Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

Calderón, Shakespeare y Valera


Antonio Moreno Hurtado



  -111-  

La labor crítica de Valera ha sido minuciosamente estudiada por Manuel Bermejo Marcos en su obra Don Juan Valera, crítico literario1. La actitud crítica de Valera, benévola y condescendiente con los vivos pero justiciera con los muertos, fue una herencia directa de su tío Antonio Alcalá-Galiano, como ya hemos señalado. Esta postura cómoda de Valera se hace patente desde sus primeras colaboraciones en la prensa madrileña. En 1861 Valera se encarga de la sección de crítica literaria y teatral de El Contemporáneo, titulada «Revista dramática». En la edición del día 8 de septiembre de 1861, en la que Valera publica su primer artículo, leemos la postura de salida del crítico. Reconoce que hay dos tipos de «obras de ingenio». Las efímeras y pasajeras, que él se va a encargar de analizar, y otras, más escogidas y duraderas, que escapan de su capacidad de análisis. Para Valera, «esta clase de literatura, que es la de verdad, la sólida y la legítima, merece la crítica sabia, que nosotros, aunque haya ocasión, no podemos ejercer por falta de sabiduría»2. Valera no quiere perjudicar ni al autor ni al librero. Tampoco quiere influir negativamente en la asistencia a los teatros. Las razones que da Valera son ciertamente peregrinas: «Nosotros tenemos una gran ventaja para hablar del teatro. Consideramos tan difícil el componer bien una comedia, que disculpamos á cuantos las escriben mal; y como no hemos escrito ni pensamos en escribir comedias, no nos puede cegar el amor propio... nuestra crítica será, por las razones que van apuntadas, en primer lugar, anti-científica, en segundo lugar, blanda, cariñosa y suave»3. Pese a lo categórico de su afirmación, entre 1878 y 1903, Valera haría algunos intentos para el teatro, que fueron un auténtico fracaso4.

Valera es un crítico prudente que se acerca a la obra literaria con respeto. Es consciente «de lo compleja que es toda obra de arte, de los diferentes puntos desde   -112-   donde puede ser considerada, y del ideal más o menos alto al que se le quiere comparar, tomándole por ley ó norma para medir y marcar su merecimiento»5. Reconoce la dificultad de su tarea y se declara partidario de la crítica pura o teórica, rechazando la aplicada o mixta. «Ardua empresa y profesión comprometida son, en todas partes, y sobre todo en nuestro país, las del crítico literario... puede causar y causa, por lo común, infinitos sinsabores y desvelos á los hombres que, como nosotros, presumen de imparciales, y creen tener muy escrupulosa y delicada la conciencia»6.

Su postura no variaría con los años. El día 12 de junio de 1882, desde Cintra, escribe a Menéndez Pelayo: «Mucho hay que predicar para convertir al buen gusto al público español, pero aunque yo atinase a predicar muy bien, sería predicar en desierto»7. Un año después, desde Lisboa, confirma su postura: «Yo soy de opinión que a los vivos debe uno juzgarlos con la mayor indulgencia, pero que a los muertos conviene hacerles justicia. Ya no se les perjudica... Si uno no lo dice, el público lo dirá implícitamente, olvidándolos y no leyéndolos»8.

E. Gómez de Baquero opina que Valera fue como crítico extremadamente benévolo, ya que nunca fue amigo de mortificar a nadie. Tampoco cree que sus elogios fuesen irónicos. Valera tenía un modo peculiar de entender la crítica. «La crítica era para él disertación; el libro, motivo u ocasión para disertar»9.

