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Contestación al último comunicado del Señor Benjumea, autor de «La Estafeta de Urganda»


Juan Valera






I

El día 4 de Marzo apareció en las columnas de nuestro periódico el escrito del Sr. Benjumea a que vamos a replicar ahora, no habiéndolo hecho antes por no habérnoslo consentido otras ocupaciones más perentorias,

El Sr. Benjumea muestra el temor de que no hayamos entendido su folleto, La Estafeta de Urganda, donde se compendian y resumen las ideas por el más conciso estilo, y supone que de esta mala inteligencia provienen algunas de nuestras objeciones. Nosotros, sin embargo, creemos haber entendido el folleto, y en la persuasión de que le hemos entendido, le hemos criticado.

Harto se nos alcanza que el comentario que el señor Benjumea nos promete es por lo menos de dos maneras; y harto claro hemos dicho ya que, si aprobamos   -170-   hasta cierto punto la una, desaprobamos la otra. Aprobamos que se expliquen todas las alusiones que a estos o a estotros hechos de la vida del autor pueda haber en el Quijote: lo que no aprobamos es el que se descubra la doctrina esotérica y profunda que encierra en sí la famosísima novela, porque no nos podemos persuadir de que en el Quijote haya tales misterios y recónditas filosofías. ¿Cómo quiere el Sr. Benjumea que tomemos por un logogrifo, indescifrado hasta hoy, una historia de la que el mismo Cervantes dice que es tan clara que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran? ¿Diría Cervantes tales palabras para encubrir mejor a los ojos profanos el tesoro de sus enseñanzas, el cual ha permanecido como sepultado más de dos siglos y medio, hasta que el Sr. Benjumea, hecho un zahorí, ha logrado dar con él? ¿El señor Benjumea comprenderá que esto sería tan extraño, tan milagroso, que no se podría creer hasta después del examen más circunspecto y detenido. No se incomode, pues, de que dudemos y aún nos inclinemos a la negativa del tesoro. Nosotros en este punto somos como Santo Tomás; ver y creer. Muestre el Sr. Benjumea esas filosofías de Cervantes, y creeremos en ellas. Entretanto, permítanos que no las creamos.

Puede también acontecer que el Sr. Benjumea haya inventado algunas nuevas y grandes filosofías, y que, apasionado como es de Cervantes, se las regale y adjudique, tratando de aumentar con ellas la gloria de aquel escritor admirable; pero si así fuere, nosotros   -171-   que nos preciamos de muy equitativos, daremos a cada cual lo que es suyo, y no consentiremos jamás que la fama de Cervantes crezca a expensas de la de su modesto comentador.

Sobre la primer manera de comentario, esto es, sobre sostener que el Quijote es una auto-biografía alegórica de Cervantes, ya hemos dicho nuestro parecer. Apenas hay novela, cuento, leyenda o drama, en que no haya, en cierto modo, algo de auto-biográfico. Desde La Odisea de Homero hasta La dama de las perlas de Alejandro Dumas, hijo, siempre han visto los aficionados a este linaje de investigaciones algún suceso o muchos sucesos de la vida de los autores, o que por lo menos han presenciado, en los casos fingidos que ellos refieren. De Mentor se cuenta que era un mercader o piloto, afectuoso amigo y valedor del poeta divino, a quien llevó en su compañía en muchas navegaciones y peregrinaciones; por lo cual Homero quiso inmortalizar su nombre y, honrar su persona, haciendo que en ella se encarnase nada menos que la diosa de la sabiduría: y de La dama de las perlas se asegura que fue y es, pues vive aún, una persona ilustre, hija o nuera de un eminente hombre de Estado. En todos los libros de entretenimiento suelen encontrar los curiosos no pocas de estas alusiones. Citaremos algunos ejemplos más, tomados al acaso y conforme vayan ocurriendo a la memoria. En La Gatomaquia hay quien vea alusiones a las travesuras y galanterías del elegante Buckingham cuando estuvo en Madrid con el príncipe de Gales, y a los celos del tristemente famoso Conde-Duque; en El   -172-   elefante blanco de Heine se alude a una señora muy sentimental, aunque decantada y celebrada por la amplitud de sus hermosísimas formas y por su deslumbradora blancura; y en todos o en casi todos los poemas de Byron creen con razón cuantos los leen, que el poeta ha querido pintarse a sí mismo. El Corsario, Lara, Alanfredo, Childe-Harold y hasta el propio Sardanápalo son Byron con disfraces diversos.

