, cuando ligeramente se apodera del ánimo y no deja obrar a la razón y a la justicia, porque, condoliéndose de entristecer a otros o con la reprensión o con el castigo, no se oponen a los inconvenientes, aunque los reconozcan, y dejan correr las cosas. Hácense sordos a los clamores del pueblo. No les mueven a compasión los daños públicos, y la tienen de tres o cuatro que son autores de ellos. Hállanse confusos en el delito ajeno, y, por desembarazarse de sí mismos, eligen antes el disimular o el perdonar que el averiguarle. Flaqueza es de razón y cobardía de la prudencia, y conviene mucho curar con tiempo esta enfermedad del ánimo. Pero con la misma advertencia que la de la vergüenza viciosa, para que solamente se corte aquella parte de conmiseración flaca y afeminada, que impide el obrar varonilmente; y se deje aquella compasión generosa (virtud propia del principado) cuando la dicta la razón sin daño del sosiego público. La una y otra pasión de vergüenza y conmiseración se vencen y sujetan con algunos actos opuestos a ellas, que enjuguen y desequen aquella ternura del corazón, aquella fragilidad del ánimo, y le hagan robusto, librándole de estos temores serviles. A pocas veces que pueda el príncipe (aunque sea en cosas menores) tener el ánimo firme y constante, y reconocer su potestad y su obligación, podrá después hacer lo mismo en las mayores. Todo está en desempacharse una vez, y hacerse temer y reverenciar.

§ Otras dos pasiones son dañosas a la juventud: el miedo y la obstinación. El miedo, cuando el príncipe lo teme todo, y, desconfiado de sus acciones, ni se atreve a hablar ni a obrar; piensa que en nada ha de saber acertar; rehúsa el salir en público, y ama la soledad. Esto nace de la educación femenil, retirada del trato humano, y de la falta de experiencia. Y así, se cura con ellas introduciéndole audiencias de los súbditos y de los forasteros, y sacándole por las calles y plazas a que reconozca la gente, y conciba las cosas como son, y no como se las pinta la imaginación. En su cuarto tengan libre entrada y comunicación los gentiles-hombres de la cámara de su padre y los cortesanos de valor, ingenio y experiencia, como se practicó en España hasta el tiempo del rey Felipe Segundo, el cual, escarmentado en las desenvolturas del príncipe don Carlos, su hijo, estrechó la comunicación de los demás, y, huyendo de un inconveniente, dio en otro más fácil a suceder, que es el encogimiento, dañoso en quien ha de mandar y hacerse obedecer.

La obstinación es parte del miedo y parte de una ignavia natural cuando el príncipe no quiere obrar y se está quedo a vista de la enseñanza. Esta frialdad del ánimo se cura con el fuego y estímulos de la gloria, como con las espuelas lo reacio de los potros, poniendo poco a poco al príncipe en el camino, y alabándole los pasos que diere, aunque sea con alabanzas desiguales o fingidas.




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Ni la ira se apodere de la razón. Prae oculis ira


Considerada anduvo la naturaleza con el unicornio. Entre los ojos le puso las armas de la ira. Bien es menester que se mire a dos luces esta pasión tan tirana de las acciones, tan señora de los movimientos del ánimo. Con la misma llama que levanta, se deslumbra. El tiempo solamente la diferencia de la locura. En la ira no es un hombre el mismo que antes, porque con ella sale de sí. No la ha menester la fortaleza para obrar, porque ésta es constante, aquélla varia; ésta sana, y aquélla enferma. No se vencen las batallas con la liviandad y ligereza de la ira. Ni es fortaleza la que se mueve sin razón. Ninguna enfermedad del ánimo más contra el decoro del príncipe que ésta, porque el airarse supone desacato u ofensa recibida; ninguna más opuesta a su oficio, porque ninguna turba más la serenidad del juicio, que tan claro le ha menester el que manda. El príncipe que se deja llevar de la ira, pone en la mano de quien le irrita las llaves de su corazón, y le da potestad sobre sí mismo. Si tuviera por ofensa que otro le descompusiese el manto real, tenga por reputación que ninguno le descomponga el ánimo. Fácilmente le descubrirían sus designios y prenderían su voluntad las acechanzas de un enojo.

§ Es la ira una polilla que se cría y ceba en la púrpura. No sabe ser sufrido el poder; la pompa engendra soberbia, y la soberbia, ira. Delicada es la condición de los príncipes; espejo que fácilmente se empaña; cielo que con ligeros vapores se conturba y fulmina rayos; vicio que ordinariamente cae en ánimos grandes y generosos, impacientes y mal sufridos, a semejanza del mar, que, siendo un cuerpo tan poderoso y noble, se conmueve y perturba con cualquier soplo de viento. Si bien dura más la mareta en los pechos de los reyes que en él, principalmente cuando intervienen ofensas del honor, porque no les parece que le pueden recobrar sin la venganza. Nunca pudo el rey don Alonso el Tercero olvidar la descortesía del rey don Sancho de Navarra, porque, dada la batalla de Arcos, se volvió a su Corte sin despedirse dél, y no sosegó en la ofensa hasta que le quitó el reino. Es la ira de los príncipes como la pólvora, que, en encendiéndose, no puede dejar de hacer su efecto. Mensajera de la muerte la llamó el Espíritu Santo. Y así, conviene mucho que vivan siempre señores de ella. No es bien que quien ha de mandar a todos, obedezca a esta pasión. Consideren los príncipes que por esto no se puso en sus manos por cetro cosa con que pudiesen ofender. Y, si tal vez llevan los reyes delante un esto que desnudo, insignia es de justicia, no de venganza, y aun entonces la lleva otra mano, para que se interponga el mandato entre la ira y la ejecución. De los príncipes pende la salud pública, y peligraría ligeramente, si tuviesen tan precipitado consejero como es la ira. ¿Quién estaría seguro de sus manos? Porque es rayo cuando la impele la potestad. «E porque la ira del rey (dijo el rey don Alonso en sus Partidas) es más fuerte e más dañosa que la de los otros homes, porque la puede más aína complir, por ende debe ser más apercibido, cuando la oviere, en saberla sofrir». Si los príncipes se viesen cuando están airados, conocerían que es descompostura indigna de la majestad, cuyo sosiego y dulce armonía de las palabras y de las acciones más ha de atraer que espantar, más ha de dejar amarse que hacerse temer.