Dentro de la labor crítica de Valera destacan sus trabajos sobre los clásicos españoles y su constante comparación con Shakespeare. Valera era especialmente sensible a la relegación y olvido que se tenía en el extranjero a los autores españoles del siglo XVII. De ahí que, en 1861, escriba unas observaciones relativamente violentas hacia un artículo que había publicado la Revista de Edimburgo en elogio de las obras de Fernán Caballero10. Valera denuncia la decadente influencia que se observa en la revista escocesa, que está siendo desplazada por revistas francesas como la Révue des Deux Mondes, en la que escribe habitualmente Brunetière. Reconoce que los críticos ingleses son imparciales, «concienzudos, reposados y graves». A Valera le molesta que el crítico escocés afirme que desde Quevedo hasta Fernán Caballero no ha habido en España un autor digno de ser leído y criticado en el extranjero. Valera aporta una lista completa de autores españoles que coloca por encima de los ingleses, con excepción de Shakespeare. Rechaza que Espronceda sea un «duodécimo» Byron, ya que, «aun suponiendo que imite a Byron, siempre vale más que Shelley, que le remeda»11. Elogia la poesía descriptiva inglesa, iniciada con Burns y continuada por Coleridge, Wordsworth, Hogg, Rogers y Campbell, que no tiene parangón en España. Reconoce la calidad de las novelas de   -113-   Richardson, Fielding, Goldsmith, Sterne, Scott, Bulwer, Dickens y Marryat. Valera afirma que Fernán Caballero no escribe muy bien en castellano y que ve las cosas de España a través de un prisma de sentimentalismo germánico que las desfigura.

Tras la muerte de Calderón y de Lope de Vega, Valera destaca las obras de Moreto, Tirso de Molina, el Duque de Rivas, Bretón de los Herreros, Hartzenbusch, Zorrilla y Moratín, de quien rechaza que imitase a Molière.






Valera y Calderón

El autor que Valera preferirá para oponer a los autores ingleses será Calderón. Calderón de la Barca será la piedra de toque que usará Valera para defender las excelencias de la literatura española frente a la extranjera.

Durante la primera mitad del año 1881, Madrid se convirtió en el centro mundial de las letras y de la cultura. Se celebraba el II Centenario de la muerte de Calderón de la Barca y se trataba, al mismo tiempo, de situar al autor en su justo nivel. La crítica de su obra había sufrido una serie de altibajos que le habían hecho pasar, alternativamente, de épocas de una idolatría ciega a otras cercanas a la indiferencia. La escuela francesa del XVIII y, sobre todo, la Poética de Luzán12 habían menospreciado la obra calderoniana.

Casi un siglo más tarde, el romanticismo alemán, de la mano de los hermanos Schlegel, redescubrió a Calderón elevándole, incluso, por encima de Shakespeare. Valera nos da las razones de este triunfo. Por una parte «el fervor católico», por otra la reacción contra la estética de Hegel, «que da tanta importancia a la manifestación de la idea, a lo trascendental y característico de un momento histórico y de una raza de hombres». Ahora surgirá una «filosofía más librepensadora, más progresista», que estará más acorde con la imagen que los alemanes otorgan a Calderón13.

Valera lamenta que la Poética de Luzán hubiera traído «el gusto pseudo clásico» y que este contribuyera al olvido de Calderón que, hasta entonces, había gozado de gran fama. El escritor egabrense denuncia cierta «tibieza o frialdad en la alabanza» a Calderón por parte de los críticos españoles del siglo XVIII y principios del XIX14. En España, Böhl de Faber toma la bandera calderoniana frente a los ataques de José Joaquín de Mora15.

Ya en 1861, Valera se había quejado de que, hacia 1818, la estimación del público español por los autores dramáticos del siglo XVII era muy baja y de que   -114-   hubiera tenido que ser un alemán, Böhl de Faber, el que hubiera de «defenderlos contra las acusaciones de nuestros críticos españoles». De este desprecio no se libraba tampoco Shakespeare, que recibiría los insultos del propio Moratín. En cuanto a Byron, Alberto Lista le había calificado de loco. Valera sale, una vez más, en defensa de los escritores del Siglo de Oro español. El trabajo tenía por objeto enjuiciar una traducción del Manfredo, de Byron, hecha por su sobrino José Alcalá Galiano y Fernández de las Peñas16.




