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Y las esperanzas de sus victorias. In hoc signo


Impía opinión aquella que intentó probar que era mayor la fortaleza y valor de los gentiles que el de los cristianos, porque su religión afirmaba el ánimo y le encruelecía con la vista horrible de las víctimas sangrientas ofrecidas en los sacrificios, y solamente estimaba por fuertes y magnánimos a los que con la fuerza más que con la razón dominaban a las demás naciones; acusando el instituto de nuestra religión, que nos propone la humildad y mansedumbre: virtudes que crían ánimos abatidos. ¡Oh impía e ignorante opinión! La sangre vertida podrá hacer más bárbaro y cruel el corazón, no más valeroso y fuerte. Con él nace. No le entra por los ojos la fortaleza. Ni son más valerosos los que más andan envueltos en la sangre y muertes de los animales, ni aquellos que se sustentan de carne humana. No desestima nuestra religión lo magnánimo; antes nos anima a él. No nos propone premios de gloria caduca y temporal, como la étnica, sino eternos, y que han de durar al par de los siglos de Dios. Si animaba entonces una corona de laurel, que desde que se corta va descaeciendo, ¿cuánto más animará ahora aquella inmortal de estrellas? ¿Por ventura se arrojaron a mayores peligros los gentiles que los cristianos? Si acometían aquéllos una fortaleza, era debajo de empavesadas y testudos. Hoy se arrojan los cristianos por las brechas contra rayos de pólvora y plomo. No son opuestas a la fortaleza la humildad y la mansedumbre. Antes tan conformes, que sin ellas no se puede ejercitar, ni puede haber fortaleza donde no hay mansedumbre y tolerancia y las demás virtudes; porque solamente aquel es verdaderamente fuerte que no se deja vencer de los afectos, y está libre de las enfermedades del ánimo. En que trabajó tanto la secta estoica, y después con más perfección la escuela cristiana. Poco hace de su parte el que se deja llevar de la ira y de la soberbia. Aquélla es acción heroica que se opone a la pasión. No es el menos duro campo de batalla el ánimo donde pasan estas contiendas. El que inclinó por humildad la rodilla, sabrá en la ocasión despreciar el peligro y ofrecer constante la cerviz al cuchillo. Si dio la religión étnica grandes capitanes en los Césares, Escipiones y otros, no los ha dado menos la católica en los Alfonsos y Fernandos, reyes de Castilla, y en otros reyes de Aragón Navarra y Portugal. ¿Qué valor igualó al del emperador Carlos Quinto?¿Qué gran capitán celebra la antigüedad, a quien o no excedan o no se igualen Gonzalo Fernández de Córdoba, Hernán Cortés, el señor Antonio de Leiva, don Fernando de Abalos, marqués de Pescara; don Alfonso de Abalos, marqués del Vasto; Alejandro Farnese, duque de Parma; Andrea de Oria; Alfonso de Alburquerque; don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba; los marqueses de Santa Cruz, el conde de Fuentes, el marqués Espínola, don Luis Fajardo, y otros infinitos de la nación española y de otras, aún no bastante alabados de la fama; por los cuales se puede decir lo que San Pablo por aquellos grandes generales Gedeón, Barac, Sansón, Jeph, David y Samuel, que con la fe se hicieron fuertes y valerosos y conquistaron reinos, sin que les pudiesen resistir las naciones? Si conferimos las victorias de los gentiles con las de los cristianos, hallaremos que han sido mayores éstas. En la batalla de las Navas murieron doscientos mil moros, y solamente veinticinco de los nuestros, habiendo quedado el campo tan cubierto de lanzas y saetas, que, aunque en dos días que se detuvieron allí los vencedores, usaron de ellas en lugar de leña para los fuegos, no las pudieron acabar, procurándolo de propósito. Otro tanto número de muertos quedaron en la batalla del Salado, y solamente murieron veinte de los cristianos. Y en la victoria de la batalla naval de Lepanto, que alcanzó de los turcos el señor don Juan de Austria, se echaron a fondo y se tomaron ciento y ochenta galeras. Tales victorias no las atribuye a sí el valor cristiano, sino al verdadero culto que adora.


Que em casos tâo estranbos, claramente
Mais peleja o favor de Deos, que a gente.



Glorioso rendimiento de la razón. No menos vence un corazón puesto en Dios que la mano puesta en la espada, como sucedió a Judas Macabeo. Dios es el que gobierna los corazones, los anima y fortalece, el que da y quita las victorias. Burlador fuera, y parte tuviera en la malicia y engaño, si se declarara por quien invoca otra deidad falsa y con impíos sacrificios procura tenerle propicio. Y si tal vez consiente sus victorias, no es por su invocación, sino por causas impenetrables de su divina Providencia. En la sed que padecía el ejército romano en la guerra contra los moranos, no se dio por entendido Dios de los sacrificios y ruegos de las legiones gentiles, hasta que los cristianos alistados en la legión décima invocaron su auxilio, y luego cayó gran abundancia de agua del cielo, con tantos torbellinos y rayos contra los enemigos, que fácilmente los vencieron. Y desde entonces se llamó aquella legión Fulminante. Si siempre fuera viva la confianza y la fe, se vieran estos efectos; pero, o porque falta, o por ocultos fines, permite Dios que sean vencidos los que con verdadero culto le adoran, y entonces no es la victoria premio del vencedor, sino castigo del vencido. Lleven, pues, los príncipes siempre empuñado el estoque de la cruz, significado en el que dio Jeremías a Judas Macabeo, con que ahuyentase a sus enemigos, y tengan embrazado el escudo de la religión, y delante de sí aquel eterno fuego que precedía a los reyes de Persia, símbolo del otro incircunscripto, de quien recibe sus rayos el sol. Esta es la verdadera religión que adoraban los soldados cuando se postraban al estandarte llamado lábaro del emperador Constantino; el cual, habiéndole anunciado la victoria contra Majencio una cruz que se le apareció en el cielo con estas letras In hoc signo vinces, mandó hacerle en la forma que se ve en esta empresa, con la X y la P encima, cifra del nombre de Cristo, y con la Alfa y Omega, símbolo de Dios, que es principio y fin de las cosas. De este estandarte usaron después los emperadores hasta el tiempo de Juliano Apóstata. Y el señor don Juan de Austria mandó bordar en sus banderas la cruz y este mote: «Con estas armas vencí los turcos; con ellas espero vencer los herejes». El rey don Ordoño puso las mismas palabras de la cruz de Constantino en una que presentó al templo de Oviedo, y yo me valgo de ellas y del estandarte de Constantino para formar esta Empresa, y significar a los príncipes la confianza con que deben arbolar contra sus enemigos el estandarte de la religión. Tres veces pasó por en medio de ellos en la batalla de las Navas el pendón de don Rodrigo, arzobispo de Toledo, y sacó por trofeo fijas en su asta las saetas y dardos tirados de los moros. Al lado de este estandarte asistirán espíritus divinos. Dos sobre caballos blancos se vieron peleando en la vanguardia cuando junto a Simancas venció el rey don Ramiro el Segundo a los moros. Y en la batalla de Clavijo, en tiempo del rey don Ramiro el Primero, y en la de Mérida, en tiempo del rey don Alonso el Noveno, se apareció aquel divino rayo, hijo del trueno, Santiago, patrón de España, guiando los escuadrones con el acero tinto en sangre. «Ninguno, dijo Josué a los príncipes de Israel (estando vecino a la muerte), os podrá resistir, si tuviéredes verdadera fe en Dios. Vuestra espada hará volver las espaldas a mil enemigos, porque Él mismo peleará por vosotros». Llenas están las sagradas Letras de estos socorros divinos. Contra los cananeos puso Dios en batalla las estrellas, y contra los amorreos armó los elementos, disparando piedras las nubes. No fue menester valerse de las criaturas en favor de los fieles contra los madianitas. Una espada que les echó en medio de sus escuadrones bastó para que unos a otros se matasen. En sí mismo trae la venganza quien es enemigo de Dios.




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No en la falsa y aparente. Specie religionis


Lo que no pudo la fuerza ni la porfía de muchos años, pudo un engaño con especie de religión, introduciendo los griegos sus armas en Troya dentro del disimulado vientre de un caballo de madera, con pretexto de voto a Minerva. Ni el interno ruido de las armas, ni la advertencia de algunos ciudadanos recatados, ni el haber de entrar por los muros rotos, apenas engolfadas las naves griegas, ni el detenerse entre ellos, bastó para que el pueblo depusiese el engaño. Tal es en él la fuerza de la religión. De ella se valieron Escipión Africano, Lucio Sila, Quinto Sertorio, Minos, Pisístrato, Licurgo, y otros, para autorizar sus acciones y leyes, y para engañar los pueblos. Los fenicios fabricaron en Medina-Sidonia un templo en forma de fortaleza, dedicado a Hércules, diciendo que en sueños se lo había mandado. Creyeron los españoles que era culto, y fue ardid; que era piedad, y fue yugo con que religiosamente oprimieron sus cervices, y los despojaron de sus riquezas. Con otro templo en el promontorio Dianeo, donde ahora está Denia, disimularon los de la isla de Zacinto sus intentos de sujetar a España. Despojó de la corona el rey Sisenando a Suintila, y para asegurar más su reinado, hizo convocar un concilio provincial en Toledo, a título de reformar las costumbres de los eclesiásticos, siendo su principal intento que se declarase por él la corona, y se quitase por sentencia a Suintila, para quietar el pueblo: medio de qué también se valió Ervigio para afirmar su elección en el reino y confirmar la renunciación del rey Wamba. Conoce la malicia la fuerza que tiene la religión en los ánimos de los hombres, y con ella introduce sus artes, admitidas fácilmente de la simpleza del pueblo; el cual, no penetrando sus fines, cree que solamente se encamina a tener grato a Dios para que prospere los bienes temporales, y premie después con los eternos. ¿Cuántos engaños han bebido las naciones con especie de religión, sirviendo miserablemente a cultos supersticiosos? ¿Qué serviles y sangrientas costumbres no se han introducido con ellos, en daño de la libertad de las haciendas y de las vidas? Estén las repúblicas y los príncipes muy advertidos, y principalmente en los tiempos presentes, que la política se vale de la máscara de la piedad, y no admitan ligeramente estos supersticiosos caballos de religión, que no solamente han abrasado ciudades, sino provincias y reinos. Si a título de ella se introduce la ambición y la codicia, y se agrava el pueblo, desconoce éste el yugo suave de Dios con los daños temporales que padece, y, malicioso, viene a persuadirse que es de Estado la razón natural y divina de religión, y que con ella se disimulan los medios con que quieren tenerle sujeto, y beberle la sustancia de sus haciendas. Y así, deben los príncipes considerar bien si lo que se introduce es causa de religión o pretexto en perjuicio de su autoridad y poder, o en agravio de los súbditos, o contra la quietud pública. Lo cual se conoce por los fines, mirando si tales introducciones tiran solamente al interés o ambición, si son o no proporcionadas al bien espiritual, o si éste se puede conseguir con otros medios menos perjudiciales. En tales casos, con menos peligro se previene que se remedia el daño no dando lugar a tales pretextos y abusos; pero, introducidos ya, se han de curar con suavidad, no de hecho, ni con violencia y escándalo, ni usando del poder, cuando son casos fuera de la jurisdicción del príncipe, sino con mucha destreza y respeto por mano de aquel a quien tocan, informándole de la verdad del hecho y de los inconvenientes y daños; porque, si el príncipe seglar lo intentare con violencia, y fueren abusos abrazados del pueblo, lo interpretará éste a impiedad, y antes obedecerá a los sacerdotes que a él. Y si no estaba bien con ellos, y viere encontrados el poder temporal y el espiritual, se desmandará y atreverá contra la religión, animado con la voluntad declarada del príncipe, y pasará a creer que el daño de los accidentes penetra también a la sustancia de la religión. Con que fácilmente opinará y variará en ella. Así empeñados, el príncipe en la oposición a la jurisdicción espiritual, y el pueblo en la novedad de las opiniones, se pierde fácilmente el respeto a lo sagrado, y caen todos en ciegos errores, confusa aquella divina luz que ilustraba y unía los ánimos. De donde hemos visto nacer la ruina de muchos príncipes y las mudanzas de sus Estados. Gran prudencia es menester para gobernar al pueblo en estas materias, porque con una misma facilidad, o las desprecia y cae en impiedad, o las cree ligeramente y cae en superstición, y esto sucede más veces; porque, como ignorante, se deja llevar de las apariencias del culto y de la novedad de las opiniones, sin que llegue a examinarlas la razón. Por lo cual conviene mucho quitarle con tiempo las ocasiones en que puede perderse, y principalmente las que nacen de vanas disputas sobre materias sutiles y no importantes a la religión, no consintiendo que se tengan ni que se impriman, porque se divide en parcialidades, y canoniza y tiene por de fe la opinión que sigue. De donde podrían nacer no menores perturbaciones que de la diversidad de religiones, y dar causa a ellas. Conociendo este peligro Tiberio, no consintió que se viesen los libros de las Sibilas, cuyas profecías podían causar solevaciones. Y en los Actos de los Apóstoles leemos haberse quemado los que contenían vanas curiosidades.

§ Suele el pueblo con especie de piedad engañarse, y dar ciegamente en algunas devociones supersticiosas con sumisiones y bajezas feminiles, que le hacen melancólico y tímido, esclavo de sus mismas imaginaciones, las cuales le oprimen el ánimo y el espíritu, y le traen ocioso en juntas y romerías, donde se cometen notables abusos y vicios. Enfermedad es ésta de la multitud, y no de las menos peligrosas a la verdad de la religión y a la felicidad política. Y, si no se remedia en los principios, nacen de ella gravísimos inconvenientes y peligros, porque es una especie de locura que se precipita con apariencia de bien, y da en nuevas opiniones de religión y en artes diabólicas. Conveniente es un vasallaje religioso, pero sin supersticiones humildes; que estime la virtud y aborrezca el vicio, y que esté persuadido a que el trabajo y la obediencia son de mayor mérito con Dios y con su príncipe que las cofradías y romerías, cuando con banquetes, bailes y juegos se celebra la devoción, como hacía el pueblo de Dios en la dedicación del becerro.

§ Cuando el pueblo empezare a opinar en la religión y quisiere introducir novedades en ella, es menester aplicar luego el castigo, y arrancar de raíz la mala semilla antes que crezca y se multiplique, reduciéndose a cuerpo más poderoso que el príncipe, contra quien maquine (si no se acomodare con su opinión) mudando la forma de gobierno. Y si bien el entendimiento es libre y contra su libertad el hacerle creer, y parece que toca a Dios el castigar a quien siente mal dél, nacerían gravísimos inconvenientes si se fiase del pueblo ignorante y ciego el opinar en los misterios altos de la religión. Y así, conviene obligar a los súbditos a que, como los alemanes antiguos, tengan por mayor santidad y reverencia creer que saber las cosas de Dios. ¿Qué errores monstruosos no experimenta en sí el reino que tiene licencia de arbitrar en la religión? Por esto los romanos pusieron tanto cuidado en que no se introdujesen nuevas religiones, y Claudio se quejó al Senado de que se admitiesen las supersticiones extranjeras. Pero, si ya hubiere cobrado pie la malicia, y no tuviere el castigo fuerza contra la multitud, obre la prudencia lo que había de obrar el fuego y el hierro; porque a veces crece la obstinación en los delitos con los remedios intempestivos y violentos, y no siempre se rinde la razón a la fuerza. El rey Recaredo, con gran destreza, acomodándose al tiempo, disimulando con unos y halagando a otros, redujo a sus vasallos, que seguían la secta arriana, a la religión católica.

§ Varones grandes usaron antiguamente (como hemos dicho) de la superstición para autorizar sus leyes, animar al pueblo y tenerle más sujeto a la dominación, fingiendo sueños divinos, pláticas y familiaridades con los dioses. Y, si bien son artes eficaces con el pueblo, cuyo ingenio supersticioso se rinde ciegamente a las cosas sobrenaturales, no es lícito a los príncipes cristianos engañarle con fingidos milagros, apariencias de religión. ¿Pora qué la sombra donde se goza de la luz? ¿Para qué impuestas señales del cielo, si da tantas (como hemos dicho) a los que con firme fe las esperan de la divina Providencia? ¿Cómo, siendo Dios justo, asistirá a tales artes, que acusan su cuidado en el gobierno de las cosas inferiores, fingen su poder y dan a entender lo que no obra? ¿Qué firmeza tendrá el pueblo en la religión si la ve torcer a los fines particulares del príncipe, y que es velo con que cubre sus designios y desmiente la verdad? No es segura política la que se viste del engaño, ni firme razón de Estado la que se funda sobre la invención.




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Consúltese con los tiempos pasados, presentes y futuros. Quae sint, quae fuerint, quae mox futura sequantur


Es la prudencia regla y medida de las virtudes; sin ella pasan a ser vicios. Por esto tiene su asiento en la mente, y las demás en la voluntad, porque desde allí preside a todas. Deidad grande la llamó Agatón. Esta virtud es la que da a los gobiernos las tres formas, de monarquía, aristocracia y democracia, y les constituye sus partes proporcionadas al natural de los súbditos, atenta siempre a su conservación y al fin principal de la felicidad política. Áncora es la prudencia de los Estados, aguja de marear del príncipe. Si en él falta esta virtud, falta el alma del gobierno. «Ca esta (palabras son del rey don Alonso) faze ver las cosas e juzgarlas ciertamente según son e pueden ser, e obrar en ellas como deve, e non rebatosamente». Virtud es propia de los príncipes, y la que más hace excelente al hombre. Y así, la reparte escasamente la Naturaleza. A muchos dio grandes ingenios, a pocos gran prudencia. Sin ella los más elevados son más peligrosos para el gobierno, porque pasan los confines de la razón y se pierden. Y en el que manda es menester un juicio claro que conozca las cosas como son, y las pese y dé su justo valor y estimación. Este fiel es importante en los príncipes; en el cual tiene mucha parte la Naturaleza, pero mayor el ejercicio de los actos.

§ Consta esta virtud de la prudencia de muchas partes, las cuales se reducen a tres: memoria de lo pasado, inteligencia de lo presente y providencia de lo futuro. Todos estos tiempos significa esta empresa en la serpiente, símbolo de la prudencia, revuelta al cetro sobre el reloj de arena, que es el tiempo presente que corre, mirándose en los dos espejos del tiempo pasado y del futuro, y por mote aquel verso de Homero, traducido de Virgilio, que contiene los tres:


Quae sint, quae fuerint, quae mox ventura trahantur.