§ Reprima, pues, el príncipe los efectos de la ira. Y, si no, suspenda su furor, y tome tiempo para la ejecución; porque, como dijo el mismo rey don Alonso: «Debe el rey sofrirse en la saña fasta que sea pasada, e cuando lo ficiere, seguírsele ha gran pro, ca podrá escoger la verdad, e facer con derecho lo que ficiere». En sí experimentó el emperador Teodosio este inconveniente, y hizo una ley que las sentencias capitales no se ejecutasen hasta después de treinta días. Este decreto había hecho primero Tiberio hasta solos diez, pero no quería que se revocase la sentencia. Bien considerado, si fuera para dar lugar a la gracia del príncipe y a que se reconociese dél. Pero Tiberio, como tan cruel, no usaba de ello. A Augusto César aconsejó Atenedoro que no diese órdenes enojado, sin haber primero pronunciado las veinticuatro letras del abecedario griego.

§ Siendo, pues, la ira un breve furor opuesto a la tardanza de la consulta, su remedio es el consejo, no resolviéndose el príncipe a la ejecución hasta haberse consultado. Despreció la reina de Vasto el llamamiento del rey Asuero, y, aunque éste se indignó del desacato, no procedió al castigo hasta haber tomado el parecer de los grandes de su reino.

§ La conferencia sobre la injuria recibida enciende más la ira. Por esto prohibió Pitágoras que no se hiriese el fuego con la espada, porque la agitación aviva más las llamas, y no tiene mayor remedio la ira que el silencio y retiro. Por sí misma se consume y extingue. Aun las palabras blandas suelen ser rocíos sobre la fragua, que la encienden más.

§ Habita la ira en las orejas, o por lo menos está casi siempre asomada a ellas; éstas debe cautelar el príncipe, para que no le obliguen siniestras relaciones a descomponerse con ella ligeramente. Por esto creo que la estatua de Júpiter en Creta no tenía orejas, porque en los que gobiernan suelen ser de más daño que provecho. Yo por necesarias las juzgo en los príncipes, como estén bien advertidas y se consulten con la prudencia, sin dejarse llevar de las primeras impresiones. Conveniente es en ellos la ira, cuando la razón la mueve y la prudencia la compone. Donde no está la ira, falta la justicia. La paciencia demasiada aumenta los vicios y hace atrevida la obediencia.

Sufrirlo todo o es ignorancia o servidumbre, y algunas veces poca estimación de sí mismo. El durar en la ira para satisfacción de agravios y para dejar escarmientos de injurias hechas a la dignidad real, no es vicio, sino virtud, en que no queda ofendida la mansedumbre. ¿Quién más apacible y manso que David? Varón según el corazón de Dios, tan blando en las venganzas y tan corregido en sus iras, que, teniendo en las manos a su enemigo Saúl, se contentó con quitarle un jirón del vestido, y aun después se arrepintió de haberle cortado. Y con todo esto, habiendo Hamón hecho raer las barbas y desgarrar los vestidos de los embajadores que enviaba a darle el pésame por la muerte de su padre, y, creyendo que era estratagema para espiar sus acciones, le movió la guerra, y, ocupadas las ciudades de su Estado, las saqueó, haciendo aserrar a sus ciudadanos y trillarlos con trillos de hierro, y después les mandó capolar con cuchillos y abrasar en hornos. Crueldad y exceso de ira parecerá esto a quien no supiere que todo es menester para curar de suerte las heridas de los desacatos, que no queden señales de ellas. Con el hierro y el fuego amenazó Artajerjes a las ciudades y provincias que no obedeciesen un decreto suyo, y que dejaría ejemplo de su desprecio e inobediencia a los hombres y a las bestias. De Dios podemos aprender esta política en el extremo rigor que sin ofensa de su misericordia usó con el ejército de Siria, porque le llamaron Dios de los montes. Parte es de la república la soberanía de los príncipes, y no pueden renunciar a sus ofensas e injurias.

§ También es loable y muy importante en los príncipes aquella ira, hija de la razón, que, estimulada de la gloria, obliga a lo arduo y glorioso, sin la cual ninguna cosa grande se puede comenzar ni acabar. Esta es la que con generosos espíritus ceba el corazón y lo mantiene animoso para vencer dificultades. Piedra de amolar de la fortaleza la llamaron los académicos; y compañera de la virtud, Plutarco.

§ En los principios del reinado debe el príncipe disimular la ira y perdonar las ofensas recibidas antes, como lo hizo el rey don Sancho el Fuerte cuando sucedió en la Corona de Castilla. Con el imperio se muda de naturaleza, y así también se ha de mudar de afectos y pasiones. Superchería sería del poder vengarse de quien ya obedece. Conténtese el ofendido de verse señor, y vasallo al ofensor. No pudo el caso darle más generosa venganza. Esto consideró el rey de Francia, Ludovico Duodécimo, cuando, proponiéndole que vengase las injurias recibidas siendo duque de Orliens, dijo: «No conviene a un rey de Francia vengar las injurias del duque de Orliens».

