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José Zorrilla

Biografía de José Zorrilla

Por Salvador García Castañeda
(Profesor Emérito, The Ohio State University)

El teatro

Retrato de José Zorilla por Moliné y Albareda (Fuente: Biblioteca Digital Hispánica). Cuando Zorrilla comenzó a escribir para el teatro ocupaban la escena española García Gutiérrez, Hartzenbusch, Bretón de los Herreros, ya sin el favor del público, y Rodríguez Rubí, quien momentáneamente compitió con el futuro autor del Tenorio. El éxito de Juan Dandólo (1839), escrito en colaboración con García Gutiérrez, le animó a estrenar en el mismo año Cada cual con su razón, que fue bien recibido, y Ganar perdiendo. Poco después, el éxito de El zapatero y el rey (1842) le consagró definitivamente como autor teatral y en sus Recuerdos del tiempo viejo escribía que Desde aquella noche quedé como un mal médico, con título y facultades para matar, por el dramaturgo más flamante de la romántica escuela, capaz de asesinar y de volver locos en la escena a cuantos reyes cayeran al alcance de mi pluma (II, 1943: 1755).

Desde principios de los años 40, los españoles favorecieron la creación de un «teatro nacional» acomodado a los gustos de su tiempo e inspirado en los clásicos del Siglo de Oro, como para neutralizar la influencia de los dramas francesas a la manera de los de Dumas y de Victor Hugo. Zorrilla vino a restaurar los valores del tradicionalismo en su teatro y en sus leyendas y; revivió la España imperial de antaño, aunque sus protagonistas obraban ya a la manera romántica.

Su producción teatral incluye alegorías circunstanciales, dramas bíblicos, dramas de enredo semejantes a veces a comedias de capa y espada, y dramas de asunto propiamente histórico. Su gran capacidad verbal le permitió dar mayor brillantez, movilidad y colorido a la escena. Y sus protagonistas representaban la lealtad, el heroísmo y las nobles virtudes propias de una España convencional e idealizada. Fue el dramaturgo más popular de la escena española entre 1839 y 1849 y escribió para el teatro treinta obras, entre las que destacan Traidor, inconfeso y mártir, la segunda parte de El zapatero y el rey y Don Juan Tenorio. Podría decirse que el mayor logro de Zorrilla fue prolongar la vivencia del teatro romántico hasta bien entrado el siglo.

Mesonero Romanos en su artículo «Rápida ojeada sobre la historia del teatro español. Época actual» publicado en el Semanario Pintoresco en 1842, señalaba que la comedia clásica había dejado de interesar a un público que pedía a los autores sensaciones más fuertes, obras más análogas a la agitación exterior de la sociedad. El drama histórico se puso de moda entre los dramaturgos españoles, aunque por lo general, los elementos históricos eran un marco en el que cabían aventuras y lances, a menudo inverosímiles. Los de Zorrilla abarcan más de diez siglos de historia española desde los tiempos de Wamba hasta los de Carlos II, son de exaltación patriótica, carecen en general, de espíritu crítico, y la acción y la intriga predominan sobre el análisis de los sentimientos y del carácter de los personajes. Al igual que sus contemporáneos, Zorrilla adaptó la historia a sus propios fines: así, en Cada cual con su razón, complicó la trama clavándole a Felipe IV un hijo como una banderilla, (II, 1943: 1755) y en Traidor, inconfeso y mártir, a pesar de conocer al detalle el caso de famoso pastelero de Madrigal, tampoco llevó a escena la realidad porque encariñado y casi fanatizado yo con mi personaje fantástico, había prescindido, a sabiendas, de la verdad de la historia por la poesía de la tradición (II, 1743: 1819). Son obras escritas en versos coloristas y sonoros de seguro efecto sobre el espectador, y en un lenguaje que evoca el del Siglo de Oro. Al igual que en sus leyendas, se documentó en la Historia del Padre Mariana, y en obras aureoseculares como las de María de Zayas y el David perseguido de Cristóbal Lozano.

