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Clarín y la crisis de la crítica satírica

Gonzalo Sobejano


Columbia University




- I -

El 4 de febrero de 1893 un joven que aún no había cumplido los veinte años, José Martínez Ruiz, disertaba en el Ateneo de Valencia acerca de La crítica literaria en España. Dividía ésta en dos grandes ramas: crítica histórica o hermenéutica y crítica de actualidad o militante, y dentro de la última distinguía entre crítica seria y satírica. Tal clasificación no sería hoy completa. Hoy pondríamos entre la crítica histórica y la actualista ese otro género de crítica que suele verterse en el molde del ensayo y cuyos caracteres determinantes son el propósito teórico y la libertad poética. Pero en 1893 no se «notaba» aún esa clase de crítica: su consistencia la harían ver más tarde los ensayos renovadores de Ganivet, Unamuno, Maeztu, Azorín mismo y otros. Más sorprendente que esta omisión de la crítica interpretativa ensayística resulta, en el texto de la conferencia de Martínez Ruiz, la división de la crítica de actualidad en «seria» y «satírica». Ha habido en nuestro siglo críticos cotidianos más o menos tentados por el genio de la sátira, pero la crítica literaria «satírica» no ha tenido un cultivo asiduo; en cambio, abundó como nunca en España durante el último tercio del siglo pasado. Estas líneas quisieran evocar el porqué y el cómo de su auge y de su decadencia, principalmente a través de la labor de Leopoldo Alas.

En aquella conferencia Martínez Ruiz, luego de mencionar a ciertos representantes de la crítica seria (desde Menéndez Pelayo, pasando por José Yxart, hasta un Ramón Domingo Peres), consideraba los más notables cultivadores de la satírica a Larra, de anteayer, y a Clarín, Antonio de Valbuena y Fray Candil. Admiraba en Clarín la amplia erudición y la perspicacia para descubrir bellezas y defectos, sobre todo defectos. A Valbuena le tenía por el más mordaz, si bien gracioso y enérgico. De Fray Candil decía: «Hoy por hoy es el que mejor entiende la sátira; el temperamento literario más original»1.

Aunque Martínez Ruiz, al final de su discurso, manifestaba la esperanza de que en la crítica se llegase a un arte-ciencia, sustituyendo los criterios retóricos por los científicos, sus propios escritos anteriores a 1900 se distinguen por la contundencia del juicio y la espontaneidad conversacional de la crítica satírica entonces en boga. Con razón se ha podido hablar de un Martínez Ruiz decimonónico distinto del Azorín que ya se perfila en Los hidalgos (1900). Y, en efecto, el autor de Buscapiés (Sátiras y críticas); Anarquistas literarios (Notas sobre la literatura española); Literatura; Charivari (Crítica discordante), Soledades y Pecuchet, demagogo no fue sino un periodista satírico formado a semejanza de Clarín y de Fray Candil.

Crítica y sátira, claro está, no son lo mismo. Criticar es discernir: separar lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto, lo hermoso de lo disforme. Sólo cuando previamente se ha juzgado algo, podrá recurrirse a la sátira, censurando lo erróneo, injusto, disforme. La sátira es, por tanto, una parte de la crítica, no imprescindible para que ésta exista, pero tal vez conveniente cuando la porción negativa que la crítica ha separado requiere enfática censura. Siendo sustancia de la sátira la censura, ésta podrá recaer sobre graves errores o sobre pequeñas miserias y usará en el primer caso de la reprensión y en el segundo de la burla, aunque la elección del modo correctivo dependa no sólo de la naturaleza de lo censurable, sino también de la índole personal del que censura y de la calidad del público ante el cual la censura se ejerce. Cualquiera que sea el procedimiento, la sátira sólo tiene plena razón de ser cuando reprueba errores difundidos, repetidos, hechos costumbre individual o colectiva. Es, por consiguiente, un género moral en doble sentido: porque compara las deficiencias de la realidad -explícita o implícitamente- con un bien ideal, y porque las acusa como peligrosas costumbres («mores»).

La sátira pertenece a la literatura de costumbres y entra, como componente de mayor o menor importancia, en los diversos géneros: teatro (mimos, entremeses, comedias), novela (picaresca, paródica, educativa, costumbrista) y poesía («sátiras», epístolas censorias, letrillas burlescas). Pero donde la sátira halla más adecuado marco es en la literatura crítico-didáctica, no porque crítica y sátira equivalgan -aunque el habla corriente confunda «criticar» con 'murmurar, sacar defectos, censurar'-, sino porque la censura está predeterminada por el discernimiento crítico, y la crítica y la sátira, juntas o sueltas, se encaminan a difundir una enseñanza.

Al situar a Clarín entre los cultivadores de la crítica «satírica» como especie separada de la crítica «seria», Martínez Ruiz cometía un error de opinión, puesto que caracterizaba la actividad de Leopoldo Alas por lo que le había hecho más popular y no por lo que el conjunto de esa actividad representaba y valía. Tal error, dada la proximidad del horizonte, podía acaso explicarse en 1893, ya no en 1917, cuando Azorín escribía estas palabras:

El segundo aspecto que Clarín nos ofrece es el de la crítica seria. ¿Ha sido realmente Clarín un crítico literario? Crítico literario que entra dentro de la obra, que nos dice cómo está construida, que la descompone en sus menudas piezas -al igual de un relojero con un reloj- y luego la vuelve limpiamente a montar; crítico literario, repetimos, ¿lo ha sido Clarín? Se nos antoja que su obra de crítica seria no podrá dar mucha y segura información respecto a la producción literaria más eminente de la pasada centuria. Alas tiene una irreprimible bondad para los más insignes de sus coetáneos. [...] Este espíritu satírico y agresivo ha pasado entre las grandes figuras de su tiempo no teniendo para ellas más que flores. [...] Su gusto era penetrante y exquisito; pero Alas -y esto es lo esencial- aparte de la consideración que pudiera guardar a quienes eran sus amigos o a quienes trataba como maestros, Alas era, ante todo, no un crítico literario, sino un filósofo y moralista.

Y aquí entramos ya en la tercera fase de nuestro autor. Las obras en que Clarín ejercita su crítica le sirven a él no para una demostración de técnica literaria, sino para explayar una enseñanza ética o filosófica. Cuando Clarín critica, son sus propias ideas morales las que el autor va exponiendo; la obra, su técnica, su génesis, su desenvolvimiento, es lo de menos; lo importante, lo esencial, es la reflexión filosófica que hace nacer en el cerebro del crítico. Y los ensayos hallan su complemento en el cuento y en la novela2.