Pero en todas estas obras y en las mismas de Byron, el poeta más subjetivo y más preciado y preocupado de su persona que puede imaginarse, no se ven esa continua alusión auto-biográfica, y ese prurito de retratarse a sí propio en todos los actos de la vida, que tiene que presuponer el Sr. Benjumea en el Quijote, para convertírnosle en una alegoría de la historia de Cervantes. Nos parecería una puerilidad el que Cervantes, de propósito, hubiese determinado hacer del Quijote un acertijo o una charada, donde, con otros nombres, otros sitios y otras circunstancias, no se refiriesen en realidad sino sus aventuras. D. Quijote sería entonces Cervantes mismo, Sancho algún amigo o criado de Cervantes, y Dulcinea, el Cura, el Barbero, el Bachiller Sansón Carrasco y los demás personajes, otros tantos amigos, conocidos, émulos o contrarios suyos. Si fuera así, no acertamos a penetrar el mayor deleite que nos traería con ello la lectura del Quijote, ni comprendemos el mayor mérito y valer que adquiriría la preciosa y única novela. Una cosa es que Cervantes preste al carácter de su héroe mucho de su propio carácter, y pinte y describa en las personas de su novela a varias de   -173-   las que conoció y trató: y otra cosa es el que adrede se ponga a retratarse a sí mismo y a los sujetos más allegados a él. Pues qué, ¿no comprende el Sr. Benjumea la diferencia notable que hay entre una obra de arte y una alegoría fastidiosa? ¿Es acaso lo mismo hacer el retrato de una hermosa, dama o de un caballero con traje de máscara, y pintar una Virgen o un San José, aunque para pintar el San José o la Virgen haya tomado el artista por modelo a éste o al otro individuo de su época y de su misma vecindad? ¿Hemos de decir por eso que el San José no es San José, ni la Virgen Virgen, sino que son una alegoría del Sr. D. Fulano y de la señora o señorita de Tal, que sirvieron de modelo para pintarlos? No queremos negar que sería curioso, y nunca estaría de sobra el saber (porque el saber no ocupa lugar) quiénes fueron esos individuos que sirvieron de modelo para pintar al Santo y a la Madre de Dios; pero ciertamente que el artista no le quedaría muy agradecido al crítico, si este se empeñase en demostrarle que no había tal San José ni tal Virgen, y que entender así sus cuadros, era entenderlos con inteligencia superficial y somera; siendo la verdad del caso que todo podía reducirse a una alegoría, y entenderse como una alegoría, que representaba a los individuos que habían posé para pintar los cuadros.

Los pintores y los poetas tienen que valerse y se valen para sus creaciones de los datos que la experiencia les suministra; pero sobre estos datos de la experiencia está la inventiva y la virtud creadora del ingenio, que los trueca, sublima, magnifica, hermosea y transfigura,   -174-   haciéndolos muy otros de lo que son en realidad. Y no por el necio disimulo de que nadie conozca a primera vista a quien el artista retrata, sino porque, mirado filosóficamente este proceder del artista, se ha de sentir y pensar que no retrata, sino que crea; si bien, para individualizar las hermosas creaciones que en sí concibe, tiene que valerse de tipos o de figuras que en el mundo real existen, y que imita, aunque por muy libre y levantada manera.

Sabemos, a pesar de lo dicho, que en muchas poesías amorosas, églogas y novelas se relatan sucesos verdaderos, y se presentan, encubiertos con el hábito pastoril, damas y galanes de carne y hueso; pero no nos parece que Cervantes adoptase este artificio en el Quijote, la más espontánea e inspirada de todas sus obras. En La Galatea le hay indudablemente, como le hay en la Menina e moza, de Bernardin Riveiro, en La Tiammetta, de Boccaccio, y en las Dianas, de Montemayor y de Gil Polo; pero este es otro muy diferente género de composiciones, y el indicado artificio se descubre en él, no ya a tiro de ballesta, sino a tiro de cañón rayado, sin que sea menester un intérprete tan sutil como el Sr. Benjumea, a fin de que le descubra y declare.

