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- XIX -

El sermón del padre Anselmo se comentó y se interpretó por todo el lugar en perjuicio de ambas Juanas. Nadie sacó la cara por ellas, salvo el maestro de la escuela, aquella noche, en la Casilla.

La Casilla era y es todavía en algunos lugares el Casino y el Ateneo primitivos y castizos.

Por lo general, y así sucedía en Villalegre, la Casilla estaba en una sala relativamente cómoda y espaciosa, detrás de la botica. Allí se leían los periódicos, se fumaba, se charlaba y se jugaba a la malilla, al tresillo, al truquiflor y al tute, y tal vez al ajedrez, al dominó y a las damas.

D. Policarpo, el boticario de Villalegre, hacía muy bien los honores del establecimiento, en donde concurrían casi todos los personajes del lugar, a despecho de las mujeres, que eran devotas y que abominaban del boticario, porque, lejos de estar en olor de santidad, alcanzaba la poco envidiable fama de descreído y materialista. Siempre había permanecido soltero; tenía   -120-   una lengua como un hacha, con la que destrozaba las reputaciones; y en su maligno rostro, en sus ojos vivarachos y algo bizcos, en su nariz aguileña y en su boca sumida y burlona, se revelaba cierta diabólica y punzante travesura.

En el pueblo se referían estupendas singularidades sobre sus doctrinas y facultades científicas, sosteniendo muchos que no todo lo que él hacía y decía era natural, sino en gran parte por inspiración y con auxilio del demonio; por lo cual, al hablar de sí propio, declaraba él que, si hubiese Inquisición aún, ya no viviría, porque le hubieran quemado vivo. Era dogma suyo que todas las cosas son lo mismo y que la diferencia de ellas es más aparente que real y más somera que profunda. Produce la diferencia de las cosas una fuerza que vive y se agita en ellas, ocultando la raíz de su ser, y que, según sus varios efectos y operaciones, ya se llama calor, ya luz, ya electricidad, ya magnetismo; de donde trasformaciones y mudanzas y vida y muerte. Esta fuerza era el Dios de D. Policarpo. Por él se jactaba de estar poseído y de ser energúmeno.

Para hacer milagros por su medio y en su nombre, no tenía D. Policarpo vara de virtudes; pero, en cambio, tenía una recia, puntiaguda y larguísima uña en el dedo meñique de la mano derecha, la cual uña le servía de ordinario como mondadientes. Las damas se llenaban de terror cuando la veían como si viesen la de Satanás en persona. Se decía que el boticario, ya magnetizaba, adormecía y sujetaba a su voluntad a las   -121-   gentes, despidiendo por dicha uña fluido magnético, ya se electrizaba todo, restregando con rapidez sus pies contra una piel de lobo, y lanzaba por dicha uña un chorro o penacho de chispas azuladas y luminosas. Y no faltaba quien añadiese, jurando haberlo visto, que sólo con acercar la uña, cuando estaba él bien cargado y saturado de electricidad, encendía un candil o disparaba un cañoncito muy cuco que usaba para esta experiencia.

Yo no respondo de que hubiese o no algo de exagerado en tales afirmaciones; pero, como quiera que fuese, el boticario, aunque aborrecido de las damas, a lo que debía de contribuir su fealdad nada común, era persona divertida y hospitalaria.

El Imparcial, 9 de noviembre de 1895

Ninguna noche faltaban en la tertulia de su casa ocho o diez tertulianos. No iba el cura, por culpa de la impiedad con que allí se hablaba, pero iban el médico, dos o tres concejales, el propio señor alcalde, varios de los mayores contribuyentes y D. Pascual, el maestro de escuela.

D. Policarpo comentó el sermón de aquel día con maliciosa agudeza, sosteniendo irónicamente que el padre tenía razón.

-Sí, señores -dijo-; ya no hay bienes de la Iglesia que repartir. El reparto se ha hecho mal y entre pocas personas que se han enriquecido. La futura revolución tendrá, pues, por objeto apoderarse de otros bienes y repartirlos con mayor equidad entre todos los pobres.

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El maestro de escuela, que era liberal e individualista, respondió de este modo:

-No es exacto que la revolución haya despojado inicuamente de sus bienes a la Iglesia. Si se los ha expropiado, bien la indemniza. El Estado puede expropiar, indemnizando para utilidad pública. Sin embargo, aunque no hubiera tal indemnización, el caso no es idéntico. Ninguna asociación tiene por sí los derechos radicales e imprescriptibles de los individuos que la componen. El Estado es asociación suprema, a la cual están sometidas las otras, sin que puedan existir en contra suya. Y si el Estado es árbitro de la vida de ellas, ¿cómo no ha de serlo de lo que poseen? Lejos de caminar hacia el socialismo, yo creo que la civilización propende a extender y afirmar más cada día los derechos individuales. ¿Quién se atreverá a decir hoy, si no está loco rematado, que el gobierno o el rey, por respetado y poderoso que sea, es señor de vidas y haciendas?

-No nos venga usted con sofismas -interrumpió el boticario-. Si cada uno de los individuos que se asocian tiene singularmente derechos imprescriptibles, incluso el de asociarse, y si no hay rey ni roque que pueda despojar a nadie a su antojo de la hacienda y de la vida, ¿cómo se explica que no persista en la suma lo que preexistía aisladamente en cada uno de los sumandos?

Apuradillo se vio el maestro de escuela para impugnar el nuevo argumento del boticario;   -123-   pero le impugnó al fin con razones, si no juiciosas, agudas.

Por dicha, los que estaban allí presentes eran propietarios más o menos ricos, y varios de ellos habían comprado bienes de la Iglesia. Todos, por consiguiente, hallaron que D. Pascual discurría mejor que Solón y que Licurgo; se pusieron de su lado, dejaron al boticario solo y trataron de sofocar su voz y de aturdirle a fuerza de gritos.

D. Policarpo no se dejaba convencer ni intimidar fácilmente; pero todos se cansaron de chillar y se pusieron roncos, terminando por cansancio una disputa en que los extremos se habían tocado y en que la impiedad atea había estado de acuerdo con el más fervoroso catolicismo. Hubo un entreacto; un rato no corto de sosiego. Después recayó de nuevo la conversación sobre el sermón de aquel día, sobre el desenfrenado lujo de las mujeres y sobre las elegancias de Juanita la Larga.

En este punto, el maestro de escuela impugnó igualmente el sermón y defendió con más calor, ahínco y acierto a Juanita.

-Es -decía- una muchacha discreta, honrada y trabajadora. Dios la ha hecho hermosísima y casi estoy por decir que no sólo tiene derecho, sino que tiene el deber de acicalarse y de realzar y mostrar la hermosura que Dios le ha dado. Lo contrario sería ingratitud para con Dios y desdeñar lo que enseña la parábola de los cinco talentos. Y extraño mucho que ustedes que han estado conmigo defendiendo la propiedad individual   -124-   se vuelvan ahora contra mí y se pongan del lado de D. Policarpo para impugnar dicha propiedad. Pues qué, si Juanita tiene dinero, ¿por qué no ha de gastarle en cuanto se le antoje y vestirse como una reina? ¿Y qué le falta a ella para ser reina o para ser emperatriz?

Movido el boticario por su espíritu malicioso, e impulsados los demás por el odio y envidia de sus mujeres, respondían, si no con buen discurso, con desvergüenzas y con burlas a cuanto don Pascual alegaba.

Juana la Larga fue declarada una lagartona de primera fuerza; Juanita, una moza extraviada que estaba ya pervirtiendo y corrompiendo las buenas costumbres; y D. Paco, un viejo chifladísimo, a quien hija y madre ponían en ridículo e iban a chupar cuanto poseía.

En lo más recio de esta disputa, acertó a entrar en la botica el señor D. Paco, y antes de llegar a la trastienda, tuvo el disgusto de oír y de comprender los horrores que allí se propalaban.

Todos se callaron, porque cara a cara no querían ofenderle. La herida, con todo, estaba ya hecha. Se dio otro giro a la conversación. Se habló de cosas distintas. Y D. Paco halló lo más prudente no dar a entender que había oído y no traer de nuevo la conversación a tema para él tan enojoso.

A fin de disimular, trató de aparecer sereno y alegre; habló de las novedades políticas; se congratuló de que D. Andrés Rubio acabase de obtener   -125-   una gran cruz y fuese ya excelentísimo; y por último, echó unas cuantas manos de tute con el maestro de escuela.

Embromó al boticario diciéndole que no creía en la fuerza electrizadora de su uña; y el boticario, a fin de convencerle, le prometió que el día menos pensado, cuando estuviese él bien dispuesto, le llamaría, y haría delante de él la experiencia de encender el candil y de disparar el cañonazo.

D. Paco se había reportado, disimulando su pena y su enojo; pero no bien volvió a su casa, la pena le arrancó lágrimas y el enojo le hizo crispar los puños como si tuviese delante algún enemigo a quien dar de puñadas.

No podía, sin embargo, reñir con la población entera. Su hija era la más culpada, y él la había sufrido.

Por más que cavilaba, no veía otro modo de vengarse, de castigar a su hija y de adquirir el derecho e imponerse el deber de defender a Juanita contra todos, que el de ofrecerle su mano y casarse con ella.

¡Ay de aquel que se atreviese entonces a decir nada ofensivo contra Juanita, aunque ella estrenase cada día otro vestido de seda!

Pensó bien en todo, interrogó su corazón, y su corazón le respondió que estaba perdidamente enamorado de la muchacha.

Entonces no se paró D. Paco en más reflexiones; fue a su bufete y escribió a la señora doña Juana Gutiérrez (suprimiendo el alias de la Larga)   -126-   una grave epístola pidiéndole en forma la mano de su hija.

Llamó en seguida al alguacil y pregonero, que le servía al mismo tiempo de criado y ayuda de cámara, y le encargó que, al día siguiente, y muy de mañana, llevase aquel pliego cerrado a Juana la Larga y se le entregase en mano propia.

Hecho esto, se acostó y durmió con alguna tranquilidad, como quien ha cumplido un deber, y con alguna satisfacción, como quien ha puesto una pica en Flandes.



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- XX -

Juana la Larga se llenó de júbilo cuando, a las siete de la mañana, recibió la carta y la deletreó con no poca fatiga, porque, si bien sabía leer, no leía de corrido y le estorbaba lo negro.

No era Juana muy reflexiva ni previsora y no pensó en las dificultades: sólo pensó en el triunfo que ella y su hija, en su sentir, habían alcanzado. Acudió, pues, a la sala baja, donde Juanita estaba cosiendo, y con el mayor alborozo le dio parte de lo que ocurría.

Como comentario, la madre no sabía sino exclamar:

-¡Qué victoria! Todas esas perras, cochinas, van a reventar cuando lo sepan.

-Pues oye, mamá -contestó Juanita con el mayor reposo-: yo no quiero que nadie reviente: lo mejor es que no lo sepa nadie.

-¿Qué quieres decir con eso, muchacha?

-Lo que quiero decir es que nosotros, tú, él y yo, seríamos los reventados si hiciésemos tal   -128-   desatino. No lo sufriría doña Inés; y el cura y el cacique, la Iglesia y el Estado, lo temporal y lo eterno, caerían sobre nosotros y nos aplastarían. Nos echarían del lugar a patadas. Y ¿quién sabe si en otro lugar lograríamos y cuánto tiempo tardaríamos en lograr, tú la reputación y clientela que aquí tienes, yo tanta costura, y D. Paco el poder que aquí alcanza y su mangoneo provechoso, debido en mucha parte a su capacidad, pero no menos aún a la sombra y al apoyo de don Andrés, con quien priva.

-¿Y de dónde sacas tú esos agüeros tan angustiosos?

-No es menester ser profeta ni adivino para sacarlos. Y además, ni yo estoy enamorada de D. Paco, ni él quizás está enamorado de mí. ¿Para qué el casorio? ¿Qué vamos ganando en ello? ¿No comprendes que si me pide es por un extremo de delicadeza? Yo se lo agradezco; me lisonjea mucho la prueba de aprecio que me da; pero no paso de agradecida y de lisonjeada. Porque ha venido a casa de tertulia, y porque me ha regalado el traje y porque las malas lenguas murmuran, piensa él remediar el mal casándose conmigo. Pues entonces la misma razón hay para que contigo se case, porque también de él y de ti dijeron, o para que me case yo con el hijo del herrador, ya que más y peor han hablado de mis relaciones con él que de mis relaciones con D. Paco. Nada, mamá, todo eso es una tontería, o una prueba, si quieres, de que el bueno de don Paco es un caballero muy cabal, aunque no tenga   -129-   los leones, los pajarracos y los otros chirimbolos que tiene su yerno en el escudo.

-Y si tú, hija mía, reconoces y confiesas que D. Paco es todo un caballero, ¿por qué no le tomas por marido?

-Porque no quiero casarme por cálculo; porque, aunque quisiese casarme por cálculo, este cálculo de ahora estaría muy mal hecho, y sobre todo, porque yo por nada del mundo he de aprovecharme de la caballerosidad generosa de ese hombre para cogerle la palabra y satisfacer mi vanidad y mi ambición, ya que amor no le tengo. Su trato me deleita; celebro su discreción; le oigo hablar con gusto; pero desde esto a desear ser suya y a casarme con él hay todavía mucha distancia. No quiero salvarla de un brinco. Aquí, para entre nosotras, algunas veces he sentido inclinación a ir por esa senda, a andar ese camino, y sabe Dios si le hubiera andado sin estos tropezones que ha habido; pero, en fin, aún no le he andado.

-¡Ay, niña, con qué tiquis miquis y sutilezas te me descuelgas! ¡Cómo se conoce el saber de que D. Pascual te ha atiborrado la mollera! Si parece cuanto dices tomado de esos libros que D. Pascual te da a leer. Pero, en fin, ¿qué contestamos a la carta de D. Paco? Yo haré lo que tú desees porque el asunto más importa a ti que a mí y porque tú sabes más que Lepe.

El Imparcial, 12 de noviembre de 1895

-Pues qué hemos de contestar sino darle las gracias y decirle que nones.

-¿Y a quién le toca escribir eso? Creo que   -130-   debo escribirlo yo... y dorar la píldora. Yo no lograré poner el oro con mi pluma. Tú le pondrás. Tú irás diciendo y yo iré escribiendo, aunque hago letras que parecen garrapatos. ¡Ay!, y más en el día, porque mi escribir ha caído en desuso. Desde que murió tu padre en la guerra contra los carlistas, yo no escribo sino las cuentas.

-Con buena o con mala letra, es menester que usted escriba la carta: yo se la iré dictando.

-Hoy todavía no. ¿Es acaso puñalada de pícaro? ¿Quién nos corre? Antes de dar un paso tan importante conviene que lo medites y consultes con la almohada. No es mucho veinticuatro horas de término. Hoy no escribo. Mañana, si te aferras en la opinión que ahora tienes, escribiré, aunque me pese, lo que tú me digas.

Juanita estaba segura de que no había de variar su resolución por mucho que lo meditase. Tuvo, no obstante, que ceder a los ruegos de Juana y aguardó hasta el día siguiente, en el cual, dividiéndose el trabajo, según queda dicho, fabricaron entre ambas la carta que, por su trascendencia e influjo en los ulteriores sucesos de esta sencilla y verdadera historia, hemos de consignar aquí.

La carta decía como sigue:

«Sr. D. Paco: Muy ufanas estamos mi hija y yo de la honra que usted nos hace en la carta que acabo de recibir. Se lo agradecemos con toda el alma. La niña le quiere a usted mucho y le estima más; pero declara que no puede ni debe aceptar lo que usted propone. Cree ella que fue   -131-   una imprudencia de su parte el ir al sermón vestida como una princesa, para azuzar más en contra suya a la gente que ya deseaba morderla. Todo el lugar está ahora sublevado. Mal remedio sería la boda. Aumentaría la sublevación y el motín. Su hija de usted se pondría a la cabeza. Nosotros no podríamos resistir. Los tres tendríamos que irnos con la música a otra parte. En fin, D. Paco, Juanita sostiene que sería la boda una locura. Dice, por último, que ella no manda en su corazón; que la diferencia de edad es grande entre ustedes y que no quiere a usted de amor, aunque le profesa la amistad más fina. Sería, pues, muy feo, de parte de ella, abusar de la generosidad de usted para satisfacer su ambición o su vanidad casándose por cálculo, y también sería muy tonto porque el cálculo estaría mal hecho. Lo mejor y lo más discreto es que ustedes no se casen y que nadie sepa que ha dado usted este paso. Doña Inés nos odiaría si aceptásemos la proposición de usted; pero también nos odiará y nos declarará más la guerra si averigua que no aceptamos, apareciendo como que desdeñamos a su padre con infundada soberbia. Importa, pues, ocultar todo esto. Ahí devuelvo a usted su carta. Rásguela y rasgue la mía, a fin de que no quede prueba escrita de lo ocurrido; y conserve usted en su memoria grato recuerdo de nosotras. Crea en nuestra profunda gratitud y mande a su afectísima amiga y constante servidora, q. b. s. m.,

JUANA GUTIÉRREZ.



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- XXI -

Don Paco se sintió lastimado y encantado a la vez con la lectura de la carta, que calificó de muy discreta y que miró como dictada por Juanita.

Si ella le hubiera aceptado por marido, el contento de D. Paco hubiera sido grande, pero menor su estimación del valer de Juanita que él que era entonces al recibir las calabazas. Acaso una vaga sospecha de que Juanita aprovechaba la ocasión, hubiera aguado el contento de ver que ella le aceptaba. Si en extremo le dolía que ella declarase que no le amaba, no podía menos de aplaudir la lealtad de la declaración. D. Paco estaba conforme en lo tocante al aprecio de las circunstancias que se oponían a la boda, y que la hacían aparecer a toda juiciosa previsión como fuente de disgustos y de males.

De aquí que sus sentimientos al leer la carta fuesen de dolor y de mortificación de amor propio   -133-   por el desamor de Juanita; de admiración y aplauso por la prudente conducta de la muchacha, y de mayor cariño hacia ella, así por la noble franqueza con que exponía las causas que justificaban su desdén, como por las amistosas dulzuras con que procuraba suavizarle.

Conoció también D. Paco que importaba mucho que su petición y la subsiguiente repulsa no llegaran a saberse, y, aunque no tuvo valor para rasgar o quemar lo que él escribió y la contestación de Juana, guardó ambos documentos en el más secreto escondite de su escritorio.

Trató, además, de hacerse superior a su pena y de ver si olvidaba a Juanita, o al menos si seguía queriéndola con calma y con cierta tibieza, a fin de esperar sin impacientarse que Dios mejorase las horas, ya que la esperanza es lo último que se pierde en esta vida.

Y por lo pronto, o bien para, conseguir el olvido o bien para enfriar o entibiar su fervorosa pasión, resolvió no volver a poner los pies en casa de Juanita y evitar su encuentro en la iglesia, en las calles y en la plaza.

Juanita, entretanto, como era poco amiga de la soledad y gustaba mucho de la conversación de D. Paco, se afligía del aislamiento y deploraba el sacrificio que había tenido que hacer. Allá, en el fondo de su alma, cuando estaba a solas con su conciencia, y con el notabilísimo despejo y la serenidad imparcial con que ella lo miraba todo, hacía, repetidas veces, las sutiles reflexiones que trataremos de expresar aquí en el siguiente   -134-   soliloquio: -Me lo tengo bien merecido. He vivido hasta el día desgobernada y muy a tontas y a locas. Mi madre, Dios me perdone si la ofendo, tiene poco juicio, aunque bien puede ser que le pierda por el entrañable amor que me tiene. Lo cierto es que entre las dos hemos hecho una infinidad de tonterías. Justo es que las paguemos. No debo quejarme. En primer lugar, siendo yo una mocita casadera, y, si no ocupando cierta posición, aspirando a ocuparla, debí dejar de ir por agua a la fuente y a lavar al albercón. Debí darme más tono. Y ya que no me le di, aún fue mayor disparate el querer de repente transformarme en dama y eclipsar y aturdir y excitar la envidia y la rabia del señorío mujeril de este lugar. Todavía mi súbita transformación hubiera podido tener buen éxito si atino a ganarme antes la buena voluntad de la muy poderosa e ilustre señora doña Inés López de Roldán. Pero, lejos de eso, lo que hice fue provocar su enojo. Si el trato de D. Paco me agradaba y me divertía, jamás he pensado yo en casarme con él, y aquí viene bien que yo lamente otra locura mía, otra completísima falta de cautela en mi madre y en mí. ¿A qué fin recibir de tertulia todas las noches a D. Paco, solo a veces y a veces en compañía de Antoñuelo, lo que es casi peor? Lo hacíamos porque nos daba la real gana, sin atender a que somos pobres y a que la gana de los pobres no es real, sino súbdita que necesita someterse y hasta morir sin hallar satisfacción, a fin de no exponerse a muy crueles castigos. Nuestra   -135-   tertulia era muy inocente; bien puedo sostener que más inocente que la de doña Inés. ¿Cómo evitar, no obstante, que doña Inés supusiese y hasta creyese de buena fe mil abominaciones, excitada por esa chismosa de Crispina que todo lo huele y cuando no lo huele lo inventa? Ella sin duda le diría primero que Antoñuelo era mi amigo y D. Paco el de mamá, y después que yo me había apoderado de los dos, del uno para el gusto y del otro para el gasto, y que yo me estaba comiendo las mil chucherías que él me traía de regalo y hasta el exquisito y sin par chocolate que se fabrica en casa de ella. Comprendo lo furiosa que doña Inés se pondría y más aún al sospechar que D. Paco pudiera casarse conmigo: porque doña Inés quiere heredar o que hereden sus hijos los ahorros y las finquillas que D. Paco va reuniendo, para lo cual importa que D. Paco no se case, o bien que se case con una hidalga viuda que yo me sé y que le daría cierto lustre aristocrático, y de seguro no le daría hijos porque está ya pasada y huera y el caso de Abraham y de Sara no se repite.