A los cuales mirándose la prudencia compone sus acciones.

Todos tres tiempos son espejo del gobierno, donde, notando las manchas y defectos pasados y presentes, se pule y hermosea, ayudándose de las experiencias propias y adquiridas. De las propias digo en otra parte. Las adquiridas, o son por la comunicación, o por la historia. La comunicación suele ser más útil, aunque es más limitada, porque se aprehende mejor, y satisface a las dudas y preguntas, quedando más bien informado el príncipe. La historia es una representación de las edades del mundo. Por ella la memoria vive los días de los pasados. Los errores de los que ya fueron advierten a los que son. Por lo cual es menester que busque el príncipe amigos fieles y verdaderos que le digan la verdad en lo pasado y en lo presente. Y porque éstos, como dijo el rey don Alonso de Aragón y Nápoles, son los libros de historia, que ni adulan, ni callan, ni disimulan la verdad, consúltese con ellos, notando los descuidos y culpas de los antepasados, los engaños que padecieron, las artes de los palacios, y los males internos y externos de los reinos. Y reconozca si peligra en los mismos. Gran maestro de príncipes es el tiempo. Hospitales son los siglos pasados, donde la política hace anotomía de los cadáveres de las repúblicas y monarquías que florecieron, para curar mejor las presentes. Cartas son de marear, en que con ajenas borrascas o prósperas navegaciones están reconocidas las riberas, fondeados los golfos, descubiertas las secas, advertidos los escollos, y señalados los rumbos de reinar. Pero no todos los libros son buenos consejeros, porque algunos aconsejan la malicia y el engaño. Y, como éste se practica más que la verdad, hay muchos que los consultan. Aquellos solamente son seguros que dictó la divina Sabiduría. En ellos hallará el príncipe para todos los casos una perfecta política, y documentos ciertos con que gobernarse y gobernar a otros. Por esto los que se sentaban en el solio del reino de Israel habían de tener consigo al Deuteronomio, y leerle cada día. Oímos a Dios y aprendemos de Dios cuando leemos aquellos divinos oráculos. El emperador Alejandro Severo tenía cerca de sí hombres versados en la historia que le dijesen cómo se habían gobernado los emperadores pasados en algunos casos dudosos.

Con este estudio de la historia podrá V. A. entrar más seguro en el golfo del gobierno, teniendo por piloto a la experiencia de lo pasado para la dirección de lo presente, y disponiéndolo de tal suerte, que fije V. A. los ojos en lo futuro, y lo antevea, para evitar los peligros, o para que sean menores, prevenidos. Por estos aspectos de los tiempos ha de hacer juicio y pronosticar la prudencia de V. A., no por aquellos de los planetas, que, siendo pocos y de movimiento regulado, no pueden (cuando tuvieran virtud) señalar la inmensa variedad de accidentes que producen los casos y dispone el libre albedrío. Ni la especulación y experiencia son bastantes a constituir una ciencia segura y cierta de causas tan remotas. Vuelva, pues, los ojos V. A. a los tiempos pasados, desde el rey don Fernando el Católico hasta los de Felipe Segundo. Y, puestos en paralelo con los que después han corrido hasta la edad presente, considere V. A. si está ahora España tan populosa, tan rica; tan abundante como entonces. Si florecen tanto las artes y las armas; si faltan el comercio y la cultura. Y si alguna de estas cosas hallare menos V. A., haga anotomía de este cuerpo, reconozca sus arterias y partes, cuáles están sanas, y cuáles no, y de qué causas provienen sus enfermedades. Considere bien V. A. si acaso nacen de algunas de éstas, que suelen ser las ordinarias. De la extracción de tanta gente, del descuido de la propagación, de la multiplicidad de las religiones, del número grande de los días feriados, del haber tantas universidades y estudios, del descubrimiento de las Indias, de la paz no económica, de la guerra ligeramente emprendida o con lenteza ejecutada, de la extinción de los maestrazgos de las órdenes militares, de la cortedad de los premios, del peso de los cambios y usuras, de las extracciones del dinero, de la desproporción de las monedas, o de otras semejantes causas; porque, si V. A. llegare a entender que por alguna de ellas padece el reino, no será dificultoso el remedio. Y conocidos bien estos dos tiempos, pasado y presente, conocerá también V. A. el futuro; porque ninguna cosa nueva debajo del sol. Lo que es, fue. Y lo que fue, será. Múdanse las personas, no las escenas. Siempre son unas las costumbres y los estilos.

§ Después de la comunicación de los libros hace advertidos a los príncipes la de tantos ingenios que tratan con ellos, y traen para las audiencias premeditadas las palabras y las razones. Por esto decía el rey don Juan el Segundo de Portugal, que el reino o hallaba al príncipe prudente o le hacía. Grande es la escuela de reinar, donde los ministros de mayor juicio y experiencia, o suyos o extranjeros, confieren con el príncipe los negocios. Siempre está en perpetuo ejercicio con noticias particulares de cuanto pasa en el mundo. Y así, siendo esta escuela tan conveniente al príncipe, debe cuando no por obligación, por enseñanza, aplicarse a los negocios y procurar entenderlos y penetrarlos, sin contentarse con remitirlos a sus Consejos y esperar de ellos la resolución; porque en dejando de tratarlos, se hace el ingenio silvestre, y cobra el ánimo tal aversión a ellos, juzgándolos por un peso intolerable y superior a las fuerzas, que los aborrece y los deja correr por otras manos. Y cuando vuelven al príncipe las resoluciones tomadas, se halla ciego y fuera del caso, sin poder discernir si son acertadas o erradas. Y en esta confusión vive avergonzado de sí mismo, viéndose que, como ídolo hueco, recibe la adoración, y da otro por él las respuestas. Por esto llamó ídolo el profeta Zacarías al príncipe que no atiende a su obligación, semejante al pastor que desampara su ganado; porque es una estatua quien representa y no ejercita la majestad; tiene labios, y no habla; tiene ojos y orejas, y ni ve ni oye. Y en siendo conocido por ídolo de culto, y no de efectos, le desprecian todos como a inútil, sin que pueda recobrarse después; porque los negocios en que había de habituarse y cobrar experiencias pasan como las aguas, sin volver a tornar. Y en no sabiendo sobre qué estambres va fundada la tela de los negocios, no se puede proseguir acertadamente.

§ Por este y otros daños, es conveniente que el príncipe desde que entra a reinar asista continuamente al gobierno, para que con él se vaya instruyendo y enseñando; porque, si bien a los principios dan horror los negocios, después se ceba tanto en ellos la ambición y la gloria, que se apetecen y aman. No detengan al príncipe los temores de errar, porque ninguna prudencia puede acertar en todo. De los errores nace la experiencia. Y de ésta las máximas acertadas de reinar. Y cuando errare, consuélese con que tal vez es menos peligroso errar por sí mismo que acertar por otro. Esto lo calumnia, y aquello lo compadece el pueblo. La obligación del príncipe sólo consiste en desear acertar y en procurarlo, dejándose advertir y aconsejar, sin soberbia ni presunción, porque ésta es madre de la ignorancia y de los errores. Los príncipes nacieron poderosos, pero no enseñados. Si quisieren oír, sabrán gobernar. Reconociéndose Salomón ignorante para el gobierno del reino, pidió a Dios un corazón dócil porque esto solo juzgaba por bastante para acertar. A un príncipe bien intencionado y celoso lleva Dios de la mano para que no tropiece en el gobierno de sus Estados.




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Y no con los casos singulares que no vuelven a suceder. Non semper tripodem


Los pescadores de la isla de Quíos, habiendo arrojado al mar las redes y creyendo sacar pescados, sacaron una trípode, que era un vaso de los sacrificios, o (como otros quieren) una mesa redonda de tres pies, obra maravillosa y de valor, más por su artífice Vulcano que por su materia, aunque era de oro. Creció en los mismos pescadores y en los demás de la isla la codicia, y en vano, defraudada su esperanza, arrojaron sus redes muchas veces al mar. ¡Oh, cuántas los felices sucesos de un príncipe fueron engaño a él y a los demás, que por los mismos medios procuraron alcanzar otra igual fortuna! No es fácil seguir los pasos ajenos o repetir los propios, e imprimir en ellos igualmente las huellas. Poco espacio de tiempo con la variedad de los accidentes las borra, y las que se dan de nuevo son diferentes. Y así no las acompaña el mismo suceso. Muchos émulos e imitadores ha tenido Alejandro Magno. Y, aunque no desiguales en el valor y espíritu, no colmaron tan gloriosa y felizmente sus designios, o no fueron aplaudidos. En nuestra mano está el ser buenos, pero no el parecer buenos a otros. También en los casos de la fama juega la fortuna, y no corresponde una misma a un mismo hecho. Lo que sucedió a Sagunto, sucedió también a Estepa, y de ésta apenas ha quedado la memoria, si ya por ciudad pobre no fue favorecida de esta gloria, porque en los mayores se alaba lo que no se repara en los menores. Lo mismo sucede en las virtudes. Con unas mismas es tenido un príncipe por malo y otro por bueno. Culpa es de los tiempos y de los vasallos. Si el pueblo fuere licencioso y la nobleza desenfrenada, parecerá malo el príncipe que los quisiere reducir a la razón. Cada reino quisiera a su modo al príncipe. Y así, aunque uno gobierne con las mismas buenas artes con que otro príncipe gobernó gloriosamente, no será tan bien recibido, si la naturaleza de los vasallos del uno y del otro no fuera de igual bondad.

De todo esto nace el peligro de gobernarse el príncipe por ejemplos, siendo muy dificultoso, cuando no imposible, que en un caso concurran igualmente las mismas circunstancias y accidentes que en otro. Siempre voltean esas segundas causas de los cielos. Y siempre forman nuevos aspectos entre los astros, con que producen sus efectos y causan las mudanzas de las cosas, y como hechos una vez no vuelven después a ser los mismos, así también no vuelven sus impresiones a ser las mismas. Y en alterándose algo los accidentes, se alteran los sucesos, en los cuales más suele obrar el caso que la prudencia. Y así no son menos los príncipes que se han perdido por seguir los ejemplos pasados que por no seguirlos. Por tanto, la política especule lo que aconteció, para quedar advertida, no para gobernarse por ello, exponiéndose a lo dudoso de los accidentes. Los casos de otros sean advertimiento, no precepto o ley. Solamente aquellos ejemplos se pueden imitar con seguridad que resultaron de causas y razones intrínsecamente buenas y comunes al derecho natural y de las gentes, porque éstas en todos tiempos son las mismas; como el seguir los ejemplos de príncipes que con la religión, o con la justicia o clemencia, o con otras virtudes y acciones morales se conservaron. Pero aun en estos casos es menester atención, porque se suelen mudar las costumbres y la estimación de las virtudes, y con las mismas que un príncipe se conservó feliz en un tiempo y con unos mismos vasallos, se perdiera en otro. Y así, es conveniente que gobierne la prudencia, y que ésta no viva pagada y satisfecha de sí, sino que consulte con la variedad de los accidentes que sobrevienen a las cosas, sin asentar por ciertas las futuras, aunque más las haya cautelado el juicio y la diligencia; porque no siempre corresponden los sucesos a los medios, ni dependen de la conexión ordinaria de las causas, en que suelen tener alguna parte los consejos humanos, sino de otra causa primera que gobierna a las demás. Con que salen inciertos nuestros presupuestos y las esperanzas fundadas en ellos. Ninguno, en la opinión de todos, más lejos del imperio que Claudio, y le tenía destinado el cielo para suceder a Tiberio. En la elección de los pontífices se experimenta más esto, donde muchas veces la diligencia humana se halla burlada en sus designios. No siempre la Providencia divina obra con los medios naturales, y si los obra, consigue con ellos diversos efectos, y saca líneas derechas por una regla torcida, siendo dañoso al príncipe lo que había de serle útil. Una misma coluna de fuego en e desierto era de luz a su pueblo y de tinieblas a los enemigos. La mayor prudencia humana suele caminar a tientas. Con lo que piensa salvarle, se pierde, como sucedió a Viriato, vendido y muerto por los mismos embajadores que envió al cónsul Servilio. El daño que nos vino, no creemos que podrá volver a suceder, y creemos que las felicidades, o se detendrán, o pasarán otra vez por nosotros. Muchas ruinas causó esta confianza, desarmada con ella la prudencia. Es un golfo de sucesos el mundo, agitado de diversas e impenetrables causas. Ni nos desvanezcan las redes tiradas a la orilla con el colmo de nuestros intentos, ni nos descompongan las que salieron vacías: con igualdad de ánimo se deben arrojar y esperar. Turbado se halla el que confió y se prometió por cierta la ejecución feliz de su intento, y cuando reconoce lo contrario, no tiene armas para el remedio. A quien pensó lo peor no le hallan desprevenido los casos, ni le sobreviene impensadamente la confusión de sus intentos frustrados, como sucedió a los persas en la guerra contra los atenienses, que se previnieron de mármoles de la isla de Paro para escribir en ellos la victoria que anticipadamente se prometían; y siendo vencidos, se valieron los atenienses de los mismos mármoles para levantar una estatua a la venganza, que publicase siempre la locura de los persas. La presunción de saber lo futuro es una especie de rebeldía contra Dios y una loca competencia con su eterna sabiduría, la cual permitió que la prudencia humana pudiese conjeturar, pero no adivinar, para tenerla más sujeta, con la incertidumbre de los casos. Por esta duda es la política tan recatada en sus resoluciones, conociendo cuán corta de vista es en lo futuro la mayor sabiduría humana, y cuán falaces los juicios fundados en presupuestos. Si los príncipes tuvieran presencia de lo que ha de suceder, no saldrían errados sus consejos. Por eso Dios, luego que Saúl fue elegido rey, le infundió un espíritu de profecía.

De todo lo dicho se infiere que, si bien es venerable la antigüedad, y reales los caminos que abrió la posteridad por donde seguramente caminase la experiencia, suele romperlos el tiempo y hacerlos impracticables; y así, no sea el príncipe tan desconfiado de sí y tan observante de los pasos de sus antecesores, que no se atreva a echar los suyos por otra parte, según la disposición presente. No siempre las novedades son peligrosas. A veces conviene introducirlas. No se perfeccionaría el mundo, si no innovase. Cuanto más entra en edad, es más sabio. Las costumbres más antiguas en algún tiempo fueron nuevas. Lo que hoy se ejecuta sin ejemplo se contará después entre los ejemplos. Lo que seguimos por experiencia se empezó sin ella. También nosotros podemos dejar loables novedades que imiten nuestros descendientes. No todo lo que usaron los antiguos es lo mejor, como no lo será a la posteridad todo lo que usamos ahora. Muchos abusos conservamos por ellos. Y muchos estilos y costumbres suyas severas, rudas y pesadas se han templado con el tiempo y reducido a mejor forma.




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Sino con la experiencia de muchos, que fortalecen la sabiduría. Fulcitur experientiis


Ingeniosa Roma en levantar trofeos a la virtud y al valor para gloria y premio del vencedor, emulación de sus descendientes y ejemplo de los demás ciudadanos, inventó las colunas rostradas, en las cuales encajadas las proas de las naves triunfantes, después de largas navegaciones y vitorias, sustentaban viva la memoria de las batallas navales, como se levantaron al cónsul Duilio por la vitoria señalada que alcanzó de los cartagineses, y por otra a Marco Emilio. Este trofeo dio ocasión a esta empresa, en la cual lo firme y constante de la coluna representa la sabiduría, y las proas de las naves, cursadas en varias navegaciones y peligros, la experiencia, madre de la prudencia, con quien se afirma la sabiduría. Tiene ésta por objeto las cosas universales y perpetuas, aquélla las acciones singulares. La una se alcanza con la especulación y estudios. La otra, que es habito de la razón, con el conocimiento de lo bueno o lo malo, y con el uso y ejercicio. Ambas juntas harán perfecto a un gobernador, sin que baste la una sola. De donde se colige cuán peligroso es el gobierno de los muy especulativos en las ciencias y de los entregados a la vida monástica, porque ordinariamente les falta el uso y práctica de las cosas. Y así, sus acciones o se pierden por muy arrojadas o por muy humildes, principalmente cuando el temor o el celo demasiado los transporta. Su comunicación y sus escritos, en que obra más el entendimiento especulativo que el práctico, podrán ser provechosos al príncipe para despertar el ingenio y dar materia al discurso, consultándolos con el tiempo y la experiencia. La medicina propone los remedios a las enfermedades. Pero no los ejecuta el médico sin considerar la calidad y accidentes de la enfermedad, y la complexión y natural del doliente. Si con esta razón templara Aníbal su arrogancia bárbara, no tuviera por loco a Formión, viendo que, inexperto, enseñaba el arte militar; porque, si bien no alcanza la especulación su práctica, como dijo Camoes:


A disciplina militar prestante
Náo se aprende, senhor, na phantasia
Sonhando, imaginando, ou studando,
Se náo vendo, tratando, e pelejando.



siendo difícil que ajuste la mano lo que trazó el ingenio, y que corresponda a los ojos lo que propuso la idea, perdiendo de tan varios accidentes la guerra, que aun en ellos no sabe algunas veces aconsejarse la experiencia, con todo eso pudiera Formión dar tales preceptos a Aníbal, aunque tan experimentado capitán, que excusase los errores de su trato engañoso, de su crueldad con los vencidos y de su soberbia con los que se valían de su protección: sabría usar de la vitoria de Canas, huir las delicias de Capua y granjear a Antíoco. El rey don Fernando el Católico se valió de religiosos. No sé si les fió la negociación o la introducción, o si echó mano de ellos por escusar gastos de embajadas e inconvenientes de competencias. En ellos no es siempre seguro el secreto, porque penden más de la obediencia de sus superiores que de la del príncipe, y porque, si mueren, caerán las cifras y papeles en sus manos. No pueden ser castigados, si faltan a su obligación. Y con su ejemplo se perturba la quietud religiosa, y se amancilla su sencillez con las artes políticas. Mejores médicos son para lo espiritual que para lo temporal. Cada esfera tiene su actividad propia. Verdad es que en algunos se hallan juicios tan despiertos con la especulación de las ciencias y la práctica de los negocios, criados en las Cortes, sin aquel encogimiento que cría la vida retirada, que se les pueden fiar los mayores negocios, principalmente aquellos que tocan a la quietud pública y bien de la cristiandad: porque la modestia del trato, la templanza de las virtudes, la gravedad y crédito del hábito son grandes recomendaciones en los palacios de los príncipes para la facilidad de las audiencias y disposición de los ánimos.

