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Píos deseos al borde del milenio

Guillermo Carnero






Fósiles y águilas

El tiempo pasa sobre la poesía como sobre todos los seres vivos. Unas veces la hace morir y la corrompe; sus restos se disgregan, se dispersan y desaparecen. Otras la fosiliza; su cuerpo muerto deja una forma y una estructura reconocibles, que pueden ser reconstruidas y estudiadas, pero que no son más que el fantasma de un organismo, y no tienen sentido fuera del museo. Y en los casos más raros y admirables no la mata sino que la traslada a una vida permanente, abierta a insospechables mutaciones.

Lo primero le ocurre a las obras mediocres, a las de corto alcance en la lucha con la lengua, a las de horizonte próximo y oscuro en el vuelo del pensamiento. Lo segundo, a las que se propusieron encarnar y cifrar un momento histórico determinado en la evolución del gusto y del concepto de poesía; quisieron ser arquetipo y monumento y se quedaron en epitafio de un cenáculo, de una escuela, de una tendencia o de un movimiento. Son documentos imprescindibles para conocer la historia literaria y cultural, y la cartografía de sus huesos blanqueados surte de rutas posibles a los investigadores y profesores de literatura. Lo tercero, a aquellas que, aun siendo hijas de su tiempo, al mantener una relación de filiación no determinante con las corrientes y movimientos literarios que les fueron contemporáneos, no agotan su significado en ella; tienen un parecido vago y ocasional con la forma y el tono de las obras-epitafio -porque no es posible escapar del todo al sello de una época-, pero como las águilas ostentan un destino ineludible de singularidad y soledad, y por eso vuelan, y vuelan alto.

Hay, por lo tanto, dos tradiciones poéticas entrelazadas. La primera sirve ante todo para el conocimiento del pasado literario. Las obras que la forman han de ser hitos historiográficos bien definidos, claramente distinguibles entre sí por la exhibición de una personalidad impostada que resulta de la asunción a ultranza de un proyecto excluyente. Su grandeza reside en haber expresado, con rigor químicamente puro, un momento del devenir cambiante de la historia de las tendencias literarias; su servidumbre, precisamente la de agotarse en esa representatividad efímera. Son las que he llamado antes obras-epitafio. Siempre se mantendrán en el anaquel del historiador, por su grandeza didáctica: Zang-tumb-tumb de Marinetti, Hélices de Guillermo de Torre, Pasión de la tierra de Vicente Aleixandre, Hijos de la ira de Dámaso Alonso.

La segunda tradición nutre el museo ideal, fuera del tiempo, de los lectores y escritores de poesía. Las obras que la forman no pueden considerarse diputadas de ningún credo colectivo de los que eslabonan el pasado sirviendo de punto de referencia a quienes profesan su conocimiento con mentalidad de sepulturero. Son obras singulares, poligenéticas, difíciles de asignar a una doctrina concreta y de residenciar en un tiempo determinado, como no sea introduciendo los matices y salvedades que exigen sus muchos estratos. La multiplicidad de sus orientaciones, digeridas en un proceso combinatorio que trasciende la suma de sus componentes y los hace difícilmente distinguibles, y el hecho de que muchos de ellos vengan de más allá de la coyuntura contemporánea, dan razón de su unicidad privada del abrigo de la especie: Elegías de Duino de Rilke, Cuatro cuartetos de Eliot, Cantos pisanos de Pound, Desolación de la quimera de Cernuda.

Los autores de obras-epitafio disfrutan del halago de la consigna compartida y de la protectora pertenencia al grupo; su credo se reafirma en la exclusión del ajeno y en el rechazo del agnosticismo y del sincretismo; quieren dar el do de pecho en un teatro que se va vaciando a medida que transcurre la representación, y vencer en el espejismo de un campo de batalla que se desvanece.

Las fórmulas rotundas, que en un primer momento atrajeron por su novedad y su diseño inconfundible, pronto hastían por su monotonía repetida, la doctrina rupturista en su intolerancia se vuelve rumiar de funcionarios de la innovación, rutina de rentistas del atrevimiento.




Cuatro patas para un sueño

La poesía española tiene hoy, en el legado de su último medio siglo, un considerable capital constituido por tres valores ya irrenunciables y clásicos: Intimismo, Intelectualismo, Culturalismo.


Intimismo

Es un componente tan esencial del discurso poético, que mencionarlo podría llegar a ser redundante. La acuidad distintiva de la auténtica palabra poética sólo puede ser reflejo de la emoción que aureola las ideas e imanta las palabras en una conciencia estremecida. Y por otra parte, es evidente que el amor es el mejor y más universal de los catalizadores que ensanchan los horizontes de la intimidad.

Ahora bien, esa evidencia conlleva un gran peligro, en cuanto ha producido una tradición milenaria de expresión de lo más universal y permanente con el acicate necesario de la novedad, sin la cual esa expresión no significa, pues significa sólo lo que desautomatiza la recepción de un discurso que colisiona con las expectativas establecidas en el ámbito cultural en el que se produce. La desautomatización afecta tanto a la lengua como a la ideología; y si tiene como referente último la lengua standard y los valores establecidos, su referente próximo lo constituyen la lengua y los valores implantados en la sub-norma específica con la que ha de contrastar, en cada momento, la oferta poética: la tradición inmediata de escritura en verso.

