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La princeps del Lazarillo. Título, capitulación y epígrafes de un texto apócrifo


Ut supra

La princeps del Lazarillo quizá se haya perdido para siempre, pero las tres ediciones de 1554, las más antiguas conservadas, nos permiten reconstruirla poco menos que con pelos y señales. No solo Juan de Junta, en Burgos, y Martín Nucio, en Amberes, sino también Salcedo, en Alcalá, e incluso el desconocido tipógrafo que publicó el texto utilizado por los dos últimos se mantuvieron tan fieles al modelo de la princeps, que sospecho que la aparición de esta sería más un placer para el bibliófilo que una revelación valiosa para el historiador de la literatura. Quien no se consuela es -evidentemente- porque no quiere.

Empecemos por recordar que la edición de Alcalá (en adelante, Alcalá, a secas, et similiter similibus) se anuncia como «nuevamente impressa, corregida y de nuevo añadida en esta segunda impressión», y se dice acabada de estampar «a veynte y seis de febrero»224. De tiempo atrás se ha apuntado que una fecha tan temprana dentro de 1554 inclina a descartar la posibilidad de que Salcedo siguiera el texto de Burgos o de Amberes. Pero ni las declaraciones de un colofón han sido nunca dogma de fe, ni necesitamos prestársela para llegar a una conclusión en el mismo sentido: el cotejo, certificándonos que Alcalá comparte lecturas   —114→   significativas unas veces con Burgos y otras, más abundantes, con Amberes225, nos garantiza que no deriva de ninguna de las otras dos.

No cabe seguir afirmando -como hasta ahora todos hemos hecho- que el reclamo de «segunda impressión» indica que Salcedo tenía noticia de una y solo una edición anterior (o, si no, quería engañar a la parroquia). En el siglo XVI, «segunda impressión» y «segunda edición» (menos usual) son marbetes documentados únicamente para referir a un texto «emendado y añadido» o con otras novedades de relieve. No se sabe de ningún caso en que tales etiquetas se apliquen a una mera reimpresión, a la reproducción de una obra con fisonomía substancialmente igual a la ya divulgada por las prensas226. Así, hasta bien entrado 1561, la Diana se había estampado una media docena de veces (y varias, junto a complementos como la Historia de Alcida o el Triunfo del Amor), sin que nadie pensara en presentarla como «segunda impressión» ni cosa parecida; pero cuando a finales de ese año se le interpolaron «los amores de Abindarráez», Francisco Fernández de Córdoba, en Valladolid, y en seguida Miguel de Güesa, en Zaragoza (1562), se apresuraron a precisar que se trataba de una «segunda edición»227. En otras palabras: solo los textos con revisiones o injertos de envergadura eran designados como «segunda impresión» o «segunda edición», sin reparar en el número de veces que se hubiera reimpreso la versión anterior. Salcedo, pues, podía conocer más de un Lazarillo conforme con la princeps y distinguir el suyo, «de nuevo añadido», como «segunda impressión».

Las lecciones que se aprenden al colacionar las ediciones de   —115→   1554 casan perfectamente con ese nuevo indicio. Los estudios textuales de los últimos decenios garantizan228 que los Lazarillos de Amberes y Alcalá provienen de una edición, hoy inaccesible (Y), que a su vez se remonta a otra tampoco llegada hasta nosotros (X), pero de la que desciende en línea recta la impresión de Burgos:

Estema

Es forzoso subrayar que los datos no admiten otra interpretación. Ni una sola variante deja de explicarse, según los mecanismos habituales de la ecdótica, de acuerdo con tal estema; ni una sola postula una contaminación, el recurso a una fuente distinta de X o Y229.

Sin embargo, no han faltado quienes han querido desdeñar las experiencias más sólidas y más universalmente confirmadas de la crítica textual y, en particular, han pretendido que las tres ediciones de 1554 procedían de otros tantos manuscritos, ya directamente (a creer a Aristide Rumeau), ya a través de dos impresiones antuerpienses (como aventura José M. Caso)230. La hipótesis   —116→   no solo es inverosímil de suyo (¿por qué milagrosa coincidencia -no aclarada por Rumeau- tres tipógrafos se decidieron independientemente y en el mismo año a publicar los manuscritos que se les habían venido a las manos, o de dónde el sorprendente azar -tampoco justificado por Caso- de que cuatro códices y dos ediciones, desde antes de 1550, se esfumen a beneficio de tres impresos exclusivamente de 1554?), no solo choca con cuanto solemos encontrar en la imprenta y en la literatura del siglo XVI, sino que es demostrablemente falsa.

A este propósito, Alberto Blecua adujo ya un argumento irrebatible (o, cuando menos, nadie ha siquiera intentado rebatirlo): la puntuación de las ediciones de 1554. El oportuno cotejo prueba que las tres «mantienen una idéntica distribución de los signos de puntuación», según un sistema arcaizante del que Salcedo se aleja, significativamente, en el único momento en que no copia a Y: es decir, en los fragmentos «añadidos». Esa coincidencia -en general, y sobre todo cuando atañe a puntuaciones obviamente erróneas- asegura que Junta, Nucio y Salcedo «se remontan a un impreso común, y no a manuscritos»231. Absolutamente insólito sería que tres amanuenses hubieran respetado con tanto rigor la puntuación de un arquetipo «de mano»; pero que, además, tres cajistas se hubieran ceñido a esos tres códices con tal fidelidad es por entero inconcebible. La libertad nunca abdicada de la transmisión manuscrita y «el pecado profesional hereditario del arte tipográfico», «reproducir literalmente un texto impreso por un predecesor»232, exigen concluir que en el origen rastreable de Burgos, Amberes y Alcalá hay una edición, no un códice (ni menos varios códices)233.

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Puedo aducir ahora otro argumento todavía más convincente, por cuanto pone ante nuestros ojos con inesperada nitidez, se diría que material y palpablemente, la princeps del Lazarillo. Como es bien sabido, las ediciones de 1554 dividen nuestra novela en un «Prólogo» y siete «tractados», distinción que, según comprobaremos, ha de ser extraña al autor. Cada uno de los «tractados» lleva en cabeza un epígrafe que remite (con frecuencia, bien neciamente) a algunos aspectos del contenido: «Cuenta Lázaro su vida, y cúyo hijo fue», «Cómo Lázaro se assentó con un clérigo, y de las cosas que con él passó», etc., etc. En esos epígrafes no figura nunca cifra alguna, ni aparecen la palabra «tractado» ni el ordinal correspondiente. La indicación que ahí falta -«Tractado primero», «Tractado segundo», etc.- se halla, en cambio, en la parte superior de cada par de páginas, distribuida entre el verso de un folio y el recto del siguiente, de suerte que el titulillo de la izquierda reza TRACTADO, y el de la derecha, PRIMERO, etc., etc. (Véanse las figuras 1 - 3).

