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La participación del Mediterráneo en la construcción del imaginario infantil europeo

Gabriel Janer Manila




ArribaAbajoIntroducción

Cada día la prensa escrita, la televisión, la radio hablan de Europa. Alguien ha escrito que Bosnia es el gran fracaso de Europa y que ser europeo es quizás una vergüenza. Pero es preciso proclamar todavía la necesaria tolerancia, la comprensión, la reivindicación de la diversidad que están en la base de la convivencia. Es preciso construir Europa como un espacio de libertad en donde todas las diversidades sean posibles. Hace algún tiempo, leí una bellísima definición de Europa; pero era una mentira. Decía: Europa es aquella tierra en donde ya no existe la pena de muerte. Tal vez no sea así; pero podría interpretarse que sólo es Europa aquellas tierras en donde la pena de muerte no existe.

Hace unos ocho años asistí por vez primera al festival internacional de teatro de títeres de Chaleville-Mézières en la región de les Ardenes, en el corazón de la Europa del norte. Un grupo de Sarajevo, cuyas actuaciones eran esperadas con inquietud, no había podido llegar a tiempo porque no permitían que saliera de su país en guerra y la actuación tuvo que demorarse hasta el último día, en que, finalmente, la compañía pudo llevar a término sus representaciones, ya a punto de clausurarse la muestra. Yo estaba, aquella tarde, en la sala. Un actor se aproximó al público y explicó que el espectáculo que veríamos lo habían ya visto, antes que nosotros, muchos niños y niñas de aquella ciudad quemada por la dureza de la guerra, internos en hospitales y orfanatos. Si alguna vez hemos conseguido -afirmó aquel actor- que surgiera una sonrisa en sus labios, ya nos damos por satisfechos. Era un espectáculo que hacía de la ternura y el juego su poética, arropada a veces de un cierto humor. Los actores cantaban una canción popular de su tierra. Era una canción del mar que hablaba de una nave perdida. Nos habían dado una barca de papel de periódico que llevaba noticias de la guerra. Y os aseguro que desde el primer gesto habían conseguido crear un sentimiento de complicidad extraordinario, provocar la solidaridad de los espectadores con aquellos niños y niñas de los hospitales y orfanatos de Sarajevo que tal vez habían sonreído frente a aquel teatro. Pensé en Europa, este proyecto que es preciso volver a definir continuamente a partir de sus dramas.

Y pensé en la gran tarea que corresponde a la educación. No hace mucho un pedagogo y un periodista franceses, Philippe Meirieu y Marc Guiraud han publicado un libro con este título: «La escuela o la guerra civil», en el sentido que, o bien volvemos a definir los objetivos y el funcionamiento de la escuela (una nueva escuela basada en la educación cívica y la democracia, contra la competitividad que provoca la selección abusiva, el apartheid, el analfabetismo y el fracaso) o podemos llegar a construir una sociedad de mafiosos y sectaria dirigida a la confrontación civil. Educar para que seamos capaces de existir. He aquí el reto: existir desde la diferencia; pero desde el pacto social que esto comporta.