La querella calderoniana

Para Böhl de Faber la solución de los problemas de España sería posible únicamente mediante la vuelta al «espíritu nacional... representado en el Siglo de Oro» de nuestra literatura17. Lloréns cree, sin embargo, que fue el factor religioso el que más influyó en Böhl de Faber, a quien Mora y Alcalá-Galiano acusaban de «enemigo de las luces»18. La polémica surgió a mediados de septiembre de 1814 y duró hasta el año 182019. Los primeros artículos aparecieron en El Mercurio Gaditano (1814), pero pronto el tema traspasaría las fronteras locales. Mora y Alcalá-Galiano replicaban, ora desde Madrid ora desde Barcelona, según fuera la postura del censor de prensa respectivo ante el conflicto20.

Alcalá-Galiano toma parte activa en la polémica en 1818, año en que publica, con Mora, un folleto titulado Los mismos contra los propios. Alcalá-Galiano enjuicia así a Calderón: «Al frente de los autores españoles de este ramo... en la invención feliz, en la formación del enredo y desenredo de sus comedias, ingenioso y acertado... en sus conceptos valiente, si bien con frecuencia afectado; con altas calidades para lírico, para trágico, para cómico, con frecuencia desperdiciadas por sutilezas, hinchazón y pedantería; con fluidez, soltura, pompa, sonoridad en la versificación; ya natural en la expresión, ya violento: una de las primeras glorias de España, en fin, aunque por muchos tasada en menos de su justo valor, y hoy acaso, a consecuencia de los elogios de algunos extranjeros, repetidos por no pocos de sus paisanos, evaluado en grado todavía superior al de su verdadero merecimiento». Las alusiones son claras. Aunque Alcalá-Galiano intenta actuar de moderador en la querella calderoniana, se nota en él cierta frialdad, un deseo de que dar a medio camino entre el desprecio y el excesivo elogio21. Valera la reproduce parcialmente en su artículo «Don Pedro Calderón de la Barca» e identifica esta postura de Alcalá-Galiano con la del conde Schack22. En su Literatura Española. Siglo XIX, Alcalá Galiano trató, años después, de justificar la evolución de sus propias ideas sobre el particular23.



  -115-  
El Brindis del Retiro

De todo esto surgió un «nuevo» Calderón de la Barca, una imagen nueva que molestaba enormemente a Menéndez Pelayo. Este se sentía incómodo ante la «apoteosis semipagana» con que se quería envolver la celebración del segundo centenario de la muerte de Calderón de la Barca, presentando un Calderón falso24. En 1881 pronunció ocho conferencias en el Círculo de Acción Católica, de Madrid, precisamente con motivo de dicha conmemoración25. Lo que más le llama la atención en Calderón es precisamente su condición de «poeta católico por excelencia», su habilidad para «llevar cierta especie de simbolismo cristiano a las tablas»26.

Y esto era precisamente lo que parecían olvidar los neodefensores de Calderón, que elogiaban, casi exclusivamente, su obra profana. Por eso, cuando a lo largo de los distintos actos académicos del II Centenario Menéndez Pelayo cree ver un Calderón «distinto», no puede menos que intervenir. La ocasión se presenta el día 30 de mayo de 1881. Se está ofreciendo un banquete oficial en el Retiro a los catedráticos y personalidades extranjeras asistentes a los actos. A los postres se producen los consabidos discursos y Menéndez Pelayo se siente obligado a hablar. Se va a producir el Brindis del Retiro, un brindis que iba a revolucionar el acto27.

Brinda por la «fe católica, apostólica y romana». Brinda por «la antigua y tradicional monarquía española» y especialmente «por la casa de Austria». Brinda a continuación por la nación española y por el «municipio español, hijo glorioso del municipio romano»... «Por la memoria del poeta español y católico por excelencia; el poeta de todas las intolerancias e intransigencias católicas; el poeta teólogo; el poeta inquisitorial...». Y añade: «No me adhiero al centenario en lo que tiene de fiesta semipagana». Termina brindando «por los catedráticos lusitanos... que hablan una lengua española, y que pertenecen a la raza española». Rechaza el concepto de «iberismo» que propugnan los progresistas.

