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Reconozca sus cuerdas y procure que las mayores consuenen con las menores. Maiora minoribus consonant


Forma el arpa una perfecta aristocracia, compuesta del gobierno monárquico y democrático. Preside un entendimiento, gobiernan muchos dedos, y obedece un pueblo de cuerdas, todas templadas y todas conformes en la consonancia, no particular, sino común y pública, sin que las mayores discrepen de las menores. Semejante a la arpa es una república, en quien mel largo uso y experiencia dispuso los que habían de gobernar y obedecer, estableció las leyes, constituyó los magistrados, distinguió los oficios, señaló los estilos y perfeccionó en cada una de las naciones el orden de república más conforme y conveniente a la naturaleza de ellas. De donde resulta que con peligro se alteran estas disposiciones antiguas. Ya está formada en todas partes la arpa de los reinos y repúblicas, y colocadas en su lugar las cuerdas. Y, aunque parezca que alguna estaría mejor mudada, se ha de tener más fe de la prudencia y consideración de los predecesores, enseñados del largo uso y experiencia; porque los estilos del gobierno, aunque tengan inconvenientes, con menos daño se toleran que se renuevan. El príncipe prudente temple las cuerdas, así como están. Y no las mude, si ya el tiempo y los accidentes no las descompusieren tanto, que desdigan del fin con que fueron constituidas, como decimos en otra parte. Por lo cual es conveniente que el príncipe tenga muy conocida esta arpa del reino, la majestad que resulta dél, y la naturaleza, condición e ingenio del pueblo y del palacio, que son sus principales cuerdas, porque, como dice el rey don Alonso el Sabio en una ley de las Partidas: «Saber conozer los omes, es una de las cosas de que el rey más se debe trabajar; ca pues que con ellos ha de fazer todos sus fechos, menester es que los conozca bien». En esto consisten las principales artes de reinar.


Principis est virtus maxima nosse suos.



Los que más estudiaron en esto, con mayor facilidad gobernaron sus Estados. Muchos ponen las manos en esta arpa de los reinos, pocos saben llevar los dedos por sus cuerdas, y raros son los que conocen su naturaleza y la tocan bien.

Esté, pues, advertido el príncipe en que el reino es una unión de muchas ciudades y pueblos, un consentimiento común en el Imperio de uno y en la obediencia de los demás, a que obligó la ambición y la fuerza. La concordia le formó, y la concordia le sustenta. La justicia y la clemencia constituyen su vida. Es un cuidado de la salud ajena. Consiste su espíritu en la unidad de la religión. De las mismas partes que consta pende su conservación, su aumento y su ruina. No puede sufrir la compañía. Vive expuesto a los peligros. En él, más que en otra cosa, ejercita la fortuna sus inconstancias. Está sujeto a la emulación y a la envidia. Más peligra en la prosperidad que en la adversidad, porque con aquélla se asegura, con la seguridad se ensoberbece y con la soberbia se pierde. O por nuevo se descompone, o por antiguo se deshace. No es menor su peligro en la continua paz que en la guerra. Por sí mismo se cae, cuando ajenas armas no le ejercitan. Y en empezando a caer, no se detiene. Entre su mayor altura y su precipicio no se interpone tiempo. Los celos le defienden, y los celos le suelen ofender. Si es muy pequeño, no se puede defender. Si muy grande, no se sabe gobernar. Más obedece al arte que a la fuerza. Ama las novedades, y está en ellas su perdición. La virtud es su salud. El vicio, su enfermedad. El trabajo le levanta y el ocio le derriba. Con las fortalezas y confederaciones se afirma y con las leyes se mantiene. El magistrado es su corazón, los Consejos sus ojos, las armas sus brazos y las riquezas sus pies.

§ De esta arpa del reino resulta la majestad, la cual es una armonía nacida de las cuerdas del pueblo y aprobada del cielo. Una representación del poder y un resplendor de la suprema jurisdicción. Una fuerza que se hace respetar y obedecer. Es guarda y salud del principado. La opinión y la fama le dan ser. El amor, seguridad. El temor, autoridad. La ostentación, grandeza. La ceremonia, reverencia. La severidad, respeto. El adorno, estimación. El retiro la hace venerable. Peligra en el desprecio y en el odio. Ni se puede igualar ni dividir, porque consiste en la admiración y en la unidad. En ambas fortunas es constante. El culto la afirma, las armas y las leyes la mantienen. Ni dura en la soberbia ni cabe en la humildad. Vive con la prudencia y la beneficencia, y muere a manos del ímpetu y del vicio.

§ El vulgo de cuerdas de esta arpa del reino es el pueblo. Su naturaleza es monstruosa en todo y desigual a sí misma, inconstante y varia. Se gobierna por las apariencias, sin penetrar el fondo. Con el rumor se consulta. Es pobre de medios y de consejo, sin saber lo falso de lo verdadero. Inclinado siempre a lo peor. Una misma hora le ve vestido de dos afectos contrarios. Más se deja llevar de ellos que de la razón, más del ímpetu que de la prudencia, más de las sombras que de la verdad. Con el castigo se deja enfrenar. En las adulaciones es disforme, mezclando alabanzas verdaderas y falsas. No sabe contenerse en los medios. O ama o aborrece con extremo. O es sumamente agradecido o sumamente ingrato. O teme o se hace temer, y en temiendo, sin riesgo se desprecia. Los peligros menores le perturban, si los ve presente; y no le espantan los grandes si están lejos. O sirve con humildad o manda con soberbia. Ni sabe ser libre ni deja de serlo. En las amenazas es valiente y en las obras cobarde. Con ligeras causas se altera y con ligeros medios se compone. Sigue, no guía. Las mismas demostraciones hace por uno que por otro. Más fácilmente se deja violentar que persuadir. En la fortuna próspera es arrogante e impío, en la adversa rendido y religioso. Tan fácil a la crueldad como a la misericordia. Con el mismo furor que favorece a uno, le persigue después. Abusa de la demasiada clemencia, y se precipita con el demasiado rigor, Si una vez se atreve a los buenos, no le detienen la razón ni la vergüenza. Fomenta los rumores, los finge, y, crédulo, acrecienta su fama. Desprecia la voz de pocos y sigue la de muchos. Los malos sucesos atribuye a la malicia del magistrado, y las calamidades a los pecados del príncipe. Ninguna cosa le tiene más obediente que la abundancia, en quien solamente pone su cuidado. El interés o el deshonor le conmueven fácilmente. Agravado, cae. Y aliviado, cocea. Ama los ingenios fogosos y precipitados, y el gobierno ambicioso y turbulento. Nunca se satisface del presente, y siempre desea mudanzas en él. Imita las virtudes o vicios de los que mandan. Envidia los ricos y poderosos y maquina contra ellos. Ama los juegos y divertimientos, y con ninguna cosa más que con ellos se gana su gracia. Es supersticioso en la religión, y antes obedece a los sacerdotes que a sus príncipes. Éstas son las principales condiciones y calidades de la multitud. Pero advierta el príncipe que no hay comunidad o Consejo grande, por grave que sea y de varones selectos, en que no haya vulgo y sea en muchas cosas parecido al popular. Parte es también de esta arpa, y no la menos principal, el palacio, cuyas cuerdas, si con mucha prudencia y destreza no las tocare el príncipe, harán disonante todo el gobierno. Y así, para tenerlas bien templadas, conviene conocer estas calidades de su naturaleza. Es presuntuoso y vario. Por instantes muda colores, como el camaleón, según se le ofrece delante la fortuna próspera o adversa. Aunque su lenguaje es común a todos, no todos le entienden. Adora al príncipe que nace, y no se cura del que tramonta. Espía y murmura sus acciones. Se acomoda a sus costumbres y remeda sus faltas. Siempre anda a caza de su gracia con las redes de la lisonja y adulación, atento a la ambición y al interés. Se alimenta con la mentira y aborrece la verdad. Con facilidad cree lo malo, con dificultad lo bueno. Desealas mudanzas y novedades. Todo lo teme y de todo desconfía. Soberbio en mandar y humilde en obedecer. Envidioso de sí mismo y de los de afuera. Gran artífice en disimular y celar sus designios. Encubre el odio con la risa y las ceremonias. En público alaba yen secreto murmura. Es enemigo de sí mismo. Vano en las apariencias y ligero en las ofertas.

§ Conocido, pues, este instrumento del gobierno y las calidades y consonancias de sus cuerdas, conviene que el príncipe lleve por ellas con tal prudencia la mano, que todas hagan una igual consonancia, en que es menester guardar el movimiento y el tiempo, sin detenerse en favorecer más una cuerda que otra de aquello que conviene a la armonía que ha de hacer, olvidándose de las demás; porque todas tienen sus veces en el instrumento de la república, aunque desiguales entre sí. Y fácilmente se desconcertarían y harían peligrosas disonancias, si el príncipe diese larga mano a los magistrados, favoreciese mucho la plebe o despreciase la nobleza; si con unos guardase justicia y no con otros; si confundiese los oficios de las armas y letras; si no conociese bien que se mantiene la majestad con el respeto, el reino con el amor, el palacio con la entereza, la nobleza con la estimación, el pueblo con la abundancia, la justicia con la igualdad, las leyes con el temor, las armas con el premio, el poder con la parsimonia, la guerra con las riquezas y la paz con la opinión.

§ Cada uno de los reinos es instrumento distinto del otro en la naturaleza y disposición de sus cuerdas, que son los vasallos. Y así, con diversa mano y destreza se han de tocar y gobernar. Un reino suele ser como la arpa, que no solamente ha menester lo blando de las yemas de los dedos, sino también lo duro de las uñas. Otro es como el clavicordio en quien cargan ambas manos, para que de la opresión resulte la consonancia. Otro es tan delicado como la cítara, que aun no sufre los dedos y con una ligera pluma resuena dulcemente. Y así, esté el príncipe muy advertido en el conocimiento de estos instrumentos de sus reinos y de las cuerdas de sus vasallos, para tenerlas bien templadas, sin torcer (como en Dios lo consideró San Crisóstomo) con mucha severidad o codicia sus clavijas; porque la más fina cuerda, si no quiebra, queda resentida, y la disonancia de una descompone a las demás, y saltan todas.




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Sin que se penetre el artificio de su armonía. Nulli patet


Artificiosa la abeja, encubre cautamente el arte con que labra los panales. Hierve la obra, y nadie sabe el estado que tiene. Y si tal vez la curiosidad quiso acecharla, formando una colmena de vidrio, desmiente lo trasparente con un baño de cera, para que no pueda haber testigos de sus acciones domésticas. ¡Oh prudente república, maestra de las del mundo! Ya te hubieras levantado con el dominio universal de los animales, si, como la Naturaleza te dictó medios para tu conservación, te hubiera dado fuerzas para tu aumento. Aprendan todas de ti la importancia de un oculto silencio y de un impenetrable secreto en las acciones y resoluciones, y el daño de que se descubra el artificio y máximas del gobierno, las negociaciones y tratados, los intentos y fines, los achaques y enfermedades internas. Si hubiera entendido este recato de las abejas el tribuno Druso, cuando un arquitecto le ofreció que le dispondría de tal manera las ventanas de su casa que nadie le pudiese sojuzgar, no respondería que antes las abriese tanto, que de todas partes se viese lo que hacía en ella. Arrogancia fue de ingenuidad o confianza de particular, no de ministro ni de príncipe en cuyo pecho y palacio es menester que haya retretes donde, sin ser visto, se consulten y resuelvan los negocios. Como misterio se ha de comunicar con pocos el consejo. A la deidad que asiste a él levantó aras Roma, pero eran subterráneas, significando cuán ocultos han de ser los consejos. Por este recato del secreto pudo crecer y conservarse tanto aquella grandeza, conociendo que el silencio es un seguro vínculo del gobierno. Tenía aquel Senado tan fiel y profundo pecho, que jamás se derramaron sus consultas y resoluciones. En muchos siglos no hubo senador que las manifestase. En todos había orejas para oír, en ninguno lengua para referir. No sé si se podría contar lo mismo de las monarquías y repúblicas presentes. Lo que ayer se trató en sus Consejos, hoy se publica en los estrados de las damas, a cuyos halagos (contra el consejo del profeta Miqueas) se descubren fácilmente los maridos, y ellas luego a otras, como sucedió en el secreto que fió Máximo a su mujer Marcia. Por estos arcaduces pasan luego los secretos a los embajadores de príncipes, a cuya atención ninguno se reserva. Espías son públicos y buzanos de profundidades. Discreta aquella república que no los admite de asiento. Más dañosos que útiles son al público sosiego. Más guerras han levantado que compuesto paces. Siempre fabrican colmenas de vidrio para acechar lo que se resuelve en los Consejos. Viva, pues, el príncipe cuidadoso en dar baños a los resquicios de sus Consejos, para que no se asome por ellos la curiosidad; porque, si los penetra el enemigo, fácilmente los contramina y se arma contra ellos, como hacía Germánico sabiendo los designios del enemigo. En esto se fundó el consejo que dio Salustio Crispo a Livia, que no se divulgasen los secretos de la casa, los consejos de los amigos ni los ministerios de la milicia. En descubriendo Sansón a Dalila dónde tenía sus fuerzas, dio ocasión a la malicia, y las perdió. Los designios ocultos llenan a todos de temor, y llevan consigo el crédito. Y, aunque sean mal fundados, les halla después causas razonables el discurso, en fe de la buena opinión. Perderíamos el concepto que tenemos de los príncipes y de las repúblicas, si supiésemos internamente lo que pasa dentro de sus Consejos. Gigantes son de bulto, que se ofrecen altos y poderosos a la vista, y más atemorizan que ofenden. Pero, si los reconoce el miedo, hallará que son fantásticos, gobernados y sustentados de hombres de no mayor estatura que los demás. Los imperios ocultos en sus consejos y designios causan respeto; los demás, desprecio. ¡Qué hermoso se muestra un río profundo! ¡Qué feo el que descubre las piedras y las obras de su madre! A aquél ninguno se atreve a vadear, a éste todos. Las grandezas que se conciben con la opinión, se pierden con la vista. Desde lejos es mayor la reverencia. Por eso Dios en aquellas conferencias con Moisés en el monte Sinaí sobre la ley y gobierno del pueblo, no solamente puso guardas de fuego a la cumbre, sino la cubrió con espesas nubes para que nadie los acechase; mandando que ninguno se arrimase a la falda, so pena de muerte. Aun para las consultas y órdenes de Dios convino hacerlas misteriosas con el retiro. ¿Qué será, pues, en las humanas, no habiendo consejo de sabios, sin ignorancias? Cuando salen en público sus resoluciones, parecen compuestas y ordenadas con gran juicio. Representan la majestad y la prudencia del príncipe, y en ellas suponemos consideraciones y causas que no alcanzamos, y a veces les damos muchas que no tuvieron. Si se oyera la conferencia, los fundamentos y los designios, nos riéramos dellas. Así sucede en los teatros, donde salen compuestos los personajes y causan respeto. Y allá dentro en el vestuario se reconoce su vileza, todo está revuelto y confuso. Por lo cual es de mayor inconveniente que los misterios del gobierno se comuniquen a forasteros, a los cuales tenía por sospechosos el rey don Enrique el Segundo. Y, aunque muchos serán fieles, lo más seguro es no admitirlos al manejo de Estado o de hacienda cuando no son vasallos o de igual calidad.

Si el príncipe quisiere que se guarde secreto en sus Consejos, deles ejemplo con su silencio y recato en celar sus designios. Imite a Metelo, el cual decía (como también el rey don Pedro de Aragón) que quemaría su camisa, si supiese sus secretos. Haga estudio particular en encubrir su ánimo, porque quien fuere dueño de su intención, lo será del principal instrumento de reinar. Conociendo esto Tiberio, aunque de su natural era oculto, puso mayor cuidado en serlo, cuando trató de suceder a Augusto en el imperio. Los secretos no se han de comunicar a todos los ministros, aunque sean muy fieles, sino a aquellos que han de tener parte en ellos o que sin mayor inconveniente no se puede excusar el hacerlos partícipes. Cuando Cristo quiso que no se publicase un milagro suyo, solamente se fió de tres apóstoles, porque en todos no estaría seguro el secreto. Mucho cuidado es menester para guardarle; porque, si bien está en nuestro arbitrio el callar, no está aquel movimiento interno de los afectos y pasiones o aquella sangre ligera de la vergüenza que en el rostro y en los ojos representa lo que está oculto en el pecho. Suele el ánimo pasarse como el papel. Y se lee por encima lo que está escrito dentro dél, como en el de Agripina se traslucía la muerte de Británico, sin que pudiese encubrirla el cuidado. Advertidos de esto Tiberio y Augusto, no les pareció que podrían disimular el gusto que tenían de la muerte de Germánico, y no se dejaron ver en público. No es sola la lengua quien manifiesta lo que oculta el corazón; otras muchas cosas hay no menos parleras que ella. Estas son el amor, que, como es fuego, alumbra y deja patentes los retretes del pecho; la ira que hierve y rebosa; el temor a la pena, la fuerza del dolor, el interés, el honor o la infamia, la vanagloria de lo que se concibe, deseosa que se sepa antes que se ejecute; y la enajenación de los sentidos o por el vino o por otro accidente. No hay cuidado que pueda desmentir estas espías naturales. Antes, con el mismo se descubren más, como sucedió a Escevino en la conjuración que maquinaba; cuyo semblante, cargado de imaginaciones, manifestaba su intento y le acusaba, aunque con vagos razonamientos se mostraba alegre. Y si bien con el largo uso se puede corregir la naturaleza y enseñarla al secreto y recato, como aprendió Octavia (aunque era de poca edad) a tener escondido su dolor o su afecto, y Nerón perfeccionó su natural astuto en celar sus odios y disfrazarlos con halagos engañosos, no siempre puede estar el arte tan en sí, que no se descuide y deje correr al movimiento natural, principalmente cuando la malicia le despierta e incita. Esto sucede de diferentes maneras, las cuales señalaré aquí para que el príncipe esté advertido y no se deje abrir el pecho y reconocer lo que en él se oculta.

Suele, pues, la malicia tocar astutamente en el humor pecante para que salte afuera y manifieste los pensamientos. Así lo hizo Seyano, induciendo a los parientes de Agripina que encendiesen sus espíritus altivos, y la obligasen a descubrir su deseo de reinar, con que fuese sospechosa a Tiberio.

Lo mismo se consigue con las injurias, las cuales son llaves del corazón. Muy cerrado era Tiberio, y no pudo contenerse cuando le injurió Agripina.

Quien encubriendo sus intentos da a entender otros contrarios, descubre lo que se siente de ellos; artificio de que se valió el mismo emperador Tiberio, cuando, para penetrar el ánimo de los senadores, mostró que no quería aceptar el Imperio.