Creemos, sin embargo, que en el Quijote hay muchas alusiones más o menos claras a la vida del autor, a su varia, aunque casi siempre adversa fortuna, y a otros casos y lances ocurridos en su tiempo. Si el señor Benjumea, en el que podemos llamar comentario histórico, se limita a explicar con su profunda erudición   -175-   todas estas alusiones, nosotros seremos los primeros en darle la merecida alabanza; pero si fantasea y sutiliza demasiado para transformar en alegoría autobiográfica el Quijote, no podremos dejar de censurarle. Su comentario podrá ser entonces ingenioso, divertido y curiosísimo; pero será falso, y el que crea en él, desencantará de veras al hidalgo manchego. Y entiende el señor Benjumea que no lo decimos porque el libro de Cervantes pierda nada en sí con el comentario, sino porque en la imaginación de quien crea en el comentario se decantará el Quijote.

Ya que hemos hablado del comentario histórico, bueno será que sobre el filosófico entremos a discurrir más detenidamente.

El Sr. Benjumea empieza por sentar una doctrina contraria del todo al todo a la nuestra; de suerte que sentimos un gran temor de que jamás podamos entendernos. Dice el Sr. Benjumea que la bondad de la poesía, pues de poesía se trata en su más amplia significación, no se mide ya por la hermosura, que a nuestro modo de ver es el fin del arte, sino por el beneficio que presta la poesía a la humanidad. El Sr. Benjumea subordina, por consiguiente, lo útil a lo bello, no halla digno al arte de tener su fin en sí mismo, y le somete a realizar propósitos que le son ajenos. El Sr. Benjumea no advierte que si valiesen más el aprovechamiento y la enseñanza de un libro que la belleza de la dicción, la gracia del estilo y los encantos de la elocuencia serían preferibles a Las Geórgicas el Manual de agricultura de Roret, a Las Estaciones de   -176-   Thomson el peor tratadillo de botánica, al poema de La Religión el más desaliñado catecismo, y a todos los versos de Quintana, Espronceda, Zorrilla, Lamartine, Alanzoni, Leopardi, Byron, Moore, Schiller y Goethe, el Diccionario de la conversación, Los secretos raros de artes y oficios, o Los mil y un hechos, obras que enseñan, instruyen y tienen más information, como dicen los ingleses, que todo cuanto han escrito los poetas.

La comparación que hace el Sr. Benjumea entre las obras de Dios y las del ingenio humano, no la podemos aceptar. En Dios están por un modo altísimo y perfectísimo la belleza, la bondad y la verdad; Dios es sabio y poeta al propio tiempo, y lo es con excelencia y unidad tales, que se las comunica a sus obras en mayor o menor grado, pero siempre juntas en una, y por medio de un solo y simple acto de su voluntad, y todo ello como encerrado y cifrado en una sola idea. Porque la idea de cada cosa, o dígase el arquetipo de ella, hemos de creer que está en la mente divina, no sólo con su hermosura, sino con su bondad, y con todas las condiciones que importan y conducen el fin para el cual ha sido creada. Mas en la mente del hombre están las ideas de otro modo menos perfecto y completo, y las cosas creadas por la mente del hombre tienen que ser y tienen que considerarse por diverso estilo. Así es que en una obra de arte lo que se busca y considera y estima es la beldad: la utilidad en una obra útil: y en una obra científica la ciencia.