Acaba de colmarse el vaso. Los murmullos de desaprobación van en aumento. La prensa de esos días airea el escándalo y no faltan las críticas e incluso las amenazas a Menéndez Pelayo. Como es lógico, su presencia en el Círculo de Unión Católica, pocas fechas después, es acogida con una gran ovación. Su discurso ocasional va a ser una nueva profesión de fe. Justifica su postura como una reacción ante una actitud «hostil», «librepensadora» y «racionalista en gran parte». Agradece el apoyo de los compañeros de asociación, «a despecho de las cuestiones incidentales que pueden separarnos en materias opinables...»28.

  -116-  

Mientras tanto, Juan Valera se encuentra en Lisboa como ministro plenipotenciario del Gobierno español. Hubiera querido tener un pretexto para ir a Madrid en esas fechas. Poco antes de la conmemoración afirma: «Periodistas y literatos portugueses a manta, quieren ir ahí para el Centenario de Calderón, con bandera y otros primores. Desean ir de balde y que se les envíe de ahí un salón-vagón»29. Pero una afección a la vista, que a la larga le dejaría ciego, le impide el viaje. Se siente, como siempre, muy solo y se queja a Menéndez Pelayo: «Ahí están ustedes tan engolfados en sus fiestas que nadie me escribe. Me tienen ustedes incomunicado y, lo que es peor, olvidado»30.

La actitud de Menéndez Pelayo en el Retiro sorprende a Valera. «Mucha habilidad y equilibrio sería menester que usted y yo empleemos para no hablar sino de aquello en que estamos de acuerdo, sobre todo desde que usted ha dado tan tremenda pitada en el "symposio" de los catedráticos». Valera confiesa su candidez y reconoce que hasta que Menéndez Pelayo dio la «pitada», él había creído posible, no la conversión rápida, sino una lenta y suave conversión del santanderino. Ahora la creía impasible. Menéndez Pelayo había puesto su "chic" en echárselas de archicatólico y de inquisitorial; según Valera, se había «engolfado en ello y ya no hay modo de remediarlo. ¿Qué le hemos de hacer? Será usted para mí algo como Cánovas, con quien estoy conforme en muchas cosas y no en política». Con Menéndez Pelayo espera estar aún menos de acuerdo en política, pero en cambio estará mil veces más de acuerdo en letras humanas. «Nuestros gustos literarios y hasta nuestra filosofía se parecen mucho. De aquí que apenas comprenda yo su santidad de usted y la atribuya a chic»31.

No obstante, pese a esa discrepancia de base, Valera muestra gran interés por leer el texto de las ocho conferencias pronunciadas por Menéndez Pelayo en el Círculo de Acción Católica de Madrid, sobre Calderón de la Barca. El día 29 de julio de 1881 le escribe: «No he llegado a recibir las lecciones de usted sobre Calderón, que leeré con gusto, pues sobre estar bien escritas, doy por seguro que han de estar de acuerdo con mi manera de pensar»32.

El día 6 de octubre recibe un ejemplar de la edición de estas conferencias, realizada por Catalina y Calonge y que Valera elogia por «lo primoroso y elegante de la edición». A continuación, afirma: «No lo he podido leer todo, pero algo he leído, y lo hallo discretísimo, ingenioso y atinado, como toda obra de usted, que es ya el más erudito de nuestros escritores y uno de los más agradables y que va a ser el más fecundo, prodigiosamente fecundo. Admiro y envidio la facilidad de usted para el trabajo»33. La siguiente carta está fechada el 19 de noviembre y en ella no   -117-   hay más referencias a estas lecciones, por lo que es de suponer que Valera escribiría entre estas dos alguna otra epístola, en la que daría su opinión definitiva sobre las mismas34.