Es también astuto ardid entrar a lo largo en las materias alabando o vituperando lo que se quiere descubrir, y, haciéndose cómplice en el delito, ganar la confianza y obligar a descubrir el sentimiento y opinión. Con esta traza Laciar, alabando a Germánico, compadeciéndose de Agripina y acusando a Seyano, se hizo confidente de Sabino y descubrió en él su aborrecimiento y odio contra Seyano.

Muchas preguntas juntas son como muchos golpes tirados a un mismo tiempo, que no los puede reparar el cuidado, y desarman el pecho más cerrado, como las que hizo Tiberio al hijo de Pisón. Hechas también de repente, turban el ánimo, como las de Asinio Galo a Tiberio, que, aunque tomó tiempo para responder, no pudo ocultar tanto su enojo, que no le conociese Asinio.

La autoridad del príncipe y el respeto a la majestad obliga mucho a decir la verdad, aunque alguna vez también a la mentira por hacer buena su pregunta. Así sucedía cuando el mismo emperador Tiberio examinaba a los reos.

Por las palabras caídas en diversos razonamientos y conversaciones introducidas con destreza se lee el ánimo, como por los pedazos juntos de una carta rota se lee lo que contiene. Con esta observación conocieron los conjurados contra Nerón que tendrían de su parte a Fenio Rufo.

§ De todo esto podrá el príncipe inferir el peligro de los secretos, y que, si en nosotros mismos no están seguros, menos lo estarán en otros. Por lo cual no los debe fiar de alguno, si fuere posible, porque son como las minas, que en teniendo muchas bocas se exhala por ellas el fuego, y no hacen efecto. Pero, si la necesidad obligare a fiarlos de sus ministros, y, viendo que se revelan, quisiere saber en quién está la culpa, finja diversos secretos misteriosos, y diga a cada uno de ellos un secreto diferente, y, por el que se divulgare, conocerá quién los descubre.

No parezcan ligeras estas advertencias, pues de causas muy pequeñas nacen los mayores movimientos de las cosas. Los diques de los imperios más poderosos están sujetos a que los deshaga el mar por un pequeño resquicio de la curiosidad. Si ésta roe las raíces del secreto, dará en tierra con el árbol más levantado.




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Atienda en las resoluciones a los principios y fines. Consule utrique


A sí mismas deben corresponder las obras en sus principios y fines. Perfecciónese la forma que han de tomar, sin variar en ella. No deja el alfarero correr tan libre la rueda ni lleva tan inconsiderada la mano, que empiece un vaso y saque otro diferente. Sea una la obra, parecida y conforme a sí misma.


Amphora coepit
Institui, current rota, cur urceus exit?
Denique sit quod vis, simplex dumtaxat et unum.


Horacio                


Ninguna cosa más dañosa ni más peligrosa en los príncipes que la desigualdad de sus acciones y gobierno, cuando no corresponden los principios a los fines. Despreciado queda el que empezó a gobernar cuidadoso y se descuidó después. Mejor le estuviera haber seguido siempre un mismo paso, aunque fuese flojo. La alabanza que merecieron sus principios acusa sus fines. Perdió Galba el crédito porque entró ofreciendo la reformación de la milicia, y levantó después en ella personas indignas. Muchos príncipes parecen buenos y son malos. Muchos discurren con prudencia y obran sin ella. Algunos ofrecen mucho y cumplen poco. Otros son valientes en la paz y cobardes en la guerra. Y otros lo intentan todo y nada perfeccionan. Esta disonancia es indigna de la majestad, en quien se ha de ver siempre una constancia segura en las obras y palabras. Ni el amor ni la obediencia están firmes en un príncipe desigual a sí mismo. Por tanto, debe considerar antes de resolverse si en la ejecución de sus consejos corresponderán los medios a los principios y fines, como lo advirtió Gofredo:


A quei, che sono alti principii orditi
Di tutta l'opra il filo, e'l fin risponda.


La tela del gobierno no será buena, por más realces que tenga, si no fuere igual. No basta mirar cómo se ha de empezar, sino cómo se ha de acabar un negocio. Por la popa y proa de un navío entendían los antiguos un perfecto consejo, bien considerado en su principio y fin. De donde tomó ocasión el cuerpo de esta Empresa, significando en ella un consejo prudente, atento a sus principios y fines por la nave que con dos áncoras, por proa y popa, se asegura de la tempestad. Poco importaría la una sola en la proa, si jugase el viento con la popa y diese con ella en los escollos.

§ Tres cosas se requieren en las resoluciones: prudencia para deliberarlas, destreza para disponerlas y constancia para acabarlas. Vano fuera el trabajo y ardor en sus principios, si dejásemos (como suele suceder) inadvertidos los fines. Con ambas áncoras es menester que las asegure la prudencia. Y porque ésta solamente tiene ojos para lo pasado y presente, y no para lo futuro, y de éste penden todos los negocios, por eso es menester que por ilaciones y discursos conjeture y pronostique lo que por estos o aquellos medios se puede conseguir, y que para ello se valga de la conferencia y del consejo, el cual (como dijo el rey don Alonso el Sabio) «es buen antevidimiento que ome toma sobre cosas dudosas». En él se han de considerar otras tres cosas: lo fácil, lo honesto y lo provechoso. Y en quien aconseja, qué capacidad y experiencia tiene, si le mueven intereses o fines particulares, si se ofrece al peligro y dificultades de la ejecución, y por quién correrá la infamia o la gloria del suceso. Hecho este examen, y resuelto el consejo, se deben aplicar medios proporcionados a las calidades dichas, porque no será honesto ni provechoso lo que se alcanzare por medios injustos o costosos. En quien también se deben considerar cuatro tiempos, que concurren en todos los negocios, y principalmente de todas las repúblicas, no de otra suerte que en las de los cuerpos. Estos son el principio, el aumento, el estado y la declinación, con cuyo conocimiento, aplicados los medios a cada uno de los tiempos, se alcanza más fácilmente el intento, o se retarda si se truecan, como se retardaría el curso de una nave si se pasase a la proa el timón. La destreza consiste en saber elegir los medios proporcionados al fin que se pretende, usando a veces de unos y a veces de otros, en que no menos ayudan los que se dejan de obrar que los que se obran, como sucede en los conciertos de varias voces, que, levantadas todas, unas cesan y otras entonan, y aquéllas y éstas causan la armonía. No obran por sí solos los negocios, aunque los solicite su misma buena disposición y la justificación o la conveniencia común, y, si no se aplica a ellos el juicio, tendrán infelices sucesos. Pocos se errarían si se gobernasen con atención. Pero, o se cansan los príncipes o desprecian las sutilezas, y quieren, obstinados, conseguir sus intentos a fuerza del poder. Dél se vale siempre la ignorancia, y de los partidos la prudencia. Lo que no puede facilitar la violencia, facilite la maña consultada con el tiempo y la ocasión. Así lo hizo el legado Cecina cuando, no pudiendo con la autoridad y los ruegos detener las legiones de Germania, que, concebido un vano temor, huían, se resolvió a echarse en los portales por donde habían de pasar. Con que se detuvieron todos por no atropellarle. Lo mismo había hecho antes Pompeyo en otro caso semejante. Una palabra a tiempo da una vitoria. Estaba el conde de Castilla, Fernán González, puesto en orden su ejército, para dar la batalla a los africanos, y, habiendo un caballero dado de espuelas al caballo para adelantarse se abrió la tierra y le tragó. Alborotose el ejército, y el conde dijo: «Pues la tierra no nos puede sufrir, menos nos sufrirán los enemigos»; y acometiendo, los venció. No menos fue advertido lo que sucedió en la batalla de Chirinola donde, creyendo un italiano que los españoles eran vencidos, echó fuego a los carros de pólvora. Y, conturbado el ejército con tal accidente, le animó al Gran Capitán diciendo: «Buen anuncio, amigos; éstas son las luminarias de la vitoria». Y así sucedió. Tanto importa la viveza de ingenio en un ministro y el saber usar de las ocasiones, aplicando los medios proporcionados a los fines y reduciendo los casos a su conveniencia.

§ Cuando, hecha buena elección de ministros para los negocios, y aplicados los medios que dictare la prudencia, no correspondiere el suceso que se deseaba, no se arrepienta el príncipe. Pase por él con constancia, porque no es el caso quien mide las resoluciones, sino la prudencia. Los accidentes que no se pudieron prevenir, no culpan el hecho. Y acusar el haberse intentado, es imprudencia. Esto sucede a los príncipes de poco juicio y valor, los cuales, oprimidos de los malos sucesos y fuera de sí, se rinden a la imaginación, y gastan en el discurso de lo que ya pasó el tiempo y la atención que se había de emplear en el remedio, batallando consigo mismos por no haber seguido otro consejo, y culpando a quien le dio, sin considerar si fue fundado en razón o no. De donde nace el acobardarse los consejeros en dar sus pareceres, dejando pasar las ocasiones sin advertirlas al príncipe, por no exponer su gracia y la reputación a la incertidumbre de los sucesos. De estos inconvenientes debe huir el príncipe, y estar constante en los casos adversos, escusando a sus ministros cuando no fueren notoriamente culpados en ellos para que con más aliento le asistan a vencerlos. Aunque claramente haya errado en las resoluciones ya ejecutadas, es menester mostrarse sereno. Lo que fue no puede dejar de haber sido. A los casos pasados se ha de volver los ojos para aprender, no para afligirnos. Tanto ánimo es menester para pasar por los errores como por los peligros. Ningún gobierno sin ellos. Quien los temiere demasiadamente no sabrá resolverse, y muchas veces es peor la indeterminación que el error. Considerado y resuelto ingenio han menester los negocios. Si cada uno hubiese de llevarse toda la atención, padecerían los demás, con grave daño de los negociantes y del gobierno.




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Siendo tardo en consultarlas y veloz en ejecutarlas. Resolver y ejecutar


Usó la antigüedad de carros falcados en la guerra, los cuales a un tiempo se movían y ejecutaban, gobernadas de un mismo impulso las ruedas y las falcas. La resolución en aquéllas era herida en éstas, igual a ambas la celeridad y el efecto. Símbolo es esta Empresa de las condiciones de la ejecución, como lo fueron en Daniel las ruedas de fuego encendido del trono de Dios, significando por ellas la actividad de su poder y la presteza con que obra. Tome la prudencia el tiempo conveniente (como hemos dicho) para la consulta. Pero el resolver y ejecutar tenga entre sí tal correspondencia, que parezca es un mismo movimiento el que los gobierna, sin que se interponga la tardanza de la ejecución. Porque es menester que la consulta y la ejecución se den las manos, para que, asistida la una de la otra, obren buenos efectos. El emperador Carlos Quinto solía decir que la tardanza era alma del consejo; y la celeridad, de la ejecución; y juntas ambas, la quinta esencia de un príncipe prudente. Grandes cosas acabó el rey don Fernando el Católico porque con maduro consejo prevenía las empresas y con gran celeridad las acometía. Cuando ambas virtudes se hallan en un príncipe, no se aparta de su lado la fortuna, la cual nace de la ocasión, y ésta pasa presto y nunca vuelve. En un instante llega lo que nos conviene o pasa lo que nos daña. Por esto reprendía Demóstenes a los atenienses, diciéndoles que gastaban el tiempo en el aparato de las cosas, y que las ocasiones no esperaban a sus tardanzas. Si el consejo es conveniente, lo que tardare en la ejecución se perderá en la conveniencia. No ha de haber dilación en aquellos consejos que no son laudables sino después de ejecutados. Embrión es el consejo. Y mientras la ejecución, que es su alma, no le anima e informa, está muerto. Operación es del entendimiento y acto de la prudencia práctica. Y si se queda en la contemplación, habrá sido una vana imaginación y devaneo. «Presto, dijo Aristóteles, se ha de ejecutar lo deliberado, y tarde se ha de deliberar.» Jacobo, rey de Inglaterra, aconsejó a su hijo que fuese advertido y atento en consultar, firme y constante en determinar, pues para esto último había dado la Naturaleza pies y manos con fábrica de dedos y arterias tan dispuestas para la ejecución de las resoluciones. A la tardanza tiene por servidumbre el pueblo. La celeridad es de príncipes, porque todo es fácil al poder. En sus acciones fueron los romanos considerados, y todo lo vencieron con la constancia y paciencia. En las grandes monarquías es ordinario el vicio de la tardanza en las ejecuciones, nacido de la confianza del poder, como sucedía al emperador Otón, y también por lo ponderoso de aquellas grandes ruedas, sobre las cuales juega su grandeza, y por no aventurar lo adquirido, contento el príncipe con los confines de su imperio. Lo que es flojedad se tiene por prudencia, como fue tenida la del emperador Galba. Así creyeron todos conservarse, y se perdieron. La juventud de los imperios se hace robusta con la celeridad, ardiendo en ella la sangre y los espíritus de mayor gloria y de mayor dominio y arbitrio sobre las demás naciones. Obrando y atreviéndose creció la república romana, no con aquellos consejos perezosos que llaman cautos los tímidos. Llega después la edad de consistencia, y el respeto y autoridad mantienen por largo espacio los imperios, aunque les falte el ardor de la fama y el apetito de adquirir más. Así como el mar conserva algún tiempo su movimiento aun después de calmados los vientos. Mientras, pues, durare esta edad de consistencia, se puede permitir lo espacioso en las resoluciones, porque se gana tiempo para gozar en quietud lo adquirido, y son peligrosos los consejos arrojados. En este caso se ha de entender aquella sentencia de Tácito, que se mantienen más seguras las potencias con los consejos cautos que con los orgullosos. Pero en declinando de aquella edad, cuando faltan las fuerzas, cuando les pierden el respeto y se les atreven, conviene mudar de estilo y apresurar los consejos y las resoluciones, y volver a recobrar los bríos y calor perdido, y rejuvenecer, antes que con lo decrépito de la edad no se puedan sustentar, y caigan miserablemente desfallecidas sus fuerzas. En los Estados menores no se pueden considerar estas edades. Y es menester que siempre esté vigilante la atención para desplegar todas las velas cuando soplare el céfiro de su fortuna, porque ya a unos y ya a otros favorece a tiempos, bien así como por la circunferencia del horizonte se levantan vientos, que alternativamente dominan sobre la tierra. Favorables tramontanas tuvieron los godos y otras naciones vecinas al polo, de las cuales supieron tan bien gozar, desplegando luego sus estandartes, que penetraron hasta las colunas de Hércules, términos entonces de la tierra. Pasó aquel temporal, y corrió otro en favor de otros imperios.

La constancia en la ejecución de los consejos resueltos, o sean propios o ajenos, es muy importante. Por faltarle a Peto, dejó de triunfar de los partos. Casi todos los ingenios fogosos y apresurados se resuelven presto, y presto se arrepienten. Hierven en los principios y se hielan en los fines. Todo lo quieren intentar, y nada acaban, semejantes a aquel animal llamado calípedes, que se mueve muy aprisa, pero no adelanta un paso en mucho tiempo. En todos los negocios es menester la prudencia y la fortaleza, la una que disponga, y la otra que perfeccione. A una buena resolución se allana todo, y contra quien entra dudoso se arman las dificultades y se desdeñan y huyen de él las ocasiones. Los grandes varones se detienen en deliberar y temen lo que puede suceder. Pero, en resolviéndose, obran con confianza. Si ésta falta, se descaece el ánimo, y, no aplicando los medios convenientes, desiste de la empresa.

§ Pocos negocios hay que no los pueda vencer el ingenio, o que después no los facilite la ocasión o el tiempo. Por esto no conviene admitir en ellos la exclusiva, sino dejarlos vivos. Roto un cristal, no se puede unir. Así los negocios. Por mayor que sea la tempestad de las dificultades, es mejor que corran con algún seno de vela para que respiren, que amainarlas todas. Los más de los negocios mueren a manos de la desesperación. Es muy necesario que los que han de ejecutar las aprueben. Porque quien las contradijo órdenes, laso no las juzgó convenientes o halló dificultad en ellas, ni se aplicará como conviene ni se le dará mucho que se yerren. El ministro que las aconsejó será mejor ejecutor, porque tiene empeñada su reputación en el acierto.




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Corrijan los errores, antes que en sí mismos se multipliquen. De un error muchos


Echada una piedra en un lago, se van encrespando y multiplicando tantas olas, nacidas una de otras, que cuando llegan a la orilla son casi infinitas, turbando el cristal de aquel liso y apacible espejo, donde las especies de las cosas, que antes se representaban perfectamente, se mezclan y confunden. Lo mismo sucede en el ánimo, después de cometido un error. Dél nacen otros muchos, ciego y confuso el juicio, y levantadas las olas de la voluntad. Con que no puede el entendimiento discernir la verdad de las imágenes de las cosas, y creyendo remediar un error, da en otro. Y así se van multiplicando muchos, los cuales, cuanto más distantes del primero, son mayores, como las olas más apartadas del centro que las produce. La razón es porque el principio es la mitad del todo, y un pequeño error en él corresponde a las demás partes. Por esto se ha de mirar mucho en los errores primeros, porque es imposible que después no resulte de ellos algún mal. Esto se experimentó en Masinisa. Cásase con Sofonista, repréndele Escipión, quiere remediar el yerro, y hace otro mayor matándola con yerbas venenosas. Entrégase el rey Witiza a los vicios, borrando la gloria de los felices principios de su gobierno, y para que en él no se notase el número que tenía de concubinas, las permite a sus vasallos. Y porque esta licencia se disimulase más, promulga una ley dando licencia para que los eclesiásticos se pudiesen casar. Y viendo que estos errores se oponían a la religión, niega la obediencia al Papa. De donde cayó en el odio de su reino. Y para asegurarse dél, mandó derribar las fortalezas y murallas. Con que España quedó expuesta a la invasión de los africanos. Todos estos errores, nacidos unos de otros y multiplicados, le apresuraron la muerte. En la persona del duque Valentín se vio también esta producción de inconvenientes. Pensó fabricar su fortuna con las ruinas de muchos. Para ello no hubo tiranía que no intentase. Las primeras le animaron a las demás, y lo precipitaron, perdiendo el Estado y la vida: o mal discípulo o mal maestro de Maquiavelo.

§ Los errores de los príncipes se remedian con dificultad, porque ordinariamente son muchos interesados en ellos. También la obstinación o la ignorancia suelen causar tales efectos. Los ingenios grandes, que casi siempre son ingenuos y dóciles, reconocen sus errores, y, quedando enseñados con ellos, los corrigen, volviendo a deshacer piedra a piedra el edificio mal fundado, para afirmar mejor sus cimientos. Mote fue del emperador Felipe el Tercero: Quod male coeptum est, ne pigeat mutasse. El que volvió atrás, reconociendo que no llevaba buen camino, más fácilmente le recobra. Vano fuera después el arrepentimiento.


