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No sólo pues la realidad es totalmente distinta de como aparece ilusoriamente al personaje, sino que incluso las interrelaciones establecidas aparecen mudables y falaces en el multiplicarse sucesivo de las burlas. Cada personaje acaba siendo burlado por todos los demás. A Tancredo, por ejemplo, lo engañan al mismo tiempo Gerardo, que piensa que ignora la afrenta; Lucrecia, que él estima mujer fiel; Carlino, que se le aparece como consejero amistoso; Tisberto, que está intentando deshonrarle; y Casilda, que simula otorgarle sus favores para sacarle dinero y facilitar las trampas de Carlino. A Enrico a su vez lo burlan Gerardo, Carlino, Casilda, etc.

 

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Relaciónese la oposición antes / a lo moderno presente en estos versos con la contraposición cronológica señalada en la escena 1.ª del I acto (vv. 1, 7) confirmada, para sancionar la transformación ideológica del personaje, por las sucesivas referencias al hoy de los vv. 95, 165, 171.

 

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La intensidad de la negación doble sin, jamás que el indeterminado cronológico y aun más acentúa, justifica, aun en la brevedad de la afirmación, la elección de una solución cruenta que lave el agravio.

 

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Baste pensar, junto a los más conocidos ejemplos de defensa coral e individual de la honra (Fuenteovejuna, Peribáñez y el comendador de Ocaña, etc.) en la comedia Los comendadores de Córdoba, en la que el protagonista mata no sólo a su mujer, a quien sorprende con su amante, sino incluso a criadas, escuderos y hasta animales que, al vivir en la misma casa, se consideran indirectamente cómplices del agravio sufrido. Considerado el duelo como instrumento fundamental para borrar la afrenta («Tomó don Jorge su espada, / pero Dios [...] / hizo que de una estocada / cayese su infamia en tierra,/ y que volviese mi honra / a estar sobre las estrellas»), la «sacralidad» de la honra se confirma, con la aceptación de una venganza que sobrepasa toda medida humana, como valor absoluto, deber inderrogable y casi expresión de la misma voluntad divina. Y como última y suprema confirmación de la legitimidad de la acción cumplida, se añade para don Fernando la sanción de la autoridad del rey, el cual, ante la confesión del plúrimo homicidio, le juzga digno no de castigo, sino más bien de recompensa y agradecimiento: «Sois, don Fernando, tan dino / de premio por tal venganza, / que hasta un Rey parte le alcanza / del honor que a vos os vino» (Lope de Vega, Los comendadores de Córdoba, en Obras, Madrid, Atlas, 1968, BAE, XXIV, p. 60ab).

 

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Los cien escudos que el joven le entrega como retribución pactada por el adulterio son en realidad los mismos que poco antes ha pedido prestados a Tancredo. De esta manera, Lucrecia, mientras cree que está llevando a cabo su venganza para con su marido, en realidad cae ella misma en una burla. La fuente de este episodio se encuentra, como indica Robert Jammes (Études sur l'oeuvre..., cit., p. 520), en el primer cuento de la jornada octava del Decamerón de Boccaccio.

 

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Una utilización análoga de la anáfora, asociada a la petición de las pruebas difíciles con las que el amante está dispuesto a enfrentarse, se encuentra en los vv. 2666-81 de Las firmezas de Isabela. Pero mientras la insistida peroración de Isabela corresponde a una sincera fidelidad, en el Doctor Carlino es evidente la contraposición irónica entre la disponibilidad expresada en el diálogo y la realidad efectiva de los sentimientos amorosos.

 

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Si en efecto después de su traición con Gerardo, Lucrecia había puntualizado casi como amparo de su reputación: «estimar puedes, Gerardo, / que del lecho que mal guardo / las primeras son tus huellas» (vv. 1275-77), ahora ofrece sus favores como premio a la petición de venganza: «[...] ofrezco a tu esperanza / lo que ha tanto que te niego, / si de tu espada mi ruego / impetra cierta venganza» (vv. 1514-17).

 

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Cf. «TANCREDO. [...] / Tisberto, sobrino mío, / por suya mi honra precia», vv. 1494-95.

 

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La definición que hace Carlino (vv. 301-3) reitera, sintetizándolo, lo que había afirmado ya Gerardo en los precedentes vv. 43-45, 54-55: «el nido [...] / de la bella Fénix mía, / del ídolo que adoraba, / del alma con que vivía», «el armiño, cuya nieve / era el calor de su abrigo».

 

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Véase, por ejemplo, en la escena 3.ª del I acto la utilización de imprecaciones y dobles sentidos; el hecho de pedir un coche y un escudero como atestación de un nivel social acomodado; o aún más en las escenas 4.ª y 6.ª las falsas promesas de amor y las citas otorgadas para la noche a Tancredo y Enrico.

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