§ Las experiencias en el daño ajeno son felices, pero no persuaden tanto como las propias. Aquéllas las vemos o las oímos, y éstas las sentimos. En el corazón las deja esculpidas el peligro. Los naufragios, vistos desde la arena, conmueven el ánimo, pero no el escarmiento. El que escapó de ellos cuelga para siempre el timón en el templo del desengaño. Por lo cual, aunque de unas y otras experiencias es bien que se componga el ánimo del príncipe, debe atender más a las propias, estando advertido que cuando son culpables suele excusarlas el amor propio, y que la verdad llega tarde o nunca a desengañarle, porque o la malicia le detiene en los portales de los palacios, o la lisonja la disfraza. Y entonces la bondad no se atreve a descubrirla, por no peligrar, o porque no le toca, o porque reconoce que no ha de aprovechar. Y así, ignorando los príncipes las faltas de sus gobiernos, y no sabiendo en qué erraron sus consejos y resoluciones, no pueden enmendarlas, ni quedar escarmentados y enseñados en ellas. No ha de haber exceso ni daño en el Estado, que luego no llegue fielmente a la noticia del príncipe. No hay sentimiento y dolor en cualquier parte del cuerpo que en un instante no toque e informe al corazón, como a príncipe de la vida, donde tiene su asiento el alma, y como a tan interesado en su conservación. Si los reyes supieran bien lo que lástima a sus reinos, no viéramos tan envejecidas sus enfermedades. Pero en los palacios se procura divertir con los entretenimientos y la música los oídos del príncipe, para que no oiga los gemidos del pueblo, ni pueda, como Saúl, preguntar la causa por qué llora. Y así ignora sus necesidades y trabajos, o llega a saberlos tarde. Ni la novedad del caso de Jonás, arrojado vivo de las entrañas de la ballena, ni sus voces públicas por toda la ciudad de Nínive, amenazándole su ruina dentro de cuarenta días, bastó para que no fuese el rey el último a saberlo, cuando ya desde el mayor al menor estaban los ciudadanos vestidos de sacos. Ninguno se atreve a desengañar al príncipe, ni a despertarle de los daños y trabajos que le sobrevienen. Todo el ejército de Betulia estaba vecino a la tienda de Holofernes con gran ímpetu y vocería. Y aclaró el día, y los de su cámara reparaban en quebrarle el sueño y hacían ruido con los pies por no llamarle declaradamente. Y cuando el peligro les obligó a entrar, ya el filo de una espada había dividido su cabeza, y la tenía el enemigo sobre los muros. Casi siempre llegan al príncipe los desengaños después de los sucesos, cuando o son irremediables o costosos. Sus ministros le dan a entender que todo sucede felizmente. Con que se descuida, no adquiere experiencia, y pierde la enseñanza de la necesidad, que es la maestra más ingeniosa de la prudencia; porque, aunque de la prudencia nace la prosperidad, no nace de la prosperidad la prudencia.

§ El principal oficio de la prudencia en los príncipes, o en quien trataré con ellos, ha de ser conocer con la experiencia los naturales, los cuales se descubren por los trajes, por el movimiento de las acciones y de los ojos, y por las palabras, habiendo tenido Dios por tan conveniente para el trato humano este conocimiento, que le puso a la primer vista de los hombres escrito por sus frentes. Sin él, ni el príncipe sabrá gobernar, ni el negociante alcanzar sus fines. Son los ánimos de los hombres tan varios como sus rostros. Y, aunque la razón es en sí misma una, son diferentes los caminos que cada uno de los discursos sigue para alcanzarla, y tan notables los engaños de la imaginación, que a veces parecen algunos hombres irracionales. Y así, no se puede negociar con todos con un mismo estilo. Conveniente es variarle según la naturaleza del sujeto con quien se trata, como se varían los bocados de los frenos según es la boca del caballo. Unos ingenios son generosos y altivos. Con ellos pueden mucho los medios de gloria y reputación. Otros son bajos y abatidos, que solamente se dejan granjear del interés y de las conveniencias propias. Unos son soberbios y arrojados, y es menester apartarlos suavemente del precipicio. Otros son tímidos y umbrosos, y para que obren se han de llevar de la mano a que reconozcan la vanidad del peligro. Unos son serviles, con los cuales puede más la amenaza y el castigo que el ruego. Otros son arrogantes. Estos se reducen con la entereza, y se pierden con la sumisión. Unos son fogosos y tan resueltos, que con la misma brevedad que se determinan, se arrepienten. A éstos es peligroso el aconsejar. Otros son tardos e indeterminados. A éstos los ha de curar el tiempo con sus mismos daños, porque, si los apresuran, se dejan caer. Unos son cortos y rudos. A éstos ha de convencer la demostración palpable, no la sutileza de los argumentos. Otros lo disputan todo, y con la agudeza traspasan los límites. A éstos se ha de dejar que, como los falcones, se remonten y cansen, llamándolos después al señuelo de la razón y a lo que se pretende. Unos no admiten parecer ajeno, y se gobiernan por el suyo. A éstos no se les han de dar, sino señalar, los consejos, descubriéndoselos muy a lo largo, para que por sí mismos den en ellos, y entonces, con alabárselos como suyos, lo ejecutan. Otros ni saben obrar ni resolverse sin el consejo ajeno. Con éstos es vana la persuasión. Y así, lo que se había de negociar con ellos es mejor tratarlo con sus consejeros.

La misma variedad que se halla en los ingenios, se halla también en los negocios. Algunos son fáciles en sus principios, y después, como los ríos, crecen con las avenidas y arroyos de varios inconvenientes y dificultades. Estos se vencen con la celeridad, sin dar tiempo a sus crecientes. Otros, al contrario, son como los vientos, que nacen furiosos y mueren blandamente. En ellos es conveniente el sufrimiento y la constancia. Otros hay que se vadean con incertidumbre y peligro, hallándose en ellos el fondo de las dificultades cuando menos se piensa. En éstos se ha de proceder con advertencia y fortaleza, siempre la sonda en la mano, y prevenido el ánimo para cualquier accidente. En algunos es importante el secreto. Estos se han de minar, para que reviente el buen suceso antes que se advierta. Otros no se pueden alcanzar sino en cierta coyuntura de tiempos. En ellos han de estar a la colla las prevenciones y medios para soltar las velas cuando sople el viento favorable. Algunos echan poco a poco raíces, y se sazonan con el tiempo. En ellos se han de sembrar las diligencias, como las semillas en la tierra, esperando a que broten y fruten. Otros, si luego no salen, no salen después. Estos se han de ganar por asalto, aplicados a un tiempo los medios. Algunos son tan delicados y quebradizos, que, como a las redomas de vidro, un soplo los forma y un soplo los rompe. Por éstos es menester llevar muy ligera la mano. Otros hay que se dificultan por muy deseados y solicitados. En ellos son buenas las artes de los amantes, que enamoran con el desdén y desvío. Pocos negocios vence el ímpetu, algunos la fuerza, muchos el sufrimiento, y casi todos la razón y el interés. La importunidad perdió muchos negocios, y muchos también alcanzó, como de la Cananea lo dijo san Jerónimo. Cánsanse los hombres de negar, como de conceder. La sazón es la que mejor dispone los negocios. Pocos pierde quien sabe usar de ella. El labrador que conoce el terreno y el tiempo de sembrar logra sus intentos. Horas hay en que todo se concede, y otras en que todo se niega, según se halla dispuesto el ánimo, en el cual se reconocen crecientes y menguantes. Y cortados los negocios, como los árboles, en buena luna, suceden felizmente. La destreza en saber proponer y obligar con lo honesto, lo útil y lo fácil, la prudencia en los medios, y la abundancia de partidos, vencen las negociaciones, principalmente cuando estas calidades son acompañadas de una discreta urbanidad y de una gracia natural que cautiva los ánimos; porque hay semblantes y modos de negociar tan ásperos, que enseñan a negar. Pero, si bien estos medios, con el conocimiento y destreza, son muy poderosos para reducir los negocios al fin deseado, ni se debe confiar ni desesperar en ellos. Los más ligeros se suelen disponer con dificultad, y los más graves se detienen en causas ligeras. La mayor prudencia se confunde tal vez en lo más claro, y juega con los negocios el caso, incluso en aquel eterno decreto de la divina Providencia.

§ De esta diversidad de ingenios y de negocios se infiere cuánto conviene al príncipe elegir tales ministros que sean aptos para tratarlos; porque no todos los ministros son buenos para todos los negocios, como no todos los instrumentos para todas las cosas. Los ingenios violentos, umbrosos y disidentes, los duros y pesados en el trato, que ni saben servir al tiempo, ni contemporizar con los demás, acomodándose a sus condiciones y estilos, más son para desgarrar que para componer una negociación. Más para hacer nacer enemigos que para excusarlos. Mejores son para fiscales que para negociantes. Diferentes calidades son menester para los negocios. Aquel ministro será a propósito para ellos, que en su semblante y palabras descubriere un ánimo cándido y verdadero, que por sí mismo se deje amar; que sean en él arte, y no natural, los recelos y recatos; que los oculte en lo íntimo de su corazón, mientras no conviene descubrirlos; que con suavidad proponga, con tolerancia escuche, con viveza replique, con sagacidad disimule, con atención solicite, con liberalidad obligue, con medios persuada, con experiencia convenza, con prudencia resuelva y con valor ejecute. Con tales ministros pudo el rey don Fernando el Católico salir felizmente con las negociaciones que intentó. No va menos en la buena elección de ellos que la conservación y aumentos de un Estado; porque de sus aciertos pende todo. Más reinos se han perdido por ignorancia de los ministros, que de los príncipes. Ponga, pues, en esto V. A. su mayor estudio, examine bien las calidades y partes de los sugetos, y después de haberlos ocupado, vele mucho V. A. sobre sus acciones, sin enamorarse luego de ellos por el retrato de sus despachos; siendo muy pocos los ministros que se pinten en ellos como son; porque, ¿quién será cándido y ajeno del amor propio, que escriba lo que dejó de hacer o prevenir? No será poco que avise puntualmente lo que hubiere obrado; porque suelen algunos escribir, no lo que hicieron y dijeron, sino lo que debieran haber hecho y dicho. Todo lo pensaron, todo lo trazaron, advirtieron y ejecutaron antes. En sus secretarías entran troncos los negocios, y, como en las oficinas de los estatuarios, salen imágenes. Allí se embarnizan, se doran y dan los colores que parecen más a propósito para ganar crédito. Allí se hacen los juicios y se inventan prevenciones después de los sucesos. Allí, más poderosos que Dios, hacen que los tiempos pasados sean presentes, y los presentes pasados, acomodando las fechas de los despachos como mejor les está. Ministros son que solamente obran con la imaginación, y fulleros de los aplausos y premios ganados con cartas falsas, de que nacen muy graves errores e inconvenientes; porque los consejeros que asisten al príncipe le hacen la consulta según aquellas noticias y presupuestos. Y, si son falsos, serán también los consejos y resoluciones que se fundan en ellos. Las Sagradas Letras enseñan a los ministros, y principalmente a los embajadores, a referir puntualmente sus comisiones, pues en la que tuvo Hazael del rey de Siria Benadad, para consultar su enfermedad con el profeta Eliseo, ni mudó las palabras, ni aun se atrevió a ponerlas en tercera persona.

§ Algunas veces suelen ser peligrosos los ministros muy experimentados, o por la demasiada confianza en ellos del príncipe, o porque, llevados del amor propio y presunción de sí mismos, no se detienen a pensar los negocios, y como pilotos hechos a vencer las borrascas, desprecian los temporales de inconvenientes y dificultades, y se arrojan al peligro. Más seguros suelen ser (en algunos casos) los que, nuevos en la navegación de los negocios, llevan la palabra por tierra. De unos y otros se compone un consejo acertado, porque las experiencias de aquéllos se cautelan con los temores de éstos. Como sucede cuando intervienen en las consultas consejeros flemáticos y coléricos, animosos y recatados, resueltos y considerados, resultando de tal mezcla un temperamento saludable en las resoluciones, como resulta en los cuerpos de la contrariedad de los humores.




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Ellos le enseñarán a sustentar la Corona con la reputación. Existimatione nixa


En sí misma se sustenta la coluna librada con su peso. Si declina, cae luego, y tanto con mayor presteza cuanto fuere más pesada. No de otra suerte los imperios se conservan con su misma autoridad y reputación. En empezando a perderla, empiezan a caer, sin que baste el poder a sustentarlos; antes apresura la caída su misma grandeza. Nadie se atreve a una coluna derecha. En declinando, el más débil intenta derribarla, porque la misma inclinación convida al impulso. Y en cayendo, no hay brazos que basten a levantarla. Un acto solo derriba la reputación. Y muchos no la pueden restaurar, porque no hay mancha que se limpie sin dejar señales, ni opinión que se borre enteramente. Las infamias, aunque se curen, dejan cicatrices en el rostro. Y así, en no estando la Corona fija sobre esta coluna derecha de la reputación, dará en tierra. El rey don Alonso el Quinto de Aragón, no solamente conservó su reino con la reputación, sino conquistó el de Nápoles. Y al mismo tiempo el rey don Juan el Segundo era en Castilla despreciado de sus vasallos por su poco valor y flojedad, recibiendo de ellos las leyes que le querían dar. Las provincias que fueron constantes y fieles en el imperio de Julio César y de Augusto, príncipes de gran reputación, se levantaron en el de Galba, flojo y despreciado. No es bastante la sangre real ni la grandeza de los Estados a mantener la reputación, si falta la virtud y valor propio, como no hacen estimado al espejo los adornos exteriores, sino su calidad intrínseca. En la majestad real no hay más fuerza que el respeto, el cual nace de la admiración y del temor, y de ambos la obediencia. Y si falta ésta, no se puede mantener por sí misma la dignidad de príncipe fundada en la opinión ajena, y queda la púrpura real más como señal de burla que de grandeza, como lo fue la del rey don Enrique el Cuarto. Los espíritus y calor natural mantienen derecho el cuerpo humano; no bastaría por sí misma la breve basa de los pies. ¿Qué otra cosa es la reputación sino un ligero espíritu encendido en la opinión de todos, que sustenta derecho el cetro? Y así, cuide mucho el príncipe de que sus obras y acciones sean tales, que vayan cebando y manteniendo estos espíritus. En la reputación fundaban sus instancias los partos cuando pedían a Tiberio que les enviase, como de motivo propio, un hijo de Frahates.

§ Esta reputación obra mayores efectos en la guerra, donde corta más el temor que la espada, y obra más la opinión que el valor. Y así, no se ha de procurar menos que la fuerza de las armas. Por esto con gran prudencia aconsejaba Suetonio Paulino a Otón que procurase tener siempre de su parte al senado romano, cuya autoridad podía ofuscarse, pero no oscurecerse. Por ella se arrimaron a él muchas provincias. En las diferencias de aquellos grandes capitanes César y Pompeyo más procuraba cada uno vencer la reputación que las armas del otro. Conocían bien que corren los ánimos y las fuerzas más al clamor de la fama que al de la caja. Gran rey fue Felipe Segundo en las artes de conservar la reputación. Con ella, desde un retrete tuvo obedientes las riendas de dos mundos.

§ Aun cuando se ve a los ojos la ruina de los Estados, es mejor dejarlos perder que perder la reputación, porque sin ella no se pueden recuperar. Por esto en aquella gran borrasca de la liga de Cambray, aunque se vio perdida la república de Venecia, consideró aquel valeroso y prudente senado que era mejor mostrarse constante que descubrir flaqueza valiéndose de medios indecentes. El deseo de dominar hace a los príncipes serviles, despreciando esta consideración. Otón, con las manos tendidas, adoraba al vulgo, besaba vilmente a unos y a otros para tenerlos a todos de su parte, y con lo mismo que procuraba el imperio se mostraba indigno dél. Quien huye de los peligros con la indignidad, da en otros mayores. Aun en las necesidades de hacienda no conviene usar de medios violentos e indignos con sus vasallos, o pedir socorros extranjeros, porque los unos y los otros son peligrosos; y ni aquéllos ni éstos bastan, y se remedia mejor la necesidad con el crédito. Tan rico suele ser uno con la opinión como otro con muchas riquezas escondidas y ocultas. Bien tuvieron considerado esto los romanos, pues, aunque en diversas ocasiones de adversidad les ofrecieron las provincias asistencias de dinero y trigo, dieron gracias, pero no aceptaron sus ofertas. Habiéndose perdido en el Océano dos legiones, enviaron España, Francia e Italia armas, caballos y dinero a Germánico. Y él, alabando su afecto, recibió los caballos y las armas, pero no el dinero. En otras dos ofertas hechas al senado romano de tazas de oro de mucho precio, en ocasión de grandes necesidades, en la una tomó solamente por cortesía un vaso, el de menor valor, y en la otra dio gracias y no recibió el oro.

§ La autoridad y reputación del príncipe nace de varias causas. Unas que pertenecen a su persona y otras a su Estado. Las que pertenecen a su persona, o son del cuerpo o del ánimo. Del cuerpo, cuando es tan bien formado y dispuesto, que sustenta la majestad; si bien las virtudes del ánimo suelen suplir los defectos de la naturaleza. Algunos bien notables tenía el duque de Saboya Carlos Emanuel. Pero la grandeza de su ánimo, su viveza de ingenio, su cortesía y urbanidad le hacían respetado. Un movimiento severo y grave hace parecer príncipe al que sin él fuera despreciado de todos, en que es menester mezclar de tal suerte el agrado, que se sustente la autoridad sin caer en el odio y arrogancia, como lo alabó Tácito en Germánico. Lo precioso y brillante en el arreo de la persona causa admiración y respeto, porque el pueblo se deja llevar de lo exterior, no consultándose menos el corazón con los ojos que con el entendimiento. Y así, dijo el rey don Alonso el Sabio «que las vestiduras fazen mucho conocer a los omes por nobles o por viles. E los sabios antiguos establecieron que los reyes vistiesen paños de seda con oro e con piedras preciosas, porque los omes los puedan conoscer luego que los viesen, a menos de preguntar por ellos». El rey Asuero salía a las audiencias con vestiduras reales cubiertas de oro y piedras preciosas. Por esto mandó Dios a Moisés que hiciese al sumo sacerdote Aarón un vestido santo, para ostentación de su gloria y grandeza, y le hizo de púrpura, tejida con oro y adornada con otras cosas de grandísimo valor; de la cual usaron después los sucesores, como hoy se continúa en los papas, aunque con mayor modestia y menor gasto. Si el sumo pontífice es un brazo de Dios en la tierra; si, como él rayos, fulmina censuras, conveniente es (aunque más lo censure la impiedad) que, como Dios se adorna con resplandores de luz (que son las galas del cielo), se adorne él con los de la tierra, y se deje llevar en andas. La misma razón corre por los príncipes, vicarios de Dios en lo temporal.

