Cervantes en la novela española contemporánea
Gonzalo Sobejano
Juzgando que la novela occidental oscila entre dos ideas límites (el Quijote y un extremo opuesto que podría ser Le temps retrouvé o Absalom, Absalom!) declaraba en 1979 Juan Benet en una conferencia pronunciada en la Universidad de Harvard:
«Para un novelista consciente de su modesta posición en un punto intermedio de esa carrera del péndulo, el Quijote no puede ser ya un modelo. Quien a estas alturas intente no ya imitarlo, sino aprovechar cualquiera de sus hallazgos para el beneficio de su propio arte narrativo, está perdido. No hará más que resbalar. La historia y la tradición literaria, la fortuna de sus imitadores -de Sterne a Gogol, de Dickens a Kafka- no ha hecho más que alejar el modelo hasta hacerlo inalcanzable, de la misma manera que la pléyade de santos y devociones ha hecho poco menos que imposible la imitación de Cristo. Y, por si fuera poco, una cosa es imitar el Quijote y otra muy distinta es intentar reproducir o repetir el gesto de Cervantes respecto a la invención narrativa»1. |
La idea de que imitar el Quijote es hoy, si no imposible, difícil, me parece justificada, y reconozco plenamente la imposibilidad de repetir el gesto de Cervantes, perteneciente a la historia donde todo cambia y permanece pero nada se repite.
Sin embargo, grandes novelistas modernos han aprovechado, desde muy varias actitudes, hallazgos y enseñanzas que del Quijote y de las Novelas ejemplares pueden obtenerse. Una de las más fecundas lecciones del arte narrativo de Cervantes para la novela española contemporánea (denomino así a la producida en los últimos cincuenta años) consistiría en el ejercicio del diálogo como comentario -teóricamente inacabable- sobre el mundo.
No es difícil hallar tal lección en el Quijote y en el Coloquio de los perros. El diálogo (dual, entre Don Quijote y Sancho, o entre Berganza y Cipión, o plural, entre los dos primeros y sus otros interlocutores) se manifiesta principalmente como comentario coloquiado acerca del mundo: acerca de un mundo percibido, representado y concebido desde perspectivas contrastadas; mundo del pasado (cultural), del presente (acción y contemplación) y del futuro (ideal, utopía); mundo de sensaciones, sentimientos, imaginaciones o visiones, de ideas; mundo propuesto siempre como objeto de interpretación.
Como es obvio, hay muchas enseñanzas derivables del Quijote que siguen vivas en la novela de nuestro tiempo: la ironía, la parodia, el juego, el conflicto yo/mundo, la antítesis imaginación/necesidad (más tarde: poesía/prosa), la sustancia verdadera de la ficción y la apariencia ficticia de la realidad, la literarización de la vida, el deseo imitativo, la reflexión de la novela sobre sí propia, la concentración del destino en una sola fase, la fruición de contar, el principio estructural del orden desordenado, la invención de un mito nacido de la entraña misma de la época. Estas y otras enseñanzas aparecen en nuestros días no como extraídas de la lectura directa de Cervantes, sino como asimiladas a lo largo de tres siglos y filtradas muy a menudo a través de novelistas como Sterne, Gogol, Dickens, Kafka y de otros muchos: Flaubert y Alas, Dostoievski, Galdós, Joyce y un largo etcétera.
Precisar hasta qué punto en los novelistas españoles contemporáneos tales aprovechamientos sean intermediados o inmediatos sería ilustrativo, pero quizá prolijo y estéril. Renuncio, pues, a discernir lo que de «quijotesco» o «cervantino» pueda haber en novelas como Alfanhuí (1951), donde un niño dotado con la facultad de transfigurar el mundo sale al camino a probar límites y resistencias; o como Tiempo de silencio (1962), la novela del fracaso de un individuo (médico) en el seno de una sociedad enferma, y Tiempo de destrucción (1975), la novela del esfuerzo de otro individuo (juez) en el seno de una sociedad culpable; o como Últimas tardes con Teresa (1966), pequeño y amargo Quijote en cuanto parodia de los 'libros de socialerías' tan favorecidos en aquel entonces; o como La saga/fuga de J. B. (1972), donde tantas cosas dependen del antiguo modelo: el heroísmo cómico del protagonista, el mito desmitificador, el desordenado orden, la autocrítica de la novela, el goce de narrar, las parodias plurales, el juego omnímodo; o como las mejores novelas de Juan Benet, nunca desveladoras de una vida humana en su transcurrir, sino centradas en un episodio tardío de esa vida. Renuncio también a examinar cómo en la Escuela de mandarines (1974) de Miguel Espinosa resucita el espíritu de Don Quijote en la figura del itinerante Eremita y reaparece la imagen de Dulcinea en la de su amada Azenaia Parzenós (por otro nombre Mercedes Rodríguez) y cómo en La tríbada falsaria (1980) y La tríbada confusa (1984), del mismo malogrado escritor, una anécdota breve y sórdida, narrada en unas pocas páginas, engendra centenares de páginas de comentarios orales y escritos a modo de inacabable irradiación pluriperspectivista que eleva la anécdota a una categoría «teológica».
Indicadas estas renuncias, me fijaré sólo en dos aspectos de la relación entre la novela española actual y la persona y la obra de Cervantes, pues en el primero de ellos hay contacto directo y en el segundo puede someterse a discusión una influencia probable y menos notada que otras.
Un aspecto es la visión de Cervantes por parte de novelistas que le han consagrado alguna reflexión memorable dentro o fuera de sus novelas, y aquí me referiré a Luis Martín-Santos, Gonzalo Torrente Ballester, Juan Goytisolo y Juan Benet.
El segundo aspecto es el anunciado ya: la ejercitación del diálogo como comentario del mundo, en manera semejante al Quijote y al Coloquio de los perros. Tendré en cuenta aquí novelas casi del todo dialogadas de José María Vaz de Soto, Carmen Martín Gaite, Miguel Delibes, Torrente y algún otro.