§ Las ofensas particulares hechas a la persona y no a la dignidad, no ha de vengar el príncipe con la fuerza del poder; porque, si bien parecen inseparables, conviene en muchas acciones hacer esta distinción, para que no sea terrible y odiosa la majestad. En esto creo se fundó la respuesta de Tiberio cuando dijo que, si Pisón no tenía en la muerte de Germánico más culpa que haberse holgado de ella y de su dolor, no quería castigar las enemistades particulares con la fuerza de príncipe. Al contrario, no ha de vengar el príncipe como particular las ofensas hechas al oficio o al Estado, dejándose luego llevar de la pasión, y haciendo reputación la venganza, cuando conviene diferirla para otro tiempo, o perdonar; porque la ira en los príncipes no ha de ser movimiento del ánimo, sino de la conveniencia pública. A ésta miró el rey don Fernando el Católico, cuando habiéndole el rey de Granada negado el tributo que solían pagar sus antecesores, diciendo que eran ya muertos, y que en sus casas de moneda no se labraba oro ni plata, sino se forjaban alfanjes y hierros de lanzas, disimuló esta libertad y arrogancia, y asentó treguas con él, remitiendo la venganza para cuando las cosas de su reino estuviesen quietas, en que se consultó más con el bien público que con su ira particular.

§ Es también oficio de la prudencia disimular la ira y los enojos cuando se presume que puede suceder tiempo en que sea dañoso el haberlos descubierto. Por esto el rey Católico don Fernando, aunque le tenían muy ofendido los grandes, disimuló con ellos cuando dejó el gobierno de Castilla, y se retiró a Aragón, despidiéndose de ellos con tan agradable semblante y tan sin darse por entendido de las ofensas recibidas, como si anteviera que había de volver al gobierno del reino, como sucedió después.

§ Un pecho generoso disimula las injurias, y no las borra con la ejecución de la ira, sino con sus mismas hazañas: noble y valerosa venganza. Murmuraba un caballero (cuando el rey don Fernando el Santo estaba sobre Sevilla) de Garci Pérez de Vargas, que no era de su linaje el escudo ondeado que traía. Disimuló la ofensa y, al dar un asalto a Triana, se adelantó y peleó tan valientemente, que sacó el escudo abollado y cubierto de saetas, y, volviéndose a su émulo, que estaba en lugar seguro, dijo: «Con razón nos quitáis el escudo de nuestro linaje, pues lo ponemos en tales peligros. Vos lo merecéis mejor, que lo recatáis más». Son muy sufridos en las calumnias los que se hallan libres de ellas, y no es menor valor vencer esta pasión que al enemigo.

§ Encender la ira del príncipe no es menos peligroso que dar fuego a una mina o a un petardo. Y, aunque sea en favor propio, es prudencia templarla, principalmente cuando es contra personas poderosas, porque tales iras suelen reventar después en daño de quien las causa. En esto se fundaron los moros de Toledo, cuando procuraron aplacar el enojo del rey don Alfonso el Sexto contra el arzobispo de Toledo y contra la reina, porque les habían quitado la mezquita sin orden suya. De esta doctrina se sacan dos avisos prudentes. El primero, que los ministros han de representar blandamente al príncipe (cuando es obligación de su oficio) las cosas que pueden encenderle la ira o causarle disgusto, porque, alborotado el ánimo, se vuelve contra quien las refiere, aunque no tenga culpa y lo haga con buen celo. El segundo, que no solamente deben procurar con gran destreza templar sus iras, sino ocultarlas. Aquellos dos serafines (ministros de amor) que asistían a Dios en la visión de Isaías, con dos alas se envolvían a sus pies y con otras dos le cubrían el semblante, porque, estando indignado, no pusiese en tal desesperación a los que le habían ofendido, que quisiesen antes estar debajo de los montes que en su presencia. Pasado el furor de la ira, se ofenden los príncipes de haber tenido testigos de ella, y aun de quien volvió los ojos a su ejecución, porque ambas cosas son opuestas a la benignidad real. Por esto Dios convirtió en estatua a la mujer de Lot.




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O le conmueva la envidia, que de sí misma se venga. Sui vindex


Con propio daño se atreve la envidia a las glorias y trofeos de Hércules. Sangrienta queda su boca cuando pone los dientes en las puntas de su clava. De sí misma se venga. Parecida es al hierro, que con la sangre que vierte se cubre de robín y se consume. Todos los vicios nacen de alguna apariencia de bien o delectación. Este, de un íntimo tormento y rencor del bien ajeno. A los demás les llega después el castigo. A éste, antes. Primero se ceba la envidia en las entrañas propias que en el honor del vecino. Sombra es de la virtud. Huya su luz quien la quisiere evitar. El sacar a los rayos del sol sus ojos el búho causa emulación y envidia a las demás aves. No le persiguieran, si se encerrara en el olvido y sombras de la noche. Con la igualdad no hay competencia. En creciendo la fortuna de uno, crece la envidia del otro. Semejante es a la cizaña que no acomete a las mieses bajas, sino a las altas cuando llevan fruto. Y así, desconózcase a la fama, a las dignidades y a los oficios el que se quisiere desconocer a la envidia. En la fortuna mediana son menores los peligros. Régulo vivió seguro entre las crueldades de Nerón, porque su nobleza nueva y sus riquezas moderadas no le causaban envidia. Pero sería indigno temor de un ánimo generoso. Lo que se envidia es lo que nos hace mayores. Lo que se compadece nos está mal. Mejor es ser envidiados que compadecidos. La envidia es estímulo de la virtud y espina que como a la rosa la conserva. Fácilmente se descuidaría, si no fuese emulada. A muchos hizo grandes la emulación, y a muchos felices la envidia. La gloria de Roma creció con la emulación de Cartago. La del emperador Carlos Quinto, con la del rey Francisco de Francia. La envidia trajo a Roma a Sixto Quinto, de donde nació su fortuna. Ningún remedio mejor que el desprecio, y levantarse a lo glorioso hasta que el envidioso pierda de vista al que persigue. La sombra de la tierra llega hasta el primer orbe, confín de los elementos, y mancha los resplandores de la luna; pero no ofende a los planetas más levantados. Cuando es grande la fuerza del sol vence y deshace las nieblas. No hay envidia si es muy desigual la competencia. Y así sólo éste es su remedio. Cuanto más presto se subiere al lugar más alto, tanto menor será la envidia. No hace humo el fuego que se enciende luego. Mientras regatean entre sí los méritos, crece la envidia y se arma contra aquel que se adelanta. La soberbia y desprecio de los demás es quien en la felicidad irrita a la envidia y la mezcla con el odio. La modestia la reprime, porque no se envidia por feliz a quien no se tiene por tal. Con este fin se retiró Saúl a su casa luego que fue ungido por rey. Y, mostrando que no le engreía la dignidad, arrimó el cetro y puso la mano en el arado.