Lo suntuoso también de los palacios y su adorno, la nobleza y lucimiento de la familia, las guardias de naciones confidentes, el lustre y grandeza de la Corte y las demás ostentaciones públicas, acreditan el poder del príncipe y autorizan la majestad. Lo sonoro de los títulos de Estado, adquiridos y heredados, o atribuidos a la persona del príncipe, descubren su grandeza. Por ellos dio a conocer Isaías la del Criador del mundo, hecho príncipe dél. Con ellos procure V. A. ilustrar su real persona. Pero no han de ser impuestos por la ligereza o lisonja, sino por el aplauso universal, fundado en la virtud y el valor, como los que se dieron a los gloriosos antecesores de V. A., el rey don Fernando el Santo, don Alonso el Grande, don Sancho el Bravo, don Jaime el Conquistador, don Alonso el Magnánimo y a otros.

§ La excelencia de las virtudes y las partes grandes de gobernador granjean la estimación y respeto al príncipe. Una sola que resplandezca en él, tocante a la guerra o a la paz, suele suplir por las demás, como asista a los negocios por sí, aunque no sea con mucha suficiencia, porque en remitiéndolo todo a los ministros se disuelve la fuerza de la majestad. Así lo aconsejó Salustio Crispo a Livia. Una resolución tomada del príncipe a tiempo sin consulta ajena, un resentimiento y un descubrir las garras del poder, le hacen temido y respetado. También la constancia del ánimo en la fortuna próspera y adversa le granjea la admiración, porque al pueblo le parece que es sobre la naturaleza común no conmoverse en los bienes o no perturbarse en los trabajos, y que tiene el príncipe alguna parte de divinidad.

§ La igualdad en obrar da gran reputación al príncipe, porque es argumento de un juicio asentado y prudente. Si intempestivamente usare de sus favores y de sus desdenes, será temido, pero no estimado, como se experimentó en Vitelio.

§ También para sustentar el crédito es importante la prudencia en no intentar lo que no alcanza el poder. Casi infinito parecerá, si no emprendiere el príncipe guerra que no pudiere vencer, o si no pretendiere de los vasallos sino lo que fuere lícito y factible, sin dar lugar a que se le atreva la inobediencia. Intentarlo y no salir con ello es desaire en el príncipe y atrevimiento en los vasallos.

§ Los príncipes son estimados según ellos se estiman a sí mismos; porque, si bien el honor está en la opinión ajena, se concibe ésta por la presunción de cada uno, la cual es mayor o menor (cuando no es locura) según es el espíritu, cobrando bríos del valor que reconoce en sí, o perdiéndolos si le faltan méritos. Un ánimo grande apetece lo más alto. El flaco se encoge y se juzga indigno de cualquier honor. En éstos no siempre es virtud de humildad y modestia, sino bajeza de corazón, con que caen en desprecio de los demás, infiriendo que no pretenden mayor grado, sabiendo que no le merecen. Bleso estuvo muy cerca de parecer indigno del Imperio, porque, aunque le rogaban con él, le despreciaba. Desdichado el Estado cuya cabeza o no se precia de príncipe o se precia de más que príncipe. Lo primero es bajeza, lo segundo tiranía.

§ En estas calidades del ánimo juega también el caso, y suele con ellas ser despreciado un príncipe cuando es infeliz la prudencia, y los sucesos no corresponden a los consejos. Gobiernos hay buenos en sí. Pero tan infaustos, que todo sale errado. No es siempre culpa de la providencia humana, sino disposición de la divina, que así lo ordena, encontrándose los fines particulares de este gobierno inferior con los de aquel supremo y universal.

§ También no bastan todas las calidades del cuerpo y del ánimo a mantener la reputación del príncipe, cuando es desconcertada su familia. De ella pende toda su estimación, y ninguna cosa más dificultosa que componer las cosas domésticas. Más fácil suele ser el gobierno de una provincia que el de una casa; porque, o se desprecia el cuidado de ella, atento el ánimo a cosas mayores, o le perturba el afecto propio, o le falta el valor, o es flojedad natural, o los que están más cerca de tal suerte le cierran los ojos, que no puede el juicio aplicar el remedio a los inconvenientes. En Agrícola se alabó que tuvo valor para enfrenar su familia, no consintiendo que se mezclase en las cosas públicas. Muchos príncipes supieron gobernar sus Estados. Pocos, sus casas. Galba fue buen emperador. Pero se perdió dentro de su palacio, donde no se vieron menores desórdenes que en el de Nerón. Alabanza fue del gobierno de Tiberio el tener una familia modesta. Ninguno puede ser acertado si en él los domésticos mandan y roban, o con su soberbia y vicios le desacreditan. Si son buenos, hacen bueno al príncipe. Y, si malos, aunque sea bueno, parecerá malo. De ellos reciben ser sus obras y nace su buena o mala opinión; porque los vicios o virtudes de sus cortesanos se atribuyen a él. Si son entendidos, disimulan sus errores, y aun los hacen parecer aciertos y lucir más sus acciones. Referidas de ellos con buen aire, causan admiración. Cualquier cosa que dél se publica parece grande al pueblo. Dentro de los palacios son los príncipes como los demás hombres. El respeto los imagina mayores. Y lo retirado y oculto encubre sus flaquezas. Pero, si sus criados son indiscretos y poco fieles en el secreto, por ellos, como por resquicios del palacio, las descubre el pueblo, y pierde la veneración con que antes los respetaba.

§ Del Estado redunda también la reputación del príncipe, cuando en él están bien constituidas las leyes y los magistrados, cuando se observa justicia, se retiene una religión, se conserva el respeto y la obediencia a la majestad, se cuida de la abundancia, florecen las artes y las armas, y se ve en todo un orden constante y una igual consonancia, movida de la mano del príncipe. Y también cuando la felicidad de los Estados pende del príncipe, porque si la pueden tener sin él, le despreciarán. No miran al cielo los labradores de Egipto, porque regando el Nilo los campos con sus inundaciones, no han menester a las nubes.




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A no depender de la opinión vulgar. Ne te quaesiveris extra


Concibe la concha del rocío del cielo, y en lo cándido de sus entrañas crece y se descubre aquel puro parto de la perla. Nadie juzgaría su belleza por lo exterior tosco y mal pulido. Así se engañan los sentidos en el examen de las acciones exteriores, obrando por las primeras apariencias de las cosas, sin penetrar lo que está dentro de ellas. No pende la verdad de la opinión. Despréciela el príncipe cuando conoce que obra conforme a la razón. Pocas cosas grandes emprendería si las consultase con su temor a los sentimientos del vulgo. Búsquese en sí mismo, no en los otros. El arte de reinar no se embaraza con puntos sutiles de reputación. Aquel rey la tiene mayor que sabe gobernar las artes de la paz y de la guerra. El honor de los súbditos con cualquier cosa se mancha. El de los reyes corre unido con el beneficio público. Conservado éste, crece. Disminuido, se pierde. Peligroso sería el gobierno fundado en las leyes de la reputación instituidas ligeramente del vulgo. El desprecio de ellas es ánimo y constancia en el príncipe, cuya suprema ley es la salud del pueblo. Tiberio se alabó en el Senado de que por el beneficio de todos se mostraba intrépido a las injurias. Un pecho magnánimo no teme los rumores flacos del pueblo ni la fama vulgar. El que desestima esta gloria vana, adquiere la verdadera. Bien lo conoció Fabio Máximo, cuando antepuso la salud pública a los rumores y acusaciones del vulgo, que culpaba su tardanza; y también el Gran Capitán en la prisión del duque Valentín, el cual, aunque se puso en su poder y se fió de su salvoconducto, le obligaron los tratos secretos que traía en deservicio del Rey Católico a detenerle preso, mirando más a los inconvenientes de su libertad que a las murmuraciones y cargos que le harían por su prisión, de que no convenía disculparse públicamente. Glorioso y valiente fue el rey don Sancho el Fuerte, y, sordo a las murmuraciones de sus vasallos, rehusó la batalla sobre Jerez. Mejor es que los enemigos teman al príncipe por prudente que por arrojado.

§ No pretendo en estos discursos formar un príncipe vil y esclavo de la república, que por cualquier motivo o apariencia del beneficio de ella falte a la fe y palabra y a las demás obligaciones de su grandeza, porque tal descrédito nunca puede ser conveniencia suya ni de su Estado, antes su ruina, no siendo seguro lo que es indecente, como se vio en el reino de Aragón, turbado muchas veces; porque el rey don Pedro el Cuarto más atendía en la paz y en la guerra a lo útil que a la reputación y a la fama. Juntas andan la conveniencia y la decencia. Ni me conformo con aquella sentencia que no hay gloria donde no hay seguridad, y que todo lo que se hace por conservar la dominación es honesto; porque ni la indignidad puede ser buen medio para conservar, ni, cuando lo fuese, sería por esto honesta y excusada. Mi intento es de levantar el ánimo del príncipe sobre las opiniones vulgares, y hacerle constante contra las murmuraciones vanas del pueblo. Que sepa contemporizar y disimular ofensas; deponer la entereza real; despreciar las supersticiones de la fama ligera, puestos los ojos en la verdadera; y consultarse con el tiempo y la necesidad, si conviniere así a la conservación de su Estado, sin acobardarse por vanas apariencias de gloria, estimando ligeramente más ésta que el beneficio universal. En que fue culpado el rey don Enrique el Cuarto, el cual no quiso seguir el consejo de los que le representaban que prendiese a don Juan Pacheco, marqués de Villena, causa de las inquietudes y alborotos de los grandes del reino, diciendo que le había dado seguridad para venir a Madrid, y que no convenía faltar a ella. Flaca excusa anteponer una vana muestra de fe y clemencia a su vida y a la quietud pública, y usarla con quien se valía de la seguridad concedida, para maquinar contra su persona real. De donde nacieron después graves daños al rey y al reino. Tiberio César no se perturbó porque le acusaban que se detenía en la isla de Capri, atendiendo a los calumniadores, y que no iba a remediar las Galias, habiéndose perdido una gran parte de ellas, ni pasaba a quietar las legiones amotinadas en Germania. La constancia prudente oye y no hace caso de los juicios y pareceres de la multitud, considerando que después con el acierto redunda en mayor gloria la murmuración y queda desmentida por sí misma. Desconfiaba el ejército de la elección de Saúl, y le despreciaba diciendo: «¿Por ventura nos podrá salvar éste?». Disimuló Saúl, haciéndose sordo (que no todo lo han de oír los príncipes). Y desengañados después los soldados, se desdecían, y buscaban al autor de la murmuración para matarle. No hubiera sido prudencia poner a peligro su elección, dándose por entendido del descontento popular. Ligereza fuera en el caminante detenerse por el importuno ruido de las cigarras. Gobernarse por lo que dice el vulgo es flaqueza. Temerle y revocar las resoluciones, indignidad. Apenas habría consejo firme, si dependiese del vulgo, que no puede saber las causas que mueven al príncipe, ni conviene manifestárselas, porque sería darle autoridad del cetro. En el príncipe está toda la potestad del pueblo. Al príncipe toca obrar, al pueblo obedecer con buena fe del acierto de sus resoluciones. Si de ellas hubiese de tomar cuentas faltaría el obsequio y caería el Imperio. Tan necesario es al que obedece ignorar estas cosas como saber otras. Concedió a los príncipes Dios el supremo juicio de ellas y al vasallo la gloria de obedecer. A su obligación solamente ha de satisfacer el príncipe en sus resoluciones. Y si éstas no salieren como se deseaban, tenga corazón, pues basta haberlas gobernado con prudencia. Flaco es el mayor consejo de los hombres y sujeto a accidentes. Cuanto es mayor la monarquía, tanto más está sujeta a siniestros sucesos, que, o los trae el caso, o no bastó el juicio a prevenirlos. Los grandes cuerpos padecen graves achaques. Si el príncipe no pasase constante por lo que le culpan, viviría infeliz. Ánimo es menester en los errores para no dar en el temor, y dél en la irresolución. En pensando el príncipe ligeramente que todo lo que obra será calumniado, se encoge en su mismo poder, y está sujeto a los temores vanos de la fantasía. Lo cual suele nacer de una supersticiosa estimación propia o de algún exceso de melancolía. Estos inconvenientes parece que reconoció David cuando pidió a Dios que le cortase aquellos oprobios que se imaginaba contra sí mismo. Ármese, pues, el príncipe de constancia contra los sucesos y contra las opiniones vulgares, y muéstrese valeroso en defensa de aquella verdadera reputación de su persona y armas, cuando, perdida o afeada, peligra con ella el imperio. Bien conoció este punto el rey don Fernando el Católico, cuando, aconsejado de su padre el rey don Juan el Segundo de Aragón que sirviese al tiempo y a la necesidad, y procurase asegurar su corona granjeando la voluntad del marqués de Villena y del arzobispo de Toledo don Alonso Carrillo, aunque lo procuró con medios honestos, no inclinó bajamente la autoridad real a la violencia de sus vasallos, porque reconoció por mayor este peligro que el beneficio de granjearlos. El tiempo es el maestro de estas artes, y tal puede ser, que haga heroicas las acciones humildes, y valerosas las sumisiones o las obediencias. El fin es el que las califica, cuando no es bajo o ilícito. Tácito acusó a Vitelio, porque, no por necesidad, sino por lascivia, acompañaba a Nerón en sus músicas. Tan gran corazón es menester para obedecer a la necesidad como para vencerla. Y a veces lo que parece bajeza es reputación, cuando por no perderla o por conservarla se disimulan ofensas. Quien corre ligeramente a la venganza, más se deja llevar de la pasión que del honor. Queda satisfecha la ira, pero más descubierta y pública la infamia. ¡Cuántas veces la sangre vertida fue rúbrica de la ofensa, y cuántas en la cara cortada del ofensor se leyó por sus mismas cicatrices, como por letras, la infamia del ofendido! Más honras se han perdido en la venganza que en la disimulación. Esta induce olvido, y aquélla memoria. Y más miramos a uno como a ofendido que como a vengado. El que es prudente estimador de su honra la pesa con la venganza, cuyo fiel declina mucho con cualquier a darme de publicidad.

Si bien hemos aconsejado al príncipe el desprecio de la fama vulgar, se entiende en los casos dichos, cuando se compensa con el beneficio público, o embarazaría grandes designios no penetrados o mal entendidos del pueblo, porque después con la conveniencia o con el buen suceso se recobra la fama con usuras de estimación y crédito. Pero siempre que pudiere el príncipe acomodar sus acciones a la aclamación vulgar, será gran prudencia, porque suele obrar tan buenos efectos como la verdadera. Una y otra está en la imaginación de los hombres. Y a veces aquélla es tan acreditada y eficaz que no hay actos en contrario que puedan borrarla.




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A mostrar un mismo semblante en ambas fortunas. Siempre el mismo


Lo que representa el espejo en todo su espacio, representa también después de quebrado en cada una de sus partes. Así se ve el león en los dos pedazos del espejo de esta empresa, significando la fortaleza y generosa constancia que en todos tiempos ha de conservar el príncipe. Espejo es público en quien se mira el mundo. Así lo dijo el rey don Alonso el Sabio, tratando de las acciones de los reyes, y encargando el cuidado en ellas: «Porque los omes tomen exemplo dellos de lo que les ven facer, e sobre esto dixeron por ellos, que son como espejo, en que los omes ven su semejanza de apostura o de enatieza». Por tanto, o ya sea que le mantenga entero la fortuna próspera, o ya que le rompa la adversa, siempre en él se ha de ver un mismo semblante. En la próspera es más dificultoso, porque salen de sí los afectos, y la razón se desvanece con la gloria. Pero un pecho magnánimo en la mayor grandeza no se embaraza, como no se embarazó Vespasiano cuando, aclamado emperador, no se vio en él mudanza ni novedad. El que se muda con la fortuna, confiesa no haberla merecido.


Frons privata manet, non se meruisse fatetur
Qui crevisse putat.


Claudio                


Esta modestia constante se admiró también en Pisón cuando, adoptado de Galba, quedó tan sereno como si estuviese en su voluntad, y no en la ajena el ser emperador. En las adversidades suele también peligrar el valor, porque a casi todos los hombres llegan de improviso, no habiendo quien quiera pensar en las calamidades a que puede reducirle la fortuna. Con lo cual a todos hallan desprevenidos, y entonces se perturba el ánimo, o por el amor puesto en las felicidades que pierde, o por el peligro de la vida, cuyo apetito es natural en los hombres. En los demás sean vulgares estas pasiones, no en el príncipe, que ha de gobernar a todos en la fortuna próspera y adversa, y antes ha de serenar las lágrimas al pueblo, que causarlas con su aflicción; mostrando compuesto y risueño el semblante e intrépidas las palabras, como hizo Otón cuando perdió el Imperio. En aquella gran batalla de las Navas de Tolosa asistió el rey don Alonso el Nono con igual serenidad de ánimo y de rostro. Ningún accidente pudo descubrir en el rey don Fernando el Católico su afecto o su pasión. Herido gravemente de un loco en Barcelona, no se alteró, y solamente dijo que detuviesen al agresor. Rota la tienda del emperador Carlos Quinto cerca de Ingolstat con las continuas balas de la artillería del enemigo, y muertos a su lado algunos, ni mudó de semblante ni de lugar. Con no menor constancia el rey de Hungría (hoy emperador) y el señor infante don Fernando (gloriosos émulos de su valor y hazañas) se mostraron en la batalla de Nordlingen, habiendo sido muerto delante de ellos un coronel. Cierro estos ejemplos con el de Maximiliano, duque de Baviera y elector del Sacro Imperio. El cual, habiéndose visto coronado con tantas vitorias como le dieron las armas de la Liga Católica, de quien era general, ni le ensoberbecieron estas glorias, ni rindió su heroico ánimo a la fortuna adversa, aunque se halló después perdidos sus Estados, y alojados en su palacio de Mónaco (digna obra de tan gran príncipe) el rey de Suecia y el conde palatino Federico, y que no menos que de ambos podía temerse del duque de Fridlant, su mayor enemigo.