Así, y si no en los términos de que me valgo, en términos muy parecidos, discurría Juanita a sus solas. Luego continuaba:

-Es indispensable que yo me enmiende y que ajuste mi conducta a la razón y a la conveniencia. Debo tener doble juicio: por mi madre y por mí. Y ya que (esto no puede negarse) soy cándida como la paloma, no está bien que me olvide de la otra mitad de la sentencia evangélica   -136-   que he oído decir tantas veces al padre Anselmo en sus sermones. Por lo tanto, en lo sucesivo me propongo ser astuta y prudente como la serpiente. La vida de zagalona rústica no hay que pensar en hacerla de nuevo. Dios me libre también de recaer en la mala tentación de presumir de princesa. Nada de volver con la cabeza al aire y con el cántaro por esos andurriales; y nada tampoco de ponerme el magnífico vestido de seda mientras no gane posición, autoridad y título duradero, suficiente y legítimo, para tamaña audacia. Ahora me conviene seguir por un justo término medio: salir poco de casa, coser y bordar mucho, e ir con frecuencia a la iglesia, a misa y a mis devociones, muy humilde, con vestidito de percal y cobijada con un mantón modesto y oscuro. Ya veremos si logro así borrar la mala impresión que necia o inocentemente he causado, y hasta llegar a adquirir reputación de santa.

Aquí no podía menos de sonreírse Juanita, a pesar de lo fastidiada que estaba, y luego proseguía:

El Imparcial, 12 de noviembre de 1895

-Cierto que yo no soy mala y que amo a Dios sobre todas las cosas y que me complazco en darle adoración y culto; pero también, ¡qué diantres!, ¿por qué no confesarlo?, también me amo y me doy culto a mí misma. Quizás será pecado, pero es un pecadillo tan natural, que casi no es pecado. Lo que debo hacer es que este segundo culto, para no escandalizar a nadie, no sea público, sino misterioso. En lo exterior he de parecer como una beata pobre; ¿mas por qué he de privarme   -137-   del placer de cuidar, de asear y de pulir con el mayor esmero este cuerpecito que Dios me ha dado? Sin que nadie lo sospeche he de cuidarle y he de lavarle como si fuera el de una infanta de España. ¡Qué horror, cielos santos! Si llegase a saberlo, por ejemplo, Julián el arriero. Yo le oí contar en la fuente mientras daba agua a sus mulos, y haciéndose cruces, la indignación que le causó, cuando servía en Córdoba a una marquesa, el averiguar, estando él en la cocina, que llevaban a dicha señora un enorme lebrillo y dos grandes jarros de agua a su cuarto. ¿Qué harías tú -le preguntó una chica- si tu mujer emplease también un lebrillo por el estilo? -Pues yo -contestó él- agarraría una vara y la pondría negra a varazos, por indecente y por mantesona. Necesario es que yo haga un misterio de mi limpieza, si no quiero que me excomulgue Julián y la mayoría de mis compatricios que discurren como él. Mas no por eso he de dejar de ser limpia. Además, quiero ser cuidadosa y muy regalada en mi ropa blanca interior. En los ratos de ocio, con mis ahorrillos y cuando no cosa para la calle, he de hacerme camisas finas y enaguas bordadas como no las use mejores una archiduquesa de Austria. Tapado todo ello con el mezquino traje exterior, me pareceré a la violeta, que escondida entre sus propias hojas y tal vez entre feos yerbajos, no deja conocer que existe como no sea al que tenga la nariz muy fina y por su delicado olor la descubra. Seré como aquel personaje de cierto romance,   -138-   que recita D. Pascual, el cual personaje vestía de peregrino y llevaba una esclavina


que non valía un reale;
debajo llevaba otra
que valía una ciudade.



Juanita, al citar estos versos y al aplicárselos, se olvidaba de sus melancolías y soltaba una carcajada.

-¿De qué te ríes, niña? -le dijo una vez su madre-. Pues no es cosa de risa lo que nos está sucediendo.

-Sí, mamá; es cosa de risa. Mejor es reír que rabiar. Cuando las cosas se toman a risa las penas que causan se mitigan o se consuelan.

Juanita no se contentó con pensar y con proponerse cuanto queda dicho, sino que lo cumplió todo con la mayor exactitud y perseverancia.

Pasaron muchos meses.

El cambio de Juanita empezó a notarse y a celebrarse entre las personas más devotas del lugar. El padre Anselmo, singularmente y sin poderlo remediar, a despecho de su humildad cristiana y del menosprecio de sí mismo, sintió un noble orgullo y se dio a entender que había hecho la más repentina y milagrosa conversión, deteniendo a aquella joven y simpática pecadora al borde del abismo en que iba ya a precipitarse.



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- XXII -

Su rehabilitación costó a Juanita largo tiempo y además no pocos sacrificios, trabajos y esfuerzos de voluntad.

Fue lo más duro para ella el tener que vivir, sobre todo al principio, en soledad completa.

Se aburría y a menudo recelaba que iba a enfermar de ictericia.

No podía ni quería retroceder y charlar de nuevo y reanudar amistades con las mozuelas que antes había tratado, las cuales, ofendidas ya, le darían acaso mil sofiones: ni menos podía intimar, aunque lo desease, con las hidalgas y con las hijas de los labradores ricos, que se preciaban de señoritas y que huirían de ella, así por la humilde posición de su madre, como por su ilegítimo nacimiento y por la mala fama que le habían dado en el lugar y que entre todos sus habitantes cundía.

Juanita tuvo que perder hasta la amistad y el trato de Antoñuelo. Y esto, no sólo para no seguir   -140-   dando pábulo a la maledicencia, sino también porque Antoñuelo estuvo muy tonto y ella se vio en la precisión de despedirle con cajas destempladas y para siempre.

Dos días después de haber predicado el padre Anselmo su famoso sermón, Antoñuelo volvió de sus correrías. Entonces no se hablaba en el lugar sino del escándalo que Juanita había dado y de la severa y merecida lección que del padre Anselmo había recibido.

En la plaza y a la sombra de algunos álamos que están en el altozano, cerca de la iglesia, y donde se reúne y platica la gente moza, varios amigos y conocidos embromaron pesadamente a Antoñuelo, por el papel desairado y ridículo que suponían que había hecho, reverenciando, sirviendo y adorando casi como deidad a una mozuela que le desdeñaba y que aceptaba, quién sabe hasta qué punto, los regalos y el amor de un rival dichoso.

Las relaciones entre Juanita y Antoñuelo tal vez parecerán inverosímiles a quien piense someramente en ello; pero yo creo que son más naturales y frecuentes de lo que se imagina.

Desde la infancia habían vivido en la mayor intimidad Antoñuelo y Juanita. Con cortísima diferencia tenían la misma edad, y podía asegurarse que se habían criado juntos. Él era zafio, mal educado, travieso y atrevido; tenía pocos alcances y una voluntad tan realenga que ni a su padre se sometía; pero en estos mismos defectos se fundaba la amistad de Juanita hacia él.   -141-   Juanita había adquirido y conservaba tal imperio sobre aquel muchacho, que lograba que la respetase, la temiese y la obedeciese como un perro a su amo.

A ella no le pasó jamás por la imaginación el querer a Antoñuelo como una mujer quiere a un hombre. Y él, como por una parte la tenía por un ser superior, y por otra parte sus instintos amorosos eran vulgarísimos, procuraba emplearlos y satisfacerlos en más fáciles objetos, y sin darse cuenta de ello, e ignorando su esencia y su nombre, consagraba a Juanita un afecto puro, ideal y platónico. Sentimientos tales, si bien se recapacita, no son extraños al alma de los más vulgares sujetos. Todos o casi todos los hombres tienen sed, tienen necesidad de venerar y de adorar algo. El espiritual, el sabio, el discreto, comprende con facilidad y adora a una entidad metafísica: a Dios, a la virtud o a la ciencia. Pero el rudo, que apenas sabe sino confusamente lo que es ciencia, lo que es virtud y lo que es Dios, consagra sin reflexionar ese afecto, en él casi instintivo, a un ídolo visible, corpóreo, de bulto.

Juanita era este ídolo para Antoñuelo. Juanita era también su oráculo. Él oía con religioso respeto sus advertencias y amonestaciones, y de buena fe se prometía y prometía al pronto tomarlas para pauta de su conducta. Siempre que Antoñuelo se hallaba en la presencia de Juanita se sentía avasallado por su influjo, deslumbrado por su superior inteligencia y ligado a la voluntad de ella. Por desgracia, no bien Antoñuelo se   -142-   hallaba ausente de Juanita, el influjo bienhechor desaparecía, y los instintos brutales y las malas pasiones acudían en tropel y desataban o rompían las ligaduras y arrojaban al olvido los buenos consejos y preceptos que Juanita había dado. Antoñuelo, lejos de la fascinación y del encanto que casi milagrosamente le habían conservado como ser racional, se convertía en un estúpido y en un perdido.

A pesar de la ineficacia por falta de duración, de su poder purificante sobre el alma de Antoñuelo, Juanita le quería, se interesaba por él y sentía halagado su orgullo al dominarle, aunque fuera momentáneamente.

Para dar una idea exacta de la inclinación de Juanita hacia aquel mozo, diré que se parecía a la que yo he visto que tienen ciertas grandes señoras, ya por un alano, ya por un mastín corpulento y poderoso, que hay en casa de ellas, que inspira terror a las visitas, que parece capaz de derribar a un hombre de un manotazo y de destrozarle de un mordisco, y que sin embargo se echa con la mayor humildad a las plantas de su ama, y siente inexplicable placer si ella con su blanca mano le toca la cabeza o con el pie le sacude o le pisa.

En la ocasión de que vamos hablando, las feroces burlas de sus camaradas habían trasformado a Antoñuelo; su domesticidad y su mansedumbre habían desaparecido; ya no era perro sino lobo.

Traía muy estudiado el discurso, si puede llamarse   -143-   discurso lo que iba a decir; y a fin de que no se le borrara de la memoria o se le enmarañara en el caletre, deseaba descargarse de él como quien suelta un peso y decirle sin preámbulos.

La ocasión se presentó propicia a su deseo.

Juana estaba en la cocina, y Antoñuelo halló sola a Juanita cosiendo en la sala.

Venía él con el entrecejo fruncido y con marcadas señales en toda la cara de muy terrible enojo.

Apenas se saludaron él y ella, Antoñuelo dijo:

-Vengo a quejarme de ti; a decirte que me has engañado. Por culpa tuya he estado haciendo el tonto, y no quiero hacerlo más.

-Pues, hijo mío -dijo ella riendo-; yo no sé cómo te las compondrás para no seguir haciendo el tonto. Lo que yo sé es que no tengo la culpa de que lo hayas sido hasta ahora, y menos sé aún en qué y cuándo te he engañado.

-Me has engañado fingiéndote santa, para que yo embaucado te adorase cuando no eres santa, sino una mala mujer. Por todo el lugar no se habla de otra cosa sino de tus relaciones con D. Paco, y de que te mantiene y te viste.

-¿Y has creído tú esas calumnias? ¿Y en vez de defenderme y de enfurecerte contra los calumniadores te enfureces contra mí?

Juanita dejó escapar irreflexivamente estas últimas frases. Luego se reprimió y procuró enmendarlas. Creía bruto a Antoñuelo, pero no le creía cobarde.

  -144-  

Si dejó de defenderla fue, no por cobardía, sino por maliciosa necedad que acepta lo malo como cierto. De todos modos, más valía así. Mucho hubiera contrariado a Juanita que por sacar la cara por ella hubiera reñido Antoñuelo, resultando tal vez de la riña heridas o mayores desgracias, que hubieran empeorado la situación.

Juanita añadió entonces:

-Bien pensado, hiciste bien en no defenderme. He sido imprudentísima. Los que no me conocen tienen algún fundamento para acusarme. Las apariencias me condenan. Yo me resigno y perdono a los que me acusan. Perdónalos tú también, pero no los creas. Tú que me conoces de toda la vida, tú que sabes con qué pureza de afecto, con qué ternura de hermana te he querido y te quiero aún, no debes, no puedes creer esas infamias; pues qué, ¿no comprendes que yo soy capaz de querer a D. Paco por el mismo estilo que a ti te quiero?

-Esa es grilla, esa es grilla -replicó Antoñuelo-. Tú con tus sutilezas y mentiras quieres volverme tarumba; pero no lo conseguirás. Te burlas de mí porque me crees bobo. No quiero callar. Aunque me pongas el dedo en la boca, te morderé y no me callaré. En adelante no quiero ser tu juguete. Quien te conozca que te compre. Me han abierto los ojos. Ya te conozco. Eres una tramoyana y una perdida. Y tu madre es peor que tú.

El Imparcial, 15 de noviembre de 1895

La última frase la decía Antoñuelo para desafiar   -145-   también la cólera de Juana, que entraba en la sala de vuelta de la cocina.

-¡Ay, niña, niña! -dijo Juana-. ¿Qué paciencia es la tuya? ¿Por qué aguantas los insultos de este animal de bellota, las coces de este mulo resabiado?

-Señora -replicó Antoñuelo-, mire usted lo que dice y no se desvergüence conmigo, si no quiere que me olvide yo de que es mujer y le ponga las peras a cuarto, o la emplume, como merece.

Al oír esto Juana, ya no contestó palabra, pero se precipitó sobre el que tan atrozmente la ofendía. Juanita se interpuso entre su madre y el mozo, a fin de evitar la lucha.

-Vete, vete al punto de esta casa y no vuelvas más en tu vida. Para mí has muerto. Quiero olvidar hasta el santo de tu nombre. No tengo que darte cuenta de mi conducta. Nada me importa ni me aflige el ruin concepto que formes de mí. Vete.

Y diciendo y haciendo, interpuesta siempre entre su madre y el mozo, recelosa de que se empeñasen en un combate tragi-cómico, fue empujando con suavidad a Antoñuelo hasta la puerta de la calle. Ella misma levantó el picaporte, abrió la puerta y echó de su casa al amigo de toda la vida. Al hacer esto, en el rostro de Juanita se mostraba más bien la tristeza que la cólera; y Antoñuelo, al mirarla tan digna, amainó en su furor, no persistió en sus improperios y se fue cabizbajo y silencioso.



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- XXIII -

Al disgusto de vivir aisladas ambas Juanas se añadía otro no menor y más positivo.

Al principio se difundió tanto la idea de que Juana había llevado su complacencia inmoral hasta ser tercera de su hija, que la llamaban menos para trabajar en las casas principales por el temor de que fuese ella la propia Celestina resucitada y tratara de pervertir a las Melibeas de dichas casas. No obstante, y como ya he dicho, aquella malísima situación se fue poco a poco suavizando. Además, eran tan notorios y tan irreemplazables el arte y la inspiración de Juana, para dirigir una matanza, para hacer arrope, piñonate, empanadas y tortas, y para preparar festines, que las personas de gusto y de medios desecharon los recelosos escrúpulos y poniéndoles el correctivo de estar a la mira y ojo avizor para que Juana no ejerciese sus presuntas artes proxenéticas, siguieron llamándola a trabajar en sus casas; y los ingresos y rentas de   -147-   Juana, que habían disminuido, volvieron a su estado normal aunque no se aumentaron.

El recogimiento y la austeridad de Juanita al fin surtieron efecto. La idea que el padre Anselmo concibió de que había logrado convertir a aquella pecadora incipiente y de atraer al aprisco a la ovejita descarriada antes de que cayese entre las uñas y la boca del lobo, fue adquiriendo resonancia y eco entre el vulgo. Juanita fue, pues, mirada, si no como paloma sin mancilla, como Magdalena arrepentida y penitente, no de la culpa, sino del conato.

Transcurrió más de un año antes de que Juanita, a fuerza de ingenio y de fatigas, lograse resultado tan brillante.

La rígida doña Inés era la más difícil de ablandar. No quería creer en la virtud de la muchacha, y sospechaba que era todo hipocresía.

Cuando llegaban a oídos de Juanita noticias de la terca incredulidad de doña Inés y de que la sospechaba de hipócrita, Juanita decía para sí: no es mal sastre quien conoce el paño; y sin arredrarse seguía por el camino que se había trazado.

Llegó en esto el invierno, y doña Inés quiso vestir a todos sus niños con buena ropa de abrigo. Juanita alcanzaba ya alta reputación de costurera. Todo lo que pudiesen hacer Serafina y otras del lugar era una chapucería cursi, si se comparaba con las confecciones de nuestra heroína, que estaba al corriente de las últimas modas de París, que recibía los figurines, y que, ajustándose a ellos, sin encadenar servilmente su   -148-   fantasía a una imitación minuciosa, ideaba, trazaba, cortaba y hacía trajes para las mujeres dignos de figurar en los salones de la corte y de ser descritos por Montecristo o por Asmodeo, y para los niños y niñas, no inferiores por su gracia y por su chic a aquellos con los que la prole de un milord opulento o de un banquero inglés se engalana.

Ruego al lector que me dé entero crédito y que no imagine que son ponderaciones andaluzas o que mis simpatías hacia Juanita me ciegan. Lo que digo es la verdad exacta, pura y no exagerada. Yo he estado en Villalegre; he visto algunos trajes hechos por Juanita, y me he quedado estupefacto. Y cuenta que yo tengo buen gusto. Todo el mundo lo sabe.

En fin, doña Inés se dio a pensar y a repensar en lo muy preciosos que estarían sus niños con los trajes que Juanita les hiciese; venció la repugnancia que sentía contra ella, la llamó a su casa y le encomendó trajes para todos, según la edad y sexo de cada uno.

Fue Juanita a4 casa de doña Inés tan pobre y modestamente vestida como si saliese de un beaterio, y tan modosita en el habla, en la voz y en los modales, que parecía, sin visos ni asomos de afectación, una criatura seráfica.

Esto, sin duda, hubo ya de entreabrirle o de ponerle entornadas las puertas del corazón de doña Inés, la cual sabía mucho y pensaría y diría en su interior:

-Si no lo finge, en verdad que es muy buena   -149-   esta muchacha; y si lo finge, sabe más que Cardona: es admirable su fingimiento.

Así doña Inés se predispuso ya favorablemente.

Su favor valía mucho, y doña Inés acertó a cobrársele por instinto. También hay su poco de gorronería en los grandes y poderosos de la tierra. Viene a propósito esta sentencia, porque doña Inés pagó el trabajo de Juanita en la tercera parte de lo que valía, aun en aquel lugar donde se trabaja barato, y pagó las otras dos terceras partes en el favor tan deseado y apetecido que empezó desde entonces a alcanzar la linda costurera.

Los niños, con los trajes hechos por Juanita, salieron tan bien vestidos el primero de Noviembre, día de todos los Santos, que daba gloria verlos, y la gente los admiraba y los seguía en la calle. La vanidad maternal de doña Inés quedó muy satisfecha. Ni la propia Cornelia se ufanó más cuando enseñaba a sus Gracos. Pero doña Inés fue más allá de Cornelia: no se contentó con lucir a sus hijos, sino que se propuso competir con ellos y aun superarlos en indumentaria, y decidió que Juanita también la vistiese.

Juanita se prestó a todo con el mejor talante y prodigioso acierto e hizo a doña Inés corsés y varios trajes.