La opinión de Valera sobre Calderón como escritor no era inferior a la de Menéndez Pelayo. Ya en 1862, Valera se refería al dramaturgo como «el más sublime entre los poetas dramáticos de España y aún entre todos los del mundo, salvo los trágicos griegos y el inglés Guillermo Shakespeare, que con él compiten»35. Valera fue siempre un enemigo declarado de las refundiciones y en dicho trabajo denunciaba la que se acababa de hacer de Mañanas de Abril y Mayo, de Calderón36.

Menéndez Pelayo destacaba en Calderón «cierto armonismo... que enlaza lo real y lo ideal, lo visible y lo invisible»37. Esta idea la hará suya Valera, al considerar una «audacia el llevar lo abstracto a las tablas». Menéndez Pelayo había dicho: «Pero aunque sólo se le considere como "tour de force", debe tenerse por audacia generosísima, y no para comprendida por entendimientos vulgares»38. En 1881, Menéndez Pelayo resumía así su opinión de Calderón: «Calderón es un poeta idealista, porque ha excluido absolutamente de su teatro todos los lados prosaicos y ruínes de la naturaleza humana»39. Y más adelante concluye: «Después de Sófocles, después de Shakespeare, debemos colocar a Calderón con todos sus grandes defectos»40.

Estas ideas se repiten en su trabajo El Sentimiento del Honor en el Teatro de Calderón41. En los años siguientes se nota una mayor coordinación entre las apreciaciones de Valera y Menéndez Pelayo sobre Calderón. Uno y otro van a ceder en la rigidez de sus posiciones. La evolución se aprecia, sobre todo, en Menéndez Pelayo. En su Estudio Crítico sobre Calderón insiste en calificarle de «español y católico hasta los tuétanos»42.

En 1887 y 1889, los editores del Diccionario Enciclopédico Montaner y Simón encargaron a Valera y a Menéndez Pelayo la redacción de varios artículos sobre Calderón y su obra. En el apartado dedicado a El Alcalde de Zalamea43, Menéndez Pelayo defiende a Calderón de la acusación de que sus caracteres son flojos y presenta esta obra como ejemplo de riqueza y profundidad de personajes44. Del mismo año, 1887, es el artículo de Valera titulado Autos Sacramentales45. En él se queja Valera, una vez más, del olvido en que habían quedado relegadas las obras puramente religiosas de Calderón. Valera insiste en la gran aventura que su pone llevar las nociones abstractas al teatro. «Es claro que los conceptos intelectuales, las ideas puras, no tienen entrada en el arte, sino cuando se revisten de forma estética y dejan la suya propia abstracta y filosófica... El teatro... no es más   -118-   que la vida humana en espectáculo. Hacer un drama con personajes simbólicos o abstractos es un verdadero "tour de force"...»46. «Calderón en sus Autos... suele sobreponer a todo el elemento intelectual, ahogando la expresión natural y sentida»47.

Valera reconoce en Calderón unas grandes condiciones como poeta lírico y lamenta que aquel no hubiera cultivado ese género. Como vemos, la influencia de Menéndez Pelayo en Valera es patente, una vez más. «Hay, pues, en Calderón un simbolismo potente que abraza la ley antigua, las parábolas de la nueva, la historia humana y las fábulas de la gentilidad»48. Lo que no le impide ver en los Autos toda «la frialdad inseparable del arte alegórico»49.




Valera y Shakespeare

En 1888 redactó Valera el artículo Don Pedro Calderón de la Barca50, en el que se declara seguidor de las ideas de Menéndez Pelayo51. Sin embargo, no está de acuerdo con él en cuanto a que este, en su opinión, se dejaba arrastrar «de la manía contagiosa de no hallar caracteres en Calderón y de ver a enjambres los caracteres en Shakespeare»52. Para Valera los caracteres de Shakespeare son fruto de una «inspiración inconsciente», no de una intención determinada. Se resiste a reconocer la importancia real del dramaturgo inglés53.