Convenimos en que hay algunas obras del entendimiento humano que son poéticas y filosóficas o científicas   -177-   a la par; pero la belleza de estas obras es lo secundario, lo principal es en ellas lo didáctico o lo útil. Platón fue poeta y filósofo al mismo tiempo. Nadie, negará que puede haber y que hay muchos sabios que son excelentes escritores. Pero la poesía de Platón y de estos sabios, y el arte y la inventiva que hay en ellos residen en el estilo; siendo ciencia y discurso, y no poesía ni arte, lo que hay en el fondo de sus escritos y les da su mayor valer. En Cervantes, al contrario, el mayor valer no está en la ciencia, sino en la poesía. El fin verdadero del Quijote es crear una hermosa fábula. La intención de acabar con los libros de caballería y otra cualquiera intención, que en el Quijote quiera descubrirse, fueron sólo ocasión y pretexto, mas no motivo del Quijote. El mismo Sr. Benjumea conviene en esto con nosotros en una parte del escrito a que ahora replicamos. Su claro entendimiento no puede desconocer la verdad, y le mueve a decir que por espíritu o intención oculta en el Quijote no quiere significar un sistema de filosofía, un tesoro de verdades científicas, una doctrina hondísima, una luz mística y sublime y un templo de sabiduría; y que si tal pretendiera, con mucha razón podríamos nosotros maravillarnos de que nadie lo hubiese sospechado en tan largo trascurso de tiempo, y oportuna y acertadamente diríamos que sería ridículo, de mal gusto y hasta egoísmo imperdonable el haber poseído un tesoro y haberle de propósito ocultado para que nadie de él se aprovechase.

El Sr. Benjumea no destruye, pues, antes corrobora   -178-   nuestros argumentos, llegando a exagerarlos y a traerlos a un extremo a que nosotros nunca quisimos ir, ya que asegura que quien pretendiese hallar en el Quijote verdades de valor inmediatamente aplicable a las ciencias, daría mala cuenta del estado de su cerebro. Pero nosotros no vamos tan allá: nosotros creemos que, por amor a la paradoja y por prurito de lucir agudeza de ingenio y copia de doctrina, se puede muy bien sustentar que hay grandes verdades científicas en el Quijote, sin estar loco de remate quien lo sustente.

Lo extraño, lo singular es, que cuando ya creíamos al Sr. Benjumea convertido y más que convertido, puesto que tacha de loco al que imagine lo contrario, el Sr. Benjumea vuelve a las andadas con más brío que nunca, haciendo un para nosotros inesperado distingo. Lo que es locura imaginar que puede hallarse en el Quijote, dice, es la ciencia de la naturaleza, pero no la del espíritu; el Quijote no encierra ni esconde verdades químicas, astronómicas o matemáticas; pero las contiene políticas, sociales, morales y psicológicas. El Quijote es un símbolo, un hieroglífico, y el Sr. Benjumea está persuadido de que le va a descubrir o de que ya le ha descubierto. Vea el benévolo lector si no es esto volver a las andadas, y si no tendremos razón para maravillarnos y pasmarnos de que haya permanecido oculto ese tesoro y de que lo esté aún, sin que nadie sospeche cómo es, hasta que el Sr. Benjumea, lo acabe de escudriñar, desentrañar y sacar a la luz del día.

Después de tanto hablar, o mejor dicho, después de   -179-   tanto escribir, volvemos, por consiguiente, al mismo punto de donde partimos. El Sr. Benjumea sostiene que hay una doctrina esotérica en el Quijote y que esta doctrina está revestida de un símbolo; que todo en el Quijote es simbólico, y que él va a explicárnoslo todo. Nosotros persistimos en creer y en afirmar que no hay tal simbolismo, que en el Quijote todo es claro, y que las filosofías que el Sr. Benjumea piensa hallar en el Quijote, son sus propias filosofías, las cuales, si son buenas, como del original, sano y sutil entendimiento del Sr. Benjumea ha de esperarse, poco importa que el Sr. Benjumea las atribuya a Cervantes, con plausible modestia y fina y enamorada voluntad.

Pero como ya hemos entrado en esta polémica, no nos parece bien retirarnos de ella, sino proseguirla, dando ocasión al Sr. Benjumea para que luzca el mucho talento que tiene, y provocándole y excitándole para que siga honrando con sus castizos y discretos artículos las columnas de nuestro periódico.