En el siglo XVI, no es esa, desde luego, una forma corriente de consignar la capitulación de un libro. Repartir el titulillo entre un verso y un recto era práctica nada rara; pero no he dado con otros ejemplos de un proceder como el de las ediciones de 1554 al reservar para las cabeceras no solo el nombre que designa el capítulo, sino igualmente el ordinal en cuestión, omitiéndolos por completo del epígrafe en sí. Un inventario negativo, un recuento de volúmenes en que, efectivamente, no ocurre así, siempre sería un testimonio insatisfactorio. Pero sí vale la pena alegar un punto de referencia tan pertinente como sintomático: mientras el primer Lazarillo de Nucio concuerda con Burgos y Alcalá también en la peculiaridad reseñada, la Segunda parte, impresa en 1555 por el mismo tipógrafo, se ajusta a las convenciones normales y los epígrafes contienen todas las referencias usuales («Cap[ítulo] I. En que da cuenta Lázaro de la amistad que tuvo en Toledo ...»), en tanto la leyenda de las cabeceras   —118→   es II. PARTE. / DE LAZARILLO (compárense las figuras 3 y 4). Las diversas conductas observadas por Nucio en 1554 y 1555 corroboran su conformidad con X -a zaga de Y- y la singularidad de las dos ediciones perdidas.

Creo indiscutible que si las ediciones de 1554 emplean tan inusitada manera de rotulación es porque repiten la de un impreso con tales características. Nótese que nos las habemos con un modo de hacer exclusivo de la tipografía. Los manuscritos de la época ni siquiera acostumbran a llevar titulillos, y es inaceptable que una posible excepción, multiplicada por tres, afectara a todos los que Rumeau y Caso imaginan detrás de las ediciones del '54 y, sextuplicándose, fuera servilmente adoptada por cada una de ellas. No, las hipótesis aludidas deben descartarse definitivamente y se impone admitir, por encima de cualquier duda, que Burgos, Amberes y Alcalá reproducen puntualmente la compaginación de un impreso.

Esa certeza inicial da pie a otras averiguaciones de mayor alcance. En primer lugar, que el formato de la princeps hubo de ser un octavo (como Burgos y Alcalá) o menos probablemente, por ser tamaño menos frecuentado en España, un dozavo (como Amberes). En un volumen en cuarto, en verdad, sería incomprensible que un titulillo tan corto como TRACTADO PRIMERO se hubiera repartido entre un verso y el recto contiguo. Una sola palabra en el renglón superior habría atentado contra la euritmia entonces canónica, empequeñecida como quedaría por el resto de la mancha. Lo regular hubiera sido buscar unos titulillos más extensos; pero en tal caso, claro está, las ediciones de 1554 jamás habrían coincidido en los que llevan ni en la forma de insertarlos. En cuarto, por otro lado, el Lazarillo difícilmente podía pasar de 24 hojas, es decir, de un libro de cordel, un pliego suelto, un impreso de los que, por humildes, se paginaban sin titulillos234.

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Figura 1

1. Burgos, Juan de Junta, 1554.



Figura 2

2. Alcalá, Salcedo, 1554.

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Figura 3

3. Amberes, Martín Nucio, 1554.



Figura 4

4. Segunda parte, Amberes, Martín Nucio, 1555.

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Figura 5

5. Burgos, 1554.



Figura 6

6. Alcalá, 1554.



Figura 7

7. Amberes, 1554.

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Figura 8

8. Comedia Jacinta, Burgos, Juan de Junta, ¿hacia 1540?

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Figura 9

9. Burgos, 1554: cubierta (con la «fortaleza» de la fig. 8).



Figura 10

10. Tractado III (con «Preciosa»).



Figura 11

11. Tractado IV (con el «Villano»).



Figura 12

12. Tractado V.



Figura 13

13. Tractado VI (con «Pagano»).



Figura 14

14. Tractado VII (con «Jacinto»).

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Figura 15

15. La vida de Sant Amaro, Burgos, Juan de Junta, 1552.

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La princeps del Lazarillo sería, pues, un octavo. Por más señas, de seis pliegos, el último de los cuales bien pudo dejar un folio en blanco, como Burgos (cuyo colofón se lee en el 47 vo.), o constar solo de seis hojas, como en Alcalá (que termina en el 46 vo.). En efecto, si las tres ediciones de 1554 tienen exactamente entre 46 y 48 folios entintados, se deberá a que los tres impresores tomaban como modelo un tomito de ese número de páginas y a semejante modelo acomodaban las previsiones de extensión y la apariencia de los libros que iban a componer235. De ahí la notable correspondencia en la distribución del texto: por ejemplo, pese a las diferencias de tipo, cuerpo y caja, el primer pliego de Alcalá apenas contiene doce líneas más que el primero de Burgos; el «tractado segundo» empieza en el fol. 13 tanto en Burgos como en Alcalá, y en el fol. 15 en Amberes, mientras el «tercero» se abre, respectivamente, en los fols. 23, 22 y 24 vo., y el «sexto», en los fols. 44 vo., 43 vo. y 45 vo. Según ello, incluso cabría calcular con mucha aproximación en qué página de la princeps se hallaba un determinado pasaje; pero abajo se verá por qué tengo la convicción de que esa curiosidad puede satisfacerse harto más fácilmente.

Poco arriesgamos al añadir que en la cubierta de ese octavo de seis pliegos sendos grabados representaban al protagonista, de chico (a la izquierda), y a uno de sus amos (a la derecha). En la mitad inferior de la página, precedido por un calderón o adornito, el título, seguramente en base de lámpara, o sea, en renglones centrados de longitud decreciente: La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades. Una orla de cuatro tacos probablemente enmarcaba el conjunto de la portada (así en Burgos) o tal vez solo las figuras (como sucede en Alcalá). Al pie, no faltaría el año de publicación.

Juzgo que las concordancias de Burgos y Alcalá en cuanto al diseño de la cubierta (figuras 5 y 6) nos exigen reconstruir en esos términos el frontispicio de la princeps. Un friso de personajes   —126→   es ilustración corriente en la tipografía antigua. Por no sacar a colación más que un pariente cercano del Lazarillo, la Comedia Jacinta impresa por Juan de Junta (dizque hacia 1540) alínea a cinco «interlocutores» y un componente de la decoración236. Cuatro de tales «interlocutores», por cierto, reaparecen en las viñetas con que Burgos adoba los principios de varios «tractados»: el «Villano» de la Jacinta es ahora el propio Lázaro (IV, VI y VII); «Jacinto», el alguacil (VII); «Precioso», el escudero (III), y, por divertida paradoja, «Pagano», el capellán de Toledo (VI). La «fortaleza» de la Jacinta debe de sugerir en el Lazarillo de Junta que buena parte de la acción transcurre «en esta insigne ciudad de Toledo». (Vid. figuras 8 - 14).