§ Es también remedio cierto levantar la fortuna en provincias remotas, porque el que vio nacer y ve crecer al sujeto, le envidia. Más por la vista que por el oído entra la envidia. Muchos varones grandes la pensaron huir retirándose de los puestos altos. Tarquinio, cónsul, por quitarse de los ojos de la envidia, eligió voluntariamente el destierro. Valerio Publio quemó sus casas, cuya grandeza le causaba envidiosos. Fabio renunció el consulado, diciendo: «Agora dejará la invidia a la familia de los Fabios». Pero pienso que se engañaron, porque antes es dar venganza y ocasión a la envidia, la cual no deja al que una vez persiguió hasta ponerle en la última miseria. No tiene sombras el sol cuando está en la mayor altura. Pero al paso que va declinando crecen y se extienden. Así la envidia persigue con mayor fuerza al que empieza a caer, y, como hija de ánimos cobardes, siempre teme que podrá volver a levantarse. Aun echado Daniel a los leones le pareció al rey Darío que no estaba seguro de los que envidiaban su valimiento. Y, temiendo más la envidia de los hombres que el furor de las fieras, selló la piedra con que se cerraba la leonera, porque allí no le ofendiesen. Algunas veces se evita la envidia, o por lo menos sus efectos, embarcando en la misma fortuna a los que pueden envidiarla. Así la rémora que fuera del navío detiene su curso, pierde su fuerza si la recogen dentro.

§ No siempre roe la envidia los cedros levantados. Tal vez rompe sus dientes y ensangrienta sus labios en los espinos humildes, más injuriados que favorecidos de la naturaleza. Y le arrebatan los ojos y la indignación las miserias y calamidades ajenas o ya sea que desvaría su malicia o ya que no puede sufrir el valor y constancia del que padece y la fama que resulta de los agravios de la fortuna. Muchas causas de compasión y pocas o ninguna de envidia se hallan en el autor de este libro. Y hay quien envidia sus trabajos y continuas fatigas, o no advertidas o no remuneradas. Fatal es la emulación contra él. Por sí misma nace, y se levanta sin causa, atribuyéndole cargos, que primero los oye que los haya imaginado. Pero no bastan a turbar la seguridad de su ánimo cándido y atento a sus obligaciones. Antes ama a la envidia porque le despierta, y a la emulación porque le incita.

§ Los príncipes, que tan superiores se hallan a los demás, desprecien la envidia. Quien no tuviere valor para ella, no le tendrá para ser príncipe. Intentar vencerla con los beneficios o con el rigor es imprudente empresa. Todos los monstruos sujetó Hércules, y contra éste ni bastó la fuerza ni el beneficio. Por ninguno depone el pueblo las murmuraciones. Todos le parecen deuda, y se los promete mayores que los que recibe. Las murmuraciones no han de extinguir en el príncipe el afecto a lo glorioso. Nada le ha de acobardar en sus empresas. Ladran los perros a la luna, y ella con majestuoso desprecio prosigue el curso de su viaje. La primer regla del dominar, es saber tolerar la envidia.

§ La envidia no es muy dañosa en las monarquías. Antes suele encender la virtud y darla más a conocer cuando el príncipe es justo y constante, y no da ligero crédito a las calumnias. Pero en las repúblicas, donde cada uno es parte y puede ejecutar sus pasiones con la parcialidad de parientes y amigos, es muy peligrosa, porque cría discordias y bandos, de donde nacen las guerras civiles, y de éstas las mudanzas de dominio. Ella es la que derribó a Aníbal y a otros grandes varones en los tiempos pasados, y en éstos pudo poner en duda la gran lealtad de Ángelo Baduero, clarísimo veneciano, gloria y ornamento de aquella república, tan fino y tan celoso del bien público, que, aun desterrado y perseguido injustamente de sus émulos, procuraba en todas partes la conservación y grandeza de su patria.

§ El remedio de la envidia en las repúblicas es la igualdad común, prohibiendo la pompa y la ostentación, porque el crecimiento y lustre de las riquezas es quien la despierta. Por esto ponía tanto cuidado la república romana en la tasa de los gastos superfluos y en dividir los campos y las haciendas, para que fuese igual la facultad y poder de sus ciudadanos.