Hace algunos años en Marsella, en el acto de clausura de unas jornadas de debate en las que participaron intelectuales procedentes de los países que bordean el Mediterráneo, el mar entre tierras, mar mitológico que une las costas que abraza y las separa al mismo tiempo en dos universos antagónicos: la línea que fractura el Norte poderoso y rico del Sur superpoblado y pobre; la actriz griega Melina Mercuri leyó un comunicado en nombre de todos los asistentes en el que reivindicaba la urgente necesidad de los pueblos mediterráneos de salvaguardar el patrimonio cultural. «Las tierras que rodean este mar -decía- han creado a lo largo de la historia las formas más elevadas de cultura y de convivencia. De aquí han salido dioses y profetas, aquí se han planteado por la vía de la razón los grandes problemas que aturden a los hombres. De aquí han surgido formas de convivencia y leyes que han marcado los caminos de los pueblos». Cabría añadir, todavía, aunque existe el peligro de caer en el tópico: crisol de civilizaciones y encuentro de culturas, patrón de la belleza y del arte clásicos y, no obstante, un sistema de pobrezas enfrentadas, de lucha durísima por la vida; escenario de guerras, de cruzadas y de exterminios étnicos; tierras de tiranos divinizados en estatuas de mármol. La historia a menudo conflictiva, a menudo dramática de unos territorios sobre los cuales puedes encontrar los mismos paisajes, una similitud de rostros y siluetas, y la coexistencia de tradiciones y fiestas que celebran la crecida del sol, los perfumes exultantes de la primavera -¿conocéis el país del limonero florido donde las montañas verdean y las palmeras se pierden solitarias en el cielo transparente?-, la plenitud de las cosechas de verano, las fiestas de otoño y las lluvias: las grandes crecidas de los torrentes. En una bellísima canción de Raimon se dice: «En mi país la lluvia no sabe llover: / o llueve poco o llueve demasiado. / Si llueve poco, es la sequía; / si llueve demasiado es un desastre. / ¿Quién traerá la lluvia a la escuela? / ¿Quién le dirá cómo tiene que llover?». Y la ruptura, cada vez más profunda entre las dos riberas. Edgae Pisani ha escrito que el Mediterráneo es una realidad que debe ser construida, primero como concepto, después como sistema y, finalmente, como realidad socioeconómica. Pero es una realidad que ha de ser construida teniendo en cuenta que las culturas son aquí herencia, identidad y búsqueda. No se trata de reinventar el paisaje fastuoso y mágico: las puestas de sol, las rocas golpeadas por el mar, las playas tranquilas, los encinares sombríos y las pinedas...; sino de penetrar en la efervescencia de los pueblos que viven sobre este doble litoral minado por continuos conflictos: El mediterráneo no ha sido jamás un espacio de fácil convivencia. «Allá donde la naturaleza es bella y generosa, los hombres son avaros y malvados», había sentenciado George Sand, al escribir «Un hiver à Majorque», después de aquel invierno de 1839 en que viajó a la isla en compañía de Frédéric Chopin: allí el músico polonés compuso algunos de sus más bellos preludios. El Mediterráneo del siglo XXI tendrá que pasar por la inexorable creación en ambas riberas de una consciencia construida desde el mosaico de los paisajes y de las culturas que lo integran. El diálogo -«unos quinientos años antes de la era cristiana, sucedió en la Magna Grecia -escribió J. L. Borges- la mejor cosa que registra la historia universal: el descubrimiento del diálogo»- intercultural tendrá que ser la gran participación mediterránea a la construcción de Europa. La Europa que la literatura infantil y juvenil los libros que los niños integran en su espacio de juego- ha de contribuir a configurar. Hace algunos años, en unas jornadas que reunieron en Palma de Mallorca a estudiosos de diversos lugares de Europa con la finalidad de dilucidar la contribución de la literatura infantil en la construcción de Europa, se insistió especialmente en la necesidad de reconocernos en una supranacionalidad construida a partir de las diferencias que la integran: «Ser europeo consiste en dar testimonio de estas diferencias. Es necesario, pues, participar en la configuración de un imaginario colectivo europeo desde la manifestación de la diversidad»1. Entonces, es preciso preguntarse: ¿En qué medida los libros que leen los niños y los jóvenes participan en la creación de un horizonte de reencuentro solidario desde la diversidad y la diferencia? No sé si el nacimiento de esta conciencia en una parte y en otra del Mediterráneo sólo es una ilusión óptica, una ficción surgida de un mar tan fecundo de leyendas. Y, todavía, tendría que hablar de los desequilibrios económicos que, en lugar de unir las dos riberas, las confrontan; de la contaminación derivada de la industrialización anárquica; de la especulación, del resurgimiento de los fanatismos religiosos. Pero en la base de la mediterraneidad, policonceptual y múltiple, se mezclan las aportaciones griega, romana, judía, cristiana, islámica... De Grecia ha recibido en herencia el canon estético convertido en clásico, el legado democrático y la preocupación por la autonomía del pensamiento. De Roma, la confianza en el valor de las instituciones públicas. De la cultura judía, la proclamación del monoteísmo, la instauración de la ley como norma que regula las relaciones humanas, la creencia en un poder que tutela, severo, la arquitectura del mundo. Del cristianismo, la posible aproximación entre Dios y los hombres, por medio de la encarnación de Dios que se hace hombre. Del Islam, extendido por la ribera sur, el Mediterráneo lleva la marca de esta civilización excepcional que hizo surgir desde el Bósforo al Atlántico, algunas de las creaciones más bellas de la inteligencia humana.

Estos diversos estratos -religiosos y culturales- se contradicen en la medida en que las sociedades han querido -y quieren, todavía- hacer de ellos verdades exclusivas; entonces surge la intolerancia, y el odio..., y los gritos de venganza. La ciudadanía democrática, la autonomía de la cosa pública, el poder de la ley, la proximidad del Dios que se humaniza, el humanismo laico..., son imágenes a menudo olvidadas en el fondo del Mediterráneo y que, no obstante, definen su profunda identidad2. El Mediterráneo es Jerusalén, El Cairo, Atenas, Venecia, Alejandría, Dubrovnik, Roma, Eivissa, Barcelona, Granada..., las simetrías de la Alhambra tan parecidas a las constelaciones. Y Homero, Sócrates, Averroes, Ramon Llull, Galileo, Miguel Ángel, Leonardo, Gaudí, Joan Miró... En las riberas de este mar se concentran todas las contradicciones de la humanidad. De una parte el Partenón; de la otra, las barcas de inmigrantes que huyen, de noche, del hambre ancestral y de la miseria.

Pero antes que los viajeros románticos descubrieran las ninfas desnudas, las viñas junto al mar, los viejos olivos de troncos milenarios, los huertos de frutales y los pequeños puertos de pescadores: las redes extendidas y el mar azul, con delfines que saltan y peces rojos; mucho antes, digo, Don Quijote, el caballero de la triste figura, llegó a la ribera del Mediterráneo: aquel mar que Miguel de Cervantes había conocido tan de cerca en la batalla de Lepanto contra los turcos, entre soldados amontonados en las galeras. Y el espectáculo de unas naves que se hunden incendiadas, el mar, rojo de sangre. «Tendieron Don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto...» (II parte, capít. LXI). Y a continuación: «el mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro...» (II parte, capít. LXI). Al llegar a la ciudad de Barcelona, Don Quijote descubrió la imprenta, el mar -alegre y claro- , y la melancolía: cierta tristeza.