Ni iuvat errores mersa iam puppe fateri.


Claudio                


Es la razón de Estado una cadena, que, roto un eslabón, queda inútil si no se suelda. El príncipe que, reconociendo el daño de sus resoluciones, las deja correr, más ama su opinión que el bien público, más una vana sombra de gloria que la verdad. Quiere parecer constante, y da en pertinaz. Vicio suele ser de la soberanía, que hace reputación de no retirar el paso.


Quamquam regale hoc putet
sceptris superbas quisque admovit manus
qua coepit ire.


Séneca                


En esto fue tan sujeto a la razón el emperador Carlos Quinto, que, habiendo firmado un privilegio, le advirtieron que era contra justicia. Y, mandando que se le trajesen, le rasgó, diciendo: «Más quiero rasgar mi firma que mi alma.» Tirana obstinación es conocer y no enmendar los errores. El sustentarlos por reputación es querer pecar muchas veces y complacerse de la ignorancia. El dorarlos es dorar el hierro, que presto se descubre y queda como antes, Un error enmendado hace más seguro el acierto, y a veces convino haber errado para no errar después más gravemente. Tan flaca es nuestra capacidad, que tenemos por maestros a nuestros mismos errores. De ellos aprendimos a acertar. Primero dimos en los inconvenientes que en las buenas leyes y constituciones del gobierno. La más sabia república padeció muchas imprudencias en su forma de gobierno antes que llegase a perfeccionarse. Sólo Dios comprendió ab aeterno sin error la fábrica de este mundo, y aun después en cierto modo se vio arrepentido de haber criado al hombre. Más debemos algunas veces a nuestros errores que a nuestros aciertos, porque aquéllos no enseñan, y éstos nos desvanecen. No solamente nos dejan advertidos los patriarcas que enseñaron, sino también los que erraron. La sombra dio luz a la pintura, naciendo de ella un arte tan maravilloso.

No siempre la imprudencia es culpa de los errores. El tiempo y los accidentes los causan. Lo que al principio fue conveniente, es dañoso después. La prudencia mayor no puede tomar resoluciones que en todos tiempos sean buenas. De donde nace la necesidad de mudar los consejos o revocar las leyes y estatutos, principalmente cuando es evidente la utilidad, o cuando se topa con los inconvenientes, ose halla el príncipe engañado en la relación que le hicieron. En esta razón fundó el rey Asuero la escusa de haber revocado las órdenes que, mal informado de Amán, había dado contra el pueblo de Dios. En estos y otros casos no es ligereza, sino prudencia, mudar de consejo y de resoluciones. Y no se puede llamar inconstancia, antes constante valor en seguir la razón, como lo es en la veleta el volverse al viento, y en la aguja de marcar no quietarse hasta haberse fijado a la vista del Norte. El médico muda los remedios según la variedad de los accidentes, porque su fin en ellos es la salud. Las enfermedades que padecen las repúblicas son varias. Y así han de ser varios los modos de curarlas. Tenga, pues, el príncipe por gloria el reconocer y corregir sus decretos y también sus errores sin avergonzarse. El cometerlos pudo ser descuido. El enmendarlos, es discreto valor. Y la obstinación, siempre necia y culpable. Pero sea oficio de la prudencia hacerlo con tales pretextos y en tal sazón, que no caiga en ello el vulgo. Porque, como ignorante, culpa igualmente por inconsideración el yerro y por liviandad la enmienda.

§ Aunque aconsejamos la retractación de los errores, no ha de ser de todos, porque algunos son tan pequeños, que pesa más el inconveniente de la ligereza y descrédito en enmendarlos. Y así conviene dejarlos pasar cuando en sí mismos se deshacen y no han de parar en mayores. Otros hay de tal naturaleza, que importa seguirlos y aun esforzarlos con ánimo y constancia, porque es más considerable el peligro de retirarse de ellos. Lo cual sucede muchas veces en los empeños de la guerra. Negocios hay en que para acertar es menester exceder, aunque se toque en los errores, como quien tuerce más una vara para enderezarla. Y entonces no se debe reparar mucho en ellos ni en las causas ni en los medios, como no sean inhonestos ni injustos, y se esperen grandes efectos, porque con ellos se califican. Y más se pueden llamar disposiciones del acierto que errores. Otros van mezclados en las grandes resoluciones, aunque sean muy acertadas, no de otra suerte que están las rosas tan cercadas de las espinas, que sin ofensa no puede cogerlas la mano. Esto sucede porque en pocas cosas que convienen a lo universal deja de intervenir algún error dañoso a lo particular. Constan los cuerpos de las repúblicas de partes diferentes y opuestas en las calidades y humores, y el remedio que mira a todo el cuerpo ofende a alguna parte. Y así es menester la prudencia del que gobierna para pesar los daños con los bienes, y un gran corazón para la ejecución, sin que por el temor de aquéllos se pierdan éstos.




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Trate de poblar su Estado, y de criar sujetos al magistrado. Ex fascibus fasces


La renovación da perpetuidad a las cosas caducas por naturaleza. Unos individuos se van eternizando en otros, conservadas así las especies. Por esto con gran prudencia el labrador hace planteles, para sustituir nuevos árboles en lugar de los que mueren. No deja al caso este cuidado, porque o le faltarían plantas, o no serían las que habría menester y en los lugares convenientes. Ni nacerían por sí mismas derechas si el arte no las encaminase cuando están tiernas, porque después ninguna fuerza sería bastante a corregirlas. No menor cuidado ha menester la juventud para que salga acertada, y principalmente en aquellas provincias donde la disposición del clima cría grandes ingenios y corazones. Los cuales son como los campos fértiles, que muy presto se convierten en selvas si el arte y la cultura no corrigen con tiempo su fecundidad. Cuanto es mayor el espíritu, tanto más dañoso a la república cuando no le modera la educación. Asimismo no se puede sufrir un ánimo altivo y brioso. Desprecia el freno de las leyes y ama la libertad. Y es menester que en él obre mucho el arte y la enseñanza, y también la ocupación en ejercicios gloriosos. Cuando la juventud es adulta, suele ser gran lastre de su ligereza el ocuparla en manejos públicos. Parte tuvo (según creo) esta razón para que algunas repúblicas admitiesen los mancebos en sus Senados. Pero el medio mejor es el que hace el labrador, trasplantando los árboles cuando son tiernos, con que las raíces que viciosamente se habían esparcido se recogen, y se levantan derechamente los troncos. Ninguna juventud sale acertada en la misma patria. Los parientes y los amigos la hacen licenciosa y atrevida. No así en las tierras extrañas, donde la necesidad obliga a la consideración en componer las acciones y en granjear voluntades. En la patria creemos tener licencia para cualquier exceso, y que nos le perdonarán fácilmente. Donde no somos conocidos, tememos el rigor de las leyes. Fuera de la patria se pierde aquella rudeza y encogimiento natural, aquella altivez necia e inhumana que ordinariamente nace y dura en los que no han practicado con diversas naciones. Entre ellas se aprenden las lenguas, se conocen los naturales, se advierten las costumbres y los estilos, cuyas noticias forman grandes varones para las artes de la paz y de la guerra. Platón, Licurgo, Solón y Pitágoras, peregrinando por diversas provincias, aprendieron a ser prudentes legisladores y filósofos. En la patria una misma fortuna nace y muere con los hombres. Fuera de ella se hallan las mayores. Ningún planeta se exalta en su casa, sino en las ajenas, si bien suelen padecer detrimentos y trabajos.

§ La peregrinación es gran maestra de la prudencia cuando se emprende para informar, no para deleitar solamente el ánimo. En esto son dignas de alabanza las naciones septentrionales, que no con menos curiosidad que atención salen a reconocer el mundo y a aprender las lenguas, artes y ciencias.

Los españoles, que con más comodidad que los demás pudieran practicar el mundo, por lo que en todas partes se extiende su monarquía, son los que más retirados están en sus patrias, sino es cuando las armas los sacan fuera de ellas; importando tanto que los que gobiernan diversas naciones y tienen guerra en diferentes provincias tengan de ellas perfecto conocimiento. Dos cosas detienen a los nobles en sus patrias: el bañar a España por casi todas las partes el mar y no estar tan a la mano las navegaciones como los viajes por tierra; y la presunción, juzgando que sin gran ostentación y gastos no pueden salir de sus casas. En que son más modestos los extranjeros, aunque sean hijos de los mayores príncipes.

§ No sólo se ha de trasplantar la juventud, sino también formar planteles de sujetos que vayan sucediendo en los cargos y oficios, sin dar lugar a que sea menester buscar para ellos hombres nuevos sin noticia de los negocios y de las artes, los cuales con daño de la república cobren experiencia en sus errores; que es lo que da a entender esta Empresa en las fasces, significando por ellas el magistrado, cuyas varas brotan a otras. Y porque en cada una de las tres formas de república, monarquía, aristocracia y democracia, son diversos los gobiernos, han de ser diversos los ejercicios de la juventud, según sus institutos y según las cosas en que cada una de las repúblicas ha menester más hombres eminentes. En esto pusieron su mayor cuidado los persas, los egipcios, los caldeos y romanos, y principalmente en criar sujetos para el magistrado, porque en ser bueno o malo consiste la conservación o la ruina de las repúblicas, de las cuales es alma. Y según su organización, así son las operaciones de todo el cuerpo. En España con gran providencia se fundaron colegios que fuesen seminarios de insignes varones para el gobierno y administración de la justicia, cuyas constituciones, aunque parecen ligeras y vanas, son muy prudentes, porque enseñan a ser modestos y a obedecer a los que después han de mandar,

§ En otra parte pusimos las ciencias entre los instrumentos políticos de reinar en quien manda. Y aquí se duda si serán convenientes en los que obedecen, y si se ha de instruir en ellas a la juventud popular. La Naturaleza colocó en la cabeza, como en quien es principesa del cuerpo, el entendimiento que aprendiese las ciencias y la memoria que las conservase. Pero a las manos y a los demás miembros solamente dio una aptitud para obedecer. Los hombres se juntaron en comunidades con fin de obrar, no de especular; más por la comodidad de los trabajos recíprocos que por la agudeza de las teóricas. No son felices las repúblicas por lo que penetra el ingenio, sino por lo que perfecciona la mano. La ociosidad del estudio se ceba en los vicios y conserva en el papel a cuantos inventó la malicia de los siglos. Maquina contra el gobierno y persuade sediciones a la plebe. A los espartanos les parecía que les bastaba saber obedecer, sufrir y vencer. Los vasallos muy discursistas y científicos aman siempre las novedades, calumnian el gobierno, disputan las resoluciones del príncipe, despiertan el pueblo y le solevan. Más pronta que ingeniosa ha de ser la obediencia, más sencilla que astuta. La ignorancia es el principal fundamento del imperio del Turco. Quien en él sembrase las ciencias le derribaría fácilmente. Muy quietos y felices viven los esguízaros, donde no se ejercitan mucho las ciencias. Y, desembarazado el juicio de sofisterías, no se gobiernan con menos buena política que las demás naciones. Con la atención en las ciencias se enflaquecen las fuerzas y se envilecen los ánimos, penetrando con demasiada viveza los peligros. Su dulzura, su gloria y sus premios traen cebados a muchos. Con que falta gente para las armas y defensa de los Estados, a los cuales conviene más que el pueblo exceda en el valor que en las letras. Lo generoso de ellas hace aborrecer aquellos ejercicios en que obra el cuerpo, y no el entendimiento. Con el estudio se crían melancólicos los ingenios, aman la soledad y el celibato: todo opuesto a lo que ha menester la república para multiplicarse y llenar los oficios y puestos, y para defenderse y ofender. No hace abundantes y populares a las provincias el ingenio en las ciencias, sino la industria en las artes, en los tratos y comercios, como vemos en los Países Bajos. Bien ponderaron estos inconvenientes los alemanes y otras provincias, que fundaron su nobleza en las armas solamente, teniendo por bajeza recibir grados y puestos de letras. Y así, todos los nobles se aplican a las armas, y florece la milicia. Sí bien con las ciencias se apura el conocimiento del verdadero culto, también con ellas se reduce a opiniones, de donde resulta la variedad de las sectas, y de ellas la mudanza de los imperios. Y, ya conocida la verdadera religión, mejor le estuviera al mundo una sincera y crédula ignorancia, que la soberbia y presunción del saber, expuesta a enormes errores. Estas y otras razones persuaden la extirpación de las ciencias según las reglas políticas, que solamente atienden a la dominación, y no al beneficio de los súbditos.

Pero más son máximas de tirano que de príncipe justo, que debe mirar por el decoro y gloria de sus Estados, en los cuales son convenientes y aun necesarias las ciencias para deshacer los errores de los sectarios introducidos donde reina la ignorancia, para administrar la justicia y para conservar y aumentar las artes, y principalmente las militares. Pues no menos defienden a las ciudades los hombres doctos que los soldados, como lo experimentó Zaragoza de Sicilia en Arquímedes, y Dola en su docto y leal Senado, cuyo consejo e ingeniosas máquinas y reparos, y cuyo heroico valor mantuvo aquella ciudad contra todo el poder de Francia, habiéndose vuelto los museos en armerías, las garnachas en petos y espaldares, y las plumas en espadas; las cuales, teñidas en sangre francesa, escribieron sus nombres y sus hazañas en el papel del tiempo.

El exceso solamente puede ser dañoso, así en el número de las universidades como de los que se aplican a las ciencias (daño que se experimenta en España), siendo conveniente que pocos se empleen en aquellas que sirven a la especulación y a la justicia, y muchos en las artes de la navegación y de la guerra. Para esto convendría que fuesen mayores los premios de éstas que de aquéllas, para que más se inclinen a ellas, pues por no estar así constituidos en España, son tantos los que se aplican a los estudios, teniendo la monarquía más necesidad para su defensa y conservación de soldados que de letrados (vicio que también suele nacer juntamente con los triunfos y trofeos militares), queriendo las naciones victoriosas vencer con el ingenio y pluma a los que vencieron con el valor y la espada. Al príncipe buen gobernador tocará el cuidado de este remedio, procurando disponer la educación de la juventud con tal juicio, que el número de letrados, soldados, artistas y de otros oficios, sea proporcionado al cuerpo de su Estado.

§ También se pudiera considerar esta proporción en los que se aplican a la vida eclesiástica y monástica, cuyo exceso es muy dañoso a la república y al príncipe. Pero no se debe medir la piedad con la regla política, y en la Iglesia militante más suelen obrar las armas espirituales que las temporales. Quien inspira a aquel estado asiste a su conservación sin daño de la república. Con todo eso, como la prudencia humana ha de creer, pero no esperar milagros, dejo considerar a quien toca si el exceso de eclesiásticos y el multiplicarse en sí mismas las religiones es desigual al poder de los seglares, que los han de sustentar, o dañoso al mismo fin de la Iglesia, en que ya la providencia de los sagrados cánones y decretos apostólicos previnieron el remedio, habiendo el Concilio Lateranense, en tiempo de Inocencio Tercero, prohibido la introducción de nuevas religiones. El Consejo Real de Castilla consultó a Su Majestad el remedio, proponiéndole que se suplicase al papa que en Castilla no recibiesen en las religiones a los que no fuesen de dieciséis años, y que hasta los veinte no se hiciesen las profesiones. Pero la piedad confiada y el escrúpulo opuesto a la prudencia dejan correr semejantes inconvenientes.

§ Poco importaría esta proporción en los que han de atender al trabajo o a la especulación, si no cuidase el príncipe del plantel popular, de donde ha de nacer el número bastante de ciudadanos que constituyen la forma de república; los cuales por instantes va disminuyendo el tiempo y la muerte. Los antiguos pusieron gran cuidado en la propagación, para que se fuesen sustituyendo los individuos. En que fueron tan advertidos los romanos, que señalaron premios a la procreación y notaron con infamia el celibato. Por mérito y servicio al público proponía Germánico, que tenía seis hijos, para que se vengase su muerte. Y Tiberio refirió al Senado (como por presagio de fidelidad) haber parido la mujer de Druso dos juntos. La fuerza de los reinos consiste en el número de los vasallos. Quien tiene más es mayor príncipe, no el que tiene más Estados, porque éstos no se defienden ni ofenden por sí mismos, sino por sus habitadores, en los cuales tienen un firmísimo ornamento. Y así dijo el emperador Adriano que quería más tener abundante de gente el imperio que de riquezas. Y con razón, porque las riquezas sin gente llaman la guerra, y no se pueden defender, y quien tiene muchos vasallos, tiene muchas fuerzas y riquezas. En la multitud de ellos consiste (como dijo el Espíritu Santo) la dignidad de príncipe, y en la despoblación su ignominia. Por eso al rey don Alonso el Sabio le pareció que debía el príncipe ser muy solícito en guardar su tierra de manera «que se non yermen las villas, nin los otros lugares, nin se derriben los muros, nin las torres, nin las casas por mala guardia. E el rey que desta guisa amare e tuviere honrada e guardada su tierra, será él e los que hi hubieren, honrados e ricos, e abundados, e tenidos por ella». Pero, como tan prudente y advertido legislador, advirtió que el reino se debía poblar «de buena gente, y antes de los suyos que de los ajenos, si los pudiere aver, así como de caballeros e de labradores e de menestrales». En que con gran juicio previno que la población no fuese solamente de gente plebeya, porque obra poco por sí misma, si no es acompañada de la nobleza, la cual es su espíritu, que la anima y con su ejemplo la persuade a lo glorioso y a despreciar los peligros. Es el pueblo un cuerpo muerto sin la nobleza. Y así debe el príncipe cuidar mucho de su conservación y multiplicación, como lo hacía Augusto, el cual no solamente trató de casar a Hortalo, noble romano, sino le dio también con que se sustentase, porque no se extinguiese su noble familia. Esta atención es grande en Alemania, y por esto antiguamente no se daba dote a las mujeres, y hoy son muy cortas, para que solamente sea su dote la virtud y la nobleza, y se mire a la calidad y partes naturales, y no a los bienes. Con que más fácilmente se ajusten los casamientos, sin que la codicia pierda tiempo en buscar la más rica. Motivos que obligaron a Licurgo a prohibir las dotes, y al emperador Carlos Quinto a ponerles tasa. Y así reprendió Aristóteles a los lacedemonios porque daban grandes dotes a sus hijas. Quiso también el rey don Alonso que solamente en caso de necesidad se poblase el Estado de gente forastera. Y con gran razón, porque los de diferentes costumbres y religiones más son enemigos domésticos que vecinos, que es lo que obligó a echar de España a los judíos y a los moros. Los extranjeros introducen sus vicios y opiniones impías, y fácilmente maquinan contra los naturales. Este inconveniente no es muy considerable cuando solamente se traen forasteros para la cultura de los campos y para las artes, antes muy conveniente. Selim, emperador de los turcos, envió a Constantinopla gran número de oficiales del Cairo. Los polacos habiendo elegido por rey a Enrico, duque de Anjou, capitularon con él que llevase familias de artífices. Cuando Nabucodonosor destruyó a Jerusalén sacó de ella mil cautivos oficiales.