De estas apreciaciones quizá únicamente sea válida la de que Alas fue ante todo un filósofo y moralista. Pero, sobre que el serlo es condición óptima para enjuiciar bien cualquier obra del espíritu, la capacidad de Clarín para comprender la literatura como literatura es indesmentible. La misión de la crítica de actualidad nunca ha sido descomponer la obra en menudas piezas y volver a montarla; misión más propia de un relojero, según Azorín sugería en su peregrino símil. El crítico debe considerar «la obra, su técnica, su génesis, su desenvolvimiento», es verdad; pero no menos la personalidad del artista y el sentido y la finalidad de su creación. Una obra de arte literaria es un envío espiritual en palabras perdurables. Se analizará la estructura y el lenguaje de esa obra, pero no podrá faltar nunca la comprensión de la síntesis significativa en ella contenida. Y si Clarín pudo algunas veces inclinarse más al estudio de lo interno, usualmente se ocupó con atención equitativa de los dos aspectos: la sustancia y su forma. Modelos en este sentido son, entre muchos que pudieran alegarse, los artículos sobre El Niño de la Bola y El buey suelto en Solos de «Clarín»; sobre La Montálvez y Miau en Mezclilla; sobre Nubes de estío y Realidad en Ensayos y revistas. En trabajos como éstos ¡cuánto hubieron de aprender los lectores de aquel tiempo, y podemos aprender nosotros todavía, acerca de cuestiones estrictamente literarias!: función del tiempo en la novela, expresión de lo esencial humano en lo individual de los personajes novelescos, reprobable desenvolvimiento de demasiada acción en escasas páginas y prolijidad, igualmente reprobable, del novelista que sustituye la fuerza de la inspiración por la mecánica del oficio; manejo «dramático» del monólogo interior, etc. Clarín atiende ahí, y atendió casi siempre, a los principios básicos que sustentan la buena creación literaria: la necesidad interior y la concentración artística. De otra parte, si a veces postergó la técnica en favor del análisis del contenido ideal ¿no queda equilibrada esa tendencia por los muchos comentarios que hizo, en sus paliques, a cuestiones de forma y lenguaje hasta el punto de parecer nimio?

En cuanto a la valoración de los escritores coetáneos, en 1917 podía verse, y hoy ha de seguir viéndose, que Clarín usó para ellos la más prudente estimativa. Notando sus fallas eventuales con gran acierto, tendió a elogiar el genio de Galdós, la maestría descriptiva de Pereda, el talento constructivo de López de Ayala, el empuje lírico de Castelar, la vitalidad dramática de Echegaray, la «poesía de lo pequeño» de Campoamor, la gracia de Valera, la ingente aptitud de asimilación y trabajo de Menéndez Pelayo. En cambio, fustigó sin reparo a los Grilo, Cavestany, Blasco, Ferrari, Velarde y tanto y tanto versificador, gacetillero y pedante de aquellas fechas. ¿No es ésta la selección que ha refrendado la posteridad? ¿Podrá discutirse la general lucidez de Clarín porque se excediera en el menosprecio de una Pardo Bazán o un Leopoldo Cano o porque la hombría de bien de Echegaray, de Castelar, le enturbiase un poco la mirada para distinguir sus máculas? Y si reducido fue su margen de error, aún más avisado anduvo Clarín al enfocar las corrientes contemporáneas y estudiar a autores extranjeros mal conocidos en España. En su primer libro de crítica, Solos de «Clarín» (1881), encontramos ya dos trabajos insuperables de orientación y síntesis: «Del Teatro» y «El libre examen y nuestra literatura presente». En el primero reconoce el retraso de la literatura dramática respecto a la novela y exhorta a regenerar el drama aproximándolo a ésta, haciendo su acción más «fragmentaria», presentando los personajes en armonía con su ambiente propio, deponiendo tesis tendenciosas y efectismos, imprimiendo al lenguaje un sello de hablada naturalidad. El segundo constituye un espléndido balance de los efectos de la revolución de 1868 en todos los géneros literarios.

Como es bien sabido, Clarín se interesó vivamente por las letras europeas, en particular las francesas, defendió la oportunidad del naturalismo, penetró con honda sensibilidad en la esencia moral de la poesía de Baudelaire y glosó la trascendencia de autores entonces muy actuales: Bourget, Daudet, Ibsen, Renan y otros. Menos recordado es el propósito (sólo parcialmente cumplido, por desgracia) que animó las «Lecturas» iniciadas en Mezclilla: popularizar las letras griegas y romanas, la antigua literatura española y la extranjera. Así concebía Clarín la crítica: como crítica popular, en modo alguno vulgar ni vulgarizadora, sino abierta al pueblo necesitado de cultura y destinada a ese pueblo, el suyo.

Esta crítica de Clarín se caracteriza por la transigencia de su posición metódica, por su voluntad de ser específicamente literaria y por la intención saneadora que la estimula. Perseguir la verdad por cualquier conducto, centrar el juicio en el valor estético y mejorar las costumbres: tal era, para Clarín, la misión de la crítica literaria.

Clarín escribió en enero de 1890 una «revista» acerca de la crítica y la poesía en España, dejando allí asentado que: «La crítica de hace veinte, diez años, como la crítica de siempre, sirvió para juzgar, y para eso sirve la crítica de ahora, sea como sea»3.

Es allí donde se refiere Clarín a la crítica científica de Taine y a otras especies recientes (diletante, sugestiva, subjetiva, pintoresca e impresionista) para concluir que todas estas modalidades, portadoras de reformas saludables, no impiden que la crítica continúe siendo «un juicio de estética». Y años después, refiriéndose a las múltiples formas de la crítica en el siglo XIX, proclamaría que «cabe, sin que sea eclecticismo, el sincronismo de los varios géneros de crítica que son racionales y obedecen a facultades y fines respectivos», ello siempre que la crítica literaria cumpla con dos condiciones: ser crítica, o sea, «juicio» y ser literaria, es decir, de arte, «atenta a la habilidad técnica, a sus reglas (absolutas o relativas)»4. El propósito de Clarín era, en consonancia, penetrar en lo diferencial de la obra examinada y en lo irreductible del genio de su autor, sin detenerse más de lo necesario, pero sí lo necesario, a considerar las ideas religiosas o políticas de éste o la influencia sobre él ejercida por la época y el medio. Con Guyau, aunque sin secundar los criterios de admiración y potenciación irradiante de las obras artísticas postulados por él, hacía suyas las palabras de Flaubert en demanda de una crítica que analizase la composición, el estilo de la obra, el punto de vista del escritor, y que se nutriese de imaginación, bondad, entusiasmo y gusto. Muchas veces, y con brillantez, cumplió Clarín este programa. No cabe insistir ahora en ello. El tema de este apunte es la crítica satírica.




- II -

En su tiempo lo que más se vio en Clarín, hasta el punto de enturbiar el reconocimiento de otras cualidades, fue el rigor apasionado y la crudeza burlesca de muchos de sus escritos, en especial de sus célebres «paliques». Llamaba Clarín a esta crítica higiénica y policíaca, considerándola «directamente literaria»5, pero además imprescindible en España como procedimiento correctivo para los malhechores y simuladores de las Letras. Tan noble y elocuente es la justificación de esta crítica en el prólogo a Palique, que no se comprende cómo haya podido prosperar en su tiempo ni por tantos años posteriormente la imagen de un Clarín sañudo por veleidad. Cierto es que, frente a algunos malos entendedores de entonces y de después, ha habido otros que han comprendido con rectitud la brega de Clarín; por ejemplo, José Enrique Rodó en vida de Alas, o Ricardo Gullón y Eduard J. Gramberg recientemente6. Sin embargo, para dar cuenta completa del porqué y del cómo de la crítica satírica de Clarín conviene abarcar, aunque haya de hacerse aquí muy brevemente, un complejo de razones de orden individual, social e histórico-literario.