ArribaAbajoEn aquel tiempo en que los animales hablaban

Contar viejos cuentos, trasladarnos de pronto al tiempo maravilloso en que la vida de hombres y mujeres era y no era, también es una de las grandes experiencias culturales vinculadas al Mediterráneo. Es cierto que no se trata de una práctica que las tierras que bordean este mar posean en exclusiva. En cualquier lugar del mundo, junto al calor de la lumbre, ante el mar helado, en una cabaña de la selva, en una plaza, bajo los pórticos de una iglesia, encontraremos un hombre o una mujer dispuestos a contar una antigua historia: la vieja y fabulosa costumbre de contar. Una práctica que durante miles de años ha fascinado a niños y adultos de todo el mundo.

Se trata de un material literario de tradición oral que ha atravesado las generaciones y el tiempo, contado junto al fuego en las noches de invierno, con la complicidad del fuego, como en un ritual arcaico. A veces, el narrador de cuentos podía ser un viajero, un hombre que venía de lejos, revestido del misterio que guía al peregrino solitario.

La palabra del cuento es una palabra que viene de lejos, mágica y oscura. Una palabra que desborda su significado estricto y se llena de una fuerza poética de extraordinaria eficacia: príncipes invisibles, brujas malvadas, princesas que no saben reír, objetos que corren, jóvenes galantes, alfombras que vuelan, puertas que se abren al conjuro de una palabra mágica, doncellas perseguidas por el maleficio de una mala reina, jóvenes que buscan el amor difícil de las tres naranjas... He aquí la substancia que configura la materia poética de los cuentos maravillosos. Una ventana que se abre a la imaginación y una incitación constante a la aventura y al riesgo de recorrer el mundo, la pasión de buscar, más allá de las puestas de sol, el fulgor de las noches y la penumbra verde del bosque, el aire seductor y fresco de la libertad.

En las sociedades tradicionales en que eran contados normalmente, se producía, porque éste era uno de los poderes de los cuentos, una corriente de identificación entre el narrador y quienes acudían a escucharlo. Pero también surgía esta corriente entre el público, el contenido del cuento y la forma de contarlo. El narrador o la narradora dominaban las reglas que regían el relato. Conocían la gramática que rige la comunicación oral y sabían cada una de sus estrategias. De esta manera, aquella voz que llegaba de lejos encarnaba el espíritu de la colectividad y se convertía en la voz que daba expresión a la sabiduría que aquella sociedad humana había acumulado a lo largo del tiempo.

Esta sabiduría la han acumulado a través de una profunda relación con la realidad, aunque a veces se les ha acusado de rehuirla. Los cuentos populares no son una crónica de la vida cotidiana ni buscan reproducir con exactitud los dramas o los conflictos humanos; pero no los rehúyen. Más allá de las historias que cuentan, se perfilan ciertos problemas sociales y políticos: la pobreza, el hambre, la soledad. La tragedia del abandono de un hijo en el bosque a causa de la miseria y el infortunio. La sociedad que aparece en los cuentos es una sociedad dividida en clases -príncipes y reyes, nobles señores, burgueses, mercaderes y pobres- que presentan los sentimientos y las actitudes de las clases dominadas frente a las clases dominadoras: la admiración, la sumisión, la burla. También aparecen referencias a la sexualidad: a veces festiva, otras veces dramática. Y, a menudo, a la realidad trágica y cruel de las relaciones humanas. Los cuentos populares nos cuentan la vida miserable de las clases populares. Una miseria de la que el hombre no se siente capaz de salirse si no es por arte de encantamiento. ¿Qué podían soñar payeses y burgueses del Antiguo Régimen a no ser convertirse en príncipes por arte de brujería? El encuentro prodigioso entre lo imposible y la cotidianidad: la irrupción de lo maravilloso en la vida real.

A la flor de la vida los jóvenes tendrán que acometer su compromiso. Y partirán a buscar ventura, y el mundo será suyo. Llegarán a un paisaje de colores cambiantes, poblado de imprevisibles criaturas que surgen inquietas a su encuentro. En los cuentos, la realidad posee una nueva forma emergente, vinculada a la imaginación y a lo maravilloso. Esta emergencia, conectada a los lenguajes simbólicos es esencialmente humanizadora, porque se trata de un proceso mediante el cual organizamos la experiencia y atribuimos significación al caos: el mundo desordenado, incomprensible, agresivo, que tratamos de significar mediante una historia llena de vigor y, a la vez, de belleza poética. El lenguaje simbólico de los cuentos participa en la creación de una personalidad independiente y nos acompaña a lo largo de muchos días. El corazón se compromete en esta búsqueda, mientras la mente viaja por las curvas de la generosidad y el coraje. Quienes inventaron los cuentos y quienes los contaron eran gentes que buscaban entender el mundo sin excesivos optimismos, pero querían divertirse en la contanza.

No es fácil determinar la gama de registros -el inventario de funciones educativas- que un cuento es capaz de movilizar. Está en primer lugar el placer de escucharlo, de sentirlo renacer en la voz mágica del narrador. Vendrá después la capacidad de estimular la imaginación y abrir la inteligencia a los lenguajes que nos hablan simbólicamente del mundo. La capacidad de despertar el razonamiento y la secuenciación lógica. Después de los tres años, un niño es capaz de recordar las secuencias de un cuento sencillo. Más tarde será capaz de secuenciar los materiales de una historia y, aún más tarde, de interferir en la estructura del relato con observaciones y apreciaciones inéditas.