Zorrilla había recibido la poesía como un don y la convirtió en un oficio. Este fue su gran pecado que, no obstante, le permitió conquistar la fama desde el escenario. Y aunque tenía plena conciencia de los males de su país, no acogió en su teatro asuntos que, aun siendo históricos, pudieran relacionarse con problemas contemporáneos. Llevó a las tablas, así como a su poesía, sucesos dramáticos, situaciones novelescas héroes nacionales, personajes famosos, pero todos de épocas pretéritas, y cuyo significado se agotaba por lo común en su misma anécdota. Así, vuelto de espaldas a la hora en que vivía, sirvió a su público el teatro de evasión lleno de peripecia, color, dinamismo y nacionalismo que aquel solicitaba.

Ricardo Senabre señala los elementos más destacados de su técnica dramática, como son la presentación del personaje romántico aureolado de misterio y movido por oscuros designios (Gabriel de Espinosa en Traidor, inconfeso y mártir); el colorido ornamental en los relatos y descripciones puestos en boca de algunos personajes (como en Don Juan Tenorio); y el despliegue de una escenografía típicamente romántica en la que no faltan truenos, visiones espectrales, fantasmas y toques de ánimas. Lo que importa no es la verosimilitud de unos personajes en una situación determinada, y el autor del Tenorio supo atraerse al publico con unas obras en las que desde el principio los resortes de la intriga están cuidadosamente velados para que el interés no decrezca (1995: 18-19). Lo primordial en ellas es la complicación de la trama argumental y su resolución posterior mediante la intervención del azar y de revelaciones y anagnórisis sorprendentes como en Traidor, inconfeso y mártir, o en El alcalde Ronquillo. Senabre advierte que el poeta se detiene con frecuencia en tiradas líricas que interrumpen el curso de la acción y que resultan inútiles desde el punto de vista teatral (1995: 20).

Aunque el Zorrilla autor de dramas históricos no llevó a la escena los problemas de su tiempo, me parecen de gran interés sus juicios sobre el teatro romántico. Precisamente porque éstos no son los de un crítico literario sino los de quien conocía el oficio teatral con todos sus artificios y recursos. Por eso constituye un testimonio inapreciable para entender mejor, tanto el funcionamiento del teatro de entonces como para conocer algunas circunstancias reveladoras de su propio proceso creador.

Cuando explica cómo muchas de sus obras nacieron del azar y de la improvisación, insiste tanto en ello que su pretendida modestia apenas encubre el orgullo, un tanto infantil, de aparecer como un genio de la improvisación, mimado por las musas, creador sin esfuerzo de obras maestras. Como escribe en sus Recuerdos del tiempo viejo, empeñado en mostrar en escena la hermosa estampa de un caballo andaluz que tenía, escribió El caballo del rey don Sancho; El puñal del godo nació de la apuesta de escribir una obra en un acto en veinticuatro horas, cuyo argumento fue escogido caprichosamente abriendo por tres sitios la Historia de Mariana (II, 1943: 1767-1769); y comenzó a escribir el Tenorio, sin saber a punto fijo lo que iba a pasar, ni entre quienes iba a desarrollarse la exposición (II, 1943: 1800).

Con tal despreocupación contrastan su afán de perfección y la creencia de que a la obra de arte corresponde embellecer la realidad. Para él había dos tipos de realidad, pues aplicaba a la vida «la verdad de la naturaleza», y a la escena «la verdad del arte». Para mejor entendimiento de estos conceptos recordemos que en ocasión de estrenarse Traidor, inconfeso y mártir, le decía su autor a Julián Romea: [...] tú crees que la verdad de la naturaleza cabe seca, real y desnuda en el campo del arte, más claro, en la escena: yo creo que en la escena no cabe más que la verdad artística. El drama no es un trasunto de la vida [...] es un cuadro, un paisaje, cuyas veladuras, que son el tiempo y la distancia, se entonan de una manera ideal y poética... (II, 1943: 1819).

Zorrilla no quiso que representase sus obras Romea, entonces en la cumbre de su fama como el mejor intérprete de las comedias «de levita» o de costumbres contemporáneas, y cuyo aplomo y naturalidad transformaban la ficción de las tablas en vida real. Para el autor del Tenorio, admirador y amigo de Romea en este tipo de obras, tal virtud se convertía en defecto cuando de teatro histórico se trataba, pues creía que los actores debían presentar sus personajes con naturalidad en las obras modernas pero representarlos en las de historia. Representar, es decir, identificarse con el personaje asignado hasta hacer de él una segunda naturaleza y darle vida luego en consonancia con el ambiente y tono que la obra dramática exige. Según Zorrilla, la obra dramática tiene un engolamiento y una falta de naturalidad voluntarias que la acercan a la obra de espectáculo y a las artes plásticas. Por eso es tan importante la colaboración entre el autor, actores y encargados de los detalles secundarios (decoradores, tramoyistas, vestuario) para conseguir el ambiente que haga vivir a los espectadores la verdad del arte.

