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Literatura oral y ecología de lo imaginario

Gabriel Janer Manila



C'est oublier l´immense domaine de la littérature de voie orale qui, pendant des siècles, et malgré tout parvenu à satisfaire les besoins d'art, d'éducation et de rêve d'une enfance qui dans sa grande majorité ne savait pas lire ou n'était pas destinée à apprendre a lire.


Marc SORIANO. «L'enfance de l'art». La révue des livres pour enfants, n.º 107-108. París, 1986.                






Las palabras que llegaron hasta nosotros desde la noche de los tiempos contienen un pozo de sabiduría acumulada y constituyen la mejor parte de nuestra gran experiencia cultural. Con el aprendizaje de las palabras abandonamos la naturaleza e ingresamos en el universo de la cultura. Esto ocurre cuando el ser humano busca la provisión del lenguaje: esta estructura virtual que ya llevamos dentro y que sólo el juego -la imaginación aplicada al embrujo del significado- puede ser capaz de poner en activo. El juego es el gran mediador entre lo biológico y lo adquirido: el puente que une los primeros balbuceos con nuestros aprendizajes lingüísticos. En aquellos tiempos de balbuceo, el tono de una voz que presentimos cerca, su inflexión, su ritmo, su música nos aportan, cuando apenas tenemos cierto «oído» para esa música rara, algunas emociones fundamentales: cierta sensación de bienestar, alegría, sorpresa, un poco de miedo1. Pronto vamos a saber que el juego participa en el proceso de formación de la experiencia humana. Ese misterio que suena en la voz del que narra, o canta, o recita retahílas de versos nos produce inquietud, pero a la vez nos transmite la certeza de que alguien está ahí para protegernos, una cierta confianza en la realidad que nos envuelve. Cabe preguntarse de qué manera se establece el territorio de la ficción. En términos cognitivos podríamos decir: cómo aparece la competencia para la invención de la irrealidad. Quienes han estudiado el desarrollo afectivo y cognitivo del niño saben que la ficción nace como un espacio de juego: ese lugar donde las leyes de la realidad están suspendidas. El aprendizaje de esta competencia requiere la adquisición de un conjunto de actitudes de gran complejidad. Pero es una conquista específicamente humana que hallamos en todos los pueblos2. Hoy sabemos que el ser humano es un infatigable productor de ficciones destinadas a ir más allá de la vida real, que nos llegan a través del arte, la literatura, el juego, la fiesta... que nos permiten ordenar el mundo; pero también invertirlo con el fin de reinventar la condición humana. Sombras que nos fascinan y encantan: Narciso se ahoga al querer abrazar su reflejo. Li Po, el poeta chino que se emborrachaba de elixires que le hicieran más larga la vida, se ahogó también al querer atrapar con sus manos el rastro de la luna en el agua de un lago. Puede que estos relatos sirvieran de modelo cognitivo a los seres humanos cuando trataban de crear los primeros dispositivos de representación visual. J. Bruner ha escrito que las historias que contamos son admirables por su generativismo: la capacidad de generar múltiples versiones de un mismo tema. El hecho mismo de narrar es fundamental para la interacción social. Porque contar historias está intimement lié, pour ne pas dire constitutif de la vie culturelle3. También, el relato literario subjuntiviza la realidad: nos refiere aquello que es, pero también lo que podría o debería ser. Un universo subjuntivizado es excitante porque nos permite explorar universos posibles que nos atraen y perturban. Estos mundos posibles en cuanto estructuran la materia de que están hechos los sueños y la ordenan puede que sean subversivos.

Aquello que nos atrevemos a imaginar. Es la mediación de lo imaginario -escribe G. Steiner-, de lo inverificable (lo poético), son las posibilidades de la ficción (mentira) y los saltos sintácticos hacia mañanas sin fin lo que ha convertido a hombres y mujeres, a mujeres y hombres, en charlatanes, en murmuradores, en poetas, en metafísicos, en planificadores, en profetas y en rebeldes ante la muerte4. Bruner duda que la vida en sociedad hubiera sido posible sans cette aptitude proprement humaine à organiser et transmette notre expérience sous une forme narrative5. Y añade que esta competencia depende de la existencia de un fondo común de mitos, relatos populares, romances, poemas.