Pues bien, los largos frisos de personajes se reducían a dos o tres figuras en los libros de pequeño formato. Parecería casualidad llamativa que Burgos y Alcalá eligieran cada una por su cuenta ese tipo de ilustración, por familiar que fuera en la época: un grabado del protagonista o cualquier motivo ornamental habría cubierto el expediente con la misma eficacia. Pero percatémonos de que la coincidencia no se limita a la elección del género de portada: en ambas ediciones se retrata a Lazarillo, no a Lázaro -al niño, no al hombre-, y precisamente junto a un amo (volveremos sobre ello); en ambas, Lazarillo está a la izquierda y el amo a la derecha (y nada forzaba a esa distribución: lo prueba el hecho de que en tres de las cinco viñetas de los «tractados» burgaleses ocurre al revés); en ambas, el título va al pie de la página, y no en otra parte, etc., etc. Ese conjunto de consonancias ¿qué otra razón puede tener, sino que ambas siguen a un volumen en octavo con todos los rasgos mencionados?

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Atisbar la portada de la princeps nos suministra un importante indicio negativo sobre su procedencia: la primera edición del Lazarillo no se hizo en la oficina de Martín Nucio en Amberes, contra la hipótesis tantas veces propuesta237. Cierto: en las cubiertas de sus libros, de tan sobria elegancia, Nucio no introducía otros grabados que la empresa de las dos cigüeñas, las armas del magnate a quien la obra iba dedicada o algún finísimo «frontispice portugais», a modo de retablo. La norma rige para todos los libros españoles que publicó, del primero (1543) al último (1558)238, y sería inadmisible pensar que la cambiara excepcionalmente a beneficio de X, para luego volver al camino ordinario en la edición de 1554 (por no entrar en inquisiciones sobre Y) y en la Segunda parte. La teoría de una princeps del Lazarillo estampada por Nucio no puede ya distraer nuestra atención239.

Decíamos, por otro lado, que la cubierta de la princeps y de la mayoría de sus descendientes tempranos retrata a Lazarillo, no a Lázaro: al mozo, no al adulto. Los críticos subrayan hoy que «Lázaro, más que Lazarillo, es el centro de gravedad de la obra»240. El incógnito autor había de suscribir esa explicación en la medida en que quiso anudar los principales hilos del relato en   —128→   «el caso» que clausura las fortunas del héroe. Pero, en el siglo XVI como en el nuestro, los lectores menos sensibles a los primores de la construcción narrativa se regocijaban en especial con las picardías de Lázaro niño y de él era de quien conservaban una impresión más vívida. El grabado de la portada, al realzar la etapa infantil del protagonista, no solo transparentaba esa impresión, sino, menos inocentemente, la concordancia con el inoportuno diminutivo que se leía al pie: La vida de Lazarillo de Tormes ... Inoportuno, inexacto, contradictorio y hasta contradicho expresamente por el texto.

Pero, antes de analizar el modo en que la princeps bautizó la carta del pregonero, subrayemos aún en su cubierta otra muestra de los aspectos del libro que más atraían al primer editor. Un Lázaro rampante, «en la cumbre de toda buena fortuna»; Lázaro remando en una barca, con el toro de Salamanca (como lo vemos al frente de La pícara Justina); Lázaro junto a Antona y Zaide, o, mutatis mutandis, junto a su mujer y el Arcipreste de Sant Salvador... Todas esas y bastantes más hubieran sido buenas ilustraciones para la cubierta. La princeps, no obstante, prefirió dedicársela a la imagen de Lázaro chico en compañía de uno de sus amos, porque el editor se fijaba sobre todo en el motivo, consagrado por Apuleyo, del criado al cambiante servicio de muchos señores. Es sin duda un motivo de peso en la estructura del Lazarillo (vid. n. 243); pero también parece claro que el editor de X lo resaltó hasta un grado intolerable, hasta el extremo de desfigurar gravemente la fisonomía de la novela.

Contemplemos de nuevo las viñetas que en Burgos abren los capítulos III, IV, V, VI y VII241. Lázaro se nos representa ahí al lado del escudero, el fraile de la Merced, el buldero, el capellán y el alguacil; la ornamentación del «tractado quinto», por ende, repite la escena de la cubierta (salvo en la «fortaleza» presente en esta), y un vínculo gráfico notorio hermana, así, la   —129→   portada y la división de la obra en capítulos, al igual que veremos hermanados en la letra el título general y los epígrafes de los siete «tractados». Notemos en particular que la viñeta y el epígrafe del «tractado séptimo» tienen en común el mismo desenfoque escandaloso: si en la viñeta el protagonista está junto a un hombre armado -espadón en mano-, el epígrafe reduce los capitales párrafos siguientes a la narración de «Cómo Lázaro se assentó con un alguazil, y de lo que le acaesció con él». La edición de Junta, pues, trae también como grabado el disparate que las otras de 1554 copian de la princeps sólo en la formulación escrita: porque el epígrafe resulta un postizo tan evidente como las viñetas de guardarropía.

En verdad, de las páginas que la princeps recortó como «tractado séptimo», nadie, y el autor menos que nadie, podría decir que cuentan las peripecias de Lázaro al arrimo de un alguacil242. El asunto se toca, sí, mas para despacharlo en media docena de líneas y entrar justamente en el núcleo del libro: el decisivo cambio que para Lázaro -y el Lazarillo todo- suponen el «oficio real», la alianza con el Arcipreste, la boda con su manceba y, en suma, «el caso». Un epígrafe y un grabado que hicieran referencia al puesto de pregonero, al casorio o incluso al sacrílego «servidor y amigo de Vuestra Merced» hubieran podido ser más o menos afortunados, pero en principio no cabría ponerles objeciones dirimentes. Por el contrario, la referencia al alguacil es un error sin paliativos: el autor jamás lo habría cometido. El epígrafe del «tractado séptimo», sin más, vocea que la capitulación del Lazarillo se limita a aplicar mecánicamente el criterio de abrir una sección cada vez que aparece un nuevo amo243.

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Con buena voluntad y nula exigencia artística, podría darse por válido el recurso a tal criterio en los «tractados» que van del II al VI; en el VII, de ningún modo. E inadmisible asimismo es el rótulo que se nos propone para abarcar todo el actual «tractado primero»: «Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fue». Ahora, con el contenido que de hecho corresponde a ese capítulo, no había medio de evitar la mención del ciego: no ya un amo, sino el amo de Lázaro por antonomasia. Es cierto que el mendigo recibió al muchacho «no por mozo, sino por hijo». Es cierto que lo «alumbró», le «dio la vida» y le «mostró» tantas «cosas buenas», que Lázaro asimiló sus enseñanzas como si las «hubiese mamado en la leche»244. Pero la sutileza de una alusión a semejantes factores novelescos únicamente es lícito esperarla del autor: ni se halla en el «cúyo hijo fue», ni en el epígrafe del «tractado primero», en conjunto, ha de buscarse más de lo que se halla en los restantes -tosquedad, incomprensión, atolondramiento-, porque no en balde responden todos al mismo esquema («Signo - Lázaro - y -»), están todos redactados según el mismo tenor literal.

