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Cutres

El dibujo era de mi pertenencia, por espontánea e inmerecida generosidad del artista, como constaba y consta en la dedicatoria al pie, de su puno y letra; lo cual, por sí solo, le daba ya, en mis adentros de hombre agradecido, un valor excepcional. Pero con ser este valor tan grande, aún me parecía mayor el que tenía en absoluto el cuadro, considerado como obra de arte y como primera y palpable revelación, a mis ojos, de los talentos del artista, mozo santanderino, en quien el delicado sentimiento de la tierruca madre no se ha embotado ni se embotará jamás con el roce continuo de la jerga ramplona de los alegatos en papel de oficio; como no ahondarán los barnices de la vida madrileña en la epidermis de su cepa campurriana.

Me complacía yo en pensar esto del artista en presencia de su cuadro, y en creerlo a pies juntillas, porque, para mí, es innegable que ciertas delicadezas de estilo no pueden tenerse sin una exquisita afinación del sentimiento de la cosa tratada; inquiría, como lego, los procedimientos seguidos por el dibujante para lograr aquellos efectos de verdad y de hermosura en su obra; admiraba tan pronto lo acertado de la composición como la destreza de la mano ejecutora del pensamiento; regocijábame en hacer con el mío rápidas excursiones al campo del arte montañés; contaba y clasificaba a los artistas por orden de géneros y hasta de edades; resultábame de tan varias, independientes y ricas manifestaciones, una tendencia común, una perfecta unidad final, como resulta en la fábrica del gallardo monumento con todas y cada una de las partes que le componen y que tan diferentes parecían entre sí, desparramadas y en manos de los artífices que van dándoles la forma determinada por el arquitecto; colábanse por este resquicio la idea de la escuela, el esbozo de la región; algo de lo que puede haber en estas ideas de ilusorio, por espíritu de raza o por embriaguez patriótica; mucho de lo que, aunque irrealizable, tiene de bueno el achaque, por lo fecundo que es en nobles empresas y en generosos esfuerzos locales, que, a la postre, lucen en beneficio y en gloria de la patria común... en fin, hasta pesaba y medía el cuadro, que ya era mío, recordando sitios y espacios, para elegir el más conveniente para colgarle, cuando se me dijo que preguntaba por mí «un hombre de allá».

Hay que advertir que estos «hombres de allá» siempre llegan a mi casa (y llegan cada día desde los de mi mocedad) a la hora y en las ocasiones menos a propósito para entender yo con paciencia en los roñosucos «particulares» que los sacan del lugar: por lo común «expedientes» que «no corren» en estas oficinas; diferencias sobre intereses con el convecino; juicios en apelación al juzgado de primera instancia; cartas de recomendación para el Preste Juan de las Indias, o para el mismo Príncipe de los Apóstoles, portero de la Gloria celestial, «motivao al muchacho que anda por los mundos» y desea mejorar de fortuna, o a «la difunta que falleció» la víspera y pudiera, «con un buen empeño», verse libre de las penas del Purgatorio; a menudo, porque la cosecha ha sido mala, el perdón de la renta o el anticipo «pa salir avante del mayor apuro a la presente»; la fianza para aquello o el consejo para lo otro, y así, por este orden, hasta los pajaritos del aire o los cuernos de la luna, porque, los benditos de Dios, no se paran en barras, puestos a pedir lo hacedero y lo imposible.