Hija de la imaginación y la memoria, ese mundo indefinible que hemos dado en llamar literatura puede ser un viejo mito que, después de recorrer todos los laberintos llegó hasta nosotros cubierto con ropas de ahora. Pienso -sólo a modo de ejemplo- en James Dean, el pequeño príncipe de Hollywood, muerto a los 24 años en accidente de tráfico y que me hace pensar en Orfeo, en su trágico destino, nacido de la soledad, de la impaciencia, de la energía que contiene su desesperación. Pienso en María Callas. Se ha dicho de ella que poseía la voz más bella del mundo; pero una belleza frágil. Passolini le hizo representar su propio drama: Medea, atormentada, hermosa, grande. Son materiales de ficción que estuvieron siempre en el imaginario colectivo, que se filtran en los pliegues del tiempo y reaparecen de nuevo bajo múltiples formas. Puede ser, también, una canción antigua: un romance, una nana, un canto de trabajo, una retahíla de disparates y absurdos, una balada de amor, un juego de palabras, un trabalenguas. Puede ser uno de aquellos viejos cuentos que se contaron al calor de la lumbre, junto al fuego, con la complicidad del fuego, del misterio que se desprende de las llamas, en la esquina de una plaza pública en día de mercado, o bajo el pórtico de una iglesia. Puede ser una antigua leyenda épica: la historia de un gran héroe fundador de pueblos y ciudades, el relato de la vida del santo patrón, que ahuyenta las pestes, la historia que funda un espacio misterioso o establece un culto. Puede ser un rumor moderno, una leyenda urbana en la que se proyectan viejos temores que los hombres arrastran desde la noche oscura. Historias que se dan o se dieron por ciertas, relatos de aventuras, crónicas de terror, historias o narraciones de vida.

Estos materiales que configuran el espacio de la literatura oral -un espacio cuyos límites son afortunadamente imprecisos- constituyen el patrimonio inmaterial de los pueblos. Y son estos materiales precisamente los más maltratados y fragilizados por la globalización. El patrimonio inmaterial de un país, todo este conjunto de textos orales -de etnotextos- define en gran parte su identidad cultural y, sea grande o pequeño, este patrimonio debe tener significación y sentido para cada nueva generación. Por su vulnerabilidad, este bagaje inmaterial de memoria debería convertirse en un objetivo de conocimiento. Pero sobre todo, debemos tener en cuenta su capacidad energética, en el sentido en que estimula la creatividad humana y contribuye a la configuración de nuestro imaginario. En qué se convertiría Marrakech si la plaza Xemaá el Fna dejase de ser esta encrucijada de culturas vivas, pobladas de música y clamores, llena de color y saturada de perfumes llegados de mundos diversos, que tenemos la suerte de conocer?6. Marràqueix era la ciudad donde las leyendas negras y blancas se cruzaban -ha dicho la escritora marroquí Fátima Mernissi-, los lenguajes se mezclaban y las religiones se encontraban con el silencio inmutable de las arenas en constante movimiento.

Numerosos textos medievales, tanto poéticos como narrativos -ha dicho Juan Goytisolo- fueron escritos para ser recitados y, para leerlos adecuadamente, requieren que se tome en consideración su dimensión auditiva y paralingüística. Muy significativamente, el sector más innovador y revulsivo de la narrativa del siglo XX -Joyce, Céline, Arno Scmidt, Carlo Emilio Gadda, Guimarâes Rosa, Gabriel García Márquez...- entronca con algunos elementos básicos de la tradición oral: las novelas de estos autores sugieren a menudo la lectura en voz alta, el encuentro con una galería de voces que tratamos de recuperar o de imaginar mientras leemos. De este modo, leer se convierte en el redescubrimiento de algunas voces que manteníamos calladas en algún oscuro rincón de la memoria7. De esta manera, la presencia simultánea del autor que lee en voz alta o del recitador y del público concede a los textos una dimensión inédita, como en los tiempos de Chaucer, Bocaccio, Juan Ruiz o Ibn Zayid. Una continuidad soterrada crea vías de enlace entre la edad media y las vanguardias literarias de nuestro tiempo.

Goytisolo ha descrito de forma muy hermosa la experiencia de la narración oral en la plaza de Xemàa el Fna y ha contado las tradiciones que allí convergen; entre ellas, la bereber en sus dos lenguas: el tamazigh, mayoritaria, y el susi, de la región de Agadir, y la subsahariana, con lo que ésta supone de presencia de tradiciones llegadas de más allá del desierto: El narrador se dirige directamente al círculo de espectadores y cuenta con su complicidad. El texto que recita o improvisa funciona como una partitura y concede al intérprete un amplio margen de libertad. Los cambios de voz y de ritmos de declamación, de expresiones del rostro y de movimientos corporales juegan un papel primordial8. Y provoca en la imaginación del receptor las imágenes que la musicalidad de las palabras y de las frases estimula. Como si se tratara de crear una melodía con sus contrapuntos, los juegos de sonidos, las disonancias. De proyectar en la música de las palabras el eco de su significado.