Por otra parte, bastante más grave que el «Cuenta... cúyo hijo fue», aunque inexplicablemente nunca denunciada, es la primera mitad del epígrafe: «Cuenta Lázaro su vida». A juzgar por el universal silencio al propósito, todos habíamos dado por sentado que se trataba de una ruda manera de decir 'cuenta Lázaro cómo tuvo la vida, cómo fue engendrado, cómo nació'. Ahora bien, en castellano, la frase no tiene ni puede tener tal significado, y el único que le es propio no se deja referir al contenido del «tractado primero». Pues ¿qué razón habría para anunciar ahí algo que no singulariza a ese «tractado», sino conviene a todo el Lazarillo, algo que ya sabemos por el «Prólogo»,   —131→   scilicet, que el protagonista «cuenta... su vida» a lo largo de toda la obra?

Sí había una sinrazón, sin embargo: quien zurciera la frase «Cuenta Lázaro su vida», en una equivocación estridente, no vio que las consideraciones que él separó como «Prólogo» estaban puestas en boca de Lázaro. El capitulador -llamémoslo así- notó que los primeros párrafos del libro sonaban al aire de los prólogos convencionales y, en una lectura apresurada, sin reparar en una capital afirmación del contexto («... porque se tenga entera noticia de mi persona»), los supuso atribuibles no a Lázaro, sino al verdadero autor. Por eso, a continuación del presunto «Prólogo», se le antojó oportuno avisar que al abrirse el «tractado primero» era ya el mismo Lázaro quien tomaba la voz cantante. «Cuenta Lázaro su vida», efectivamente, mira no sólo al capítulo inmediato, sino a ese supuesto cambio de voz respecto al «Prólogo», y pretende significar 'ahora deja de hablar el autor real y empieza a hacerlo el personaje'245. Lo pretende, digo, pero, por feliz azar, con ejecución tan desmañada, que apenas se percibe que el capitulador quiebra la continuidad que el escritor incógnito había establecido entre las páginas que él distinguió estúpidamente como «Prólogo» y «Tractado primero»246. Las viejas ediciones de la Cárcel de amor -por ejemplo-   —132→   intercalan en el texto rotulillos por el estilo de «Comiença la obra», «El auctor», «Respuesta de Laureola», etc., etc. Con «Cuenta Lázaro su vida», el capitulador creía brindar a los lectores una ayuda similar, cuando lo que de veras hacía era demostrarnos que se le escapaban hasta los aspectos primarios del Lazarillo, hasta la misma radicalidad del planteamiento autobiográfico, clave esencial de toda la novela.

Entendemos que Juan López de Velasco, al preparar el texto castigado de 1573, se resolviera, entre otras pocas iniciativas, a desechar el «Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fue» y sustituirlo por dos epígrafes de su propia cosecha: «Lázaro cuenta su linaje y nacimiento», y luego, cuando el «nuevo y viejo amo» entra en escena, «Assiento de Lázaro con el ciego». Tampoco los capítulos VI y VII escaparon a la censura del castigado, que los agrupó en uno y los etiquetó de una vez: «Lázaro assienta con un capellán y un alguacil y después toma manera de vivir»247. Donde es de notar que, sin tocar apenas el vocabulario de los epígrafes primitivos, Velasco da a los suyos un corte diferente y por ahí, sin proponérselo, hace más ostensible que todos los de la princeps proceden de la misma grosera mano.

Las observaciones anteriores bastarían para concluir que la capitulación y los epígrafes que la princeps introdujo en el Lazarillo eran tan ajenos al original como los añadidos por López de Velasco. Los otros argumentos que se han esgrimido al respecto   —133→   se me antojan en general menos convincentes248. Salvo en el desastroso «Cuenta Lázaro su vida», ningún valor atribuyo, así, a la tercera persona de los epígrafes: en los títulos e inscripciones, la norma, ya clásica, fue que desplazara a la primera, y el propio Lázaro, por otra parte, juega con la distancia y a la vez el relieve que a menudo confiere al sujeto249. Fuerza solo ligeramente mayor tienen las rupturas que los epígrafes provocan en el texto. El del «tractado cuarto», desde luego, oscurece la concatenación entre la línea inmediatamente anterior («... que mi amo me dejase y huyese de mí.») y la siguiente («Hube de buscar el cuarto ...»). Pero, incluso si prescindimos de los epígrafes, un pasaje de un centenar de palabras separa aquel «amo» y el arranque del capítulo V: «En el quinto por mi ventura di ...». Ni es imprescindible, pues, imputar al epígrafe la ilación dificultosa, ni, aunque lo fuera, estaríamos en condiciones de fallar que la anomalía denunciaba necesariamente la intromisión de persona distinta del autor: a la luz del Quijote (I, 4 y 6, sin ir más lejos), podríamos sentirnos tranquilos opinando que el novelista había marcado y titulado los capítulos cuando ya tenía el resto de la obra enteramente redactado250.

No son esos, insisto, los argumentos que me parecen convincentes. Para mí, en cambio, ninguno hay más poderoso que el que en achaques similares suele juzgarse más débil: la pertinencia   —134→   literaria. La profunda desvirtuación del Lazarillo que implican el «Cuenta Lázaro su vida» y el epígrafe del «tractado séptimo» me persuaden más que cualquier otra incongruencia. Y por encima de todo me persuaden la pobreza y la falta de gracia de los epígrafes de mil demonios. No hay en el Lazarillo dos frases seguidas que no nos admiren con un acierto en la formulación, con una elegancia, un rasgo de ingenio. ¿Puede nadie aceptar que el autor de tantas páginas espléndidas fuera incapaz de encontrar algo mejor que unos epígrafes, no ya manifiestamente erróneos en ocasiones, sino siempre sin chispa ni vida, monótonamente atenidos al mismo módulo insulso? Decir que sí sería insultar la memoria del novelista incógnito.

Concedamos, entonces, que los epígrafes de la princeps no se deben a él. Sin la burda fragmentación que imponen los siete «tractados», el Lazarillo gana en fluidez, en tanto la trabazón del relato se vuelve más diáfana: sin los epígrafes, desaparece el peligro de leerlo como una colección de anécdotas mejor o peor engarzadas, y se aprecia con más limpieza la solidaridad de todos los ingredientes de la narración251. De sobra sabemos, además, de dónde vienen los «tractados» de marras. De la Edad Media al tardío Renacimiento -por no salir de ese ámbito-, escribanos, traductores, correctores y editores tuvieron por gala y exigencia del oficio dividir en capítulos los libros que les llegaban sin ellos252. Muchos se envanecían abiertamente de tal proceder: Agustín de Almazán, por ejemplo, alardeaba en 1553 de haber hecho «en el romance lo que no estaba en el latín [de   —135→   León Battista Alberti], que es traducir [el Momo] por capítulos», enriquecidos «por las sumas ... que yo les puse»253. Otros eran menos vanidosos, pero no menos eficaces: El caballero Zifar consta en un manuscrito de 34 capítulos; en otro, de 220, y en la edición sevillana, de 108...254 La princeps del Lazarillo pasó por las manos de un capitulador del linaje modesto, pero tan precipitado y de tan cortas luces, que es imposible confundirlo con el autor255.