En todos estos casos, relatos eternos y digresiones interminables; los puntos litigiosos, sacados a tenaza por mí; salivazos en el suelo, tres libras de barro molido y estirado a pisotones sobre el hule, mal herido, además, por las tachuelas de los blindados borceguíes, y una humera, densa y asfixiante, del tabaco más malo que puede suministrar la Dirección de Estancadas, puesta de intento a darlo de lo peor... Vamos, que me cuestan un sentido, en todos conceptos, esas benditas gentes, que, por remate y «finiquito», no me lo agradecen tanto así... ¿Agradecer dijiste? ¡Buenas y gordas! Gracias que no se me responda lo que cierto compadre a quien yo ponderaba los sudores y congojas que, en dos meses de brega, me había costado poner en claro un derecho suyo desconocido en determinado centro oficial: «Si usté, al meterse en lo que no le importa, supiera teclear como es debido, más pronto... y mejor quizaes, hubiera sido el resultante». ¡Y lo había ganado con costas, y yo le había servido a sus instancias y de balde... y poniendo dinero encima! De veras: hay para pegarlos, muy a menudo. Pues así y todo, sufro y estimo, ¡qué estimar? amo a esos «hombres de allá», por el más sarnoso de los cuales me lío la manta al brazo a cada hora, para habérmelas con el lobo mismo, como si la oveja fuera de mi rebaño, sangre de mis venas, o fibra de mis propias carnes; y frecuento oficinas, y escribo cartas, y molesto a los amigos, y aburro al más paciente y estimado de todos ellos, ¡yo que jamás he «incoado» un expediente propio en ningún centro del Estado, ni por asuntos de mi pertenencia he dado los buenos días, en todos los de mi vida, al más modesto funcionario!

Conste que no lo puedo remediar, y vamos al caso.

Pregunté qué hombre era el que me buscaba, y me respondieron que «uno muy oscuro», que se llamaba no sabían si Blas o si Juan, si Roque o si Gómez, porque el hombre no se dejaba entender.

No caí en la cuenta por estas señales. Pedí algunas más, y a poco rato me dieron estas otras:

-Dice que es Cutres.

¡Cutres! ¡Cutres en la ciudad! Lo menos hacía veinte años que Cutres no ponía los pies en ella. ¿Qué río se había salido de madre, o qué monte se había desborregado en el lugar? Porque, vistos los antecedentes de Cutres, y conocidos como yo los conocía, se necesitaba un verdadero cataclismo para hacerle salir de sus enroñecidos quiciales. De cualquier modo, con la visita anunciada había para que me temblaran las carnes; porque Cutres era de los hombres «de allá» que más me daban que hacer. Siempre tenía en tramitación dos o tres expedientes, dos juicios de faltas «para el sábado que viene», y otros tantos en apelación; y todo ello por ser Cutres el hombre más testarudo que ha nacido de madre; por el condenado empeño de hablárselo todo él solo, después de forjarse las cosas a su gusto en la empedernida mollera. Oía o soñaba el agravio, la reclamación o el consejo; bajaba la cabezona hirsuta, fruncía las cejas grises, cerraba los ojos mortecinos apretando mucho los párpados... y allá va esa descarga de sonidos broncos, desconcertados y feroces, intraducibles en ideas ni en palabras. Se le llamaba a la razón con templadas reflexiones para explicarle el caso, para que oyera, cuando menos. Peor. La interrupción le cegaba más, y el zumbar de su palabreo incesante y confuso, llegaba al mugido del torrente en el fondo de una sima. De tiempo en tiempo, un estampido, una detonación, como si estallara algo allá dentro. Era una interjección, o una desvergüenza, o una injuria: «¡Ajo!... ¡La tal de tu madre!... ¡Ladrón!... ¡Saca-mantas!». Lo único que se le entendía claro en sus tremendos desfogues; y como había testigos, y él no escuchaba a nadie ni quería «volverse atrás de lo dicho», demanda «al consiguiente», y a juicio verbal «el sábado que viene». A este tenor, sus negocios con el Municipio o con la Hacienda; y expediente al canto... y a mí con el mochuelo al otro día, de palabra si me hallaba a la vera, o, si en la ciudad, por el correo, en letras como perojos, que parecían hechas con la ahijada, sobre papel de hilo barbudo, y cerrada la carta con pan mascado.

¡Y este hombre había sido risueño y campechano, cantador y bailarín, la alegría del lugar!... hasta que se acabó «la carretería». Desde entonces, y por eso sólo, se hizo esquivo, lúgubre y desapacible, y se declaró en guerra implacable con todo el género humano. El mundo ya no andaba para él, ni las cosas que pasaban eran valederas ni producían derechos para nadie. Todo estaba fuera de la ley, incluso el tiempo, considerado por Cutres como una suelta, más o menos larga, que tendría su fin más tarde o más temprano, llegado el cual, volvería él a uncir... y hala con lo tuyo por el camino de siempre.