Puede que la gran aportación de los cuentos maravillosos a la educación sea la capacidad de provocar el encuentro sin tensiones del universo mágico con la realidad estricta y severa. Esta es la sabia lección de los cuentos antiguos. Una sabiduría que nos facilita el conocimiento del mundo y sus múltiples matices, a la vez que permite la maduración de nuestro equipaje de emociones con las que, inevitablemente, tendremos que enfrentarnos al mundo.

Pero los cuentos tradicionales localizan a menudo la acción fantástica en el ámbito geográfico donde se asientan. Y se impregnan de la cultura propia de la tierra donde cuajaron a lo largo de mucho tiempo. Los paisajes de la imaginación se entrecruzan con los paisajes cotidianos y cabalgan con ellos hasta fundirse en un aliaje de imprevisibles consecuencias poéticas: los peligros de la navegación por mar, en invierno, tan poco propicio para la navegación, la necesidad del viento favorable, los patronos de barca, las sirenas que persiguen las naves, siempre cantando, a fin de distraer a los marineros en días de mal tiempo y desorientarles para que las olas se los lleven mar adentro, las escuadras reales, las galeras, los pescadores, los corsarios... «La novia de Algendar / hoy está en tierra, / mañana estará en el mar...», dice un bellísimo romance de la isla de Menorca en el que se cuenta la historia de una joven a quien los piratas robaron el mismo día de su boda. No es extraño, pues, que en ambas riberas del Mediterráneo se incorporen a los viejos cuentos el testimonio y el drama de la esclavitud: las incursiones de piratas, los mercados de esclavos, el trabajo forzado, el deseo de fugarse, el precio del rescate...

Tres voces antiguas marcaron la evolución y el sentido de los cuentos populares mediterráneos. Estas voces representaron al mismo tiempo tres grandes culturas: a) la voz del Talmud; b) la voz de Homero; c) la voz de Shéhérezade.


ArribaAbajoa) La voz del Talmud

Las antiguas historias de la literatura hebrea, configurada desde el siglo IV antes de Cristo hasta la conquista árabe, mitos y leyendas reunidos en el agadá: el corpus de materiales narrativos de procedencia oral y moralizadores que acompañaron durante siglos los comentarios a la lecturas de la sinagoga, de noche en los barrios judíos a la luz de una lámpara. Relatos que explican la creación del mundo, la caída del ángel, la creación del primer hombre y la primera mujer, que describen cómo fue el paraíso y cuentan como Eva fue seducida por la serpiente, relatan la historia del diluvio universal, la historia de Noé y el origen del vino; de Abraham, de José, de Moisés, la entrega de la ley, la historia de los reyes y de los profetas: David, Salomón, Esther..., la verdad de los sueños3. En un antiguo cuento mediterráneo en el que se explica la creación del hombre sobre una tierra fértil, junto a un río caudaloso, se concretan las materias de las que dios se sirvió. Integraron el cuerpo de nuestro primer padre ocho elementos extraídos de la naturaleza: el torso era de barro, los huesos, de piedra; las venas, de raíces; de agua, la sangre; los cabellos, de hierba; el pensamiento, de viento y de nubes, el corazón. La arcilla, la piedra, las raíces, el agua... El viento fue la substancia de la que hizo el pensamiento del hombre, y nada hay tan veloz4. Las nubes y las nieblas configuraron la materia del corazón hecha de pasiones, de irrenunciables quimeras; pero también de oscuros miedos que sólo el viento de la inteligencia y la reflexión pueden ahuyentar.




ArribaAbajob) La voz de Homero

Es la voz de un poeta ciego. Borges decía que los antiguos griegos subrayaron la ceguera de Homero con la intención de enfatizar la fuerza creadora de la poesía oral. De esta forma, las palabras nos permiten explorar la memoria de las cosas, de la misma manera que Francisco de Goya se volvió sordo para escuchar los colores de su obra más oscura. La voz de Homero se remonta a los tiempos oscuros. Desde la oscuridad del tiempo nos habla de la gran epopeya de los héroes y de los dioses. La Odisea, basada en la estructura del cuento popular, nos cuenta la aventura de Ulises de retorno a Ítaca, después de la guerra de Troya. El viaje transcurre hacia poniente -en un cuento de la isla de Mallorca, unos hombres parten cada noche hacia levante para buscar el día- y tendrá que vencer a fuerza de habilidad -«polumechanos» le llama Homero: rico en estrategias que permiten continuar la navegación- y de astucia las dificultades: los gigantes antropófagos, las brujas, los monstruos... El gigante de Es Vedrà vivía en una cueva como el cíclope Polifemo, el ser gigantesco que quería hundir la nave de Ulises a base de pedradas, Circe, medio bruja, o quizás una diosa; las sirenas, la visita al reino de los muertos...5

El mundo clásico llena de mitos el viejo mar: Edipo, Fedra, Antígona, Sísifo, Yocasta, Andrómeda, Perseo... (Dicen que Zeus hizo, con la intención de que durara más el placer, que la noche en que engendró a Hércules durara tres noches). Mitos y cuentos que tratan de dar sentido a la vida, de representar por la vía de la poetización los viejos afanes de los dioses y de los hombres. A menudo el cuento explica una misma historia y la atribuye a personajes diversos, según el lugar donde recala: La Vía Láctea era el camino que llevaba a la casa de Zeus y se había formado de un reguero de leche que brotó del pecho de Hera, cuando Heracles, justo acababa de nacer, comenzó a mamar. En mi tierra, la Vía Láctea -el camino de Santiago, porque dicen que lleva a la ciudad de Compostela- se formó con el polvo que se levantaba al pasar el caballo del rey Jaime I, el Conquistador6.