§ La envidia en los príncipes es indigna de su grandeza, por ser vicio del inferior contra el mayor, y porque no es mucha la gloria que no puede resplandecer si no oscurece a los demás. Las pirámides de Egipto fueron milagro del mundo, porque en sí misma tenían la luz, sin manchar con sus sombras las cosas vecinas. Flaqueza es echar menos en sí lo que se envidia en otro. Esta pasión es más vil, cuando el príncipe envidia el valor o la prudencia de sus ministros, porque éstos son partes suyas, y la cabeza no tiene envidia a los pies porque son muy fuertes para sustentar el cuerpo, ni a los brazos por lo que obran. Antes se gloria de tener tales instrumentos. Pero, ¿quién reducirá con razones al amor propio de los príncipes? Como son superiores en el poder, lo quieren ser en las calidades del cuerpo y del ánimo. Aun la fama de los versos de Lucano daba cuidado a Nerón en medio de tantas grandezas. Y así es menester que los que andan cerca de los príncipes estén muy advertidos, para huir la competencia con ellos del saber o del valor. Y, si el caso los pusiere en ella, procuren ceder con destreza y concederles el vencimiento. Lo uno o lo otro no solamente es prudencia, sino respeto. En aquel palacio de Dios que se le representó a Ezequiel estaban los querubines (espíritus de ciencia y sabiduría) encogidos, cubiertas las manos con las alas. Solamente quisiera envidioso al príncipe de la adoración que causa en el valido el exceso de sus favores, para que los moderase. Pero no sé qué hechizo es el de la gracia, que ciega la envidia del príncipe. Mira Saúl con malos ojos a David porque sus hazañas (con ser hechas en su servicio) eran más aclamadas que las suyas, y no envidia el rey Asuero a Aman, su privado, obedecido como rey y adorado de todos.

§ Ninguna envidia más peligrosa que la que nace entre los nobles. Y así se ha de procurar que los honores y cargos no parezcan hereditarios en las familias, sino que pasen de unas a otras, ocupando los muy ricos en puestos de ostentación y gasto, y los pobres en aquellos con que puedan rehacerse y sustentar el esplendor de su nobleza.

§ La emulación gloriosa, la que no envidia a la virtud y grandeza ajena, sino la echa menos en sí, y la procura adquirir con pruebas de su valor e ingenio, ésta es loable, no vicio, sino centella de virtud, nacida de un ánimo noble y generoso. La gloria de Milcíades por la vitoria que alcanzó contra los persas, encendió tales llamas en el pecho de Temístocles, que consumieron el verdor de sus vicios. Y, compuestas sus costumbres, antes depravadas, andaba por Atenas como fuera de sí, diciendo que los trofeos de Milcíades le quitaban el sueño y traían desvelado. Mientras tuvo competidores Vitelio corrigió sus vicios. En faltando, les dio libre rienda. Tal emulación es la que se ha de cebar en las repúblicas con los premios, los trofeos y las estatuas, porque es el alma de su conservación y el espíritu de su grandeza. Por esto las repúblicas de Helvecia no adelantan sus confines, y salen de ellas pocos varones grandes, aunque no falta valor y virtud a sus naturales, porque su principal instituto es la igualdad en todo, y en ella cesa la emulación, y sin la competencia se cubren de ceniza las ascuas de la virtud militar.

§ Pero, si bien es conveniente y necesaria esta emulación entre los ministros, no deja de ser peligrosa, porque el pueblo, autor de ella se divide, y, aplaudiendo unos a uno y otros a otro, se enciende la competencia en ambos, y se levantan sediciones y tumultos. También el deseo de preferirse se arma de engaños y artes, y se convierte en odio y en envidia la emulación, de donde nacen graves inconvenientes. Desdeñado Metelo de que le nombrasen por sucesor en España Citerior a Pompeyo, y envidioso de su gloria, licenció los soldados, enflaqueció las armas y suspendió las provisiones. Después hizo lo mismo Pompeyo cuando supo que era su sucesor el cónsul Marco Popilio. Y, porque no ganase la gloria de vencer a los numantinos, asentó paces con ellos, muy afrentosas a la grandeza romana. En nuestro tiempo se perdió Grol por la diferencia de los cabos que iban al socorro. Ninguna cosa más perjudicial a los príncipes, ni más digna de remedio. Y así parece conveniente castigar al culpado y al que no lo es. A aquél, porque dio causa; y a éste porque no cedió a su derecho y dejó perder la ocasión. Si algún exceso hay en este rigor, se recompensa con el beneficio público y con el ejemplo a los demás. Ninguna gran resolución sin alguna mezcla de agravio. Primero ha de mirar el vasallo por el servicio de su príncipe que por su satisfacción. Pida después la recompensa de la ofensa recibida, y cargue por servicio el haberla tolerado. Valor es en tal caso el sufrimiento del ministro, porque los ánimos generosos deben anteponer el servicio de sus reyes y el beneficio público a sus pasiones, Arístides y Temístocles eran grandes enemigos y, habiendo sido enviados a una embajada juntos, cuando llegaron a las puertas de la ciudad, dijo Arístides: «¿Quieres, Temístocles, que dejemos aquí nuestras enemistades para tomarlas después cuando salgamos?» Así lo hizo don Enrique de Guzmán, duque de Medina-Sidonia, que, aunque muy encontrado con don Rodrigo Ponce, marqués de Cádiz, le socorrió cuando le tenían cercado los moros en Alhama. Pero, porque a menos costa se previenen los inconvenientes que se castigan después, debe el príncipe atender mucho a no tener en los puestos dos ministros de igual grandeza y autoridad, porque es difícil que entre ambos haya concordia. Habiendo de enviar Tiberio a Asia un ministro que era de igual calidad con el que estaba gobernando en aquella provincia, consideró el inconveniente. Y, porque no hubiese competencia con él, envió un pretor, que era de menor grado.