La poesía actual debería afrontar y superar la simplificación del intimismo amoroso y la equivalente interpretación reductora del erotismo, cuando oscilan entre la quiebra del concepto mismo de valor y la banalidad sentimental más tópica. La poesía del aquí-te-pillo-aquí-te-mato y del sexo para usar y tirar se lexicaliza inmediatamente, o mejor dicho, nace ya lexicalizada en un póntelo-pónselo de novedad nula en el que el preservativo ocupa el lugar de la utopía, y lo mismo le ocurre a las sinfonías espirituales cargadas de trascendencia convencional. Bien es verdad que los poetas no podrían, en ninguna época, ser totalmente ajenos a las palabras de la tribu, pero también lo es que su misión no consiste en darles su sonido más impuro.

No estoy razonando en términos de moral extraliteraria; allá cada cual con la escritura de su vida si quiere hacerla en rosa o en blanco y negro, y con brocha gorda en ambos casos; pero la zafiedad de costumbres corrompe el lenguaje y puede dar lugar a una poesía de fin de trayecto y de bancarrota emocional, de obviedad y de reiteración, de simplicidad plana en la que no hay quebrantamiento de expectativas ni, por lo tanto, significado.

Si ha de tenerlo el intimismo amoroso, deberá recobrar una integralidad que sólo le dará el asentimiento a la conmoción total de la personalidad, fuera de los registros establecidos, que distingue aquellos encuentros entre seres humanos que merecen ser escritos.




Intelectualismo

A diferencia de lo que ocurre con el intimismo, el intelectualismo es habitualmente objeto de desconfianza en tanto que componente del discurso poético. La forma más usual de legitimar esa desconfianza -que procede de un concepto de poesía empobrecedor y primario- consiste en identificar reflexión con razón, y dar por supuesto que, si la expresión visceral de las emociones en bruto es naturalmente poética, es correlativamente antipoética su consideración y trascendencia desde cualquier otra tesitura, que viene inmediatamente definida como la burda caricatura de una «razón» identificable con el discurso de las ciencias exactas o la prosa del Boletín Oficial del Estado.

No hay poesía que no provenga de los hechos biográficos, siempre que éstos incidan emocionalmente en la personalidad. Esos trastornos emocionales ponen en cuestión la entidad vital de quien los siente, y obligan a formularla desde el desasosiego íntimo. Tal formulación pone en cuestión todas las facultades de la mente, en quien no las tenga, por voluntad o por destino, disociadas.

Si es propio de un poeta el tener un discurso mental primordialmente emocional e irracional, ¿por qué no habría, al mismo tiempo, de ponerse paralelamente en marcha su pensamiento reflexivo, con toda la carga de saberes que pueda acarrear? ¿Qué hay de antinatural en esa hibridación instintiva de emoción y reflexión, que refleja el funcionamiento real del pensamiento? Los poetas capaces de asumir esa reflexión con lo que podría llamarse «inteligencia emocional» -aquella que no pierde de vista la naturaleza íntima y personal de sus planteamientos y de lo que los motiva- son, en mi opinión, los de mayor altura.

La poesía reflexiva, en cuanto es una vuelta adicional de la tuerca del intimismo, le concede un ámbito más de desautomatización, superpuesto a los que se generan en la sorpresa lingüística e ideológica. Puede además salvar al intimismo de su mayor escollo, que es el quedar confinado en el mero informe confesional de sucesos, aventuras y anécdotas, cuya gama es forzosamente limitada y repetitiva. Una modalidad específica de esa reflexión es la llamada metapoesía. Entenderla como un amaneramiento terminal de los profesionales de la escritura no puede enmascarar su genuina y evidente justificación, siempre que seamos conscientes de que la pregunta acerca del propio yo, que es el detonador básico del discurso poético, no puede recibir respuesta fuera del lenguaje del poema, cuyo destinatario primero y primordial es el poeta mismo en busca de autoconocimiento. Siempre que ello sea así, la metapoesía dará respuesta a interrogantes personales cargados de relevancia emocional: por qué la reconstrucción del yo ha de formularse en lenguaje, en qué medida nos leemos en él y otros nos leen, de qué modo la desautomatización de la experiencia produce la del lenguaje, y viceversa. La legitimidad y la necesidad de estas preguntas, y su relevancia en todo proyecto de definición y salvación personal por medio de la escritura, no pueden ignorarse más que eliminando el pensamiento reflexivo del concierto de facultades irrenunciables que producen la mejor poesía posible.




Culturalismo

El culturalismo es para muchos un ingrediente antipoético, que supuestamente obedece al propósito denegar la inmediatez y la espontaneidad de la experiencia.