Ante la presión de unos medios informativos que empobrecen nuestras vidas, Xemàa el Fna opone el ejemplo del espacio público que invita a la sociabilidad gracias al humor, la tolerancia y la diversidad creada por sus poetas y sus contadores de cuentos9.

Todas estas voces, en calidad de emanación del cuerpo, son un motor esencial de aquella energía colectiva. Alimentaron durante siglos la imaginación de las gentes, también, como refiere Marc Soriano, la de aquellos niños cuyo destino no era aprender a leer. En L'invention de la littérature, Florence Dupont10 ha subrayado la vitalidad de la producción literaria oral y ha opuesto la cultura viva de los griegos y romanos, la que se vincula al banquete y acerca los hombres a los dioses mediante los placeres del cuerpo, de la danza y el vino, del canto, de los juegos verbales, a la cultura «fría», monumental, de las bibliotecas. No pretendo enfrentar la literatura oral y su diversidad de formas a la palabra escrita. Si hoy hacemos recaer nuestra atención en aquello que hemos convenido en llamar comunicación literaria oral, lejos de oponer dos formas de expresión humana, es para enfatizar o insistir en su complementariedad. Y hay que advertir que la oposición entre oralidad y escritura no es en absoluto radical11. Ruth Finnegan ha insistido en los límites inciertos que las separan: ...no hay una línea de demarcación clara entre la literatura oral y la escrita, y cuando nos proponemos diferenciarlas -como sucede a menudo-, aparece con claridad que hay encabalgamientos bien visibles12. No son, oralidad y escritura, dos realidades que se excluyen, sino que conviven en las sociedades modernas y en continua interrelación. Una literatura que llega hasta nosotros mediante una voz -es una voz que se vuelve motor esencial de las energías que subyacen en la colectividad13-, o a través de aquel mundo de voces que resuena en nuestra imaginación cada vez que nos acercamos a un libro y emprendemos su lectura.

La literatura oral es en primer lugar un vehículo de emociones inmediatas, abierta a una multiplicidad de matices que se perfilan al ritmo de una voz. En el principio fueron las palabras. Y percibir aquellas emociones es dar hospitalidad a aquella voz. La hospitalidad que acoge la palabra imprevista, jamás oída, balbuciente, que viene del otro. Esta manera de escuchar debe ser a la vez activa y desnuda14. Estas palabras que vienen de lejos -que fueron en el principio- inician a los niños en el ritmo, en el lenguaje simbólico, en el ejercicio de la memoria; despiertan la sensibilidad, conducen a la imaginación. Y configuran nuestras primeras experiencias literarias. Posibilitan nuestro acceso a la ficción, nos entrenan en la percepción de otros mundos, en la ruptura del orden conocido, nos incitan a entrar en el bosque, a suspender por un instante nuestra incredulidad.

Se trata de una literatura que fue construida para ser contada en voz alta y esa voz que cuenta se instala en nosotros, viaja a través de nuestra memoria, nos abre una ventana hacia otros universos, hacia otros paisajes. Durante siglos la narración oral: fábulas y leyendas, relatos de aventuras, crónicas de terror, ficciones tenidas por verdaderas, alimentaron la imaginación de las gentes. Nuestro origen se pierde en una galaxia de cuentos -ha escrito Juan Goytisolo-. El polen narrativo se disemina por la rosa de los vientos. Como la brisa o abejas que lo transportan, el poder seminal de los relatos engendra descendencia en el bosque de las letras de otras culturas15. Y hallamos en estas historias que recorrieron tierras y mares una invitación constante a la aventura y al riesgo, a penetrar el bosque frondoso que lleva al viejo castillo, entre nubes, al otro lado del espejo.

Sería apasionante conocer cómo de las restantes habilidades de la inteligencia pudo emerger la palabra. Surgía de una inteligencia muda, de aquellas habilidades que, a su vez, perfecciona y amplía. La pregunta es: ¿Con qué herramientas prelingüísticas aquella inteligencia muda pudo superarse a sí misma? Podemos afirmar que la invención del lenguaje resulta una hazaña inexplicable. Y en poco más de tres años, un niño aprende lo que debió costar a la especie humana decenas de miles de años conseguir16.

Por medio de la fantasía aplicada a la lengua -el juego de inventar palabras, decirlas al revés, construir onomatopeyas, el juego con las sonoridades y los ritmos-, el niño descubre el gusto por el lenguaje, por las fantasías verbales, por la distorsión de las palabras, por el desplazamiento festivo de los significados, por el juego con las grafías: aquellos recursos que están en la base de la experimentación poética. «las palabras y los sonidos, ¿no son un iris? -afirmaba Nietzsche-. La palabra es una locura que encanta: con la palabra el hombre danza sobre todas las cosas»17. De esta forma el niño vive la experiencia del lenguaje como un movimiento extraordinario e inagotable y no como un conjunto de estructuras invariables y preexistentes. Cada vez que un niño juega con las palabras emprende un camino que puede conducirle a la poesía18.