Ni el cervantismo ensayístico de Azorín ni el tenue y disperso de Valle-Inclán (autores del 98 muy leídos en los primeros lustros de postguerra) pudieron fomentar en escritores jóvenes la asimilación del posible modelo. Tampoco el quijotismo exasperado de Unamuno, que rebajó a Cervantes a simple medio conducente al fin: Nuestro Señor Don Quijote. Más eficacia pudo tener, a la larga, la novela caminada y conversada de Pío Baroja, en la que no es raro tropezar con un hombre empujado a la aventura que dialoga por caminos de perfección o de imperfección con otro hombre más discursivo y menos alterado. Signo cervantesco ostenta también Belarmino y Apolonio, de Ramón Pérez de Ayala, aunque estropeado por la explicitud con que el narrador plantea el contraste entre el zapatero filósofo y el zapatero dramaturgo, y por las glosas ensayísticas con que, en vez de contentarse con hacer perspectivismo, se entretiene en desarrollarlo teóricamente.
En 1940, como veinticinco años atrás, el más valioso estímulo al aprovechamiento de Cervantes estaba en las Meditaciones del Quijote de Ortega, quien, sin dejar de explorar el significado del Caballero, había dedicado tan temprano ensayo de explicación salvifica al escritor Cervantes, o mejor, a su novela en cuanto novela. Este traslado del fervor por el personaje (tan clamado por Unamuno) a la estudiosa atención hacia el arte de novelar de Cervantes determina el rumbo que tomarán después críticos eminentes como Américo Castro y Joaquín Casalduero, o novelistas como Francisco Ayala, por citar uno solo del tiempo de entreguerras. Y, viniendo así al primer aspecto escogido, no resulta extraño que aquellos a quienes voy a referirme (Torrente Ballester, criado en la lectura de Ortega, pero también Martín-Santos, Goytisolo y Benet, más alejados de tal lectura) hagan girar sus reflexiones no sobre Don Quijote, sino sobre el Quijote.
Mucho llamó la atención poco después de 1962 el pasaje de Tiempo de silencio en que se ofrece la meditación de Pedro, el médico, acerca de Cervantes, mientras deambulaba por el Madrid nocturno de 1949. Hubo de llamar la atención ese texto, entre otros motivos, por el largo olvido en que se había dejado a Cervantes. Los novelistas de los años 40 y 50 habíanse acogido más bien al modo picaresco que al cervantino. Se veía más «realismo» y más «crítica» en aquél que en éste: la picaresca presentaba la pobreza, el hambre, la marginación, el afán de medro; el Quijote, apenas.
Henchido de
voluntad testimonial, Juan Goytisolo ponderaba en 1957 la gran
lección de la picaresca, consistente en «ofrecemos, con un coraje y una valentía
inhabituales, una imagen cruel, certera, de la sociedad»
,
en lugar de abandonarse a sueños gloriosos o
místicos2.
Pero he aquí a Pedro, en Tiempo de silencio, monologando por callejuelas del centro de Madrid donde fue vecino el manco famoso:
«Cervantes, Cervantes. ¿Puede realmente haber existido en semejante pueblo, en tal ciudad como ésta, en tales calles insignificantes y vulgares un hombre que tuviera esa visión de lo humano, esa creencia en la libertad, esa melancolía desengañada, tan lejana de todo heroísmo como de toda exageración, de todo fanatismo como de toda certeza? ¿Puede haber respirado este aire tan excesivamente limpio y haber sido consciente como su obra indica de la naturaleza de la sociedad en la que se veía obligado a cobrar impuestos, matar turcos, perder manos, solicitar favores, poblar cárceles y escribir un libro que únicamente había de hacer reír? ¿Por qué hubo de hacer reír el hombre que más melancólicamente haya llevado una cabeza serena sobre unos hombros vencidos? ¿Qué es lo que realmente él quería hacer? ¿Renovar la forma de la novela, penetrar el alma mezquina de sus semejantes, burlarse del monstruoso país, ganar dinero, mucho dinero, más dinero para dejar de estar tan amargado como la recaudación de alcabalas puede amargar a un hombre? No es un hombre que pueda comprenderse a partir de la existencia con la que fue hecho»3. |
Lo que en principio suscita la reflexión del viandante es, según se ve, el caso personal de Miguel de Cervantes, su equilibrio, su clarividencia para comprender el mundo y sobreponerse a la adversidad, lo excepcional de su existencia y lo enigmático de su hazaña literaria. A ésta va dedicado el resto de la meditación, estructurada en seis espirales sucesivas, que, abreviadamente, configuran este razonamiento: cierta moralidad permite leer libros de caballería siempre que se reconozca que el bello mundo que describen es falso; un hombre decide creer en ese bello mundo y darle ser, con lo que «el mal» se hace realidad; a ese hombre le llamaban «el Bueno»; ese hombre sabe que el bajo mundo es malo y su locura consiste en creer en la posibilidad de mejorarlo, lo cual induce a reír; pero tal vez hubiera que crucificar al loco risible, pues lo escandaloso de su locura está en que pretende realizar aquella moralidad en que decían creer los que de él se reían; sin embargo, como «está loco», no hay que llevar las cosas tan lejos:
(p. 63) |
La historia del
loco, en fin, habría servido a Cervantes de «fatiga divertida»
con que, olvidando
carencias, desprecios y desgracias, «poder no enloquecer»
(p. 64).
Inserta esta cavilación en el tejido de la novela y atribuida a su protagonista, nada más natural que preguntarse por su función dentro del conjunto. De tener algo en común con el hidalgo manchego dicho protagonista, ello sería el empeño en realizar una forma de bondad sobre la tierra (la investigación del cáncer), y lo que más le acercaría a la situación de aquél sería la incomprensión y aun la hostilidad del ambiente. La hazaña de Cervantes (escribir la historia de un loco para no enloquecer él mismo) afloraría a la reflexión del joven médico -sumido en las circunstancias más contrarias a su esfuerzo- como un ejemplo de denuedo para emitir la verdad de su creencia y de astucia para envolver el mensaje en una forma grata a todos. El ejemplo, sin embargo, se evidencia imposible para el protagonista (que se adapta a la miseria del ambiente en el más mezquino de los fracasos) y difícil también para el autor de Tiempo de silencio, donde la superior agilidad sinóptica de la ironía apenas se proyecta, suplantada por un sarcasmo más quevedesco o goyesco que cervantino.
