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Presentación de Mario Vargas Llosa en los Cursos de Verano de Jaca (9 de julio, 1995)

Fernando Lázaro Carreter


De la Real Academia Española



Esto anunciado como presentación del conferenciante, que, honrándome, me ha confiado la Universidad de Zaragoza, y muy en particular mi querido amigo don Juan Antonio Frago, Director de los Cursos de Verano en Jaca, es un rito que poco tiene que ver con su nombre. Pues presentar, dice el Diccionario, consiste en «dar a conocer al público a una persona o cosa». De donde se deduce que, si esto fuera una verdadera presentación, ustedes, los asistentes al acto inaugural, no deberían conocer al conferenciante, y yo tendría que decirles: «Señoras y señores, distinguidos paisanos, este caballero que va a hablarles se llama Mario Vargas Llosa, nació peruano, sigue siéndolo, pero es también español, y goza de fama mundial por sus escrituras, sobre todo por sus novelas».

Ocurre, sin embargo, que si están ustedes aquí es porque conocen muy bien a Mario Vargas Llosa. De tal manera que, puesto yo a presentar, es a él a quien tendría que decir: «Querido Mario, tengo el gusto de presentarte a varios centenares de paisanos míos -ya que no puedo hacerlo uno por uno-, que te admiran y han querido escuchar tu viva voz».

Lo que yo celebro ahora es un breve rito introductorio, llamado impropiamente presentación, que se ejecuta para congregar la atención de los asistentes, un tanto dispersa tal vez por la curiosidad del momento, y focalizarla en la persona del orador, recordándoles algo de lo que saben acerca de él; Mario Vargas en este caso.

Por ejemplo, que tiene cincuenta y nueve años, y que, desde hace más de cuarenta, se dedica a inventar mundos y a poblarlos con gentes imaginadas aunque no imaginarias de su continente natal, del Perú sobre todo, para complicarlas en cosas de quimera que tal vez fueron verdaderas, pero que, habiéndoles sustraído la verdad originaria, aparecen ante nosotros imbuidas de otra más duradera y valiosa: la verdad literaria. Actividad a la que hemos correspondido miles y miles de entusiastas jugadores, trabados con él en ese juego de las mentiras -él lo ha llamado así-, en que consiste la acción de leer. Juego irrenunciable para quienes tenemos la dicha de haberlo aprendido, porque permite vivir doblemente: con nuestra vida propia, amena o trivial, satisfactoria o deficiente, pero forzosamente limitada, y con esa otra en que, novela en mano, ingresamos en la intimidad de otros vivires, ocurridos en lugares y tiempos fuera de nuestro alcance, ciertamente virtuales, pero verdaderos dentro de nuestra imaginación, gracias al raro don de mentir bien que el novelista ha recibido del numen.

Porque ese es..., (iba a decir), el oficio de Vargas Llosa, pero no: ese es su destino, es decir, el mandato que ha recibido al nacer, placentero a ratos y a ratos penoso, pero inevitable: el destino de mentir. Poetis mentiri licet, afirmó Plinio: «a los poetas les está permitido mentir». Pero los dicta clásicos no son siempre inobjetables; porque no es que a los poetas -y tan poetas son los narradores como los líricos- les está permitido mentir: es que, para ser poetas, tienen que hacerlo, y han de ser capaces de transformar en otra materia, la materia del arte, lo muy verdadero que pasa o les pasa por fuera y por dentro de sí. Los narradores grandes, como Vargas Llosa, son los capaces de conducir al lector a ese estado de conciencia en que unas páginas, durante la lectura, constituyen el mundo en que habitan, inmensamente placentero aunque exhale tristeza e incluso dolor, y que es tal vez refugio de este otro mundo, del propio, el de la realidad cotidiana, que tiene sus días numerados en el calendario y sus horas corriendo en el reloj.

Se notó contador de historias muy joven; todos recordamos a aquel cadete quinceañero del colegio militar Leoncio Prado, del cual se delata en La ciudad y los perros, que escribía novelillas eróticas para sus compañeros, con el fin de lucirse y de vendérselas para poder fumar. Era él, Mario Vargas, precocísimo en ingenio y malicia, alternando el aprendizaje de las armas con la lectura ilimitada, a toda hora y lugar, provocándose metamorfosis emocionantes, trocándose en personaje de Julio Verne, en los cuatro mosqueteros a la vez, en aventurero en Alaska, en caballero medieval de Walter Scott, conviviendo con Quasimodo en Notre Dame o callejeando hecho un golfillo en el París revolucionario. Aquello, ha confesado, sus muchas horas de lectura adolescente, «era más que un entretenimiento: era vivir la vida verdadera, la vida exaltante y magnífica... Los libros se acababan, pero seguían dándome vueltas en la cabeza sus mundos tan vívidos y de existencias formidables, y yo me trasladaba a ellos una y otra vez con la fantasía y pasaba horas allí».