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Y resulta de la gloria y de la fama. Fama nocet


Suelto el halcón, procura librarse del cascabel, reconociendo en su ruido el peligro de su libertad, y que lleva consigo a quien le acusa, llamando con cualquier movimiento al cazador que lo recobre, aunque se retire en lo más oculto y secreto de las selvas. ¡Oh, a cuántos lo sonoro de sus virtudes y heroicos hechos les despertó la envidia y los redujo a dura servidumbre! No es menos peligrosa la buena fama que la mala. Nunca Milcíades hubiera en la prisión acabado infelizmente su vida, si, sordo e incógnito su valor a la fama, y moderando sus pensamientos altivos, se contentara con parecer igual a los demás ciudadanos de Atenas. Creció el aplauso de sus vitorias, y, no pudiendo los ojos de la emulación resistir a los rayos de su fama, pasó a ser en aquella república sospecha lo que debiera ser estimación y agradecimiento. Temieron en sus cervices el yugo que imponía en la de sus enemigos, y más el peligro futuro e incierto de su infidelidad, que el presente (aunque mucho mayor) de aquellos que trataban de la ruina de la ciudad. No se consultan con la razón las sospechas, ni el recelo se detiene a ponderar las cosas ni a dejarse vencer del agradecimiento. Quiso más aquella república la prisión e infamia de un ciudadano, aunque benemérito de ella, que vivir todos en continuas sospechas. Los cartagineses quitaron a Safón el gobierno de España, celosos de su valor y poder, y desterraron a Hanón, tan benemérito de aquella república, por la gloria de sus navegaciones. No pudo sufrir aquel senado tanta industria y valor en un ciudadano. Viéronle ser el primero en domar un león, y temieron que los domaría quien hacía tratables las fieras. Así premian hazañas y servicios las repúblicas. Ningún ciudadano cuenta por suyo el honor o beneficio que recibe la comunidad. La ofensa, sí, o la sospecha. Pocos concurren con su voto para premiar, y todos le dan para condenar. El que se levanta entre los demás, ése peligra. El celo de un ministro al bien público acusa el desamor de los demás; su inteligencia descubre la ignorancia ajena. De aquí nace el peligro de las finezas en el servicio del príncipe, y el ser la virtud y el valor perseguidos como delitos. Para huir este aborrecimiento y envidia, Salustio Crispo se fingía soñoliento y para poco, aunque la fuerza de su ingenio era igual a los mayores negocios. Pero lo peor es que a veces el mismo príncipe siente que le quiebre el sueño el desvelo de su ministro, y le quisiera dormido como él. Por tanto, como hay hipocresía que finge virtudes y disimula vicios, así conviene que al contrario la haya para disimular el valor, y apagar la fama. Tanto procuró ocultar Agrícola la suya (temeroso de la envidia de Domiciano), que los que le veían tan humilde y modesto, si no la presuponían, no la hallaban en su persona. Con tiempo reconoció este inconveniente Germánico, aunque no le valió, cuando, vencidas muchas naciones, levantó un trofeo, y advertido del peligro de la fama, no puso en él su nombre. El suyo ocultó San Juan, cuando refirió el favor que le había hecho Jesús en la cena. Y, si no fue política, fue modestia advertida. Aun los sueños de grandeza propia causan envidia entre los hermanos. La vida peligró en Josef, porque con más ingenuidad que recato refirió el sueño de los manojos de espigas que se humillaban al suyo, levantado entre los demás; que aun la sombra de la grandeza o el poder ser da cuidado a la envidia. Peligra la gloria en las propias virtudes y en los vicios ajenos. No se teme en los hombres el vicio, porque los hace esclavos. La virtud sí, porque los hace señores. Dominio tiene concedido de la misma naturaleza sobre los demás, y no quieren las repúblicas que este dominio se halle en uno, sino en todos repartido igualmente. Es la virtud una voluntaria tiranía de los ánimos. No menos los arrebata que la fuerza. Y para los celos de las repúblicas lo mismo es que concurra el pueblo a la obediencia de uno por razón que por violencia. Antes aquella tiranía, por ser justa, es más peligrosa y sin reparo, lo cual dio causa y pretexto al ostracismo. Y por esto fue desterrado Arístides, en quien fue culpa el ser aplaudido por justo. El favor del pueblo es el más peligroso amigo de la virtud. Como delito se suele castigar su aclamación, como se castigó en Galeriano. Y así fueron siempre breves e infaustos los requiebros del pueblo romano, como se experimentó en Germánico. Ni las repúblicas ni los príncipes quieren que los ministros sean excelentes, sino suficientes para los negocios. Esta causa dio Tácito al haber tenido Popeo Sabino por espacio de veinticuatro años el gobierno de las más principales provincias. Y así, es gran sabiduría ocultar la fama, excusando las demostraciones del valor, del entendimiento y de la grandeza, y teniendo entre cenizas los pensamientos altos. Aunque, es difícil empresa contener dentro del pecho a un espíritu generoso: llama que se descubre por todas partes y que ama la materia en que encenderse y lucir. Pero nos pueden animar los ejemplos de varones grandes que de la dictadura volvieron al arado. Y los que no cupieron por las puertas de Roma y entraron triunfando por sus muros rotos, acompañados de trofeos y de naciones vencidas, se redujeron a humildes chozas, y allí los volvió a hallar su república. No topara tan presto con ellos, si no los vieran retirados de sus glorias, porque para alcanzarlas es menester huirlas. La fama y opinión se concibe mayor de quien se oculta a ella. Merecedor del imperio pareció Rubelio Plauto porque vivía retirado. No así en las monarquías, donde se sube porque se ha empezado a subir. El príncipe estima, las repúblicas temen a los grandes varones. Aquél los alienta con mercedes, y éstas los humillan con ingratitudes. No es solamente en ellas temor de su libertad, sino también pretexto de la envidia y emulación. La autoridad y aplauso que está en todos es sospechoso y envidiado cuando se ve en un ciudadano solo. Pocas veces sucede esto en los príncipes, porque no es la gloria del vasallo objeto de envidia a su grandeza. Antes se la atribuyen a sí como obrada por sus órdenes, en que fue notado el emperador Otón. Por esto los ministros advertidos deben atribuir los felices sucesos a su príncipe, escarmentando en Silio, que se gloriaba de haber tenido obedientes las legiones y que le debía Tiberio el imperio. Con que cayó en su desgracia, juzgando que aquella jactancia disminuía su gloria y hacía su poder inferior al beneficio. Por lo mismo fue poco grato a Vespasiano Antonio Primo. Más recatado era Agrícola, que atribuía la gloria de sus hazañas a sus superiores. Lo cual le aseguraba de la envidia, y no le daba menos gloria que la arrogancia. Ilustre ejemplo dio Joab a todos los generales llamando, siempre que tenía apretada alguna ciudad, al rey David, que viniese con nueva gente sobre ella, para que a él se atribuyese el rendimiento. Generosa fue la atención de los alemanes antiguos en honrar a sus príncipes, dándoles la gloria de sus mismas hazañas.