Con todo, la aparición de Cervantes como hombre y como artista dentro de una novela que tan revulsivo efecto hubo de tener en España, marca el punto en que la novelística empieza a desviarse del modelo picaresco para irse aproximando al cervantino.
La idea de que
Cervantes proclamaba tácitamente que «su loco no estaba realmente loco»
,
sino que lo fingía, aunque no pueda adjudicarse sólo
al ingenio de Martín-Santos ni suponerse transferida de
él a Gonzalo Torrente Ballester, es la idea que rige el
libro de éste: El Quijote como juego (Madrid:
Guadarrama, 1975). Declarando sus deudas a Ortega, Rosales y otros
críticos, brinda Torrente su ensayo como «la vacación de un novelista fatigado que
vuelve a su maestro y que se empeña en ver en él lo
que quizá no exista, pero que bien pudiera
existir»
(pp.
8-9).
Muchos son los
aspectos del Quijote que Torrente aborda en su libro, pero
la tesis que preside el conjunto es ésta: «el autor, por medio del narrador, propone el
siguiente juego: de una parte, el narrador afirma que el personaje
'confunde la realidad porque está loco', y, de la otra, pone
en el texto los elementos necesarios para que
-interpretándolos rectamente- pueda el lector darse cuenta
de que el personaje ve la realidad como es, como la ven Sancho y el
narrador»
(p. 121). No
se trata tanto de demostrar que Don Quijote es un hombre
lúcido que se finge loco (aunque a veces tal
parecería la intención del estudioso) cuanto de hacer
ver cómo Alonso Quijano, una vez emprendida su andante
caballería -por aburrimiento del mundo cotidiano y por ansia
de llegar a ser personaje de un libro- adopta un juego
representacional a cuyas reglas procura atenerse en todo momento y
espera que los demás se atengan.
A la congruencia del comportamiento lúdico del héroe es a lo que atiende primordialmente este escritor, Gonzalo Torrente, en cuyas novelas desde La saga/fuga de J. B. (1972) hasta La isla de los Jacintos Cortados (1980) puede observarse la práctica del mismo postulado: tan pronto se admite el derecho de la fantasía a ocupar en la novela tanto espacio o más que el de la realidad sobre cuyo fondo se levanta, la fantasía establece una cohesión interna inquebrantable.
Podrá convencer o no la tesis de El Quijote como juego, pero la defensa del juego irónico entablado entre autor, narradores, héroes y personajes diversos (Sancho Panza el más prendado del juego impuesto por su amo, aunque todos se plieguen a él en cierta medida) significa, junto a las novelas mismas de Torrente ya acotadas, un cálido e inteligente homenaje en confluencia con otros, de Vargas Llosa o Carlos Fuentes, a través de los cuales se vuelve a situar a Cervantes como patrono de cuanto por los años 60 y 70 promueve la renovación de la novelística hispana.
No escapa a la
percepción de Torrente la importancia del diálogo en
el Quijote. Así, cuando recuerda que el Caballero,
«amén de hombre de acción,
es un 'intelectual' que opina sobre todo, hasta un punto tal que la
exposición de sus opiniones consume más tiempo
narrativo que la de sus acciones»
(p. 37) y cuando propone resumir el
Quijote como una novela en la que «dos intelectuales se echan al campo para poder
hablar tranquilamente de sus cosas»
(p. 40). Así también cuando
observa:
(p. 89) |
Observación ésta importante a nuestro propósito, pues la moderna novela «dialogal-comentadora» usa un estilo de diálogo en el que la lengua de los interlocutores es la misma lengua culta y literaria del autor: se renuncia al decoro costumbrista para preservar sólo un decoro esencial. Menos acertado me parece dar por «modelo indudable» de los diálogos entre Don Quijote y Sancho los de León Hebreo, aunque Cervantes los conociese y mencionase.
Además de al juego de la locura lúcida, Torrente se refería (sin gran insistencia) a la índole metafictiva y autocrítica del Quijote, sobre todo al analizar la segunda parte en sus alusiones a la primera y al advertir que el afán de Don Quijote no era sólo obrar como caballero andante, sino acceder a la gloria como personaje literario inmortalizado en un libro, ya que él mismo había renunciado a dar continuación literaria a las hazañas de Belianís (ver pp. 48-49 y 166-169). A este respecto, pienso que habría que retocar lo que Steven Kellman dice de la moderna novela autogenerativa en The Self-Begetting Novel (New York: Columbia University Press, 1980, p. 9). Según él, se produce en esta clase de novelas la inversión del modelo quijotesco: en lugar de una progresión desde las fantasías del Amadís hacia el mundo «real», el héroe procede típicamente desde las contingencias de la vida a su apoteosis como novelista y dentro de una novela. Pero Don Quijote, a mi juicio, no procede sólo de la literatura a la realidad, sino también de ésta a aquella, pues sueña con ser, si no el novelador de sus propias hazañas, el protagonista de una novela que las perpetúe, y el sueño se le cumple en su tercera salida, cuando ya es famoso gracias al libro publicado en el que se contaban sus dos salidas anteriores.
El aspecto metanovelístico de la obra cervantina es uno de los que más han interesado a Juan Goytisolo, quien, de encomiasta de la picaresca, pasa de 1970 en adelante a cervantinizar dentro y fuera de sus novelas. Dentro: en Reivindicación del Conde Don Julián (1970), con sus airados escrutinios de la tradición literaria española, de la cual La Celestina y el Quijote serían los más preciosos tesoros; o en Juan sin Tierra (1975), donde el pastiche mixto de las canciones de Cardenie las cuitas de Dorotea y el fúnebre cortejo pastoril de Crisóstomo no es burla de aquellos bucólicos episodios, sino homenaje a Cervantes por medio del cual escarnece el desamparado realismo socialista de ciertos críticos; o en Paisajes después de la batalla (1982), dependiente en primer término de Bouvard et Pécuchet y, por tanto, con fundamento último en el arte paródico de Cervantes.