Divida la inconstancia y envidia del tiempo en diversas partes el espejo de los Estados. Pero en cualquiera de ellas, por pequeña que sea, hállese siempre entera la majestad. El que nació príncipe no se ha de mudar por accidentes extrínsecos. Ninguno ha de haber tan grave, que le haga desigual a sí mismo o que le obligue a encubrirse a su ser. No negó quién era el rey don Pedro (aunque se vio en los brazos del rey don Enrique, su hermano y su enemigo). Antes, dudándose si era él, dijo en voz alta: «Yo soy, yo soy». Tal vez el no perder los reyes su real decoro y majestad en las adversidades es el último remedio de ellas, como le sucedió al rey Poro, a quien, siendo prisionero, preguntó Alejandro Magno que cómo quería ser tratado, y respondió que como rey. Y, volviendo a preguntarle si quería otra cosa, replicó que en aquello se comprendía todo. Esta generosa respuesta aficionó tanto a Alejandro, que le restituyó su Estado y le dio otras provincias. Rendirse a la adversidad es mostrarse de su parte. El valor en el vencido enamora al vencedor, o porque hace mayor su triunfo, o por la fuerza de la virtud. No está el ánimo sujeto a la fuerza, ni ejercita en él su arbitrio la fortuna. Amenazaba el emperador Carlos Quinto al duque de Sajonia Juan Federico, teniéndole preso, para obligarle a la entrega del Estado de Wirtemberg, y respondió: «Bien podrá su Majestad Cesárea hacer de mí lo que quisiere, pero no inducir miedo en mi pecho». Como lo mostró en el más terrible lance de su vida, cuando, estando jugando al ajedrez, le pronunciaron la sentencia de muerte, y sin turbarse dijo al duque de Brunswick, Ernesto, con quien jugaba, que pasase adelante en el juego. Estos actos heroicos borraron la nota de su rebeldía y le hicieron glorioso. Una acción de ánimo generoso, aun cuando la fuerza obliga a la muerte, deja ilustrada la vida. Así sucedió en nuestra edad a don Rodrigo Calderón, marqués de Siete-Iglesias, cuyo valor cristiano y heroica constancia, cuando le degollaron, admiró al mundo, y trocó en estimación y piedad la emulación y odio común a su fortuna. La flaqueza no libra de los lances forzosos, ni se disminuye con la turbación el peligro. La constancia o le vence o le hace famoso. Por la frente del príncipe infiere el pueblo la gravedad del peligro, como por la del piloto conjetura el pasajero si es grande la tempestad. Y así conviene mucho mostrarla igualmente constante y serena en los tiempos adversos y en los prósperos, para que ni se atemorice ni se ensoberbezca, ni pueda hacer juicio por sus mudanzas. Por esto Tiberio ponía mucho cuidado en encubrir los malos sucesos. Todo se perturba y confunde cuando en el semblante del príncipe, como en el del cielo, se conocen las tempestades que amenazan a la república. Cambiar colores con los accidentes es ligereza de juicio y flaqueza de ánimo. La constancia e igualdad de rostro anima a los vasallos y admira a los enemigos. Todos ponen los ojos en él. Y, si teme, temen, como sucedió a los que estaban en el banquete con Otón. Y en llegando a temer y a desconfiar, falta la fe. Esto se entiende en los casos que conviene disimular los peligros y celar las calamidades, porque en los demás muy bien parecen las demostraciones públicas de tristeza en el príncipe, con que manifieste su afecto a los vasallos, y granjee sus ánimos. El emperador Carlos Quinto lloró y se vistió de luto por el saco de Roma. David rasgó sus vestiduras cuando supo las muertes de Saúl y Jonatás. Lo mismo hizo Josué por la rota en Has, postrándose delante del santuario. Este piadoso rendimiento a Dios en los trabajos es debido, porque sería ingrata rebeldía recibir dél los bienes, y no los males. Quien se humilla al castigo, obliga a la misericordia.

§ Puédese dudar aquí si al menos poderoso convendrá la entereza cuando ha menester al más poderoso. Cuestión es que no se puede resolver sin estas distinciones. El que oprimido de sus enemigos pide socorro no se muestre demasiadamente humilde y menesteroso, porque hará desesperada su fortuna, y no hay príncipe que por sola compasión se ponga al lado del caído, ni hay quien quiera defender al que desespera de sí mismo. La causa de Pompeyo perdió muchos en la opinión de Tolomeo cuando vio las sumisiones de sus embajadores. Mayor valor mostró el rey de los queruscos, el cual, hallándose despojado de sus Estados, se valió del favor de Tiberio, y le escribió, no como fugitivo o rendido, sino como quien antes era. No es menos ilustre el ejemplo del rey Mitridates, que, rindiéndose a su enemigo Eunón, le dijo con constancial real: «De mi voluntad me pongo en tus manos; usa como quisieres del descendiente del gran Aquémenis, que esto sólo no me pudieron quitar mis enemigos; con que le obligó a interceder por él con el emperador Claudio. El que ha servido bien a su príncipe, háblele libremente si se ve agraviado. Así lo hizo Hernán Cortés al emperador Carlos Quinto, y Segestes a Germánico. En los demás casos considere la prudencia, la necesidad; el tiempo y los sujetos, y lleve advertidas estas máximas: que el poderoso tiene por injuria el valor intrépido del inferior, y piensa que se le quiere igualar a él, o que es en desprecio suyo; que desestima al inferior cuando le ve demasiadamente humilde. Por esto Tiberio llamaba a los senadores nacidos para servir. Y, aunque así los había menester, le cansaba la vileza de sus ánimos. Tienen los príncipes medido el valor y bríos de cada uno, y fácilmente agravian a quien conocen que no ha de resentirse. Por eso Vitelio difirió a Valerio Marino el consulado que le había dado Galba, teniéndole por tan flojo, que llevaría con humildad la injuria. Por tanto, parece conveniente una modestia valerosa y un valor modesto. Y cuando uno se haya de perder, mejor es perderse con generosidad que con bajeza. Esto consideró Marco Hortalo, mesurándose cuando Tiberio no quiso remediar su extrema necesidad.

§ Cuando el poderoso rehúsa dar a otros los honores debidos (principalmente en los actos públicos), mejor es robarlos que disputarlos. Quien duda desconfía de su mérito. Quien disimula confiesa su indignidad. La modestia se queda atrás despreciada. El que de hecho con valor o buen aire ocupa la preeminencia que se le debe y no se la ofrecen, se queda con ella; como sucedió a los embajadores de Alemania, los cuales, viendo en el teatro de Pompeyo, sentados entre los senadores a los embajadores de las naciones, que excedían a las demás en el valor y en la constante amistad con los romanos, dijeron que ninguna era más valerosa y fiel que la alemana, y se sentaron entre los senadores, teniendo todos por bien aquella generosa libertad y noble emulación.

§ En las gracias y mercedes que penden del arbitrio del príncipe, aunque se deban al valor o a la virtud o a los servicios hechos, no se ha de quejar el súbdito. Antes ha de dar gracias con algún pretexto honesto, como lo hicieron los depuestos de sus oficios en tiempo de Vitelio; porque el cortesano prudente ha de acabar, dando gracias, todas sus pláticas con el príncipe. De esta prudencia usó Séneca, después de haber hablado a Nerón sobre los cargos que le hacían. El que se queja, se confiesa agraviado, y del ofendido no se fían los príncipes. Todos quieren parecerse a Dios, de quien no nos quejamos en nuestros trabajos. Antes le damos gracias por ellos.

§ En los cargos y acusaciones es siempre conveniente la constancia, porque el que se rinde a ellas, se hace reo. Quien inocente niega sus acciones, se confiesa culpado. Una conciencia segura y armada de la verdad triunfa de sus émulos. Si se acobarda y no se opone a los casos, cae envuelta en ellos, bien así como la corriente de un río se lleva los árboles de flacas raíces, y no puede al que las tiene fuertes y profundas. Todos los amigos de Seyano cayeron con su fortuna. Pero Marco Terencio, que constante confesó haber codiciado y estimado su amistad, como de quien había merecido la gracia del emperador Tiberio, fue absuelto, y condenados sus acusadores. Casos hay en que es menester tan constante severidad, que ni se defienda la inocencia con excusa, por no mostrar flaqueza, ni se representen servicios, por no zaherir con ellos. Como lo hizo Agripina cuando la acusaban que había procurado el Imperio para Plauto.

§ No solamente por sí mismo se representa el príncipe espejo a sus vasallos, sino también por su Estado, el cual es una idea suya. Y así en él se ha de ver, como en su persona, la religión, la justicia, la benignidad, y las demás virtudes dignas del imperio. Y porque son partes de este espejo los Consejos, los tribunales y las chancillerías, también en ellas se han de hallar las mismas calidades. Y no menos en cada uno de los ministros que le representan, porque pierde el crédito el príncipe, cuando se muestra benigno con el pretendiente, y le despide lleno de esperanzas y aun de promesas, y por otra parte se entiende con sus secretarios y ministros para que con aspereza le retiren de ellas; arte que a pocos lances descubre el artificio indigno de un pecho generoso y real. Una moneda pública es el ministro, en quien está figurado el príncipe. Y si no es de buenos quilates y le representa vivamente, será desestimada como falsa. Si la cabeza que gobierna es de oro, sean también las manos que le sirven, como eran las del esposo en las Sagradas Letras.

§ Son también partes principales de este espejo los embajadores, en los cuales está sustituida la autoridad del príncipe. Y quedaría defraudada la fe pública, si la verdad y palabra dél no se hallase también en ellos. Y como tienen las veces de su poder y de su valor, le han de mostrar en los casos accidentales, obrando como obraría si se hallase presente. Así lo hizo Antonio de Fonseca, el cual, habiendo propuesto al rey Carlos Octavo, de parte del Rey Católico, que no pasase a la conquista del reino de Nápoles, sino que rimero se declarase por términos de justicia a quién pertenecía aquel reino, y viendo que no se resolvía, dijo con mucho valor que su rey, después de aquella propuesta, quedaba libre para acudir con sus armas a la parte que quisiese. Y delante dél y de los de su Consejo rompió los tratados de concordia hechos antes entre ambos reyes. Así como se ha de vestir el ministro de las máximas de su príncipe, así también de su decoro, valor y grandeza de ánimo.




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A sufrir y esperar. Ferendum et sperandum


Quien mira lo espinoso de un rosal difícilmente se podrá persuadir a que entre tantas espinas haya de nacer lo suave y hermoso de una rosa. Gran fe es menester para regarle y esperar a que se vista de verde, y brote aquella maravillosa pompa de hojas, que tan delicado olor respira. Pero el sufrimiento y la esperanza llegan a ver logrado el trabajo, y se dan por bien empleadas las espinas que rindieron tal hermosura y tal fragancia. Ásperos y espinosos son a nuestra depravada naturaleza los primeros ramos de la virtud. Después se descubre la flor de su hermosura. No desanime al príncipe el semblante de las cosas, porque muy pocas en el gobierno se muestran con rostro apacible. Todas parecen llenas de espinas y dificultades. Muchas fueron fáciles a la experiencia que habían juzgado por arduas los ánimos flojos y cobardes. Y así, no se desanime el príncipe, porque, si se rindiere a ellas ligeramente, quedará más vencido de su aprehensión que de la verdad. Sufra con valor y espere con paciencia y constancia, sin dejar de la mano los medios. El que espera tiene a su lado un buen compañero en el tiempo. Y así, decía el rey Felipe Segundo: «Yo y, el tiempo contra dos». El ímpetu es efecto del furor y madre de los peligros. En duda puso la sucesión del reino de Navarra el conde de Campaña, Teobaldo, por no haber tenido sufrimiento para esperar la muerte del rey don Sancho, su tío, tratando de desposeerle en vida. Con que le obligó a adoptar, por su heredero al rey de Aragón, don Jaime el Primero. Muchos trofeos ve a sus pies la paciencia; en que se señaló Escipión el cual, aunque en España tuvo grandes ocasiones de disgustos, fue tan sufrido, que no se vio en su boca palabra alguna descompuesta. Con que salieron triunfantes sus intentos. El que sufre y espera vence los desdenes de la fortuna y la deja obligada, porque tiene por lisonja aquella fe en sus mudanzas. Arrójase Colón a las inciertas olas del Océano en busca de nuevas provincias, y ni le desespera la inscripción del non plus ultra, que dejó Hércules en las columnas de Calpe y Ávila, ni le atemorizan los montes de agua interpuestos a sus intentos. Cuenta con su navegación al sol los pasos, y roba al año los días, a los días las horas. Falta a la aguja el polo, a la carta de marear los rumbos, y a los compañeros la paciencia. Conjúranse contra él, y, fuerte en tantos trabajos y dificultades, las vence con el sufrimiento y con la esperanza, hasta que un nuevo mundo premia su magnánima constancia. Ferendum et sperandum fue sentencia de Eurípides. Y después mote del emperador Macrino. De donde le tomó esta empresa. Peligros hay que es más fácil vencerlos que huirlos. Así lo conoció Agatocles, cuando, vencido y cercado en Zaragoza de Sicilia, no se rindió a ellos, antes, dejando una parte de sus soldados que defendiese la ciudad, pasó con una armada contra Cartago, y el que no podía vencer una guerra, salió triunfante de dos. Un peligro se suele vencer con una temeridad, y el desprecio dél da mucho que pensar al enemigo. Cuando Aníbal vio que los romanos (después de la batalla de Canas) enviaban socorro a España, temió su poder. No se ha de confiar en la prosperidad ni desesperar en la adversidad. Entre la una y otra se entretiene la fortuna, tan fácil a levantar como a derribar. Conserve el príncipe en ambas un ánimo constante, expuesto a lo que sucediere, sin que le acobarden las amenazas de la mayor tempestad, pues a veces sacan las olas a uno del bajel que se ha de perder, y le arrojan en el que se ha de salvar. A un ánimo generoso y magnánimo favorece el cielo. No desesperen al príncipe los peligros de otros ni los que traen consigo los casos. El que observa los vientos no siembra; ni coge quien considera las nubes. No piense obligar con sus aflicciones. Las lágrimas en las adversidades son flaqueza femenil. No se ablanda con ellas la fortuna. Un ánimo grande procura satisfacerse o consolarse con otra acción generosa, como lo hizo Agrícola cuando, sabida la muerte de su hijo, divirtió el dolor con la ocupación de la guerra. El estarse inmóvil suele ser ambición o asombro del suceso.

§ En la pretensión de cargos y honores es muy importante el consejo de esta empresa. Quien supo sufrir y esperar, supo vencer su fortuna. El que impaciente juzgó por vileza la asistencia y sumisión quedó despreciado y abatido. Hacer reputación de no obedecer a otro es no querer mandar a alguno. Los medios se han de medir con los fines. Si en éstos se gana más honor que se pierde con aquéllos, se deben aplicar. El no sufrir tenemos por generosidad, y es imprudente soberbia. Alcanzados los honores, quedan borrados los pasos con que se subió a ellos. Padecer mucho por conseguir después mayores grados, no es vil abatimiento, sino altivo valor. Algunos ingenios hay que no saben esperar. El exceso de la ambición obra en ellos estos efectos. En breve tiempo quieren exceder a los iguales, y luego a los mayores, y vencer últimamente sus mismas esperanzas. Llevados de este ímpetu, desprecian los medios más seguros por tardos, y se valen de los más breves, aunque más peligrosos. A éstos suele suceder lo que al edificio levantado aprisa, sin dar lugar a que se asienten y sequen los materiales, que se cae luego.

§ En el sufrir y esperar consisten los mayores primores del gobierno, porque son medios con que se llega a obrar a tiempo, fuera del cual ninguna cosa se sazona. Los árboles que al primer calor abrieron sus flores, las pierden luego, por no haber esperado que cesasen los rigores del invierno. No goza del fruto de los negocios quien los quiere sazonar con las manos. La impaciencia causa abortos y apresura los peligros, porque no sabemos sufrirlos, y queriendo salir luego de ellos, los hacemos mayores. Por esto en los males internos y externos de la república, que los dejó crecer nuestro descuido y se debieran haber atajado al principio, es mejor dejarlos correr y que los cure el tiempo, que apresurarles el remedio cuando en él peligrarían más. Ya que no supimos conocerlos antes, sepamos tolerarlos después. La oposición los aumenta. Con ella el peligro, que estaba en ellos oculto o no advertido, sale afuera y obra con mayor actividad contra quien pensó impedirle. Armado imprudentemente el temor contra el mayor poder, le ejercita y le engrandece con sus despojos. Con esta razón quietó Cerial los ánimos de los de Tréveris para que no se opusiesen a la potencia romana, diciendo que tan gran máquina no se podía derribar sin que su ruina cogiese debajo a quien lo intentase. Muchos casos dejarían de suceder, desvanecidos en sí mismos, si no los acelerase nuestro temor e impaciencia. Los recelos declarados con sospecha de una tiranía, la obligan a que lo sea. No es menos valor en tales casos saber disimular que arrojarse al remedio. Aquello es efecto cierto de la prudencia, y esto suele nacer del miedo.