Las razones de orden individual son las más divulgadas. Poseía Clarín, a lo que parece, un temperamento bilioso y colérico. Sus facultades para la especulación teórica sobrepujaban a las de creación. Su vocación se repartía entre la invención narrativa y la reflexión didáctica. Llegó a profesor de Derecho cuando hubiera deseado ser escritor libre. Vivió al margen del embrollo cortesano, en una ciudad de provincia, clerical por más señas, habiendo aspirado a desplegar su espíritu en un medio abierto y comunicado. ¿El sueldo universitario no alcanzaba a cubrir sus necesidades familiares y tenía, pues, que buscar complementos en cualquier redacción periodística que retribuyese pasablemente lo que el público leía con más placer? (Clarín utilizó con frecuencia este argumento del puchero). Por último, entrando en razones menos materiales, fue Clarín -y nunca se repetirá lo bastante- un moralista y un íntegro español. Aborrecía la adulación, detestaba la patriotería, veneraba la justicia, amaba a su pueblo. Nada hay que objetar a estas razones.

Pero un sujeto dotado y condicionado personalmente así, amanece a la razón en una sociedad caracterizada por unas costumbres que son resultado de su pretérito y de las circunstancias actuales que marcan un tipo común de vida. Nadie que conozca un poco la historia moderna de España dejará de conceder que entre 1843 (advenimiento al trono de Isabel II) y 1898 el pueblo español recorrió una de las etapas más accidentadas de su compleja evolución. En la sociedad española de ese tiempo la aristocracia que tarda en decaer, la burguesía que aspira a consolidarse en formas de vida señoriales sin suficiente despliegue industrioso y las clases medias y modestas que tratan de hallar remedio a su menesterosidad barajan intereses y pasiones, y un mezclado confusionismo, sin asomo de integración positiva, se extiende. En el plano religioso se oscila entre la reacción fanática y la libertad de credos, atenuada o hecha imposible. Hay neocatólicos, panteístas, y quienes, como Clarín, se atienen al verso de Espronceda: «en cuanto a religión, la natural». Mientras unos se embebían en la doctrina de Krause, otros proclamaban la nulidad de toda metafísica y otros profesaban una especie de positivismo católico que sería la última grada de la verdadera fe cristiana. Junto al naturalismo literario, que tanto estorbo encontró para abrirse paso, continuaba medrando una poesía clasiquina y cursi, como la de Grilo; y la nostalgia de un romanticismo demasiado fugaz animaba los éxitos de Echegaray, en tanto que por todas partes avanzaba el casero prosaísmo de los escritores que más pasivamente respondían al gusto del nuevo público lector. Menéndez Pelayo podría dirigir la Biblioteca Nacional, pero el Conde de Cheste, versificador de calendario, regentaba la Real Academia Española. Socialismo y anarquismo pugnaban por abrirse camino entre la miseria de los de abajo y los de en medio y bajo los estériles relevos políticos del Gobierno. Década moderada, bienio progresista, Unión Liberal, guerra de África, conspiraciones y pronunciamientos, revolución de 1868, reinado fantasmal de Amadeo, República meteórica, Restauración, guerras carlistas, guerra de Cuba, Regencia y turnos ministeriales, catástrofe de 1898. Todo estaba resquebrajado bajo la relativa apacibilidad burguesa del vivir cotidiano. Y los partidos religiosos, políticos y clasistas tenían sus sucursales en la prensa y en los medios literarios. La crítica estaba también corrompida por el egoísmo de los pequeños grupos y solía funcionar sólo como el bombo de la orquesta. En un mundo hipersensible a los caprichos de la opinión, con algunas libertades de forma pero sin auténtica libertad nacida de propio esfuerzo y madurada por largo ejercicio, la prensa era taller de mentiras consagratorias o infamantes. ¿Qué posición había de tomar, en estas y otras circunstancias de envilecimiento y revuelta desmembración, un moralista de temperamento bilioso y nervioso, un limpio intelecto de crítico y de artista, un «provinciano universal», un español a fondo? Evidente: una posición de conciencia alerta y combativa. Y que esto pudiera ser, que Clarín pudiera hacer oír y escuchar las notas de su agudo instrumento en medio de aquel desconcierto, no sólo atestigua su valentía, sino también -hay que admitirlo, por paradójico que parezca- la relativa vitalidad de aquel desconcierto mismo. Lo peor no es el ruido, sino el silencio mandado. La inquietud más desorientada del que puede moverse, siempre será preferible a la inmovilidad del que se sabe atado de pies y manos. Aunque los imitadores de Clarín, y él mismo en ocasiones, llevasen el espíritu de oposición, en sí saludable, a excesos de apasionamiento, un ambiente donde la sátira es posible contiene, junto a los males que el satírico cree necesario condenar, los bienes que permiten que la sátira se haga pública: vitalidad, libertad. Donde existen el ataque y la defensa, donde se discute, allí hay circulación de ideas, riego de vida.

Pero aún deben tomarse en cuenta otras razones, de orden histórico-literario. España atesora una tradición satírica probada. Clarín, que con frecuencia adujo los motivos individuales y sociales de su ejercicio satírico (con tanta frecuencia que sería superfluo alegar textos) no dejó tampoco de aludir al genio satírico de su pueblo, especialmente en unas páginas de 1892 sobre el Arcipreste de Hita, donde, al hablar de éste, de Cervantes, Tirso, Quevedo y Larra, define su humorismo idealista-naturalista como «alegría satírica», «gusto cómico» y un «gran sentido práctico, ayudado de una gran fuerza plástica para pintar la vida real ordinaria que acompaña a un genio de raza espiritualísima, casi mística, fiel a la fe ideal, a la autoridad racional y sentimentalmente admitida»7. De Antonio de Valbuena pensaba -aunque errase- que era «un escritor satírico tal como los piden nuestra lengua y nuestra raza»8 y a Luis Taboada le veía como un «satírico, verdadero humorista a la española, un espíritu burlón, no escéptico»9. A otras declaraciones y premisas de Clarín como humorista se ha referido E. J. Gramberg, mostrando acertadamente que «españolismo, espontaneidad estilística, visión idealista del mundo» constituyen «los tres ingredientes principales del fondo y la forma del humorismo clariniano»10. Aunque S. Beser11 reprocha a Gramberg no haber examinado esa línea de humorismo hispánico donde sitúa a Clarín, invitando pues a reconstruirla, ello cae fuera de nuestro intento. Pero recordemos al menos que Clarín prolonga una tradición satírica española, formada entre otros por Juan Ruiz el Arcipreste y Juan Ruiz de Alarcón, por Cervantes (Quijote, Rinconete, Coloquio), por el Quevedo del Buscón y de La Perinola, por los novelistas picarescos, Gracián, Saavedra Fajardo, Moratín, los polemistas del XVIII, Larra y los costumbristas del XIX.

Recordar lo que antecede no significa adjudicar a la literatura española, como uno de sus caracteres, la vena satírica. Fácilmente pudiera hacerse, considerando que entre esos caracteres, tal como los especifica Menéndez Pidal en Los españoles en la literatura, hay dos: la «austeridad moral» y la «agudeza», de cuyo matrimonio sería fruto primogénito la sátira. Pero esto es discutible. Lo indiscutible es que Clarín obraba dentro de la creencia de que la lengua y la raza españolas pedían el escritor satírico, el humorista burlón y no escéptico. Y como tal escritor se sentiría él mismo y por tal habían de tenerle los lectores de sus novelas y cuentos, de sus solos, folletos y paliques.