Zorrilla fue el autor con más merecida fama en la escena española en el difícil período que media entre 1839 y 1849 y, dentro de su esfera, fue el innovador que comprendió cómo el drama histórico necesitaba una vida y una prestancia que los actores acostumbrados a la comedia o al género neoclásico no le sabían dar; en consecuencia, logró educar a un plantel de primeras figuras modificando su actitud en la escena y acostumbrándoles a decir sus versos con la cadencia y emoción necesarias. Entre ellas estaban actores y actrices ilustres como Julián Romea, Carlos Latorre, Juan Lombía, Bárbara y Teodora Lamadrid, que fueron ídolos de la escena española a mediados del siglo pasado y cuyos nombres hoy dicen poco. Desventura inmensa del actor -escribe Zorrilla- cuyo trabajo se pierde en el ruido de su voz y desaparece tras del telón (II, 1943: 1765).

Penuria constante y facilidad creativa hicieron de él un escritor desigual en cuya obra van los grandes aciertos peligrosamente cercanos a faltas de reflexión y cuidado. Afirmaba desdeñar su propia obra dramática y en ocasiones atribuía el mérito a los actores, a la pericia de los tramoyistas o a la benevolencia del público. Por poeta dramático no me tuve jamás, y solo puedo presentar sin vergüenza los dos primeros actos de Traidor, inconfeso y mártir y la segunda mitad del tercero y la primera mitad del cuarto de El zapatero y el rey. Si hemos de creer sus palabras, Zorrilla se consideraba escritor teatral gracias a esta última obra, excepcionalmente pensada y estudiada y a la que se refirió siempre con orgullo por estar confeccionada con todas las reglas del arte, y la presentación del protagonista preparada con intencionada habilidad (II, 1943: 1819).

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Portada del manuscrito de «Don Juan Tenorio». Don Juan Tenorio fue una obra de encargo que Zorrilla asegura en «Cuatro palabras sobre mi Don Juan Tenorio» que le fue inspirada en una noche de insomnio y ejecutada febrilmente en veinte días aunque al manuscrito original publicado por José Luis Varela muestra numerosas enmiendas y tachaduras que revelan su cuidadosa redacción (1974). Su autor cedió la propiedad absoluta y para siempre del drama al editor Manuel Delgado por 4200 reales vellón en Madrid el 18 de marzo de 1844. Diez días después se estrenó en el Teatro de la Cruz, a beneficio de Carlos Latorre, y tuvo una acogida favorable aunque no entusiasta. Alonso Cortés cita una amplia reseña de El Laberinto del 16 de abril del mismo año (1943: 331-334), según la cual la primera parte del drama es una comedia de capa y espada que desarrolla el tema de la trasgresión moral, y la segunda, cercana a la comedia de magia, desarrolla el de la expiación. El 1 de noviembre del mismo año Carlos Latorre y José Lombía reestrenaron la obra en el Teatro del Príncipe, con tanto éxito que quedó varias semanas en cartel. El Tenorio llegó a ser en breve la obra más popular y productiva de su tiempo ante el creciente resentimiento de su autor, el único que no alcanzaba los beneficios que compartían los demás. Por eso habló siempre mal de su drama para poder crear una versión nueva de la que él sería el único beneficiario. Y treinta y tres años después de la aparición del drama se estrenó en el Teatro de la Zarzuela, Don Juan Tenorio, una zarzuela con música del maestro Nicolás Manent, que no gustó y duró en cartel ocho días.