Pero la suelta duraba y duraba... y duraba, y el peso de los años que corrían, aunque ilegales, iba quebrantándole los bríos, arrugándole el pellejo y encorvándole los hombros. Él tenía fe ciega y tenaz en la vuelta de las aguas al abandonado cauce; pero ¿cuándo sucedería eso? Al paso que iba desmoronándosele la armazón, que fue de encina brava en otro tiempo, cuando se tocara a uncir de nuevo y a preparar la mostela, ¿tendría él agallas ya para subirla al carro?

Y esto le impacientaba y le consumía, y con ello iba haciéndose, de hora en hora, más feroz e inaguantable.

A la sazón de preguntar por mí, tenía por acá tres expedientes dormidos en los respectivos centros; expedientes forjados a su manera sobre soñados atropellos del Municipio de allá. Se habían dejado dormir de propio intento y por obra de caridad, porque el menos improcedente de todos ellos contenía descomedimientos y crudezas de sobra para dar que hacer en el asunto, por razón de desacato, al juez de primera instancia. Cutres no quería entenderlo así; y en su empeño obcecado de ver en Ceuta al Alcalde, y en la cárcel al Gobernador que «le encubría», me había puesto a mí para pelar cincuenta veces, de palabra y por escrito, suponiéndome primero tibio en ampararle a él, y, por último, cómplice y encubridor de «los otros», por lo que se me pudiera pegar, «si a mano viene».

¿Había o no para que me temblaran las carnes al saber que Cutres estaba en la ciudad, y a la puerta de mi casa, resuelto a verse conmigo?

Mandé que le hicieran entrar; y entró, poco a poco, a paso de buey, marcando con dos golpes cada pisada de sus enormes borceguíes; en la mano un palo corto, rayado a fuego; vestido de paño pardo y con camisa de estopilla, a la moda de treinta y cinco años atrás. Guardó en un bolsillo del chaleco la punta apagada del cigarro que traía entre los amoratados labios, para darme los buenos días, sin pensar en descubrirse la cabeza; y del modo que ya se le ha descrito, desde el vano mismo de la puerta, donde se quedó parado, me disparó la andanada; pero, en honor de la verdad, no con la artillería gruesa. Así y todo, se llenó el cuarto de ruidos, y temblaron dos cristales mal seguros en sus mortajas. No le entendí una palabra, porque no hubo injuria, ni interjección, ni desvergüenza; lo cual era de agradecer, y se lo agradecí.

Mirándole y admirándole y gozándome en contemplar su estampa original y pintoresca, dejele que se desfogara a su gusto; y cuando ya abrió los ojos y pudo mirarme y verme, con señas y ademanes expresivos le invité a que pasara más adelante y se sentara cerca de mí. Pasó y sentose, poco a poco, muy poco a poco, y al carel de la butaca arrimada a la pared, casi debajo de un aparato telefónico, por más señas. ¡Qué acabado estaba el pobre hombre! ¡qué vicio, qué acartonado y rugoso, y cómo olía a humo de cocina, de cuyo fuego eran señales las cabras que se le veían en las enjutas canillas por debajo de las campanas de sus perneras!

Estando así sentado, quedaba enfrente de él, y muy cerca, el cuadro de que íbamos hablando, colocado sobre una silla, tal como yo le había puesto para contemplarle a mi gusto.

Pensando en la manera de conjurar aquella tormenta que se me había venido encima de repente, en el breve espacio de silencio durante el cual tuvo mi hombre clavados los ojos en el cuadro, y andaba yo con los míos del cuadro a él y de él al cuadro, acordeme de que en la naturaleza bravía e irracional de Cutres había una cuerda sensible y entonable con el sentido común y el lenguaje humano, y traté de herírsela, para distraerle un poco del asunto que le había sacado de casa, a pie y andando, por las señales del barro blanco de sus borceguíes, y por constarme bien que no se movía su cuerpo de otro modo, o en carro de bueyes... ¿El tren?... Primero el coloño de espinos, «arrastrao por las patas, u la horca mesma».