Nacieron de aquí la confianza y alguna familiaridad, hasta donde es lícito y decoroso que la familiaridad se entable entre una dama principal y una trabajadora plebeya; pero al fin, como   -150-   doña Inés tenía que mostrarse a Juanita en paños menores para probarse corsés y vestidos, ¿qué mucho que la confianza naciese y creciese?

Juanita supo después, con lentitud y por sus pasos contados, darse tal maña, que doña Inés que ya le había confiado su cuerpo para que le vistiese, empezó a confiarle también y a descubrirle su espíritu, aunque sólo hasta cierto punto, porque el espíritu de doña Inés, según pensaba Juanita, acaso con malicia sobrada, tenía más conchas que un galápago, y jamás se desnudaba y se descubría por completo.

Juanita tenía una voz melodiosa y clara y sabía leer muy bien, lo cual es bastante raro, dando a lo que leía entonación y sentido. Pronto atinó a mostrar a doña Inés que ella poseía habilidad tan útil, y no tardó doña Inés, que se fatigaba algo leyendo, en tomar a Juanita para lectora.

Claro está que doña Inés, que era mística, muy elevada en sus pensamientos y un tanto cuanto asceta, aunque más en lo especulativo que en lo práctico, hacía que Juanita le leyese vidas de santos y libros devotos y morales como Monte Calvario, Gracias de la gracia, Gritos del infierno, Espejo de religiosos, Casos raros de vicios y virtudes y Estragos de la lujuria.

Era doña Inés aficionadísima a disertar y a convencer a sus oyentes y contradictores cuando disertaba. Si por algo se dolía de haber nacido mujer era por no poder trasformarse en predicador o en catedrático.

  -151-  

Juanita supo con tanto pulso seguirle el humor, que no se callaba ni lo aceptaba todo desde luego, sino que impugnaba algo sus tesis y discursos para darle ocasión de que hablase más y desplegase su elocuencia, a la cual acababa por ceder, reconociéndose vencida. De esta suerte se alegraba y se exaltaba el ánimo de doña Inés, corroborando la creencia que ella tenía en su virtud persuasiva y en su saber y talento, y haciéndole creer además que después de ella, aunque a muy razonable distancia, no había en toda Villalegre, salvo quizás el padre Anselmo, persona más talentosa ni más sabia que Juanita.

La privanza de ésta con doña Inés llegó al fin a su colmo.

En presencia de cualquiera persona, Juanita seguía atendiéndola con el mayor respeto y dándole el tratamiento de su merced, pero en momentos de expansión, una vez que Juanita la oyó atentísimamente, impugnó sus razones y terminó por ceder a ellas, doña Inés, entusiasmada, se allanó hasta el extremo de mandarle que cuando estuviesen las dos solitas la tutease.

Estas prodigiosas conquistas de la paciente y despejada muchacha le prestaron desde luego confianza en sí misma, y pudieron darle mucha honra, si ella entendiese que la necesitaba, mas apenas le dieron material provecho, que era de lo que más necesidad tenía.

Pensaba doña Inés que no había mejor ni más espléndida paga que su afecto. Suponía tal la elevación de alma de Juanita, que hubiera sido injuriarla   -152-   ofrecerle dinero. Un ochavo más que doña Inés le hubiese dado sobre el jornal que de ordinario ganaba, hubiera parecido una limosna. No era delicado socorrer a Juanita como a una pordiosera.

El Imparcial, 16 de noviembre de 1895

Y después de estos razonamientos tan juiciosos, como doña Inés no pagaba a Juanita sino lo que cosía, y no le pagaba, para no humillarla, ni las horas que empleaba leyéndole libros, ni el tiempo que perdía escuchando sus disertaciones, resultaba que doña Inés, por obra y gracia de lo mirada que era, tenía lectora y auditorio y acompañanta de balde.



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- XXIV -

La gloriosa servidumbre en que Juanita había llegado a ponerse, si no era útil, era molesta en extremo, porque la amistad de doña Inés no podía ser más exigente ni más imperativa. Y mientras más rebosaba en entusiasmo y en ternura, más se recrudecía también en exigencia y en imperio.

Había días en que no le quedaba a Juanita ni hora libre ni momento de sosiego. Doña Inés la llamaba y se valía de ella para todo.

En los lugares, al menos hace algunos años, pues no sé si habrán variado las costumbres, nunca salía una señora principal de visita o de paseo sin llevar a una acompañanta. Juanita tuvo, por consiguiente, a más de leer y de escuchar disertaciones, que acompañar a doña Inés en sus visitas y en sus paseos. Y cuando a ésta se le antojaba de súbito visitar o pasear, y no tenía a Juanita en casa, iba a buscarla a la suya, haciéndose acompañar hasta allí por Serafina.

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En los paseos rara vez leía o hacía leer doña Inés, pero, convertida en filósofa peripatética, disertaba de lo lindo, y siempre sobre religión, moral, menosprecio del mundo, alabanza del recogimiento y de la conversación interior, y aspiraciones a lo sobrenatural y divino.

Conviene que se sepa que doña Inés tenía un carácter tan dominante, que no se aquietaba ni se satisfacía como no decidiese y gobernase cuanto hay que decidir y gobernar.

Ella designaba el nombre que había de recibir en la pila bautismal cada villalegrino que naciese; ella decretaba, después de estudiar aptitudes, capacidades y recursos, el oficio que cada cual había de aprender y ejercer; y ella escogía marido para cuantas niñas casaderas vivían en el pueblo y pertenecían a familias merecedoras por algún título de su atención y cuidado.

El concepto que formaba doña Inés del universo visible y de cuantas cosas hay en él y en él se sustentan, era concepto más pesimista que el del propio Schopenhauer; pero el de doña Inés estaba dulcificado por dos potencias benéficas y fecundas que había en su alma. Ella podría ser, o era más o menos pecadora. Yo no he llegado a ponerlo bien en claro, de suerte que al ir escribiendo esta historia lo probable es que lo deje turbio o nebuloso. De cualquier modo que fuese, y sin escudriñar los secretos de doña Inés en lo tocante a la conducta, aseguro con evidencia que ella, en lo teórico, sin afectación ni mentira, tenía la más acendrada fe religiosa. Con   -155-   esta fe, y con las otras dos consoladoras y divinas virtudes que de ella nacen, doña Inés iluminaba el mundo, hermoseándole con celestiales resplandores.

Toda deformidad moral, todo vicio, toda dolencia, la fealdad física, las enfermedades, la miseria, el dolor y la muerte, se despojaban en su pensamiento de horror y de amargura al considerar que deben sufrirse por el amor de Dios, y desvanecerse y disiparse, como la oscuridad de la noche cuando aparece la aurora, ante la esperanza de lo trascendente y ultramundano. Para doña Inés este mundo en que vivimos era un valle de lágrimas y un transitorio lugar de prueba, indispensable camino para otra vida mejor. La presente, pues, aunque fuese muy mala, no era nunca mala, ya que en ella, si se padecía con resignación, mientras más se padeciese, mejor y más abundante cosecha se recogía y se atesoraba de frutos que no se corrompen y de riquezas que nadie roba. Y como doña Inés no gustaba de quedarse atrás en nada, sino de adelantarse en todo y ser también importante cosechera de los mencionados frutos y riquezas, muy candorosamente estaba persuadida de que padecía o había padecido mucho, ejercitando y luciendo su paciencia, compitiendo un poquito con Job y granjeándose los medios de ir al cielo derecha, sin tropezar en rama, ya se entiende que contando con la misericordia de Dios, que le perdonaría sus pecados, si los tenía, pues, según ya he dicho, no lo sabemos.

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La otra potencia de que se valía doña Inés, sin estudio, espontánea y sencillamente, para blanquear y hasta para dorar la tenebrosa negrura de su concepto schopenhauerino del mundo, era el sentimiento vivísimo y atinado, fuente inexhausta de puros deleites, con que percibía su alma toda belleza, tanto espiritual cuanto corpórea. Llamar a esto buen gusto me parece poco. El buen gusto, por lo general, es pasivo y estéril. En doña Inés alcanzaba actividad creadora. La visión de la belleza, concebida por doña Inés, relucía en las profundidades de su alma y creaba allí otro universo ideal, semejante al exterior universo, salvo que de él todo mal y toda mengua habían sido expulsados.

Como se ve, no era doña Inés mujer adocenada, sino persona memorable, o dígase digna de la historia, por lo cual me complazco yo en ponerla en la mía.

Doña Inés, y perdone el pío lector si me repito, a pesar de sus ocho vástagos, estaba aún muy guapa; en lo mejor de su edad, bien cuidada, alimentada y vestida.

El asomo de rivalidad que brotó en su alma el día de la intempestiva y pomposa aparición de Juanita en la iglesia, había desaparecido enteramente, merced a la humildad de la muchacha y a la sumisión con que la acataba y servía. Desechados así los celos, la mente y el corazón de doña Inés dieron entrada franca al afecto y a la admiración de la bondad, del talento y de la hermosura de que Juanita estaba dotada.

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No había primor en Juanita que doña Inés no advirtiese, celebrase y ponderase. Llegó a notar, a pesar del pobre pañolito con que se cubría la chica espalda y pecho, la admirable perfección de toda aquella sana y virginal estructura. De su rostro no quiero ni puedo decir más sino que le parecía el de un ángel. Y por último, ponía en Juanita casi casi tanta discreción, ingenio y bondad como en ella misma. En suma, doña Inés miraba y estudiaba a Juanita como el sabio crítico, buen gramático y mejor estético, mira y estudia un bello poema, o como el gran conocedor y perito en las artes plásticas mira y estudia una obra maestra de escultura.

Cualquiera imaginará que, llegadas las cosas a este punto, Juanita podría apoderarse de la voluntad de doña Inés y hacer de ella lo que le diese la gana; pero sucedió lo contrario. Frecuentemente recelaba Juanita que se le iba a acabar la paciencia y allá en sus adentros decía: peor está que estaba. A fin de que se comprenda el fundamento que tenía Juanita para decir que estaba peor, pondré aquí uno de los discursos que doña Inés con frecuencia le dirigía:

-Hija mía -exclamaba-, hay en las condiciones y circunstancias que han de influir en tu destino cierta contradicción que puede ser causa de mil desventuras. Por tu belleza, por tu talento y por la elevación moral de tu alma mereces casarte con un príncipe, dechado de todas las perfecciones. Por tu desventurado nacimiento, por la clase humilde a que perteneces y por la pobreza   -158-   que te obliga a residir en este lugar, tendrás que quedarte soltera o tendrás que casarte con un labrador rudo y zafio. Si te quedas soltera, de continuo te verás expuesta a los tiros de la envidia y a las emponzoñadas mordeduras de la calumnia, y te rodearán además groseras seducciones, a alguna de las cuales quién sabe si cederás en un momento de flaqueza, porque todas somos débiles y ninguna puede estar segura de no tropezar y de no caer si en un solo momento la deja Dios de su mano y no la sostiene con su gracia. Pues no digo nada si movida por la vanidad o por pasiones más tiernas y propias de tus verdes años y cegada por ellas hasta desconocer la ruindad del sujeto que te enamore, te casas al fin con un hombre de tu clase, con algún palurdo de esta tierra. ¡Qué desgracia la tuya entonces! ¡Pronto llegaría el desengaño! Vaya... me horrorizo de pensar en ello. Sería una profanación. Sería un sacrilegio nefando. ¿Cómo entregar tanto tesoro a quien sería incapaz de comprenderle y de saber lo que vale? En mi sentir, sería locura semejante a la de echar ramilletes de flores en vez de paja y cebada en el pesebre del mulo o a la de derramar perlas en la pocilga del marrano en vez de un celemín de bellotas. Por otra parte, hija mía, ¿cuántos disgustos, desvelos y cuidados no vendrían sobre ti con el matrimonio? Quiero prescindir de que tu marido acaso sería pobre; y si era también torpe y holgazán, tendrías que matarte trabajando para mantenerle; y quiero prescindir de los sobresaltos y   -159-   penas que te darían tus hijos si los tenías. Lo más espantoso... aunque no lo sé por experiencia, me horripilo de imaginarlo... es si descubrías en tu consorte vicios y miserias que te le hiciesen aborrecido y que hasta asco te causasen. Acudiría entonces a tu espíritu, ¡obsesión diabólica!, un pensamiento pertinaz que puede conducir a los mayores pecados. Figúrate tú que pensase y discurriese como ser racional y filantrópico la turquesa en que se forman las balas, ¡qué desesperación no tendría de que la empleasen tan en perjuicio de la humanidad! Pues no es menor la rabia de la esposa que, cuando va a ser madre, recela que ha de dar al mundo copias exactas de la ruindad o de la perversidad de su marido. Tan horrible pensamiento la inclinará a ser infiel o la arrastrará a la locura.

Esto, con adornos y variantes, era lo que decía doña Inés casi de diario a su amiga y acompañanta, sentando premisas; pero sin sacar por lo pronto consecuencia ninguna.

Otras veces le describía con viveza y con sombríos colores la corrupción de nuestro siglo, el bajo nivel en que estaban las almas, las mezquindades y maldades del mundo y lo agradable y lo conveniente que sería retirarse de él, en vista de que no puede satisfacer ninguna de nuestras nobles aspiraciones.

Afirmaba doña Inés que ella había deseado y deseaba siempre buscar un santo retiro; pero que ya no podía ser por las mil obligaciones que había contraído y que le era indispensable cumplir,   -160-   por enojosas que fuesen; porque tenía hijos que criar y educar, marido de que cuidar y hacienda que ir conservando y mejorando, a fin de trasmitirla a los que habían de heredar un nombre ilustre, que deslustrarían al quedar huérfanos y abatidos por la villana pobreza.

En resolución, doña Inés quiso persuadir a Juanita, y me parece que hasta logró persuadirse ella misma, de que deseaba ser monja, de que por imposibilidad no lo era y de que hacía un sacrificio en no serlo.

El Imparcial, 19 de noviembre de 1895

De todo ello acabó por deducir y por declarar, como lógica solución, que Juanita debía huir de los peligros, miserias y adversidades de esta sociedad corrompida, la cual no merecía gozar de su presencia, y que debía refugiarse en el claustro mientras permaneciese en la tierra, ya que la tierra no la merecía y ya que por su valer para el cielo sin duda estaba predestinada.

A pesar de las vehementes y sabias exhortaciones de doña Inés, Juanita distaba más cada día de hallar peligroso el mundo (maldito el miedo que le tenía ella), y no lograba persuadirse de que la sociedad fuese tan viciosa y tan mala ni de que el enamorarse y el casarse pudiera acarrear tamañas desventuras. De aquí que no tuviese la menor inclinación ni vocación a la vida monástica. Pero como a doña Inés se le había puesto en la cabeza que ella fuese monja, y cuando formaba un plan era punto menos que imposible hacerla desistir, la pobre Juanita se veía muy apurada.

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A cada momento sentía el conato de echarlo todo a rodar y de declarar a doña Inés que Dios no la llamaba por el camino por donde ella quería que fuese. Se contenía, no obstante a fin de no armar la de Dios es Cristo, de no perder en un minuto cuanto había conseguido trabajando más de un año y de no verse de nuevo en guerra con los poderes constituidos y con toda la población que respetaba y obedecía a dichos poderes.

Juanita no dijo que sí: no aceptó lo del monjío, pero no dijo que no; pronunció frases vagas o se calló y bajó la cabeza.

Tomando doña Inés para regla de interpretación el refrán de quien calla otorga, dio por sentado que Juanita estaba decidida a entrar en un convento, y ya, en su fantasía entusiasta, se la representaba santa, cuya vida se intercalaría en las ediciones futuras del Año Cristiano. Doña Inés dio parte de este triunfo al padre Anselmo, quien se llenó de piadoso júbilo y aun se sintió lisonjeado al prever que él figuraría en la vida de la nueva santa como el instrumento de que se valía el cielo para convertirla y glorificarla.



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- XXV -

Por dicha no se apresuraba doña Inés para que el plan del monjío de Juanita se realizase, y así le daba tiempo de apercibirse a la rebelión con fuerza bastante para sacudir el yugo sin menoscabo de sus intereses y proyectos. Si bien doña Inés sentía y confesaba que iba a hacer un inmenso sacrificio al desprenderse de Juanita, única mujer que la comprendía en el mundo y que podía ser su compañera, en manera alguna quería prescindir de este sacrificio que le daría honra entre los mortales, y que Dios le tendría en cuenta para pagársele en el cielo. Persistía, pues, con firmeza en su plan, pero le retardaba, y mientras le retardaba le iba completando en sus pormenores, consultándolo todo con el padre Anselmo.

Decidió doña Inés pagar ella el dote de Juanita. Sobre lo que vacilaba aún era sobre el convento en que debía ponerla. Después de haber desechado muchos, pensó en uno que hay en   -163-   Écija, con cuya abadesa se carteaba, porque era allí donde se hacían los célebres bizcochos de yema imitados por Juana la Larga. Afirmaba doña Inés que toda persona que tenía buen paladar reconocía al punto la imitación de Juana, porque carecía del quid divinum que hay en los legítimos, prestándoles tan soberano sabor, que, si con grosero y material supuesto pudiésemos imaginar que los querubines, cuando bajan a la tierra con algún mensaje de arriba, tienen el capricho o se allanan a comer algo, sin duda que no comerían otra cosa que los tales bizcochos de yema hechos por las mencionadas monjas.

A despecho de tan importantes motivos, no sabemos por qué doña Inés desistió de que Juanita fuera al convento de Écija y hubo de fijarse al fin en las comendadoras de Santiago, en Granada, donde, si no se hacen aquellos peregrinos e inimitables bizcochos, se hacen los mejores almíbares de toda Andalucía.

Mientras trazaba y preparaba doña Inés todo esto en favor de Juanita, de quien se había declarado protectora y directora, su cariño hacia la protegida y la discípula iba creciendo más y más, dando de sí raras muestras y combinándose en él lo sagrado y lo profano.

Un día estuvo doña Inés tan sentimental, que deshizo el peinado de Juanita, admiró su abundante, undosa y suave mata de pelo, la besó varias veces, calificó de horrible desacato el que las manos rudas e impuras de un campesino lograsen tocarla y enredar los dedos en ella, y se la   -164-   figuró ya como cortada al pie del altar el día en que Juanita profesase, rogándole que para entonces se la legase a ella porque ella la conservaría como reliquia del más subido precio.

Juanita agradeció mucho esta lisonjera petición de doña Inés, y, casi con lágrimas de gratitud en los ojos, prometió a doña Inés que la mata de pelo sería suya cuando ella se la cortase.

Merced a tantas entrevistas y confidencias de las dos amigas, Juanita estaba casi todas las tardes en casa de doña Inés, no yéndose de su lado o de su casa hasta pasada la hora en que solían venir los señores de la tertulia.

Algunos de éstos veían a Juanita en la antesala, y como allí estaba ella sin cubrirse la cabeza y sin ocultar y dar sombra a la cara con el mantón muy echado hacia adelante según el recato y el beaterio lo exigen, Juanita, sin poderlo evitar, no les parecía saco de paja y a menudo la miraban por estilo pecaminoso.

Quien más se adelantó en esto fue el propio amo de la casa, el Sr. D. Álvaro Roldán, que era muy tentado de la risa. En varias ocasiones, hallando a Juanita sola, la requebró con más fervor que chiste y finura, y Juanita, que veía en aquel caballero sujeto a propósito para descargar su mal humor, le respondía siempre con feroz desabrimiento o con sangrienta burla. Y como D. Álvaro ni por ésas se desengañase y se atreviese un día a dar a la muchacha una palmadita en la cara, ella le dijo mirándole de arriba abajo con desprecio y enojo:

  -165-  

-Las manos quietas, Sr. D. Álvaro. Conténtese usted con tocar el violón, y a mí no me toque. ¡Pues no faltaba más! ¿Será menester que me queje yo a doña Inés de la insolencia de usted? ¿Para que una mocita decente esté tranquila en esta casa necesitará la señora atar a usted con una cadena al lado del mono?

D. Álvaro, que era tímido, blandengue y avezado a la servidumbre, receló que Juanita armase un alboroto, le cobró miedo y desistió de su amorosa empresa.

Había al mismo tiempo, ya se entiende que en otras ocasiones y apartes, otro personaje más emprendedor y menos asustadizo. Fue éste el propio y respetado cacique de Villalegre: el excelentísimo Sr. D. Andrés Rubio.

También D. Andrés, que no faltaba nunca a la tertulia, encontró no pocas veces a Juanita, ya en la antesala, ya en los corredores, ya en la escalera, ya en el zaguán cuando ella se iba.