Pero, porque para este medio suele faltar la industria, o se deja de intentar por la costa, y por sí sólo no es bastante, pondré aquí las causas de las despoblaciones, para que, siendo conocidas, se halle más fácilmente el remedio. Éstas, pues, o son externas o internas. Las externas son la guerra y las colonias. La guerra es un monstruo que se alimenta con la sangre humana; y como para conservar el Estado es conveniente mantenerla fuera, a imitación de los romanos, se hace a costa de las vidas y de las haciendas de los súbditos. Las colonias no se pueden mantener sin gran extracción de gente, como sucede a las de España. Por esto los romanos, durante la guerra de Aníbal y algunos años después cesaron de levantarlas. Y Veleyo Patérculo tuvo por dañoso que se constituyesen fuera de Italia, porque no podían asistir al corazón del imperio. Las demás causas de la despoblación son internas. Las principales son los tributos, la falta de la cultura de los campos, de las artes, del comercio, y del número excesivo de los días feriados, cuyos daños y remedios se representan en otras partes de este libro.

La Corte es causa principal de la despoblación, porque, como el hígado ardiente trae a sí el calor natural y deja flacas y sin espíritu las demás partes, así la pompa de las Cortes, sus comodidades, sus delicias, la ganancia de las artes, la ocasión de los premios tira a sí la gente, principalmente a los oficiales y artistas, juzgando que es más ociosa vida la de servir que de trabajar. También los titulados, por gozar de la presencia del príncipe y lucirse, desamparan sus estados y asisten en la Corte. Con que, no cuidando de ellos, y trayendo sus rentas para su sustento y gastos superfluos, quedan pobres y despoblados. Los cuales serían más ricos y más poblados si viviese en ellos el señor. Estos y otros inconvenientes consideró prudentemente el emperador Justiniano, y para su remedio levantó un magistrado. Y el rey don Juan el Segundo ordenó que los grandes y caballeros y otras personas que habían venido a su Corte volviesen a sus casas, como lo había hecho el emperador Trajano.

Los fideicomisos o mayorazgos de España son muy dañosos a la propagación, porque el hermano mayor carga con toda la hacienda (cosa que pareció injusta al rey Teodorico), y los otros, no pudiendo casarse, o se hacen religiosos, o salen a servir a la guerra. Por esto Platón llamaba a la riqueza y a la pobreza antiguas pestes de las repúblicas, conociendo que todos los daños nacían de estar en ellas mal repartidos los bienes. Si todos los ciudadanos tuviesen una congrua sustentación, florecerían más las repúblicas. Pero, si bien es grande esta conveniencia, no es menor la de conservar la nobleza por medio de los fideicomisos, y que tenga con que poder servir a su príncipe y a la república. Y así podrían conservarse los antiguos y no permitirlos fácilmente a la nobleza moderna, ordenando también que los parientes dentro del cuarto grado sean herederos forzosos, si no en toda la hacienda, en alguna parte considerable. Con que se excusarían las donaciones y mandas, que más sirven a la vanidad que a la república, y también aquellas que con devota prodigalidad ni guardan modo ni tienen atención a la sangre propia, dejando sin sustento a sus hermanos y parientes, contra el orden de la caridad. Con que las familias se extinguen, las rentas reales se agotan, el pueblo queda insuficiente para los tributos, crece el poder de los exentos y mengua la jurisdicción del príncipe. De los inconvenientes de este exceso advertido Moisés, prohibió por edicto las ofertas al santuario, aunque Dios había sido autor de ellas y se ofrecían con mente pura y religiosa. La república de Venecia tiene ya prevenido el remedio en sus decretos.

§ Mucho es menester advertir en el tiempo para los casamientos; porque, si se detienen, peligra la sucesión, y la república padece con la incontinencia de los mancebos por casar. Si se anticipan, se hallan los hijos casi tan mozos como los padres y les pierden el respeto, o, impacientes de la tardanza en la sucesión, maquinan contra ellos.




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No agrave con tributos los Estados. Poda, no corta


La política de estos tiempos presupone la malicia y el engaño en todo, y se arma contra él de otros mayores, sin respeto a la religión, a la justicia y fe pública. Enseña por lícito todo lo que es conveniente a la conservación y aumento. Y, ya comunes estas artes, batallan entre sí, se confunden y se castigan unas con otras, a costa del público sosiego, sin alcanzar sus fines. Huya el príncipe de tales maestros, y aprenda de la misma Naturaleza, en quien, sin malicia, engaño ni ofensa, está la verdadera razón de Estado. Aquélla solamente es cierta, fija y sólida, que usa en el gobierno de las cosas vegetativas y vivientes, y principalmente la que por medio de la razón dicta a cada uno de los hombres en su oficio, y particularmente a los pastores y labradores para la conservación y aumento del ganado y de la cultura. De donde quizá los reyes que del cayado o del arado pasaron al cetro supieron mejor gobernar sus pueblos. Válese el pastor (cuya obligación y cuidado es semejante al de los príncipes) de la leche y lana de su ganado, pero con tal Consideración, que ni le saca la sangre, ni le deja tan rasa la piel, que no pueda defenderse del frío y del calor. Así debe el príncipe, como dijo el rey don Alonso, «guardar más la pro comunal que la suya misma, porque el bien y la riqueza dellos es como suya». No corta el labrador por el tronco el árbol, aunque haya menester hacer leña para sus usos domésticos, sino le poda las ramas, y no todas, antes, las deja de suerte que puedan volver a brotar, para que, vestido y poblado de nuevo, le rinda el año siguiente el mismo beneficio: consideración que no cae en el arrendador. Porque, no teniendo amor a la heredad, trata solamente de disfrutarla en el tiempo que la goza, después quede inútil a su dueño. Esta diferencia hay entre el señor natural y el tirano en la imposición de los tributos. Éste, como violento poseedor, que teme perder presto el reino, procura disfrutarle mientras se le deja gozar la violencia, y no repara en arrancarle tan de raíz las plumas, que no puedan renacer. Pastor es que no apacienta a su ganado, sino a sí mismo, y como mercenario, no cuida dél, y le desampara. Pero el príncipe natural considera la justificación de la causa, la cantidad y el tiempo que pide la necesidad, y la proporción de las haciendas y de las personas en el repartimiento de los tributos, y trata su reino, no como cuerpo que ha de fenecer con sus días, sino como quien ha de durar en sus sucesores, reconociendo que los príncipes son mortales y eterno el reino. Y esperando dél continuados frutos cada año, le conserva como seguro depósito de sus riquezas, de que se pueda valer en mayores necesidades. Porque, como dijo el rey don Alonso en sus Partidas, tomándolo de Aristóteles en un documento que dio a Alejandro Magno: «El mejor tesoro que el rey ha, e el que más tarde se pierde, es el pueblo, cuando bien es guardado; e con esto acuerda lo que dixo el emperador Justiniano, que entonces son el Reino e la Cámara del Emperador o del rey, ricos e abundados, cuando sus vasallos son ricos, e su tierra abandonada».

§ Cuando, pues, impone tributos el príncipe con esta moderación, deuda es natural en los vasallos el concederlos, y especie de rebelión el negarlos; porque solamente tiene este dote la dignidad real y este socorro la necesidad pública. No puede haber paz sin las armas, ni armas sin sueldos, ni sueldos sin tributos. Por esto el senado de Roma se opuso al emperador Nerón, que quería remitir los tributos, diciéndole que sin ellos se disolvería el imperio. Son los tributos precio de la paz. Cuando éstos exceden, y no ve el pueblo la necesidad que obligó a imponerlos, fácilmente se levanta contra su príncipe. Por esto se hizo malquisto el rey don Alonso el Magno, y se vio en grandes trabajos y obligado a renunciar la corona. Y por lo mismo perdió la vida y el reino el rey de Galicia don García. Bien ponderado tenía este peligro el rey don Enrique el Tercero, cuando, habiéndole aconsejado que impusiese tributos para los gastos de la guerra, respondió que temía más las maldiciones del pueblo que a sus enemigos. El dinero sacado con tributos injustos está mezclado con la sangre de los vasallos, como la brotó el escudo que rompió San Francisco de Paula delante del rey de Nápoles don Fernando. Y siempre clama contra el príncipe.

Y así, para huir de estos inconvenientes, no se han de echar grandes tributos sin haber hecho antes capaz al reino de la necesidad; porque, cuando es conocida, y el empleo justificado, se anima y consiente cualquier peso. Como se vio en los que impuso el rey don Fernando el Cuarto, y en la concesión que hicieron las Cortes de Toledo, en tiempo del rey don Enrique el Tercero, de un millón, y que, si no bastase para sustentar la guerra contra los africanos, se echasen otras imposiciones, sin que fuese menester el consentimiento de las Cortes. Porque, si bien no toca a los particulares el examinar la justicia de los tributos, y algunas veces no pueden alcanzar las causas de los empleos, ni se les pueden comunicar si evidente peligro de los sacramentos de reinar, siempre hay causas generales que se les pueden representar sin inconveniente. Y, aunque el echar tributos pertenece al supremo dominio, a quien asiste la razón natural y divina, y cuando son justos y forzosos no es menester el consentimiento de los vasallos, porque, como dijo el rey don Alonso el Sabio, «El rey puede demandar, e tomar al reyno lo que usaron los otros reyes, e aun más en las sazones que lo huviere en gran menester para pro comunal de la tierra», con todo eso, será prudencia del príncipe procurarle con destreza, o disponer de tal suerte sus ánimos, que no parezca fuerza. Porque no todo lo que se puede, se ha de ejecutar absolutamente. Es el tributo un freno del pueblo (así le llaman las Sagradas Letras). Con él está más obediente y el príncipe más poderoso para corregirle, sacando dél fuerzas contra su misma libertad, porque no hay quien baste a gobernar a vasallos exentos. Pero ha de ser tan suave este freno, que no se obstinen, y, tomándole entre los dientes, se precipiten, como prudentemente lo consideró el rey Flavio Ervigio en el concilio toledano decimotercio, diciendo que entonces estaba bien gobernado el pueblo, cuando ni el peso inconsiderado de las imposiciones le agravaba, ni la indiscreta remisión ponía a peligro su conservación. El imperio sobre las vidas se ejercita sin peligro, porque se obra por medio de la ley, que castiga a pocos por beneficio de los demás; pero el imperio sobre las haciendas en las materias de contribución es peligroso, porque comprende a todos, y el pueblo suele sentir más los daños de la hacienda que los del cuerpo, principalmente cuando es adquirida con el sudor y la sangre, y se ha de emplear en las delicias del príncipe. En que debe considerar lo que el rey David, cuando no quiso beber del agua de la cisterna que le trajeron tres soldados, rompiendo los escuadrones del enemigo, por no beber el peligro y sangre que les había costado. Y no es buena razón de Estado tener con tributos muy pobres a los vasallos para que estén más sujetos, porque, si bien la pobreza, que nació con nosotros o es accidental, humilla los ánimos, los levanta la violencia, y los persuade a maquinar contra su príncipe. A David se juntaron contra Saúl todos los que estaban pobres y empeñados. Nunca más obediente un reino que cuando está rico y abundante. El pueblo de Dios, aunque duramente tratado en Egipto, se olvidó de su libertad por la abundancia que gozaba allí. Y luego que le faltó en el desierto, echó menos aquella servidumbre y la lloraba.

§ Cuando el reino se hubiese dado con condición que sin su consentimiento no se puedan echar tributos, o se le concediese después con decreto general, como se hizo en las cortes de Madrid en tiempo del rey don Alonso Undécimo, o adquiriese por prescripción inmemorial este derecho, como en España y Francia, en tales casos sería obligación forzosa esperar el consentimiento de las Cortes, y no exponerse el príncipe al peligro en que se vio Carlos Séptimo, rey de Francia, por haber querido imponer de hecho un tributo. Para el uno y otro caso conviene mucho acreditarse tanto el príncipe con sus vasallos, que juzguen por conveniencia el peso que les impone, en fe del celo de su conservación, y consientan en él, remitiéndose a su prudencia y conocimiento universal del estado de las cosas, como se remitieron a la de José los de Egipto, habiéndoles impuesto un tributo de la quinta parte de sus frutos. Cuando el pueblo hiciere esta confianza del príncipe, debe él atender más a no agravarle sin gran causa y con madura consulta de su Consejo. Pero si la necesidad fuere tan urgente, que obligare a grandes tributos, procure emplearlos bien. Porque ninguna cosa siente más el pueblo que no ver fruto del peso que sufre, y que la substancia de sus haciendas se consuma en usos inútiles. Y, en cesando la necesidad, quite los tributos impuestos en ella, sin que suceda lo que en tiempo de Vespasiano, que se perpetuaron en la paz los tributos que escusó la necesidad de las armas. Porque después los temen y rehúsan los vasallos, aunque sean muy ligeros, pensando que han de ser perpetuos. La reina doña María granjeó las voluntades del reino, y lo mantuvo fiel en sus mayores perturbaciones, quitando las sisas que su marido el rey don Sancho el Cuarto había impuesto sobre los mantenimientos.

§ La mayor dificultad consiste en persuadir al reino que contribuya para mantener la guerra fuera dél, porque no saben comprender la conveniencia de tenerla lejos y en los Estados ajenos para conservar en paz los propios, y que es menos peligroso el reparo que hace el escudo que el que recibe la celada, porque aquél está más distante de la cabeza. Es muy corta la vista del pueblo, y no mira tan adelante. Más siente la graveza presente que el beneficio futuro, sin considerar que después no bastarán las haciendas públicas y particulares a reparar los daños. Y así, es menester toda la destreza y prudencia del príncipe para hacerle capaz de su misma conveniencia.

§ En las contribuciones se ha de tener gran consideración de no agravar la nobleza, porque, siendo los tributos los que la distinguen de los pecheros, siente mucho verse igualar con ellos, rotos sus privilegios adquiridos con la virtud y el valor. Por esto los hidalgos de Castilla tomaron los armas contra el rey don Alonso el Tercero, que les quiso obligar a la imposición de cinco maravedís de oro al año para los gastos de la guerra.

§ No se han de imponer los tributos en aquellas cosas que son precisamente necesarias para la vida, sino en las que sirven a las delicias, a la curiosidad, al ornato y a la pompa. Con lo cual, quedando castigado el exceso, cae el mayor peso sobre los ricos y poderosos, y quedan aliviados los labradores y oficiales, que son la parte que más conviene mantener en la república. Los romanos cargaron grandes tributos sobre los aromas, perlas y piedras preciosas que se traían de Arabia. Alejandro Severo los impuso sobre los oficios de Roma, que servían más a la lascivia que a la necesidad. Parte es de reformación encarecer las delicias.

§ Ningunos tributos menos dañosos a los reinos que los que se imponen en los puertos sobre las mercancías que se sacan, porque la mayor parte pagan los forasteros. Por esto, con gran prudencia están en ellos constituidas las rentas reales de Inglaterra, dejando libre de imposiciones al reino.

§ El mayor inconveniente de los tributos y regalías está en los receptores y cobradores, porque a veces hacen más daño que los mismos tributos. Y ninguna cosa llevan más impacientemente los vasallos que la violencia de los ministros en su cobranza. Sola Sicilia dice Cicerón que se mostraba bien en sufrirlos con paciencia. De ellos se quejó Dios, por la boca de Isaías, que habían despojado su pueblo. En Egipto era un profeta presidente de los tributos, porque solamente de quien era dedicado a Dios se podían fiar. Y hoy están en manos de negociantes y usureros, que no menos despojan a la nave que llega al puerto que el naufragio, y, como los bandoleros, desnudan al caminante que pasa de un confín a otro. ¿Qué mucho, pues, que falte el comercio a los reinos, y que no les entren de afuera las monedas y riquezas, si han de estar expuestas al robo? Y, ¿qué mucho que sientan los pueblos las contribuciones, si pagan uno al príncipe y diez a quien las cobra? Por estos inconvenientes, en las cortes de Guadalajara, en tiempo del rey don Juan el Segundo, ofreció el reino de Castilla un servicio de ciento y cincuenta mil ducados, con tal que tuviese los libros del gasto y recibo, para que constase de su cobranza y si se empleaban bien, y no a arbitrio de los que gobernaban a Castilla por la minoridad del rey. Por esto el reino de Francia propuso a Enrique el Segundo que le quitase los exactores, y le pondría donde quisiese sus rentas reales. Y, aunque inclinó a ello, no faltaron después consejeros que con aparentes razones le disuadieron. Lo mismo han ofrecido diversas veces los reinos de Castilla, obligándose también al desempeño de la corona. Pero se ha juzgado que sería descrédito de la autoridad real el darle por tutor al reino, y peligrosa en él esta potestad. Pero la causa más cierta es que de mala gana el manejo de la hacienda y la ocasión de enriquecer con ella a muchos. No está el crédito del príncipe en administrar, sino en tener. No fue menos atenta la república romana a su reputación que cuantas ha habido en el mundo. Y, reconociendo este peso de las cobranzas, ordenó que los mismos pueblos beneficiasen y cobrasen sus tributos. Y no por esto dejó de tener la mano sobre sus magistrados, para que sin avaricia y crueldad se cobrasen. En que fue muy cuidadoso Tiberio. La suavidad en la cobranza de un tributo obliga a la concesión de otros.