El estudio de la palabra desde la perspectiva antropológica nos lleva al análisis de la comunicación interpersonal. Al estudio de la palabra en cuanto está socialmente situada. Contar un cuento, proponer una adivinanza, enunciar un proverbio es una práctica social y, a la vez, un acto lingüístico. Esto implica estudiarla a través de las relaciones que el hombre establece con su entorno, poner el acento en la forma que adopta un discurso en el acto de comunicación19.

Al emprender el estudio de la oralidad en situación interlocutiva, encontramos el apoyo a nuestra orientación entre los trabajos recientes referidos a la literatura oral y a la antropología lingüística, que han demostrado el carácter dialógico de los usos del lenguaje, sea cual sea su forma: oral o escrita. Por su parte, la etnografía conversacional ha subrayado el sentido interactivo que caracteriza los usos lingüísticos.

Estos estudios han demostrado que la oralidad no es exclusiva de cierto tipo de sociedad, o de ciertos tipos de contextos sociales, sino que participa bajo formas distintas en toda actividad lingüística. Pero la antropología ha dado un paso más al plantearse el estudio de los «usos sociales» de las figuras retóricas y del repertorio de recursos literarios con que la imaginación humana se ha configurado. Un viejo texto se hace definitivamente moderno cada vez que vuelve a ser repetido. Y es siempre una prueba de la vitalidad del idioma, de su secreta energía.

La ficción viaja a través de la voz; pero en este viaje la voz se deja acompañar por otros recursos: la entonación, la gestualidad, la personalidad del locutor y, también, por el sol, y el paisaje, y la calidad del aire del día o del instante irrepetible en que se produce la comunicación20. Nuestros actos son siempre irrepetibles, por eso nunca vas a bañarte dos veces en el mismo río, ni en un mismo relato, ni en aquellos versos que aprendiste a recitar de niño y que te han acompañado durante toda tu vida. Cuando tú tomas la palabra, enunciado y enunciación no pueden separarse y en esto se funda el ritual de la comunicación literaria oral, en su belleza instantánea y efímera. Se trata de una voz que se erotiza. Paul Zumthor ha descrito esta experiencia con la palabra «performance»: una actividad compleja por medio de la cual un contenido poético es simultáneamente percibido en un espacio y un tiempo irrepetibles. Pero esa voz debe surgir del silencio. Existen demasiados ruidos que no podemos controlar. Nos hemos acostumbrado a vivir entre máquinas, a levantar la voz para que nos oigan. Gritamos, y se nos atrofia el oído, incapaces de percibir las sutilezas de la palabra, el valor del silencio, los registros con que se produce cada intensidad. La entonación que ponemos en la lectura de un texto literario en voz alta es al mismo tiempo melodía y ritmo, y esa música interna del texto no siempre la descubre el lector silencioso. André Gide recomendaba a los lectores de Proust que no hicieran juicio alguno sobre la novela hasta después de haberla leído en voz alta.

Es evidente que en las sociedades contemporáneas que hemos convenido en llamar occidentales, la oralidad no se da de una forma pura. Ha sido Walter Ong21 que ha definido los cambios culturales que, con la presencia de la escritura, se producen en una colectividad humana. Cambios que atañen al papel de la palabra y del conocimiento en el seno de aquella comunidad. Ong distingue la oralidad primaria de la oralidad secundaria. No es lo mismo el uso de la palabra en una sociedad sin escritura que la palabra oral que se desprende de una cultura con una fuerte presencia de la palabra escrita. En nuestra sociedad de hoy difícilmente se puede vivir al margen de lo escrito, omnipresente en la vida urbana. Vivimos en una sociedad fuertemente marcada por la escritura en la que la palabra funciona condicionada por la letra impresa. Y no sólo por la letra impresa. También, condicionada por la imagen y los múltiples lenguajes de nuestro tiempo22. La palabra de hoy, lejos de los tiempos en que se narraban viejas historias bajo los soportales de las plazas y se cantaban romances en las esquinas de las calles, nos llega determinada por la cultura de masas y sus efectos. A menudo, se opone el universo de la palabra oral a lo que podríamos llamar la tiranía de la trivialidad, del egoísmo, de la rutina y la indiferencia. Vuelve a levantarse la voz dispuesta a diseñar un nuevo humanismo, a contribuir a la creación de una conciencia crítica.