D. Andrés había admirado mucho a Juanita el día en que ella se mostró imprudentemente tan engalanada en la iglesia, y había conservado de ella muy buena impresión. No la defendió en la tertulia por no contradecir a doña Inés y por no censurar indirectamente la excesiva severidad del padre Anselmo contra el lujo de las mujeres; pero, allá en su interior, no vio nunca malicia en lo que Juanita había hecho, y se limitó a calificarlo de inoportuna ligereza, de que la madre era más culpada que la hija. De poco o de nada tenía Juanita que arrepentirse, de suerte que   -166-   D. Andrés no creyó en su arrepentimiento. Menos creyó aún en su milagrosa conversión y en su deseo de ser monja.

D. Andrés conocía el carácter de doña Inés y daba por evidente que doña Inés, así como en un principio había hecho víctima a Juanita de su enojo, imaginándosela, aunque en ciernes, una desaforada pecadora, después, trocado el enojo en estimación, admiración y cariño, se proponía, con el mejor intento y por su manía de gobernarlo y de arreglarlo todo, hacer víctima a Juanita, empujándola a la santidad por un camino que ella no tenía gana de seguir.

Así predispuesto, D. Andrés empezó por mirar a Juanita con cierta benigna curiosidad cuando casualmente pasaba cerca de ella y la hallaba sola. Después, sin reflexionar en lo que hacía, D. Andrés, y quién sabe si la muchacha misma, ya que hasta la más inocente suele dejarse guiar por endiablados instintos, prestaron auxilio a la casualidad y la convirtieron en providencia, hallándose casi todos los días y pasando tan cerca él de ella, que casi tropezaban o se tocaban.

Era natural que Juanita no se escondiese ni huyese, porque ni ella era medrosa, ni D. Andrés era el bú ni una fiera.

D. Andrés era un caballero muy bien educado, pulcro y finísimo, soltero, que no había cumplido aún cuarenta años y verdadero amo y señor de Villalegre, donde hacía ya ocho que reinaba con lo que podemos calificar de despotismo ilustrado.

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No me incumbe aprobar ni reprobar aquí el despotismo, aunque sea con ilustración, ni mostrarme partidario o adversario del cacicazgo. Yo tomo y empleo el vocablo en cierta acepción como generalmente se emplea, aunque siento que contenga implícita una injuria para las poblaciones en que hay cacique, porque es suponerlas salvajes y no quiero calificar de tales a los de Villalegre. Desecho, pues, la suposición implícita y acepto y empleo los vocablos de cacique y cacicazgo como los más usados y adecuados para expresar la condición de D. Andrés y el poder que en Villalegre ejercía. Él había heredado este poder de su padre y luego le había mejorado y engrandecido mucho, ayudado por la actividad y variadas aptitudes de D. Paco y aun por los consejos e inspiraciones de doña Inés, quien, según se decía, ya con malicia, ya con sencillo aplauso, era la ninfa Egeria de aquel Numa.

Él, antes de retirarse al lugar después de la muerte de su padre para cuidar de la hacienda y hacer vida de labriego, desengañado y harto del estruendo de las grandes ciudades y de sus pompas vanas, había pasado mucho tiempo en Madrid, en cuya Universidad había hecho sus estudios, y hasta había viajado algo por Francia, Italia e Inglaterra.

El Imparcial, 20 de noviembre de 1895

Era, por lo tanto, D. Andrés un cacique archiculto y como hay pocos. Y conviniendo yo en esto, con mi entusiasta amigo el diputado novel, afirmo que, si todos los caciques fueran como   -168-   D. Andrés, sería gran ventura que cada pueblo tuviese su cacique: todo en cada pueblo estaría bien aseado y mejor cuidado; daría gusto andar por sus paseos y por sus caminos, el maestro de escuela no se moriría de hambre, y se gozaría de tan ordenada libertad que el boticario podría ser impunemente, como D. Policarpo, brujo y ateo, sin que por eso se suprimiesen ni dejasen de ser celebradas con devoción, entusiasmo y regocijo, hasta las más candorosas procesiones, aunque hubiese en ellas judíos, soldados romanos, Longinos con lanza y lazarillo, después de quedarse ciego, paso de Abraham y apóstoles y profetas.

Todas estas tradicionales, artísticas y pintorescas manifestaciones de la piedad religiosa encantaban más a D. Andrés que al más sencillo y devoto de todos los habitantes de Villalegre, y por su gusto no se suprimía nada, sino que se aumentaba y se mejoraba bastante.

Tal era el cacique D. Andrés Rubio, inclinado a admirar todo lo bello y candoroso. ¿Cómo, pues, no había de admirar también a Juanita, dejándose llevar de su irreflexiva admiración a modo de quien se desliza y cae sin sentir por un suave declive?



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- XXVI -

Era ya a mediados del mes de Enero, y hacía todo el frío que puede hacer en aquel clima tan benigno.

La tertulia de doña Inés estaba más animada y concurrida que nunca, sobre todo los jueves, días de gran recepción. En la sala había una hermosa chimenea de campana, sobre la cual, así como en la puerta de la casa, relucía el escudo de armas de la familia. En el hogar saliente, y no empotrado en la pared, alegraban la vista con sus llamas y, daban grato calor la pasta de orujo, los secos sarmientos y la leña de encina y de olivo.

Abundaban allí los muebles cómodos, y nunca faltaba, por lo menos, una mesa de tresillo.

De diario eran tertulianos constantes el padre Anselmo y D. Andrés. Y lo era asimismo el médico, ya bastante viejo y chapado a la antigua, hombre de pocas palabras, pero sapientísimo tresillista, que solía hacer el cuarto en la mesa cuando doña Inés jugaba. A fin de tener esta satisfacción   -170-   honrosa, y tal vez para ganar algunos reales, porque se jugaba a diez por cada cien tantos, y él ganaba casi siempre, se violentaba el médico hasta el extremo de afeitarse un día sí y otro no, y de dejar en la antesala la capa y el sombrero, sin entrar con la capa sobre los hombros, cuando no embozado y con el sombrero encasquetado hasta las cejas, según solía entrar en las demás casas donde iba de visita. ¡Tan profundo era el respeto que la de doña Inés le inspiraba!

Los jueves la concurrencia era mucho mayor y solía haber dos y aun tres mesas de tresillo. Venían el alcalde, cuatro o cinco de los mayores contribuyentes, y el tendero murciano D. Ramón, que era la persona más acaudalada del lugar después de D. Andrés. Venían, por último, D. Pascual el maestro de escuela y D. Policarpo el boticario.

Doña Inés había mostrado cierta repugnancia a que el boticario viniese, pero D. Andrés había conseguido vencerla, no sin prometer antes leer al boticario la cartilla para que no se desmandase ni dejase escapar alguna barbaridad impía o librepensadora. D. Andrés le dijo que él respetaba como nadie la libertad de conciencia y de enseñanza, pero que, si quería gozar de la tertulia de los señores de Roldán, debía ser como los catedráticos pagados por el gobierno, que, si son prudentes y juiciosos, se guardan sus impiedades para mejor ocasión, y en la cátedra, que es su tertulia de doña Inés, son muy comedidos y   -171-   procuran no decir nada que ofenda las creencias de quien los paga o de quien los recibe.

El boticario, que tenía mucha gana de ir a la tertulia, aceptó las condiciones, y siempre que fue, se dejó el librepensamiento en su casa, aunque no pudo dejarse ni quiso cortarse su endiablada y taumatúrgica uña.

Durante mucho tiempo fue doña Inés la única señora que en la tertulia había. Parecía aquello un club de caballeros con una señora presidenta.

Hacía poco tiempo, no obstante, que se había introducido una sorprendente novedad.

A la tertulia de los jueves primero, y más tarde a las de diario, asistía otra señora. Era ésta la noble viuda doña Agustina Solís y Montes de Allende el Agua, matrona de treinta y pico de años, aunque lozana, fresca, graciosa, de buenas carnes y mejor parecer y con veintiocho o treinta mil reales de renta, sobre poco más o menos.

No era menester ser un lince para comprender que doña Inés cuando consentía que hubiese otra dama en su tertulia, y aun gustaba de ello era porque había decidido. y decretado casarla con su padre don Paco.

Doña Agustina estaba tan satisfecha de aquella inusitada distinción y tan agradecida y sumisa a doña Inés, que sin dificultad recibiría en su corazón, como la blanda cera recibe el sello, el nombre, la imagen y el afecto de la persona que doña Inés quisiese grabar en él. Y era tanto más fácil este grabado cuanto que D. Paco, no sólo   -172-   estaba muy de recibo, sino que tenía hermosa presencia y la merecida reputación de ser el hombre más entendido y discreto de Villalegre. Además, doña Agustina (y doña Inés lo sabía de buena tinta) estaba harta de viudez y de tener el corazón vacío o como tabla rasa y lisa, y deseaba hallar algo digno de que en él se grabase.

Tal vez para buscarlo se componía y se atildaba con esmero y hasta había ido a varias ferias y romerías en otras poblaciones; pero todo había sido en balde y no había hallado hasta entonces sujeto que le petara.

Doña Inés esperaba con fundamento que le petaría D. Paco. Y como necesitaba para esto que D. Paco la viese, hablase con ella y estuviese muy fino, doña Inés, que antes de concebir este proyecto de boda no se empeñaba mucho en que viniese su padre a la tertulia, le excitaba ahora y casi le mandaba, con el desenfado imperatorio tan propio de ella, que no dejase de venir ninguna noche.

D. Paco obedecía y venía, de suerte que de diario Juanita le veía entrar, cuando ella estaba en la antesala, si bien D. Paco, desdeñado y despedido, no se detenía a hablar con ella y pasaba de largo, limitándose a decir buenas noches.

Juanita contestaba al saludo con fingida indiferencia, pero a hurtadillas miraba a su antiguo pretendiente, y cada vez que le miraba le encontraba mejor. El tinte de melancolía que se mostraba en su semblante le hacía parecer más digno y más hermoso. Juanita imaginaba, ufanándose,   -173-   que el amor de él, aunque mal pagado, había ennoblecido y hermoseado su alma y sus facciones, desterrando de ellas aquella vulgar expresión que solían tener antes, cuando él, exento de amor sublime y poco venturoso, lucía su ingenio diciendo chuscadas a menudo chocarreras.

Así, y no muy poco a poco sino de priesa, reconoció Juanita que el aprecio y la amistad que siempre le había inspirado D. Paco se convertían en amor, y que el amor aumentaba a pesar de tener más de medio siglo su objeto.

Influía muchísimo en este aumento el recelo que Juanita tenía de perder a su desdeñado adorador, de que éste acabase por sanar de su pasión desgraciada y de que al fin cediese a las insinuaciones o casi mandatos de su hija.

Dice un precepto vulgar: lo que no quieras comer, déjalo cocer; pero apenas hay hembra que cumpla con tal precepto cuando se aplica a cosa de amores. Juanita no lo hubiera cumplido aunque no hubiera amado ya a D. Paco. La consolaba y la hechizaba el tener aquella víctima constante y ver arder aquel corazón, cual perpetuo holocausto, en aras de su hermosura. Aun cuando ella no hubiese aceptado el sacrificio, se hubiese afligido mucho de que viniese doña Agustina y le robase el corazón sacrificado. Mayor era aún la aflicción de Juanita al notar que el sacrificio de D. Paco le era cada día más agradable. Tentaciones tenía a menudo de detener a D. Paco cuando pasaba por la antesala, de decirle   -174-   que se arrepentía de haberle escrito la carta despidiéndole y de encomendarle que no entregase a doña Agustina el corazón, porque ella le quería para sí y le cuidaría con más regalo y mimo que ninguna otra mujer de la tierra.

Cuando Juanita veía pasar por la antesala a doña Agustina, que iba muy pomposa a la tertulia, la sangre del valiente oficial de caballería que circulaba en sus venas se alborotaba toda y necesitaba ella del dominio que tenía sobre sí para contener sus ímpetus y no arañar a doña Agustina. Otras veces, recordando ciertas mañas, usos y costumbres que había tenido en su venturosa y libre niñez, sentía el prurito de agarrar a aquella señora, y según solía hacer in illo tempore con otras niñas de su edad y aun mayores, alzarle las faldas y darle una buena mano de azotes.

Pero si Juanita era brava, también era discretísima: y firme en sus propósitos de ser prudente, se refrenaba y se vencía. Por coincidencia, y aunque ella no hubiese leído el soneto de Lope, concebía imágenes pastoriles y acaso se figuraba a doña Agustina como a una mayorala o rabadana que llevaba ya en pos de sí, atado con un cordón, el manso que ella, la zagala Juanita, había cuidado con esmero, dándole de su sal a puñados. Y entonces se le antojaba decir a doña Agustina: suelta el manso, que es mío; déjale en libertad, y verás cómo viene a mí:

«Que aún tienen sal las manos de su dueño».

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Sin embargo, Juanita se limitaba a cavilar y a recelar, permaneciendo inactiva. Todo lo que entonces hubiese hecho en contradicción con los dos proyectos de doña Inés del casamiento de su padre y del monjío de ella, hubiera sido la más audaz rebelión contra la tiranía de la reina absoluta de Villalegre, y a D. Paco y a ella los hubiera puesto en peligro de tener que emigrar, como Adán y Eva, expulsados del Paraíso.

El Imparcial, 1 de diciembre de 1895

Por otra parte, Juanita era tan orgullosa, que por más que le doliese el recelo de que doña Agustina le quitase a D. Paco, no quería, llamándole a sí, acudir al punto a evitarlo y quedarse con la duda de que él, no llamado, hubiese podido ceder y entregarse a otro dueño.



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- XXVII -

Como en el lugar entendía todo el mundo que cualquier decreto de doña Inés infaliblemente había de cumplirse, y como se divulgó que estaba decretado el casamiento de D. Paco y de doña Agustina, apenas quedó persona que no lo diese ya por cosa hecha.

No sé encarecer cuán fieramente solevantaba esto y enojaba a Juanita.

Todavía, sin embargo, disculpaba a D. Paco recordando que ella le había despedido y que él no tenía que guardarle fidelidad. Pensaba en que él observaba quizás un prudente disimulo parecido al que ella observaba; y de esta suerte, se avenía a perdonarle que no se rebelase contra doña Inés; que fuese tan obediente que de diario viniese a la tertulia; que no pocas noches, según Juanita averiguó, cumpliendo D. Paco con el mandato de su hija; acompañase a doña Agustina hasta su domicilio, para que no se fuese sola con la criada que venía en su busca; y que, tal   -177-   vez se mostrase cortés y galante con doña Agustina para que doña Inés no rabiara.

Con tal moderación discurría a veces Juanita; pero con más frecuencia, perdía la moderación y se ponía hecha un veneno.

Entonces calificaba a D. Paco de inconsecuente, de voluble y de interesado; procuraba aborrecerle o despreciarle y se sentía predispuesta, tentada y ansiosa de tomar represalias.

D. Andrés Rubio, entretanto, seguía viniendo todas las noches en casa de doña Inés, y Juanita, con no aprendida coquetería, le echaba miradas extrañas, miradas de aquellas que parecen escritura misteriosa, donde la misma persona que ha escrito ignora o tiene idea confusa de la revelación que hace y donde el que lee cree leer la revelación y concibe dulces esperanzas.

De las miradas se pasa a las palabras con suma facilidad, y D. Andrés, procurando hallar siempre sola a Juanita, se acercaba a ella, al ir a entrar en la tertulia, y le disparaba, a boca de jarro, como si fuera su boca la ametralladora del dios Cupido, un diluvio de flores y una descarga cerrada de piropos ardientes.

Ella, más cauta en el hablar que en el mirar, ya bajaba los ojos y se esquivaba sin responder, ya respondía con desvío, si bien templado y dulcificado por el respeto y por la afectuosa consideración que personaje de tantas campanillas no podía menos de inspirarle. Tampoco atinaba Juanita a disimular el contento consolador que tamaña lisonja y tales halagos ponían en su pecho.

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-Repórtese V. E. -decía-, y no se burle de una pobrecita muchacha. ¿Cómo he de creer yo que guste V. E. de mi ordinariez, cuando V. E. está acostumbrado a tantas delicadezas y a tantas finuras? V. E. ha dado pruebas de tan buen gusto que... vamos, yo no quiero creer que tenga ahora estragado el paladar. Déjeme, señor, sosegada, y no trate de sacarme de mis casillas. ¡Jesús!, bonita se pondría doña Inés si llegase a entender que V. E. andaba requebrándome, y que yo le oía faltando al decoro que se debe a esta casa tan respetable.

Y con estas palabras o con otras por el estilo se apartaba Juanita de D. Andrés y se iba a otro extremo de la antesala.

Cuando D. Andrés la perseguía, Juanita se fugaba por los corredores.

D. Andrés cesaba en su persecución para evitar que le viesen.

Deplorando lo poco o nada que adelantaba en la campaña en que se había empeñado y no queriendo ser otro Fabius Cunctator, apeló a más eficaz estrategia y se apercibió para emboscadas y asaltos.

En vez de buscar a Juanita en la antesala, la aguardó en el zaguán, sin entrar en la casa hasta que saliese Juanita para irse a dormir a la suya.

Juanita no temía a nadie ni nadie se le atrevía, y se iba sola aunque las calles estuviesen oscuras. Su casa, además, no estaba lejos.

D. Andrés no quiso hacerse el encontradizo, confesó con franqueza que la estaba aguardando   -179-   y la acompañó varias noches seguidas, aunque ella siempre lo repugnaba.

Pasmoso fue el arte que empleó Juanita y el ingenio y la energía de voluntad que supo desplegar para tener a raya a D. Andrés y conseguir, sin romper con él por completo, que no se viniese a las manos. El genio de ella, de ordinario alegre y burlón, y la facilidad que tenía para echarlo todo a broma, le valieron de mucho en aquellas circunstancias difíciles. Porque a la verdad, ella no quería que D. Andrés se extralimitase, pero no quería tampoco que se le fuese y era arduo problema y cuestión de milagroso equilibrio el mantenerse sin caer ni a un lado ni a otro, yendo sin balancín como por una maroma o cuerda tirante.

A cada requiebro, a cada proposición que don Andrés le hacía, Juanita contestaba con un chiste o con un tan incoherente disparate, que don Andrés, aunque mortificado y chafado, no podía tomarlo a mal y tenía que reírse.

Juanita, al verse acompañada por D. Andrés, apresuraba el paso, y en cuatro brincos se plantaba en la puerta de su casa. D. Andrés pugnaba entonces por entrar.

-¡Huy! ¡Huy! -exclamaba Juanita-. ¿Está dejado V. E. de la mano de Dios? Pues sería curioso que entrase a jugar al tute con mi mamá, que aún está despierta, y se privase de jugar con doña Inés, que le espera con ansia. ¿Cómo puede querer V. E. en lugar de hacer con doña Inés una partida de tresillo, hacerle conmigo una partida   -180-   serrana? ¡Válgame Santo Domingo nuestro patrono! Yo no me lo perdonaría.

-Por Dios no seas retrechera; déjame entrar, déjame entrar, encanto de mis ojos.

-¡Cielo santo y qué cosas dice V. E.! ¡Qué lenguaje emplea! Ese debe ser el mal lenguaje del demonio, del que tanto habla el venerable padre maestro fray Juan de Ávila, en un libro que me hace leer mi señora doña Inés para prepararme a ser monja.

-¿Y tú quieres serlo?

-Allá lo veremos. A menudo se me antoja que la vocación me acude, sobre todo al ver los peligros que rodean a una infeliz criatura, desvalida y tonta como yo. Pero en fin, aunque tonta, yo no quiero ser ingrata con doña Inés, que me guía por el mejor camino y que me va a pagar el dote para entrar en el claustro.

-¿Y qué ingratitud sería la tuya? ¿En qué ofenderías a doña Inés si me quisieses?

-Le parece a V. E. que sería la ofensa chica si yo desconcertase su plan de hacer de mí una santa y si me trasformase... Vamos, váyase V. E. a la tertulia de doña Inés y no sea pesado.

Juanita repiqueteaba entonces estrepitosamente el aldabón de su puerta, y no bien la entreabría o su madre o la criada, se colaba ella, cerraba de golpe y casi daba a D. Andrés con la puerta en los hocicos.

Con estos lances, tratos y conversaciones, don Andrés se emberrenchinaba más cada día y su circunspección iba desapareciendo.

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Fuerza es confesar, aunque no redunde en alabanza de Juanita, que ésta no desengañaba ni zapeaba a D. Andrés por completo y que se deleitaba en retenerle y en provocarle con sus retrecherías.