Fuera de las novelas, Juan Goytisolo ha consagrado varios escritos al autor del Quijote, «Lectura cervantina de Tres tristes tigres» (1976) (en Disidencias, Barcelona, Seix Barral, 1977, pp. 193-219); «Vicisitudes del mudejarismo: Juan Ruiz, Cervantes, Galdós» (en Crónicas sarracinas, Barcelona, Ruedo Ibérico, 1982, pp. 47-71); y «Cervantes, España y el Islam» (en Contracorrientes, Barcelona, Montesinos, 1985, pp. 22-25).
En el primer
ensayo, reaccionando contra el desprecio con que Unamuno pasaba por
alto el capítulo del escrutinio de la librería de Don
Quijote, ensalza Goytisolo el cervantino «juego a la vez destructivo y creador con los
diferentes códigos literarios de su tiempo»
, la
«relación intertextual»
y la importancia de la discusión literaria dentro del
Quijote, novela que es «simultáneamente, crítica y
creación, escritura e interrogación acerca de la
escritura, texto que se construye sin dejar de ponerse nunca
él mismo en tela de juicio»
. Toda la materia
literaria de que está llena la novela de Cervantes hace de
ella «un discurso sobre discursos
literarios anteriores»
en el que la historia del
personaje enloquecido por los libros se trueca en «la historia de un escritor enloquecido con el poder
fantasmal de la literatura»
, y de aquí deduce
Goytisolo que la vanguardia, al abandonar el «realismo»
de corto vuelo «predominante en los últimos
siglos»
(¡?), entra en el ámbito cervantino
cuando «intenta devolver a la novela sus
posibilidades perdidas»
. De ello sería ejemplo
Tres tristes tigres, y Goytisolo va cotejando el proceder
del autor cubano con el de Cervantes.
En «Vicisitudes del mujedarismo» aparece, junto a la metanovela, otro aspecto preferido por el asiduo huésped de África. Enemigo acérrimo de la España centralista, unitaria y ortodoxa, toma Goytisolo de Américo Castro el término «mudejarismo» para definir el estilo arabizado del Arcipreste de Hita en clima cristiano, y se complace en hallarlo no sólo en el autor del Libro de Buen Amor, sino en el Mío Cid y en Don Juan Manuel, en San Juan de la Cruz, en Cervantes, en el Galdós de Aita Tettauen, así como, desde luego, en sus propias novelas: Don Julián, Juan sin Tierra, Makbara. No ya por la invención de Cide Hamete, sino por su diseminación de perspectivas acerca del problema morisco, el cautiverio de Argel o la expansión turca, Cervantes abre en su Quijote y en algunas de sus novelas y comedias, horizontes de tolerancia y de insinuada atracción hacia virtudes y delicias islámicas opuestas a la estrechez inmóvil de la España que le correspondió sufrir. Declara el antiguo paladín de la picaresca:
(p. 61) |
Sobre esta misma
temática versan las páginas de 1985 «Cervantes,
España y el Islam». Insiste aquí Goytisolo en
que el cambio hacia la novela moderna se debe a la
transformación de la locura del hidalgo lector en la locura
de «un creador alucinado por el poder
omnímodo de la literatura»
. Recordando la huella
de Cervantes en Fielding, Sterne, Diderot, Gogol, Dickens o
Flaubert, se lamenta de la «escasa, por
no decir, nula repercusión»
del Quijote en las
letras hispanas hasta nuestro siglo: «cuando la simiente de Cervantes reaparezca lo
hará en pleno siglo XX y, hecho realmente significativo, en
tierras americanas»
.
Olvida Goytisolo
aquí, injustamente, la inspiración que de Cervantes
recibieron Larra, Galdós, Alas y Ganivet (al Unamuno de
Niebla se le debe también algún recuerdo).
Da por sentado, además, que Cervantes era «un cristiano nuevo en una sociedad
intolerante»
(siguiendo a Américo Castro) y que su
familiaridad con el Islam le permitió intuir «la dinámica de un espacio cultural
abierto y vario»
, la visión de una «España tolerante y plural»
opuesta a la que tenía que padecer; argumento que le lleva a
poner en relación la empresa de Cervantes con el intento de
destrucción creadora de su imaginado Conde Don
Julián, el proteísmo de este personaje y el estilo de
la novela por él protagonizada, así como el
carácter metanovelístico de la misma. Confesando que
sólo después de concluir Don Julián
tuvo conciencia de la analogía entre el estrago de la
biblioteca de Tánger por los insectos introducidos entre las
páginas de ciertos clásicos españoles y el
escrutinio de la librería de Alonso Quijano, apunta
Goytisolo: «al extender mi campo de
maniobras novelesco al conjunto de la literatura española he
cervanteado sin saberlo»
, y a
continuación:
(p. 25) |
Sin duda este
cervantinismo en el que, según Juan Goytisolo, se halla
incursa la mejor novelística hispana de hoy, contrasta
notoriamente con la negativa de Juan Benet a reconocer la eficacia
del modelo quijotesco en cuanto objeto de imitación y aun de
aprovechamiento. Ello no impide que Benet, en la aludida
conferencia de 1979, «Onda y corpúsculo en el
Quijote», resalte en esta obra dos valores principales de
perenne irradiación: la invención por Cervantes de
«su propio mito»
y la
composición de la novela como «corpúsculo»
(manifestación de un carácter, ya formado, en un
episodio de su vida) en vez de como «onda»
(intriga, evolución,
despliegue del carácter), que es como entendía la
novela un Stendhal en Le rouge et le noir.