Con este propósito, y con el de poner en claro igualmente, en cuanto sea compatible con la debilidad de nuestras fuerzas y la priesa con que escribimos esta cuestión magna del simbolismo de los poemas en general, y en particular del Quijote, proseguiremos en la réplica mañana o pasado, ya que el asunto es tan extenso y tan interesante, que merece más de un artículo y aún libros enteros.



  -180-  
II

Empezaremos este artículo asegurando al Sr. Benjumea que no tiene razón para echarnos en cara la falta de formalidad con que estamos sosteniendo con él esta polémica. El Sr. Benjumea debe persuadirse de que no hay la menor ironía en los elogios que le hemos dado, ni la menor acritud en nuestra censura. Sus Comentarios filosóficos sobre el Quijote nos podrán parecer falsos; pero nunca nos parecerán dignos de risa; antes bien los consideraremos como un esfuerzo de imaginación, y si son tan discretos y sutiles como presumimos, los pondremos sobre nuestra cabeza en señal de respeto y estimación profunda. Lo que nunca podremos hacer, por bien escritos que estén los Comentarios, es persuadirnos de esa doctrina esotérica que encierra el Quijote, y que nadie ha descubierto hasta ahora. Esto repugna, tal como lo entendemos, y tal como tenemos derecho a entenderlo por las explicaciones mismas que da el Sr. Benjumea, no ya sólo a nuestras ideas particulares sobre el admirable libro de que hablamos, sino también a todas nuestras ideas generales sobre la filosofía de lo bello. Para nosotros, y vea el Sr. Benjumea si tratamos este negocio con seriedad, el ser ciertos sus Comentarios implica, sobre una opinión nueva acerca del Quijote, un cambio radical en todas nuestras doctrinas estéticas. No extrañe, pues, que disputemos y no queramos convenir con él.

No es terquedad ni vanidad lo que nos mueve a la   -181-   disputa. Damos de barato que Rios, Clemencin y Navarrete son unos topos, y que nosotros lo somos más aún. Nosotros, puestos ya sobre la pista por el Sr. Benjumea; nosotros, que somos apasionadísimos del Quijote, y que le habremos leído treinta o cuarenta veces, calculando por lo corto, le leemos y le releemos y le volvemos a leer nuevamente, y, por más que indagamos, escudriñamos y rastreamos, no acertamos a encontrar ese simbolismo de que nos habla, y menos aún a explicar su misterioso sentido. Se nos ocurre exclamar con Sancho, cuando su amo le describía tan a lo vivo los dos ejércitos que iban a entrar en batalla, y que él no lograba ver por más que se esforzaba y despabilaba los ojos: señor; encomiendo al diablo, hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto: a lo menos yo no los veo; quizás todo debe de ser encantamento, como los fantasmas de anoche. Lo propio exactamente nos acontece a nosotros con las ocultas filosofías que el Sr. Benjumea descubre y que no logramos descubrir. Pero no es esto lo más extraordinario. Nosotros pudiéramos ser personas de cortísimos alcances, y no ver lo que hay por torpeza y no porque no lo haya. Lo extraordinario es que los mayores sabios y filósofos que a la crítica, examen y estudio de las obras de arte se han dedicado, no han conseguido ver más que nosotros. Para todos queda cerrado el Quijote tal como le entiende el Sr. Benjumea. Para todos, lo mismo que para nosotros, es el Quijote el libro de los siete sellos. Todos, por último, ven sólo en el Quijote una chistosísima sátira, un libro de entretenimiento,   -182-   una epopeya burlesca, que no tiene finalidad.

Federico Schlegel, tan admirador de nuestra literatura, que pone a nuestro teatro por cima de todos los del mundo, que coloca a Calderón sobre Shakespeare, y que considera la obra de Cervantes como una de las más estupendas y sublimes que han nacido del ingenio humano, no ve ese simbolismo, ni esos arcanos que ve el Sr. Benjumea. Para Federico Schlegel, la superioridad consiste, así como para nosotros, en que siendo el Quijote una viva y exacta representación de la vida real, sin lo vago e indeterminado de algunas epopeyas, sino con toda la determinación, precisión y claridad del grande épico de Grecia, carece también de la realidad prosaica de las novelas posteriores, así porque la vida real del tiempo en que vivió Cervantes tenía mucho de poético, como por el idealismo que él supo poner en su obra, y que sacó del escondido tesoro poético de su alma.