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Introduzca el trato y comercio, polos de las Repúblicas. His polis


Ingeniosos los griegos, envolvieron en fingidos acontecimientos (como en jeroglíficos los egipcios), no solamente la filosofía natural, sino también la moral y la política, o por ocultarlas al vulgo o por imprimirlas mejor en los ánimos con lo dulce y entretenido de las fábulas. Queriendo, pues, significar el poder de la navegación y las riquezas que con ella se adquieren, fingieron haber aquella nave Argos (que se atrevió la primera a desasirse de la tierra y entregarse a los golfos del mar) conquistado el vellocino, piel de un carnero, que en vez de lana daba oro, cuya hazaña mereció que fuese consagrada a Palas, diosa de las armas, y trasladada al firmamento por una de sus constelaciones, en premio de sus peligrosos viajes, habiendo descubierto al mundo que se podían con el remo y con la vela abrir caminos entre los montes de las olas, y conducir por ellos al paso del viento las armas y el comercio a todas partes. Esta moralidad y el estar ya en el Globo celeste puesta por estrella aquella nave, dio ocasión para pintar dos en esta Empresa, que fuesen polos del orbe terrestre, mostrando a los ojos que es la navegación la que sustenta la tierra con el comercio y la que afirma sus dominios con las armas. Móviles son estos polos de las naves. Pero en su movilidad consiste la firmeza de los imperios. Apenas ha habido monarquía que sobre ellos no se haya fundado y mantenido. Si le faltasen a España los dos polos del mar Mediterráneo y Océano, luego caería su grandeza, porque, como consta de provincias tan distantes entre sí, peligrarían, si el remo y la vela no las uniesen y facilitasen los socorros y asistencias para su conservación y defensa, siendo puentes del mar las naves y galeras. Por esto el emperador Carlos Quinto y el duque de Alba, don Fernando, aconsejaron al rey don Felipe el Segundo que tuviese grandes fuerzas por mar. Esta importancia reconoció el rey Sisebuto, siendo el primero que las usó en los mares de España. Consejo fue también de Temístocles dado a su república, de que se valieron los romanos para hacerse señores del mundo. Aquel elemento ciñe y doma la tierra. En él se hallan juntas la fuerza y la velocidad. Quien con valor las ejercita es árbitro de la tierra. En ella las armas amenazan y hieren a sola una parte; en el mar, a todas. Ningún cuidado puede tener siempre vigilantes y prevenidas las costas; ningún poder presidirlas bastantemente. Por el mar vienen a ser tratables todas las naciones, las cuales serían incultas y fieras sin la comunicación de la navegación, con que se hacen Comunes las lenguas, como lo enseñó la antigüedad, fingiendo que hablaba el timón de la nave Argos, para dar a entender que por su medio se trataban y practicaban las provincias; porque el timón es quien comunica a cada una los bienes y riquezas de las demás, dando recíprocamente esta provincia a la otra lo que le falta, cuya necesidad y conveniencia obliga a buena correspondencia y amor entre los hombres, por la necesidad que unos tienen de otros.

§ Este poder del mar es más conveniente a unos reinos que a otros, según su disposición y sitio. Las monarquías situadas en Asia más han menester las fuerzas de tierra que las del mar. Venecia y Génova, que hicieron su asiento aquélla en el agua y ésta vecina a ella, y en sitio que más parece escollo del mar que seno de la tierra, impracticable el arado y cultura, pongan sus fuerzas en el remo y vela. Cuando se preciaron de ellas fueron temidas y gloriosas en el mundo ambas repúblicas. España, que, retirándose de los Pirineos se arroja al mar y se interpone entre el Océano y el Mediterráneo, funde su poder en las armas navales, si quisiere aspirar al dominio universal y conservarle. La disposición es grande y mucha la comodidad de los puertos para mantenerlas y para impedir la navegación a las demás naciones que se enriquecen con ella y crían fuerzas para hacerle la guerra; principalmente si con las armas se asegurare el comercio y mercancía, la cual trae consigo el marinaje, hace armerías y almacenes los puertos, los enriquece de todas las cosas necesarias para las armadas, da sustancia al reino con que mantenerlas, y le puebla y multiplica. Estos y otros bienes señaló Ezequiel debajo de la alegoría de nave, que se hallaban en Tiro (ciudad situada en el corazón del mar) por el trato que tenía con todas las naves y marineros. Los persas, lidios y libios militaban en su ejército y colgaban en ella sus escudos y almetes. Los cartagineses la llenaban de todo género de riquezas, plata, hierro y los demás metales. No había bienes en la tierra que no se hallasen en sus ferias, y así la llamó abundante y gloriosa, y que su rey había multiplicado su fortaleza con la negociación. Las repúblicas de Sidón, Nínive, Babilonia, Roma y Cartago con el comercio y trato florecieron en riquezas y armas. Cuando faltó a Venecia y Génova el trato y navegación, faltó el ejercicio de su valor y la ocasión de sus glorias y trofeos. Entre breves términos de arena, inculta al azadón y al arado, sustenta Holanda poderosos ejércitos con la abundancia y riquezas del mar, y mantiene populosas ciudades, tan vecinas unas a otras que no las pudieran sustentar los campos más fértiles de la tierra. Francia no tiene minas de plata ni oro, y con el trato y pueriles invenciones de hierro, plomo y estaño hace preciosa su industria y se enriquece. Y nosotros, descuidados, perdemos los bienes del mar. Con inmenso trabajo y peligro traemos a España, de las partes más remotas del mundo, los diamantes, las perlas, las aromas y otras muchas riquezas. Y, no pasando adelante con ellas, hacen otros granjería de nuestro trabajo, comunicándolas a las provincias de Europa, África y Asia. Entregamos a genoveses la plata y el oro con que negocien, y pagamos cambios y recambios de sus negociaciones.

Salen de España la seda, la lana, la barrilla, el acero, el hierro y otras diversas materias. Y volviendo a ella labradas en diferentes formas, compramos las mismas cosas muy caras por la conducción y hechuras, de suerte que nos es costoso el ingenio de las demás naciones. Entran en España mercancías que, o solamente sirven a la vista o se consumen luego, y sacan por ellas el oro y la plata, con que (como dijo el rey don Enrique el Segundo) «se enriquecen y se arman los extranjeros, y aun a las veces los enemigos, en tanto que se empobrecen nuestros vasallos». Queja fue ésta del emperador Tiberio, viendo el exceso de perlas y piedras preciosas en las matronas romanas. Una gloria inmortal le espera a V. A. si favoreciere y honrare el trato y mercancía, ejercitada en los ciudadanos por ellos mismos, y en los nobles por terceras personas, pues no es más natural la renta de los frutos de la tierra que la de la permuta, dando unas cosas por otras, o en vez de ellas dinero. No despreciaron la mercancía y trato los príncipes de Tiro, ni las flotas, que el rey Salomón enviaba a Tarsis, traían solamente las cosas necesarias, sino aquellas también con que podía granjear y aumentar sus riquezas y hacerse mayor sobre todos los reyes de la tierra. Pompeyo tenía a ganancia su dinero. La nobleza romana y la cartaginesa no se oscurecieron con el trato y negociaciones. Colegio formó Roma de mercantes, de donde pienso que aprendieron los holandeses a levantar sus compañías. Con mayor comodidad se pudieran formar en España, aseguradas con navíos armados, con que no solamente correrían en ellas las riquezas, sino también florecerían las armas navales y sería formidable a las demás naciones. Conociendo estas conveniencias los reyes de Portugal, abrieron por ignotos mares con las armas el comercio en Oriente, con el comercio sustentaron las armas. Y, fundando con éstas y aquél un nuevo y dilatado imperio, introdujeron la religión, la cual no pudiera volar a aquellas remotas provincias, ni después a las de Occidente, por la industria y valor de los castellanos, si las entenas con plumas de lino y pendientes del árbol de la cruz no hubieran sido sus alas, con que llegó a darse a conocer a la gentilidad, la cual extrañó los nuevos huéspedes venidos de regiones tan distantes, que ni aun por relación los conocía. Y, recibiendo de ellos la verdadera luz del Evangelio y el divino pan del Sacramento, llevado de tan lejos, exclamó jubilante con Isaías: «¿Quién para mi bien engendró a éstos? Yo estéril, yo desterrada y cautiva, y ¿quién sustentó a éstos? Yo desamparada y sola, y éstos ¿adónde estaban?».

§ No menos importaría que, como los romanos afirmaron su imperio poniendo presidios en Constantinopla, en Rodas, en el Reno y en Cádiz, como en cuatro ángulos principales dél, se colocasen también en diferentes partes del Océano y Mediterráneo las religiones militares de España, para que con noble emulación corriesen los mares, los limpiasen de corsarios y asegurasen las mercancías. Premios son bastantes del valor y virtud aquellas insignias de nobleza, y suficientemente ricas sus encomiendas para dar principio a esta heroica obra, digna de un heroico rey. Y, cuando no bastasen sus rentas y no se quisiese despojar la Corona del dote de los maestrazgos dados por la Sede Apostólica en administración, se podrían aplicar algunas rentas eclesiásticas. Pensamiento fue éste del rey don Fernando el Católico, el cual tenía trazado de poner en Orán la Orden de Santiago, y en Bujía y Trípoli las de Alcántara y Calatrava, habiendo para ello alcanzado del papa la aplicación de las rentas de los conventos del Villar de Venas y de San Martín, en la diócesis de Santiago y Oviedo. Pero no se pudo ejecutar por el embarazo que le sobrevino de las guerras de Italia, o porque Dios reservó esta empresa para gloria de otro rey. A que no debe oponerse la razón de Estado de no dar cabeza a los nobles, de que resultaron tantos alborotos en Castilla cuando había maestres de las órdenes militares; porque ya hoy ha crecido tanto la grandeza de los reyes con las Coronas que se han multiplicado en sus sienes, que no se puede temer este inconveniente, principalmente estando fuera de España las Órdenes e incorporados en la Corona los maestrazgos.




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Haciéndose dueño de la guerra y de la paz con el acero y el oro. Ferro et auro


Ni un instante quiso la divina Providencia que estuviese esta monarquía del mundo sin el oro y el acero, aquél para su conservación, y éste para su defensa; porque, si ya no los crió con ella misma, trabajó el sol, gobernador segundo de lo criado, desde que se le encargó la conservación de las cosas, en purificar y dorar los minerales y constituir erarios en los montes, donde también Marte, presidente de la guerra, endureció las materias, y reducidas a hierro y acero hizo armerías. Los brazos de las repúblicas son las armas. Su sangre y espíritus, los tesoros. Y, si éstos no dan fuerza a aquéllos, y con aquéllos no se mantienen éstos, caen luego desmayadas las repúblicas y quedan expuestas a la violencia. Plinio dice que hay en las Indias una especie de hormigas que en vez de granos de trigo recogen los del oro. No les dio la Naturaleza el uso dél. Pero quiso que, como maestras de las demás repúblicas, les enseñasen la importancia de atesorar. Y, si bien algunos políticos son de opinión que no se han de juntar tesoros, porque la codicia despierta las armas de los enemigos, como sucedió a Ezequías por haber mostrado sus riquezas a los embajadores de Asiria, y los egipcios por este temor consumían en fábricas las rentas reales, no tienen fuerza las razones que traen ni estos ejemplos; porque a Ezequías no le sobrevino la guerra por haber mostrado sus tesoros, sino por la vanidad de mostrarlos, teniendo en ellos más que en Dios su corazón. Y así, le predijo Isaías que los perdería. Y los egipcios, no por el peligro, sino por tener divertidos los súbditos (como diremos) y por vanagloria los ocupaban en fábricas. Cuando el príncipe acaudala tesoros por avaricia, no se vale de ellos en las ocasiones forzosas de ofensa o defensa, y por no gastarlos tiene desproveídos y flacos sus presidios y sus armas, bien creo que llamará contra sí las de sus enemigos, dándoles ocasión para que fragüen llaves de acero con que abrir sus erarios. Pero cuando conserva los tesoros para los empleos forzosos, se hará temer y respetar de sus enemigos, porque el dinero es el nervio de la guerra, con él se ganan amigos y confederados, y no menos atemorizan los tesoros en los erarios que las municiones, las armas y pertrechos en las armerías, y las naves y galeras en los arsenales. Con este fin no es avaricia el juntarlos, sino prudencia política, como lo fue la del rey don Fernando el Católico, cuya fama de miserable quedó desmentida en su muerte, no habiéndose hallado en su poder suma considerable de dinero. Lo que guardaba lo empleaba en la fábrica de la monarquía. Y puso su gloria, no en haber gastado, sino en tener con qué gastar. Pero es menester advertir que algunas veces se atesora con grandeza de ánimo para poder ejecutar gloriosos pensamientos, y después se convierte poco a poco en avaricia, y primero se ve la ruina de los Estados que se abran los erarios para su remedio. Fácilmente se deja enamorar de las riquezas el corazón humano y se convierte en ellas.

§ No basta que los tesoros estén repartidos en el cuerpo de la república, como fue opinión de Cloro, porque las riquezas en el príncipe son seguridad, en los súbditos peligro. Cerial dijo a los de Tréveris que sus riquezas les causaban la guerra. Cuando la comunidad es pobre, y ricos los particulares, llegan primero los peligros que las prevenciones. Los consejos son errados, porque huyen de aquellas resoluciones que miran a la conservación común, viendo que se han de ejecutar a costa de las haciendas particulares, y entran forzados en las guerras. Por esto le pareció a Aristóteles que estaba mal formada la república de los espartanos, en la cual no había bienes públicos. Y si se atiende más al bien particular que al público, ¿cuánto menos se atenderá a remediar con el daño propio el de la comunidad? Este inconveniente experimenta la república de Génova, y a esta causa atribuye Catón la ruina de la romana, en la oración que refiere Salustio haber hecho al Senado contra los cómplices en la conjuración de Catilina; porque (como explica San Agustín) se apartó de su primer instituto, en que eran pobres los particulares y rica la comunidad; de que hizo mención Horacio, quejándose de ello.


Non ita Romuli
Praescriptum, et intonsi Catonis
auspiciis veterumque norma,
Privatus illis census erat brevis;
Commune, magnum.


Horacio                


§ Los reyes grandes desprecian la atención en atesorar o en conservar lo ya atesorado. Fiados en su poder, se dejan llevar de la prodigalidad, sin considerar que, en no habiendo tesoros para las necesidades, es fuerza cargar con tributos a los súbditos con peligro de su fidelidad, y que cuanto mayor fuere la monarquía, tanto mayores son los gastos que se le ofrecen. Son Briareos los príncipes que, si reciben por cincuenta manos, gastan por ciento. No hay sustancia en los reinos más ricos para una mano pródiga. En una hora vacían las nubes los vapores que recibieron en muchos días. Los tesoros que por largos siglos había acaudalado la Naturaleza en los secretos erarios de los montes no bastaron a la imprudente prodigalidad de los emperadores romanos.

Esto suele suceder a los sucesores que hallaron ya juntos los tesoros, porque vanamente consumen lo que no les costó trabajo, rompen luego las presas de los erarios e inundan con delicias sus Estados. En menos de tres años desperdició Calígula sesenta y seis millones de oro, aunque entonces valía un escudo lo que ahora diez. Es loco el poder, y ha menester que le corrija la prudencia económica, porque sin ella caen luego los imperios. El romano fue declinando desde que por las prodigalidades y excesivos gastos de los emperadores se consumieron sus tesoros. El mundo se gobierna con las armas y riquezas. Esto significa esta Empresa en la espada y el ramo de oro que sobre el orbe de la tierra levanta un brazo, mostrando que con el uno y el otro se gobierna, aludiendo a la fábula de Eneas en Virgilio, que pudo con ambos penetrar al infierno y rendir sus monstruos y furias. No hiere la espada que no tiene los filos de oro, ni basta el valor sin la prudencia económica, ni las armerías sin los erarios. Y así, no debe el príncipe resolverse a la guerra sin haber reconocido primero si puede sustentarla. Por esto parece conveniente que el presidente de Hacienda sea también consejero de Estado, para que refiera en el Consejo cómo están las rentas reales y qué medios hay para las armas. Muy circunspecto ha de ser el poder y muy considerado en mirar lo que emprende. Lo que hace la vista en la frente hace en el ánimo la prudencia económica. Si ésta falta en las repúblicas y reinos, serán ciegos. Y como Polifemo, roto aquel luminar de su frente por la astucia de Ulises, arrojaba vanamente peñascos para vengarse, arrojarán inútilmente sus riquezas y tesoros. Hartos hemos visto en nuestros tiempos consumidos sin provecho en diversiones por temores imaginados, en ejércitos levantados en vano, en guerras que las pudiera haber excusado la negociación o la disimulación, en asistencias de dinero mal logradas, y en otros gastos, con que, creyendo los príncipes quedar más fuertes, han quedado más flacos. Las ostentaciones y amenazas del oro arrojado sin tiempo y sin prudencia, en sí mismas se deshacen, y las segundas son menores que las primeras, yéndose enflaqueciendo unas con otras. Las fuerzas se recobran fácilmente. Las riquezas no vuelven a la mano. De ellas no se ha de usar sino en las ocasiones forzosas e inexcusables. A los primeros monstruos que se le opusieron a Eneas no sacó el ramo de oro, sino la espada.


Corripit hic subita trepidus formidine ferrum
Æneas, strictamque aciem venientibus offert.


Virgilio                


Pero después, cuando vio que no bastaba la fuerza de los ruegos ni la negociación a mover a Aqueronte para que le pasase de la otra parte del río, se valió del ramo de oro (guardado y oculto hasta entonces), y le obligó con el don, aplacando sus iras.


Si te nulla movet tantae pietatis imago,
At ramum hunc (aperit ramum, qui veste latebat)
Agnoscas. Tumida ex ira tunc corda residunt;
Nec plura his, ille admirans venerabile donum
Fatalis virgae longo post tempore visum,
Caeruleam advertit puppim.


Virgilio                


Procuren, pues, los príncipes mantener siempre claros y perspicaces sobre sus cetros estos ojos de la prudencia, y no se desdeñen de la economía, pues de ella depende su conservación; y son padres de familias de sus vasallos. El magnánimo corazón de Augusto se reducía por el bien público (como decimos en otra parte) a escribir por su mano la entrada y salida de las rentas del imperio. Si en España hubiera sido menos pródiga la guerra y más económica la paz, se hubiera levantado con el dominio universal del mundo. Pero, con el descuido que engendra la grandeza, ha dejado pasar a las demás naciones las riquezas que la hubieran hecho invencible. De la inocencia de los indios las compramos por la permuta de cosas viles. Y después, no menos simples que ellos, nos las llevan los extranjeros, y nos dejan por ello el cobre y el plomo. Es el reino de Castilla el que con su valor y fuerzas levantó la monarquía. Triunfan los demás, y él padece, sin acertar a valerse de los grandes tesoros que entran en él. Así igualó las potencias la divina Providencia. A las grandes les dio fuerza, pero no industria. Y al contrarío, a las menores. Pero, porque no parezca que descubro y no curo las heridas, señalaré aquí brevemente sus Causas y sus remedios. No serán éstos de quintas esencias ni de arbitrios especulativos, que con admiración acredita la novedad y con daño reprueba la experiencia, sino aquellos que dicta la misma razón natural, y por comunes desprecia la ignorancia.