Grecia es también la historia de los amores de Eros y Psique, según la cuenta Apuleio: el gran mito del animal enamorado y de los cuentos de la bella y la bestia. Se trata de un tema conocido a lo largo de los siglos, tan popular que difícilmente podríamos encontrar otro cuento maravilloso cuyo argumento hubiese experimentado tantas transformaciones. A pesar de la gran cantidad de motivos que integran los cuentos de este ciclo, el elemento a destacar en todas las versiones y que constituye el eje que las articula, es la transformación. La metamorfosis del hombre en animal determina toda la acción del relato7. Pero el desencantamiento se produce a lo largo de un proceso de enamoramiento. Es el amor de la joven protagonista que rompe el embrujo de la bestia: que puede ser un dragón, un cerdo, un pez, un cuervo... Se trata de un amor que salva y regenera, que surge de la desgracia y culmina en la conquista de la felicidad. También Herodoto recoge abundantes leyendas y tradiciones del mundo mediterráneo de su tiempo con el afán de explicarnos la geografía imaginaria de los pueblos de las costas y su deseo de convivir con los propios fantasmas. El Mediterráneo es, también, el mar de la fábula, que Aristóteles emplaza entre los recursos retóricos de la persuasión. En su origen fue una literatura vinculada a la fiesta y al banquete: a una fiesta en la que inciden la sátira y el escarnio, las representaciones burlescas. Se trata de una poesía que nos propone unas pautas de conducta y, a la vez, la ilustra con la finalidad de sugerirnos un comportamiento desde la crítica a la sociedad. Sócrates toma estos recursos de raíz popular y los incorpora a su discurso. La paradoja y la ironía de la fábula, su cariz crítico, los ataques al poder y a la injusticia. La fábula fue utilizada por aquellas filosofías que se planteaban la construcción de una sociedad nueva. Primeramente, fueron los socráticos; después, en época helenística, los estoicos y los cínicos8. Los animales retoman la palabra incisiva de la sátira dispuestos a representar la vida de los hombres y a ironizarla.




ArribaAbajoc) La voz de Shéhérezade

Jamás la voz que narra había conseguido erotizarse con tanta intensidad como la que explica los cuentos de Las mil y una noches. Las modulaciones, la melodía, la energía de los gestos, la sonoridad de las palabras, los silencios, activamente fusionados en la configuración del sentido que adquiere la palabra. La voz hábil, la sonrisa sutil de la joven narradora, consigue implicar todo el cuerpo en la narración. Este ritmo no es extraño a aquello que busca obtener de las historias que cuenta: la ganancia de vivir. Porque contar historias equivale a vivir, Shéhérezade vive en la medida que es capaz de continuar la narración de sus relatos, hasta el infinito. Si Shéhérezade no tuviera más relatos en la memoria sería ejecutada. Y si quiere continuar viviendo tendrá que volver a contar noche tras noche nuevas historias, mientras Shariar transforma el resentimiento y el odio iniciales en amor a la vida. El secreto de Shéhérezade es la capacidad de escapar de la ejecución gracias al misterio que teje entorno a las historias que explica: la tensión que crea, el énfasis que proyecta, su capacidad lúdica, el enigma que gira sobre las palabras. Una instancia de simbolización -de recreación del universo significativo- significada por la voz. Entonces, la ficción transita por la voz. Y las historias que Shéhérezade explica noche tras noche: la historia de «Aladino y la lámpara maravillosa», los «Viajes de Simbad, el marinero», la historia de «Farizada, la de la sonrisa de rosa», la de «Alí-Nur y la dulce amiga», la de «El mercader y el genio»... desprenden la exquisita sensualidad y el placer de vivir, la fascinación por el deseo, el gusto por la memoria de las cosas. Los viajes del marinero Simbad nos incitan a convivir con la fantasía, habitar los paisajes imposibles de la ficción. La curiosidad es aquello que le obliga a volver a partir, después de cada viaje para reencontrar la imaginación perdida, el misterio inquietante de los sueños.

No es difícil encontrar en los cuentos populares de ambas riberas del Mediterráneo la influencia de la cultura árabe. Algunas de las fascinaciones que esta cultura ha ejercido: el poder mágico del agua, las fuentes subterráneas, los pozos, los tesoros ocultos, las hierbas medicinales, las ciudades perdidas...






ArribaAbajoConjugar la vida en imperfecto

Es indudable que entre las estrategias de que se sirve el narrador de historias las primeras palabras con que se abre el espacio imaginario del relato tienen una importancia extraordinaria. Para muchos narradores la primera frase es esencial; porque la primera frase impone unos derroteros, revela un estilo, genera expectativas.

Se trata de introducir el receptor -el receptor oral o el lector- en la historia, mediante un pacto de ficción -la aceptación de la mentira; porque mentira es al fin y al cabo lo que se cuenta-, con la irrealidad que la literatura propone.

Cuando empezamos un cuento antiguo con la fórmula «Érase una vez...», «Había una vez...», «Érase que se era...» nos introducimos en un espacio lleno de promesas. Se abren las puertas de la imaginación a aquella irrealidad que configura el espacio mágico. El imperfecto es el tiempo de los cuentos: un tiempo fuera del tiempo. El imperfecto es también el tiempo del juego infantil y surge en el lenguaje espontáneo del niño: Juguemos a que tú eras el lobo. A que tú eras el guardia y yo el ladrón.