El famoso Gioberti aclara mejor nuestra idea sobre el Quijote. «El poema épico, dice, ha de tener un propósito, un fin objetivo, cuando es serio, y tira por medio de los afectos y de la idea a deleitar la imaginación. El poema épico será en tal caso una representación más o menos íntegra del tipo cósmico, y expresará el movimiento cíclico, por donde los casos humanos son por la Providencia y por los hombres a un solo objeto traídos: porque repugna que las cosas sucedan por casualidad o por una fatalidad ciega, como sería, si considerándolas en su conjunto, no se percibiese que iban ordenadas a un término, y por él reducidas   -183-   a unidad de acción. Pero lo contrario acaece cuando la fábula poética no es seria, y tiene por única intención un sentimiento subjetivo, cual es la ridículo, lo cual, por su naturaleza, excluye toda finalidad real de parte de los objetos, puesto que la risa proviene de una contraposición desarmónica entre los medios y el fin. La forma épica más ilustre de esta especie de poesía es el Quijote de Cervantes; trabajo de perfección tan exquisita y pasmosa, que cualquiera alabanza que se le diere jamás sobrepujará su mérito efectivo. Pero mientras más se nota en el Quijote, la carencia de objetiva finalidad, más claro se ve el propósito del autor, que no pudo ser otro sino el de mostrar que el orden e institución de la caballería a nada conduce; haciendo resaltar su nulidad por medio de lo que llamamos ahora una caricatura.

El misterio de la hermosura y grandeza de la creación de Cervantes, está, pues, para Gioberti (que le coloca entre los genios creadores nacidos en la moderna Europa, esto es, en Italia, en España, en Alemania y en Inglaterra, porque según Gioberti, Francia y las otras naciones no han producido genios por el estilo) en haber formado su composición de una manera sencillísima y algo parecida a la del Ariosto a quien le compara. Cervantes, así como el Ariosto, al poner en claro el vicio principal de la caballería, esto es, la desproporción entre la pompa y el rumor del aparato y de las pretensiones con la pequeñez y vanidad de los resultados, halla una fuente copiosísima de ridículo, y al propio tiempo, ocasión de reproducir la individualidad   -184-   heroica, libre de toda norma extrínseca; sus fueros, sus brios, sus pragmáticas, su voluntad. Cervantes, así como Ariosto, funden estos dos elementos contrarios en un objeto único, y forman el tipo caballeresco; ridículo, porque carece de su condigno fin; hermoso y noble y lleno de atractivos, porque hay en él fuerza y virtud, y porque está exento y como desligado de la prosaica realidad de la vida de hoy.

Pero Cervantes (aunque en esto no se atreva por amor patrio a convenir con nosotros Gioberti) está por cima del Ariosto, porque si bien desliga a Don Quijote, en espíritu, de esa prosaica realidad, le pone materialmente en contacto y en abierta lucha con ella; de donde procede un orden portentoso de bellezas poéticas, que falta en el Orlando. Harto conoció y aun declaró esta supremacía el más eminente filósofo y crítico de la edad presente, el ilustre Hegel. Para Hegel, después de los poemas de Homero, no ha habido en ninguna literatura nada más seriamente épico, esto es, más real y más ideal a la vez que el Romancero del Cid; nada más cómicamente épico que el Quijote. Hegel se expresa de este modo al hablar del Ariosto y de Cervantes, a quienes también compara. «El progreso llevó al espíritu humano a burlarse de cuanto hay de arbitrario en las aventuras de la edad media, de fantástico y exagerado en la caballería, y de falso en la independencia y aislamiento de sus héroes. En medio de un mundo que abundaba ya en objetos de grande interés, o general o nacional, sólo podían ponerse en escena aquellas cosas por el lado cómico, si bien era   -185-   representado con cierta predilección lo que hay en ellas de verdadero y grave». Esta cierta predilección está en Cervantes más marcada, y por esto y por otras razones, apellida Hegel a Cervantes autor más profundo que el Ariosto. «En su tiempo, añade, la caballería había pasado, y sólo podía entrar en la prosa real y en la actualidad de la vida como imaginación aislada y como locura fantástica. Sin embargo, por su lado noble y grande, la caballería se levanta aún por cima del sentido común, vulgar y rastrero, y por cima de la limitada tontería del espíritu positivo y práctico, cuyos defectos zahiere y burla el poeta con tanta originalidad y con tanta gracia».