§ Por las razones dichas es más seguro el premio de los servicios hechos a un príncipe que a una república, y más fácil de ganar su gracia. Corren menos riesgo los errores contra aquél que contra ésta; porque la multitud ni disimula, ni perdona, ni se compadece. Tan animosa es en las resoluciones arriscadas como en las injustas; porque, repartido entre muchos el temor o la culpa, juzga cada uno que ni le ha de tocar el peligro ni manchar la infamia. No tiene la comunidad frente donde salgan los colores de la vergüenza como a la del príncipe, temiendo en su persona, y después en su fama y en la de sus descendientes, la infamia. Al príncipe lisonjean todos, proponiéndole lo más glorioso. En las repúblicas casi todos miran por la seguridad, pocos por el decoro. El príncipe ha menester satisfacer a sus vasallos; en la comunidad cesa este temor, porque todos concurren en el hecho. De aquí nace el ser las repúblicas (no hablo de aquellas que se equiparan a los reyes) poco seguras en la fe de los tratados, porque solamente tienen por justo lo que importa a su conservación y grandeza, o a la libertad que profesan, en que son todas supersticiosas. Creen que adoran una verdadera libertad, y adoran a muchos ídolos tiranos. Todos piensan que mandan, y obedecen todos. Se previenen de triacas contra el dominio de uno y beben sin recelo el de muchos. Temen la tiranía de los de afuera, y desconocen la que padecen dentro. En todas sus partes suena libertad, y en ninguna se ve. Más está en la imaginación que en la verdad. Hagan las provincias rebeldes de Flandes paralelo entre la libertad que gozaron antes y la presente, y consideren bien si fue mayor, si padecieron entonces la servidumbre, los tributos y daños que ahora. Ponderen los súbditos de algunas repúblicas, y el mismo magistrado que domina, si pudiera haber tirano que les pusiese más duros hierros de servidumbre que los que ellos mismos se han puesto a título de cautelar más su libertad, no habiendo alguno que la goce y sea libre en sus acciones. Todos viven esclavos de sus recelos. De sí mismo es tirano el magistrado, pudiéndose decir de ellas que viven sin señor, pero no con libertad; porque cuanto más procuran soltar los nudos de la servidumbre, más se enlazan en ella.




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Sea el príncipe advertido en sus palabras, por quien se conoce el ánimo. Ex pulsu noscitur


Es la lengua un instrumento por quien explica sus conceptos el entendimiento. Por ella se deja entender, o por la pluma, que es otra lengua muda, que en vez de ella, pinta y fija en el papel las palabras que había de exprimir con el aliento. Una y otra hacen fe de la calidad del entendimiento y del valor del ánimo, no habiendo otras señales más ciertas por donde se puedan mejor conocer. Por esto el rey don Alonso el Sabio, tratando en una ley de las Partidas cómo debe ser el rey en sus palabras, y la templanza con que ha de usar de ellas, dijo así: «Ca el mucho fablar faze envilecer las palabras, fázele descubrir las poridades, e si él non fuere ome de gran seso, por las sus palabras entenderán los omes la mengua que ha dél. Ca bien así como el cántaro quebrado se conoce por su sueno, otrosí el seso del ome es conozido por la palabra». Parece que tomó el rey don Alonso esta comparación de aquellos versos de Persio:


Sonat vitium, percussa maligne,
Respondet viridi non cocta fidelia limo.



Son las palabras el semblante del ánimo. Por ellas se ve si el juicio es entero o quebrado. Para significar esto se buscó otro cuerpo más noble y proporcionado, como es la campana, símbolo del príncipe, porque tiene en la ciudad el lugar más preeminente, y es el gobierno de las acciones del pueblo. Y, si no es de buenos metales o padece algún defecto, se deja luego conocer de todos por su son. Así el príncipe es un reloj universal de sus Estados, los cuales penden del movimiento de sus palabras. Con ellas o gana o pierde el crédito, porque todos procuran conocer por lo que dice su ingenio, su condición e inclinaciones. Ninguna palabra suya cae al que las oye. Fijas quedan en la memoria, y pasan luego de unos a otros por un examen riguroso, dándoles cada uno diferentes sentidos. Aun las que en los retretes deja caer descuidadamente se tienen por profundas y misteriosas, y no dichas acaso. Y así, conviene que no se adelanten al entendimiento, sino que salgan después de la meditación del discurso y de la consideración del tiempo, del lugar y de la persona, porque una vez pronunciadas no las vuelve el arrepentimiento.