Es cierto que, reconociendo Juanita que era peligroso dejarse acompañar por D. Andrés todas las noches, espió con maña el momento en que D. Andrés no la aguardaba en el zaguán, y en lo sucesivo logró escaparse siempre a su casa sin ser por D. Andrés acompañada.

Cuando pasaron muchas noches escapándose siempre ella, apesadumbrado D. Andrés, exaltado y como fuera de sí, le dio las más sentidas quejas, hallándola sola en la antesala. La vehemencia de los sentimientos del cacique se revelaba en su precipitado discurso, en su gesto, en su ademán y en su acento conmovido. Sin reparar en nada levantó la voz.

-¡Por las ánimas benditas! -dijo la moza-; témplese V. E. y mire por sí, ya que no mire por mí, y no promueva aquí un alboroto ridículo y se convierta en la fábula del lugar y sea la comidilla de todos los maldicientes.

-Nada me importan los maldicientes si tú me bendices como yo te bendigo. Bendita seas mil y mil veces y bendita sea la madre que te parió.

Y diciendo esto, sin atender a más razones, se echó como loco sobre ella, y tan de repente, que ella no pudo sustraerse a sus abrazos y a sus besos. Cinco o seis, que en el número no están de acuerdo los historiadores, le plantó en las frescas   -182-   mejillas, que se pusieron rojas como la grana.

Y no contento, le buscó la boca para besársela y se la halló y se la besó.

No estuvieron sus labios junto a los de ella el tiempo que los de D. Tristán de Leonís y la reina Iseo, de los que dice el antiguo romance:


«Tanto estuvieron unidos
Cuanto una misa rezada».



Al contrario, no bien se recobró Juanita del susto y de la sorpresa, puso una cara tan feroz que daba miedo, a pesar de ser tan hermosa, y agarrando con ambas manos por los hombros a D. Andrés, le sacudió lejos de sí con tal fuerza, que vaciló como ebrio, y faltó poco para que cayese por tierra. Poco antes había entrado don Paco en la antesala, de suerte que si vio el empujón, vio también los besos que le habían motivado.

¿Qué había de hacer D. Paco? Hizo como si nada hubiera visto. Y él y D. Andrés entraron en la tertulia según costumbre.



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- XXVIII -

Al día siguiente ocurrió en Villalegre un caso que sorprendió y dio mucho que hablar.

Ni por el Ayuntamiento, ni por casa del alcalde, ni por la escribanía, ni por parte alguna pareció D. Paco, que de diario acudía a todas para desempeñar sus varias funciones. Fueron a casa de él y tampoco le hallaron allí. El alguacil y su mujer, que le servían y cuidaban, no sabían cómo ni cuándo se había ido y no daban razón de su paradero.

El Imparcial, 3 de diciembre de 1895

Pasó todo el día sin que D. Paco volviese y sin que se averiguase dónde estaba y creció el asombro.

Nadie acertaba a explicar la causa de aquella desaparición.

Mucho tiempo hacía que por aquella comarca, merced al bienestar y prosperidad que reinaban y a la benemérita Guardia civil, no se hablaba de bandidos y secuestradores.

¿Dónde, pues, estaba metido D. Paco?

  -184-  

La gente se lo preguntaba y no se daba contestación satisfactoria.

Los amigos, y singularmente D. Andrés Rubio, se mostraban inquietos. Sólo no se alteraba doña Inés. Su carácter estoico y su resignada y cristiana conformidad con la voluntad del Altísimo conservaban casi siempre inalterable la tranquilidad de su alma. Doña Inés, además, no veía nada alarmante en el suceso, y a ella misma y a sus amigos D. Andrés y el padre Anselmo se le explicaba del modo más natural. Suponía y decía con sigilo que su señor padre, aunque estaba sano y bueno y tenía más facha de mozo que de anciano, había empezado a envejecer, claudicar y flaquear por el meollo; culpa quizás de lo mucho que con él trabajaba y estudiaba. Ello era que, según doña Inés, su padre, desde hacía tiempo, daba frecuentes aunque ligeros indicios de extravagancia, y de chochez prematura. Tal era la causa que hallaba doña Inés para la desaparición de D. Paco. Y afirmando que, sin más razón que su capricho, se había ido paseando y tal vez vagaba por los desiertos y cercanos cerros, pronosticaba que cuando se cansase de vagar volvería a la población como si tal cosa.

Ni en toda aquella noche, ni durante el día inmediato se cumplió, sin embargo, el pronóstico de doña Inés.

Cuando volvió Juanita a su casa entre nueve y diez de la noche, D. Paco aún no había aparecido.

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Juanita, que no era estoica ni tan buena cristiana como doña Inés, estaba angustiadísima y llena de inquietud y de zozobra, por más que hasta entonces lo había disimulado.

Cuando se vio a solas con su madre, no pudo contenerse más y le abrió el corazón buscando consuelo.

-D. Paco no ha parecido -le dijo-. Mi corazón presiente mil desventuras.

-No te atormentes -contestó la madre-. D. Paco parecerá. ¿Qué puede haberle sucedido?

-¿Qué sé yo? Nada te he dicho, mamá: hasta hoy me lo he callado todo. Ahora necesito desahogarme y voy a confesártelo. Soy una mujer miserable, indigna, necia. Pude tenerle por mío y le desdeñé. Ya que le pierdo, y quizás para siempre, conozco cuánto vale, y le amo: perdidamente le amo. Y para que veas mi indignidad y mi vileza, amándole le he faltado: he atravesado su corazón con el puñal venenoso de los celos. Yo tengo la culpa y D. Andrés está disculpado. Yo le atraje, yo le provoqué, yo le trastorné el juicio, y si me faltó al respeto, hizo lo que yo merecía.

-Niña, no comprendo bien lo que dices. O no estoy en autos o tú disparatas.

-No disparato ahora, pero he disparatado antes. Repito que he provocado a D. Andrés para vengarme de doña Inés y para dar picón a D. Paco. Yo estaba celosa. Temí que él se rindiese a doña Agustina. No comprendí cuánto me quería él. Ahora lo comprendo. Y ve tú ahí lo   -186-   que son las mujeres: me halaga, me lisonjea creer que me ama tanto, y esta creencia es al mismo tiempo causa de mi pena y del remordimiento que me destroza el alma. Nada sé de fijo; pero en mi cabeza me lo imagino todo. Sin duda él me espiaba, y en la oscuridad de las calles me vio y me reconoció, o me oyó charlar y reír con D. Andrés, que me acompañó varias noches. Y él, lleno ya de sospechas y apesadumbrado de creerme liviana, siguió espiándome, y anteanoche, en la misma antesala de doña Inés, me sorprendió cuando D. Andrés me abrazaba y me cubría de besos la cara y hasta la boca. Yo le rechacé con furia; pero D. Paco pudo suponer y de seguro supuso que mi furia era fingida porque él había entrado y porque yo le había visto y trataba de aparentar inocencia. ¿Sabes tú lo que yo temo? Pues temo que D. Paco, juzgando una perdida a la mujer que era objeto de su adoración, se ha ido desesperado, sabe Dios dónde.

-De todo eso tiene la culpa -interpuso Juana-, esa perra de doña Inés: esa degollante que no pagaría sino quemada viva o frita en aceite.

-Te aseguro, mamá, que no sé cómo la aguanto aún; pero si esto no para en bien y ocurre alguna desgracia, quien la va a quemar y a freír soy yo con estas manos. No; no soy manca todavía. La desollaré, la mataré, la descuartizaré. No creas tú que va a quedarse riendo.

Juana, al ver tan exaltada a su hija, temió la posibilidad de un delito, y exclamó como persona precavida y juiciosa.

  -187-  

-Prudencia, niña, prudencia; no te aconsejaré yo que la perdones. Bueno es ganar el cielo, pero gánale por otro medio y no con el perdón de quien te injuria. Dios es tan misericordioso que nos abre mil caminos para llegar a él. Toma, pues, otro, y no sigas el de la mansedumbre. Conviene hacerse respetar y temer. Conviene que sepan quién eres. Lo que yo te aconsejo es que tengas mucho cuidado con lo que haces, porque si tú castigaras a doña Inés sin precaución, la justicia te empapelaría, como un ochavo de especias, y hasta te podría meter en la cárcel o enviarte a presidio.

-No pretendas asustarme. Si ocurre una desgracia, yo no me paro en pelillos: la pincho como a una rata, la araño y le retuerzo el pescuezo. Lo haría yo en un arrebato de locura y no sería responsable.

-No lo serías -replicó Juana-; pero te tendrían por loca y te encerrarían en el manoscomio, monomomio o como se llame, y yo me moriría de pena de verte allí.

-¿Pues qué he de hacer, mamá, para castigar bien a doña Inés sin que tú te mueras de pena?

-Lo que debes hacer, ya que tienes con ella tanta satisfacción y trato íntimo, es cogerla sin testigos y entre cuatro paredes; darle allí tus quejas, leerle la sentencia y ejecutarla en seguida.

-¿Y qué quieres que ejecute?

-Acuérdate de tu destreza de cuando niña, de cuando con la cólera hervía ya en tus venas la sangre belicosa de tu heroico padre; agarra a   -188-   doña Inés, descorre el telón y ármale tal solfeo en el nobilísimo traspontín, que se le pongas como un nobilísimo tomate. Ya verás cómo lo sufre, se calla y no acude a los tribunales. Una señorona de tantos dengues y de tantos pelendengues no ha de tener la sinvergüencería de enseñar el cuerpo del delito al jurado ni a los oidores.

Al oír los sabios consejos de su mamá, Juanita mitigó su cólera, y a pesar del dolor que tenía no pudo menos de reírse, figurándose a doña Inés, con toda su majestad y entono, azotada e inulta. Luego dijo:

-Aun sin propasarme hasta el extremo de la azotaina, y aun sin cometer ningún crimen, he de castigarla, valiéndome de la lengua, que ha de lanzar contra ella palabras que le abrasen el pecho. Ha de lanzar mi lengua más rayos de fuego que la uña del boticario. Cada una de las palabras que yo le diga ha de ser como uña ponzoñosa de alacrán que le desgarre y envenene las entrañas.

La iracunda exaltación de Juanita no podía sostenerse y se trocó pronto en abatimiento y desconsuelo.

-¡Ay, Dios mío! -exclamó-. ¡Ay, María Santísima de mi alma! ¿Qué va a ser de mí si hace él alguna tontería muy gorda: se tira por un tajo o se mete fraile? Entonces sí que tendré yo que meterme monja. Pero yo no quiero meterme monja. Yo no quiero cortarme el pelo y regalársele a doña Inés. Un esportón de basura será lo que yo le regale.

  -189-  

Y diciendo esto, rompió Juanita en el más desesperado llanto. Abundantes lágrimas brotaban de sus ojos y corrían por su hermosa cara; parecía que iban a ahogarla los sollozos, y se echó por el suelo cubriéndose el rostro con ambas manos y exhalando profundos gemidos.

La madre, que estaba acostumbrada a los furores de Juanita, no había tenido muy dolorosa inquietud al verla furiosa; pero como Juanita era muy dura para llorar, y como su madre no la había visto verter una sola lágrima desde que ella tomaba, cuando niña, alguna que otra perrera, su llanto de entonces conmovió y afligió sobremanera a Juana.

-No llores -le dijo-. Dios hará que parezca D. Paco, y ni él será fraile ni tú serás monja, como no entréis en el mismo convento y celda.

En suma, Juana, llorando ella también a pesar suyo, hizo prodigiosos esfuerzos para calmar a su hija, levantarla del suelo y llevarla a que se acostase en su cama. Al fin lo consiguió, la besó con mucho cariño en la frente, y dejándola bien arropada y acurrucada, se salió de la alcoba diciendo: Amanecerá Dios y medraremos.



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- XXIX -

No quiero tener por más tiempo suspenso y sobresaltado al lector y en incertidumbre sobre la suerte de D. Paco.

Nuestro héroe, en efecto, había tenido el más cruel desengaño al ver primero a Juanita, acompañada por D. Andrés, atravesar a oscuras las calles, charlando y riendo, y después al presenciar la última parte del coloquio de la antesala y el animadísimo fin que tuvo en los abrazos y en los besos.

No quería conceder en su espíritu que Juanita fuese una pirujilla, y no obstante tenía que dar crédito a sus ojos.

Muy triste y muy callado y taciturno estuvo toda aquella noche en la tertulia de su hija. Jugó al tresillo, para no tener que hablar, hizo malas jugadas y hasta renuncios, por lo embargado que le traían sus melancólicas cavilaciones; apenas jugó una vez sin hacer puesta o recibir codillo y perdió quinientos tantos, equivalentes a cincuenta reales.

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De mal humor, se volvió a su casa antes de que nadie se fuese.

En balde procuró dormir. No pudo en toda la noche pegar los ojos. Los más negros pensamientos caían sobre su alma como se abate sobre un cadáver una bandada de grajos y a picotazos le destrozan y le comen.

El Imparcial, 5 de diciembre de 1895

Por lo mismo que él, durante toda la vida, había sido tan formal, tan sereno y tan poco apasionado, extrañaba y deploraba ahora el verse presa de una pasión vehemente y sin ventura. Se enfurecía, y discurriéndolo bien no hallaba a nadie contra quien descargar su furor con algún fundamento. Juanita le había despedido: no era ni su mujer, ni su querida, ni su novia. Bien podía hacer de su capa un sayo sin ofenderle. Y menos le ofendía aún D. Andrés, el cual sospecharía acaso que él había tenido, hacía más de un año, relaciones con la muchacha; pero en aquel momento le creía, según los informes que le daba doña Inés, decidido pretendiente y casi futuro esposo de la fresca viuda doña Agustina Solís y Montes de Allende el Agua.

D. Paco se consideraba obligado a echar la absolución a Juanita y a D. Andrés. Y sin embargo, contra toda razón y contra toda justicia sentía el prurito de buscar a Juanita, ponerla como hoja de perejil y darle una soba, o bien de armar disputa a su valedor y protector el cacique y con un pretexto cualquiera romperle la crisma.

Todo esto, según la pasión se lo iba sugiriendo y según iba pasando y volviendo a pasar por   -192-   su cerebro como tropel de diablos que giran en danza frenética, no consentía que lograse un instante de reposo. En vez de dormir se revolcaba en la cama, y sus nervios excitados le hacían dar brincos.

A pesar de todo se encontraba más cómico que trágico, y se echaba a reír, aunque con la risa que apellidan sardónica, no por una hierba, sino porque (según hemos oído contar) entre los antiguos sardos se reían así los que eran atormentados y quemados de feroz y sardesca manera en honor de los ídolos.

Juanita era el ídolo ante el cual el amor y los celos, sacerdotes y ministros del altar de ella, atormentaban y quemaban a D. Paco.

Como no podía sufrirse pensó con insistencia en matarse, y luego sus doctrinas y sus sentimientos religiosos y morales acudían a impedirlo. Y no bien lo impedían, D. Paco se burlaba de sí mismo y se despreciaba, presumiendo que lo que llamaba él religión y moral fuese cobardía acaso.

Después de aquel tempestuoso insomnio, que convirtió en siglos las horas, D. Paco sé levantó del lecho y se vistió antes de que llegase la del alba.

Abrió la ventana de su cuarto y vio amanecer.

La frescura del aire matutino entibió, a su parecer, aquella a modo de fiebre que en sus venas ardía. Y como no se hallaba bien en tan estrecho recinto, y anhelaba ancho espacio por donde correr, horizonte por donde tender la mirada, y para   -193-   techumbre toda la bóveda del cielo, determinó salir, no sólo de la casa, sino también de la población, e irse sin rumbo ni propósito, a la ventura, pero lejos de los hombres y por los sitios más esquivos y solitarios.

Se fue sin que despertasen ni le viesen el alguacil y su mujer.

Tuvo, no obstante, serenidad y calma relativa. No huyó como un loco, y tomó su sombrero y su bastón, o más bien el garrote que de bastón le servía.

Además, como se preparaba para larga peregrinación, aunque sin saber adónde, y como a pesar de que pensaba a menudo en el suicidio, no pensó en que fuese por hambre, ya que en medio de sus mayores pesares y quebrantos nunca había perdido el apetito, tomó sus alforjas, colocó en ellas alguna ropa blanca y los víveres que pudo hallar, se las echó al hombro y se puso en camino, a paso redoblado, casi corriendo, como si enemigos invisibles le persiguieran.

Pronto recorrió algunas sendas de las que dividen las huertas que hay en torno de la villa. La primavera, con todas sus galas, mostraba allí entonces su hermosura y sus atractivos. En el borde de las acequias, por donde corría con grato murmullo al lado de la senda el agua fresca y clara, había violetas y mil silvestres y tempranas flores que daban olor delicioso. Los manzanos y otros frutales estaban también en flor. Y la hierba nueva en el suelo y los tiernos renuevos en los álamos y en otros árboles lo esmaltaban   -194-   todo de alegre y brillante verdura. Los pajarillos cantaban; el sol naciente doraba ya con vivo resplandor los más altos picos de los montes y un ligero vientecillo doblegaba la hierba y agitaba con leve susurro el alto follaje.

D. Paco caminaba tan embebecido en sus malos y negros pensamientos, que en nada de esto reparaba.

No tardó en salir de las huertas y en encontrarse entre olivares y viñedos; pero él huía de los hombres; no quería ver a nadie ni que nadie le viese, y tomó por las menos frecuentadas veredas, dirigiéndose hacia la sierra peñascosa, donde la escasez de capa vegetal no permite el cultivo, donde no hay gente y donde está pelada la tierra o sólo cubierta a trechos de malezas y ásperas jaras, de amarga retama, de tomillo oloroso y de ruines acebuches, chaparros y quejigos.

Aunque le fatigó algo su precipitada carrera, D. Paco no se detuvo a reposar, sentándose en una peña, hasta que dio por seguro que se hallaba en completa soledad, casi en el yermo, sin que nadie le viese, le oyese y le perturbase.

Apenas se sentó, se diría que los horribles recuerdos que le habían arrojado de la villa, que venían persiguiéndole y que se habían quedado algo atrás, le dieron alcance y empezaron a picarle y a morderle otra vez. Recordaba con rabia la dependencia servil con que el interés y la gratitud le tenían ligado al cacique, el yugo antinatural que le había impuesto su hija, los desdenes que Juanita le había prodigado y los   -195-   favores con que a D. Andrés regalaba. Pensó después en la burla de que sería objeto por parte de todos sus compatricios cuando se enterasen de lo que pasaba en su alma, y se levantó con precipitación para huir más lejos y a más esquivos lugares.

Casi corriendo bajó por una cuesta muy pendiente y vino a encontrarse, después de media hora de marcha, en una estrecha cañada que se extendía entre dos cerros formando declive. Iba saltando por él un arroyuelo y sonando al chocar en las piedras. El arroyuelo, al llegar a sitio llano y más hondo, se dilataba en remanso circundado de espadaña y de verdes juncos. Algunos alerces y gran abundancia de mimbrones daban sombra a aquel lugar y le hermoseaban frondosas adelfas, cubiertas de sus flores rojas, y no pocos espinos, escaramujos y rosales silvestres, llenos de blancas y encarnadas mosquetas.

Sitio tan apacible convidaba al reposo, y convidaba a beber el agua limpia del remanso, cuya haz tranquila, rizándose un poco, delataba la mansa corriente o que el agua no estaba estancada y sin renovarse.

El sol, que se había elevado ya sobre el horizonte y se acercaba al cénit, difundía mucho calor y luz sobre la tierra; y D. Paco, buscando sombra, vino a sentarse en un ribazo y se puso a contemplar el agua antes de beberla.

En medio de su contemplación sintió cierta angustia y escarabajeo en su estómago, porque hacía cerca de veinte horas que no había comido,   -196-   había andado mucho y no había dormido nada. En suma, fuerza es confesarlo, D. Paco tuvo hambre.

Miró a todos lados, como si fuese a cometer un crimen, muy receloso de que alguien pudiera verle, y convencido ya de que su soledad no podía ser mayor, metió la mano en las alforjas, y sacó de allí una blanca rosquilla y un bulto envuelto, bien envuelto en un antiguo número de El Imparcial. ¿Qué había en este envoltorio? El historiador no debe ocultar nada. En el envoltorio, que desplegó D. Paco, había media docena de hermosos pedazos de lomo de cerdo, gruesos como el puño, de los que Juana la Larga había adobado y frito; de los que con el aliño de orégano, pimiento molido, comino y qué sé yo qué otras especias, ya recalentados en la propia manteca entre la que se conservan en orzas, ya extraídos de la manteca y fiambres, seducen a las criaturas más desesperadas y afligidas y les dicen ¡comedme!