Cabría preguntarse por el valor poético del imperfecto. Tratemos de revisar los tiempos del pasado: El imperfecto nos habla de un pasado: yo amaba. El pasado simple nos habla del pasado: Yo amé. El pasado compuesto también nos habla del pasado: Yo he amado. Tal vez es en este referirse a un pasado inconcreto o ambiguo donde reside el valor poético de este tiempo verbal. Érase una vez, había una vez, eso dicen que fue y era, això era i no era, il était une fois, c'era una volta...

La función fundamental de los tiempos verbales es guiar la recepción textual. Y cada texto tiene un tiempo dominante que le caracteriza. No hay duda que el imperfecto es uno de los tiempos más característicos del mundo narrado. Este pacto de ficción introducido por el imperfecto entre el emisor y el receptor del texto literario abre el paréntesis mágico de la ficción. Para ello, el receptor tendrá que suspender su incredulidad y, para conseguirlo, el emisor tendrá que valerse de todas sus estrategias. Fue en este sentido que Borges decía que toda la literatura es fantástica. Y esta representación de la realidad es siempre una metáfora de la experiencia a la que llegamos a través del cuento, de las historias que oímos contar cuando éramos niños. Yo no tuve libros durante mi niñez; pero tuve la fortuna de poder oír a buenos narradores. Me encantaba escuchar las historias que la gente contaba, durante las noches de invierno, en verano junto al portal. Era un niño y ya amaba a la literatura sin saber que existiera. Me gustaba que no me mandaran a dormir demasiado pronto -siempre era demasiado pronto para mí -, y que los adultos siguieran explicando historias en voz alta. Dice Lacan que mucha gente no habría amado nunca si no hubiese oído historias que hablaban de amor. En aquellas historias ficticias aprendí a conocer algunas realidades.

La voz que narra crea aquellas irrealidades posibles: historias que se recrean y se transforman según la capacidad, la voluntad, la sabiduría del narrador que individualiza el relato cada vez que lo narra. Nunca vamos a contar dos veces la misma historia. Por eso, contar siempre es inventar de nuevo. El narrador es un reformulador del imaginario colectivo mediante el lenguaje. Pero es preciso que aquello que contamos, para que sea materia narrativa, haya pasado por la imaginación.

Contar historias sigue siendo una de las grandes conquistas humanas. Seguramente, una de las conquistas que define con más suerte el paso hacia la hominización es la capacidad del hombre de inventar historias. Puede que anteriormente fuera el fuego, la aparición del lenguaje articulado, el descubrimiento que la técnica, ni que sea la utilización de un palo de roble, multiplica el poder de las manos. Al lado de estas grandes conquistas, debo situar al hombre que narra una historia e inventa narrando un mundo de ficción, relatos que explican la mentira que la mente organiza y la palabra recrea.

Por medio de la narración ordenamos el mundo. Sólo aprendemos las cosas que hemos sido capaces de contarnos, de ordenar en una secuenciación, de estructurar en función del relato. Si la experiencia no se enmarca en una estructura narrativa, se pierde en la memoria. Recontar la experiencia supone ordenarla, organizarla en una representación. John Dewey dijo que el lenguaje es un procedimiento que nos permite clasificar y organizar aquello que sabemos del mundo. Pero sólo sabemos aquello que somos capaces de representar, al mismo tiempo que configuramos el sentido de la representación. En nuestros días las ciencias humanas han descubierto que la narración es una nueva forma de conocimiento. También el significado de la experiencia está profundamente determinado por el orden con que hemos organizado la secuenciación. Muy pronto los niños aprenden algo prodigioso: que el sentido de las cosas que hacen, de la experiencia, está profundamente afectado por la manera en que son capaces de contarlas. J. Bruner ha escrito que nuestra capacidad para contar la experiencia en forma de relato no es únicamente un juego, sino también un instrumento que utilizamos para conferir significado. Y se trata de una estrategia cultural: desde el soliloquio que nos relatamos a la hora de dormirnos, hasta el acusado que confiesa y justifica su implicación en el delito. La representación del mundo -la estructuración de la experiencia en una secuenciación narrativa: la forma en que configuramos la ficción de la realidad- es el resultado de un conflicto moral; porque la atribución de sentido es siempre el resultado de un proceso mediante el cual se crean y se negocian los significados en el interior de una cultura.




ArribaAbajo Un binomio posible

La aportación del Mediterráneo a la literatura infantil podría formularse en los siguientes términos: la reflexión sagaz de Ulises se conjuga con la imaginación fantástica del marinero Simbad. La propuesta que formuló Gianni Rodari en la «Gramática de la fantasía» pone de manifiesto la profunda vinculación que existe entre la fantasía y la razón. Porque no son fuerzas contradictorias, la fantasía busca el soporte de la experiencia y, a la vez, la modifica o la transforma. Se trata de filtrar la energía que la razón fantástica produce y estimula, de esclarecer hasta que extremo el hombre nocturno proyecta su influencia sobre la vida. No es, la fantasía, una actividad de la mente que nos aparta de la realidad. Contrariamente, la representa y elabora ficciones que la explican por la vía de la poetización. Y, porque sólo es posible en el ámbito de la ficción, se convierte en una creación imaginaria que explora los caminos alternativos de la lógica cotidiana, capaz de romper el orden aceptado de las cosas, de conducirnos a la transgresión y a la disidencia. Y, finalmente, es preciso considerarla un juego de simulación. Un juego que permite que surjan algunas cosas que estaban escondidas en el inconsciente... No se trata de una capacidad incontrolable, ni de una evasión, ni de un refugio. Es un juego poético que nos permite caminar más allá de las cosas posibles. Un juego que nos posibilita la representación del mundo, que transforma la realidad porque, de golpe, hemos aplicado una lógica inédita.