En la copiosa correspondencia con Menéndez Pelayo surge a menudo la cuestión. Valera concluye: «Shakespeare vale mucho, pero ¿cómo negar que la grandeza actual de su nación, si no le aúpa, pone de realce su valor y pondera su mérito?»54. Valera está convencido de que un idioma es importante sólo si la gente que lo habla es importante. Por eso achaca a la decadencia política y económica de España el escaso eco que nuestra literatura provocaba en el extranjero en su tiempo. En 1881, hacía una parecida defensa de Lope de Vega frente a Shakespeare. Estas eran sus palabras a Menéndez Pelayo: «Imaginemos que España es en el día tan poderosa como Inglaterra y que Inglaterra está postrada y decaída como España, y comparemos a Lope y Shakespeare. Este último será considerado como un bárbaro plagiario lleno de extravagancias y desatinos, insufrible por su mal gusto y su culteranismo, pesadísimo de leer y solo estimable por algunos aciertos en medio de tantos errores, por algunas perlas escondidas en el basurero de sus obras. En cambio, Lope pasaría por mil veces más ingenioso, más fecundo, más ameno, más elegante, menos disparatado y defectuoso, etc., etc. Shakespeare se quedaría tamañito al lado de Lope. Todo esto, hasta cierto punto, estaría bien. Lo insostenible   -119-   sería el decir en absoluto que los graves defectos y lunares de aquellos poetas, propios tal vez e inevitables en su tiempo, son en todos los tiempos maravillosos primores y virtudes que conviene imitar... A mí lo que me carga, y usted ya me comprende y sabrá hacerlo extensivo, es el desaforado encomio de Shakespeare y el desdén con que se mira a Lope»55. Con el tiempo los ánimos se serenarían y tanto Shakespeare como Calderón y Lope irían siendo clasificados en su justo nivel.

La evolución del crítico santanderino a que nos referíamos más arriba cristalizará en un trabajo posterior de Menéndez Pelayo, Edad de Oro del Teatro56. El propio Menéndez Pelayo declara haber modificado ciertas opiniones de sus años jóvenes y vaticina: «... el verdadero libro sobre Calderón no lo he escrito todavía»57. En realidad, no lo escribiría nunca. Frente a los detractores de Calderón, Menéndez Pelayo escribe: «... pues si Calderón adolece de culteranismo y conceptismo, no es pequeña la dosis de "eufuismo" que hay en Shakespeare, y no sé por qué ha de llamarse encantadora fantasía en el uno lo que se tacha en el otro de extravagancia calenturienta»58. Es una clara referencia al Euphues, or the Anatomy of Wit (1578), de John Lyly (1554-1606), considerada por muchos críticos como la primera novela en lengua inglesa. Por «eufuismo» se entendía un estilo rebuscado, lleno de frases cuidadosamente construidas y pensadas.

Al cabo de los años, Menéndez Pelayo enjuicia de nuevo a Calderón: «Entonces como ahora, Calderón era para mí un insuperable maestro del artificio dramático... pues al fin el teatro es acción, y acción que debe estar constituida con la mayor habilidad posible, dilatada con interesantes peripecias, y conducida a un desenlace natural y lógico»59. Pero... «en los caracteres no raya a tanta altura»60.

De 1911 es su último trabajo conocido sobre Calderón de la Barca, Los Autos como Enseñanza Teológica-Popular61. Se trata de un discurso con motivo del Congreso Ecuménico. No hay ninguna idea nueva en él, insistirá en luchar contra la nueva imagen «semipagana» que querían dar a la obra de Calderón. Estas palabras del propio Menéndez Pelayo tienen plena vigencia hoy: «El astro de Calderón no se ha apagado, ni nadie trata de extinguirle»62.

Shakespeare había sido a cada momento, como hemos visto, el punto de referencia y contraste para Valera y Menéndez Pelayo a la hora de valorar los méritos literarios de Calderón e incluso de Lope de Vega o de Cervantes. La postura de Juan Valera ante Shakespeare fue siempre clara e inequívoca. Sus opiniones de 1888, a que hemos hecho referencia, no son muy diferentes de las que había   -120-   expuesto, veinte años antes, en el Prólogo a una traducción de Jaime Clark de los dramas de William Shakespeare63.