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A reducir a felicidad las adversidades. Interclusa respirat


Cuanto más oprimido el aire en el clarín, sale con mayor armonía y diferencias de voces. Así sucede a la virtud, la cual nunca más clara y sonora que cuando la mano le quiere cerrar los puntos. El valor se extingue, si el viento de alguna fortuna adversa no le aviva. Despierto el ingenio con ella, busca medios con que mejorarla. La felicidad nace, como la rosa, de las espinas y trabajos. Perdió el rey don Alonso el Quinto de Aragón la batalla naval contra los genoveses, y quedó preso. Y lo que parece le había de retardar las empresas del reino de Nápoles, fue causa de acelerarlas con mayor felicidad y grandeza, confederándose con Felipe, duque de Milán, que le tenía preso, el cual le dio libertad y fuerzas para conquistar aquel reino. La necesidad le obligó a granjear al huésped porque en las prosperidades vive uno para sí mismo, y en las adversidades para sí y para los demás. Aquéllas descubren las pasiones del ánimo, descuidado con ellas; en éstas, advertido, se arma de las virtudes como de medios para la felicidad. De donde nace el ser más fácil el restituirse en la fortuna adversa que conservarse en la próspera. Dejáronse conocer en la prisión las buenas partes y calidades del rey don Alonso, y, aficionado a ellas el duque de Milán, le codició por amigo y le envió obligado. Más alcanzó vencido que pudiera vencedor. Juega con los extremos la fortuna, y se huelga de mostrar su poder pasando de unos a otros. No hay virtud que no resplandezca en los casos adversos, bien así como las estrellas brillan más cuando es más obscura la noche. El peso descubre la constancia de la palma, levantándose con él. Entre las ortigas conserva la rosa más tiempo el frescor de sus hojas que entre las flores. Si se encogiera la virtud en los trabajos, no mereciera las victorias, las ovaciones y triunfos. Mientras padece, vence. De donde se infiere cuán impío es el error (como refutamos en otra parte) de los que aconsejan al príncipe que desista de la entereza de las virtudes y se acomode a los vicios, cuando la necesidad lo pidiere, debiendo entonces estar más constante en ellas y con mayor esperanza del buen suceso. Como le sucedía al emperador don Fernando el Segundo, que en sus mayores peligros decía que estaba resuelto a perder antes el Imperio y a salir dél mendigando con su familia, que hacer acción alguna injusta para mantenerse en su grandeza. Dignas palabras de tan santo príncipe, cuya bondad y fe obligó a Dios a tomar el cetro y hacer en la tierra las veces de emperador, dándoles milagrosas vitorias. En los mayores peligros y calamidades, cuando faltaba en todos la confianza y estaba sin medios el valor y la prudencia humana, salió más triunfante de la opresión. Los emperadores romanos vivieron, en medio de la paz y de las delicias, tiranizados de sus mismas pasiones y afectos, con sobresaltos de varios temores. Y este santo héroe halló reposo y tranquilidad de ánimo sobre las furiosas olas que se levantaron contra el imperio y contra su augustísima casa. Canta en los trabajos el justo, y llora el malo en sus vicios. Coro fue de música a los niños de Babilonia el horno encendido.

§ Los trabajos traen consigo grandes bienes; humillan la soberbia del príncipe y le reducen a la razón. ¡Qué furiosos se suelen levantar los vientos, qué arrogante se encrespa el mar, amenazando a la tierra y al cielo con revueltos montes de olas! Y una pequeña lluvia le rinde y reduce a calma. En lloviendo trabajos del cielo, se postra la altivez del príncipe. Con ellos se hace justo el tirano y atento el divertido, porque la necesidad obliga a cuidar del pueblo, estimar la nobleza, premiar la virtud, honrar el valor, guardar la justicia y respetar la religión. Nunca peligra más el poder que en la prosperidad, donde, faltando la consideración, el consejo y la providencia, muere a manos de la confianza. Más príncipes se han perdido en el descanso que en el trabajo, sucediéndoles lo mismo que a los cuerpos, los cuales con el movimiento se conservan y sin él adolecen. De donde se infiere cuán errados juicios hacemos de los males y de los bienes, no alcanzando cuáles nos convienen más. Tenemos por rigor o por castigo la adversidad, y no conocemos que es advertimiento y enseñanza. Con el presente de arracadas y de una oveja que cada uno de los parientes y amigos hizo a Job parece que le significaron que tuviese paciencia, y por preciosos avisos de Dios aquellos trabajos que le hablaban al oído. A veces es en Dios misericordia el afligirnos, y castigo el premiarnos; porque con el premio remata cuentas, y, satisfaciendo algunos méritos, queda acreedor de las ofensas. Y cuando nos aflige, se satisface de éstas y nos induce a la enmienda.




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A navegar con cualquier viento. In contraria ducet


No navega el diestro y experto piloto al arbitrio del viento, antes, valiéndose de su fuerza, de tal suerte dispone las velas de su bajel que le llevan al puerto que desea, y con un mismo viento orza a una de dos partes opuestas (como mejor le está) sin perder su viaje.


Porque sempre por vía irá direita
Quem do opportuno tempo se aproveita



Pero cuando es muy gallardo el temporal, le vence proejando con la fuerza de las velas y de los remos. No menor cuidado ha de poner el príncipe en gobernar la nave de su Estado por el golfo impetuoso del gobierno, reconociendo bien los temporales, para valerse de ellos con prudencia y valor. Piloto es a quien está fiada la vida de todos. Y ningún bajel más peligroso que la corona, expuesta a los vientos de la ambición, a los escollos de los enemigos y a las borrascas del pueblo. Bien fue menester toda la destreza del rey don Sancho el Fuerte para oponerse a la fortuna y asegurar su derecho al reino. Toda la ciencia política consiste en saber conocer los temporales y valerse de ellos, porque a veces más presto conduce al puerto la tempestad que la bonanza. Quien sabe quebrar el ímpetu de una fortuna adversa, la reduce a próspera. El que, reconocida la fuerza del peligro, le obedece y le da tiempo, le vence. Cuando el piloto advierte que no se pueden contrastar las olas, se deja llevar de ellas, amainando las velas. Y, porque la resistencia haría mayor la fuerza del viento, se vale de un pequeño seno con que respire la nave y se levante sobre las olas. Algo es menester consentir en los peligros para vencerlos. Conoció el rey don Jaime el Primero de Aragón la indignación contra su persona de los nobles y del pueblo, y que no convenía hacer mayor aquella furia con la oposición, sino darle tiempo a que por sí mismo menguase, como sucede a los arroyos crecidos con los torrentes de alguna tempestad. Y, mostrándose de parte de ellos, se dejó engañar y tener en forma de prisión hasta que redujo las cosas a sosiego y quietud, y se apoderó del reino. Con otra semejante templanza pudo la reina doña María, contemporizando con los grandes y satisfaciendo a sus ambiciones, conservar la corona de Castilla en la minoridad de su hijo el rey don Fernando el Cuarto. Si el piloto hiciese reputación de no ceder a la tempestad, y quisiese proejar contra ella, se perdería. No está la constancia en la oposición, sino en esperar y correr con el peligro, sin dejarse vencer de la fortuna. La gloria en tales lances consiste en salvarse. Lo que en ellos parece flaqueza, es después magnanimidad coronada del suceso. Hallábase el rey don Alonso el Sabio despojado del reino. Y, puestas las esperanzas de su restitución en la asistencia del rey de Marruecos, no dudó de sujetarse a rogar a Alonso de Guzmán, señor de Sanlúcar, que se hallaba retirado en la Corte de aquel rey por disgustos recibidos, que los depusiese, y acordándose de su amistad antigua y de su mucha nobleza, le favoreciese con aquel rey para que le enviase gente y dinero. Carta que hoy se conserva en aquella ilustrísima y antiquísima casa.

§ Pero no se deben los reyes rendir a la violencia de los vasallos si no es en los casos de última desesperación, porque no obra la autoridad cuando se humilla vilmente. No quietaron a los de la casa de Lara los partidos indecentes que les hizo el rey don Fernando el Santo, obligado de su minoridad. Ni la reina doña Isabel pudo reducir a don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, con el honor de ir a buscarle a Alcalá. Verdad es que en los peligros extremos intenta la prudencia todos los partidos que puede hacer posibles el caso. Grandeza es de ánimo y fuerza de la razón reprimir en tales lances los espíritus del valor, y pesar la necesidad y los peligros con la conveniencia de conservar el Estado. Ninguno más celoso de su grandeza que Tiberio, y disimuló el atrevimiento de Léntulo Getúlico, que, gobernando las legiones de Germania, le escribió con amenaza que no le enviase sucesor, capitulando que gozase de lo demás del imperio y que a él le dejase aquella provincia. Y quien antes no pudo sufrir los celos de sus mismos hijos, pasó por este desacato. Bien conoció el peligro de tal inobediencia no castigada. Pero le consideró mayor en oponerse a él hallándose ya viejo, y que sus cosas más se sustentaban con la opinión que con la fuerza. Poco debería el reino al valor del príncipe que le gobierna, si en la fortuna adversa se rindiese a la necesidad. Y poco a su prudencia, si, siendo insuperable, se expusiese a la resistencia. Témplese la fortaleza con la sagacidad. Lo que no pudiere el poder, facilite el arte. No es menos gloria excusar el peligro que vencerle. El huirle siempre es flaqueza; el esperarle suele ser desconocimiento o confusión del miedo. El desesperar es falta de ánimo. Los esforzados hacen rostro a la fortuna. El oficio de príncipe y su fin no es de contrastar ligeramente con su república sobre las olas, sino de conducirla al puerto de su conservación y grandeza. Valerosa sabiduría es la que de opuestos accidentes saca beneficio, la que más presto consigue sus fines con el contraste. Los reyes, señores de las cosas y de los tiempos, los traen a sus consejos; no los siguen. No hay ruina que con sus fragmentos y con lo que suele añadir la industria no se pueda levantar a mayor fábrica. No hay Estado tan destituido de la fortuna, que no le pueda conservar y aumentar el valor, consultada la prudencia con los accidentes, sabiendo usar bien de ellos y torcerlos a su grandeza. Divídense el reino de Nápoles el rey don Fernando el Católico y el rey de Francia Luis Duodécimo, y, reconociendo el Gran Capitán que el círculo de la corona no puede tener más que un centro, y que no admite compañeros el imperio, se apresura en la conquista que tocaba a su rey, por hallarse desembarazado en los accidentes de disgustos que presumía entre ambos reyes, y valerse de ellos para echar (como sucedió) de la parte dividida al rey de Francia.

§ Alguna fuerza tienen los casos. Pero los hacemos mayores o menores, según nos gobernamos en ellos. Nuestra ignorancia da deidad y poder a la fortuna, porque nos dejamos llevar de sus mudanzas. Si cuando ella varía los tiempos, variásemos las costumbres y los medios, no sería tan poderosa, ni nosotros tan sujetos a sus disposiciones. Mudamos con el tiempo los trajes, y no mudamos los ánimos ni las costumbres. ¿De qué viento no se vale el piloto para su navegación? Según se va mudando, muda las velas. Y así todas le sirven y conducen a sus fines. No nos queremos despojar de los hábitos de nuestra naturaleza, o ya por amor propio, o ya por imprudencia, y después culpamos a los accidentes. Primero damos en la desesperación que en el remedio de la infelicidad. Y, obstinados o poco advertidos, nos dejamos llevar de ella. No sabemos deponer en la adversidad la soberbia, la ira, la vanagloria, la maledicencia y los demás defectos que se criaron con la prosperidad, ni aun reconocemos los vicios que nos redujeron a ella. En cada tiempo, en cada negocio, y con cada uno de los sujetos con quien trata el príncipe, ha de ser diferente de sí mismo y mudar de naturaleza. No es menester en esto más ciencia que una disposición para acomodarse a los casos, y una prudencia que sepa conocerlos antes.

§ Como nos perdemos en la fortuna adversa por no saber amainar las velas de los afectos y pasiones, y correr con ella, así también nos perdemos con los príncipes, porque, imprudentes y obstinados, queremos gobernar sus afectos y acciones por nuestro natural; siendo imposible que pueda un ministro liberal ejecutar sus dictámenes generosos con un príncipe avariento o miserable, o un ministro animoso con un príncipe encogido y tímido. Menester es obrar según la actividad de la esfera del príncipe, que es quien se ha de complacer de ello y lo ha de aprobar y ejecutar. En esto fue culpado Corbulón, porque, sirviendo a Claudio, príncipe de poco corazón, emprendía acciones arrojadas, con que forzosamente le había de ser pesado. La indiscreción del celo suele en algunos ministros ser causa de esta inadvertencia, y en otros (que es lo más ordinario) el amor propio y vanidad y deseo de gloria. Con que procuran mostrarse al mundo valerosos y prudentes; que por ellos solos puede acertar el príncipe, y que yerra lo que obra por sí solo o por otros, y con pretexto de celo publican los defectos del gobierno y desacreditan al príncipe. Artes que redundan después en daño del mismo ministro, perdiendo la gracia del príncipe. El que quisiere acertar y mantenerse huya semejantes hazañerías, odiosas al príncipe y a los demás. Sirva más que dé a entender. Acomódese a la condición y natural del príncipe, reduciéndole a la razón y conveniencia con especie de obsequio y humildad y con industria quieta, sin ruido ni arrogancia. El valor y la virtud se pierden por contumaces en su entereza, haciendo de ella reputación. Y se llevan los premios y dignidades los que son de ingenios dispuestos a variar, y de costumbres que se pliegan y ajustan a las del príncipe. Con estas artes dijo el Taso que subió Aleto a los mayores puestos del reino.


Ma l'inalzaro a i primi honor del regno
Parlar facundo e lusinghiero e scorto,
Pieghevoli costumi e vario ingegno,
Al finger pronto, all'ingannare accorto.



Pero no ha de ser esto para engañar, como hacía Aleto, sino para no perderse en las Cortes inadvertidamente, o para hacer mejor el servicio del príncipe; siendo algunos de tal condición, que es menester todo este artificio de vestirse el ministro de su naturaleza, y entrar dentro de ellos mismos, para que se muevan y obren, porque ni se saben dejar regir por consejos ajenos, ni resolverse por los propios. Y así, no se ha de aconsejar al príncipe lo que más convendría, sino lo que según su caudal ha de ejecutar. Vanos fueron los consejos animosos, aunque convenientes, que daban a Vitelio, porque, no teniendo valor para ejecutarlos, se mostraba sordo a ellos. Son los ministros las velas con que navega el príncipe. Y, si siendo grandes, y el bajel del príncipe pequeño, quisieren ir extendidas y no se amainaren acomodándose a su capacidad, darán con él en el mar.




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A elegir de dos peligros el menor. Minimuni eligendum


Por no salir de la tempestad sin dejar en ella instruido al príncipe de todos los casos adonde puede traerle la fortuna adversa, representa esta empresa la elección del menor daño, cuando son inevitables los mayores. Así sucede al piloto que, perdida ya la esperanza de salvarse, oponiéndose a la tempestad o destrejando con ella, reconoce la costa, y da con el bajel en tierra, donde, si pierde el casco, salva la vida y la mercancía. Alabada fue en los romanos la prudencia con que aseguraban la conservación propia, cuando no podían oponerse a la fortuna. La fortaleza del príncipe no sólo consiste en resistir, sino en pesar los peligros, y rendirse a los menores, si no se pueden vencer los mayores, porque, así como es oficio de la prudencia el prevenir, lo es de la fortaleza y constancia el tolerar lo que no pudo huir la prudencia. En que fue gran maestro el rey don Alonso el Sexto, modesto en las prosperidades y fuerte en las adversidades, siempre apercibido para los sucesos. Vana es la gloria del príncipe que con más temeridad que fortaleza elige antes morir en el mayor peligro que salvarse en el menor. Más se consulta con su fama que con la salud pública. Si ya no es que le falta el ánimo para despreciar las opiniones comunes del pueblo. El cual, inconsiderado y sin noticia de los casos, culpa las resoluciones prudentes, y, cuando se halla en el peligro, no quisiera se hubieran ejecutado las arrojadas y violentas. Alguna vez parece ánimo lo que es cobardía; porque, faltando fortaleza para esperar en el peligro, no abalanza a él la turbación del miedo. Cuando la fortaleza es acompañada de prudencia, da lugar a la consideración. Y cuando no hay seguridad bastante del menor peligro, se arroja al mayor. Morir a manos del miedo es vileza. Nunca es mayor el valor que cuando nace de la última necesidad. El no esperar remedio ni desesperar dél suele ser el remedio de los casos desesperados. Tal vez se salvó la nave, porque, no asegurándose de dar en tierra por no ser arenosa la orilla, se arrojó al mar y venció la fuerza de sus olas. Un peligro suele ser el remedio de otro peligro. En esto se fundaban los que en la conjuración contra Galba le aconsejaban que luego se opusiese a su furia. Defendía Garci-Gómez la fortaleza de Jerez (de quien era alcaide en tiempo del rey don Alonso el Sabio). Y, aunque veía muertos y heridos todos sus soldados, no la quiso rendir ni aceptar los partidos aventajados que le ofrecían los africanos, porque, teniendo por sospechosa su fe, quiso más morir gloriosamente en los brazos de su fidelidad que en los del enemigo. Y lo que parece que le había de costar la vida, le granjeó las voluntades de los enemigos. Los cuales, admirados de tanto valor y fortaleza, echando un garfio, le sacaron vivo, y le trataron con gran humanidad, curándole las heridas recibidas: fuerza de la virtud, amable aun a los mismos enemigos. A más dio la vida el valor que el miedo. Un no sé qué de deidad le acompaña, que le saca bien de los peligros. Hallándose el rey don Fernando el Santo sobre Sevilla, se paseaba Garci-Pérez de Vargas con otro caballero por las riberas del Guadalquivir, y de improviso vieron cerca de sí siete moros a caballo. El compañero aconsejaba la retirada. Pero Garci-Pérez, por no huir torpemente, caló la visera, enristró la lanza y pasó solo delante. Y, conociéndole los moros, y admirados de su determinación, le dejaron pasar, sin atreverse a acometerle. Salvole su valor, porque, si se retira, le hubieran seguido y rendido los enemigos. Un ánimo muy desembarazado y franco es menester para el examen de los peligros, primero en el rumor, después en la calidad de ellos. En el rumor, porque crece éste con la distancia. El pueblo los oye con espanto, y sediciosamente los esparce y aumenta, holgándose de sus mismos males por la novedad de los casos, y por culpar el gobierno presente. Y así, conviene que el príncipe, mostrándose constante, deshaga semejantes aprehensiones vanas, como corrieron en tiempo de Tiberio, de que se habían rebelado las provincias de España, Francia y Germania. Pero él, compuesto de ánimo, ni mudó de lugar ni de semblante, como quien conocía la ligereza del vulgo. Si el príncipe se dejare llevar del miedo, no sabrá resolverse, porque, turbado, dará tanto crédito al rumor como al consejo. Así sucedía a Vitelio en la guerra civil con Vespasiano. Los peligros inminentes parecen mayores, vistiéndolos de horror el miedo, y haciéndolos más abultados la presencia. Y por huir de ellos, damos en otros mucho más grandes, que, aunque parece que están lejos, los hallamos vecinos. Faltando la constancia nos engañamos con interponer, a nuestro parecer, algún espacio de tiempo entre ellos. Muchos desvanecieron tocados, y muchos se armaron contra quien los huía. Y fue en el hecho peligro lo que antes había sido imaginación, como sucedió al ejército de Siria en el cerco de Samaria. Más han muerto de la amenaza del peligro, que del mismo peligro. Los efectos de un vano temor vimos pocos años ha en una fiesta de toros de Madrid, cuando la voz ligera de que peligraba la plaza perturbó los sentidos, y, ignorada la causa se temían todas. Acreditose el miedo con la fuga de unos y otros. Y, sin detenerse a averiguar el caso, hallaron muchos la muerte en los medios con que creían salvar la vida. Y hubiera sido mayor el daño si la constancia del rey don Felipe el Cuarto, en quien todos pusieron los ojos, inmoble al movimiento popular y a la voz del peligro, no hubiera asegurado los ánimos. Cuando el príncipe en las adversidades y peligros no reprime el miedo del pueblo, se confunden los consejos, mandan todos, y ninguno obedece.