Con esa experiencia de transformaciones múltiples, recibió la noticia del que he llamado antes su destino: sería lo mismo que Dumas o Hugo o Scott o London; en adelante, será un inventor y contador de historias, un novelista. Lo será, pero de otra manera.

Leer cumple su más importante misión cuando estimula a escribir, cuando el lector no se limita a ser receptor pasivo que absorbe el relato, y siente el anhelo de emularlo. Mario Vargas, consciente de ello, ha leído mucho para escribir, y ha escudriñado los secretos ajenos en el arte de novelar, con estudios de notable ejecución dedicados a Flaubert, al Tirant lo Blanc o a García Márquez. Es así como un escritor joven debe formarse para entrar en la escena literaria. Pero leer no significa hacerlo para apropiarse de recursos; nada sería menos útil. Tampoco lee quien se sabe escritor para seguir rodadas temáticas o ideológicas ajenas. Quien va a ser escritor de veras, lee para apoyarse en las lecturas como en un trampolín, y recibir impulso. Y para otra cosa: para hacerse diferente, para buscar su propia voz. Tras una etapa, de lectura adolescente e indiscriminada, como la que cuenta Vargas, de mera absorción, sobreviene la paulatina atenuación de fervores, la eliminación de unos ídolos, la afirmación de otros, formando así la conciencia, no de cómo se quiere ser, sino de cómo no se quiere ser.

El artista emergente no quiere parecerse a tal o cual escritor en el arte de éste, sino en la calidad de la estima que goza. En el caso de Vargas, su gusto se apartó pronto de querer ser como los escritores narradores indigenistas y costumbristas más afamados de la época anterior, nada menos que Eustasio Rivera, Rómulo Gallegos, Güiraldes, o, más cerca de él, Miguel Ángel Asturias. Con toda firmeza rechazó el ejemplo de novelas tan célebres como Huasipungo -obra maestra del realismo cuyas potentes descripciones, permítaseme la confesión, estimularon en mí al leerla el vómito-, o Doña Bárbara o Don Segundo Sombra. A medida que va descubriendo a hispanoamericanos, como Borges, Bioy, Rulfo o Paz, y a europeos y a norteamericanos del XIX y el XX -Cervantes admirado aparte, casi de siempre-, va forjando su personalidad propia. Su estética se afirma y, para decirlo con una palabra insuficiente e insustituible, se hace decididamente moderna. Adoptará un punto de vista coherente; prescindirá a menudo del relato lineal, porque la realidad avanza en el tiempo mediante simultaneidades; ensanchará el censo de sus personajes con individuos reconocibles pero también arriesgadamente insólitos; ensayará técnicas múltiples para narrar y sugestionar mejor. Usará -ahora parafraseo sus palabras- una experiencia personal como punto de partida para la fantasía; y creará la ilusión realista -la del cuadro, no la de la fotografía que el Realismo ortodoxo pretendía- mediante precisiones geográficas y urbanas; simulando la objetividad con diálogos aparentemente impersonales, procurando que no se adviertan «las huellas de autor»; y todo ello, destacándose de un horizonte crítico.

Además, siendo la prosa de la novela, añado yo, muy diferente de la que emplean los notarios, tratará el lenguaje para que no sólo diga, sino que diga con belleza, con una gama de colores que vaya del desenfado popular hasta el lirismo, desde un registro terebrante cuando lo que pasa exige taladrar la imaginación del lector, hasta el regocijo cuando importa infundírselo. Y sin abdicar de su peruanidad lingüística originaria, porque un español pálidamente neutro destensaría la calidad de la página, por intenso que fuese su contenido. Esos giros, esos términos peruanos, compensan ventajosamente con su veracidad los raros y fugaces apagones de comprensión. Vargas somete sus materiales, idiomáticos al juicio pero también al gusto, porque no se trata sólo de narrar cosas interesantes, sino de contarlas de modo seductor. El buen escritor corresponde así al buen lector, que le regala su atención a cambio de que quede patente el esfuerzo que ha hecho, también en el lenguaje. Iuri Lotman ha llamado a eso pacto de lectura.

Pero los artificios que pone en juego -y la palabra artificio no tiene en la crítica actual valor peyorativo-, esos artificios digo, no los emplea para ocultar una falta de fertilidad inventiva, como hacen tantos brillantes, pero falsos novelistas. Vargas cuenta argumentos, porque sin ellos la novela no existe. Ortega y Gasset, que tan maravillosamente diagnosticó el arte deshumanizado de hace setenta años, erró en el pronóstico: aseguró que ya nunca interesaría una novela en que Juan amase a María y María amase a Pedro. Porque eso sigue importando esencialmente al lector de novelas. Desde las primeras líneas de las escritas por Vargas, nos sentimos impelidos a acompañarlo en el viaje imaginario que emprende, por un ámbito de realidades metamorfoseadas en deslumbrante ficción. Es un gran narrador. Pero, antes, es, sin duda, un gran inventor. Está dotado de una portentosa fecundidad que le permite aumentar el censo mortal humano con criaturas que han nacido en su mente, y que forman parte de esa humanidad paralela, creada por novelistas y dramaturgos, dotadas de la prodigiosa cualidad de ser inmortales, porque respiran, aman, sufren gozan o matan apenas un lector abre el libro en que esperan. En su mente están germinando de continuo acaecimientos y trances: es un derrochador de invenciones. Leyendo, por ejemplo, una obra suya clasificada tontamente entre las menores, La tía Julia y el escribidor, se siente casi la tentación de declararlo pródigo, de decirle basta ya; estás derrochando los talentos que recibiste del Señor. Tienes ahí ocho o diez relatos que te estás gastando en una sola apuesta.