No es difícil entender hasta qué punto la comunicación oral -en las sociedades de oralidad primaria- y, especialmente el discurso poético, fue una estrategia cultural que pudo contribuir a la configuración de ciertas capacidades intelectuales, a la estructuración del pensamiento y a la organización de la mente. Así lo ha visto Eric A. Havelock que analiza la función de la poesía épica en la cultura griega con la intención de explicar las estructuras mentales psicológicas y lingüísticas de la sociedad micénica. En la cultura griega de la época arcaica, el canto épico contenía la sabiduría de la tradición y el cantor transmitía mediante el relato el patrimonio cultural, jurídico y religioso del pueblo; comunicaba también los modelos acústicos, la técnica del eco como expediente mnemónico... Dice Havelock que en la edad clásica el genio específico de los griegos era de naturaleza rítmica. Aquello que nosotros llamamos el sentido griego de la belleza, en arquitectura, en escultura, en pintura, en poesía, fue sobre todo el sentido de la proporción fluida y elástica. Esta facultad fue llevada por los griegos a la perfección a través de un ejercicio insólito e intenso en el campo de los ritmos acústicos, verbales, musicales, durante los siglos oscuros. Era la difusa autoridad de la palabra impuesta por la exigencia de la memoria cultural que hizo surgir entre los griegos la maestría en otros tipos de ritmos. Aquella presunta desventaja en la conquista de la civilización, el analfabetismo, resultó ser su principal ventaja23.

Los poemas, los mitos y los rituales religiosos habían sido las grandes creaciones simbólicas y lingüísticas que se convirtieron en estrategias adaptativas de extraordinaria eficacia. Podemos afirmar que invertir en poeticidad era una excelente inversión y aquellos pueblos que así lo hicieron fueron los que tuvieron más capacidad de sobrevivir. De hecho, la poeticidad podría funcionar perfectamente como mecanismo de selección entre las culturas24. Aquellas formas de expresión oral tendieron a ser intensamente rítmicas porque el ritmo facilitaba su memorización. La memoria es, en cierta manera, sinónimo de cultura.

Pienso que existe una poética de la oralidad: la prosa rítmica con que Shéhérezade contaba sus cuentos -una prosa hecha de entonaciones, de silencios, de gestualidad- no es extraña al cambio de actitud del rey Shahriyar, profundamente decepcionado y resentido contra el amor. Las historias que escucha todas las noches poseen un poder benéfico: la capacidad de transformar el resentimiento que llevaba incrustado en el corazón en amor a la vida. Durante mil y una noches, casi tres años, el rey aprende a enamorarse de nuevo, a transformar su odio en amor ferviente, a creer en el otro.

Antes dije que los ritmos verbales de la poesía épica determinaron los esquemas del arte clásico. Los griegos, que habían descubierto el poder persuasivo de la música y del canto, trataron de relatarlo en el mito de Orfeo: Eurídice había muerto de una mordedura de serpiente y Orfeo no hallaba consuelo, porque nada le confortaba de la ausencia de su amada. Acudió al reino de las sombras y consiguió del rey de las tinieblas que la dejara salir, con la condición de que no la mirara durante el camino de retorno. La inquietud de Orfeo le hizo volver la cabeza y Eurídice se desvaneció para siempre. La música y el canto de Orfeo enternecían las fieras y las encinas acudían a escuchar su canto. (Permitidme que evoque una representación de Orfeo et Euridice de Christoph W. Gluck a la que asistí en el teatro de la ópera de Berlín, una noche de otoño de 1989, pocos días después de la apertura del muro. La nieve caía sobre el asfalto iluminada por los neones. Sobre el muro. Sobre las cenizas del muro, la música de Gluck nos decía que la canción de Orfeo es poderosa).

He apuntado algunas de las funciones de la literatura oral, entre las que cabe destacar su capacidad de iniciar a los niños en el ritmo, en el lenguaje simbólico, en el ejercicio de la memoria, a la vez que despierta la sensibilidad y estimula un imaginario enraizado en la tradición. La comunicación literaria oral nos permite huir del imaginario estándard y globalizador. No porque tengamos que centrarnos únicamente en aquella literatura -cuentos, poesía, juegos de palabras- que surgió a nuestro lado, en el huerto de nuestra cultura más cercana, sino porque, sea cual fuere su procedencia, al pasar a través de tu voz pasa a formar parte de tu imaginario. Yo me siento africana -ha dicho la gran narradora de historias Catherine Zarcate- gitana, china, piel-roja. Por medio de los cuentos, nos podemos sentir perfectamente vinculados a nuestra tierra, a nuestro pueblo, a los pueblos amigos, a la humanidad, en aquello que la humanidad tiene de más humano. Tal vez, a este suceso se le podría llamar interculturalidad.