-¿Qué le parece a usted esto? -díjele corriendo más hacía él la silla en que estaba el cuadro.

El hombre, que aunque le miraba no le veía, se encogió de hombros por toda respuesta. Contaba yo con ello, y le añadí:

-Mírele bien, que hay algo ahí que le interesa a usted.

-¿A mí? -exclamó entre admirado y desdeñoso.

-A usted.

Volvió a encogerse de hombros, y volví yo a insistir en que mirara bien, metiéndole el cuadro por los ojos.

-A manera de puente cascao -dijo al fin, después de mirar el dibujo con la cabeza entornada, tan pronto a un lado como a otro, la boca muy abierta y haciendo embudos con los labios. -Y si no lo juere -añadió sombrío- que, no lo sea. A mí, ¿qué cutres me va ni qué me viene en ello? ¡Ajo! En esas penturucas con que tiene apestá la casa de allá, y la de acá por lo que veo, gastará usté los dinerales que estarían mejor gastaos en sacar avante la hacienda ultrajá de un probe como yo. ¡Cutres! A ver cómo anda eso vengo, ¡ajo! y no más que a eso.

Se me iba, se me iba el salvaje por los cerros de su gusto, si no me apresuraba a atajarle.

-Mire usted, Cutres de los demonios, cabezón y testarudo -díjele apuntando al mismo tiempo con el dedo-, ¿ve usted esta figuruca de hombre, metida en una O grandona?

-Pué que la vea -respondió volviendo a mirar como antes.

-Pues es la estampa de un campurriano.

-¿Por ónde es campurriano eso, cutres?

-Por la cara, por la gorra de pelo, por la pipa, por la capa...

-Por el... ¡ajo! ¿Ónde están los zajones? ¿ónde están las albarcas de pico entornao? ¿ónde los escarpines negros con botonaúra?

-¡Otra te pego! ¿No ve usted que esto es un retrato de cintura arriba?

-Y ¿ónde se han visto campurrianos que no tengan ná de cintura abajo, cutres? ¡Y si habré visto yo campurrianos en mi vida!... ¡Ajo!

Ya estaba clavado mi hombre. Expliquele, como mejor pude lo que era un retrato de medio cuerpo de un hombre que le tenía cabal, sin que Cutres cayera de su burro, por supuesto, y le señalé otro detalle del cuadro.

-Esto que usted cree un puente cascado, es un pedazo de una iglesia célebre que está en Cervatos, cerca de Reinosa.

-¡Reinosa! -exclamó estremeciéndose.

-Sí, señor -añadí ahondando en la herida abierta-: Reinosa. Todos estos peñascos, y estos montes algo nublados, y este tronco viejo... y hasta estos patucos que se bañan en esta poza, son cosas de por allá, de Reinosa; y escondido en estos repliegues de los montes, irá el camino real que tanto ha trillado usted.

-¡Treinta y dos años hace -exclamó en un mugido que retumbó en toda la casa-, días más que menos, que no le pisan los mis pies dende Corrales pallá!... ¿Se puede vivir así? ¿No es hora ya de que cambeen las cosas? ¡Ajo! ¡Ladrones dilapidaos!...

Templele un tanto las iras, porque no me convenía tampoco que se dejara llevar de ellas en el terreno en que le tenía ya; y con la ayuda de ciertos toques cuyo buen efecto conocía yo por la experiencia de su trato, le encarrilé blandamente por donde me proponía, seguro de oírle lo que ya me había contado cien veces, pero también de apartarle con ello del negocio de los expedientes; y eso, que no dejaba de interesarme el por qué de su venida a tratar de ellos pico a pico conmigo en la ciudad.

-Aquello era las Indias, ¡las puras Indias, cutres! -llegó a decirme, echándose el sombrero atrás, animado el rostro sombrío y con las dos manos sobre el garrote chamuscado.