Ocurre, sin embargo, que hasta los comentadores más comprensivos tienden a justificar la crítica higiénica o policíaca de Clarín con argumentos que despojan a ésta de su condición de crítica «directamente literaria». Así, por ejemplo, dice Ricardo Gullón:

Es un error juzgar los trabajos que llamaba «crítica de policía» como adscritos a la crítica literaria. Considerados así, resultan excesivos, inadecuados a los pobres objetos de su comentario, pero si entendemos el estado de espíritu que le producía la constatación de cuan poco adelantaba en su combate contra los males predominantes, advertiremos que tienen distinta significación de la que suele atribuírseles y una justificación clara. [...] Yo diría que algunos de esos artículos, poco valiosos como «crítica literaria», están justificados en cuanto responden a estímulos patrióticos12.



El carácter cauteloso que toma esta formulación («algunos de esos artículos») veda rebatirla. De todas maneras, conviene advertir que los estímulos patrióticos y morales, tan vigorosos en Leopoldo Alas, en nada impiden que su crítica satírica sea literaria (cuando el tema lo es, por supuesto). Aquellos estímulos no excluyen los puramente estéticos y de gusto. Páginas crítico-satíricas como las dedicadas, en Solos de «Clarín», a condenar los adefesios de Sánchez de Castro y de Cavestany, por ejemplo, son demostraciones irónicas de cómo no es lícito componer un drama histórico ignorando el pasado ni una buena comedia de costumbres mediante efectos melodramáticos y situaciones y relaciones inverosímiles. Por otro lado, una página de crítica no es mejor porque se ocupe de Galdós en vez de Cavestany. Su excelencia dependerá de la profundidad de la interpretación y el tino del dictamen, aplíquense éstos a quien fuere.

Para reivindicar la crítica satírica de Clarín, Gramberg apela a otro recurso. Dando por cierto que las formas de humor empleadas por Alas, aun emanadas espontáneamente de su espíritu, redundaban en provecho de la difusión de su enseñanza y que cuando ridiculizaba a autores ínfimos lo hacía con la intención de desanimar a los demás pseudo-literatos posibles; reconociendo, pues, el valor popularizador y preventivo de la sátira, añade Gramberg que hoy, perdida la actualidad de los sujetos criticados, los artículos en torno a ellos sólo pueden interesar en razón de su «valor humorístico de por sí»:

El humorismo bueno [...] es una forma de arte autónoma, no necesariamente un adorno de otra forma de arte superior. En vista de esto no está claro por qué no había de incluirse en antologías modernas de Clarín artículos que tienen este valor independiente del humorismo en alto grado, como v. gr. «El Frontero de Baeza» (sobre el drama de este título de Retes y Echevarría); «Versicultura: Grilus Vastatrix» (sobre el poeta A. Fernández Grilo); «Moralicemos» (sobre Bremón); «Lo que no ve la justicia» (drama también de Bremón); «¿Quién descubrió América?», etc.13



Enteramente de acuerdo con la ponderación del valor humorístico de tales páginas; pero no debe olvidarse que si esas formas humorísticas tienen efecto en el lector de hoy es porque animan un mensaje ejemplar, una enseñanza moral, estética e idiomática. Aun prescindiendo de la curiosidad que podamos sentir acerca de lo que literariamente sucedía en España hace setenta u ochenta años, siempre habrán de importarnos las formas de error, injusticia o disformidad literaria y lingüística (o de otro orden) condenadas por un espíritu lúcido. Mateo Alemán y Baltasar Gracián eran poco regocijantes, pero lo que el uno atalayó y desenmascaró el otro nos sirve todavía de lección provechosa y deleitable. Larra mismo, a quien Clarín debe el más inmediato estímulo dentro de la tradición española de la sátira, complace e instruye, cualquiera que sea el objeto de su reprobación, y no sólo por la gracia de la palabra, sino también porque reconocemos en él un superior vigía, un descubridor de miserias. La exaltación de lo bello, verdadero y justo, si no tuviera por complemento el expreso rechazo de lo contrario, nos daría una visión unilateral de la vida y de la historia, una visión de oda, idilio o panegírico. La negación puede ser tan positiva como la afirmación si, al condenar lo deleznable, hace sentir el amor de lo indeleble, de lo perfecto. El crítico Karl Kraus, por tantos conceptos comparable a Clarín, definió con estas radiantes palabras la esencia de la sátira:

Die Satire ist so recht die Lyrik des Hindernisses, reich entschädigt dafür, dass sie das Hindernis der Lyrik ist. Und wie hat sie beides zusammen: vom Ideal das ganze Ideal und dazu die Ferne!... der Witz lästert die Schornsteine, weil er die Sonne bejaht. Und die Säure will den Glanz und der Rost sagt, sie sei nur zersetzend14.



Como crítico satírico, Clarín hereda y acrecienta la tradición española aludida. La literatura, y el lenguaje -su elemento-, son para él estructuras y formas expresivas y, por eso, pensamiento y conducta, al mismo tiempo que arte. Los errores que su crítica higiénica y policíaca descubre no son únicamente defectos formales que la abstracción retórica haya de entresacar, sino acciones censurables de un individuo, costumbres perniciosas a la vida actual de las letras. ¿Se podrá decir que el escritor y la vida de las letras, la vida actual del arte, son realidades ajenas a lo literario, a lo artístico? Léase, reléase el prólogo a Palique, donde Leopoldo Alas supo explicarse con tanto poder de persuasión, al calor de su comprometida batalla: una batalla moral y civil en el impulso, humorística a menudo en la táctica desplegada, pero que tenía por finalidad la victoria sobre enemigos muy específicos: el mal gusto, la ignorancia, la irreflexión, el confusionismo, el compadrazgo, la inercia mental.

Las páginas satíricas de Clarín que más han rebajado sus enjuiciadores han sido las dedicadas a denunciar vicios de lenguaje: incorrecciones, barbarismos, muletillas, lugares comunes, ripios. A algunos comentaristas estos que podríamos llamar «paliques gramaticales» no sólo les provocaban y provocan indignación, sino lástima: lástima de que un espíritu tan capaz se entretuviera en tan menudas faenas. Como esos comentaristas, deslumbrados por las grandes causas, desdeñan las particularidades del lenguaje (fruslería retórica para ellos) y como algunos viven, y siguen escribiendo sobre Clarín, acaso no sea inoportuno recordarles que la crítica literaria occidental fue practicada durante siglos con un criterio predominantemente gramatical, aprovechado por la estilística moderna pero que no llegó a desaparecer en los siglos XVII a XIX (fatiga del Humanismo, Ilustración, Romanticismo y sus consecuencias).

Clarín tiene, en este terreno, predecesores tan ilustres como Cervantes y Quevedo. Cuando Cervantes ridiculiza las anominaciones o ilusiones de vocablo de los cofrades de Monipodio («naufragio» por «sufragio», «destruición» por «instrucción», etc.), no está empleando meramente un resorte de la risa, sino criticando la impiedad y la barbarie de unos delincuentes sindicados. Cuando Quevedo escribe su Cuento de cuentos, reuniendo en una parodia «las vulgaridades rústicas que aún duran en nuestra habla», o compone su Aguja de navegar cultos y su Culta Latiniparla, además del regocijo del lector persigue un objetivo de higiene lingüística y policía literaria: el exterminio de los ripios y las frases muertas, la orientación del gusto desde el exceso culterano a la decorosa sencillez15. Pero no hay necesidad de remontarse a Cervantes, a Quevedo, al Gracián que oponía conceptos a bambollas y volvía del revés los refranes. Más cerca de Clarín estaban Jean Paul Richter, Heine, Larra, Schopenhauer. A Schopenhauer debía de conocerle bien Leopoldo Alas16. Y Schopenhauer no desdeñó ocuparse de «minucias» lingüísticas; antes bien, consagró largas páginas a señalar las calamidades del idioma alemán de su tiempo: incorrecciones, galicismos, frases de relleno, etc. Véase, por ejemplo, el extenso fragmento (§ 283) de la segunda parte de Parerga und Paralipomena sobre los «Sprachverhunzer» o corruptores del lenguaje.