Por otra parte, su amplitud narrativa parece carecer de límites. Puede ser casi una historieta o referirse a un trozo considerable de planeta, a una ciudad que es casi una nación, Lima, como en Conversación en la Catedral, o un barrio como el de la Mangachería en La casa verde. Puede ser la recoleta y lujuriosa intimidad de un matrimonio y un casi niño, en el Elogio de la madrastra. Y su genio transita con igual potencia por la gravedad de muchas páginas -recordemos muchas de La guerra del fin del mundo- que por el humor irresistible de Pantaleón y las visitadoras. O se alza con un penetrante análisis del terrorismo senderista en su reciente Lituma en los Andes. No creo que hoy exista en parte alguna un escritor cuya capacidad fabuladora sea más prolífica que la de Vargas Llosa.

El cual ha vivido con precipitada intensidad. Muchos de ustedes habrán leído ese extraordinario libro suyo que es El pez en el agua, publicado hace dos años. Hay que leerlo para admirar más a este autor que admiramos. Trenza allí dos cabos disparejos; uno, la memoria de los veintidós primeros años de su vida; otro, la peripecia electoral que emprendió treinta años después, entre 1987 y 1990. Los avatares infantiles y juveniles, narrados en los capítulos impares, sirven para explicar el porqué del candidato Vargas, el crecimiento anímico, político y moral de aquel muchacho que soñará el sueño de alcanzar la Presidencia de su país. Pero que, antes, ha soñado el sueño de la libertad. El sueño en que permanece.

En ese libro de su vida, nos sorprenden múltiples lugares y personas de su entorno, y abundantes episodios de su aventurada existencia: literariamente transformados, se nos han hecho familiares en sus novelas. Ahora, queriendo el autor retratarlos tal como son o eran -no puede dudarse de su voluntad-, el novelista se impone al testigo, y trata la realidad de tal modo que, sin dejar de serlo, se muta también en sugestiva literatura. Nada parece inventado, pero, a la vez, todo parece haber ocurrido para hacerse arte verbal. Y si intenso es lo que vivió, incluido su noviciado como escritor en el periodismo y la radiodifusión, tanto o más lo es su periplo político, con atracciones de polos tan contrarios como el comunista, cuando luchaba por ser libre y hacer libre a su pueblo, o el demócrata cristiano confesándose agnóstico.

Quien sepa algo del vivir de Vargas, leerá con especial curiosidad el más bien intrigante episodio de su primer matrimonio, a los diecinueve años, con la «tía» Julia, de treinta y dos, que era hermana de una tía política. Aparte su valor novelesco, ese episodio explica e ilumina al Vargas decidido y obstinado luchador por lo que juzga necesario: el amor, la libertad, como he dicho, o el arte. Tenacidad particularmente patente en la empresa política frustrada que acometió para redimir a su país del caos en que lo sumieron dictaduras y corrupciones. Aunque confiesa sentir aversión por el nacionalismo («una de las aberraciones humanas que más sangre han hecho correr»), y no ignorar que el patriotismo puede ser «el último refugio del canalla», el Perú le inspira sentimientos que lo ligan a él de manera irrompible. Aquella aventura política ¿fue una obligación moral o mera afición al riesgo? En cualquier caso, ha escrito: «Si la Presidencia del Perú no hubiera sido el oficio más peligroso del mundo, jamás hubiera sido candidato».

Vargas tiene puesta su fe en una de las dos únicas ideologías «puras» que actúan en el escenario político, la liberal, que, frente al socialismo, confía en el poder creador del individuo más que en la acción directa del Estado. Pero su experiencia confirma plenariamente la incompatibilidad absoluta entre la actividad intelectual y el ejercicio práctico de la política. Confiemos sus lectores en que se la crea profundamente.

Mario Vargas Llosa vino por vez primera a España en 1958. Desde entonces, vive en un constante ir y venir. Al recibir de manos del Rey, en Alcalá, hace unos meses, el Premio Cervantes, proclamó: «Sé de sobra que no habría podido consagrar mi tiempo a mi vocación como lo he hecho, ni escribir lo que he escrito, ni publicar lo que he publicado, sin España».

De España se va y a España vuelve, en un incesante trajín. Lo acompaña normalmente Patricia, su esposa. Dentro de pocas semanas, la Real Academia Española lo acogerá entre sus miembros de número. Ahora, venturosamente, lo tenemos en Jaca.

Y voy a callarme para que hable él.





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