Son los frutos de la tierra la principal riqueza. No hay mina más rica en los reinos que la agricultura. Bien lo conocieron los egipcios, que remataban el cetro en una reja de arado, significando que en ella consistía su poder y grandeza. Más rinde el monte Vesubio en sus vertientes que el cerro de Potosí en sus entrañas, aunque son de plata. No acaso dio la Naturaleza en todas partes tan pródigamente los frutos, y celó en los profundos senos de la tierra la plata y el oro. Con advertencia hizo comunes aquéllos, y los puso sobre la tierra, porque habían de sustentar al mundo, y encerró estos metales para que costase trabajo el hallarlos y purificarlos, y no fuese dañosa a los hombres su abundancia si excediesen de lo que era menester para el comercio y trato por medio de las monedas, en lugar de la permuta de las cosas. Con los frutos de la tierra se sustentó España tan rica en los siglos pasados que, habiendo venido el rey Luis de Francia a la Corte de Toledo (en tiempo del rey don Alonso el Emperador), quedó admirado de su grandeza y lucimiento, y dijo no haber visto otra igual en Europa y Asia, aunque había corrido por sus provincias con ocasión del viaje a la Tierra Santa. Este esplendor conservaba entonces un rey de Castilla, trabajado con guerras internas, y ocupada de los africanos la mayor parte de sus reinos. Y, según cuentan algunos autores, para la guerra sagrada se juntaron en Castilla cien mil infantes de gente forastera, y diez mil caballos y sesenta mil carros de bagaje. Y a todos los soldados, oficiales y príncipes les daba el rey don Alonso el Tercero cada día sueldo según sus puestos y calidad. Estos gastos y provisiones, cuya verdad desacredita la experiencia presente, y los ejércitos del enemigo mucho más numerosos, pudo sustentar sola Castilla sin esperar riquezas extranjeras, expuestas al tiempo y a los enemigos, hasta que, derrotado un vizcaíno, le dejó la fortuna ver y demarcar aquel Nuevo Orbe, o no conocido o ya olvidado de los antiguos, para gloria de Colón, el cual, muerto aquel español primer descubridor, y llegando a sus manos las demarcaciones que había hecho, se resolvió a averiguar el descubrimiento de provincias tan remotas, no acaso retiradas de la Naturaleza con montes interpuestos de olas. Comunicó su pensamiento con algunos príncipes, para intentarle con sus asistencias. Pero ninguno dio crédito a tan gran novedad, en que, si hubiera sido en ellos advertencia, y no falta de fe, hubieran merecido el nombre de prudentes, que ganó la república de Cartago cuando, habiéndose presentado en su senado unos marineros que referían haber hallado una isla muy rica y deliciosa (que se cree era la Española), los mandó matar, juzgando que sería dañoso su descubrimiento a la república. Recurrió últimamente Colón a los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, cuyos generosos ánimos, capaces de muchos mundos, no se contentaban con uno solo. Y, habiéndole dado crédito y asistencias, se entregó a las inmensas olas del Océano, y después de largas navegaciones, en que no fue menos peligrosa la desconfianza de sus compañeros que los desconocidos piélagos del mar, volvió a España con las naves lastreadas de barras de plata y oro. Admiró el pueblo en las riberas de Guadalquivir aquellos preciosos partos de la tierra, sacados a luz por la fatiga de los indios y conducidos por nuestro atrevimiento e industria; pero todo lo alteró la posesión y abundancia de tantos bienes. Arrimó luego la agricultura el arado, y, vestida de seda, curó las manos endurecidas con el trabajo. La mercancía con espíritus nobles trocó los bancos por las sillas jinetas, y salió a ruar por las calles. Las artes se desdeñaron de los instrumentos mecánicos. Las monedas de plata y oro despreciaron el villano parentesco de la liga, y, no admitiendo el de otros metales, quedaron puras y nobles, y fueron apetecidas y buscadas por varios medios de las naciones. Las cosas se ensoberbecieron. Y, desestimada la plata y el oro, levantaron sus precios. A los reyes sucedió casi lo mismo que al emperador Nerón, cuando le engañó un africano diciendo que había hallado en su heredad un gran tesoro, que se creía haberle escondido la reina Dido, o porque la abundancia de las riquezas no estragase el valor de sus vasallos, o porque la codicia no le trajese a su reino la guerra. Lo cual creído del emperador, y suponiendo ya por cierto aquel tesoro, se gastaban las riquezas antiguas con vana esperanza de las nuevas, siendo el esperarlas causa de la necesidad pública. Con la misma esperanza nos persuadimos que ya no eran menester erarios fijos y que bastaban aquellos mobles e inciertos de las flotas, sin considerar que nuestro poder estaba pendiente del arbitrio de los vientos y de las olas, como dijo Tiberio que pendía la vida del pueblo romano, porque le venía el sustento de provincias ultramarinas: peligro que consideró Aleto para persuadir a Gofredo que desistiese de la guerra sagrada.


Da i venti dunque il viver tuo dipende?


Tasso                


Y como los hombres se prometen más de sus rentas de lo que ellos son, creció el fausto y aparato real, aumentáronse los gajes, los sueldos y los demás gastos de la Corona en confianza de aquellas riquezas advenedizas, las cuales, mal administradas y mal conservadas, no pudieron bastar a tantos gastos, y dieron ocasión al empeño, y éste a los cambios y usuras. Creció la necesidad, y obligó a costosos arbitrios. El más dañoso fue la alteración de las monedas, sin advertir que se deben conservar puras como la religión, y que los reyes don Alonso el Sabio, don Alonso Undécimo y don Enrique el Segundo, que las alteraron, pusieron en gran peligro el reino y sus personas, en cuyos daños debiéramos escarmentar. Pero cuando los males son fatales, no persuaden las experiencias ni los ejemplos. Sordo, pues, a tantos avisos el rey Felipe Tercero, dobló el valor de la moneda de vellón, hasta entonces proporcionado para las compras de las cosas menudas, y para igualar el valor de las monedas mayores. Reconocieron las naciones extranjeras la estimación que daba el cuño a aquella vil materia, y hicieron mercancía de ella trayendo labrado el cobre a las costas de España y sacando la plata y el oro y las demás mercancías, con que le hicieron más daño que si hubieran derramado en ella todas las serpientes y animales ponzoñosos de África. Y los españoles, que en un tiempo se reían de los godos porque usaban monedas de cobre y las querían introducir en España, fueron risa de las naciones. Embarazose el comercio con lo ponderoso y bajo de aquel metal. Alzáronse los precios y se retiraron las mercancías, como en tiempo del rey don Alonso el Sabio. Cesó la compra y la venta, y sin ellas menguaron las rentas reales y fue necesario buscar nuevos arbitrios de tributos e imposiciones. Con que volvió a consumirse la sustancia de Castilla, faltando el trato y comercio, y obligó a renovar los mismos inconvenientes, nacidos unos de otros. Los cuales hicieron un círculo perjudicial, amenazando mayor ruina, si con tiempo no se aplica el remedio bajando el valor de la moneda de vellón a su valor intrínseco. ¿Quién, pues, no se persuadiera que con el oro de aquel Mundo se había de conquistar luego éste? Y vemos que se hicieron antes mayores empresas con el valor solo que después con las riquezas, como lo notó Tácito del tiempo de Vitelio. Estos mismos daños del descubrimiento de las Indias experimentaron luego los demás reinos y provincias extranjeras por la fe de aquellas riquezas. Y al mismo paso que en Castilla subió en ellas el precio de las cosas y crecieron los gastos más de lo que sufrían las rentas propias, hallándose hoy con los mismos inconvenientes, pero tanto mayores cuanto están más lejos y es más incierto el remedio de la plata y oro que ha de venir de las Indias y les ha de comunicar España.

§ Estos son los males que han nacido del descubrimiento de las Indias. Y, conocidas sus causas, se conocen sus remedios. El primero es que no se desprecie la agricultura en fe de aquellas riquezas, pues las de la tierra son más naturales, más ciertas y más comunes a todos. Y así, es menester conceder privilegios a los labradores, y librarlos de los pesos de la guerra y de otros.

El segundo es que, pues las cosas se restituyen por medios opuestos a aquellos con que se destruyeron, y los gastos son mayores que la expectación de aquellos minerales, procure el príncipe, como prudente padre de familias, y como aconsejaron los senadores a Nerón, que las rentas públicas antes excedan que falten a los gastos, moderando los superfluos, a imitación del emperador Antonino Pío, el cual quitó los sueldos y gajes inútiles del Imperio, como también los reformó el emperador Alejandro Severo, diciendo que era tirano el príncipe que los sustentaba con las entrañas de sus provincias. Lloren pocos tales reformaciones, y no el reino. Si dotó el desorden y falta de providencia los puestos, los oficios y los cargos de la paz y de la guerra, si los introdujo la vanidad a título de grandeza, ¿por qué no los ha de corregir la prudencia? Y como cuanto son mayores las monarquías tanto son mayores sus desórdenes, así también lo serán los efectos de este remedio. Ningún tributo ni renta mayor que excusar gastos. El curso del oro que pasó no vuelve. Con las presas crece el caudal de los ríos. El detener el dinero es fijar el azogue, y la más segura y rica piedra filosofal. De donde tengo por cierto que si, bien informado un rey por los ministros de mar y tierra de los gastos que se pueden excusar, se determinase a moderarlos, quedarían tan francas sus rentas, que bastarían al desempeño, al alivio de los tributos y a acumular grandes tesoros, como lo hizo el rey Enrique el Terceto. El cual, hallando muy empeñado el patrimonio real, trató en Cortes generales de su remedio, y el que se tomó fue el mismo que proponemos, abajando los sueldos, las pensiones y acostamientos, según se daban en tiempo de los reyes pasados. En que también se había de corregir el número de tantos tesoreros, contadores y receptores, los cuales (como decimos en otra parte) son arenales de Libia, donde se secan y consumen los arroyos de las rentas reales que pasan por ellos. El Gran Turco, aunque tiene tantas cobranzas, se vale de sólo dos tesoreros para ellas: uno en Asia y otro en Europa. El rey Enrique Cuarto de Francia (no menos económico que valiente) reconoció este daño, y redujo a número competente los ministros de la Hacienda real.

El tercer remedio es que, pues, la importunidad de los pretendientes a quien se rinde la generosidad de los príncipes saca de ellos privilegios, exenciones y mercedes perjudiciales a la Hacienda real, se revoquen cuando concurren las causas que movieron a los Reyes Católicos a revocar las del rey don Enrique el Cuarto en una ley de la Recopilación; porque como dijeron en otra ley, «no conviene a los reyes usar de tanta largueza, que sea convertida en destruición, porque la franqueza debe ser usada con ordenada intención, no menguando la Corona real ni la real dignidad». Y, si o la necesidad o la poca advertencia del príncipe no reparó en ella, se debe remediar después. Por esto, hecha la renunciación de la Corona del rey don Ramiro de Aragón, se anularon todas las donaciones que habían dejado sin fuerzas el reino. Lo mismo hicieron el rey don Enrique el Segundo, llamado el Liberal, y la reina doña Isabel. El rey don Juan el Segundo revocó los privilegios de los excusados dados por él y por sus antecesores. A los príncipes sucede lo que escribió Jeremías de los ídolos de Babilonia, que de sus coronas tomaban sus ministros el oro y la plata para sus usos propios. Esto reconocido por el rey don Enrique el Tercero, se halló obligado a prender a los más poderosos de sus reinos, y a quitarles lo que habían usurpado a la Corona, con lo cual y con la buena administración de la Hacienda real juntó grandes tesoros en el alcázar de Madrid.

El último remedio (que debiera ser el primero) es el excusar los príncipes en su persona y familia los gastos superfluos, para que también los excusen sus Estados, cuya reformación (como dijo el rey Teodado) ha de comenzar dél para que tenga efecto. El santo rey Luis de Francia amonestó a su hijo Felipe que moderase aquellos gastos que no fuesen muy conformes a la razón. El daño está en que los príncipes juzgan por grandeza de ánimo el no tener cuenta de ellos y por liberalidad el desperdicio, sin considerar que en faltándoles la substancia serán despreciados, y que la verdadera grandeza no está en lo que se gasta en las despensas o en las fiestas públicas y en la ostentación, sino en tener bien presidiadas las fortalezas y mantenidos los ejércitos. El emperador Carlos Quinto moderó en las Cortes de Valladolid los oficios y sueldos de su palacio. La magnanimidad de ánimo de los príncipes consiste en ser liberales con otros y moderados consigo mismos. Por esto el rey de España y Francia, Sisnando (así se intituló en el Concilio cuarto de Toledo), dijo que los reyes deben ser más escasos que gastadores. Bien reconozco la dificultad de tales remedios. Pero, como dijo Petrarca en el mismo caso, satisfago a mi obligación, pues aunque no se haya de ejecutar lo que conviene, se debe representar para cumplir con el instituto de este libro.

§ No me atrevo a entrar en los remedios de las monedas, porque son niñas de los ojos de la república, que se ofenden si las toca la mano, y es mejor dejarlas así que alterar su antiguo uso. Ningún juicio puede prevenir los inconvenientes que nacen de cualquier novedad en ellas, hasta que la misma experiencia los muestra; porque, como son regla y medida de los contratos, en desconcertándose, padecen todos, y queda perturbado el comercio y como fuera de sí la república. Por esto fue tan prudente el juramento que instituyó el reino de Aragón, después de la renunciación de la Corona del rey don Pedro el Segundo, obligando a los reyes a jurar, antes de tomar la Corona, que no alterarían el curso ni el cuerpo de las monedas. Ésta es obligación del príncipe, como lo escribió el papa Inocencio Tercero al mismo rey don Pedro, estando alborotado aquel reino sobre ello. Y la razón es, porque el príncipe está sujeto al Derecho de las gentes, y debe, como fiador de la fe pública, cuidar de que no se altere la naturaleza de las monedas, la cual consiste en la materia, forma y cantidad, y no puede estar bien ordenado el reino en quien falta la pureza de ellas. Pero, por no dejar sin tocar esta materia tan importante a la república, diré dos cosas solamente. La primera, que entonces estará bien concertada y libre de inconvenientes la moneda, cuando al valor intrínseco se le añadiese solamente el coste del cuño, y cuando la liga en la plata y oro correspondiere a la que echan los demás príncipes, pues con esto no la sacarán fuera del reino. La segunda, que se labren monedas del mismo peso y valor que las de otros príncipes, permitiendo que corran también las extranjeras, pues no es contra el mero imperio del príncipe el servirse en sus Estados de los cuños y armas ajenas, que solamente testifican el peso y valor de aquel metal. Esto parece más conveniente en las monarquías que tienen trato e intereses con diversas naciones.




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No divida entre sus hijos los Estados. Dum scinditur, frangor


No sufre compañeros el imperio ni se puede dividir la majestad, porque es impracticable que cada uno de ellos mande y obedezca a un mismo tiempo, no pudiéndose constituir una separada distinción de potestad y de casos, ni que la ambición dure en una misma balanza, sin que pretenda éste superioridad sobre aquél, y sin que los descomponga la envidia o los celos


Nulla fides regni sociis, omnisque potestas
Impatiens consortis erit.


Lucano                


Imposible parece que no se encuentren las órdenes y los dictámenes de dos gobernadores. Moisés y Aarón eran hermanos; y, habiendo Dios dado a éste por compañero de aquél, fue menester que asistiese en los labios de ambos y que ordenase a cada uno lo que había de hacer, para que no discordasen. Uno es el cuerpo de la república, y una ha de ser el alma que la gobierna. Aun despojado un rey, no cabe con otro en el reino. Esta excusa dio el rey de Portugal para no admitir en el suyo al rey don Pedro, que iba huyendo de su hermano don Enrique. Bien fue menester la fuerza del matrimonio, que une los cuerpos y las voluntades, y la gran prudencia del rey don Fernando y de la reina doña Isabel, su mujer, para que no naciesen inconvenientes de gobernar ambos los reinos de Castilla. Difícilmente se hallan en un trono el poder y la concordia. Y si bien se alaba la unión entre Diocleciano y Maximiano, los cuales gobernaban el imperio, no fue sin inconvenientes y disgustos. Por eso los cónsules en la república romana mandaban alternativamente.

Pero si la necesidad obligare a más de una cabeza, es mejor que sean tres, porque la autoridad del uno compondrá la ambición de los dos. No puede consistir la parcialidad donde no puede haber igualdad. Y así duró algún tiempo el triunvirato de César, Craso y Pompeyo, y el de Antonio, Lépido y Augusto. Por ser tres los que asistieron al rey don Enrique el Tercero, fue más bien gobernado el reino en su minoridad. Teniendo consideración a esta razón, ordenó el rey don Alonso el Sabio, que en la edad pupilar de los reyes gobernase uno, o tres, o cinco, o siete. Por no haberse hecho así en la del rey don Alonso Undécimo, padeció grandes inquietudes Castilla, gobernada por los infantes don Juan y don Pedro, y fue menester que el Consejo Real tomase el gobierno supremo; aunque siempre será violento el imperio que no se redujere a unidad, y quedará dividido en partes, como sucedió a la monarquía de Alejandro, la cual, si bien comprendía casi todo el mundo, duró poco; porque, después de muerto, sucedieron en ella muchos príncipes y reyes. La que levantaron en España los africanos se conservara más tiempo, si no se hubiera dividido en muchos reinos. Esta Empresa lo representa en el árbol coronado, que significa el reino, de quien, si tiraren dos manos, aunque sean animadas de una misma sangre, le desgajarán, y quedará rota e inútil la Corona, porque la ambición humana suele tal vez desconocer los vínculos de la Naturaleza. Divididos los Estados entre los hijos, no se mantiene unida la Corona, aunque más los amenace el peligro. Cada uno tira por su parte, y procura encerrar entero en su puño el cetro como le tuvo su padre. Así sucedió al rey don Sancho el Mayor. Había la Providencia divina ceñido sus sienes con casi todas las Coronas de España, para que, unidas las fuerzas, pudiesen deshacer el dominio africano y sacudir de su cerviz aquel tirano yugo. Y él, con más afecto paterno que prudencia política, repartió los reinos entre sus hijos, creyendo que así colocadas las fuerzas, se mantendrían más poderosas, obligadas de la necesidad de la concordia contra el común enemigo. Pero cada uno de los hermanos se quiso tratar como rey, y, dividida entre tantos la majestad, quedó sin esplendor y fuerzas. Y, como los disgustos y emulaciones domésticas se ceban más en el corazón que las de afuera, se levantaron luego entre ellos sangrientas guerras civiles, procurando cada uno (con grave daño público) echar al otro de su reino. Pudiera este error, reconocido de la experiencia, ser escarmiento en los tiempos futuros a los demás reyes. Pero en él volvieron a caer el rey don Fernando el Grande, don Alonso el Emperador y el rey de Aragón don Jaime el Primero, haciendo otras divisiones semejantes de los reinos entre sus hijos. O es fuerza del amor propio, o condición humana, amiga de novedades, que levanta las opiniones caídas y olvidadas, y juzga por acertado lo que hicieron los antepasados, si ya no es que buscamos sus ejemplos para disculpa de lo que deseamos hacer. Más advertido fue el rey don Jaime de Aragón el Segundo, que ordenó anduviesen siempre juntos aquel reino, el de Valencia y el principado de Cataluña.