Los paliques de tema lingüístico se inscriben, pues, dentro de un género de tradición española, pero también europea. A este género ha dado en nuestro siglo su más profundo alcance el ya citado Karl Kraus, que desde su revista satírica Die Fackel (Viena) peleó durante muchos años en defensa de la cultura verdadera, demostrando en el mal uso de una conjunción o un adverbio, en la simple inserción de determinada noticia dentro de un periódico, en el empleo de ciertas frases convencionales y lugares comunes o en cualquier «pecadillo» literario o idiomático al parecer baladí, la inanidad y la inmoralidad de muchos de sus contemporáneos17. Y es que el lenguaje es la superficie transparente y consustantiva del pensamiento mismo: expresarse mal en una obra artística de lenguaje significa pensar y sentir con defecto o con exceso, sin el ajuste de la verdad.

Acaso de todas las páginas satíricas de Clarín sigan siendo las más aleccionantes aquellas que escribió en honor de la gramática, esto es, para honra y purificación del lenguaje. Los enemigos mayores contra los que no se cansó de batallar fueron la incorrección y el tópico, resultados de un mismo achaque: la pereza de la mente.

Incorrecciones son los solecismos de Fernanflor satirizados en Un viaje a Madrid y los del P. Mir y de Cánovas satirizados en Palique y en Cánovas y su tiempo; las impropiedades y catacresis de los Padres Muiños y Blanco (Palique) y de Silvela (Ensayos y revistas)18. ¿Que estos autores eran de mediocre o ínfimo rango y no merecía la pena ocuparse de ellos? Nada de eso. Fernanflor era un periodista prestigioso, Cánovas el más encumbrado personaje del momento, Silvela un político y académico ilustre, y los frailes mencionados autores de trabajos «históricos», importantes siquiera por el tema y la cuantía del esfuerzo.

Las incorrecciones de vocabulario, morfología y sintaxis infestaban la prensa. Un periódico de tanta difusión como La Época podía en un solo artículo, entre otros disparates, llamar a Mariano Catalina «el editor diligente de las preciosas joyas de toda nuestra literatura», transcribir con satisfacción una quintilla miserable del Conde de Cheste y atribuir a Camões Las Luisiadas19. De la ignorancia de ese periodismo a la pedantería de un académico como Fabié o de una polígrafa afanosa como Emilia Pardo Bazán sólo mediaba un paso20.

Junto a la incorrección, el tópico. Clarín fue un exterminador de lugares comunes. Subrayó y vejó modismos y frases fósiles, manifestando así el desprecio que le provocaban los tranquillos parlamentarios («tócame añadir», «y más diré, que...», «la candente arena política»); las estereotipadas aposiciones oficiales de la lengua periodística («Cánovas, el historiador insigne», «Pidal, el orador fogoso y cristiano», «Silvela, el atildado académico») o los clichés de la crítica literaria improvisada («de sus novelas -sin que lleguen a tanta altura- no puede prescindir la historia del renacimiento glorioso de este género en la segunda mitad de nuestro siglo», E. Pardo Bazán; «la señora Valencia, cuya alma es un arpa eólica de la que nacen las rimas como agua de manantial copioso», P. Blanco), etc. Si, como habrán de reconocer los lectores enterados, nunca hubo en la historia literaria de España tiempo tan dado al abuso de las frases hechas como aquel tiempo final del siglo XIX -y ello lo atestiguan aun los mejores escritores, como Galdós, Pereda y, por desgracia, a veces, el mismo Alas- habrá de estimarse útil y valiosa en grado muy alto la campaña de éste contra la modorra mental que la pululación de aquellas frases revela. Paralelamente, Clarín luchó contra el ripio, plaga de los poetas y versificadores coetáneos, desde Campoamor y Echegaray hasta el más oscuro coplero:

El ripio es, a su modo, una falsedad. Es lo opaco pasando plaza de transparente; es la piedra haciendo veces de pensamiento, la nada dándose aires de Creador. Ripiar la vida es llenar el alma de cascajo para hacerse hombre de peso; es llegar a cierta estatura, añadiéndose un suplemento de cal y canto; es ser un lisiado y convertirse en un hombre completo de palo21.



Aquí habla Clarín del ripio como de una parte inauténtica de la personalidad de un individuo, Cánovas, el cual llenó también de ganga verbal sus enclenques versos parnasianos. Pero de los ripios en sentido estricto, de los rellenos con que se alcanza un metro o se acomoda una rima habló en muchas de sus críticas y animó a seguir hablando a Antonio de Valbuena22. Atacando las incorrecciones y los tópicos, Clarín defendía a diario la autenticidad, la densidad, la sobriedad de la expresión. Recuérdese la airada justificación de Polimnia en Apolo en Pafos23.

No nos detendremos más en realzar los valores positivos de la crítica satírica de Clarín. Esta labor, en parte, la ha realizado E. J. Gramberg24, a quien sólo cabría objetar que no es únicamente por el humorismo por lo que aquella crítica sigue importándonos, sino también por la salud espiritual que su escritura ejemplifica y su lectura infunde.




- III -

Algunas circunstancias perjudicaron notablemente a la crítica de Clarín. Quizá no sea justo contar entre ellas el personalismo de ciertos ataques. Schopenhauer, como filósofo, podía atenerse al principio según el cual la sátira debe operar con magnitudes abstractas y no ejercerse nunca contra personas vivas25. Pero todavía no se ha descubierto el procedimiento para que el crítico de actualidad atribuya los errores del objeto de su comentario a una entelequia en vez de a su concreto responsable26.

Algunas críticas demasiado personales de Clarín (sobre E. Pardo Bazán, los agustinos Blanco y Muiños, Fray Candil y algún otro) proceden de una hostilidad recíprocamente atizada y no son cosas que no sucedan dondequiera y en cualquier tiempo. Otras críticas ásperas (contra principiantes sin talento o contra veteranos falsificadores del suyo) se explican tal vez, no digo que se justifiquen siempre, por la intención preventiva que Clarín perseguía, y pudiera ser que en muchos casos entrañasen mejor voluntad hacia la persona criticada que las alabanzas plácidas y desorientadoras de otros jueces insinceros. La adulación es una de las más ruines formas de la indiferencia egoísta, quién no lo sabe.

En cualquier caso, las circunstancias principales que dañaron a la crítica satírica máximamente representada por Clarín fueron otras: el contagio sufrido por él respecto a la «literatura festiva» de su tiempo; la desfiguración a que su proceder fue sometido por algunos imitadores y, finalmente, la transición que en los últimos años del siglo se operó en todos los órdenes de la cultura desde una actividad enraizada en lo moral hacia una actividad amoral de tipo exclusivamente teorético (ciencia) o exclusivamente estético (arte). Estas circunstancias acarrearon la crisis de la crítica satírica.