La seguridad de que los epígrafes no le pertenecen a este nos amarra a otra certeza más inesperada: el título que en las ediciones encabeza la carta de Lázaro tampoco responde a la   —136→   voluntad del novelista256. He aludido arriba a la monocorde reiteración de un mismo esquema en todos los epígrafes. Padezcámosla ahora directamente:

  1. Cuenta Lázaro su vida, y cúyo hijo fue.
  2. Cómo Lázaro se assentó con un clérigo, y de las cosas que con él passó.
  3. Cómo Lázaro se assentó con un escudero, y de lo que le acaesció con él.
  4. Cómo Lázaro se assentó con un frayle de la Merced, y de lo que le acaesció con él.
  5. Cómo Lázaro se assentó con un buldero, y de las cosas que con él passó.
  6. Cómo Lázaro se assentó con un capellán, y [de] lo que con él passó257.
  7. Cómo Lázaro se assentó con un alguazil, y de lo que le acaesció con él.

Los epígrafes bimembres, que apuntan dos componentes, dos momentos o dos perspectivas en el marco de un capítulo, son frecuentes en el siglo XVI, y a menudo ocurre asimismo que su segundo elemento se introduce con la copulativa y con el de latinizante ('acerca de...') que indica el tema sobre el que se discurre258. Así, para aducir de nuevo otro libro de fecha bien cercana al Lazarillo, en el Clareo y Florisea (1552), de Núñez de Reinoso, están en mayoría los epígrafes que repiten estrictamente ese diseño: «Que cuenta cómo llegaron en Alejandría, y de las grandes maravillas que vieron», etc., etc. Pero ni ahí ni en ninguna   —137→   otra parte que yo conozca la tal pauta se reproduce con la misérrima falta de imaginación con que en la princeps del Lazarillo: salvo en el «tractado» primero, toda la variatio se queda en cambiar pasó por acaesció y las cosas por lo...

Ahora bien, importa observar que el título general de La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, no solo se atiene fielmente a dicho esquema, sino que con los epígrafes de los «tractados» comparte también la colocación del nombre del protagonista en la primera cláusula y la referencia plural e imprecisa como arranque de la segunda: «y de las cosas ...», y de las fortunas ...259 La conclusión se diría ineludible: título general y epígrafes salen de la misma pluma; y uno y otros, por tanto, son igualmente falsos, en ninguno tuvo el autor ni arte ni parte.

No puede sorprendernos, porque, a poco que se reflexione, el título, en un aspecto crucial, se revela como un auténtico disparate. En concreto, el diminutivo que en él campea es inaceptable: el protagonista se llama «Lázaro de Tormes», no «Lazarillo», ni menos «Lazarillo de Tormes». El particular es tan relevante, que por ahí precisamente comienza -«initium causae sit consideratio nominis»- el relato propiamente dicho: «Pues sepa vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Thomé Gonçález y de Antona Pérez...».

En efecto, «a mí llaman», en presente, y «Lázaro de Tormes», no *Lázaro González o *Lázaro Pérez, porque solo en la etapa final, «en la cumbre de toda buena fortuna», le llaman de hecho, no ya con el nombre que le pusieron, sino además con «el sobrenombre» que él se agregó para insinuar, aunque solo fuera con la diferencia260, que había subido más alto que Tomé y Antona. La culminación de su carrera, tanto como un «oficio   —138→   real» y una esposa, es tener nombre y sobrenombre y conseguir que le den ambos. Del incipit al explicit, nuestro héroe lo subraya no recibiendo otra denominación desde el mismo instante en que se ve en el cargo de pregonero. Lo subraya con la tercera persona que nos permite oír cómo hablan de él los toledanos: «... en toda la ciudad, el que ha de echar vino a vender, o algo, si Lázaro de Tormes no entiende en ello, hazen cuenta de no sacar provecho». Lo subraya transcribiendo el lisonjero tratamiento que le asigna el Arcipreste de Sant Salvador cuando se le dirige en tono solemne: «Lázaro de Tomes, quien ha de mirar a dichos de malas lenguas nunca medrará ...».

La conversión de «Lázaro» en «Lázaro de Tormes» es una de las claves de la novela, uno de los constituyentes fundamentales de «el caso». De cualquier modo, La vida de Lazarillo sería una contradicción, como lo sería *La vida de Guzmanillo de Alfarache en la obra de Alemán o *La vida de Teresuca en el Libro de la vida261. Vuelto biógrafo de sí mismo, el pregonero no podía designarse en el título sino con el nombre y sobrenombre de los que tanto se ufana y que en medida tan conspicua cifraban su ascensión social (y su peripecia humana). Pues, hasta esa cima de «prosperidad», todos le habían llamado, sencillamente, «hijo», «mozo», «mochacho», «Lázaro»; o una vez, por solitaria variación, «Lazarillo»262. Es sabido, ciertamente, que la forma con diminutivo se encuentra en el texto (pág. 39) solo en una ocasión; pero no descuidemos tampoco que la paronomasia que la acompaña pone decididamente de manifiesto hasta qué punto esa mención se ofrecía como excepcional: «-¿Qué es esto, Lazarillo? -¡Lazerado de mí». Vale decir, para el autor, el diminutivo «Lazarillo» era tan poco natural, que en todo el relato únicamente   —139→   se le ocurrió usarlo en una réplica y por hacer un chiste263.

«Lazarillo» y «Lazarillo de Tormes», pues, son nombres que ni el personaje ni el novelista hubieran deslizado nunca en el título: el desaguisado ha de ser culpa del taller de la princeps. Al responsable, no obstante, ese diminutivo aislado seguramente no se le habría venido a las mientes con tanta fuerza, si no hubiera incurrido en la misma trivialización que nos descubren los grabados de Junta y los epígrafes de todas las ediciones: privilegiar al 'mozo de muchos amos', al protagonista niño, a costa del Lázaro hombre, cuya forja como tal y cuya transformación en corresponsal de Su Merced determinan la estructura más honda de la narración, por brillantes y amenos que sean los lances y percances del chico, de Lazarillo264. O con otra perspectiva: privilegiar lo tradicional, el esquema en sarta, familiar especialmente gracias a Apuleyo, a costa de lo más nuevo, la originalísima construcción novelesca imaginada por el incógnito. También así, según sugería arriba, la misma cola adhiere -pegajosamente- todos los postizos del Lazarillo: título, capitulación, epígrafes, cubierta y viñetas. Todo, sin duda, del mismo costal de la princeps.