La palabra aparece en nuestra relación dialéctica con el entorno, surge de nuestra capacidad de dar nombre a las cosas, de descubrir la enigmática vinculación entre el significante y el significado, de la certeza de que cada una de estas cosas ha sido previamente nombrada por hombres y mujeres que vivieron con anterioridad en aquel mismo espacio. Descubrir que las palabras surgieron porque había una posición afectiva con el propio entorno. En definitiva esta es la historia que siguieron las palabras. Jean Piaget observó este hecho: cada palabra es el resultado de un larguísimo proceso, afirmó. Podría ser interesante seguir la trayectoria de las palabras y de su relación con aquello que significan. Significantes y significados rodaron a lo largo de los siglos como los cantos de la orilla de un río. Y este rodar de boca en boca a través del tiempo las volvió amables al tacto y desposeídas de aristas cortantes.

Hace algunos años, el periodista francés Bernard Pivot, que durante décadas condujo un programa de televisión dirigido a la difusión de la literatura, publicó un libro en el cual se proponía sensibilizar a los lectores y comprometerles en la tarea de recuperación de las palabras que están a punto de desaparecer. Un volumen de ciento sesenta páginas en el que reflexiona sobre las causas que llevan a la desaparición de centenares de palabras que caen en desuso y, porque se borran del lenguaje cotidiano, se eliminan de los diccionarios más utilizados: aquellos que se venden por miles de ejemplares y son consultados por los estudiantes. El nuestro es un país -dice con cierto lirismo en la punta de los labios- donde las palabras se pierden y mueren. Y propone -merece la pena subrayar los aspectos ecologistas de la iniciativa-, que cada hombre o mujer, niño o joven, elabore su propia lista de palabras que quisiera salvar del olvido, como quien hace un herbario. Víctimas de su propia vejez, del uso exclusivamente literario, de su resonancia clásica o de su preciosismo arcaico, muchas palabras son inhumadas. Pivot se propone salvar a cien y construye su propia lista. El libro «100 mots à sauver» es una propuesta para hacer revivir algunas palabras en su expresividad y belleza. En el cementerio de las palabras muertas está enterrada la parte más sugestiva del idioma. Es cierto que contínuamente aparecen nuevos términos que dan respuesta a las necesidades de la lengua con la finalidad de actualizarla. Pero es la herencia de significados aquello que configura lo que somos. Estamos hechos de adjetivos, y de verbos, y de pronombres, y de preposiciones, y de adverbios... Por medio de las palabras, nos atrevemos a imaginar otros mundos. Hasta que los hemos nombrado, no sabíamos que existían.

La persistencia de los sentidos a través de las palabras. «Primero la palabra fue un gruñido -ha escrito Manuel Vicent- que nacía del espasmo de la garganta con que cierta estirpe de simios reales con afición a la música trataba de reproducir los sonidos de la naturaleza. Cada uno de aquellos gruñidos se ha transformado en un fonema lleno de significados, de la misma forma que el mordisco original ha terminado siendo un beso refinado, lleno de amor»25. La posibilidad de encontrar a través de las palabras los insinuantes fantasmas que pueblan las sombras de nuestra rutina. Alberto Manguel afirmó no hace mucho en una entrevista: Tan solo cuando toqué por primera vez el cuerpo de mi amante comprendí que, a veces, la literatura puede no llegar a la altura de la realidad. La afirmación me seduce, pero me parece engañosa. Viene a decirnos que el hecho real de tocar el cuerpo de su amante le hizo pensar que la literatura nunca podría proporcionarle un placer parecido. No entendió que, si el hecho de tocar el cuerpo de su amante le pareció sublime, fue porque había leído con anterioridad la historia de otros amantes y de otros cuerpos. Sólo así le pudo parecer sublime. Quiero decir que pudo experimentar la sensación de tocar el cuerpo de su amante de manera sublime porque previamente había leído historias de amor. Yo sé que nos enamoramos porque hemos oído contar la experiencia de otros amantes, que tratamos de ser felices porque hemos aprendido de las historias que cuentan que los seres humanos pueden ser a veces felices.

Ese poder de las palabras es seguramente uno de los descubrimientos más inquietantes del hombre y de los pueblos que vivieron en las riberas del Mediterráneo. En aquel viejo imaginario que describe la Odisea, el oficio de poeta era considerado uno de los quehaceres más útiles para el pueblo. «La "Odisea" es un mundo de cuentos y de apetitos en libertad -ha escrito Mario Vargas Llosa-. Hombres y mujeres gozan comiendo, bebiendo, danzando, amándose, y escuchando las historias y fábulas que les cuentan los aedos, pulsando una cítara»26. Algunos fueron comparados a los dioses por su habilidad en el canto y, gracias a esa habilidad, en alguna ocasión salvaron la vida.