D. Paco se preparó a obedecer el irresistible mandato; pero, pensando en aquel mismo instante en que Juana la Larga, la madre de quien causaba su tormento, era quien había guisado aquel lomo, las más tristes memorias se le recrudecieron, y con una magra entre los dedos, al ir ya a tirar un bocado, se le atragantaron en la garganta los dos tan sabidos versos de Garcilaso, que dicen:


¡Oh dulces prendas por mí mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería!



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No quiso Dios, a pesar de todo, que D. Paco las hallase por su mal. Aunque se le saltaron las lágrimas, pudo más el apetito. Ganas tuvo también, en su desesperación, de que las magras se le volviesen veneno; pero en fin, él se comió dos y también la rosquilla.

Hubo un momento en que echó de menos el vino y deploró no haber traído la bota. Luego se resignó y bebió agua, bajando la boca hasta la superficie del remanso.

Por último, como estaba molido de tanto andar, velar y rabiar, y sentía en lo exterior el calor del sol en lo interior el calor del lomo y de la rosquilla, a pesar de su enorme pesadumbre, fue vencido por el sueño y se confortó durmiendo profundamente la siesta, durante la cual sus desventuras y sus penas se diría que se habían sumergido en aquel arroyo como si fuese el Leteo.



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- XXX -

Cuando despertó D. Paco de su prolongado sueño, el sol se inclinaba ya hacia el Occidente: el día estaba expirando.

Las vacilaciones que habían atormentado a D. Paco volvieron a atormentarle, con mayor fuerza mientras que más tiempo pasaba.

Su fuga del lugar le parecía, y no sin razón, que debía haber sido notada por todos y mirada con extrañeza. A él, que ejercía tantos oficios, le habrían echado de menos en muchos puntos.

Se le figuraba que, como no había pedido licencia a nadie, y como su inusitada desaparición carecía de causa confesada por él, todos sus compatricios se esforzarían por hallar esta causa y acabarían por suponerla un acto de desesperación o de despecho. Nadie dejaría de lamentar su fuga si él no volvía al lugar; pero si volvía, la compasión se transformaría inevitablemente en burla y rechifla.

El Imparcial, 7 de diciembre de 1895

No quedaría un solo sujeto que no le preguntase   -199-   con sorna qué había ido a hacer al yermo y por qué le dejaba tan pronto, arrepentido de ser anacoreta. Y los que sospechasen, y no dudaba él de que algunos sospecharían que había querido suicidarse, tomarían a risa lo del suicidio y atribuirían a miedo el que no se hubiese realizado.

Imaginaba él que, vuelto al lugar, no podría sufrir su nueva situación, porque se le figuraría que se mofaban de él cuantos le mirasen a la cara.

Si se fue, dirían, porque había aquí algo que no podía aguantar, ¿por qué vuelve ahora, se resigna y lo aguanta?

D. Andrés, sobre todo, le despreciaría y le escarnecería, allá en sus adentros, calculando que la fuga había sido por lo de los besos a Juanita y que ahora volvía muy resignado a llevarlos con paciencia y hasta a verlos dar de nuevo.

A Juanita misma se la representaba muy afligida por lo pronto, llena de remordimientos porque era o iba a ser motivo u ocasión de su muerte y muy inclinada a derramar lágrimas a la memoria de él o sobre su ignorada tumba, si es que le enterraban y ella sabía dónde y no estaba lejos; pero si Juanita le veía otra vez tan campante, ya en las calles de Villalegre acudiendo a sus ordinarios quehaceres, ya en la tertulia de doña Inés haciendo la corte a doña Agustina, Juanita le tendría por la persona más ruin y cuitada del orbe; Juanita se mofaría de él, y D. Paco se estremecía al pensar sólo en la posibilidad de semejante vilipendio.

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Era, sin embargo, muy duro matarse sin gana, y sólo para que la gente tome a uno en serio, le compadezca y no le embrome.

Hubo momentos en que si D. Paco hubiera tenido un revólver, acaso en contravención de todos sus preceptos religiosos y de todas sus sanas filosofías, se hubiera pegado un tiro, pero afortunadamente D. Paco no gastaba armas de fuego y no llevaba ni pistola ni escopeta en aquella disparatada excursión que estaba haciendo, perseguido por los celos como por las Furias Orestes. Una vez se le ocurrió encaramarse en la cima de un escarpado peñasco, precipitarse desde allí de cabeza y hacerse una tortilla. Pero, si no quedaba muerto al punto y sólo se rompía un brazo, una pierna o las dos ¿no le dolería mucho, y quedándose vivo añadiría los dolores físicos a los dolores morales de que había querido libertarse?

Rumiando con amargura todo lo dicho, anduvo D. Paco sin reparar el camino que llevaba, hasta que le sorprendió la noche, oscura como boca de lobo. Ni luna ni estrellas se veían en el cielo, cubierto de densas nubes. Llovía recio y relampagueaba y tronaba.

Nuestro peregrino advirtió con pena que estaba hecho una sopa, y temió que la muerte, que anhelaba y repugnaba al mismo tiempo, pudiera sobrevenirle por la humedad, esgrimiendo en lugar de guadaña reúmas y pulmonías.

A la luz de los relámpagos descubrió que había llegado a una extensa nava, entre las cumbres   -201-   de dos cercanos cerros. Había en la nava mucho heno, grama abundante y a trechos intrincados matorrales en que tropezaba o alta hierba que subía hasta sus muslos, porque no había senda o porque la había perdido.

De pronto oyó mujidos, y al resplandor fugaz de los relámpagos creyó entrever un gran tinglado o cobertizo, debajo del cual se movían bultos mujidores que eran sin duda toros bravos, cabestros, becerros y vacas.

-Hombre del demonio -dijo una bronca voz-. ¿Qué viene usted a hacer por aquí a estas horas y con esta tormenta tan fuerte?

D. Paco, ocultando el lugar de donde era y sin declarar su nombre, dijo que, yendo de camino, se había extraviado, no sabía dónde estaba y buscaba albergue en que pasar la noche.

El boyero, que era piadoso, movido a compasión por la lamentable voz de D. Paco, salió de debajo del cobertizo, vino a él, le tomó de la mano y le sirvió de guía.

Así dieron ambos buen rodeo y llegaron a una choza bastante capaz, donde, al amor de la lumbre y en torno de una gran chimenea que tenía poco que envidiar a la de doña Inés, aunque carecía de escudo de armas, había otros dos pastores, viejos ya, y un chiquillo de diez a doce años que debía de ser hijo del guía de D. Paco.

En el hogar ardía un monte de leña, con cuyo calor pudo D. Paco secarse los vestidos, porque le ofrecieron y él aceptó un banquillo para que se sentase cerca del fuego.

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Apartada de él, sobre un poco de rescoldo y en unas trébedes se parecía una olla, exhalando a través de la rota y agujereada tapadera espesos y olorosos vapores, con no sé qué de restaurante, lo cual produjo en las narices de D. Paco sensación muy grata, porque con tanto andar se le había bajado a los pies el almuerzo. Era lo que había en la olla un guiso de habas gordas y tiernas, con lonjas de tocino y cornetillas picantes que habían de hacerle suculento y sabroso.

Los pastores, así como le habían dado techo amigo donde abrigarse de la lluvia y pasar la noche, le ofrecieron también su rústica cena.

El rubor tiñó las mejillas de D. Paco al ir a aceptarla, pero no fue tan descortés ni tan abstinente que no la aceptase, la agradeciese y aun se aprovechase de ella, compitiendo en apetito con los boyeros.

Sin querer le avergonzaron también por otro estilo: con su leal franqueza. A él, que se ocultaba y mentía, le contaron cuanto había que contar de la vida de ellos y de sus lances de fortuna, y de los sucesos de la pequeña cortijada, no muy lejos de allí, de que eran naturales. Ponderaron también la ferocidad de los toros que ellos cuidaban, se quejaron de la poca reputación que tenían aún y pronosticaron que al fin habían de abrirse camino hasta la magnífica plaza de Madrid, donde competirían con los de Veragua y los de Miura matando caballos a porrillo y metiendo en un puño los animosos corazones de Lagartijo y de Frascuelo.

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Terminadas la cena y la conversación, todos se acostaron sobre sendos montones de hierba seca y durmieron como unos patriarcas.

D. Paco se despertó y levantó al rayar el día, imitando a los que le albergaban. Supuso para salir del paso que iba a Córdoba, y en este supuesto, los boyeros le indicaron el camino que debía seguir.

Se despidió D. Paco mostrándose agradecidísimo, y pronto se alejó de la nava, marchando de prisa por la senda que le habían indicado.

A solas otra vez consigo mismo, los negros pensamientos resurgieron de las profundidades de su alma y volvieron a atormentarle.

Como él reflexionaba mucho, se estudiaba y se sumía en el abismo de su propia conciencia, procuró explicarse el singular fenómeno que en ella se estaba presentando. Entonces creyó percibir que él hasta muy tarde, hasta ya viejo, había empleado y gastado la vida en ganarse la vida, y había carecido, acaso por dicha, de desahogo y de vagar para fingirse primores ideales y ponérselos ante los ojos del alma como atractivo de su deseo. Toda aspiración suya había sido hasta entonces modesta, prosaica y pacíficamente asequible; pero Juanita había venido en mal hora a turbar su calma y a aguijonear su fantasía para que remontase el vuelo a muy altas regiones, donde, si bien había más luz, había también tempestades que su alma pacífica y sólo acostumbrada al sosiego apenas podía sufrir.

En resolución, D. Paco vino a creer que la   -204-   aparición tardía de lo ideal, casi muerta ya su juventud, y el nacimiento póstumo de aspiraciones que sólo por ella deben ser fomentadas, era lo que le traía tan desatinado, tan infeliz y tan loco. Volver al lugar en aquel estado de ánimo, con menos pretexto para volverse que el que había tenido para irse, le haría sin duda objeto del escarnio de todos sus amigos y conocidos, como no hiciese la atrocidad de matar a dos o tres, y él, que era blando de condición, se consideraba incapaz de ello. Por otra parte, y mientras en Villalegre permaneciese, juzgaba él que sería ya inútil para todo y que no valdría ni para secretario del Ayuntamiento, ni para consejero de D. Andrés, ni para colaborador del escribano, ni para pasante de los abogados Peperris.

En consecuencia de estos no articulados discursos decidió algo al cabo: decidió desterrarse para siempre de su patria e ir a otras villas o ciudades en busca de reposo y de mejor fortuna.

Sólo así lograría curarse de su amor por la pícara e indigna Juanita, hacer pie y caminar por lo firme, en vez de ir por las nubes o de nadar por el éter, y sin matarse y sin matar a nadie, sino siendo útil al prójimo, ser de nuevo respetado y querido de las gentes.

Ya que los boyeros le habían indicado el camino para ir hacia Córdoba, D. Paco, menos alborotado que el día antes, siguió en aquella dirección, pues camino no había. Las estrechas sendas eran muchas, y él a la ventura las tomaba, sólo procurando huir de la vista de todo ser humano   -205-   porque aún tenía vergüenza de que le viesen.

Ora andando, ora parándose a reposar, se le pasó todo el día y llegó su segunda noche de vagabundo.

No sabía dónde se hallaba, pero creyó que se despertaba en él una vaga reminiscencia de aquellos sitios. Era una dilatada dehesa o coto, donde había de haber abundancia de conejos y liebres. El terreno era quebrado y cubierto de matas o monte bajo. Sólo a trechos descollaban algunos pinos, hayas y encinas.

Pronto la oscuridad lo envolvió todo. Aunque no llovía, estaba muy nublado, y él distinguía confusamente los objetos. El silencio era profundo. Le rompía sólo, de vez en cuando, tal cual ráfaga de viento suave que agitaba las hojas, o alguna liebre que brincaba o atravesaba corriendo por entre las matas.

No sé cómo reconoció o creyó reconocer don Paco que se hallaba en aquel momento más cerca de Villalegre; que se hallaba a menos de dos leguas de distancia, en un coto, propiedad de don Andrés y donde D. Andrés solía venir a cazar.

Se confirmó más en esta idea al ver de pronto una lucecita que a cierta distancia brillaba en las tinieblas, según sucede a menudo a los niños cuando en los cuentos de hadas se extravían en un bosque.

El Imparcial, 11 de diciembre de 1895

D. Paco era valeroso y no propendía, sin ser incrédulo, a recelar frecuentes y medrosas apariciones de vestiglos, de almas del otro mundo o   -206-   de otros seres sobrenaturales. En aquella ocasión, sin embargo, tuvo su poquito de miedo, pero le venció y caminó resuelto y derecho hacia la luz para ver lo que era.

Se había fundado su miedo en que reconoció que la luz salía de la casilla del viejo guarda del coto, el cual había muerto la víspera de la salida de D. Paco de Villalegre, y era muy poco probable que D. Andrés hubiese nombrado en seguida a otro guarda para donde apenas había cosa que guardar. La casilla, en opinión de D. Paco, tenía que estar desierta. ¿Quién había encendido luz y estaba en la casilla? ¿Sería el alma en pena del viejo guarda, que tenía fama de haber sido más que travieso en sus mocedades y hasta bandolero acogido a indulto?

D. Paco se armó de valor y se dirigió a averiguarlo, contento de tropezar con una aventura que de sus desventuras le distrajese.



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- XXXI -

Sin hacer ruido, llegó D. Paco a la casilla y vio que la puerta estaba cerrada con cerrojo que había por dentro. La luz salía por un ventanucho pequeño, donde, en vez de vidrios, había estirado un trapo sucio para resguardo contra la lluvia y el frío. Con el estorbo del trapo no se podían ver los objetos de dentro; pero D. Paco se aproximó y reparó en el trapo tres o cuatro agujeros. Aplicó el ojo al más cercano, que era bastante capaz, y lo que vio por allí, antes de reflexionar y de explicárselo, le llenó de susto. Imaginó que veía a Lucifer en persona, aunque vestido de campesino andaluz, con sombrero calañés, chaquetón, zahones y polainas. La cara del así vestido era casi negra, inmóvil, con espantosa y ancha boca y con colosales narices llenas de verrugas y en forma de pico de loro. D. Paco se tranquilizó, no obstante, al reconocer que aquello era una carátula de las que se ponen los judíos en las procesiones de Villalegre.

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El enmascarado guardaba silencio y estaba sentado en una silla, apoyados los codos en una vieja y mugrienta mesa de pino.

En otra silla estaba enfrente otra persona en quien reconoció al punto D. Paco a D. Ramón, el tendero murciano de su lugar, el hombre más rico después de D. Andrés y el más desaforado hablador que por entonces existía en nuestro planeta.

D. Ramón era pequeñuelo, viejo y flaco, pero tenía mucho espíritu y agallas y no se acoquinaba por poco.

Notó D. Paco que tenía las manos atadas con un cordel a las espaldas, y dedujo que le habían llevado allí y que le retenían por violencia. Pronto las mismas palabras del tendero murciano, tan pródigo de ellas, confirmaron la deducción de D. Paco.

-Hombre o demonio -decía-, quien quiera que seas, apiádate de mí y no me atormentes sin fruto. ¿Cómo había yo de imaginar, al volver esta tarde desde mi casería al pueblo, que no dista más de un cuarto de legua, que había de topar contigo y con tu compañero, emboscados entre las mimbreras del arroyo del Hondón, y que me habíais de traer por fuerza a este lugar? Yo no sospechaba que hubiese secuestradores en el día, y caminaba muy seguro. Convéncete, hombre, la ganancia que habíais de hacer ya la habéis hecho. No tratéis ahora de lograr más ganancia. La codicia rompe el saco. A mí me mataréis, pero también a vosotros os darán garrote.

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El enmascarado persistió en su silencio, y a lo del garrote sólo respondió con un ronquido, especie de interjección que en aquella tierra se usa. D. Ramón continuó:

-No acierto a explicarme por dónde llegasteis a averiguar que acababa yo de vender mi mejor vino a los jerezanos y que llevaba 12.000 reales en el bolsillo. Pero, en fin, ya tenéis los 12.000 reales. ¿Por qué no os contentáis? Valiéndoos de ese tintero de cuerno que traíais preparado me habéis hecho escribir a mi mujer para que entregue 2.000 duros si no quiere que me ahorquen.

-Y te ahorcaremos y te descuartizaremos como no los entregue -dijo el enmascarado con voz disimulada y extraña.

-Pues bien podéis ahorcarme y descuartizarme ya, sin seguir moliéndome, porque mi mujer, ¡y vaya si la conozco!, antes que entregar los dineros entregará mi vida y la de todos sus parientes, aunque nos quiera y nos llore después a moco tendido. Oye, ¿has visto tú la tragedia de Guzmán el Bueno?

El enmascarado no dijo que sí ni que no; se limitó a dar otro ronquido. D. Ramón continuó:

-Pues Guzmán el Bueno para no entregar a Tarifa envió a los moros un cuchillo con que degollasen a su hijo muy amado. Los dineros son la Tarifa de mi mujer y no los entregará aunque me degolléis. Lo que no hará tampoco, echando con esto la zancadilla a Guzmán el Bueno, es el gasto inútil de enviaros el cuchillo, aunque sea   -210-   el peor de la cocina. Ya le tendréis vosotros, sin que ella le envíe, para abrirme una gatera en las tripas. Pero seamos razonables: ¿qué vais a conseguir con eso? Compadécete de mí. Mira también por ti y no seas imprudente. Hará ya dos horas que mi mujer me habrá echado de menos, y aun antes de recibir la carta que lleva tu compañero, y no sé cómo ni quién pondrá en sus manos, habrá armado ella una revolución en el lugar, habrá tocado a rebato, y la pareja de Guardia civil y muchos criados míos andarán ya buscándome. No tientes más a Dios. Ponme en libertad. Déjame ir en mi mulita, y yo te lo pagaré si no quieres aguardar a que Dios te lo pague.

El enmascarado siguió sin contestar, aunque dando más ronquidos.

-¿No oyes que yo te lo pagaré? Sobre los doce mil reales que tú y tu compañero os habéis repartido, yo puedo darte hasta otros ocho mil si me dejas libre.

-¿Y cómo? -dijo entonces el enmascarado-. ¿Dónde llevas escondido esos ocho mil reales?

-No seas tonto, hijo mío, no seas tonto. ¿Dónde quieres que los lleve? Yo no tenía más que lo que ya habéis tomado, pero tengo un medio seguro de recompensar tu buena acción.

¿Y cuál?

D. Ramón titubeó entonces. El deseo de seducir al de la carátula y salir pronto de aquel mal paso, satisfaciendo su afán de hablar, de contarlo todo y aun de lucirse, porque era muy jactancioso, luchaba en su alma con el temor de   -211-   empeorar la situación en que se hallaba, sobrexcitando la codicia del bandido.

La manía de hablar pudo más al fin que toda otra consideración juiciosa, y D. Ramón explicó que había un ingenioso procedimiento por cuya virtud tenía él y ponía dinero donde le daba la gana. Bastaba para ello que él escribiese en un papelito determinada cantidad, diciendo páguese y firmando. Cualquiera persona que llevase este papelito en la faltriquera, bien podía estar segura de que era como si llevase la cantidad expresada.

D. Ramón, impulsado por su locuacidad y su fachenda, no supo lo que se dijo... Su explicación de lo que era check o libranza al portador entusiasmó al bandido, el cual le mandó al punto con amenazas que allí mismo, y en el acto, por valor de dos mil duros, le escribiese y le firmase un check.

El tendero murciano conoció la tontería que había hecho, pero conoció igualmente que tenía fácil enmienda, y explicó al de la carátula que los papelitos que allí escribiese y firmase ningún valor tendrían, porque habían de ir, para que valiesen, en hojas dispuestas de cierto modo y arrancadas de un librejo que él se había dejado en casa.

Nada le valió, con todo, para apaciguar al de la carátula. O por poner en duda que fuesen indispensables tales hojas o por despecho de que se las hubiese dejado en casa y no las trajese allí, el bandido, sin atender a razones, y diciendo repetidas   -212-   veces, escríbeme el papelito, se puso a maltratar a pescozones al infeliz maniatado.

D. Paco no pudo sufrir más, fue corriendo a la puerta de la casilla, por fortuna vieja y desvencijada, y descargando sobre ella con todos sus bríos, un diluvio de patadas, de puñetazos y garrotazos, consiguió en pocos segundos arrancarla de los goznes y derribarla por el suelo con estrepitoso sacudimiento que hizo retemblar las paredes.