Entre ambos
valores (la invención del «mitologema» y el
procedimiento corpuscular) el enlace parece residir para Benet en
la dualidad que establece el diálogo. Al crear el mito (ese
personaje «inédito» que es Don Quijote),
comprendió Cervantes que tal personaje no podía estar
solo, como lo estaba en esencia el héroe épico,
«porque precisaba el énfasis de un
contrapunto de oposición y la réplica, dialogada
sobre todo, al espíritu culto y
anacrónico»
. De esa crítica al propio
empeño, de esa contraposición, llegaría a
constituirse en el futuro «un canon que
adopta las formas más insospechadas: el diálogo entre
dos tiempos diferentes en La recherche o el antagonismo de dos argumentos
distintos, como en Wild Palms, uno épico y otro
sórdido»
. «Con una
energía estamínea engendró sus dos caracteres
y, a fin de preservar su doble personalidad, evitó con sumo
tiento la aparición de un tercero que pudiera hacerles
sombra»
(p. 84).
Pienso que con esta observación toca Juan Benet en la mayor
innovación de la novela moderna: el duelo yo/mundo,
escisión que hizo y sigue haciendo de la epopeya novela.
La modernidad del Quijote, para Benet, no estribaría en el juego, como para Torrente, ni en la metaficción, como para Juan Goytisolo y sus compañeros latinoamericanos, sino en haber propuesto la novela como «narración de un episodio» por contraste con la total «biografía»:
(p. 103) |
Inútil
indicar que el enfoque de Benet, sin hacer violencia al
Quijote, viene determinado en gran parte por sus propias
predilecciones como novelista: el diseño mítico nuevo
o renovado (Numa, Deméter, Saúl/Samuel); el girar de
todo alrededor de un episodio e incluso de un solo y dilatado
instante focal; y, no en último término, eso que
Benet alaba también en el Quijote: la
erección de un héroe que no tenga sobrados motivos
para luchar sino que obre y aun desatine «sin ocasión»
(pp. 101-114), impelido -diría yo-
más que por una causa justificante por la emanación
de una voluntad originaria.
De haberme propuesto un panorama de la trascendencia de Cervantes, y no un fragmento o detalle del panorama, tendría que rememorar aquí, en la línea de aprovechamiento del Quijote como patrón metafictivo, el ciclo Antagonía, de Luis Goytisolo, tetralogía en la cual la escritura se refleja a sí misma y la lectura se refracta desde uno o varios lectores inmanentes al texto hacia los que están fuera de él. Del caso Luis Goytisolo podría predicarse lo que Carlos Fuentes escribía en su Cervantes o la crítica de la lectura (México: J. Mortiz, 1976, p. 95):
Vértigos parecidos puede suscitar un muy reciente espécimen de novela española: La orilla oscura (1985), de José María Merino. Pero creo que Juan y Luis Goytisolo, Merino y otros de semejante orientación (¿dónde está la línea fronteriza, si existe, entre la vigilia y el ensueño?) deben más a Borges y a su inmediata familia ultramarina que propiamente a Cervantes, el cual conocía demasiado bien dónde estaba esa frontera.
Paso al segundo aspecto anunciado: el diálogo. No me refiero a heteroglosia (Bajtín) o intertextualidad (Kristeva), ni al «discurso sobre discursos», ni a la polifonía propia de toda novela lograda. Me refiero al diálogo como comunicación oral entre dos sujetos distintos (o más de dos, pero necesariamente dos). Dentro de esta acepción tradicional, nadie deja de advertir la novedad que introducen el Quijote y algunas de las novelas ejemplares (sobre todo el Coloquio de los perros) en el uso del diálogo.
Con la fortuna que le caracterizaba al formular rotundamente sus percepciones, Ortega y Gasset definió la aludida novedad óptimamente en su «Adán en el Paraíso» (1910):
«Si la novela describe los actos de los personajes y aun el paisaje que los rodea, es sólo para explicar y posibilitar la sugestión directa de los afectos interiores a las almas. [...] Pero la vida de nuestro espíritu es sucesiva, y el arte que las expresa teje sus materiales en la apariencia fluida del tiempo. [...] Por eso, el principio unitivo que emplea este arte temporal es el diálogo. [...] En la novela el diálogo es esencial, como en la pintura la luz. La novela es la categoría del diálogo. [...] Ahora bien: el Quijote es un conjunto de diálogos. Tal vez esto dio motivo a discusiones entre los retóricos y gramáticos de su tiempo; certifique quien sepa de estas materias si puede referirse a algo parecido lo que Avellaneda dice al comienzo de su prólogo: "Como casi es comedia toda la Historia de Don Quijote de la Mancha..."»4 |
Anthony Close ha
tratado de explicar la insinuación de Avellaneda mostrando
la vinculación del diálogo entre Don Quijote y Sancho
con La Celestina y las comedias en prosa de Rueda y de
Timoneda; pero el fino análisis que hace Close de ese nexo
(Don Quijote habla como el amo, el noble, el enamorado; Sancho como
el simple, el necio, el gracioso) no le impide admitir otros
orígenes: los coloquios satíricos, las formas
dialogales de la «novella», los debates
académicos y las varias aplicaciones de la retórica,
los diversos géneros parodiados, etc.5
Y ha habido quien, como Enrique Tierno Galván, ha
considerado a don Quijote un «dialogante
intelectual»
: «sus
conversaciones se aproximan mucho a la estructura del
diálogo didáctico, y cuando él habla, nada
importa que haya o intervenga un cabrero más o un
clérigo menos»
6.
Lo que estos y otros críticos han ido poniendo de manifiesto con sus exploraciones es la complejidad del diálogo cervantino. Por mi parte, intenté mostrar cómo del «diálogo hacia» que con tanta facundia prodigó Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache pudo Cervantes aprender otra modalidad de «diálogo con» (el Coloquio de los perros) donde ya no hay dos interlocutores proporcionadamente activos, sino un locutor pleno (Berganza) y un sublocutor (Cipión). Ambos tipos de diálogo coinciden en ser un comentario compartido (en el fondo, inacabable) acerca de la experiencia del mundo y de la valoración de esa experiencia.
Una de las más fecundas contribuciones de Cervantes a la novela moderna es ese traslado del interés primario en la acción al interés por el comentario sobre ella y sobre el mundo; comentario que se desenvuelve por medio del discurso narrante (lo que los narradores piensan luego escriben) y a través de la interlocución (lo que los personajes dicen luego viven).