Hoy el uso de las palabras se empobrece porque se empobrecen también las relaciones del hombre con su entorno. La lengua está aquí, pero hay que descubrirla. A la degradación sistemática y persistente del uso de la lengua cabe oponer la alternativa ecológica. El hombre forma parte del entorno en que vive. Y la lengua es también un elemento de esta realidad. Pero así como los recursos de la naturaleza se agotan y de cada vez es más difícil tenerlos en abundancia, también la lengua se empobrece. Se trata de proponer una práctica didáctica capaz de combatir este empobrecimiento, contra los agentes contaminantes, capaz de combatir la degradación persistente.

La pobreza expresiva es también la consecuencia de un pensamiento creativo bloqueado, por eso es necesario utilizar las producciones que la imaginación ha construido a través de la lengua. Y entre estos productos habrá que fijar de manera especial la atención en aquellos materiales de procedencia oral. Su estudio no significa un paso atrás, sino la comprensión de una experiencia de siglos, de una experiencia humana que intentaba ser precisamente un paso hacia adelante. El hombre de hoy desconoce muchos de los nombres de las cosas que le rodean porque su conocimiento del entorno es insuficiente y escaso. Se dice que, en otros tiempos no había «árboles», porque la gente conocía cada árbol. No había «árboles», porque había encinas, y olivos, y almendros, y olmos... No había «pájaros», porque había golondrinas, y estorninos, tórtolas, y mirlos. Pero también se empobrece la vitalidad de los signos, puesto que el hombre de nuestro tiempo está sometido a la más impía colonización.

Pero las lenguas son seres vivos, organismos que viven en un determinado espacio, integradas en el ecosistema del cual el hombre forma parte, sujetas a una contaminación sistemática. Son, por tanto, una energía, una fuerza de conocimiento y de creatividad. La ecología del lenguaje habrá de investigar los efectos de este potencial energético contenido en la lengua. En definitiva, su vitalidad27. Hace años encontré en la obra de G. Steiner algunas afirmaciones formuladas en el mismo sentido: Los idiomas son organismos vivos. Infinitamente complejos, pero organismos a fin de cuentas. Contienen cierta fuerza vital, cierto poder de abstracción y desarrollo. También pueden experimentar la decandencia y la muerte28.

El entorno en que vivimos ejerce la función de modelo lingüístico. Cuando el modelo está contaminado -Chomsky diría vampirizado-, forzosamente, tanto los sentimientos como el conocimiento de la propia realidad también están contaminados. De hecho, toda la obra de Noam Chomsky podría ser considerada como un inmenso y riguroso trabajo de depuración del lenguaje. Una acción de higiene que se inicia con la firme voluntad de desmontar las mentiras verbales de las sociedades modernas y de las que se sirven los poderes de nuestro tiempo para dominar cínicamente la vida económica y moral de los ciudadanos. La gramática de Chomsky conduce al comportamiento cívico, al compromiso con los restos de una lengua que era capaz de asegurar la vida de la cultura y que ha sido corrompida por la inflación de las palabras, por la contaminación que ha degradado y convertido en un yermo las antiguas fuentes y los pastos. Liberar las palabras de las muchas adherencias que las convirtieron en un cementerio semántico.

La polución verbal nos puede conducir a la ruina moral: las palabras han sido pervertidas y manipulados los significados, a la vez que se empobrece el ejercicio de la imaginación29. Corresponde a los poetas -permitidme este esparcimiento- devolver a las palabras sus mejores significados. Alicia, la deliciosa niña creada por Lewis Carroll, pregunta: Por qué las palabras no significan siempre las mismas cosas? Y la respuesta: Eso depende del que manda.