El bandido se sobrecogió de terror porque imaginó al principio que el viejo guarda, o lleno de envidia por la ventura que otros iban a lograr, o enojado porque le profanaban su mansión donde el día antes había estado todavía de cuerpo presente, venía ahora capitaneando una legión de demonios para llevársele al infierno. ¿Qué criatura mortal podía aparecerse a aquellas horas y en tan apartado sitio?

El bandido, no obstante, se recobró del susto y acudió a la defensa.

Echó mano del trabuco, que tenía en un rincón de la estancia, y fue al cuarto contiguo donde había caído la puerta y estaba la entrada. Allí apenas se veía, porque la única luz era la de un candil atado en la otra estancia a una tomiza que pendía de una viga del techo; pero el de la carátula5 vio el bulto de un hombre que se precipitaba sobre él, y dijo: -¡Tente o mueres! -y le apuntó con el trabuco.

Todo ello fue con rapidez maravillosa.

D. Paco estaba ya casi encima del bandido, y   -213-   al mismo tiempo que éste disparaba, le sacudió tan tremendo garrotazo en el brazo izquierdo, que le hizo soltar el arma y dar con ella en el suelo.

El tiro salió antes, pero, torcida ya la dirección, las postas, sin tocar a D. Paco, fueron a agujerear el muro.

El de la carátula retrocedió para evitar nuevo golpe; y, aunque magullado por el que había recibido, sacó de la faja que rodeaba su cintura una truculenta navaja de Albacete, de las de virola y golpetillo, de las que llevan la inscripción


Si esta víbora te pica
no hay remedio en la botica,



la abrió con el temeroso ruido que produce la rodaja al encajar en el muelle, y se lanzó otra vez sobre su adversario, pero el bandido estaba ya falto de serenidad y quebrantado por el dolor del primer golpe. No supo ser certero y en balde abanicó el ambiente con su mortífero instrumento.

El Imparcial, 11 de diciembre de 1895

D. Paco, sereno y decidido, se apartó a un lado, brincó y salvó el bulto y sacudió otra vez tan fiero garrotazo en los lomos del de la carátula que le hizo caer en el suelo boca abajo. Tendido ya en el suelo el bandido, D. Paco se ensañó algo, y sin compasión le dio cuatro o cinco palos más.

Como no se quejaba ni rebullía, D. Paco le creyó muerto. Se agachó, no obstante, con precaución y le quitó de la mano la navaja.

En seguida llegó D. Paco a donde estaba don   -214-   Ramón, que le reconoció y con viva efusión le dio las gracias.

D. Paco desató el cordel que tenía a D. Ramón amarrado.

-Alúmbreme usted con el candil -le dijo-. Voy a ver si ha muerto ese hombre.

A la luz del candil se llegó D. Paco al que estaba boca abajo tendido por el suelo y le puso boca arriba. La carátula se le había caído.

D. Paco y D. Ramón se quedaron absortos al reconocer a Antoñuelo.



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- XXXII -

Por dicha no había recibido ningún garrotazo en la cabeza; pero estaba derrengado, molido y lleno de contusiones.

Seguro ya de que vivía, y por instigación del tendero murciano, que no se aquietaba hasta recobrar, en parte al menos, el dinero robado, D. Paco registró a Antoñuelo y le encontró cuatro mil reales, que devolvió a su dueño.

Los otros ocho mil se los había llevado el compañero de Antoñuelo, el cual, por director y maestro en el arte, había tomado doble porción de botín.

Antoñuelo sentía agudos dolores; no formulaba palabra alguna, pero lanzaba gemidos lastimeros.

D. Paco se apresuró a salir de allí, volviendo cuanto antes al lugar con el libertado y el vencido.

  -216-  

La poderosa mula de D. Ramón, aparejada aún con muy cómoda y ancha albarda, se hallaba en un corralejo o pequeño cercado contiguo a la casilla.

Sacó D. Paco la mula, hizo que montase en ella su dueño, y levantando después a Antoñuelo, que apenas se podía mover, y llevándole en peso con alguna dificultad, le plantó a las ancas. Él cargó luego con el trabuco y la navaja, trofeos de su victoria, y echando delante la mula y su doble carga, se dirigió hacia el lugar.

Al ir caminando daba infinitas gracias a Dios porque le había puesto en ocasión de castigar un delito y de evitar otros mayores y porque le había proporcionado un medio de volver a la patria con justo motivo y sin ningún sonrojo.

Aunque caminaron despacio, llegaron al lugar entre una y dos de la noche, sin hallar a nadie en el camino.

Inquieto D. Andrés por la suerte de D. Paco, había enviado en balde a muchas personas para que le buscasen. También la tendera había enviado gente en busca de su marido. Todos con mal éxito se habían vuelto al lugar antes de media noche.

Cuando mucho más tarde entraron en él don Paco y su comitiva, los villalegrinos estaban durmiendo.

D. Paco, procurando y logrando no llamar la atención, dejó a Antoñuelo a la puerta del herrador, su padre. Libre ya D. Ramón del poco agradable socio de montura, se despidió de don   -217-   Paco con nuevas y fervorosas manifestaciones de gratitud y se largó a su casa.

D. Paco se fue a reposar a la suya.

Como el médico estaba viejo y averiado y tenía no poco que hacer, D. Policarpo ejercía también, con consentimiento del médico, la medicina y la cirugía. El herrador le llamó al punto para que curase a su hijo.

D. Policarpo le atendió muy bien y pronosticó que le curaría pronto, porque sus contusiones, si bien en extremo dolorosas, no eran de peligro ni daban que temer por su vida.

Apenas amaneció, D. Policarpo, sabedor de que D. Andrés estaba inquietísimo por la suerte de su amigo o como dijéramos de su ministro, fue a casa del cacique, que se despertaba con el alba y le pidió albricias y le dio la buena nueva de que D. Paco había parecido. Como el boticario sólo había visto al magullado Antoñuelo y no sabía bien lo ocurrido, hizo su composición de lugar, y fantaseó y dijo a D. Andrés que entre D. Paco y Antoñuelo había habido una muy reñida pelea, sin duda por los bellos ojos de Juanita; que la pelea había sido en mitad del campo, durante la noche; que D. Paco había quedado ileso y que el pobre Antoñuelo estaba tal, que se le podían comer con cuchara, pero que él, con su ciencia y sus cuidados, le sanaría muy pronto.

D. Andrés holgó mucho de que hubiese vuelto sano y salvo el secretario del Ayuntamiento, que le era utilísimo y a quien profesaba más amistad que a nadie.

  -218-  

No por eso quiso llamar a D. Paco ni ir a verle en seguida, turbando el reposo de que sin duda había menester; pero no creyó en el duelo o pendencia que D. Policarpo había supuesto y contado.

D. Andrés, aunque muy estimulado por la curiosidad, se armó de paciencia y de calma y aguardó dos o tres horas antes de dar un paso para descubrir lo cierto.

Bien sabía él que el mayor amigo y confidente de D. Paco era el maestro de escuela, y a eso de las ocho, cuando ya la escuela había empezado y D. Pascual debía de estar en ella, D. Andrés le envió a llamar a su casa.

El mozo que llevó el recado volvió diciendo que D. Pascual había salido al rayar el alba, que no había vuelto aún, que los niños estaban dando lección con el ayudante, y que no bien volviese D. Pascual y supiese que D. Andrés le llamaba, iría a verle al punto.



  -219-  
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- XXXIII -

Don Paco, después de vagar en la soledad por espacio de dos días y después de tantas penas, emociones y lances, anheló para desahogo confiarse por completo con alguien. ¿Y con quién mejor que con el maestro de escuela, hombre de bien, sigiloso y tan excelente y desinteresado amigo, primero de Juanita y de él más tarde?

La mujer del alguacil fue, pues, a llamar a don Pascual de parte de D. Paco.

D. Pascual vino y D. Paco se lo contó todo. No le dio ninguna comisión ni embajada para Juanita; pero D. Pascual, por una benévola usurpación de atribuciones y de empleo, se declaró él mismo y se nombró embajador, se fue a ver a Juanita que, desvelada y triste, se acababa de levantar, y le refirió con fidelidad minuciosa los furores y penas de D. Paco, sus celos, su desesperación, sus propósitos de suicidio o de extrañamiento perpetuo, y por último el combate de la casilla, el delito de Antoñuelo, los golpes que   -220-   éste había recibido y su vuelta y la de D. Paco a Villalegre.

Contó también que el tendero murciano, y su mujer con más impaciente furia, no se conformaban con callarse sin delatar a Antoñuelo y sin enviarle a presidio, si no se les devolvían en el término de tres días los ocho mil reales que no habían recobrado y que el cómplice de Antoñuelo se había llevado consigo.

Según informes adquiridos y comunicados por D. Paco, Antoñuelo por nada del mundo diría el nombre y la condición del forastero que había cometido con él el delito. Por otra parte, aunque Antoñuelo le delatase, de nada valdría esto para recobrar los ocho mil reales por medio de la justicia, sin envolver en el proceso al hijo del herrador y condenarle y perderle.

El afecto profundo y extraño, como de madre o como de hermana, que Juanita había sentido por Antoñuelo toda su vida, renació entonces con vehemencia en su corazón, olvidándose de los groseros agravios con que la había ofendido aquel mozo.

Juanita se propuso salvarle, lograr que se echase tierra al asunto, y evitar su deshonra y su ida a presidio, aunque para ello fuese menester buscar los ocho mil reales en el mismo infierno.

A esta penible agitación de Juanita se contraponía en su alma otra agitación dulcísima, otro sentir, en vez de penible, delicioso y beatificante, que aumentaba y enardecía su amor al saberle tan bien pagado, y que lisonjeaba su orgullo.   -221-   A pesar del dolor y del sobresalto, que la conducta criminal de Antoñuelo y sus consecuencias le causaban, Juanita se juzgó venturosa, y sin duda lo era.

Sólo faltaba ya, y urgía y no daba un instante de espera, el desengañar a D. Paco, el persuadirle de que ella era inocente y el convencerle de que ella le amaba.

Ya D. Pascual en su largo coloquio con D. Paco, había hecho esfuerzos para convencerle de la inocencia de Juanita. D. Pascual le aseguró que él conocía muy bien el noble y leal carácter de ella y cuán virtuosa y honrada había sido siempre en medio de la completa libertad en que había vivido, sin que su madre la vigilase y la tuviese siempre a su lado. Su madre había tenido que ir a las casas a donde la llamaban a trabajar, dejando a Juanita, o con una criada o completamente sola cuando ni criada tenía. Juanita, además, sin que nadie la acompañase ni mirase por ella, había pasado de la niñez a la mocedad en medio de las calles y en trato y conversación con toda clase de personas. Nadie, sin embargo, se le había atrevido, porque ella sabía hacerse respetar, y ni las personas más maldicientes habían formulado nunca contra ella una acusación fundada que pudiera en lo más mínimo deslustrar su decoro.

Lo que D. Paco había visto, lo que había causado su enojo y su desesperación, no era, por consiguiente, culpa de Juanita, sino inmotivado atrevimiento de D. Andrés, quien si algo logró   -222-   por sorpresa, fue rechazado violentamente en seguida.

D. Paco sostenía además que Juanita no había provocado la audaz acometida de D. Andrés, a la que daba por única causa el engreimiento del cacique y su convicción de que todo había de rendirse a su voluntad y ser propicio a su deseo.

No bien se enteró Juanita de todo esto oyendo hablar al maestro de escuela, procuró que terminase la visita y que éste se fuese.

Cuando se vio sola, sin hablar a su madre para no perder tiempo, tomó el pañolón, se le echó de cualquier modo en la cabeza y se fue a casa de D. Paco escapada.



  -223-  
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- XXXIV -

Llegó Juanita a la casa, llamó a la puerta y salió a abrirle la mujer del alguacil. Juanita le dijo:

-¿Está D. Paco en casa? ¿Está levantado y solo? Necesito verle y hablarle sin tardanza.

-Solo y levantado está en la sala de arriba -dijo la mujer del alguacil.

El Imparcial, 12 de diciembre de 1895

Sin aguardar más contestación ni más permiso, Juanita apartó a un lado a su interlocutora, echó a correr, subió las escaleras, dejó el mantón en un banco de la antesalita y entró destocada en la sala donde estaba D. Paco.

La sorpresa y el júbilo de éste fueron indescriptibles, por más que estuviese receloso aún de que en los atrevimientos de D. Andrés la coquetería de Juanita había entrado por algo.

Agradecido a la visita no esperada, D. Paco se mostró muy fino, pero disimuló su alegría y procuró poner el rostro lo más grave y severo que pudo.

  -224-  

-No estés enfurruñado conmigo -dijo Juanita tuteándole por primera vez-. Yo estaba celosa de doña Agustina y enojada contra ti con tan poca razón como tú estás ahora enojado; yo quería darte picón. Soy leal. Confieso mi culpa y me arrepiento de ella. Es cierto; provoqué a D. Andrés sin reflexionar lo que hacía. Perdónamelo. Me besó por sorpresa, pero le rechacé con furia. Te lo juro, créeme; te lo juro por la salvación de mi alma: no le rechacé porque tú entraste, y más duramente le hubiera rechazado yo si tú no entras. Vengo a decírtelo para que me perdones, porque te amo. Quiero que lo sepas; estoy arrepentida de haberte despedido, y me muero por ti y no puedo vivir sin ti.

¿Qué había de hacer D. Paco sino ufanarse, enternecerse, derretirse y perdonarlo todo al oír tan dulces y apasionadas frases en tan linda y fresca boca? No sabía, sin embargo, qué decir ni qué hacer, y como generalmente ocurre en tales ocasiones, dijo no pocas tonterías.

-Apenas puedo creer -dijo-, que no repares ya en mi vejez, que no pienses en que puedo ser tu abuelo y que me quieras como aseguras. ¿Pretendes acaso burlarte de mí y trastornarme el juicio? ¿Te propones halagarme con la esperanza de una felicidad que no me atrevía ya a concebir ni en sueños, para matarme luego desvaneciéndola?

-No, vida mía: yo no quiero desvanecer tu esperanza, sino realizarla. Yo quiero darte la felicidad, si juzgas felicidad el que yo sea tuya. Si   -225-   no me desprecias, si me perdonas, si no me crees indigna, nos casaremos, aunque rabie doña Inés de que yo no sea monja, aunque D. Andrés te retire su favor, aunque se nos haga imposible la permanencia en este pueblo, y aunque tengamos que irnos por ahí, acaso a vivir miserablemente. No lo dudes; si fuese posible que D. Andrés se prendase de mí hasta el extremo de querer casarse conmigo, yo le despreciaría por amor tuyo aunque fueses tú mil veces más pobre de lo que eres: yo le cantaría la copla que dice:


«Más vale un jaleo probe
y unos pimientos asaos,
que no tener un usía
esaborío a su lao.»



D. Paco, al oír esto, apenas pudo ya contener y ocultar su emoción.

Un estremecimiento delicioso agitó sus venas como si por ellas corriesen luz y fuego en vez de sangre. Estuvo a punto de echarse a los pies de Juanita y besárselos, pero aún se reportó y dijo:

-Quiero creer, creo en tu sinceridad de este momento. Mi modestia, con todo, me induce a temer que tal vez te alucinas, que tal vez tú misma te engañas, que tal vez te arrepientas del paso que das ahora. Eres tan hermosa que puedes ambicionar cuanto se te antoje. Y D. Andrés no es un usía desaborido como el de la copla; es una persona inteligente, estimada y respetada por todos; mejor y mucho más joven que yo.

  -226-  

-Será todo lo que tú quieras, mas para mí tú eres el más inteligente, el más joven y el más guapo.

Todavía, escudado por su humildad, trató don Paco de ocultar que estaba ya satisfecho, que había depuesto su enojo y que sus recelos se habían disipado. Con menos seriedad, sonriendo y entre veras y burlas, dijo:

-Me fío de ti: conozco que hablas con el corazón. No, no piensas en engañarme; pero sin duda tú misma te engañas.

Y para poner más a prueba la vehemencia y la firmeza del amor de Juanita, añadió luego:

-Es inverosímil que tú, si D. Andrés, como parece evidente, está enamoradísimo de ti, le desdeñes y me prefieras y me ames ahora, cuando antes, que no tenías a D. Andrés, era a mí a quien despreciabas. Pues qué, ¿ignoras que yo soy un pobre diablo, dependiente de él, y que él es poderoso, rico, respetado y temido aquí, estimado y favorecido por el Gobierno, y caballero Gran Cruz, con excelencia y todo?

-¿Y qué me importa a mí su excelencia? A ti y no a él debió el Gobierno dar la Gran Cruz, ya que todo lo bueno que se hace en este lugar eres tú quien lo hace.

Calló un momento y prosiguió con dulce risa como quien de súbito tiene una idea que le agrada.

-Esta injusticia quiero remediarla yo; pero necesito antes que tú me proclames y me jures   -227-   por tu reina. Sé mi súbdito fiel. Sométete. Júrame por tu reina y tu reina te premiará. Júrame.

D. Paco se sometió sin más resistencia. Se hincó de rodillas a los pies de ella y exclamó entusiasmado:

-¡Te juro!

Juanita, impulsada irresistiblemente por la idea rara que había concebido, apartó con gran rapidez el pañolillo que llevaba al pecho, prendido con alfileres, sacó sus tijeras del bolsillo del delantal y se desabrochó dos o tres corchetas del vestido.

D. Paco, siempre de hinojos, la contemplaba embelesado y curioso. Ella introdujo los dedos por bajo del vestido y desató un listoncillo de seda azul que le ceñía al pecho la limpia camisa. Tiró de él y le sacó de la jareta, calada y bordada, trabajo primoroso de su diestra mano. Cortó, por último, con las tijeras un buen pedazo del listoncillo y se le puso a D. Paco en el ojal del chaquetón, afirmándole con una lazada.

-Yo te concedo, en atención a tus altos méritos y servicios -dijo con solemnidad- esta bonita condecoración, que vale mil veces más que la que tiene D. Andrés, y te declaro mi caballero y Gran Cruz de la orden de los celos disipados. Por eso es azul el listoncillo como las flores del romero.

D. Paco se levantó, sin pizca ya de celos, porque todo se convirtió en amor, y dijo:

-Tú me citaste una copla: no quiero ser menos; voy a citar otra, aunque tenga que llamarte   -228-   en ella, no por tu nombre, sino como se llama la madre de tu santo.


Las flores del romero
niña Isabel,
hoy son flores azules
mañana serán miel.



Y si han de ser miel mañana, ¿no es mejor que lo sean en este mismo instante?

D. Paco se acercó a Juanita para besarla.

Ella le separó con suavidad y se esquivó, poniéndose muy seria y exclamando:

-Déjame. No te llegues a mí. Respétame como a tu reina y como mi caballero que eres. Las flores del romero serán miel en su día; ahora no. Ve mañana a mi casa, a las diez y media de la noche. Allí hablaremos con mi madre. Adiós.

Juanita se dirigió para salir hacia la puerta de la sala. Ya en la puerta, volvió la cara, miró a D. Paco, se dio a escape más de treinta besos en la palma de la mano, sopló en ellos y se los envió a su amigo por el aire.

-De cerca y sin alas los quiero yo.

-Ya les cortaremos las alas. En cuantito no sea pecado mortal los tendrás de cerca hasta que te hartes; y dicho esto, recogió el mantón en la antesalita, bajó brincando por la escalera y se puso en la calle.



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- XXXV -

En medio de su alegría por haberse reconciliado con D. Paco, por estar segura de su amor y resuelta a casarse con él aunque doña Inés y el cacique se opusiesen y tuvieran ella, su novio y su madre que ser víctimas de la cólera de tan poderosos señores, Juanita sentía profunda pena por la suerte de Antoñuelo. Su delito le daba horror y no quería volver a verle ni hablarle en la vida, pero le amaba aún con cariño de hermana y presentía que ella acibararía con algo como remordimiento las mayores venturas que pudiera alcanzar si no evitaba que Antoñuelo fuese procesado, deshonrado públicamente y condenado a presidio. Con egoísmo amoroso, sólo del amor mutuo que D. Paco y ella se tenían había ella hablado con D. Paco. Ya en la calle y separada de él, Juanita volvió a pensar en Antoñuelo y a cavilar en un medio de salvarle   -230-   sin que nadie le diese auxilio y siendo ella su única salvadora.

Con este propósito se presentó en casa del tendero murciano, que la recibió estando con su mujer doña Encarnación solos en la trastienda.