Provocaría estupor imaginar que Don Quijote hubiese cabalgado a solas durante sus tres salidas o que se hubiese hecho acompañar de un criado que, en vez de inspirarle confianza y conquistar día tras día plena capacidad de réplica, se hubiese reducido a su función servicial o a su estricto papel de escudero, como en los libros de caballerías parodiados. A partir del capítulo 7 de la Parte I se escucha a Don Quijote y Sancho en conversación a través de la cual se oye la voz del primero como la del amigo y maestro que pronuncia una estimación, convoca un recuerdo, dibuja una esperanza. En adelante, los coloquios entre ambos importarán tanto como las aventuras e irán sobrepujando a éstas.
Aunque las academias no se distinguen precisamente por el acierto de la inspiración, la Academia Española reemplazó desde su edición del Quijote en 1780 el título incongruo del capítulo 10 de la Parte I («De lo que más le avino a Don Quijote con el vizcaíno, y del peligro en que se vio con una turba de yangüeses»: el lance con el vizcaíno había terminado en el capítulo anterior y los yangüeses no aparecen hasta el capítulo 15) por este otro: «De los graciosos razonamientos que pasaron entre Don Quijote y Sancho Panza su escudero». El nuevo título define bien el contenido: coloquios del amo y el criado sobre la ínsula, la reciente pelea, la conveniencia de ocultarse, el bálsamo de Fierabrás, Dulcinea, la ínsula de nuevo y los pobres alimentos que en buena paz y compaña comieron aquella noche. Sobre todo, el nuevo título compendia la curiosidad de los lectores por conocer los comentarios de los caminantes acerca de cuanto van viviendo juntos.
En esa Parte I no
escasean los títulos capitulares que enuncian «discretas razones»
(capítulo
19), «sabrosos razonamientos»
(cap. 31), «discreto(s) coloquio(s)»
(cap. 49), y en la Parte II abundan los
«razonamientos»
, «pláticas»
, «preguntas»
, «respuestas»
, «cartas»
y «consejos»
de los dos peregrinos entre
sí o con otros personajes.
Como una de las
cumbres del coloquial- entre Don Quijote y
Sancho se recordará el capítulo 20 de la Parte I.
Puesto que la aventura de los batanes es una expectativa de
aventura desmentida por la luz de la mañana, la noche entera
se les va al temeroso criado y al valeroso caballero en coloquios,
hasta que éste tiene que advertir a aquél que en
adelante no le hable demasiado: «que en
cuantos libros de caballerías he leído que son
infinitos, jamás he hallado que ningún escudero
hablase tanto con su señor como tú con el
tuyo»
, invocando como dechados de taciturnidad al
respetuoso Gandalín y al silencioso Gasabal. Pero Sancho no
tardará en incumplir el aviso, como lo prueban sus vivaces
razones sobre el yelmo o bacía y su petición de
romper «aquel áspero mandamiento
del silencio»
, petición tan generosamente otorgada
por Don Quijote que es él quien desborda de elocuencia al
pintarle al criado la vida de un caballero andante y disertar sobre
linajes, etc. (cap. 21). Posteriormente, Sancho
volverá al tema expresando su deseo de regresar a su casa
con su mujer e hijos «con los cuales,
por lo menos, hablaré y departiré todo lo que
quisiere»
, pues no le parece soportable buscar aventuras,
recibir palos y, sobre eso, haber de coserse la boca «sin osar decir lo que el hombre tiene en su
corazón, como si fuera mudo»
(cap. 25). Álzale Don Quijote el
entredicho, y el diálogo prende de nuevo y se anima.
Así en esta tensión entre el deseo de hablar de
Sancho y la acalladora corrección de Don Quijote cuando
aquel se desmanda, corrección anulada tan pronto Sancho se
humilla y Don Quijote puede desahogar su no menos intenso
afán de comunicación expansiva, van uno y otro
comentando realidades e imaginaciones a lo largo de su
transeúnte convivencia. Y atestigua emotivamente la
necesidad del novelista de satisfacer la urgencia de hablar de sus
criaturas y la bien supuesta curiosidad de los lectores por
oírles hablar, lo que el narrador dice antes de empezar a
alternar en capítulos paralelos las vicisitudes del uno y
del otro: «Cuéntase, pues, que
apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote sintió su
soledad, y si le fuera posible revocarle la comisión y
quitarle el gobierno, lo hiciera»
(II, cap. 44), porque «la ausencia de Sancho»
le
hacía parecer triste y melancólico. Tan patentes como
esa tristeza son el alborozo del Caballero al reconocer regresado y
vivo al compañero con su rucio («El rebuzno conozco, como si le pariera, y tu
voz oigo, Sancho mío»
, cap. 55) y su contento al recobrar la
libertad cuando los dos salen del castillo ducal, comparable a un
cautiverio (cap. 58).
Según
consenso general de lectores y críticos, es gracias al
dialogo como se aproximan las dos conciencias en principio tan
dispares y se interpenetran y trasfunden. Comparando el
Quijote y Huck Finn desde el punto de vista del
diálogo, Stephen Gilman llegaba a ver como fundamento de
éste no ya la experiencia, sino la evaluación de la
experiencia en su progresión: «Si
el diálogo épico sostiene valores aceptados,
personificados en el héroe, y si los diálogos
dramáticos presentan valores aceptados, pero en azarosa
lucha unos con otros, el diálogo novelístico se
presenta como no aceptado todavía, no en lucha, sino en el
mismo momento de su creación humana»
7.
Con toda evidencia, aunque en el diálogo del Quijote desempeñe importante papel genético el de La Celestina y el de la comedia en prosa del siglo XVI, su calidad no es principalmente dramática, sino novelística, y a mi entender esta calidad se debe a que no es tanto diálogo expresivo (de una conciencia) ni apelativo (a la conciencia de otro) cuanto un diálogo referencial a dos voces: comentario contrastado del mundo.
No menos importante que el quijotesco en la forja de la novela moderna es el diálogo del Coloquio de los perros con su tonalidad monodialogal y digresiva que, inspirada -creo- en el Guzmán de Alfarache, toma un sesgo de iluminación curativa hasta allí insólito.