§ No se escusan estos errores con la ley de las Doce Tablas y con el derecho común, que reparten entre los hermanos la herencia del padre, ni con la razón natural, que parece hace comunes los bienes de quien dio común ser a los hijos; porque el rey es persona pública, y ha de obrar como tal, y no como padre. Más debe mirar por el bien de sus vasallos que por el de sus hijos, y ninguna cosa tan dañosa al reino como dividirle. Es también el reino un bien público, y así, se considera como ajeno. Y no tiene el rey tan libre disposición en él como en sus bienes los particulares, principalmente habiendo adquirido los vasallos (después de reducidos a una cabeza) un cierto derecho que mira a su conservación y seguridad y también a su lustre y grandeza, para que no se desuna aquel cuerpo de Estado que los mantiene estimados y seguros. Y, como este derecho es universal, vence al particular, y también al amor y afecto paterno, y a la consideración de dejar en paz a los hijos con la división del reino; fuera de que con ella no se alcanza, antes se da poder y fuerzas a cada uno para que batallen entre sí sobre el repartimiento, no pudiendo ser tan igual que satisfaga a todos. Más quietos viven los hermanos cuando depende su sustento del que reina, y entonces es fácil acomodarlos con alguna renta que baste a sustentar el esplendor de su sangre, como hizo Josafat. Con lo cual no será menester valerse del bárbaro estilo de la casa otomana, ni de la impía política que no tiene por seguro el edificio de la dominación, si con la sangre de los pretendientes no se riegan sus cimientos, y es la cal que afirma sus piedras.

Por las razones dichas, casi todas las naciones prefirieron la sucesión a la elección, reconociendo cuán sujeto está el interregno a las divisiones, y que con menor peligro se reciben que se eligen los príncipes.

Habiendo, pues, de suceder uno en la Corona, fue muy conforme a la Naturaleza seguir su orden, prefiriendo a los demás hermanos al que primero había favorecido con el ser y con la luz, y que ni la minoridad ni otros defectos naturales le quitasen el derecho ya adquirido, considerando mayores inconvenientes en que pasase a otro. De que nos dan muchos ejemplos las Sagradas Letras.

La misma causa y el mismo derecho concurren en las hembras para ser admitidas a la Corona a falta de varones, porque la competencia sobre el derecho no la divida, constando ordinariamente de Estados que pertenecen a diversos sujetos cuando falta la descendencia. Y, aunque la ley sálica, con pretexto de la honestidad y de la fragilidad del sexo (si ya no fue envidia y ambición de los hombres), consideró (a pesar de ilustres ejemplos que califican el consejo y valor de las hembras) muchos inconvenientes para excluirlas del reino, ninguno pesa más que éste. Antes, se ofrecen conveniencias muy graves para admitirlas al cetro, porque se quita la competencia, y de ella las guerras civiles sobre la sucesión. Y, casando la hija que sucede con grandes príncipes, se acrecen a la Corona grandes Estados, como sucedió a la de Castilla y a la casa de Austria. Solamente podría considerarse esto por inconveniente en principados pequeños, porque, casando las hembras con reyes, no se pierda la familia y se confunda el Estado.




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Todo lo vence el trabajo. Labor omnia vincit


¿Qué no vence el trabajo? Doma el acero, ablanda el bronce, reduce a sutiles hojas el oro y labra la constancia de un diamante. Lo frágil de una cuerda rompe con la continuación los mármoles de los brocales de los pozos; consideración con que San Isidoro venció, entregado al estudio, la torpeza de su ingenio. ¿Qué reparo previno la defensa, que no le expugne el tesón? Los muros más doblados y fuertes los derribó la obstinada porfía de una viga herrada, llamada ariete de los antiguos, porque su punta formaba la cabeza de un carnero. Armada de rayos una fortaleza, ceñida de murallas y baluartes, de fosos y contrafosos, se rinde a la fatiga de la pala y del azadón. Al ánimo constante ninguna dificultad embaraza. El templo de la gloria no está en valle ameno ni en vega deliciosa, sino en la cumbre de un monte, adonde se sube por ásperos senderos, entre abrojos y espinas. No produce palmas el terreno blando y flojo. Los templos dedicados a Minerva, a Marte y a Hércules (dioses gloriosos por su virtud) no eran de labor coríntica, que consta de follajes y florones deliciosos, como los dedicados a Venus y a Flora, sino de orden dórico, tosco y rudo, sin apacibilidad a la vista. Todas sus cornisas y frisos mostraban que los levantó el trabajo, y no el regalo y ocio. No llegó a ser constelación la nave Argos estando varada en los arsenales, sino oponiéndose al viento y a las olas y venciendo dificultades y peligros. No multiplicó Coronas en sus sienes el príncipe que se entregó al ocio y a las delicias. En todos los hombres es necesario el trabajo, en el príncipe más; porque cada uno nació para sí mismo, el príncipe para todos. No es oficio de descanso el reinar. Afeaban al rey don Alonso de Aragón y Nápoles el trabajo en los reyes, y respondió: «¿Por ventura dio la Naturaleza las manos a los reyes para que estuviesen ociosas?» Habría aquel entendido rey considerado la fábrica de ellas, su trabazón, su facilidad en abrirse, su fuerza en cerrarse, y su unión en obrar cuanto ofrece la idea del entendimiento, siendo instrumento de todas las artes. Y así, infirió que tal artificio y disposición no fue acaso ni para la ociosidad, sino para la industria y trabajo. Al rey que tuviere siempre ociosas y abiertas las manos, fácilmente se le caerá de ellas el cetro, y se levantarán con él los que tuviere cerca de sí, como sucedió al rey don Juan el Segundo, tan entregado a los regalos y a los ocios de la poesía y de la música, que no podía sufrir el peso de los negocios, y por desembarazarse de ellos o los resolvía luego inconsideradamente, o los dejaba al arbitrio de sus criados, estimando en más aquel ocio torpe que el trabajo glorioso de reinar, sin que bastase el ejemplo de sus heroicos antepasados. Así la virtud y el valor ardiente de ellos se cubren de ceniza en sus descendientes con el regalo y delicias del imperio, y se pierde la raza de los grandes príncipes, como sucede a la de los caballos generosos, llevados de tierras enjutas y secas a las palúdicas y demasiadamente abundantes de pastos. Esta consideración movió al rey don Fadrique de Nápoles a escribir en los últimos días de su vida al duque de Calabria, su hijo, que se ocupase en ejercicios militares y de caballería, sin dejarse envilecer con los deleites ni vencer de las dificultades y trabajos. Es la ocupación áncora del ánimo. Sin ella, corre agitado de las olas de sus afectos y pasiones y da en los escollos de los vicios. Por castigo le dio Dios al hombre el trabajo, y juntamente quiso que fuese el medio de su descanso y prosperidad. Ni el ocio ni el descuido, sino solamente el trabajo, abrió las zanjas y cimientos y levantó aquellos hermosos y fuertes edificios de las monarquías de los medos, asirios, griegos y romanos. Él fue quien mantuvo por largo tiempo sus grandezas, y el que conserva en las repúblicas la felicidad política. La cual, como consta del remedio que cada uno halla a su necesidad en las obras de muchos, si éstas no se continuasen con el trabajo, cesarían las comodidades que obligaron al hombre a la compañía de los demás y al orden de república, instituido por este fin. Para enseñanza de los pueblos propone la divina Sabiduría el ejemplo de las hormigas, cuyo vulgo solícito abre con gran providencia senderos, por los cuales, cargado de trigo, llena en verano sus graneros para sustentarse en invierno. Aprendan los príncipes de tan pequeño y sabio animalejo a abastecer con tiempo las plazas y fortalezas, y a prevenir en invierno las armas con que se ha de campear en verano. No vive menos ocupada la república de las abejas. Fuera y dentro de sus celdas se ocupan siempre sus ciudadanos en aquel dulce labor. La diligencia de cada una es la abundancia de todas. Y, si el trabajo de ellas basta a enriquecer de cera y miel los reinos del mundo, ¿qué hará el de los hombres en una provincia, si todos atendiesen a él? Por esto, si bien la China es tan poblada que tiene setenta millones de habitadores, viven felizmente con mucha abundancia de lo necesario, porque todos se ocupan en las artes. Y, porque en España no se hace lo mismo, se padecen tantas necesidades, no porque la fertilidad de la tierra deje de ser grande, pues en los campos de Murcia y Cartagena rinde el trigo ciento por uno, y pudo por muchos siglos sustentar en ella la guerra; sino porque falta la cultura de los campos, el ejercicio de las artes mecánicas, el trato y comercio, a que no se aplica esta nación, cuyo espíritu altivo y glorioso y aspira a los grados de nobleza, aun en la gente plebeya, no se quieta con el estado que le señaló la Naturaleza, desestimando aquellas ocupaciones que son opuestas a ella: desorden que también proviene de no estar, como en Alemania, más distintos y señalados los confines de la nobleza y la patria.

§ Cuanto es útil a las repúblicas el trabajo fructuoso y noble, tanto es dañoso el delicioso y superfluo; porque no menos se afeminan los ánimos que se ocupan en lo muelle y delicado que los que viven ociosos. Y así conviene que el príncipe cuide mucho de que las ocupaciones públicas sean en artes que convengan a la defensa y grandeza de sus reinos, no al lujo y lascivia. ¡Cuántas manos se deshacen vanamente para que brille un dedo! ¡Cuán pocas para que con el acero resplandezca el cuerpo! ¡Cuántas se ocupan en fabricar comodidades a la delicia y divertimientos a los ojos! ¡Cuán pocas en afondar fosos y levantar muros que defiendan las ciudades! ¡Cuántas en el ornato de los jardines, formando navíos, animales y aves de mirtos! ¡Cuán pocas en la cultura de los campos! De donde nace que los reinos abundan de lo que no han menester, y necesitan de lo que han menester.

§ Siendo, pues, tan conveniente el trabajo para la conservación de la república, procure el príncipe que se continúe, y no se impida por el demasiado número de los días destinados para los divertimientos públicos, o por la ligereza piadosa en votarlos las comunidades y ofrecerlos al culto, asistiendo el pueblo en ellos más a divertimientos profanos que a los ejercicios religiosos. Si los emplearan los labradores como San Isidro de Madrid, podríamos esperar que no se perdería el tiempo, y que entre tanto tomarían por ellos el arado los ángeles. Pero la experiencia muestra lo contrario. Ningún tributo mayor que una fiesta, en que cesan todas las artes, y, como dijo San Crisóstomo, no se alegran los mártires de ser honrados con el dinero que lloran los pobres. Y así, parece conveniente disponer de suerte los días feriados y los sacros, que ni se falte a la piedad ni a las artes. Cuidado fue éste del Concilio maguntino en tiempo del papa León Tercero, y lo será de los que ocupan la silla de San Pedro, como le tienen de todo, considerando si convendrá o no reducir las festividades a menor número, o mandar que se celebren algunas en los domingos más próximos a sus días.

§ Si bien casi todas las acciones tienen por fin el descanso, no sucede así en las del gobierno; porque ni basta a las repúblicas y príncipes haber trabajado. Necesaria es la continuación. Una hora de descuido en las fortalezas pierde la vigilancia y cuidado de muchos años. En pocos de ociosidad cayó el imperio romano, sustentado con la fatiga y valor por seis siglos. Ocho costó de trabajos la restauración de España, perdida en ocho meses de inadvertido descuido. Entre el adquirir y conservar no se ha de interponer el ocio. Hecha la cosecha y coronado de espigas el arado, vuelve otra vez el labrador a romper con él la tierra. No cesan, sino se renuevan, sus sudores. Si fiara de sus graneros y dejara incultos los campos, presto vería éstos vertidos de abrojos, y vacíos aquéllos. Pero hay esta diferencia entre el labrador y el príncipe: que aquél tiene tiempos señalados para el sementero y la cosecha; el príncipe no, porque todos los meses son en el gobierno setiembres para sembrar y agostos para coger.

§ No repose el príncipe en fe de lo que trabajaron sus antepasados, porque aquel movimiento ha menester quien lo continúe. Y, como las cosas impelidas declinan si alguna nueva fuerza no las sustenta, así caen los imperios cuando el sucesor no les arrima el hombro. Esta es la causa, como hechos dicho, de casi todas sus ruinas. Cuando una monarquía está instituida, ha de obrar como el cielo, cuyos orbes, desde que fueron criados, continúan su movimiento. Y, si cesasen, cesaría con ellos la generación y producción de las cosas. Corran siempre todos los ejercicios de la república, sin dar lugar a que los corrompa la ociosidad, como sucediera al mar si no le agitase el viento y le moviese el flujo y reflujo. Cuando descuidados los ciudadanos se entregan al regalo y delicias, sin poner las manos en el trabajo, son enemigos de sí mismos. Tal ociosidad maquina contra las leyes y contra el gobierno, y se ceba en los vicios. De donde emanan todos los males internos y externos de las repúblicas. Aquel ocio solamente es loable y conveniente que concede la paz y se ocupa en las artes, en los oficios públicos y en los ejercicios militares. De donde resulta en los ciudadanos una quietud serena y una felicidad sin temores, hija de esta ociosa ocupación.




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Interpuesto el reposo para renovar las fuerzas. Vires alit


Perdiera el acero su temple y la cuerda su fuerza si siempre el arco estuviese armado. Conveniente es el trabajo. Pero no se puede continuar, si no se interpone el reposo. No siempre el yugo oprime las cervices de los bueyes. En la alternación consiste la vida de las cosas. Del movimiento se pasa a la quietud, y de ésta se vuelve al movimiento. «Ca la cosa -como dijo el rey don Alonso- que alguna vegada non fuelga, non puede mucho durar». Aun los campos han menester descansar para rendir después mayores frutos. En el ocio se rehace la virtud y cobra fuerzas. Como la fuente (cuerpo de esta Empresa), detenido su curso,


Vires instillat alitque
Tempestiva quies. Major post otia virtus.



Por esto el día y la noche dividieron las horas entre las tareas y el reposo. Mientras vela la mitad del Globo de la tierra, duerme la otra. Aun de Júpiter fingieron los antiguos que substituía en los hombros de Atlante el peso de los orbes. Las más robustas fuerzas no bastan a sustentar las fatigas del imperio. Si el trabajo es continuo, derriba la salud y entorpece el ánimo. Si el ocio es con exceso, enflaquece al uno y al otro. Sea, pues, éste como el riego en las plantas, que las sustente, no que las ahogue, y como el sueño en los hombres, que templado conforta, demasiado debilita. Ningunos divertimientos mejores que aquellos en que se recrea y queda enseñado el ánimo, como en la conversación de hombres insignes en las letras o en las armas. El emperador Adriano los tenía a su mesa, de la cual dijo Filóstrato que era un museo de varones doctos. Lo mismo alabó en Trajano Plinio y refiere Lampridio de Alejandro Severo. El rey don Alonso de Nápoles se retiraba con ellos después de comer, a dar, como decía, su pasto al entendimiento. Y Tiberio, cuando salía de Roma, llevaba consigo a Nerva y a Ático, varones doctos, con cuya conversación se divirtiese. El rey Francisco el Primero de Francia aprendió tanto de esta comunicación erudita, que, aunque no había estudiado en su niñez, discurría con acierto en todas materias. Perdiose tan advertido estilo, y se introdujo la asistencia a las mesas de los príncipes de bufones, de locos y de hombres mal formados. Los errores de la Naturaleza y el desconcierto de los juicios son sus divertimientos. Se alegran de oír alabanzas disformes, que, cuando las escuse la modestia, como dichas de un loco, las aplaude el amor propio. Y, hechas las orejas a ellas, dan crédito después a las de los aduladores y lisonjeros. Sus gracias agradan a la voluntad, porque tocan en lo torpe y vicioso. Si sus despropósitos divierten, ¿cuánto más divertirían las sentencias bien ordenadas de hombres doctos, que no sean severos y pesados (en que suelen pecar), sino que sepan acomodarse al tiempo con graciosos y agudos chistes y motes? Si causa delectación el ver un cuerpo monstruoso, que a veces mueve el estómago, ¿cuánto mayor será oír los prodigiosos abortos de la Naturaleza, sus obras y sus secretos extraordinarios? De Anacarsis refiere Ateneo que, habiéndole traído a la mesa bufones que le divirtiesen estuvo muy severo, y solamente se rió de ver una mona, diciendo que aquel animal era gracioso por naturaleza, y el hombre por artificio y estudio poco honesto: grave compostura y digna de la majestad real. Espías públicas de los palacios son los bufones, y los que más estragan sus costumbres, y aun los que suelen maquinar contra las vidas y Estados de los príncipes. Por esto no los permitieron los emperadores Augusto y Alejandro Severo. Solamente suelen ser buenos por las verdades que tal vez dicen a los príncipes, arrebatados de su furor natural.

§ Algunos príncipes con la gloria y ambición de los negocios descansan de los mayores con los menores. Así los pelos del perro rabioso sanan de su misma mordedura. Pero, porque no todos los ánimos pueden tener esto por divertimiento, ni hay ocupación tan ligera en los negocios que no pida alguna atención bastante a cansar el ánimo, es menester por algún espacio tenerle ociosamente divertido y fuera del gobierno. Algún alivio o juego se ha de interponer entre los negocios, para que ni éstos ahoguen el corazón ni el ocio le consuma, siendo como la muela del molino, que no teniendo que moler se gasta a sí misma. El papa Inocencio Octavo dejaba el timón de la nave de la Iglesia, y se divertía con injerir árboles. En estas treguas del reposo conviene tener consideración a la edad y al tiempo, y que en ellos no ofenda la alegría a la severidad, la sencillez a la gravedad ni el agrado a la majestad. Porque algunos entretenimientos envilecen el ánimo y causan descrédito al príncipe, como al rey Artajerjes el hilar; a Vianto, rey de los lidios, el pescar ranas; a Augusto el divertirse jugando con los niños a pares y nones; a Domiciano el clavar las moscas con una saeta; a Solimán el labrar agujas, y a Selín el matizar. Cuando los años del príncipe son pocos, ningunos divertimientos mejores que los que acrecientan el brío y afirman las fuerzas, como las armas, la jineta, la danza, la pelota y la caza. También aquellas artes nobles de la pintura y música, que propusimos en la educación del príncipe, son muy a propósito para restituir los espíritus perdidos en la atención de los negocios, como no se gaste en ellas el tiempo que piden los cuidados públicos, y sea con las advertencias que señala el rey don Alonso en una ley de las Partidas: «E maguer que cada una déstas fuese fallada para bien, con todo eso no debe ome dellas usar, sino en el tiempo que conviene, e de manera que aya pro, e non daño; e más conviene esto a los reyes que a los otros omes, ca ellos deben fazer las cosas muy ordenadamente e con razón». El rey don Fernando el Católico era tan aprovechado en los divertimientos, que en ellos no perdía de vista los negocios; porque cuando salía a caza tenía los oídos atentos a los despachos que le leía un secretario, y los ojos al vuelo de las garzas. En el mayor entretenimiento no negaba las audiencias el rey don Manuel de Portugal. El reposo del príncipe ha de ser sobre los mismos negocios, como lo tiene sobre las olas el delfín, reclinada la espalda en lo más alto de ellas, sin retirarse a lo blando de la ribera. No ha de ser el suyo ocio, sino descanso.