Sobre los labios del narrador las palabras crean nuevas realidades que sólo se desvanecen en el momento en que el relato concluye y la historia contada acaba por cerrarse. El narrador es el eje -escribe M. Vargas Llosa-, la columna vertebral, el alfa y el omega de toda ficción30. En este espacio abierto puede suceder lo inesperado. Érase una vez... un mundo lejano, un país remoto, una tierra desconocida. Érase una vez el país de las Maravillas, la tierra de Nunca Jamás... La voz que narra nos permite entrever otros universos. Las palabras circulan en nosotros regidas por leyes comparables a las del agua: se adentran en nuestra imaginación y la hacen revivir. En ellas resuena la memoria colectiva. Atravesar un mundo narrado tiene la misma función que tiene el juego para un niño. Érase una vez... Se abre aquel espacio mágico. Jugamos a que tu eras el sheriff, que yo era el bandolero. Entramos en el bosque. Estamos dispuestos a que los animales empiecen a hablar. Y las piedras. Se abre la escena del texto y tras esas puertas se esconden los ogros, las princesas, los diablos, las brujas, los monstruos, los genios, los bosques, los caminos... Aquella irrealidad que configura el espacio mágico. El imperfecto es el tiempo verbal, porque se refiere a un pasado inconcreto, más propicio al relato oral. La función de los tiempos verbales es guiar la recepción textual. Y cada texto tiene un tiempo verbal que le caracteriza. No dudo que el imperfecto es uno de los tiempos característicos del mundo narrado. (Había una vez, c'était une fois, c'era una volta). Los tiempos verbales constituyen uno de los grandes prodigios de la inteligencia humana. La conjugación, el intento de decir la diversidad de situaciones en el tiempo: el efecto de retroversión que nos permite el futuro anterior, yo habré amado... Y el subjuntivo, cuyo uso está tan a punto de perderse. Es el único que puede expresar el tiempo de la hipótesis y de la posibilidad, de la no realidad. El subjuntivo suspende mi pensamiento en el espacio virtual y me permite expresar la condición, la posibilidad, la duda, el deseo, el futuro incierto, la hipótesis transgresora que funda la vida31.

El lenguaje fue, como bien sabemos, aquello que distinguió al animal humano de todos los otros animales próximos a él. En el comienzo fue comunicación, pero creó también sensibilidad, emociones, pasiones. Las palabras se ceñían al territorio de la experiencia: «mañana lloverá», «tengo hambre», «la cosecha es buena»... «En un momento, sin embargo, de esa cultura de la realidad, alguien pronunció ante sus oyentes, con el ritmo pausado del hexámetro: "Canta, Musa, la cólera de Aquiles", y no existía Musa alguna que cantase, ni siquiera Aquiles alguno que se pudiera encolerizar. Y no era la Musa la que cantaba; sino el hombre que decía esos versos, que nos harían emocionar con ellos y pensar, de paso, que las palabras solas serán el origen de esa emoción»32.

Junto a la biodiversidad natural hay que defender la diversidad de sueños. Dejar que los narradores de hoy encuentren de nuevo las virtudes fecundantes del mito, del cuento popular, de las viejas leyendas o de las nuevas. Estos narradores, que han sabido conjugar perfectamente el patrimonio cultural y la modernidad, son capaces de todos los atrevimientos y, a la vez, de todas las rupturas. De esta manera han conquistado un público urbano educado por los medios de comunicación y que hoy llena plazas públicas y salas de teatro. Estos narradores han devuelto a las mujeres y a los hombres de hoy el placer de oír contar historias, aquellos imborrables momentos de comunicación iniciados por padres y abuelos mediante los primeros cuentos, antes del sueño. Un espectáculo inédito en un mundo regido por la pantalla omnipresente, que recupera la comunicación directa, entre quienes escuchan y aquel ser de carne y hueso que cuenta, y te mira a los ojos, y te exige que agudices la imaginación. Durante uno de los últimos festivales: «Paris Quartier d'été», se improvisaron escenarios y se buscaron lugares inéditos para convertirlos en espacios hábiles para la comunicación literaria oral: en los bares, en el hall de los hoteles parisinos, en iglesias y capillas, en el vestíbulo de los bancos, en los jardines públicos, en los grandes almacenes, en las salas de matrimonios de los ayuntamientos y... en los cementerios. En estos lugares, afirmaron quienes tuvieron la idea, la palabra adquiere una nueva sonoridad y su significado se percibe de otra forma. Con esta experiencia -siete narradores contaron sus historias en siete cementerios- se quería conseguir establecer un hilo que uniera la realidad de los vivos con la de los muertos. Puede que sea aquella misma función que ejercía la lectura para Francisco de Quevedo, en el desierto de la torre de Juan Abad: «y en músicos, callados contrapuntos / al sueño de la vida hablan despiertos». Estos narradores transmitían mediante la palabra, el más antiguo instrumento de comunicación, algunos valores de la humanidad y homenajeaban a quienes ya no estaban en este mundo retomando sus relatos. De esta forma, la vida permanece y prosigue.

Porque aquella palabra que nos transmite la voz nos lleva a otros lummgares donde puede haber otras voces. Nos lleva al interior de otros tiempos. Y, sobre todo, al interior de lugares y tiempos que no existen, aunque sabemos que están muy cerca.





 
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