El imaginario de un pueblo es el resultado de múltiples y diversos estímulos, a veces llegados de lugares lejanos. Hace dos años trabajamos con los alumnos de mi seminario de Literatura infantil y juvenil algunos aspectos de la diversidad de imaginarios que confluyen actualmente a través de la tradición oral en la isla de Mallorca. Teníamos que entrevistar a personas nacidas fuera de la isla, pero que se habían establecido en ella, dispuestas a contar una historia de ficción que, siendo niños, les habían explicado en su país de origen. Reunimos bastantes materiales, unos mejores que otros. Los había de Sudáfrica, del Magreb, de Rusia, de Alemania, de Argentina... Un joven magrebí nos contó este relato que me gustaría contaros:

«Había una vez un pobre hombre que vivía de la limosna que le daba la gente. Acudía a los mercados, a las mezquitas, a las fiestas, abría la mano y recogía todo lo que buenamente le daban.

Un día le dieron dos rebanadas de pan y, al ver que allí cerca, en la plaza, había un hombre que vendía trozos de carne asada, decidió acercarse con el pan y pedirle que le diera un pedazo de aquella carne.

El vendedor no se lo quiso dar. Le dijo que él la tenía para vender y no para regalar. Entonces vio que de la parrilla en donde la asaba se desprendía humo -el humo de la carne que se asaba- perfumado y sabroso.

Decidió poner el pan en aquel humo, con la finalidad de que se impregnara del sabor y del perfume de la carne. Cuando lo hubo hecho se comió el pan y lo encontró, ciertamente, sabroso.

Entonces el hombre que vendía la carne asada reclamó su parte:

-Tú te has llevado el perfume de la carne que yo he de vender y no me has dado nada a cambio. Tienes la obligación de pagarme algo, porque la carne era mía y tú te has llevado una parte de su aroma.

Fueron al juez para que decidiera qué se debía hacer. El juez les escuchó, les dejó hablar y dictó sentencia:

-Es cierto que la carne que se asaba sobre la brasa era tuya y era tuyo el perfume que de ella se desprendía y que él recogió impregnando su pan. Justo es que te pague algo. Por esta razón, cuando este hombre tenga algunas monedas te las tendrá que entregar. Tú deberás retenerlas en las manos, las manosearás bien manoseadas y experimentarás el placer de tocarlas. Después se las devolverás, porque eran suyas.

Esto dijo el juez. Y se cumplió la sentencia como había dicho».

Posteriormente, supimos que una versión muy parecida de este cuento está recogida en el «Sendebar», y otra versión ha sido conocida por tradición oral en la ciudad italiana de Bari, con la única diferencia que en la sentencia del juez en lugar de manosear las monedas debía sentirse pagado con el tintineo del dinero entre sus manos. A nosotros nos había llegado por tradición oral, a través de un joven trabajador magrebí. La sensualidad que el cuento insinúa -el aroma de la carne que impregna el pan, el gusto de manosear las monedas- podía ser otra aportación mediterránea al imaginario colectivo de los europeos.

La reflexión de Rodari sobre los mecanismos intelectuales que la fantasía promueve y las estrategias para construirla -los secretos del oficio- que había descubierto a lo largo de la vida hicieron cambiar la actitud de algunos enseñantes: Rodari había conseguido que aquellas técnicas de producción de lo fantástico entraran en la escuela y había contribuido a modificar ciertos planteamientos pedagógicos caducos. Su propuesta era el resultado de una larguísima experiencia que se remontaba a finales de los años treinta, a aquellos tiempos que enseñaba italiano a los hijos de unos judíos alemanes refugiados en una casa cerca del lago Maggiore, entre colinas, y seguía con las notas periodísticas posteriores, las conversaciones en Reggio Emilia, la relación permanente con los escolares y los maestros...

Al final del prefacio de su «Gramática», Rodari manifiesta la voluntad de que el libro -él lo llama el pequeño libro- sea útil a aquellos que creen que la imaginación ha de ocupar un lugar en cualquier proyecto educativo, a los que tienen la convicción de que la creatividad infantil ha de ser fomentada, a quienes conocen el valor liberador de la palabra. Rodari reivindica, porque sabe que es un bien no compartido, «los diversos usos de la palabra para todos»: la democratización de los registros lingüísticos, para que todos los hombres y las mujeres tengan la posibilidad de acceder plenamente al dominio de las múltiples energías que confluyen en el lenguaje.