Frente a los elogios, que Valera cree desmesurados, de Wieland, los Schlegel, Lessing, Víctor Hugo y Emerson, el crítico español se ve en la necesidad de rebelarse. Su marcado espíritu de contradicción está aquí presente, una vez más. Por otra parte, tampoco admite las burlas de Voltaire y Moratín sobre el dramaturgo inglés. Tratará de buscar una posición intermedia que le permita defender, al mismo tiempo, a los escritores españoles del siglo XVII. Valera ironiza acerca del respaldo político del autor inglés cuando afirma: «Shakespeare es el ídolo literario de Inglaterra. El influjo civilizador, la preponderancia política de esta gran nación, en todo el auge ahora de su fortuna, riqueza, prosperidad y brío, han difundido y acrecentado la gloria del poeta amadísimo entre cuantas naciones pueblan la faz de la tierra»64. Se resiste a reconocer la evidencia. Los clásicos españoles siguen estando, para él, a la misma altura que el autor inglés. No es cuestión de valía, sino de respaldo político y social.

No obstante, el crítico avisa pronto de sus intenciones: «Mi espíritu frío, tardo para los raptos de admiración, aunque no incapaz de ellos; harto indeciso y vacilante para no ver el contra al lado del pro, y tranquilo hasta la pesadez, es imposible que siga, ni desde muy lejos, el remontado vuelo encomiástico de los precitados autores»65. Valera defiende su independencia crítica en los siguientes términos: «Ni mi escasa anglomanía, ni mi poco fervor romántico, ni mis inveteradas preocupaciones en pro de la medida, orden, reposo y arreglo de los poetas griegos y latinos, ni mi amor a mi propia casta y nación y a los grandes ingenios que ha producido, entre los cuales Cervantes, y Lope, y tal vez Tirso, se levantan a mis ojos sobre Shakespeare, consienten que yo adopte por míos tan superficiales encomios». Valera dice verse, pues, en la precisión de rebajar el mérito del autor y que le aflige tener que hacer un papel tan ingrato, pero no le faltan consuelos66.

Sin embargo, reconoce con nobleza: «En punto a facultad creadora, Shakespeare es único. No se puede imaginar nada mejor. Shakespeare está más por cima de Milton, Cervantes o el Tasso, que estos del vulgo»67. A continuación añade que le consuela la consideración de que, si rebaja a Shakespeare, siempre le dejará bastante alto para los españoles, poniéndole como le pone, ya que no a la altura de Cervantes, al nivel de Calderón, y casi hombreándose con Lope68. La escala de valoraciones es bastante clara.

En defensa del traductor de los dramas de Shakespeare (Jaime Clark), Valera añade: «Me parece que más bien acudo en favor del traductor asegurando a los   -121-   lectores que Shakespeare no es impecable, que no presentándole como el limpísimo dechado, donde, sin lunar ni falta, resplandecen todas las bellezas poéticas, o como la joya soberana donde se han acumulado a manos llenas, sin mezcla de falsa pedrería ni de metales de baja ley, las perlas, los diamantes y el oro puro de la más acrisolada inspiración». Afirma que los lectores podrán hallar oscuridades, confusiones, rarezas, groserías y bufonadas en estos dramas y achacárselos al traductor, pero Valera insiste que son del poeta. Según Valera, el traductor, escrupulosamente fiel, lo ha traducido todo con exactitud pasmosa: ha hecho al lector un inmenso servicio. No nos da un arreglo de Shakespeare, suprimiendo y poniendo a su antojo. Nos da a Shakespeare tal cual es; con sus defectos y con sus bellezas; con sus aciertos y con sus extravíos; con sus bajezas y con sus sublimidades. Íbamos, por consiguiente, a tener a todo Shakespeare por primera vez en castellano69.