No es posible apreciar más el Quijote de lo que le aprecian los tres autores que hemos citado. Las razones que tienen para apreciarlo, están expuestas con el saber propio de Schlegel, de Gioberti y de Hegel; pero ninguno de los tres va más allá ni columbra más que nosotros. Cada uno de estos tres autores sigue una filosofía diversa; pero los tres convienen en admirarse del Quijote, sin ver en él más que una obra de imaginación, una epopeya cómica, un libro de entretenimiento. ¿Se habrán equivocado los tres y tendrá razón el Sr. Benjumea? ¿Habrá alguna enseñanza escondida en los antiguos libros y poemas caballerescos? ¿Tendrá alguna recóndita significación la misma caballería? Lo que es nuestros autores dicen todos ellos lo contrario. Veamos a Pictet. El mundo caballeresco, dice, con sus tradiciones, sus leyes, sus costumbres, sus sentimientos y su moral, llegó a ser un poder verdadero; mas   -186-   había en él una vida facticia, y cuando vino la reacción, todo este mundo fantástico se desvaneció como un ensueño. Así como una ligera pompa de jabón brilla en el momento de estallar con colores más vivos, así la epopeya caballeresca, al terminar su vida, despidió sus más admirables resplandores, en el poema del Ariosto, cuya ironía burlona produjo el efecto de un poderoso disolvente, y en la epopeya en prosa, tan fantástica como real, tan llena de sentido común como de poesía, por medio de la cual cerró definitivamente Cervantes el mundo imaginario de la caballería. Mas aunque no debiéramos a la caballería sino el Orlando y el Quijote, obras maestras ambas de un arte perfectísimo, su lugar estaría siempre muy alto en la historia de la poesía humana».

Ya ve el Sr. Benjumea cómo también Pictet nos da la razón. Si no temiéramos fatigarle y fatigar a los lectores, seguiríamos citando autoridades, concordes todas; pues aunque la razón, no las autoridades, es la que vale, el Sr. Benjumea nos ha provocado a citarlas, suponiendo que Cervantes, bajo la apariencia de la mitología o material simbólico caballeresco, enseñó, no sólo moral y otras cosas en su tiempo sabidas, sino verdades grandes, que, o no se sabían por lo común, o no podían ponerse de manifiesto en su tiempo, y que negar esto es disputar con la historia, con la crítica y con el espíritu de ahora. Pero Regel, Pictet, Gioberti y muchos otros autores, tienen el espíritu de ahora, y no vemos que estén de acuerdo con el Sr. Benjumea. Todos ellos, como nosotros, se han salido del templo antes   -187-   de que venga el hierofante a declarar el significado del ritual. Todos ellos han creído entender el Quijote, y no han logrado entenderle. Sin duda, que tuvo razón el que dijo, que no todos los que llevaban el tirso estaban inspirados por el dios.

Llama el Sr. Benjumea error notable a la opinión que hemos expuesto de que podrá desencantar el Quijote, queriéndole explicar; pero ya le hemos dicho en qué sentido hablamos de este desencanto. El Quijote se desencantará, no en sí, sino en la mente del que le entienda como una alegoría. ¿Qué vida, que animación tendrá para esto el Quijote?