Ni caben muchas dudas sobre cómo se acuñó la formulación «la vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades». Aunque orientado decisivamente por un modelo ajeno al Lazarillo (en seguida lo comprobaremos), el título es en sustancia un extracto del párrafo que las ediciones etiquetan como   —140→   «Prólogo», allá donde el pregonero declara a grandes rasgos uno de los sentidos de su carta, al anunciar que los lectores podrán ver en ella «que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades». Unas líneas abajo, esos grandes rasgos se fijan más nítidamente en el perfil de un individuo: para responder a la pregunta de un corresponsal acerca de cierto episodio -«el caso»- no bien determinado, Lázaro promete ahora dar «entera noticia de [su] persona» y descubrir así el «buen puerto» a que ha llegado «con fuerza y maña remando» contra las tormentas de «Fortuna». El inventor del título pudo entender ese segundo pasaje (por deprisa que lo leyera; cfr. arriba, pág. 131) como una corroboración de que era acertado extractar el primero para distinguir la obra toda.

No le faltaba razón, por una vez. Si he tachado de disparate la introducción del diminutivo en el título («Lazarillo» mutila la «entera... persona» del héroe), también es de justicia otorgar que el extracto en cuestión no perjudica al libro en grado relevante. Los dos pasajes del «Prólogo» recién citados muestran un aumento en la concreción; y, de modo afín, el relato que sigue va concretando cada vez más las vaguedades del principio, al tiempo que va poniéndolas en irónico entredicho, hasta desmentirlas (o confirmarlas con bien otro alcance del previsto por el lector) al echar amarras en el «puerto» de «el caso». Como extractado del arranque, pues, el título de la princeps no daña a la estrategia del incógnito, respeta el designio de problematizar o contradecir las generalidades iniciales a medida que las concreta en el acaecer de Lázaro.

«Sonó la flauta...». Pero, si el resultado no fue como podíamos haber temido, el procedimiento utilizado para bautizar el libro se reconoce en el acto como típico de un padrino y no de un padre. Aprovechar unas palabras del propio texto, en efecto, es la manera más rápida y menos comprometida de poner título a una obra que no lo lleva: en la literatura de española los ejemplos se cuentan por docenas desde La fazienda de Ultramar y la Razón de amor. Y en el hecho de que el Lazarillo echara mano de esa triquiñuela, además de la inclinación a lo más fácil y más seguro característica de tantos otros tituladores, se reconocen aún   —141→   las mañas singularmente perezosas del culpable de los epígrafes.

Veíamos arriba que los epígrafes de los «tractados» I y VII, en especial, convienen únicamente al comienzo de esos capítulos facticios. Comprendemos por qué. Quien dispusiera el original para la imprenta, tras acotar el «Prólogo» de rigor, ha abierto el «tractado primero» en el punto en que obviamente empiezan las andanzas del personaje. Ahí refiere Lázaro «cúyo hijo fue», y así lo consigna el capitulador, no sin subrayar («Cuenta...») que el «Prólogo» del autor se ha acabado y vamos a oír ya la voz del héroe mismo. Al rotular ese «tractado», nuestro hombre ha atendido solo a lo que, por contraste con el «Prólogo» -indiscutiblemente mal leído-, saltaba sin más a la vista de un miope, a lo primero que salía al paso con una nota de diversidad respecto a lo precedente. Se ha atenido, pues, a la primera impresión, de acuerdo con ella ha redactado el epígrafe y, volviendo las páginas al vuelo, no ha encontrado nada que le pareciera digno de señalar capítulo nuevo hasta que Lázaro abandona la precariedad de los caminos y entra bajo techo «con un clérigo». El cambio se le antoja tan interesante, que embute a esa altura un «tractado segundo». En adelante, hallados ahí un criterio de explicación para la estructura del relato y un cómodo sistema de capitulación -a cada amo un «tractado», suum cuique-, una lectura más que veloz y el recuerdo de cuando previamente hojeó la novela le permiten dividir mecánicamente en otros cinco apartados la carta seguida del pregonero, repitiendo sosamente el esquema empleado al hacer tales hallazgos. Sino que en tanto ese criterio y ese sistema son relativamente tolerables para los «tractados» II, III, IV, V y VI, no concuerdan con los criterios que inspiraron el I -que no se cuida de modificar-, ni hay medio de hacerlos casar con el VII, de suerte que los epígrafes de ambos no dan cuenta más que de las pocas líneas que vienen a continuación: «... cúyo hijo fue», «Cómo Lázaro se assentó con un alguazil...».

Los epígrafes del Lazarillo, así, responden al contenido del pasaje que les sigue inmediatamente y en cuya literalidad se fundan (cfr. arriba, n. 264). Menos que de epígrafes, que habrían de deslindar todo un capítulo, tienen pinta de ladillos (vid. n. 255),   —142→   que realzan un pormenor del texto sin intención de abarcar cuanto viene después, hasta la próxima indicación marginal. No obstante, el modo en que están redactados, la numeración continua y la misma denominación de «tractados» denuncian que no son ladillos mal situados, sino expedientes de un capitulador apresurado y sumamente tonto. Ahora bien, el título general del Lazarillo nace de idéntica forma de proceder: también responde sobre todo al pasaje que le sigue inmediatamente -las primeras páginas, el presunto «Prólogo»-, en cuya literalidad se funda a su vez. El vicio de no reparar sino en lo más cercano, de no ver sino lo contiguo, hermana de nuevo el título y los epígrafes, y la hermandad delata ahora particularmente el origen bastardo de aquel.

Un punto de singular trascendencia hay que añadir todavía. He dicho que el esquema del título y los epígrafes lazarillescos («-, y de -») se documenta a menudo en la España renacentista. Pero debo precisar que yo he encontrado solo otros dos ejemplos que combinen en un título el sustantivo vida y el esquema bimembre en cuestión; y los dos ejemplos pertenecen al mismo género: la hagiografía. En concreto, el Flos santorum con sus ethimologías, tempranísimo incunable castellano (hacia 1475), incluye una sección rotulada «Vida de Sant Agustín, y de sus miraglos»265. En una compilación afín, el romanceamiento y ampliación de la Legenda aurea publicado en Valladolid en torno a 1497, los fols. 86-91 vo. traen una narración fabulosa (sin correspondencia en Vorágine) «De Sant Amaro, y de sus peligros»266. El texto vallisoletano es ya sustancialmente el mismo   —143→   que en el Quinientos se difundió como humilde libro de cordel y con el título que de veras nos importa: La vida del bienaventurado Sant Amaro, y de los peligros que passó hasta llegar al Paraýso terrenal. En la primera mitad del siglo, nos consta que circularon cuando menos tres ediciones: una de Toledo, 1520; otra quizá complutense y quizá de hacia 1525; y una tercera de Burgos, 1552267.

Es esta última la que nos brinda el eslabón que nos faltaba para poner pie de imprenta a la princeps del Lazarillo e incluso poder hojearla, página a página, a través de una fiel reproducción. En efecto, La vida de Sant Amaro burgalesa se acabó de estampar, en cuarto, «en casa de Juan de Junta a veynte días del mes de febrero de mil quinientos y lii años»268. Y si ponemos ese dato en relación con cuanto ya sabemos y con las observaciones que en seguida expondré, creo que difícilmente podremos evitar la conclusión de que la princeps del Lazarillo fue impresa también por Juan de Junta, en Burgos, en fecha algo posterior a la consignada en el colofón del Sant Amaro.