Nescit vox missa reverti



dijo Horacio; y el mismo rey don Alonso: «E por ende todo ome e mayormente el rey, se debe mucho guardar en su palabra; de manera que sea acatada e pensada ante que la diga, ca después que sale de la boca non puede ome fazer que non sea dicha». De que podrían nacer grandísimos inconvenientes, porque las palabras de los reyes son los principales instrumentos de reinar. En ellas están la vida o la muerte, la honra o la deshonra, el mal o el bien de sus vasallos. Por esto Aristóteles aconsejó a Calístenes, enviándole a Alejandro Magno, que hablase poco con él, y de cosas de gusto, porque era peligroso tratar con quien en el corte de su lengua tenía el poder de la vida y de la muerte. No hay palabra del príncipe que no tenga su efecto. Dichas sobre negocios, son órdenes. Sobre delitos, sentencia. Y sobre promesas, obligación. Por ellas o acierta o yerta la obediencia. Por lo cual deben los príncipes mirar bien cómo usan de este instrumento de la lengua; que no acaso la encerró la naturaleza y le puso tan firmes guardas como son los dientes. Como ponemos freno al caballo para que no nos precipite, le debemos poner a la lengua. Parte es pequeña del cuerpo, pero como el timón, de cuyo movimiento pende la salvación o la perdición de la nave. Está la lengua en parte muy húmeda y fácilmente se desliza, si no la detiene la prudencia. Guardas pedía David a Dios para su boca, y candados para sus labios

§ Entrar el príncipe en varios discursos con todos es desacreditada familiaridad, llena de inconvenientes, si ya no es que convenga para la información; porque cada uno de los negociantes quisiera un príncipe muy advertido e informado en su negocio, lo cual es imposible, no pudiendo comprenderlo todo. Y si no responde muy al caso, le juzga por incapaz o por descuidado. Fuera de que nunca corresponde el conocimiento de las partes del príncipe a la opinión que se tiene de ellas. Bien consideraron estos peligros los emperadores romanos cuando introdujeron que les hablasen por memoriales, y respondían por escrito para tomar tiempo y que fuese más considerada la respuesta, y también porque a menos peligro está la pluma que la lengua. Ésta no puede detenerse mucho en responder, y aquélla, sí. Seyano, aunque tan valido de Tiberio, le hablaba por memorial. Pero hay negocios de tal calidad, que es mejor tratarlos que escribirlos, principalmente cuando no es bien dejar la prenda de una escritura, que es un testimonio perpetuo, sujeto a más interpretaciones que las palabras, las cuales, como pasan ligeras y no se retienen fielmente, no se puede hacer por ellas reconvención cierta. Pero, o ya responda el príncipe de una o de otra suerte, siempre es de prudentes la brevedad, y más conforme a la majestad de los príncipes. Imperial la llamó Tácito. De la lengua y de la espada se ha de jugar sin abrirse. El que descubre el pecho peligra. Los razonamientos breves son eficaces y dan mucho que pensar. Ninguna cosa más propia del oficio de rey que hablar poco y oír mucho. No es menos conveniente saber callar que saber hablar. En esto tenemos por maestros a los hombres, y en aquello a Dios, que siempre nos enseña el silencio en sus misterios. Mucho se allega a su divinidad quien sabe callar. Entendido parece el que tiene los labios cerrados. Los locos tienen el corazón en la boca, y los cuerdos la boca en el corazón. La prudencia consiste en no exceder los fines en lo uno ni en lo otro, porque en ellos está el peligro:


Ut diversa sibi, vicinaque culpa est,
Multa loquens, et cuncta silens.



Entonces son convenientes las palabras cuando el silencio sería dañoso al príncipe o a la verdad. Bastantemente se deja entender por los movimientos la majestad. Muy elocuente es en los príncipes un mudo silencio a su tiempo, y más suelen significar la mesura y el agrado que las palabras. Y cuando haya de usar de ellas, sean sencillas, con sentimiento libre y real: Liberi sensi in simplici parole; porque se desacreditan y hacen sospechosas con las exageraciones, los juramentos y los testimonios. Y así han de ser sin desprecio graves; sin cuidado, graciosas; sin aspereza, constantes; y sin vulgaridad, comunes. Aun con Dios parece que tienen alguna fuerza las palabras bien compuestas.

§ En lo que es menester más recato de la lengua y de la pluma es en las promesas, en las cuales, o por generosidad propia, o por facilitar los fines o por excusar los peligros, se suelen alargar los príncipes, y, no pudiendo después satisfacer a ellas, se pierde el crédito y se ganan enemigos, y fuera mejor haberlas excusado. Más guerras han nacido de las promesas hechas y no cumplidas que de las injurias, porque en las injurias no siempre va mezclado el interés, como en lo prometido, y más se mueven los príncipes por él que por la injuria. Lo que se promete y no se cumple lo recibe por afrenta el superior, por injusticia el igual, y por tiranía el inferior. Y así, es menester que la lengua no se arroje a ofrecer lo que no sabe que puede cumplir.

§ En las amenazas suele exceder la lengua, porque el fuego de la cólera la mueve muy aprisa, y, como no puede corresponder la venganza a la pasión del corazón, queda después desacreditada la prudencia y el poder del príncipe. Y así, es menester disimular las ofensas, y que primero se vean los efectos de la satisfacción que la amenaza. El que se vale primero de la amenaza que de las manos, quiere solamente vengarse con ella o avisar al enemigo. Ninguna venganza mayor que un silencio mudo. La mina que ya reventó no se teme. La que está oculta parece siempre mayor, porque es mayor el efecto de la imaginación que el de los sentidos.

§ La murmuración tiene mucho de envidia o jactancia propia, y casi siempre es del inferior al superior. Y así, indigna de los príncipes, en cuyos labios ha de estar segura la honra de todos. Si hay vicios, debe castigarlos. Si faltas, reprenderlas o disimularlas.

§ La alabanza de la virtud, de las acciones y servicios, es parte de premio, y causa emulación de sí mismo en quien se atribuye; exhorta y anima a los demás. Pero la de los sujetos es peligrosa, porque, siendo incierto el juicio de ellos, y la alabanza una como sentencia definitiva, puede descubrir el tiempo que fue ligereza el darla, y queda el príncipe obligado por reputación a no desdecirse de lo que una vez aprobó. Y así por esto, como por no causar envidia, debe andar muy recatado en alabar las personas, como fue consejo del Espíritu Santo. A los estoicos pareció que no se había de alabar, porque ninguna cosa se puede afirmar con seguridad. Y mucho de lo que parece digno de alabanza, es falsa opinión.



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