Si resucitase Clarín y leyese esta nota, difícilmente perdonaría que se citase en ella La literatura española en el siglo XIX del P. Blanco-García. Pero acaso no hay una exposición panorámica tan completa del tránsito del costumbrismo hacia la literatura festiva como el capítulo XIII del segundo tomo de esa obra. Se titula «Prosa ligera» y en su primer párrafo se lee:

... el antiguo género de costumbres, manoseado por los que no servían para otra cosa, envejeció rápidamente, dejando en pos de sí copioso rastro de legajos inútiles y soñolientas páginas; pero la tradición de Larra y Mesonero Romanos no se interrumpió bruscamente, sino que se ha ido transformando a par con el periodismo y con lo que, en general, puede llamarse prosa ligera27.



Esta prosa ligera estaba representada, según el P. Blanco, por una serie de periódicos satíricos: El Padre Cobos, La Mano Oculta, Don Quijote, La Gorda, El Papelito, Gil Blas, y por escritores como Selgas, Manuel Silvela (Velisla), Castro y Serrano, Fernández Bremón, Frontaura, Isidoro Fernández Flórez (Fernanflor), Eduardo de Palacio (Sentimientos), Luis Taboada, Mariano de Cavia, Antonio de Valbuena y otros varios.

Clarín, recuérdese, comienza su carrera en periódicos satíricos: Juan Ruiz, La Instrucción, El Rabagas, y publica sus primeros artículos en El Solfeo, de donde procede su sobrenombre filarmónico. Poco antes de morir, aún escribe paliques para Madrid Cómico. Fue Leopoldo Alas, por tanto, de un extremo a otro de su actividad literaria, un periodista: ligero, audaz, satírico, como el tiempo (y, según él, la raza) lo pedía. A periodistas, narradores y comediógrafos festivos dedicó semblanzas amables o laudatorias que pueden leerse en algunos de sus libros misceláneos. Aunque Clarín percibía con lucidez la chabacanería de cierta literatura festiva, según demuestra por ejemplo en su ensayo «Estilo fácil», de Mezclilla, donde afirma que «el estilo fácil es una de las válvulas por donde respira con más aliento la gran neurosis de la tontera nacional»28, y aunque, mirando de lejos los tiempos en que él mismo empezaba, decía que aquélla fue «la época [...] en que por poco se vuelven tontos todos los españoles»29, nunca pudo despojarse en sus páginas periodísticas de la propensión a hacer reír al lector con salidas de tono, chistes, llanezas y destemplanzas casi truhanescas. Que admirase a Eduardo de Palacio y se honrase en ser vecino de Taboada denota hasta qué punto no se veía a sí mismo en su cabal estatura para respetarse siempre lo debido.

No se ha estudiado aún (desde cierto punto de vista histórico-social merecería ser estudiado) el auge de la literatura festiva en los últimos lustros del siglo XIX. Probablemente se deba a una urgencia de evadirse de la realidad, comparable -aunque de signo contrapuesto- a la que originó la fortuna de la novela histórica en la primera mitad de aquel siglo. Había sido aquélla una evasión romántica, hacia lo lejano y exótico, misterioso y sentimental. El costumbrismo fue sustituyendo poco a poco la evasión centrífuga del romanticismo por la evasión centrípeta hacia lo pintoresco y castizo de la nación. Y no es paradoja esto de evadirse hacia el solar nativo. Aventurarse, comprometerse, responsabilizarse hubiera sido abrirse a Europa, ponerse a la altura de Europa (lo que el movimiento del 98 trataría de hacer al principio y lo que Clarín, en gran parte, quiso hacer e hizo). La literatura festiva de fines del XIX es todavía costumbrismo: estilización cómica, regocijante, autosatisfecha, del casticismo doméstico.

Madrid Cómico y Gedeón (este último, un periódico jocoso manejado por el también satírico Francisco Navarro Ledesma) fueron a fines de ese siglo los órganos de prensa en que más marcadamente se reflejó la afición al chiste y a la chacota. Abundaban tales periódicos en caricaturas, chascarrillos, versos bufonescos, chácharas y sátiras. Para Madrid Cómico escribió Clarín muchos de sus paliques:

¡Con qué avidez leíamos los paliques de Clarín! -recuerda en 1952 Narciso Alonso Cortés-. ¡Cuánto aprendimos en ellos! ¡Cómo nos enseñaron a aquilatar los valores, a perfilar los rasgos, a distinguir lo auténtico de lo engañoso!30



Prosperaba entonces la literatura jocosa de Taboada, López Silva, Pérez Zúñiga, Ramos Carrión, Vital Aza y otros pendolistas que vivían del oficio de provocar la risa en sus burgueses lectores. Clarín se contagió en ocasiones de aquel prurito juglaresco y también llegó a veces a trasponer el límite que separa la eutrapelia de la contumelia. Pero quienes rebasaban este límite con mucho frecuencia eran Antonio de Valbuena, Luis Bonafoux, Fray Candil y seguramente otros de quienes no queda ya memoria.

Por aquel tiempo publica el carlista Antonio de Valbuena (que se firmaba a veces Miguel de Escalada y Venancio González) sus libros de crítica gramatical; crítica tan justificable como la de Clarín en el mismo campo, pero de una singular ordinariez: Ripios aristocráticos, 1883; Ripios académicos, 1890; Ripios vulgares, 1891; Ripios ultramarinos, 1893. Se trataba, en estos libros, de registrar las faltas en que habían incurrido escritores más o menos acreditados. ¿Se admiraba, por ejemplo, a Echegaray, el dramaturgo en candelero? Pues Valbuena, con razón en la prueba pero con escarnecedora rabia en la tosca manera de alegarla, catalogaba sus ripios, glosándolos de un modo que él creía hilarante. ¡Cuánto partido no sacó de los consonantes febrilmente buscados por Echegaray para que hiciesen eco a su Haroldo el Normando!: «me amoldo», «rescoldo», «me amoldo», «rescoldo». El buen Echegaray no encontraba otros. Tal vez los haya. Consúltese un diccionario de la rima.

Por su parte, el escéptico Fray Candil, aquel Emilio Bobadilla tan injustamente olvidado hoy, daba a luz libros y folletos cuyos títulos bastan para ver el espíritu satírico que los dictaba: Escaramuzas, 1888; Capirotazos, 1890; Triquitraques, 1892; Solfeo, 1893; Baturrillo, 1895, o más tarde, iniciado nuestro siglo, Grafómanos de América, 1902; Al través de mis nervios, 1903; Muecas, 1908. A la misma especie de títulos pertenecen los del futuro Azorín: Buscapiés (o sea, cohetes, como los triquitraques de Bobadilla) y Charivari (es decir, mezcla de cosas heterogéneas, como la mezclilla y la satura de Clarín y el mencionado baturrillo de Fray Candil). Luis Bonafoux, autor de Yo y el plagiario Clarín (1888), había publicado antes de retar a su calumniado maestro, Mosquetazos de «Aramis» (1885) y Literatura (1887), otro título imitado por Martínez Ruiz, y publicaría después Bombos y palos (?), Bilis (1908) y Rasguños (1910). Mariano de Cavia coleccionó artículos de amena crítica taurina, gramatical y literaria en Azotes y galeras (1890) y Salpicón (1891). La lista, desde luego, podría aumentarse considerablemente. Semejantes títulos anuncian desde el umbral los rasgos peculiares de esta crítica satírica: la agresividad del que combate y hiere, la intemperancia nerviosa del que acusatoriamente protesta, y la ligereza, la variedad del que aspira a divertir.