Recordemos, primero, que el Lazarillo contiene suficientes indicios internos para transparentársenos como compuesto a principios del decenio de 1550: alguna alusión llega hasta el detalle de marcar un terminus a quo en noviembre de 1551269. En cualquier caso, el testimonio de las ediciones tempranas apenas deja margen a la duda: la princeps hubo de salir de las prensas en 1552 o en 1553. En verdad, si, desaparecidas la princeps (X) y la escurridiza Y del estema, conservamos tres Lazarillos de 1554; si uno de ellos va «añadido» y si en 1555 se publicó en Amberes una Segunda parte de la novela, es ineludible pensar que el éxito   —144→   inicial de la carta de Lázaro fue tan amplio cuanto rápido. Por ahí, la analogía hace más que verosímil razonar que X e Y tuvieron que estar casi tan próximas entre sí y casi tan próximas a las impresiones de 1554 como a su vez lo están las de ese año y la Segunda parte de 1555. Según ello, la princeps no pudo publicarse sino antes de que mediara 1553, o muy poco más acá. Pero advirtamos también que se requerían varios meses para que corriera la princeps, la popularidad del Lazarillo alentara al editor de Y y se juzgara que valía la pena reforzar el atractivo del libro con unas adiciones que justificaran venderlo como «segunda impressión»: la complutense que Salcedo remató, precisamente, a veintiséis de febrero de 1554. Así las cosas, no solo nada lo obsta, sino que casi se diría más oportuno situar la princeps del Lazarillo en 1552, mejor que en 1553.

En cualquier caso, tanto en la segunda mitad de 1552 como en la primera de 1553, el Sant Amaro era un libro reciente en el catálogo de Juan de Junta: un libro vivo en el fondo editorial, un libro con el que sin duda seguía comerciándose y que seguía teniéndose presente. Pues bien, si suponemos que la princeps del Lazarillo se estampó «en casa de Juan de Junta» y que el encargado de preparar el manuscrito para la imprenta fue un empleado del editor270, se nos revela en una medida importante cómo y por qué nuestra novela recibió el título de La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades.

El proceso se reconstruye fácilmente. El paniaguado de Junta leyó o más bien pasó las páginas del original con la rapidez y desidia de que tantas huellas hemos hallado. Como fuera, en el momento de ponerle título, se detuvo especialmente en una línea del comienzo en que se aseguraba que los lectores podrían contemplar en la obra «que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades». Allí, ciertamente, se sugería un título: La vida de ... Bastaba añadirle el nombre del protagonista,   —145→   tal como al capitulador se le ofrecía más acorde con su pobre interpretación de la novela: ... de Lazarillo de Tormes ... Pero pensar en un título encabezado por La vida de ... era tanto como traer a la memoria el libro que «en casa de Juan de Junta» se veía y manejaba a diario: La vida del bienaventurado Sant Amaro, y de los peligros que passó hasta que llegó al Paraýso terrenal.

Desde luego, no podemos saber si el «que vive...» del «Prólogo» llevó a La vida de ... y a partir de ahí se llegó al Sant Amaro, o bien si la reminiscencia del Sant Amaro inclinó a prestar atención al «que vive ...» del comienzo, pero no por ello varía el resultado. Pues el título posible para el Lazarillo y el tan familiar del Sant Amaro sin duda se superpusieron en la mente del capitulador. Un rasgo no despreciable favoreció probablemente el encuentro. Los «peligros que passó» San Amaro son en buena parte navegaciones amenazadas por pérdidas de rumbo, «muy grandes tormentas» y «bestias marinas», hasta que Dios lo quiso «sacar a buen puerto»: el buen puerto que alcanzó «remando por la ribera del mar», en el que mandó a sus acompañantes fundar una ciudad y desde el cual al fin «llegó al Paraýso»271. Lázaro presenta sus «fortunas, peligros y adversidades» como un tributo a quienes, pese a enfrentarse a una Fortuna «contraria», «con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto». La imagen de la vida como ardua travesía marítima era trivialísima, naturalmente272, y no es imaginable que el incógnito del Lazarillo la tomara del Sant Amaro: el ilustre lugar común no necesitaba apoyaturas tan pobres273. En cambio, es bien explicable que al capitulador de Junta, hombre cuya rudeza no hace suponer muchas letras, al tropezarse con el viejo símil en el pórtico de   —146→   nuestra novela, se le viniera a la cabeza el folletín hagiográfico que con tantos colorines encarnaba la metáfora en Amaro y cuyos ejemplares tal vez tenía al alcance de la mano, en el taller de Junta, mientras trabajaba en el Lazarillo.

Así, pues, el título del Lazarillo debió surgir al conjugarse la sugerencia de una frase del «Prólogo» («que vive ») y el diseño sintáctico y conceptual de La vida del bienaventurado Sant Amaro, y de los peligros que passó... Nótese que la tal frase hablaba de «fortunas, PELIGROS y adversidades», pero el capitulador, con significativo écart, prescindió del segundo sustantivo, porque, figurando como figuraba en el título del Sant Amaro, hubiera introducido dos ítem demasiado parecidos en el catálogo de Junta274.

No se descuide tampoco otra menudencia singularmente significativa. Al extractar la citada línea del «Prólogo», el capitulador prefirió usar el adjetivo («sus fortunas ...») en vez del 'posesivo patético' (Spitzer dixit) que le proponía el Sant Amaro: *y de las fortunas y adversidades que passó. Pero, con la cortedad de ideas que ya le conocemos, no echó la propuesta en saco roto, antes la recuperó en el «tractado segundo» y la sostuvo machaconamente en todos los restantes, tal cual o con una pequeña mudanza en el léxico: «y de las cosas que con él passó», «y de lo que le acaesció con él». Por ende, el título y los epígrafes del Lazarillo muestran nuevamente su íntimo parentesco y, al hacerlo, nuevamente ponen de bulto los parvísimos alcances y el nulo ingenio del capitulador.

En mi opinión, la claridad con que se entiende cómo se formularon no solo el título, sino también los epígrafes de la carta de Lázaro, cuando se asume la hipótesis de que la operación se efectuó en la misma oficina tipográfica del Sant Amaro, basta para llevar al ánimo la convicción de que la princeps del Lazarillo fue impresa por Juan de Junta, en Burgos, en un momento posterior al 20 de febrero de 1552 (colofón del Amaro) y bastantes   —147→   meses anterior al 26 de febrero de 1554 (colofón de la «segunda impressión» de Salcedo).