Reconoce que Shakespeare contó siempre con el respeto y admiración del lector, pero nunca con el fervor que se notaba en el siglo XIX. Valera es tajante: «Hasta que llegó este siglo, cuyo genio es Hamlet viviente, no pudo haber lectores que entendiesen la tragedia de Hamlet. Ahora la literatura, la filosofía y el pensamiento todo, son Shakespeare. Su espíritu es el horizonte, más allá del cual nada vemos, nada descubrimos, aunque nos esforcemos con ansia por columbrar lo venidero»70. La comparación con Cervantes es inevitable ya. Se queja de que pocos críticos se habían ocupado de Cervantes con profundidad hasta entonces y que los que en España han escrito sobre Cervantes eran un número cortísimo, comparados con los que en Inglaterra habían escrito sobre Shakespeare. Para Valera, nuestras alabanzas a Cervantes eran tibias en comparación de las que se habían dado a Shakespeare en Inglaterra. Por lo demás mucho parecido en todo: hasta en ciertos infantiles y candorosos regalos, que lo mismo se habían hecho por allá a Shakespeare, que a Cervantes por acá. Ambos habían resultado filósofos, médicos, abogados, y buenos oficiales o maestros en casi todos los oficios; pero, para Valera, ambos escritores no eran tan perfectos ingenios, y Shakespeare menos que Cervantes, si bien todo lo sabían por penetración, por viveza de ingenio, por agudeza y perspicacia en la serena mirada para observarlo, abarcarlo y comprenderlo todo a primera vista71.

Al analizar las fuentes en que uno y otro tomaron sus personajes, Valera afirma que pocos autores han tomado más de los otros que Shakespeare. Todo lo que le parecía bello, sublime, divertido, agradable, gracioso, lo tomaba sin escrúpulo allí donde lo hallaba. Según Valera, «Ha dicho un discreto, que en literatura, no sólo se disculpa, sino que se glorifica el robo cuando le sigue el asesinato.   -122-   Shakespeare sabía esta máxima, y no dejó de asesinar a cuantos robó. De los autores robados nadie se acordaría si no hubiesen sido robados. Todos murieron». Mas Shakespeare vive, y los personajes que aquellos autores crearon o evocaron en una vida vaga o como de sombra, y a una luz indecisa, crepuscular e incierta, han sido traídos por Shakespeare a la radiante y meridiana luz de la gloria inmortal, y a una vida más firme, más clara, más real que la de todos los héroes de la historia. Para Valera este es, sin duda, el mayor mérito, el mayor misterio, el encanto más poderoso del genio de Shakespeare72.

Para Valera, Shakespeare tuvo un don especial para crear personajes. Todos ellos viven en la mente de los hombres con mayor firmeza y consistencia que los más ilustres y claros varones que fueron en realidad; que todos los gloriosos sabios, héroes, políticos y capitanes que vivían en el mundo, mientras que estos personajes fantásticos iban saliendo del cerebro de Shakespeare provistos ya del elixir de perpetua juventud y vida. Después, lejos de evaporarse, lejos de desvanecerse, tales creaciones han adquirido mayor brío y virtud inmortal, se han bañado en nuevos fulgores de gloria, se han revestido de cuantos hechizos logra crear el arte humano73.

Shakespeare escribió para el pueblo pero, en su caso, escribía para un pueblo en alza. Valera insiste: «Nuestros dramáticos escribieron también para el pueblo, inspirados y llenos de los sentimientos del pueblo, pero de un pueblo que moría, de un pueblo cuya civilización castiza y propia iba a desaparecer, y cuyo espíritu de entonces no había de ser el espíritu de ahora. De aquí que aquellos héroes hablen una lengua que apenas entienden ya los españoles, y expresen sentimientos e ideas de que los españoles mismos ya no participan. ¿Cómo, pues, han de entenderlos los extranjeros, cuando los españoles no los entienden ya?»74.





  Arriba
Indice