En la España periodística y literaria nunca abundaron tanto como en aquel período los seudónimos: Velisia, Fernanflor, Kasabal, Sentimientos, Melitón González, Aramis, Clarín, Fray Candil, Miguel de Escalada y Venancio González, Zeda, Sobaquillo, Cándido, Ahrimán, etc. Algunos de estos seudónimos recuerdan los nombres de los «graciosos» de la antigua comedia31. Todos muestran un propósito de popularidad. No eran velos de la timidez o la prudencia, ni pantallas para guardar el incógnito, sino al contrario: contraseñas llamativas, motes de payaso. Teniendo en cuenta el precedente de los costumbristas (Fígaro, El Curioso Parlante, Fray Gerundio, etc.), fácilmente puede notarse la filiación de la literatura festiva finisecular respecto del costumbrismo postromántico.

En este ambiente de buscada ligereza, que revela y al mismo tiempo pretende paliar tantas deficiencias, se encuentran amplios sectores de la literatura española, y por tanto del pueblo español, cuando ocurre la malaventura de 1898. Entre los jóvenes se produce una reacción súbita contra lo habitual e instituido. Pero no sólo entre los jóvenes ni sólo después de 1898. Por lo que atañe a la literatura festiva y a la crítica satírica, la reacción había comenzado antes, y así, por ejemplo, Pompeyo Gener, en sus Literaturas malsanas (1894), descarga su disgusto contra lo que llama «gramaticalismo», «retoricismo» y «criticonismo»:

...el crítico debe ser un analista y un expositor. Su misión es ocuparse sólo de lo que de por sí tenga importancia. Para lo que no la tiene, el silencio es el mejor de los castigos. La corrección de la dicción, de la frase, de la ortografía, eso se deja para el corrector de imprenta. Ser cazador de ripios es hacer profesión de estrechez intelectual, dejar de ser hombre para pasar a ser gramático32.



¡Reír, hacer reír!, nada más noble; es una religión y un sacerdocio. Es expresar y comunicar el colmo de la vida, la explosión de la energía acumulada. Mas esto sólo sucede cuando la risa es leal y franca. Pero críticos hay que mezclan hiel al azúcar, acíbar a la miel [...]. Y de esta falsificación del placer se sirven para rebajar lo alto, ridiculizar lo serio, empequeñecer lo grande. Reírse de lo sublime es un crimen de lesa humanidad. El ridículo que tanto debe de servir para castigar la estupidez pretenciosa y aun triunfante, la falsa autoridad, el fanatismo dogmático, la ciencia de similor, sirve ya para cortar la fuente de vida que nace, para constreñir el corazón que se ensancha, para matar la ilusión que va a realizarse. Hácese broma de todo indistintamente, de todo lo que no llega al nivel del escritor guasón que por lo regular es bien poco alto33.



Como testimonio de la protesta anterior a 1898 basten esos razonamientos, mejor inspirados que escritos, de Pompeyo Gener, deslumbrado entonces por Taine y Nordau. Pero es a raíz del desastre del 98 cuando se siente la urgencia de acallar los gruñidos y las burlas de Momo. Un publicista que entonces anda por los cuarenta años, Antonio Zozaya (1859-1943), educado en Krause y divulgador del pensamiento europeo moderno desde su «Biblioteca Económica Filosófica», asesta un rudo golpe (perdónese la frase hecha) a la crítica satírica de Clarín, Valbuena y Fray Candil, sometiéndola al mismo procedimiento a que Cervantes sometió los libros de caballerías: la parodia. Escribe, en efecto, todo un libro dedicado a parodiar aquella crítica, titulado Ripios clásicos (Lucubraciones de crítica barata procedentes de un saldo de paliques, Madrid, F. Fe, 1899, 207 págs.).

Aludiendo a veces claramente a Leopoldo Alas, a Valbuena, Fray Candil y Cavia, compone su libro Zozaya como si él fuese uno de estos críticos. Su tarea consiste en exhibir -y glosar humorísticamente- los absurdos, gazapos y ripios que, con un tanto de malicia, pueden descubrirse, no ya en flojos escritores del tiempo, sino en los grandes autores clásicos: Homero, Virgilio, Horacio, Garcilaso, Fray Luis de León, Goethe, etc. No deja de ser instructivo ver los propósitos y la nueva orientación que persigue. Zozaya afirma que dos consideraciones le movieron a emprender su parodia: una, la molestia que le causaba aquel «afán incesante, inmoderado, de presentar las glorias literarias como las primordiales, precisamente en los momentos en que se nos demuestra con carne y sangre por otros pueblos menos románticos, la importancia del ideal industrial y científico»; otra, la aversión a la «tendencia a buscar en lo cómico un consuelo a nuestros infortunios de la vida real». «La sátira -dice- es lícita únicamente cuando educa». «¿Cómo no abominar, pues, de una crítica que nada enseña, que, lejos de procurar alientos los destruye, que, llamándose científica se basa en el error y la inexactitud y, apelándose artística, presenta solamente a quien la sigue lo feo, lo deforme, lo grotesco, lo absurdo, ocultando lo bello, lo grande y lo sublime?». España se halla amenazada de muerte y, en tan agónica situación, dedícase a ejercitar una baja gracia circense. «Riamos -concluye- en buen hora, pero no de lo bueno, lo verdadero y lo bello...»34

El sentido de la empresa de Zozaya encaja perfectamente dentro del nuevo espíritu, definido por lemas que pronto habrían de hacerse tópicos: «regeneración», «vida nueva», «problema nacional», «hacia otra España», «moral de la derrota», «superioridad de los anglosajones», «escuela y despensa».

Quién sabe si el librito de Zozaya se leyó mucho o poco35. Algo hubo de contribuir seguramente a la orientación de la crítica literaria desde el campo satírico al panegírico. De la crítica de defectos había que pasar a la de bellezas, no tanto en nombre de la estética cuanto en nombre de la regeneración nacional y de la solidaridad humana.

Murió Clarín. Se estancaron Valbuena y Fray Candil. Entró en fuego la joven generación inconformista, que, al menos en sus comienzos, luchó por la europeización de España. La crítica literaria también se dispuso a cambiar.

El terreno estaba ya en buena parte abonado para el cambio. Los «ensayos» y «lecturas» del Clarín meditador podían servir de guía. Pero, además, las revistas nuevas, sobre todo La España Moderna, venían difundiendo las más recientes direcciones de la cultura traspirenaica tanto en el dominio de la literatura creativa como en los de la filosofía, la estética y la crítica literaria. Por lo que concierne a esta última, se puede apreciar un progresivo desvío de las convicciones positivistas y una aproximación a aquel modo de crítica solidarizante, entusiasta y vital que J. M. Guyau había preconizado. Su libro El Arte desde el punto de vista sociológico apareció en español en 190236, pero años antes ya hablaban de Guyau con mucha frecuencia Clarín, Fray Candil, Gener, Martínez Ruiz y otros. Guyau entendía la interpretación crítica de la belleza como despliegue de las causas y caracteres de la belleza misma para potenciar ésta mediante un comentario que sirviese de resonador a la obra de arte:

El crítico ideal es aquel hombre a quien la obra de arte sugiere más ideas y emociones, y comunica después esas emociones a los demás. Es el que permanece menos pasivo ante la obra de arte y descubre en ella más cosas. En otros términos, el critico por excelencia es aquel que sabe admirar mejor lo que hay de bello, y que puede enseñar a admirarlo mejor37.