Los conceptos de «inmediatez», «espontaneidad» y «experiencia» no pueden ser manejados sin las comillas que ponen en guardia contra su acepción habitual, pues son víctimas de un secuestro reductor de su significado, que los convierte en armas arrojadizas contra su mismo alcance. Es inadmisible, si se afirma en sentido absoluto, sostener que la cultura pueda estar en oposición a la espontaneidad de la experiencia por ella presidida. Sólo podría afirmarse de las personas incultas, para quienes esa cultura es una lengua desconocida que pone de manifiesto su extranjería.

Hay dos grandes ámbitos en la experiencia. El primero está constituido por los acontecimientos, ordinarios o extraordinarios, que se producen en la vida cotidiana, los cuales, si afectan a la sensibilidad y al pensamiento, son materia poética. Y lo son también, por la misma razón, los que pertenecen a la experiencia del segundo ámbito, la que procede de la Literatura, la Historia o las Artes. Todo lo que produce emoción y nos lleva a formularnos desde esa emoción es experiencia, con la misma legitimidad en los dos ámbitos que he citado. No se puede reducir al primero de ellos negando autenticidad vital al segundo, porque los dos aparecen espontánea e inmediatamente entrelazados en el discurso mental real y libre, en la generación y en la exploración de la emoción. Los personajes de la Historia, de la Literatura o del Arte pueden tener una entidad humana que nos recuerde la propia o la de aquellos con quienes nos vemos involucrados en el mundo cotidiano, y podemos encontrarnos en situaciones y conflictos análogos a los que padecieron los primeros en sus vidas, o a aquellos en que los segundos fueron escritos, esculpidos o pintados. La memoria cultural, en su funcionamiento automático, confiere profundidad y color a nuestro deambular por el mundo real cuando, por ejemplo, el sonido de una guitarra nos trae la imagen de un marinero de Lipchitz, o una blusa abultada junto a la barra de un bar la de la Virgen de Fouquet.

Esa permeabilidad recíproca entre la experiencia de la vida cotidiana y la experiencia cultural no sólo enriquece la primera y vitaliza la segunda, sino que se convierte en un adicional procedimiento desautomatizador de la expresión de la intimidad, por cuanto la analogía entre ambas abre dos vías de escape al intimismo primario: permite dar cuenta de la experiencia cotidiana a través de la cultural, e igualmente superar el lenguaje del yo -reiteradamente trillado por la tradición poética- trasponiéndolo al de un «él» o un «ello» con el que sea identificable, operación de horizonte infinito, tanto como lo es el acervo cultural en el que puede nutrirse.

No creo que ese trasvase analógico haya de generar incomunicación. No entiendo por comunicación la trasferencia al lector de contenidos mentales automáticamente descifrables, sino la suscitación en él de emoción y pensamiento, es decir de significado. Y no hay significado, precisamente, cuando la recepción, al ser automática, lo degrada en mensaje. Tampoco si el poeta recurre a contenidos mentales tan personales e individuales que se vuelven privativos; ése fue, a mi modo de ver, el principal escollo de la creatividad superrealista.

A mi entender, el intimismo de referente cotidiano puede producir insignificación e insignificancia tanto si se mantiene en el discurso del yo emocional lexicalizado como si se entrega sin reservas al automatismo irracional. Entre ambos extremos queda un amplio territorio de exploración lingüística e ideológica, tan accesible como el que ofrece el imaginario cultural objetivando el yo por analogía. Claro que para admitir esta conclusión es necesario rechazar la ocurrencia de que los ingredientes culturales se superpongan, por un afán de refinamiento decorativo, a un discurso originariamente nacido sin ellos. Puede ello ocurrir en los falsarios de la poesía, pero en quienes no lo son ese imaginario cultural, cuando aparece, ha estado desde el primer momento imbricado con las suscitaciones emocionales e intelectuales que el poema intenta reflejar, aclarar y sistematizar, desde la necesidad vital de dar cuenta de la entidad del propio ser modificado por una experiencia que es, inevitablemente, tan cotidiana como cultural




Diálogo con la tradición

Con la de todas las épocas, lenguas y culturas. Digo «diálogo» para excluir la imitación o la reproducción, y para dar a entender «adaptación», no de los textos mismos, sino de la relación distanciada y superadora que entablaron, en cada momento histórico, con su lengua, con el pensamiento que les era contemporáneo y con la tradición que les era previa, alcanzando al mismo tiempo una solución de permanente vigencia ante los grandes asuntos en los que se cuestiona y se formula el yo. Me refiero aquí a las formulaciones específicamente poéticas, sin excluir de ningún modo las otras formas de reflexión y de saber que las acompañaron en su entorno cultural y que son su obligado intertexto; y también sin que toda esa cultura del pasado clásico -poesía incluida- deje de actuar como referente analógico en el ámbito de lo que antes he llamado «culturalismo».






Nadie escriba su epitafio

La poesía que pretenda alcanzar su máximo horizonte posible habrá de concebirse como un organismo integrador de esos tres elementos que le ofrece, ya irrenunciables y sólidamente establecidos por un corpus textual de entidad indiscutible, nuestra época, y también del fermento de la clasicidad más ecuménica, sin la cual toda innovación se ofusca. Nadie debería ponerse de puntillas para ganar unos centímetros de originalidad excluyente o de adanismo ignorante.





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