El «burlador» aparece varias veces en la producción literaria de Zorrilla como protagonista de El capitán Montoya, Margarita la tornera, A buen juez, mejor testigo y Vivir loco y morir más. El Don Juan del drama y de la zarzuela reaparece en el tardío Tenorio bordelés de 1897, un Mr. La Bourdonnais, depravado émulo del sevillano. El Don Juan de Zorrilla tiene una clara intertextualidad con las obras que le preceden en el tratamiento del mito. Aunque el tema se ha estudiado extensamente no es posible analizar de manera definitiva las fuentes que tuvo en cuenta Zorrilla, quien afirmó conocer tan solo la obra de Tirso y No hay deuda que no se pague de Antonio de Zamora aunque se han identificado otras fuentes. Aparte de aquellas obras en las que pudo haberse inspirado directamente, los personajes creados por Tirso no perdieron sus características en el drama romántico en el que encontramos de nuevo galanes enamorados y altivos prestos a reñir por su honor y por su dama, padres que disponen del porvenir de sus hijas, y recatadas damitas comprometidas en complicadas aventuras amorosas. Ciutti ya no es la conciencia de su amo sino el apicarado bergante ejecutor de sus deseos. Y Brígida añade al papel de «graciosa» el de tercera, tan reminiscente de la Celestina tradicional.

Sin embargo, la gran contribución al tema donjuanesco es la creación de Doña Inés, «ángel de amor», cuya mediación salva a Don Juan. Zorrilla no tuvo en cuenta la tesis contra-reformista de Tirso, que ya no tenía vigencia, y por eso subtituló su obra «drama religioso-fantástico». Sus numerosos elementos de fantasmagoría teatral son propios de la comedia de magia, un género que aun gozaba de gran popularidad en aquel tiempo.

El drama de Zorrilla tiene la libertad estructural propia de las obras románticas. Esta dividido en dos partes, la primera es una comedia de capa y espada cuya acción tiene lugar en una noche. La segunda, también nocturna, sucede cinco años después, y conserva el carácter de drama religioso y culmina con la salvación del pecador. La obra es un generoso muestrario de motivos románticos. En la primera parte, llena de dinamismo y acción, al misterio inicial de la identidad del héroe acompañan elementos carnavalescos; duelos y peleas callejeras; y el tiempo adquiere calidad dramática con huidas, sacrilegios y raptos. La segunda transcurre en un ambiente nocturno y tétrico con presencia de fantasmas, tañido de campanas y cantos funerales, y da fin con la aparición de la estatua del Comendador y la sombra de Doña Inés, con el arrepentimiento de Don Juan y la apoteosis final del amor.

Para Ermanno Caldera, con Don Juan Tenorio tanto Zorrilla como el romanticismo español alcanzaron un momento de feliz acierto; el primero, al juntar la habilidad técnica conseguida a través de casi una década de actividad teatral con una disciplina y una sensibilidad a la cual no eran ajenos los diversos modelos barrocos y románticos; el segundo, organizándose por primera y única vez en un verdadero sistema, en el cual todos los motivos característicos encuentran su composición y valor funcional. El Tenorio representa un cambio de rumbo del teatro romántico que después de interesarse por la historia se dirige nuevamente al caudal tradicional de leyendas pasadas por el tamiz literario introduciéndose así, tras un largo intervalo, en el camino recorrido por los primeros dramaturgos. Los temas centrales de esta obra son el plazo y el tiempo: al contrario de otros dramas románticos, el plazo ya no es un recurso y se convierte en el alma del drama; el tiempo es la razón de los diversos episodios y se funde con los temas del amor, la verdad y el misterio. Descompuestas las categorías del tiempo y del espacio en esta obra, Don Juan y Doña Inés se mueven en un mundo de realidad y apariencias, de vida y muerte. Don Juan está vivo y muerto, puede asistir a su propio funeral y arrepentirse y tener todavía tiempo suficiente para ganar la vida eterna (II, 1988: 543-546).

En el «Prólogo» a su edición del Tenorio (1993: 23-34) Fernández Cifuentes comenta los diversos juicios que esta obra ha merecido a la crítica, y destaca el de Torrente Ballester, para quien Don Juan Tenorio es la más discutida, quizá, de las obras teatrales modernas, la más alabada y denostada, pero la única verdaderamente popular. Y Fernández Cifuentes advierte que, por un lado, hasta hace pocos años las opiniones sobre las cualidades y defectos del drama habían desplazado su análisis. Por otro, para muchos intelectuales, resultaba sospechosa su popularidad entre las masas. Y a las causas de esta popularidad añade las numerosas parodias, que son a la vez un ataque y una muestra de la vitalidad y de la admiración que produce el Tenorio (1993: 24).

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