La crítica, según Guyau, debía propulsar la vida antes que abstraer y fijar un juicio:

... Cuando se trata de apreciar si esa obra de arte representa la vida, la crítica no puede apoyarse ya en nada absoluto, ninguna regla dogmática puede ayudarla; la vida no se comprueba, se hace sentir, amar, admirar. Habla menos a nuestro juicio que a nuestros sentimientos de simpatía y de sociabilidad38.



Situando estos criterios de Guyau en el cuadro de las nuevas orientaciones (vitalismo de Nietzsche, impresionismo crítico de Jules Lemaitre, simbolismo francés atento sobre todo a los valores de sensibilidad, auge del anarquismo, corrientes irracionalistas) se comprende que, paralelamente a los movimientos del 98 y del modernismo, se fuese incoando en España una crítica literaria que tendía a considerar como finalidad suya no la sanción utilitaria del juicio, sino la síntesis artística y la exaltación de la vida desde el ensayo y la página periodística, o bien el análisis racional desde las cátedras y gabinetes. Precisamente Clarín había querido salvar, aun dando entrada a toda doctrina oportuna, la función de la crítica como emisión de un juicio de valor, y de ahí su dureza para los que creía ineptos y su fervor por los que estimaba mejores. Impregnado ya de la concepción de Guyau, pero reconociendo a Clarín la hondura y el aliento que impedían agruparle junto a un Antonio de Valbuena, por ejemplo, escribió Rodó en 1895 su estudio «La crítica de Clarín», uno de los más clarividentes de aquella hora.

La crítica enjuiciativa y, por tanto, la crítica satírica, hace crisis en los años de transición de un siglo a otro. La derrota de 1898 sacude a los intelectuales españoles, sacándoles del confinado mundillo de la corte y poniéndoles frente a la realidad de una Europa mal conocida y de una España borrada por el espejismo centralista. Muere Clarín y sus imitadores van enmudeciendo. Otros críticos militantes asoman a la publicidad influidos en mucho por el vitalismo de Guyau, el impresionismo de Lemaitre, el dilettantismo de Bourget, el egotismo de France, el simbolismo de Remy de Gourmont39. El que desarrolló una labor más sostenida fue Eduardo Gómez de Baquero (Andrenio).

El seudónimo «Andrenio» refleja bien el carácter de este crítico. Mientras en la novela de Gracián, Critilo personificaba «lo juicioso», Andrenio era la encarnación de «lo humano». «El deseo de sacar a luz tanto concepto por toda la vida represado -decía Gracián- y la curiosidad de saber tanta verdad ignorada picaban la docilidad de Andrenio»40. Gómez de Baquero vino a ser, quiso ser, el crítico humano, curioso y dócil.

Baste recordar el artículo que, a propósito de un libro de Fray Candil, escribió Baquero en 1902, titulado «Paradoja sobre la crítica»41. Léese allí que «en la crítica lo de menos es la crisis, diciéndolo en el lenguaje de Gracián, y lo de más la amenidad, la erudición y el saber con que el crítico aderece sus juicios»; «crítica judicial sin reglas es como tribunal sin leyes»; «la crítica que decide de lo bueno y lo malo, de lo justo y lo injusto, es un anacronismo, pues pertenece a la época de las reglas, cuando hoy las reglas han venido tan a menos que puede decirse que la literatura y las artes viven en un régimen de anarquía». Según Baquero lo único que cabía hacer era opinar, y las opiniones valdrían por la autoridad personal del que las emitiese, no por otra cosa. De los dos métodos abiertos a la crítica, el científico y el artístico, o sea, aquel que tiende a explicar una obra y aquel que tiende a hacer literatura a propósito de ella, Baquero, sin confesarlo, elige el segundo. Prefiere la crítica que «discretea agradablemente a propósito de un libro y a menudo habla mucho menos de él que de cualquier otra cosa».

Evidente es en todo ello el magisterio de Valera. Como la crítica de éste, la de Baquero suele ocuparse difusa y tibiamente de la obra examinada y, tomando pretexto en ella, recorre de un modo no ingrato los temas y motivos principales a que la lectura convida. Para ejercitar con eficacia una crítica así, de finalidad más interpretativa o interpositiva que judicial, orientada hacia el comentario personal más que a la utilidad inmediata de la evaluación frente a un público, se necesita profundidad de ideas, aptitud para establecer relaciones luminosas y gracia de expresión. Baquero no poseía gran caudal de ideas ni genio estilístico, aunque en todo fue correcto. Su «humanismo» le inducía a estimar cuanto fuese trasunto fiel de la vida. Su curiosidad le inclinaba al ensayo como objeto de estudio y como cauce de manifestación. Pero tan humano y tan curioso crítico como Andrenio, carecía de intensa personalidad: era dócil, respetuoso con las tradiciones, conservador en espíritu, devoto de lo colectivo, intérprete de un gusto de término medio. Había en él una como pasividad que le habilitaba para el comentario discreto y neutral, pero que no le movía a esas actitudes radicales que pueden detener o desencadenar corrientes. Así, su labor, cuya mejor parte quedó recopilada en ocho o diez volúmenes, vale hoy como documento informativo acerca del desenvolvimiento de las letras: poesía modernista, novela y ensayo de 1900 a 1924, la lírica hacia 1927, los ecos de Pirandello, France, Spengler o Keyserling en el ambiente español. Tiene esta crítica, por ende, un valor histórico en cuanto trasmite a la posteridad una interpretación que puede considerarse en cierto modo colectiva: la interpretación del lector prudente. Carece, en cambio, de efecto en la historia: no cierra ni abre caminos, no impone ni suscita transformaciones. De otros «sucesores» de Clarín, por ejemplo Andrés González Blanco, no hay ahora espacio para disertar42.

Observando a distancia la evolución de la crítica literaria en España durante los últimos cien años se advierte que la crítica «científica» y la «artística» o «creativa» han experimentado un desarrollo fecundo, pero la crítica militante, de juicio sincero y aliento moral, ha ido decayendo con prisa y sin pausa desde que Clarín desapareció. Pese a los dañinos contagios con la literatura festiva del costumbrismo tardío y a las desfiguraciones de los remedadores, la crítica enjuiciativa de Clarín (de la cual sus páginas satíricas representan sólo un aspecto, no la totalidad) sigue enhiesta en la lejanía como insuperado modelo de crítica actuante, educativa y determinadora de rumbos.

El jueves 4 de marzo de 1954 hablaba Juan Ramón Jiménez con Ricardo Gullón y, al salir a cuento el nombre de Clarín, se cruzaron entre ellos las palabras que el último transcribió de la siguiente manera:

-Clarín era un gran escritor. Sus cuentos son magníficos y recuerdo con gusto los Paliques de Madrid Cómico.

-Los cuentos son excelentes, sin duda, mas en los paliques hay mucho desnivel.

-Aun así, convendría publicarlos todos.

-Claro -digo-; de escritores como Leopoldo Alas toda la obra debe ser recopilada, ordenada y puesta en circulación43.



Así debe ser.





 
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