La capacidad explicativa de tal conclusión no se agota en la precisión bibliográfica y en iluminar la génesis de título y epígrafes: echa luz además sobre cuestiones fundamentales para la edición crítica del Lazarillo. Siempre se ha subrayado, por ejemplo, el carácter conservador del texto impreso por Junta en 1554. Frente a las interpolaciones de Salcedo, frente al más moderno sistema de puntuación usado por Nucio, es evidente que la edición burgalesa mantiene, verbigracia, más lecturas difficiliores y -como admite hasta J. M. Caso, poco proclive a hacerle concesiones- «no manifiesta intenciones correctoras»275. Pero ese es justamente el proceder que cabía esperar de una simple reimpresión. Quienes se subieron en marcha al carro triunfal del Lazarillo se sentían obligados a aportarle alguna novedad: Salcedo le pergeñó unas adiciones, Nucio encargó una Segunda parte. Tanto en Alcalá como en Amberes, por otro lado, el texto había de ser compuesto de primera instancia, y el quehacer daba pie a todas las deformaciones (mayormente, por supresión, a mi juicio) habituales en circunstancias semejantes276. Por el contrario, para un editor que ya había enviado el Lazarillo a sus talleres, una reimpresión al arrimo del éxito no incitaba a modificación alguna: se trataba sólo de copiar la primera edición, de manera mecánica, preferentemente a plana y renglón, sin correcciones ni innovaciones, porque todas las que parecían aconsejables ya se habían introducido al disponer el original para la imprenta. Todos los indicios apuntan que el texto burgalés de 1554 responde a esa actitud.

Resaltemos un particular: el ritual de las reimpresiones incluía realizarlas, en efecto, a plana y renglón. «Nella stampa delle origini ..., quando i tipografi ne hanno la possibilità preferiscono addirittura seguire pedissequamente la precedente   —148→   edizione, stampando il testo esattamente nello stesso modo, riga per riga e pagina per pagina»277. Como es sabido, el sistema evitaba las erratas más temibles (así, se apreciaba en el acto si el cajista se había saltado una o varias palabras ex homoioteleuto) y sobre todo agilizaba la tarea extraordinariamente, porque, teniendo a la vista el modelo de la edición anterior, podía imprimirse el blanco mientras se estaba componiendo la retiración. La copia a plana y renglón no ofrecía sino ventajas, y cuando mediaba poco espacio de tiempo entre dos impresiones y, por tanto, seguía disponiéndose de los mismos materiales, lo más común era recurrir a ese método. Es, pues, conjetura altamente verosímil, por conforme con los usos tipográficos del período, que si fue Junta quien publicó la princeps en 1552 ó 1553, la reimpresión de 1554 se hiciera a plana y renglón. Pero, si tal fue el caso, nuestra curiosidad por la edición perdida puede satisfacerse bien cumplidamente: pues, salvo en la fecha de la cubierta y del colofón y en los inescapables gazapos, el volumen de 1554 ha de ser poco menos que un facsímil de la princeps.

Sin embargo, no nos contentamos con estar más próximos de lo que nunca habíamos estado a los orígenes del Lazarillo. Los problemas ecdóticos y bibliográficos nos intrigan; los designios y la figura del incógnito autor nos apasionan. La hipótesis presentada hasta aquí da cuenta, creo, de bastantes puntos de relieve en relación con los primeros278; en cuanto a los segundos,   —149→   juzgo que también nos permite algún vislumbre, mas, por desgracia, en términos principalmente negativos.

De un hecho sí nos cabe una seguridad suficiente: la princeps del Lazarillo se aleja de la voluntad del novelista en aspectos tan sustanciales como el título, la división en «tractados» y los epígrafes que se les atribuyen. O traduciendo esa evidencia a otro orden de cosas: el autor no confió a Junta la publicación de la obra, porque, de haberlo hecho, también le hubiera dado instrucciones sobre tales extremos, y no se comprende por qué iba el editor a rechazarlas. Junta no obró discretamente con el Lazarillo, poniéndolo en manos de un capitulador tan inepto como hemos comprobado. Pero la necesidad de hacer intervenir a un empleado postula que el texto que llegó al patrón, no sólo carecía de epígrafes, sino, en particular, que tampoco llevaba un ingrediente más de rigor: un título.

No sería prudente gastar demasiada tinta en especulaciones sobre el título que el autor pudo prever para el Lazarillo. La declaración del preámbulo según la cual «Vuestra Merced escribe se le escriba y RELATE el CASO» nos evoca pliegos noticieros con   —150→   encabezamientos como (Esta es una) RELACIÓN de dos CASOS nuevamente acaescidos ...279 El corte epistolar del libro nos remite a las fórmulas corrientes al frente de las numerosas cartas que por entonces se imprimían: Traslado ..., Copia ... y aun Relación de una carta ...280 El Bachiller de Arcadia, Eugenio de Salazar y no digamos el auge espectacular de las carte messaggiere nos tientan con otras posibilidades. Inútil darle vueltas. Con todo, insisto, parece probable que el manuscrito manejado por Juan de Junta fuera sin título, porque, de tenerlo, el capitulador lo habría respetado sin más, en lugar de inventarle uno a tontas y a locas281. Pero iba sin título ¿por accidente o porque el novelista no se lo había puesto?

Cuando Lázaro se proclama gozoso de que «cosas tan señaladas» como las suyas «vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido», hay que colegir que está aludiendo a una divulgación de su «nonada» por medio de la imprenta. La interpretación no es inexcusable (tantas son las obras del Siglo de Oro que buscaron y consiguieron resonancia al margen de la tipografía)282, pero sí se diría la más plausible. Ahora bien, que el autor proyectara dar el libro a las prensas no significa que tuviera prisa por verlo de molde y hubiera ultimado todos los detalles al propósito: nada más normal que comunicárselo antes a los amigos, incluso a falta de pulir algún pasaje...   —151→   o titularlo en forma debida. Porque, además, en ese estadio, no le hacía falta. Quizá ni siquiera le convenía.

El Lazarillo era un apócrifo a ciencia y conciencia: no tanto una ficción cuanto una falsificación. En 1552 o en 1553, se ofrecía como si realmente se tratara de la carta de un pregonero toledano; y solo cuando los lectores habían entrado al engaño, guiñaba un ojo para insinuarles que no era tal y dejarlos perplejos preguntándose dónde estaba la verdad y dónde la mentira. Ahora bien, las cartas, de pregoneros o de no pregoneros, no llevan título. A mediados del siglo XVI, con frecuencia prescindían incluso de fórmulas de encabezamiento, suplidas por el sobrescrito; y en el Lazarillo sobraba cualquier sobrescrito, porque no se dirigía a nadie cuyo nombre pudiera sobrescribirse, sino a un destinatario deliberadamente anónimo: de ahí que se le aplicara el tratamiento neutro de Vuestra Merced283. Al llegar a la imprenta, la obra exigía un título (ya vimos cómo se lo endilgaron «en casa de Juan de Junta»). Pero, mientras circulara manuscrita, el autor no tenía por qué ponérselo. En manuscrito, el Lazarillo no necesitaba presentarse como relación, copia o traslado de una carta: podía jugar a ser el original, la carta misma de Lázaro de Tormes.



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