En un artículo escrito en 1971 aunque no publicado hasta 1975, había apoyado la hipótesis de que el Guzmán de Alfarache influyese en el Coloquio, donde Cipión cumpliría función análoga a la del «lector» (a quien se dirigía Guzmán) frente a Berganza, que, en figura de pícaro, narra, digresa, satiriza; y en otro artículo compuesto en 1975 y publicado en 1977, esbocé el complejo sistema monologal del Guzmán en contraste con el diálogo extrovertido y recíproco del Quijote8.
Escribía en 1971:
(p. 481) |
En el trabajo
publicado en 1977, extendía el hipotético influjo a
la segunda parte del Quijote, «donde la reflexión abunda más que
en la primera, de acuerdo con el mayor relieve de la cordura
desengañante sobre la engañosa locura»
(p. 728).
Dos precisiones debo hacer ahora. Una es que no acierto a ver tanta diferencia como antes veía entre el diálogo Quijote-Sancho (en ambas partes de la novela) y el diálogo Cipión-Berganza. Noto, por el contrario, que en el diálogo del Quijote hay una tensión entre el hablante superlocuente y el sublocuente, si bien el primero es unas veces Don Quijote con sus ilusiones (refrenadas por el sensato Sancho, que toma el papel de moderador) y otras veces lo es Sancho con sus refranes y simples descomedimientos (corregidos y aun castigados por el idealista Don Quijote, que adopta entonces la función del mesurador), mientras que en el Coloquio siempre es Berganza el desbordante y guiado, y Cipión siempre el que repara y guía.
La segunda precisión tiene más que ver con la novela contemporánea. Ante tantas novelas monologales o monodialogales como en los años 60 se publicaban en España (Tiempo de silencio, Señas de identidad, Cinco horas con Mario, San Camilo 1936, Parábola del náufrago, Don Julián), me inclinaba yo a mediados de los 70 a poner en conexión esta primacía del monólogo con el dificultoso diálogo «hacia» un destinatario inasible representado en los comienzos de la novelística moderna por la picaresca y, más particularmente, por el Guzmán de Alfarache: el dialogar potencialmente albergado en el molde del monólogo revelaría tanto en la picaresca como en la novela entonces vigente la necesidad de un contacto que nunca se corroboraba pero continuamente se proponía.
Recuérdese (advertía yo en 1975, aunque lo publicara en 1977) algunos rasgos de la más moderna novela:
(p. 729) |
Era 1975 el año que marcaba el fin de la época de Franco, y lo escrito se refería (advierto de nuevo) a la novelística que podía ya contemplarse a cierta distancia: la de los años 60. Pero, por esos primeros años 70, apenas abarcados en mi apreciación de entonces, se estaba abriendo paso, en un clima de ruptura, un tipo de novela cuyos rasgos determinantes venían a ser, para mí, a fines de 1979, la memoria en forma preferentemente dialogada, la autocrítica de la escritura, y la fantasía. Y estos tres rasgos se remontan directa o indirectamente al paradigma cervantino, ya no al picaresco.
Prescindiendo aquí de la metanovela y la autocrítica (estudiadas con profusión casi maniática en los últimos años), puesto que Sterne, Gide y Borges o Cortázar han sido acicates más intensos que Cervantes, y dejando a un lado también la fantasía, espoleada más bien por un Lewis Carroll e incluso un Todorov, ¿qué hay ele la posible ejemplaridad en la memoria «en forma dialogada»? Veía yo aquí una derivación de la técnica del Coloquio de los perros, aunque no llegara a afirmar la «influencia» de esta novela ejemplar: sólo la traía a relación, y pienso que no insensatamente.
Novelas españolas contemporáneas que practican el diálogo dual al servicio de la memoria (aunque no sólo de la memoria) son, entre algunas que pueda olvidar, las siguientes: José María Vaz de Soto, «Diálogos de la vida y de la muerte» (I, Diálogos del anochecer, 1972; II, Fabián, 1977; III, Sabas, 1982; IV, Diálogos de la alta noche, 1982); Carmen Martín Gaite, Retahílas, 1974; El cuarto de atrás, 1978; Miguel Delibes, Las guerras de nuestros antepasados, 1975; Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, 1983; Lourdes Ortiz, Luz de la memoria, 1976; Urraca, 1982; Gonzalo Torrente Ballester, Fragmentos de apocalipsis, 1977; La Isla de los Jacintos Cortados, 1980; Juan Marsé, La muchacha de las bragas de oro, 1978; Juan García Hortelano, Gramática parda, 1982; Álvaro Pombo, Los delitos insignificantes, 1986.
Refiriéndome a la primera novela del elenco, escribía yo en 1974 (y pido perdón por las autocitas ya que las hago para dilucidar mi posible error):
«... novela ésta realizada en forma y temperatura de diálogo entre dos antiguos amigos que, al borde de los cuarenta años, traen al recuerdo su desastrada pero ilusionada convivencia en el Madrid de los años 50 y juegan a los cambios de personas y de tiempos verbales poniendo al descubierto sus amores y sus vidas hasta que, consumado el encuentro dialogal, se precipitan en la muerte. Diálogos del anochecer podría verse como un adelanto de Retahílas, la novela de Carmen Martín Gaite, y ambas me recuerdan, por lo limitado e intenso de su fiebre dialogal, el Coloquio de Cipión y Berganza, prodigio de la comunicación verdadera en tasadas horas nocturnas»9. |
En otro ensayo, publicado en la revista Ínsula a fines de 1979, «Ante la novela de los años setenta», seguía pareciéndome lícita la analogía no sólo para esas dos novelas sino para otras de las que entretanto habían aparecido:
«Uno de los hechos característicos de la novela del decenio anterior... consistía en la articulación autodialogal del discurso narrativo, en el uso mayoritario o total del 'tú' autorreflexivo equivalente a un 'yo' desdoblado. Ahora, en cambio, se intenta romper esa inmanencia por medio de un diálogo entre dos interlocutores no idénticos... Por principio puede aceptarse que hay casi siempre un interlocutor protagonista, comparable al Berganza autobiográfico del Coloquio de los perros, frente al otro interlocutor, comparable a Cipión por su mayor parsimonia y sus funciones auxiliares. Este otro interlocutor puede representar una consistencia, aunque más tenue, análoga a la del protagonista, o su identidad puede resultar problemática, insuficiente o fantasmal»10. |
En el caso de la
tetralogía de Vaz de Soto, ahora completa, los dos amigos
dialogantes, Fabián Azúa y Sabas Llorente, aparecen
con igual relieve e intervención equilibrada en la pieza
primera del ciclo y en la última. En la segunda
(Fabián) es éste, Fabián, el
superlocutor, y en la tercera (Sobas) es Sabas Llorente,
mientras en ambas el otro, el sublocutor, funciona como
psicoterapeuta respecto al neurótico y, a la vez, como
compositor del texto dialogado entre los dos. Un eco del
Coloquio cervantino podría auscultarse en
Fabián cuando Sabas insta a Fabián a no
apartarse de la línea cronológica de su relato, como
Cipión disuadía a Berganza de incurrir en
digresiones, y Fabián replica que, por más que
él haya de volver sobre el pasado una y otra vez desde
distintas perspectivas, «la
cronología estricta tampoco es mala costumbre... Cervantes y
Dostoievsky la seguían en sus
narraciones»
11.