§ No es menos conveniente divertir alguna vez con fiestas públicas al pueblo, para que descanse y vuelva con mayores fuerzas a renovar los trabajos, en los cuales cebe sus pensamientos; porque cuando está triste y melancólico los convierte contra su príncipe y contra los magistrados, y cuando le conceden sus divertimientos ofrece el cuello a cualquier peso, y, degenerando de su valor y bríos, vive obediente. Por esto Creso aconsejó al rey Ciro que, para tener sujetos a los lidios, les concediese la música, el baile y los banquetes. Y así no es menor cadena de su servidumbre ésta, que la ocupación de los adobes para las pirámides de Egipto, en que Faraón traía divertido al pueblo hebreo para asegurarse dél. Con esta intención concedía Agrícola los divertimientos al pueblo de Bretaña, y, desconocidas estas artes, lo atribuían a humanidad. Advertidos de esto los embajadores de los tencteres enviados a la ciudad de Agripina, propusieron el conservar los institutos y costumbres de sus mayores, dejando las delicias con que los romanos, más que con las armas, tenían sujetas las naciones. Y no repare el príncipe en los delitos que se cometen en tales juntas porque ninguna sin ellos, aun cuando se congrega el pueblo para cosas sagradas y religiosas.

§ Las repúblicas, advertidas en esta política, más que los príncipes, permiten a cada uno que viva a su modo, disimulando los vicios para que el pueblo desconozca la tiranía del magistrado y ame aquel modo de gobierno; porque tiene por libertad la licencia, y le es más grata la vida disoluta que la compuesta. Pero no es segura razón de Estado, porque, en perdiendo el pueblo el respeto a la virtud y a la ley, le pierde al magistrado, y casi todos los males internos de las repúblicas nacen del vicio, y para tener alegre y satisfecho al pueblo basta concederle algunos divertimientos honestos. El vivir como conviene a la república no es servidumbre, sino libertad. Pero, porque todas las cosas se han de encaminar al mayor beneficio de la república, conviene reducir los divertimientos a juegos en que se ejerciten las fuerzas, prohibiendo los de fortuna, dañosos a los que mandan y a los que obedecen. A aquéllos, porque se divierten demasiadamente en ellos y aborrecen los negocios, y a éstos, porque se empobrecen, y, obligados de la necesidad, dan en robos y sediciones.






ArribaAbajoCómo se ha de haber el príncipe en los males internos y externos de sus estados


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Las sediciones se vencen con la celeridad y con la división. Compressa quiescunt


Ocultas son las enfermedades de las repúblicas. No hay juzgarlas por su buena disposición, porque lasque parecen más robustas suelen enfermar y morir de repente, descubierta su enfermedad cuando menos se pensaba; bien así como los vapores de la tierra, los cuales no se ven hasta que de ellos están formadas las nubes. Por esto conviene mucho la atención del príncipe para curarlas en sus principios, no despreciando las causas por ligeras o remotas, ni los avisos, aunque más parezcan opuestos a la razón. ¿Quién podrá asegurarse de lo que tiene en su pecho la multitud? Cualquier accidente le conmueve, y cualquier sombra de servidumbre o mal gobierno le induce a tomar las armas y maquinar contra su príncipe. Nacen las sediciones de causas pequeñas y después se contiende por las mayores. Si se permiten los principios, no se pueden remediar los fines. Crecen los tumultos como los ríos. Primero son pequeños manantiales, después caudalosas corrientes. Por no mostrar flaqueza los suele dejar correr la imprudencia, y a poco trecho no los puede resistir la fuerza. Al empezar, o cobran miedo o atrevimiento. Estas consideraciones tuvieron suspenso a Tiberio cuando un esclavo se fingió Agripa, y empezó a solevar el imperio, dudando si le castigaría o dejaría que aquella ligera credulidad se desvaneciese con el mismo tiempo. Ya le parecía que nada se había de despreciar, ya que no todo se había de temer, y estaba suspenso entre la vergüenza y el miedo. Pero, al fin, se resolvió al remedio. Verdad es que algunas veces es tal el raudal de la multitud, que conviene aguardar a que en sí mismo se quiebre y resuelva, principalmente en las guerras civiles, cuyos principios rige el caso, y después los vence el consejo y la prudencia. La experiencia enseña muchos medios para sosegar las alteraciones y disensiones de los reinos. El caso también los ofrece, y la misma inclinación del tumulto los enseña, como sucedió a Druso cuando, viendo a las legiones arrepentidas de su motín, por haber tenido a mal agüero un eclipse de la luna que se ofreció entonces, se valió dél para quietarlas, como hizo en otra ocasión Hernán Cortés. No se desechen estos medios por leves, porque el pueblo con la misma ligereza que se alborota, se aquieta. Ni en lo uno ni en lo otro obra la razón. Un impulso ciego le arrebata y una sombra vana le detiene. Todo consiste en saber coger el tiempo a su furia. En ella sigue el vulgo los extremos: o teme o se hace temer. Quien quisiere enfrenarle con una premeditada oración perderá el tiempo. Una voz amorosa o una demostración severa le persuade mejor. Con una palabra sosegó un motín julio César, diciendo:


Discedite castris,
Tradite nostra viris ignavi signa Quirites.


Lucano                


§ El remedio de la división es muy eficaz para que se reduzca el pueblo, viendo desunidas sus fuerzas y sus cabezas. Así lo usamos con las abejas cuando se alborota y tumultúa aquel alado pueblo (que también esta república tiene sus males internos), y deja su ciudad fabricada de cera, y vuela amotinada en confusos enjambres, los cuales se deshacen y quietan arrojándoles polvos que los dividan.


Pulveris exigui iactu compressa quiescunt.


Virgilio, in Georg.                


De donde se tomó el mote y cuerpo de esta Empresa.

Aunque siempre es oportuna la división, es más prudencia preservar con ella el daño antes que suceda que curarle después. El rey don Fernando el Cuarto, conociendo la inquietud de algunos caballeros de Galicia, los llamó y empleó en cargos de la guerra. Los romanos sacaban los sediciosos y los dividían en colonias o en los ejércitos, Publio Emilio transfirió a Italia las cabezas principales, y Carlomagno los nobles de Sajonia. Rutilio y Germánico licenciaron algunos soldados sediciosos a título de jubilados. Druso reprimió un motín de las legiones, dividiendo las unas de las otras. Con la división se mantiene la fe de la milicia y la virtud militar, porque ni se mezclan las fuerzas ni los vicios. Por esto estaban en tiempo de Galba separados los ejércitos. De aquí nace el ser muy conveniente prohibir las juntas del pueblo. Por esto la ciudad del Cairo se repartió en barrios distintos con fosos muy altos, para que no se pudiesen juntar fácilmente sus ciudadanos, que es lo que tiene quieta a Venecia, separadas sus calles con el mar. La división tiene a muchos dudosos, y no saben cuál partido es más seguro. Si falta, corren todos a donde inclinan los demás. Esta razón movió a Pisandro a sembrar discordias en el pueblo de Atenas, para que estuviese desunido. En los tumultos militares, muchas veces es conveniente incitar a unos contra otros, porque un tumulto suele ser el remedio de otro tumulto. Al Senado de Roma se dio por consejo en un alboroto popular que quietase la plebe con la plebe, enflaquecidas sus fuerzas con la división de la discordia. A esto debió de mirar la ley de Solón que castigaba con pena de muerte al ciudadano que en las sediciones no tomase las armas en favor de una de las partes, aunque esto más era acrecentar que dividir las llamas, faltando quien sin pasión mediase y las apagase.

§ Es también eficaz remedio la presencia del príncipe, despreciando con valor la furia del pueblo, el cual, semejante al mar, que amenaza los montes y se quiebra en lo blando de la arena, se enternece o se cubre de temor cuando ve la apacible frente de su señor natural. La presencia de Augusto espantó las legiones accíacas. En el motín de las legiones de Germania voceaban los soldados cuando volvían los ojos a la multitud, y en volviéndolos a Germánico temblaban. Con el respeto se suspende la multitud y depone las armas. Así como la sangre acude luego a remediar las partes ofendidas, así el príncipe ha de procurar hallarse presente donde tumultuare su Estado. La majestad fácilmente se señorea de los ánimos del pueblo. Cierta fuerza secreta puso en ella la Naturaleza, que obra maravillosos efectos. Dentro del palacio del rey don Pedro el Cuarto de Aragón entraron los conjurados contra él, y, poniéndose delante de ellos, los sosegó. No hubieran pasado tan adelante las sediciones de los Países Bajos si luego se hubiera presentado en ellos el rey Felipe Segundo. Si bien se debe considerar mucho este remedio, y pesarle con la necesidad, porque es el último. Y, si no obra, no queda otro, que es lo que movió a Tiberio a quietar el motín de las legiones de Hungría y Alemania por medio de Druso y de Germánico. Es también peligrosa la presencia del príncipe cuando es aborrecido y tirano, porque fácilmente le pierden el respeto.

§ Si los reinos estuvieren divididos en bandos de encontradas familias, es prudente consejo prohibir tales apellidos. Así lo hizo (luego que fue coronado) el rey Francisco Efebo de Navarra, ordenando que ninguno se llamase beamontés, ni agramontés, linajes encontrados en aquel reino.

§ Si el pueblo tumultuare por culpa de algún ministro, no hay polvos que más le sosieguen que satisfacerle con su castigo. Pero si fuere la culpa del príncipe y, creyendo el pueblo que es del ministro, tomare las armas contra él, la necesidad obliga a dejarle correr con su engaño, cuando ni la razón ni la fuerza se le pueden oponer sin mayores daños de la república. Padecerá la inocencia, pero sin culpa del príncipe. En los grandes casos apenas hay remedio sin alguna injusticia, la cual se compensa con el beneficio común. Es la sedición un veneno que tira al corazón, y por salvar el cuerpo conviene tal vez dar a cortar el brazo, y dejarse llevar del raudal de la furia, aunque sea contra razón y justicia. Así lo hizo la reina doña Isabel cuando, amotinados los de Segovia, le pedían que quitase la tenencia del Alcázar a Andrés de Cabrera, su mayordomo, y, queriendo pasar a otras demandas, las interrumpió diciendo: «Lo que vosotros queréis, eso quiero yo. Id, quitad la persona del mayordomo y a todos los demás que me tienen ocupado este alcázar.» Con lo cual hizo mandato lo que era fuerza, teniéndolo a favor los amotinados, los cuales echaron de las torres a los que las guardaban. Con que se apaciguó el tumulto y, examinados después los cargos contra el mayordomo y visto que eran injustos, le mandó restituir la tenencia del alcázar. Cuando los sediciosos toman por su cuenta el castigo de los que son causa del alboroto, a ninguno perdonan, porque se persuaden que así quedan absueltos de su culpa, como sucedió en las legiones amotinadas de Germania. Y aunque el disimular y el sufrir hacen mayor la insolencia, y cuanto más se concede a los amotinados, más piden, como hicieron las tropas que Flaco enviaba a Roma, esto sucede cuando no es muy grande la autoridad del que ofrece, como no lo era la de Flaco, a quien despreciaba el ejército. Pero en el caso dicho de Germánico convino correr con los mismos remedios, aunque violentos, que hallaron los sediciosos, para quebrar su furor o excusar con buen pretexto el castigo. Bien conoció las injusticias y crueldades que se seguían cuando las legiones mataban confusamente a los culpados en el motín, y que a vuelta de ellos padecían los inocentes. Pero se halló obligado a consentirlo, porque aquél no fue mandato, sino accidente nacido del caso y del furor.

Es también excusada la culpa del ministro, o astuto el consejo si fue orden, cuando, llevado de la violencia popular, se deja hacer cabeza de la sedición, para reducirla en habiendo quebrado su furia. Con este intento Espurina consintió en un motín, viéndose obligado a él, y que así tendría más autoridad su parecer.

Con pretexto de libertad y conservación de privilegios suele el pueblo atreverse contra la autoridad de su príncipe, en que conviene no disimular tales desacatos, porque no críen bríos para otros mayores. Y, si se pudiese, se ha de disponer de suerte el castigo, que amanezcan quitadas las cabezas de los autores de la sedición y puestas en público antes que el pueblo lo entienda, porque ninguna cosa le amedrenta y sosiega más, no atreviéndose a pasar adelante en los desacatos cuando faltan los que le mueven y guían. Hallábase confuso el rey don Ramiro con los alborotos de Aragón. Consultó el remedio con el abad de Tomer, el cual, sin responderle, cortando (a imitación del Periander) con una hoz los pimpollos de las berzas del huerto donde estaba, le dejó advertido de lo que debía hacer. Y, habiéndolo ejecutado así en las cabezas de los más principales, sosegó el reino. Lo mismo aconsejó don Lope Barrientos al rey don Enrique el Cuarto. Pero es menester templar el rigor, ejecutándole en pocos, y disimular o componerse con los que no pueden ser castigados, y granjear las voluntades de todos, como lo hizo Otón en un motín de su ejército. Esta demostración de rigor lo sosiega todo; porque, en empezando a temer los malos, obedecen los buenos, como sucedió a Vócula cuando, alteradas las legiones, hizo castigar a un soldado solamente.

Pero también se debe advertir en que sea tan suave la forma, que no lo reciba el pueblo por afrenta común de la nación, porque se obstina más. No sintieron tanto los alemanes la servidumbre de los romanos ni las heridas y daños recibidos en la guerra, como el trofeo que levantó Germánico de los despojos de las provincias rebeladas. No se olvidó de este precepto el duque de Alba don Fernando cuando hizo levantar la estatua de las cabezas rebeldes. Ni dejaría de haber oído o leído que el emperador Vitelio libró de la muerte a Julio Civil, poderoso entre los holandeses, por no perder aquella nación. Pero juzgó por más conveniente la demostración rigurosa, de la cual no nació la sedición, sino de la mudanza de religión, aunque dio pretexto a las cabezas del tumulto para irritar la bondad de aquella gente y que faltase a su natural fidelidad.

§ Otras inobediencias hay que nacen de fineza y de una lealtad inconsiderada, y en éstas se deben usar medios benignos para reducir los vasallos. Así lo hizo el rey don Juan el Segundo de Aragón en el motín de Barcelona por la muerte del príncipe don Carlos, su hijo, escribiendo a aquella ciudad que no usaría de la fuerza si no fuese obligado de la necesidad, y que, si se reducían, los trataría como a hijos. Esta benignidad los redujo a su obediencia, dándoles un perdón general. Siempre se ha de ver en el príncipe una inclinación al perdón; porque, si falta la esperanza dél, se hace obstinado el delito. Por esto Valentino, cuando amotinó a los de Tréveris, hizo matar a los legados de Roma para empeñarlos en el delito. Pasa la pertinacia a sedición si desespera de la gracia, y quieren más los culpados morir a manos del peligro que del verdugo; razones que movieron a perdonar a los que seguían la parcialidad de Vitelio. De tal grandeza de ánimo es menester usar cuando peca la multitud, como lo hizo el rey don Fernando el Santo en las revueltas de Castilla. Y se consideró en las Cortes de Guadalajara, en tiempo del rey don Juan el Primero, perdonando a los que en la guerra contra Portugal habían seguido el partido de aquel reino. Verdad es que cuando el príncipe ha perdido la reputación y es despreciado, no aprovecha la benignidad. Antes, los mismos remedios que habían de curar los males los enconan más, porque, desacreditado el valor, no pueden mantener el rigor del castigo ni inducir temor y escarmiento en los sediciosos. Y así es menester correr al paso de los inconvenientes y sabiamente contraminar las artes y designios de los perturbadores, como lo hizo Vócula viendo que no tenía fuerza para reprimir las legiones amotinadas. Por esta razón el rey don Juan el Segundo dio libertad a los grandes que tenía presos.

§ No suelen ser menos dañosos los favores y mercedes para quietar los Estados, hechas por el príncipe que ha perdido la estimación; porque quien las recibe, o las atribuye a flaqueza, o procura mantenerlas con la revuelta de las cosas, y a veces busca otro rey que se las mantenga. Así lo hicieron los que se levantaron contra el rey don Enrique el Cuarto, sin dejarse obligar de sus beneficios, aunque fueron muchos.

§ En cualquier resolución que tomare el príncipe para apagar el fuego de las sediciones conviene muque se conozca que es motivo suyo, nacido de su valor, y no de la persuasión de otros, para que obre más; porque suele embravecerse el pueblo cuando piensa que es inducido el príncipe de los que tiene a su lado, y que le obligan a tales demostraciones

§ Concedido un perdón general, debe el príncipe mantenerle, no dándose después por entendido de las ofensas recibidas, porque obligaría a mayores conjuras, como sucedió al rey don Fernando de Nápoles por haber querido castigar algunos varones del reino, estando ya perdonados y debajo de la protección del rey don Fernando el Católico. Si bien después, cuando incurrieren en algún delito, se puede usar con ellos de todo el rigor de la ley, para tenerlos enfrenados y que no abusen de la benignidad recibida.

En estos y en los demás remedios de las sediciones es muy conveniente la celeridad, porque la multitud se anima y ensoberbece cuando no ve luego el castigo o la oposición. El empeño la hace más insolente, y con el tiempo se declaran los dudosos y peligran los confidentes. Por esto Artabano fue con gran diligencia a sosegar los alborotos de su reino. Como se levantan aprisa las sediciones, se han de remediar aprisa. Más es menester entonces el hecho que la consulta, antes que eche raíces la malicia y crezca con la tardanza y con la licencia. Hechos una vez los hombres a las muertes, a los robos y a los demás vicios que ofrece la sedición, se reducen difícilmente a la obediencia y quietud. Bien conoció esto el rey don Enrique cuando, muerto su hermano el rey don Pedro, se apoderó luego de las ciudades y fortalezas del reino, y lo quietó con la celeridad.

§ Siendo, pues, las sediciones y guerras civiles una enfermedad que consume la vida de la república, dejando destruido al príncipe con los daños que recibe y con las mercedes que hace, obligado de la necesidad, es prudente consejo componerlas a cualquier precio. Lo cual obligó al rey don Fernando el Católico a acordarse con el rey don Alonso de Portugal en las pretensiones del reino de Castilla. En semejantes perturbaciones el más ínfimo y el más ruin suele ser el más poderoso. Los príncipes están sujetos a los que gobiernan las armas, y sus Estados a la milicia, la cual puede más que sus cabos.