§ El exceso también en la fuga de los peligros es causa de las pérdidas de los Estados. No fuera despojado de los suyos y de la voz electoral el conde palatino Federico, si, después de vencido, no le pusiera alas el miedo para desampararlo todo, pudiendo hacer frente en Praga o en otro puesto, y componerse con el Emperador, eligiendo el menor daño y el menor peligro.

§ Muchas veces nos engaña el miedo tan disfrazado y desconocido, que le tenemos por prudencia, y a la constancia por temeridad. Otras veces no nos sabemos resolver, y llega entre tanto el peligro. No todo se ha de temer, ni en todos tiempos ha de ser muy considerada la consulta, porque entre la prudencia y la temeridad suele acabar grandes hechos el valor. Hallábase el Gran Capitán en el Garellano. Padecía tan grandes necesidades su ejército, que casi amotinado se le iba deshaciendo. Aconsejábanle sus capitanes que se retirase, y respondió: «Yo estoy determinado a ganar antes un paso para mi sepultura que volver atrás, aunque sea para vivir cien años». Heroica respuesta, digna de su valor y prudencia. Bien conoció que había alguna temeridad en esperar. Pero ponderó el peligro con el crédito de las armas, que era el que sustentaba su partido en el reino, pendiente de aquel hecho. Y eligió por más conveniente ponerlo todo al trance de una batalla y sustentar la reputación, que sin ella perderle después poco a poco. ¡Oh, cuántas veces, por no aplicar luego el hierro, dejamos que se canceren las heridas!

§ Algunos peligros por sí mismos se caen. Pero otros crecen con la inadvertencia, y se consumen y mueren los reinos con fiebres lentas. Algunos no se conocen, y éstos son los más irreparables, porque llegan primero que el remedio. Otros se conocen, pero se desprecian. A manos de éstos suelen casi siempre padecer el descuido y la confianza. Ningún peligro se debe desestimar por pequeño y flaco, porque el tiempo y los accidentes le suelen hacer mayor, y no está el valor tanto en vencer los peligros como en divertirlos. Vivir a vista de ellos es casi lo mismo que padecerlos. Más seguro es excusarlos que salir bien de ellos.

§ No menos nos suele engañar la confianza en la clemencia ajena cuando, huyendo de un peligro, damos en otros mayor, poniéndonos en manos del enemigo. Consideramos en él lo generoso del perdón, no la fuerza de la venganza o de la ambición. Por nuestro dolor y pena medimos su compasión, y ligeramente creemos que se moverá al remedio. No pudiendo el rey de Mallorca don Jaime el Tercero resistir al rey don Pedro el Cuarto de Aragón, su cuñado, que con pretextos buscados le quería quitar el reino, se puso en sus manos, creyendo alcanzar con la sumisión y humildad lo que no podía con las armas. Pero en el rey pudo más el apetito de reinar que la virtud de la clemencia, y le quitó el Estado y el título de rey. Así nos engañan los peligros, y viene a ser mayor el que elegimos por menor. Ninguna resolución es segura, si se funda en presupuestos que penden del arbitrio ajeno. En esto nos engañamos muchas veces, suponiendo que las acciones de los demás no serán contra la religión, la justicia, el parentesco, la amistad, o contra su mismo honor y conveniencia, sin advertir que no siempre obran los hombres como mejor les estaría o como debían, sino según sus pasiones y modos de entender. Y así no se han de medir con la vara de la razón solamente, sino también con la de la malicia y experiencias de las ordinarias injusticias y tiranías del mundo.

§ Los peligros son los más eficaces maestros que tiene el príncipe. Los pasados enseñan a remediar los presentes y a prevenir los futuros. Los ajenos advierten, pero se olvidan. Los propios dejan en el ánimo las señales y cicatrices del daño y lo que ofendió a la imaginación el miedo. Y así conviene que no los borre el desprecio, principalmente cuando, fuera ya de un peligro, creemos que no volverá a pasar por nosotros, o que, si pasare, nos dejara otra vez libres; porque, si bien una circunstancia que no vuelve a suceder los deshace, otras que de nuevo suceden los hacen irreparables.






ArribaAbajoCómo se ha de haber el príncipe con los súbditos y extranjeros


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Hágase amar y temer de todos. Con halago y con rigor


Fundó la Naturaleza esta república de las cosas, este imperio de los mixtos, de quien tiene el cetro. Y para establecerle más firme y seguro, se dejó amar tanto de ellos, que, aunque entre sí contrarios los elementos, le asistiesen, uniéndose para su conservación. Presto se descompondría todo si aborreciesen a la Naturaleza, princesa de ellos, que los tiene ligados con recíprocos vínculos de benevolencia y amor. Éste es quien sustenta librada la tierra y hace girar sobre ella los orbes. Aprendan los príncipes de esta monarquía de lo criado, fundada en el primer ser de las cosas, a mantener sus personas y Estados con el amor de los súbditos, que es la más fiel guarda que pueden llevar cerca de sí.


Non sic excubiae, non circunstantia tela,
quam tutatur amor.


Claudio                


Éste es la más inexpugnable fortaleza de sus Estado. Por esto las abejas eligen un rey sin aguijón, porque no ha menester armas quien ha de ser amado de sus vasallos. No quiere la Naturaleza que pueda ofender el que ha de gobernar aquella república, porque no caiga en odio de ella y se pierda. «El mayor poderío e más cumplido (dijo el rey don Alonso en una ley de las Partidas) que el Emperador puede aver de fecho en su señorío, es cuando él ama a su gente e es amado della». El cuerpo defiende a la cabeza, porque la ama para su gobierno y conservación; si no la amara, no opusiera el brazo para reparar el golpe que cae sobre ella. ¿Quién se expondría a los peligros, si no amase a su príncipe? ¿Quién le defendería la corona? Todo el reino de Castilla se puso al lado del infante don Enrique contra el rey don Pedro el Cruel, porque aquél era amado y éste aborrecido. El primer principio de la aversión de los reinos y de las mudanzas de las repúblicas es el odio. En el de sus vasallos cayeron los reyes don Ordoño y don Fruela el Segundo. Y, aborrecido el nombre de reyes, se redujo Castilla a forma de república, repartido el gobierno en dos jueces, uno para la paz y otro para la guerra. Nunca Portugal desnudó el acero ni perdió el respeto a sus reyes, porque con entrañable amor los ama. Y, si alguna vez excluyó a uno y admitió a otro, fue porque amaba al uno y aborrecía al otro por sus malos procedimientos. El infante don Fernando aconsejaba al rey don Alonso el Sabio, su padre, que antes quisiese ser amado que temido de sus súbditos, y que granjease las voluntades del brazo eclesiástico y del pueblo, para oponerse a la nobleza: consejo que si lo hubiera ejecutado, no se viera despojado de la Corona. Luego que Nerón dejó de ser amado, se conjuraron contra él, y en su cara se lo dijo Subrio Flavio. La grandeza y poder de rey no está en sí mismo, sino en la voluntad de los súbditos. Si están mal afectos, ¿quién se opondrá a sus enemigos? Para su conservación ha menester el pueblo a su rey y no la puede esperar de quien se hace aborrecer. Anticipadamente consideraron estos los aragoneses, cuando, habiendo llamado para la corona a don Pedro Atarés, señor de Borja, de quien desciende la ilustrísima y antiquísima casa de Gandía, se arrepintieron, y no le quisieron por rey, habiendo conocido que aun antes de ser elegido los trataba con desamor y aspereza. Diferentemente lo hizo el rey don Fernando el Primero de Aragón, que con benignidad y amor supo granjear las voluntades de aquel reino, y las de Castilla en el tiempo que la gobernó. Muchos príncipes se perdieron por ser temidos, ninguno por ser amado. Procure el príncipe ser amado de sus vasallos y temido de sus enemigos, porque, si no, aunque salga vencedor de éstos, morirá a manos de aquéllos, como le sucedió al rey de Persia Bardano. El amor y el respeto se pueden hallar juntos. El amor y el temor servil, no. Lo que se teme se aborrece; y lo que es aborrecido no es seguro.


      Quem metuunt, oderunt,
Quem quisque odit, periisse expetit.


Ennio                


El que a muchos teme, de muchos es temido. ¿Qué mayor infelicidad que mandar a los que por temor obedecen, y dominar a los cuerpos, y no a los ánimos? Esta diferencia hay entre el príncipe justo y el tirano: que aquél se vale de las armas para mantener en paz los súbditos; y éste para estar seguro de ellos. Si el valor y el poder del príncipe aborrecido es pequeño, está muy expuesto al peligro de sus vasallos. Y si es grande, mucho más, porque, siendo mayor el temor, son mayores las asechanzas de ellos para asegurarse temiendo que crecerá en él con la grandeza la ferocidad, como se vio en Bardano, rey de Persia, a quien las glorias hicieron más feroz y más insufrible a los súbditos. Pero, cuando no por el peligro, por la gratitud no debe el príncipe hacerse temer de los que le dan el ser de príncipe. Y así, fue indigna voz de emperador la de Calígula Oderint, dum metuant, como si estuviera la seguridad del imperio en el miedo. Antes, ninguno puede durar si lo combate el miedo. Y aunque dijo Séneca, Odia, qui nimium timet regnare nescit; regna custodit metus, es voz tirana, o la debemos entender de aquel temor vano que suelen tener los príncipes en el mandar aun lo que conviene, por no ofender a otros. El cual es dañoso y contra su autoridad y poder. No sabrá reinar quien no fuere constante y fuerte en despreciar el ser aborrecido de los malos, por conservar los buenos. No se modera la sentencia de Calígula con lo que le quitó y añadió el emperador Tiberio Oderint, dum probent, porque ninguna acción se aprueba de quien es aborrecido. Todo lo culpa e interpreta siniestramente el odio. En siendo el príncipe aborrecido, aun sus acciones buenas se tienen por malas. Al tirano le parece forzoso el mantener los súbditos con el miedo, porque su imperio es violento, y no puede durar sin medios violentos faltando en sus vasallos aquellos dos vínculos de naturaleza y vasallaje, que, como dijo el rey don Alonso el Sabio: «Son los mayores debdos que ome puede aver con su señor. Ca la naturaleza le tiene siempre atado para amarlo, e no ir contra él, e el vasallaje para servirle lealmente». Y como sin estos lazos no puede esperar el tirano que entre él y el súbdito pueda haber amor verdadero, procura con la fuerza que obra el temor lo que naturalmente había de obrar el afecto. Y como la conciencia perturbada teme contra sí crueldades, las ejercita en otros. Pero los ejemplos funestos de todos los tiranos testifican cuán poco dura este miedo. Y, si bien vemos por largo espacio conservado con el temor el imperio del turco, el de los moscovitas y tártaros, no se deben traer en comparación aquellas naciones bárbaras, de tan rudas costumbres, que ya su naturaleza no es de hombres, sino de fieras, obedientes más al castigo que a la razón. Y así, no pudieran sin él ser gobernadas, como no pueden domarse los animales sin la fuerza y el temor. Pero los ánimos generosos no se obligan a la obediencia y a la fidelidad con la fuerza ni con el engaño, sino con la sinceridad y la razón. «E porque (dijo el rey don Alonso el Sabio) las nuestras gentes son leales e de grandes corazones, por eso han menester que la lealtad se mantenga con verdad, la fortaleza de las voluntades con derecho e con justicia».

§ Entre el príncipe y el pueblo suele haber una inclinación o simpatía natural que le hace amable, sin que sea menester otra diligencia, porque a veces un príncipe que merecía ser aborrecido, es amado, y al contrario. Y, aunque por sí mismas se dejan amar las grandes virtudes y calidades del ánimo y del cuerpo, no siempre obran este efecto, si no son acompañadas de una benignidad graciosa y de un semblante atractivo, que luego por los ojos, como por las ventanas del ánimo, descubra la bondad interior y arrebate los corazones. Fuera de que, o accidentes que no se pudieron prevenir, o alguna aprehensión siniestra, descomponen la gracia entre el príncipe y los súbditos, sin que pueda volver a cobrarla. Con todo eso obra mucho el artificio y la industria en saber gobernar a satisfacción del pueblo y de la nobleza, huyendo de las ocasiones que pueden indignarle, y haciendo nacer buena opinión de su gobierno. Y porque en este libro se hallan esparcidos todos los medios con que se adquiere la benevolencia de los súbditos, solamente digo que para alcanzarla son eficaces la religión, la justicia y la liberalidad.

§ Pero, porque sin alguna especie de temor se convertiría el amor en desprecio, y peligraría la autoridad real, conveniente es en los súbditos aquel temor que nace del respeto y veneración, no el que nace de su peligro por las tiranías o injusticias. Hacerse temer el príncipe porque no sufre indignidades, porque conserva la justicia y porque aborrece los vicios, es tan conveniente, que sin este temor en los vasallos no podría conservarse; porque naturalmente se ama la libertad, y la parte de animal que está en el hombre es inobediente a la razón, y solamente se corrige con el temor. Por lo cual es conveniente que el príncipe dome a los súbditos como se doma un potro (cuerpo de esta Empresa), a quien la misma mano que le halaga y peina el copete, amenaza con la vara levantada. En el arca del tabernáculo estaban juntos la vara y el maná, significando que han de estar acompañadas en el príncipe la severidad y la benignidad. David se consolaba con la vara y el báculo de Dios, porque, si el uno le castigaba, le sustentaba el otro. Cuando Dios en el monte Sinaí dio la ley al pueblo, le amenazó con truenos y rayos, y le halagó con músicas y armonías celestiales. Uno y otro es menester para que los súbditos conserven el respeto y el amor. Y así, estudie el príncipe en hacerse amar y temer juntamente. Procure que le amen como a conservador de todos, que le teman como a alma de la ley, de quien pende la vida y hacienda de todos; que le amen porque premia, que le teman porque castiga; que le amen porque no oye lisonjas, que le teman porque no sufre libertades; que le amen por su benignidad, que le teman por su autoridad; que le amen porque procura la paz, y que le teman porque está dispuesto a la guerra. De suerte que, amando los buenos al príncipe, hallen qué temer en él. Y, temiéndole los malos, hallen qué amar en él. Este temor es tan necesario para la conservación del cetro, como nocivo y peligroso aquel que nace de la soberbia, injusticia y tiranía del príncipe, porque induce a la desesperación. El uno procura librarse con la ruina del príncipe, rompiendo Dios la vara de los que dominan ásperamente. El otro presérvase de su indignación y del castigo, ajustándose a razón. Así lo dijo el rey don Alonso: «Otrosí, lo deben temer como vasallos a su señor, haviendo miedo de fazer tal yerro, que ayan a perder su amor, e caer en pena, que es manera de servidumbre». Este temor nace de un mismo parto con el amor, no pudiendo haber amor sin temor de perder el objeto amado, atento a conservarse en su gracia. Pero, porque no está en manos del príncipe que le amen, como está que le teman, es mejor fundar su seguridad en este temor, que en sólo el amor. El cual, como hijo de la voluntad, es inconstante y vario, y ningunas artes de agrado pueden bastar a ganar las voluntades de todos. Yo tendré por gran gobernador a aquel príncipe que vivo fuere temido, y muerto amado, como sucedió al rey don Fernando el Católico, porque, cuando no sea amado, basta ser estimado y temido.




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Siendo ara expuesta a sus ruegos. Omnibus


En el reverso de una medalla antigua se halla esculpido un rayo sobre un ara, significando que la severidad en los príncipes se ha de dejar vencer del ruego. Molesto símbolo a los ojos, porque representa tan vivo el rayo del castigo, y tan inmediato el perdón, que puede el miedo poner en desesperación la esperanza de la benignidad del ara. Y, aunque tal vez conviene que el semblante del príncipe, a quien inclina la rodilla el delincuente, señale a un mismo tiempo lo terrible de la justicia y lo suave de la clemencia, pero no siempre, porque sería contra lo que amonesta el Espíritu Santo, que en su rostro se vean la vida y la clemencia. Por esto en la presente Empresa ponemos sobre el ara, en vez del rayo, el Tusón que introdujo Felipe el Bueno, duque de Borgoña, no por insignia (como muchos piensan) del fabuloso vellocino de Colcos, sino de aquella piel o vellón de Gedeón, recogido en él, por señal de vitoria, el rocío del cielo, cuando se mostraba seca la tierra; significando en este símbolo la mansedumbre y benignidad, como la significa el Cordero de aquella Hostia inmaculada del Hijo de Dios, sacrificada por la salud del mundo. Víctima es el príncipe, ofrecida a los trabajos y peligros por el beneficio común de sus vasallos. Precioso vellón, rico para ellos del rocío y bienes del cielo. En él han de hallar a todos tiempos la satisfacción de su sed y el remedio de sus necesidades; siempre afable, siempre sincero y benigno con ellos. Con que obrará más que con la severidad. Las armas se les cayeron a los conjurados viendo el agradable semblante de Alejandro. La serenidad de Augusto entorpeció la mano del francés que le quiso precipitar en los Alpes. El rey don Ordoño el Primero fue tan modesto y apacible, que robó los corazones de sus vasallos. Al rey don Sancho Tercero llamaron el Deseado, no tanto por su corta vida cuanto por su benignidad. Los aragoneses admitieron a la corona al infante don Fernando, sobrino del rey don Martín, enamorados de su blando y agradable trato. Nadie deja de amar la modestia y la cortesía. Bastante es por sí misma pesada y odiosa la obediencia. No le añada el príncipe aspereza, porque suele ser ésta una lima con que la libertad natural rompe la cadena de la servidumbre. Si en la fortuna adversa se valen los príncipes del agrado para remediarla, ¿por qué no en la próspera para mantenerla? El rostro benigno del príncipe es un dulce imperio sobre los ánimos, y una disimulación del señorío. Los lazos de Adam, que dijo el profeta Oseas que atraían los corazones, son el trato humano y apacible.