En el inicio del segundo capítulo -aquel que lleva por título: «La piedra en el estanque»-, nos da algunas claves de lo que considera la creación literaria, comparable a la red de implicaciones que supone una piedra tirada en un estanque: las ondas concéntricas, los nenúfares, las cañas, el barquillo de papel, los movimientos invisibles que se propagan en profundidad, las algas, los peces, el barro... Todos estos elementos se ven obligados de golpe a alterar su pasividad sólo por causa del impacto de la piedra en la superficie del agua. Del mismo modo, una palabra lanzada en la mente por casualidad, produce vibraciones en la superficie y en la profundidad y provoca una serie infinita de reacciones en cadena que implican sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, sueños y significados, en un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fantasía y al subconsciente, y que es complicado porque el propio cerebro no asiste pasivamente a la representación, sino que interviene continuamente para aceptar y rehusar, enlazar, construir y destruir.

Rodari sabía que no es suficiente un polo eléctrico para producir una chispa. Y descubre el «binomio fantástico»: al acercar dos elementos extraños -un acercamiento insólito- la imaginación está obligada a activarse. Pero, aún cuando el elemento imprevisible que ha de formar parte de este binomio y la capacidad de hacer que convivan ciertos elementos extraños, el binomio fantástico cabalga sobre la razón. Porque razón y fantasía no son fuerzas ciegas que se contraponen. Una y otra configuran dos dimensiones esenciales de la personalidad humana. Ambas se necesitan y por esta razón cabalgan juntas. La fantasía no es un anestésico que adormece las dificultades y los problemas, ni un cristal transparente de color verde que borra la visión de la sangre. No se trata de huir de la realidad, sino de regenerarla política y culturalmente. He dicho antes que es una representación del mundo, que puede considerarse la energía que transforma la realidad, la clarifica y la enriquece. I puede que sea la mejor y la más atractiva descripción de la realidad. La fantasía es la puerta que se abre a la diversidad de respuestas, otra forma de ordenar las constelaciones, una irreductible forma de volver a hablar de la vida.

No es difícil encontrar en algunas obras y en algunos personajes de la literatura infantil europea la voluntad de diálogo entre la fantasía y la razón -la insobornable razón de Ulises, la enérgica fantasía de Simbad-, que configura la agudeza de espíritu del Mediterráneo. Puedo percibirla, por ejemplo, en la historia de «Atalanta» , de la que Rodari se sirve para explicarnos una sucesión de antiguos mitos con palabras nuevas. Es el relato de una peripecia humana capaz de conducirnos a la reconciliación con los hombres; porque es el relato de una toma de conciencia. Abandonada por su padre -el rey de una pequeña ciudad de la antigua Grecia-, en la cúspide de una montaña, Atalanta fue recogida primeramente por una osa, que la crió; después por Diana, la diosa de los bosques y de la caza. Atalanta creció, pues, en contacto con la naturaleza, en plena libertad. La naturaleza fue -y en esto Rodari pone el acento- más clemente que los hombres. Atalanta recibió una educación natural, casi selvática. La observación que hacía de los cazadores y de la vida de las personas, el día que llegaba cerca de las ciudades, la desgraciada muerte de una compañera acosada por un joven, la habían conducido a odiar a los hombres. El relato no es más que el camino que ha de recorrer Atalanta desde su condición de niña agreste hasta descubrir las pasiones que determinan las historia de los humanos. Las viejas pasiones humanas que Atalanta tendrá que aprender a través de los antiguos mitos: el tronco encendido de Meleagro, la búsqueda del vellocino de oro, la historia de Teseo, el héroe capaz de vencer al Minotauro y recobrar para Atenas, su patria, la tranquilidad y la paz. Viejas historias que hablan de antiguas pasiones. En definitiva, los grandes temas que marcaron la tragedia como género literario: el amor y la muerte, los celos y la amistad, la justicia y la iniquidad, el valor de la sabiduría y la grandeza del coraje humano a la hora de combatir la miseria. Una lectura superficial nos llevaría a la conclusión de que Atalanta es un simple relato de aventuras. Yo creo que explica la más bella aventura de los hombres: la peripecia que tenemos que seguir los humanos para llegar a entender los caminos que llevan al amor; caminos difíciles, llenos de inquietudes cautivadoras. En la búsqueda de la reconciliación con los hombres, Atalanta vivirá la aventura de los grandes héroes, acudirá a la conquista de trofeos lejanos y de tesoros ocultos. Aprenderá las dificultades que han de vencer. Admirará la sabiduría de Teseo que sabe renunciar al poder de rey absoluto para que sea el pueblo que se gobierne a si mismo.




ArribaUn mar interior

Puede que el Mediterráneo solamente sea un mar interior: Un poco de agua salada en el corazón de cada hombre. Teseo entrará de nuevo en el laberinto y volverá a vencer al Minotauro... Ícaro vuela, cae pero en el Mediterráneo jamás no hay una caída definitiva. Las gaviotas volverán a tu puerto y tendrás el corazón lleno de peces rojos. Puede que el Mediterráneo sea un mar interior: «Sus aguas tan limpias -ha escrito Manuel Vicent- son el fondo azul de la memoria, y la aspiración de belleza las convierte en una categoría de la mente. No llores por ese mar. Si alguien llega diciendo que en aquel espacio luminoso de la niñez navegan ahora buques pestilentes de guerra sobre el detritus de petróleo, no lo creas. Si aceptas esa desolación, también tú habrás muerto. Delfines muy azules seguirán saltando allí mientras mantengas limpio el corazón»9. La literatura que los niños y los jóvenes hacen suya porque la integran en su espacio de juego, nos incita a navegar por este mar; porque, posiblemente, toda la literatura infantil es mediterránea.





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