Pero reanudo la cita:
En algunas de estas novelas de los años 70 las premisas compositivas son las mismas del Coloquio cervantino: diálogo a sólo dos voces; un interlocutor que, como Cipión, exhorta, frena, impulsa, urge: exhorta al conocimiento a través de la palabra, frena las murmuraciones o las quejas impertinentes, impulsa a rememorar el pasado proponiendo un orden, urge a terminar cuando el tiempo apremia; otro interlocutor que responde y expone o se confiesa; reconstrucción de la biografía propia en la parte hablada por el que responde; digresiones frecuentes de éste; crítica directa o indirecta del mundo; marco nocturno de los coloquios. Así sucede en la tetralogía de Vaz de Soto, en Retahílas y El cuarto de atrás, en Las guerras de nuestros antepasados.
De 1979 a 1986 la
novela cardinada en el diálogo de dos interlocutores
audibles ha ido enrareciéndose en cantidad, y la
índole del diálogo ha ido haciéndose menos
conectiva, más reveladora de la soledad. Aunque «las cartas a un amigo son lo único que
se parece un poco a hablar»
12,
dos de las novelas más recientes entre las escogidas son
novelas epistolares con un solo epistológrafo. En La
isla de los Jacintos Cortados un profesor universitario
fatigado escribe una larga carta de amor (más bien, un
diario recóndito), con interpolaciones mágicas, a una
joven cuya conquista pretende y no logra, y aunque las
interpolaciones forman a modo de un retablo de Maese Pedro dentro
del cual quiere el escritor introducir a su amiga a fuerza de
fantasía, la carta misma es un «diálogo
hacia», no un «diálogo con». En Cartas
de amor de un sexagenario voluptuoso un mediocre periodista
retirado envía frecuentes cartas de enamorada curiosidad a
una viuda cuyas respuestas el lector sólo indirectamente
conoce y que al final escapa con un amigo de aquél dejando
burlado al solicitante, y aunque la trama no excluya la posibilidad
de que Delibes se haya inspirado en El casamiento
engañoso, las misivas del solterón no le
libertan de su soledad. Más cervantismo, en este caso
«quijotesco» y no «cipiónico»,
podría hallarse en la fantasmagoría de García
Hortelano, Gramática parda, donde la superdotada
niña Duvet Dupont que aspira a ser Flaubert y la desenfadada
sirvienta Venus Carolina Paula, natural de Extremadura, que con
ella conversa infundiéndole saber con su propia ciencia
infusa componen en atmósfera irrealista una pareja
reminiscente de la integrada por Don Quijote y Sancho. La Urraca de
Lourdes Ortiz escribe sus diálogos con un monje cuyas parcas
intervenciones van sólo destinadas a estimular la
confesión memorial de la reina prisionera. Y en una novela
como Los delitos insignificantes, de Álvaro Pombo,
el intelectual solitario y el chantajista vacante se aproximan
homosexualmente a través de largos diálogos que nada
confirman sino la imposibilidad de entendimiento, llevando al
primero a un fulminante suicidio.
¿Era sensato, o al menos, no era insensato del todo, invocar la lección cervantina para estas novelas de que he hecho mención? Aludí al precedente de Ritmo lento, cuyo protagonista, cumpliendo en una casa de reposo la recomendación de un psiquiatra, escribía acerca de su pasado, sus relaciones con el padre, la familia, las mujeres, ciertos amigos. Del esquema básico del psicoanálisis proceden las notas que configuran los diálogos de Vaz de Soto, Martín Gaite y Delibes: la búsqueda de interlocutor, la curación por la palabra, el hablar asociativo de uno y el controlador e interpretativo de otro.
No obstante, esta procedencia, o precisamente por ella, parece razonable suponer en tales novelas el respaldo, siquiera remoto, de las pláticas de Don Quijote y Sancho, cuyo hablar compartido era un irse haciendo entre el mundo, y del coloquio de Cipión y Berganza, cuyo hablar era un pensarse, un irse recordando, identificando y juzgando ante la vida. El escritor español, con más o menos conciencia de ello, guarda en su memoria docta el sedimento de la lectura de Cervantes; quizá por eso no siente la necesidad de invocarlo y «cervantea» sin saberlo, como Juan Goytisolo alegaba.
Por lo demás, Sigmund Freud, de adolescente, se sintió tan impresionado por el Coloquio de los perros que llegó a experimentarse a sí mismo como un redivivo Cipión y adoptó este nombre en su trato amistoso con un compañero de estudios, Silberstein, al que llamaba Berganza13. El «Ich, Cipión» de Freud sirva de refrendo de la universalidad y perennidad de la obra cervantina, que, de acuerdo con lo declarado por Juan Benet, resulta difícil que pueda influir directamente en los hombres de hoy, pero que fluye hacia todos con la ancestral virtud de un evangelio.
1987.