§ No entiendo aquí por benignidad la que es tan común que causa desprecio, sino la que está mezclada de gravedad y autoridad, con tan dulce punto, que da lugar al amor del vasallo, pero acompañada de reverencia y respeto, porque, si éste falta, es muy amigo el amor de domesticarse y hacerse igual. Si no se conserva lo augusto de la majestad, no habrá diferencia entre el príncipe y el vasallo. Y así, es conveniente que el arreo de la persona (como hemos dicho) y la gravedad apacible representen la dignidad real; porque no apruebo que el príncipe sea tan común a todos, que se diga dél lo que de julio Agrícola, que era tan llano en sus vestidos y tan familiar, que muchos buscaban en él su fama, y pocos la hallaban, porque lo que es común no se admira, y de la admiración nace el respeto. Alguna severidad grave es menester que halle el súbdito en la frente del príncipe, y algo extraordinario en la compostura y movimiento real, que señale la potestad suprema, mezclada de tal suerte la severidad con agrado, que obren efectos de amor y respeto en los súbditos, no de temor. Muchas veces en Francia se atrevió el hierro a la majestad real demasiadamente comunicable. Ni la afabilidad disminuye la autoridad, ni la severidad el amor, que es lo que admiró en Agrícola Cornelio Tácito, y alabó en el emperador Tito. El cual, aunque se mostraba apacible a sus soldados y andaba entre ellos, no perdía el decoro de general. Componga el príncipe de tal suerte el semblante, que, conservando la autoridad, aficione; que parezca grave, no desabrido; que anime, no desespere; bañado siempre con un decoro risueño y agradable, con palabras benignas y gravemente amorosas. No les parece a algunos que son príncipes, si no ostentan ciertos desvíos y asperezas en las palabras, en el semblante y movimiento del cuerpo, fuera del uso común de los demás hombres. Así como los estatuarios ignorantes, que piensan consiste el arte y la perfección de un coloso en que tenga los carrillos hinchados, los labios eminentes, las cejas caídas, revueltos y torcidos los ojos.


Celsa potestatis species non voce feroci,
non alto simulata gradu, non improba gestu


Claudio                


Tan terrible se mostró en una audiencia el rey Asuero a la reina Ester, que cayó desmayada. Y fue menester para que volviese en sí, que, reducido por Dios a mansedumbre su espíritu descompuesto, le hiciese tocar el cetro, para que viese que no era más que un leño dorado, y él hombre, y no visión, como había imaginado. Si esto obra en una reina la majestad demasiadamente severa y desconforme, ¿qué hará en un negociante pobre y necesitado? Médico llaman las divinas Letras al príncipe, y también padre. Y ni aquél cura ni éste gobierna con desagrado.

§ Si alguna vez con ocasión se turbare la frente del príncipe y se cubriere de nubes contra el vasallo, repréndale con tales palabras, que entre primero alabando sus virtudes, y después afeando aquello en que falta, para que se encienda en generosa vergüenza, descubriéndose más a la luz de la virtud la sombra del vicio. No sea tan pesada la reprensión y tan pública, que, perdida la reputación, no le quede al vasallo esperanza de restaurarla, y se obstine más en la culpa. Estén así mezcladas la ira y la benignidad, el premio y el castigo, como en el Tusón están los eslabones enlazados con los pedernales, y entre ellos llamas de fuego, significando que el corazón del príncipe ha de ser un pedernal que tenga ocultas y sin ofensa las centellas de su ira. Pero de tal suerte dispuesto, que, si alguna vez le hiriere la ofensa o el desacato, se encienda en llamas de venganza o justicia, aunque no tan ejecutivas, que no tengan a la mano el rocío del vellocino para extinguirlas o moderarlas. A Ezequías dijo Dios que le había formado el rostro de diamante y de pedernal, significando en aquél la constancia de la justicia, y en éste el fuego de la piedad.

§ Si no pudiere vencer el príncipe su natural áspero e intratable, tenga tan benigna familia, que lo supla, agasajando a los negociantes y pretendientes. Muchas veces es amado o aborrecido el príncipe por sus criados. Mucho disimulan (como decimos en otra parte) las asperezas de su señor, si son advertidos en templarlas o en disculparlas con su agrado y discreción.

§ Algunas naciones celan en las audiencias la majestad real entre velos y sacramentos, sin que se manifieste al pueblo. Inhumano estilo a los reyes, severo y cruel al vasallo, que, cuando no en las manos, en la presencia de su señor halla el consuelo. Podrá este recato hacer más temido, pero no más amado al príncipe. Por los ojos y por los oídos entra el amor al corazón. Lo que ni se ve ni se oye no se ama. Si el príncipe se niega a los ojos y a la lengua, se niega a la necesidad y al remedio. La lengua es un instrumento fácil, porque ha de granjear las voluntades de todos. No la haga dura e intratable el príncipe. Porque fue corta y embarazada en el rey don Juan el Primero, perdió las voluntades de los portugueses cuando pretendía aquella corona por muerte del rey don Pedro.

§ No basta que el príncipe despache memoriales, porque en ellos no se explican bien los sentimientos; no yendo acompañados del suspiro y de la acción lastimosa, llegan en ellos secas las lágrimas del afligido, y no conmueven al príncipe.

§ Siempre están abiertas las puertas de los templos. Estén así las de los palacios, pues son los príncipes vicarios de Dios y aras (como hemos dicho) a las cuales acude el pueblo con sus ruegos y necesidades. No sea al soldado pretendiente más fácil romper un escuadrón de picas que entrar a la audiencia por las puntas de la guarda esguízara y alemana, erizos armados, con los cuales ni se entiende el ruego ni obran las señas del agrado. «Dejad llegar a mí los hombres (decía el emperador Rodolfo); que no soy emperador para estar encerrado en un arca». El retiramiento hace feroz el ánimo. La atención al gobierno y la comunicación ablandan las costumbres y las vuelven amables. Como los azores, se domestican los príncipes con el desvelo en los negocios y con la vista de los hombres. Al rey don Ramiro de León el Tercero se le alborotó y levantó el reino por su aspereza y dificultad en las audiencias. El rey don Fernando el Santo a ninguno las negaba, y todos tenían licencia de entrar hasta sus más retirados retretes a significar sus necesidades. Tres días en la semana daban audiencia pública los reyes don Alonso Duodécimo y don Enrique el Tercero, y también los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel. La Naturaleza puso puertas a los ojos y la lengua. Y dejó abiertas las orejas para que a todas horas oyesen. Y así, no las cierre el príncipe, oiga benignamente. Consuele con el premio o con la esperanza, porque ésta suele ser parte de satisfacción con que se entretiene el mérito. No use siempre de fórmulas ordinarias y respuestas generales, porque las que se dan a todos, a ninguno satisfacen. Y es notable desconsuelo que lleve la necesidad sabida la respuesta, y que antes de pronunciada le suene en los oídos al pretendiente. No siempre escuche el príncipe, pregunte tal vez, porque quien no pregunta no parece que queda informado. Inquiera y sepa el estado de las cosas. Sea la audiencia enseñanza, y no sola asistencia, como las dieron el rey don Fernando el Santo, el rey don Alonso de Aragón, el rey don Fernando el Católico y el emperador Carlos Quinto. Con que fueron amados y respetados de sus vasallos y estimados de los extranjeros. Así como conviene que sea fácil la audiencia, así también el despacho, porque ninguno es favorable si tarda mucho. Aunque hay negocios de tal naturaleza, que es mejor que desengañe el tiempo que el príncipe o sus ministros, porque casi todos los pretendientes quieren más ser entretenidos con el engaño que despachados con el desengaño. El cual en las Cortes prudentes se toma, pero no se da.

§ No apruebo el dejarse ver el príncipe muy a menudo en las calles y paseos; porque la primera vez le admira el pueblo, la segunda le nota y la tercera le embaraza. Lo que no se ve se venera más. Desprecian los ojos lo que acreditó la opinión. No conviene que llegue el pueblo a reconocer si la cadena de su servidumbre es de hierro o de oro, haciendo juicio del talento y calidades del príncipe. Más se respeta lo que está más lejos. Hay naciones que tienen por vicio la facilidad y agrado. Otras se ofenden de la severidad y retiramiento, y quieren familiares y afables a sus príncipes, como los portugueses y los franceses. Los extremos en lo uno y en lo otro siempre son peligrosos. Y los sabrá templar quien en sus acciones y proceder se acordare que es príncipe y que es hombre.




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Pese la liberalidad con el poder. Quae tribuunt, tribuit


A los príncipes llaman montes las divinas Letras, y a los demás, collados y valles. Esta comparación comprende en sí muchas semejanzas entre ellos; porque los montes son príncipes de la tierra, por ser inmediatos al cielo y superiores a las demás obras de la Naturaleza, y también por la liberalidad con que sus generosas entrañas satisfacen con fuentes continuas a la sed de los campos y valles, vistiéndolos de hojas y flores, porque esta virtud es propia de los príncipes. Con ella, más que con las demás, es el príncipe parecido a Dios, que siempre está dando a todos abundantemente. Con ella la obediencia es más pronta, porque la dádiva en el que puede mandar hace necesidad, o fuerza la obligación. El vasallaje es agradable al que recibe. Siendo liberal, se hizo amado de todos el rey Carlos de Navarra, llamado el Noble. El rey don Enrique el Segundo pudo con la generosidad borrar la sangre vertida del rey don Pedro, su hermano, y legitimar su derecho a la corona. ¿Qué no puede una majestad franca? ¿A qué no obliga un cetro de oro? Aun la tiranía se disimula y sufre en un príncipe que sabe dar, principalmente cuando gana el aplauso del pueblo socorriendo las necesidades públicas y favoreciendo las personas beneméritas. Esta virtud, a mi juicio, conservó en el imperio a Tiberio, porque la ejercitó siempre. Pero ninguna cosa más dañosa en quien manda que la liberalidad y la bondad (que casi siempre se hallan juntas) si no guardan modo. «Muy bien está (palabras son del rey don Alonso el Sabio) la liberalidad a todo ome poderoso, e señaladamente al rey, cuando usa della en tiempo que conviene, e como debe». El rey de Navarra Garci-Sánchez, llamado el Trémulo, perdió el afecto de sus vasallos con la misma liberalidad con que pretendía granjearlos; porque para sustentarla se valía de vejaciones y tributos. La prodigalidad cerca está de ser rapiña o tiranía, porque es fuerza que, si con ambición se agota el erario, se llene con malos medios. «El que da más de lo que puede (palabras son del rey don Alonso el Sabio) no es franco, mas es gastador, e de más avrá por fuerza a tomar de lo ajeno, cuando lo suyo no le compliere; e si de la una parte ganare amigos por lo que les diere, de la otra serle han enemigos a quien lo tomare». Para no caer en esto, representó al rey don Enrique el Cuarto Diego de Arias, su tesorero mayor, el exceso de sus mercedes, y que convenía reformar el número grande de criados y los salarios dados a los que no servían sus oficios o eran ya inútiles. Y respondió: «Yo también si fuese Arias tendría más cuenta con el dinero que con la liberalidad; vos habláis como quien sois, y yo haré como rey, sin temer la pobreza ni exponerme a la necesidad cargando nuevos tributos. El oficio de rey es dar y medir su señorío no con el particular, sino con el beneficio común, que es el verdadero fruto de las riquezas. A unos damos porque son buenos, y a otros porque no sean malos». Dignas palabras de rey, si hubiera dado con estas consideraciones. Pero sus mercedes fueron excesivas, y sin orden ni atención a los méritos, de que hizo fe el rey don Fernando, su cuñado, en una ley de la Nueva Recopilación, diciendo que sus mercedes se habían hecho «por exquisitas y no debidas maneras. Ca a unas personas las fizo sin su voluntad y grado, salvo por salir de las necesidades, procuradas por los que las tales mercedes recibieron. Y otras las fizo por pequeños servicios, que no eran dignos de tanta remuneración. Y aun algunos de éstos tenían oficios y cargos, con cuyas rentas y salarios se debían tener por bien contentos y satisfechos. Y a otros dio las dichas mercedes por intercesión de algunas personas, queriendo pagar con las rentas reales los servicios que algunos dellos abían recibido de los tales». De cuyas palabras se puede inferir la consideración con que debe el príncipe hacer mercedes, sin dar ocasión a que más le tengan por señor para recibir dél que para obedecerle. Un vasallo pródigo se destruye a sí mismo. Un príncipe, a sí y a sus Estados. No bastarían los erarios si el príncipe fuese largamente liberal, y no considerase que aquéllos son depósitos de las necesidades públicas. No usa mal el monte de la nieve de su cumbre, producida de los vapores que contribuyeron los campos y valles. Antes, la conserva para el estío, y poco a poco la va repartiendo (suelta en arroyos) entre los mismos que la contribuyeron. Ni vierte de una vez el caudal de sus fuentes, porque faltaría a su obligación y le despreciarían después como a inútil, porque la liberalidad se consume con la liberalidad. No las confunde luego con los ríos dejando secos a los valles y campos, como suele ser condición de los príncipes, que dan a los poderosos lo que se debe a los pobres, dejando las arenas secas y sedientas del agua por darlas a los lagos abundantes, que no la han menester. Gran delito es granjear la gracia de los poderosos a costa de los pobres, o que suspire el Estado por lo que se da vanamente, siendo su ruina el fausto y pompa de pocos. Indignado mira el pueblo desperdiciadas sin provecho las fuerzas del poder con que había de ser defendido, y respetada la dignidad de príncipe. Las mercedes del pródigo no se estiman, porque son comunes y nacen del vicio de la prodigalidad, y no de la virtud de la liberalidad; y, dándolo todo a pocos, deja disgustados a muchos, y lo que se da a aquéllos, falta a todos. El que da sin atención, enriquece, pero no premia. Para dar a los que lo merecen, es menester ser corto con los demás. Y así, debe atender el príncipe con gran prudencia a la distribución justa de los premios, porque, si son bien distribuidos, aunque toquen a pocos, dejan animados a muchos. Las Sagradas Letras mandaron que las ofrendas fuesen con sal, que es lo mismo que con prudencia, preservadas de la prodigalidad y de la avaricia. Pero, porque es menester que el príncipe sea liberal con todos, imite a la aurora, que, rodeando la tierra, siempre le va dando, pero rocíos y flores, satisfaciendo también con la risa. Dé a todos con tal templanza, que, sin quedar imposibilitado para dar más, los deje contentos, a unos con la dádiva, y a otros con las palabras, con la esperanza y con el agrado, porque suelen dar más los ojos que las manos. Sola esta virtud de la liberalidad será a veces conveniente que esté más en la opinión de los otros que en el príncipe, afectando algunas demostraciones con tal arte, que sea estimado por liberal. Y así excuse las negativas, porque es gran desconsuelo oírlas del príncipe. Lo que no pudiera dar hoy, podrá mañana. Y si no, mejor es que desengañe el tiempo, como hemos dicho. El que niega, o no reconoce los méritos, o manifiesta la falta de su poder o de su ánimo. Y ninguna de estas declaraciones conviene al príncipe contra quien, pidiendo, confiesa su grandeza.

Sea el príncipe largo en premiar la virtud, pero con los cargos y oficios y con otras rentas destinadas ya para dote de la liberalidad, no con el patrimonio real ni con los tesoros conservados para mayores empleos. El rey don Fernando el Católico muchas mercedes hizo, pero ninguna en daño de la Corona. Suspensos tuvo (cuando entró a reinar) los oficios, para atraer con ellos los ánimos y premiar a los que siguiesen su partido. Con gran prudencia y política supo mezclar la liberalidad con la parsimonia. De lo cual no solamente dejó su ejemplo, sino también una ley en la Recopilación, diciendo así: «No conviene a los Reyes usar de tanta franqueza y largueza, que sea convertida en vicio de destruición: porque la franqueza debe ser usada con ordenada intención, no menguando la Corona real ni la real dignidad». Conservar para emplear bien no es avaricia, sino prevenida liberalidad. Dar inconsideradamente, o es vanidad, o locura. Con esta parsimonia levantó la monarquía, y por su profusa largueza perdió la corona el rey don Alonso el Sabio, habiendo sido uno de los principales cargos que le hizo el reino, el haber dado a la emperatriz Marta treinta mil marcos de plata para rescatar a su marido Balduino, a quien tenía preso el soldán de Egipto, consultándose más con la vanidad que con la prudencia. El rey don Enrique el Segundo conoció el daño de haber enflaquecido el poder de su Corona con las mercedes que había hecho, y las revocó por su testamento. Las ocasiones y los tiempos han de gobernar la liberalidad de los príncipes. A veces conviene que sea templada, cuando los gastos de las guerras o las necesidades públicas son grandes. Y a veces es menester redimir con ella los peligros o facilitar los fines, en que suele ahorrar mucho el que más pródigamente arroja el dinero, porque quien da o gasta poco a poco no consigue su intento y consume su hacienda. Una guerra se excusa, y una victoria o una paz se compra con la generosidad.

§ La prodigalidad del príncipe se corrige teniendo en el manejo de la hacienda ministros económicos, como la avaricia teniéndolos liberales. Tal vez conviene mostrarle al príncipe la suma que da, porque el decretar libranzas se hace sin consideración. Y si hubiese de contar lo que ofrece, lo moderaría. Y no es siempre liberalidad el decretarlas, porque se suele cansar la avaricia con la importunidad o con la batalla que padece consigo misma, y desesperada, se arroja a firmarlas.

§ Es condición natural de los príncipes el dar más al que más tiene. No sé si es temor o estimación al poder. Bien lo tenía conocido aquel gran cortesano Josef, cuando, llamando a sus padres y hermanos a Egipto, ofreciéndoles en nombre de Faraón los bienes de aquel reino, les encargó que trajesen consigo todas sus alhajas y riquezas, reconociendo que, si los viese ricos el Rey, sería más liberal con ellos. Y así, el que pide mercedes al príncipe no le ha de representar pobrezas y miserias. Ningún medio mejor para tener, que tener.