Nosotros no negamos que el Quijote tenga su moral; pero la moral del Quijote, esto es, los pensamientos y sentimientos morales de Cervantes, puestos con su alma en el Quijote, no son el fin de este poema. El Quijote no es a manera de una fábula o de otra cualquiera obra didáctica, las cuales estaban llenas de poesía espontánea en el principio de las sociedades, cuando el espíritu poético dominaba en todo y aún no había cedido al prosaico gran parte de su imperio. Lo que es en nuestros días, y aún en la edad de Cervantes, lo didáctico de la poesía tiene que ser pueril o artificial al menos. La verdadera espontaneidad y frescura de la poesía didáctica sólo se halla en los tiempos primitivos; en los libros sagrados del Oriente, en el Hitopadesa, en Hesíodo, en Esopo y en los poetas gnómicos griegos, cuyas obras son Anteriores a la filosofía o sincrónicas con su nacimiento, como los versos áureos de Pitágoras.

  -188-  

Quien está en un error es el Sr. Benjumea el sostener que creíamos que el Quijote era un libro excelente, porque así lo han dicho infinitas autoridades literarias como artículo de fe; pero que ignorábamos la razón facultativa de la bondad y excelencia del Quijote, hasta que ha venido él a descubrirla. «Si algunas bellezas, añade, se notaban y conocían eran las de dicción». Pero, ¿qué autores ha leído el Sr. Benjumea que sólo se admiran de las bellezas de dicción en el Quijote y que no saben dar otra razón de su mérito? Los que nosotros hemos leído obran de muy diverso modo, si bien no han llegado a sospechar nada del simbolismo y de la doctrina esotérica. Los que nosotros hemos leído se admiran del Quijote por cuanto aquí queda dicho al citar a Hegel, a Gioberti y a otros autores; por la buena disposición de la fábula, su discreto enlace y su amenidad y variedad; por la creación y traza admirable de todos los caracteres; y por otras doscientas mil calidades, que sería prolijo enumerar, y que nada tienen que hacer con lo esotérico y con lo simbólico.

Asegura también el Sr. Benjumea que si nos agrada ahora el Quijote como ciento, sin saber lo que significa, ya nos agradará como mil y hasta como cien mil, cuando él nos explique su significado. El Sr. Benjumea confunde la utilidad con la hermosura, y no quiere hacerse cargo de que el admirador de la hermosura prescinde de su fin, o le halla en ella misma, pues le tiene en dejarse ver y en ser hermosa. ¿Qué enseña la música? ¿Qué enseña una estatua? Nada; no enseña nada.

  -189-  

Pues bien; imaginemos que una estatua, la Venus del Capitolio por ejemplo, se anima de repente, y mueve la boca y los ojos, y ve y habla: ¿Comprenderemos mejor su hermosura porque venga un fisiólogo y nos explique cómo habla y cómo ve? Si el Sr. Benjumea tuviese una novia o enamorada, con una boca lindísima, ¿estimaría en más los rubíes o corales de sus labios y las dos hileras de perlas orientales que no a otra cosa serían dignos de compararse sus blanquísimos dientes, porque viniese un fisiólogo y le explicase el fenómeno de la nutrición, que es uno de los misterios de la boca, ya que por ella se tragan y en ella se trituran y mastican los alimentos? Nosotros creemos que el Sr. Benjumea no estimaría en más la boca de su novia, después de la indicada explicación; y de la misma suerte creemos que no hemos de estimar en más el Quijote por él explicado y comentado.

Mas el no creer que el Quijote necesite de explicación, salvo la histórica, y el tener por cierto que toda otra explicación es inútil, si no nociva a su hermosura poética, en cuanto sentida por el que recibe y aprueba la explicación, no quita que esperemos y deseemos que el Sr. Benjumea dé a luz su anunciado comentario. Antes le ansiamos, porque ha de ser muy divertido, instructivo y curioso, y ha de contener, según nos lo prometemos del claro entendimiento del Sr. Benjumea, unas filosofías discretas y propias suyas, ya que no de Cervantes, en cuyo libro persistimos en creer que no hay más que lo que hemos visto todos, y no eso, que,   -190-   si el Sr. Benjumea no lo toma a mal, censurándonos por lo pedestre y algo bromista de la expresión, podemos llamar gato encerrado.

Lo dicho es cuanto por ahora tenemos que decir sobre tan importante asunto.








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