No lloró Juanita, porque tenía muy hondas las lágrimas y rara vez lloraba, pero con acento conmovedor y apasionado les rogó que se callasen sobre lo ocurrido, prometiéndoles que en el término de seis meses ella les daría los ocho mil reales que el forastero se había llevado. Contaba para esto con la voluntad de su madre, de la cual estaba cierta de disponer como de su propia voluntad. Su madre tenía dado a premio dinero bastante para salir de aquel compromiso, y en el término marcado de los seis meses podía cobrar dicho dinero. Su madre además era propietaria de la casa en que vivían, y si bien la casa estaba fuertemente gravada con un censo, todavía podría producir, vendiéndola, muy cerca de los mencionados ocho mil reales.

Doña Encarnación habló antes que su marido, y dijo al oír aquellas proposiciones:

-Tú estás loca, hija mía, y yo supongo que ni tu locura será contagiosa ni se la pegarás a tu madre. Imperdonable estupidez sería que ambas os arruinaseis por salvar a un pillastre. Anda, déjale que vaya a presidio. Aquel es su término natural e inevitable. Si ahora le salvaseis, en seguida volvería a hacer de las suyas y a dar nuevo motivo para que le apretasen el pescuezo.   -231-   Vuestro sacrificio no sólo sería inútil, sino también perjudicial.

El Imparcial, 15 de diciembre de 1895

-Los consejos de usted -contestó Juanita-, y perdone usted que se lo diga, son aquí los inútiles. Contra mi firme resolución no hay consejo que valga. No son consejos sino dinero o crédito lo que yo necesito. Si tuviera yo en mi arca los ocho mil reales, los hubiera traído y se los hubiera dado a ustedes en cambio de un papel, firmado por ustedes, donde declarasen que Antoñuelo nada les debía y que no tenían contra él la menor queja. No tengo el dinero, pero estoy segura de poder reunirle antes de seis meses. ¿Quieren ustedes firmar el documento de que he hablado desistiendo de toda queja contra Antoñuelo y recibir en cambio otro documento en que yo me comprometa a pagar los ocho mil reales? Este es el asunto, y no hay para qué andarse por las ramas. Conteste usted, D. Ramón, y diga que sí o que no.

-Pues mira, Juanita -contestó el interpelado-: yo digo que no, porque no quiero ser cómplice de tu locura y porque un pagaré firmado por ti, que eres menor de edad, no vale un pitoche.

-El pagaré, aunque apenas tengo aún veinte años, valdría tanto como si yo tuviese treinta. Nunca he faltado a mi palabra hablada: menos faltaré a mi palabra escrita. Para cumplir el compromiso que contrajese, me vendería yo si no tuviese dinero.

A D. Ramón se le encandilaron algo los ojos,   -232-   a pesar de que doña Encarnación estaba presente, y dejó escapar estas palabras:

-Si tú te vendieses, aunque en el lugar son casi todos pobres, yo no dudo de que tendrías los ocho mil reales; pero yo no quiero que tú te vendas.

-Ni yo tampoco -replicó la muchacha-. Lo dije por decir. Fue una ponderación. Los bienes de mi madre son míos: ella me quiere con toda su alma y hará por mí los mayores sacrificios. No dude usted, pues, de que dentro de seis meses tendrá los ocho mil reales que ahora me preste, sin necesidad de que yo me venda para pagárselos.

Doña Encarnación la interrumpió entonces diciendo:

-Juanita, nosotros tenemos tan buena opinión de ti, que estamos seguros de la sinceridad y de la firmeza con que prometes pagar; pero si dentro de seis meses no allegas los dineros o porque tu madre, queriéndote mucho, no quiere darlos, o porque no os pagan vuestros deudores y no lográis vender la casa, tu sinceridad y tu firmeza nada valdrán pecuniariamente, aunque moralmente valgan mucho. Tu misma moralidad para este asunto de los dineros, en vez de ser una garantía es un indicio claro del peligro que corremos, si te los prestamos, de no volverlos a ver nunca.

-Sí, hija mía -interpuso D. Ramón-; si en este caso me hipotecases tu inmoralidad, en vez de hipotecarme tu moralidad, estaría yo más seguro   -233-   de cobrar el dinero. Sería una prenda pretoria que daría ricos productos, por mal que se administrase.

Juanita advirtió que el tendero murciano trataba de tomarle el pelo, valiéndonos de una expresión que ahora se emplea en estilo chusco; y como era poco sufrida, empezó a perder la paciencia y dijo bajando la voz, pero aguzando cada una de sus palabras como si fuese una lanceta:

-Ea, déjese usted de bromas insolentes, tío marrano. Piense usted bien en mi proposición y verá que le tiene cuenta. Si acude a la justicia quizás tendrá el gusto de ver en presidio a Antoñuelo, pero de fijo que no verá nunca los ocho mil reales. En cambio, si los da ahora por recibidos y acepta el pagaré que yo le firme, dentro de medio año o antes, y esto es tan claro como el sol que nos alumbra, recuperará sus ocho mil reales y además los intereses que me ponga por ellos, porque yo no quiero que me los adelante por mi linda cara.

-Aunque me insultes llamándome tío marrano, me permitirás que al menos por tu linda cara te perdone el insulto. También me mueve tu linda cara, y no las mezquinas reflexiones que has hecho por mí, a prestarte los ocho mil reales si me prometes que tu madre ha de conformarse con el contrato. De todos modos, ya comprenderás tú, porque tienes sobrado talento, aunque eres inexperta, que yo corro mucho peligro al hacer el préstamo; que el daño emergente   -234-   no es flojo, y que, por lo tanto, tampoco pueden ser flojos los intereses. No obstante, yo aspiro a que, en vez de llamarme marrano, me llames generoso y espléndido. Asómbrate...

Doña Encarnación, que hasta entonces había reprimido su cólera, sufriendo el insulto hecho al enclenque de su marido, por temor de andar a la greña con Juanita y aun de quedar vencida y aporreada, no pudo ya contenerse al ver y al oír a su marido tan melifluo y tan predispuesto a ser dadivoso, y le interrumpió exclamando:

-No te derritas, hombre; no te vuelvas una jalea; no me obligues a que sea yo quien te llame tío marrano. Atiende a lo que haces, y ya que te expones tanto prestando los dineros, que sea con algún fruto.

-Yo no me derrito, yo atiendo a lo que hago -contestó D. Ramón-; pero en vez de responder a las injurias con otras injurias, quiero ser magnánimo y responder con favores y beneficios. Juanita; yo doy por recibidos los ocho mil reales que me robaron con tal que tú me firmes un pagaré, que vencerá dentro de seis meses, por la expresada cantidad, más un pequeño tanto por ciento.

-Mil gracias, Sr. D. Ramón -dijo Juanita-. Escriba usted los dos documentos. Yo me llevaré, firmado por usted, el que me asegure que Antoñuelo quedará libre, y firmaré y dejaré en poder de usted el que declare que le soy deudora.

-Está bien. No hay más que hablar -dijo don Ramón.

  -235-  

Y yendo a su escritorio, redactó los dos documentos en un periquete. En el pagaré se comprometía Juanita a pagar, en el término de seis meses, la cantidad de diez mil reales.

-Ya ves mi moderación -dijo el tendero murciano al presentar a la muchacha el documento para que le firmase-. Me limito a cobrarte sólo un 25 por 100, a pesar del peligro que corro de quedarme sin mi dinero, porque a despecho de todos tus buenos propósitos no tengas un ochavo dentro de los seis meses y tengamos que renovar el pagaré, lo cual me traería grandísimos perjuicios.

-Ya lo creo -dijo doña Encarnación-; como que ahora andamos engolfados en negocios tan productivos, que ganamos un ciento por ciento al año. Créeme Juanita; prestándote los ocho mil reales nos exponemos a quedarnos sin ellos y además a perder otros veinticinco por ciento, o sea otros dos mil reales, que hubiéramos ganado dando a los ocho mil más lucrativo empleo; pero en fin, ¿qué se ha de hacer? Mi señor esposo pierde la chaveta cuando ve un palmito como el tuyo.

-Sea como sea -dijo Juanita-, yo agradezco a ustedes mucho el favor que me hacen.

Y guardándose en la faltriquera el otro documento después de haberle leído y estimado que estaba bien, se despidió de los mercaderes y se fue a su casa.



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- XXXVI -

Arrebatado yo por la corriente de los sucesos, por la importancia que les doy y por la rapidez con que quiero narrarlos, he descuidado la cronología. Está vaga y confusa y conviene fijarla un poco.

Nada más fácil. Basta decir para ello que el día de la fuga de D. Paco acertó a ser Domingo de Ramos.

Como D. Paco vagó todo aquel día y el siguiente, resulta que volvió a Villalegre al empezar el Martes Santo.

Son tales la preocupación y el embeleso de todos los habitantes de Villalegre durante aquella semana, que nadie hubiera notado ni la desaparición ni la vuelta de D. Paco si no hubiera sido él personaje tan notable, tan activo y que por lo común andaba siempre en todo.

Lo que no se hubiera sabido, ni aun en tiempos normales, eran las causas de su ida y de su vuelta. Los celos siguieron sepultados en el más   -237-   profundo silencio por los que los causaron y los padecieron: por D. Andrés, Juanita y D. Paco. Y los delitos de Antoñuelo y los medios que don Paco empleó para remediar unos y frustrar otros hubo interés en callarlos y se logró que los callaran el tendero y su mujer, únicas personas a quien interesaba decirlos.

Sólo se sabía que Antoñuelo había vuelto apaleado; pero, a pesar de los comentarios que se hacían, nadie atinaba con el motivo y pocos sospechaban quién había sido el autor del apaleo.

El tiempo aquel era el menos a propósito para que en Villalegre fijase el vulgo su atención en lance alguno, por extraordinario que fuese, de la vida real contemporánea. La atención general estaba embelesada y suspensa por la pasmosa representación simbólico-dramática que iba a verificarse durante cuatro días consecutivos, teniendo por teatro todo el lugar, con templos, plazas y calles, y teniendo por actores a la mitad o quizás a más de la mitad de los hombres, y por espectadores a la otra mitad de ellos, a todas las mujeres y niños y a no pocos forasteros.

Las procesiones de Semana Santa empiezan el miércoles y terminan el sábado. Yo, que las he visto en mi niñez, en otra población donde son muy parecidas a las de Villalegre, conservo de ellas el más poético recuerdo, por donde imagino que las personas que las censuran carecen de facultades estéticas o las tienen embotadas. Hasta la rudeza campesina de algunos accidentes   -238-   presta a la representación de que hablo candoroso hechizo.

Acaso había accidentes o episodios en dicha representación en que lo sagrado y lo profano, lo serio y lo chistoso y lo trágico y lo cómico desentonaban algo. Celosos y discretos obispos han hecho sin duda muy bien en suprimir estas discordancias o salidas de tono; pero lo esencial de la representación, que consta de procesiones y de pasos, sigue todavía y hubiera sido lástima suprimirlo; hubiera sido un crimen de lesa poesía popular.

A mi ver, hasta en corregir, atildar y perfeccionar lo que se hace, aunque no niego que se presta al atildamiento y a la mejora, es menester andarse con tiento. Puede ocurrir, si es lícito que yo me valga de un símil literario, lo que ocurre con un escrito en verso o prosa cuando el autor, por el prurito de acicalar el estilo, manosea, soba y marchita lo que escribió y lo deja mustio, lamido y sin espontaneidad ni gracia.

Conviene además, para ver aquello con fruto y penetrar su hondo sentido, prescindir de refinamientos y de ideas de lujo y de exactitud indumentaria, adquiridas en ciudades más ricas y populosas. Sólo así y reflexionándolo bien se percibe lo sublime y lo bello de la verdad dogmática que bajo el velo del símbolo resplandece.

El Imparcial, 18 de diciembre de 1895

Menester es que no se arredre por lo áspero de la corteza el que anhele gozar del dulce alimento que para el espíritu ella cela y contiene.

La representación no se limita a ofrecer al   -239-   pueblo un trasunto de la pasión y muerte de Cristo y de la redención del mundo, sino que en cierto modo abarca todo el plan divino y providencial de la historia, como el famoso discurso de Bossuet.

Los seres humanos sin duda no se juzgan dignos de representar a los seres divinos ni se creen idóneos para ello y temen profanar la acción interviniendo en ella inmediatamente. De aquí que todos los momentos del alto misterio de la redención se figuren por medio de imágenes que se llevan en andas y cuyos movimientos silenciosos y solemnes va explicando un predicador desde un púlpito erigido en medio de la plaza y que la muchedumbre rodea. Sólo hablan los seres humanos. Los sobrehumanos callan, salvo algunos ángeles, que cantan lo que dicen.

Así, por ejemplo, el pregonero desde el balcón de las Casas Consistoriales lee en alta voz la sentencia que condena a Jesús a muerte afrentosa en una cruz y entre dos ladrones por enemigo del César y por otros muchos delitos.

El predicador exclama entonces:

-Calla, falso pregonero; calla, viperina lengua, y oye la voz del ángel, que dice...

En seguida aparece, en otro balcón de la casa mejor que está enfrente del Ayuntamiento, el niño de seis o siete años más bonito, más inteligente y de más dulce voz que en el lugar hay; y primorosamente vestido de ángel, con tonelete de raso blanco bordado de estrellitas de oro, con refulgentes y extendidas alas y con corona de   -240-   flores, canta una sencilla y sublime contrasentencia, que comienza diciendo: Ésta es la justicia que manda hacer el Eterno Padre...

Luego explica, con enérgica concisión que no se opone a la claridad, los misterios de la encarnación y de la redención, cuando en la plenitud de los tiempos se una el Verbo increado con la humana naturaleza, glorificándola y haciéndola digna del cielo, y padeciendo en ella y por ella, a fin de lavar sus culpas.

Sólo hechos meramente naturales, en que intervienen personajes secundarios, son representados por hombres.

Hay uno, no obstante, que es muy trascendental, y que también los hombres representan. Es la prefiguración, el reflejo profético del sacrificio del Hijo por el Padre: es el sacrificio de Isaac por Abraham en la cumbre del monte Mória, y que otro ángel impide. El monte está representado en medio de la plaza por un tablado cubierto de verdura. Abraham e Isaac no hablan: sólo accionan. Cuando Abraham tiene ya levantada la cuchilla para sacrificar a su hijo, el ángel le detiene cantando un romance. Isaac recibe entonces la palma del martirio, que ostenta en las procesiones de los días siguientes. Abraham sacrifica un cordero, según los antiguos ritos.

Los principales personajes del Antiguo Testamento discurren en la procesión silenciosos y solemnes, como si la Historia Sagrada tomase cuerpo y apareciese ante nuestros ojos en visión ideal. ¿Que daña a la mente infantil y a la   -241-   rústica buena fe que no se ajuste con exactitud esta visión a la verdad arqueológica, y que en ella no se desplieguen el lujo y la pompa, si la imaginación del vulgo los pone allí con creces? A su vista aparecen, y van pasando, Elías, Ezequiel, Daniel, Isaías, Amós y los demás profetas, así como los reyes, jueces y príncipes; Melquicedec, David, Moisés, Salomón, y qué sé yo cuántos más. Todos llevan el rostro inmóvil de la carátula; y en las potencias, aureola o nimbo que coronan sus cabezas, inscrito el nombre de cada uno. Distínguense además, por los atributos que en sus manos tienen: David lleva el arpa, Salomón un modelo del templo y Moisés las Tablas de la Ley.

Como los profetas hicieron vida áspera y penitente, y no se cuidaron mucho del primor y de la elegancia en el vestir, se llaman los ensabanados, porque sus túnicas y mantos están hechos con sábanas. Y por el contrario, los monarcas y grandes señores se engalanan con todo el lujo que pueden, llevando por túnicas los mejores vestidos de sus mujeres o de sus novias, y por mantos las colchas más ricas de las camas, por lo cual se llaman los encolchados.

Conforme va pasando cada procesión, que suele permanecer tres o cuatro horas en la calle, se ejecutan pasillos, que casi siempre explica un nazareno cantando una saeta. Para prevenir y llamar la atención del público hacia cada pasillo, otros dos o tres nazarenos hacen resonar las trompetas con melancólico y prolongado acento.   -242-   Así, pongo por caso, cuando los evangelistas van escribiendo en unas tablillas lo que pasa y unos judíos tunantes vienen por detrás haciendo muchas muecas y contorsiones y les roban los estilos. Los evangelistas, resignados y tristes, abren entonces los brazos y se ponen en cruz. Las trompetas resuenan otra vez para dar el pasillo por terminado.

Cosas hay de cierto primor artístico y de bien inspirada delicadeza. Así la cruz que llevan en andas, grande y negra como de ébano bruñido con remates primorosos de plata, sin Cristo en ella, que ya se supone resucitado y en el cielo, de la que penden siete anchas cintas verdes, blancas y rojas, de los tres colores de las virtudes teologales. Del extremo de cada cinta va asido un niño o un grupo de niños, representando todos en su conjunto y muy lindamente los siete sacramentos de la santa Iglesia.

Otros niños con vestiduras talares y con alas de querubines llevan en sus hombros el arca de la alianza, como recuerdo de la ley antigua, anterior a la Buena Nueva y a la ley de gracia.

En fin, para mi gusto todo está tan bien, que si no fuera por el temor de que me tildasen de impertinente y de extenderme demasiado en descripciones impropias de este lugar, seguiría relatando sin cansarme y con deleite artístico cuanto se representa en Villalegre en aquellos cuatro días.

Baste indicar aquí que el Viernes Santo al anochecer, se celebra el santo entierro, en el que   -243-   no parecen ya las figuras simbólicas de los personajes de la Antigua Ley; sólo hay nazarenos, hermanos de Cruz, llevando cada cual a cuestas la suya y haciendo gala de que sea pesada y grande, y soldados romanos y no pocos judíos, convertidos ya, en prueba de lo cual llevan en las manos sendos rosarios y van rezando devotamente. Hay, por último, muchos hombres y niños piadosos que alumbran el entierro con velas.

Pero la procesión más solemne y conmovedora es la que se verifica el Sábado Santo desde las nueve de la mañana hasta medio día.

En ella sale únicamente la imagen de María Santísima de la Soledad, que es como el paladión de la villa y que se custodia y venera en el templo más antiguo que existe allí, al otro extremo de la nueva parroquia, en la cumbre del cerro que domina la población, en la Acrópolis, como si dijéramos, y al lado del abandonado castillo del duque, desde donde éste salía con su mesnada a combatir a los moros fronterizos y a entrar en algarada por las tierras granadinas.

Aquella imagen es una obra maestra del arte cristiano en la época de su mayor florecimiento en España. Es cierto que se puede decir que el escultor no hizo más que la cabeza y las manos: el pensamiento puro y celestial y el medio por cuya virtud puede convertirse en acción el pensamiento. Pero aquellas manos y aquel rostro son de admirable belleza. Aquel rostro parece divino, combinándose en él la expresión del dolor más profundo y la humilde conformidad con   -244-   la voluntad del Altísimo. Los ojos de la Virgen son hermosos y dulces; el llanto los humedece. En las mejillas de la imagen hay dos o tres lágrimas como el rocío en las rosas.

En el resto de la imagen no se advierte forma ni dibujo de cuerpo de mujer. Todo está cubierto de un riquísimo y extenso manto de terciopelo bordado de oro.

El artista, al representar el Eterno femenino, la fusión en el dolor de las dos excelencias de la mujer, como virgen y madre, se diría que huyó de lo corpóreo y sólo quiso prestar forma visible al espíritu.

Sobre los adornos y bordados de la túnica de la Virgen se ven las empuñaduras de las siete espadas que le traspasan el pecho.

En la procesión del Sábado Santo, todos los personajes del Antiguo Testamento y los judíos y los soldados romanos se desvanecen y se eclipsan ante la divina imagen de la Virgen. Sólo la acompañan el clero y la muchedumbre piadosa con innumerables velas y cirios encendidos.

Con devoción y recogimiento anda la procesión el camino marcado; pero apenas vuelve y entra de nuevo en su iglesia, todas las campanas de la villa tocan a gloria con estruendoso repique; un toro de cuerda muy bravo sale a la calle y los aficionados le lidian y capean; en la cárcel se da libertad a un preso que hace de Barrabás, y en varios sitios a propósito, donde hay poco peligro de matar a nadie, se ahorcan sendos Judas, o sea grandes muñecos de trapo, rellenos   -245-   de estopa y de triquitraques, contra los cuales disparan tiros los mozos que tienen escopeta, hasta que los Judas arden dando muchos triquitracazos y tronidos.

De esta suerte terminan con el regocijo de la resurrección del Señor las interesantes fiestas de Semana Santa.



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