-Yo espencé el trajín de mozo, con el carro de mi padre: le gané un platal diendo y viniendo... ¡ajo! lo que se llama un platal. Me casé en su día: la mujer llevó algo de por sí, yo tenía otro poco por mi padre; jallemos quien nos diera a renta lo demás, y como dos pepes, ¡ajo! como dos pepes caímos en la casería... Dos vacas de vientre, una pareja tudanca de lo mejor de la feria... ¡Cuarenta doblones pagó el amo por ellas! Había entonces con ese dinero pa mercar un navío de tres puentes. La pareja curriente, treinta doblones, menos que más. No se conocía el carro de rayos que anda ahora: la carreta de Penaos, que costaba una onza, u el rodal de maera que no pasaba de cuatro duros: la carreta, por estrechuca de llanta, se comía las ganancias en potargos: el rodal de maera, con una llanta postiza, daba mejor cuenta, y eso se estilaba entre los que más, salvo los marinos de Bezana y por ahí, que se metieron en lujos de carros con galga, parejas dobles, mantas y atelajes que tenían que ver, pollos y chorizos en las sueltas; y así salieron ellos al finiquito, cutres, cuando la cosa paró: en cueros vivos y a la temperie del camino real, que ya no daba un . Nusotros, pa un por si acaso, siempre guardemos el quinto pa el alma, como el otro que dijo... A lo que iba: la mujer (que Dios haya perdonao) era un brazo de mar, lo mesmo con hijos que antes de tenerlos; de modo y manera que, al irme yo a porte, no se conocía la falta en casa, porque ella remaba por los dos y amenistraba por deciséis. Salíamos, de cada golpe, los ocho u los doce carros del lugar, en ca compañía. Un sujeto de ellos, el más curriente y avisao de pluma, llevaba el gubierno, con voz y mando, pa la carga en Reinosa y el cobro de la guía en Santander. Siempre juí de éstos, cutres, siempre, por sujeto leal y socorrío en cuentas de retaporción. Pues, señor, que dos días de repaso a la pértiga y al rodal; que amaña esta trichoría; que pon este verdugo; que el encañao del toldo, y la jabonera en su punto; que llegó la hora; y el jabón a la jabonera, y los garrotes del pienso colgaos de los armones detraseros, y la saca de ceba aentro... y hala pallá, cutres, con la pareja enmantá, el eje bien enjabonao por la calentaera, pa que no cantara, porque sí allegaba a cantar, multaban los camineros... multaban, ¡ajo! multaban... y con mucha cuenta y razón, ¡cutres! que a cantar cá carro de aquella senfinidá de ellos, cosa juera de no poderse vivir en los vecindarios transeúntes... ¡Santísimo Cristo de mi padre, cómo estaba aquel camino real por aquellos estonces de la pompa de la carretería!

La repentina visión de ello debió de deslumbrar a Cutres, porque al mencionarlo se llevó las dos manazas a los ojos, dejando caer el palo entre las piernas; y así estuvo a obscuras un buen rato, bufando como un jabalí y balbuciendo palabras que yo no le entendía.

-Le digo a usté -continuó enderezándose y volviendo a empuñar el garrote-, que había veces que no sabía uno cómo enrabarse en la ringlera al abajar al camino, u al salir de la suelta, porque no se jallaba un claro por onde meterse. Aquello era el sinfinito de carros por las dos orillas, diendo el un rosario, y otro que tal golviendo. Lo que a mí me entraba al ver aquel trajín... y al agolerle, ¡cutres, al agolerle tamién! sí, señor, porque agolía: agolía el aire como a jabón recalentao, de tantísimos ejes, con su punto, además, de vaho de las tabernas... Lo que a mí me entraba estonces, no es pa dicho con palabras. Lo mesmo era verme allí, ya me tenía usté con la ahijá por los hombrales, los brazos por encima de ella, colgando dispués palante; y toná va y toná viene, al andar de la pareja y a la vera mesma del carro... Un puro silguero, vaya, porque no cerraba boca en lo mejor del camino. Los otros compañeros, en escomenzando yo, se me iban arrimando poco a poco; y éste ahora y el otro dimpués, acababan por entonar conmigo toos ellos. ¡Offf! ¡Ajo!... y sépase usté, por si no lo sabe, que siempre y en toas partes era yo estonces lo mesmo. Yo nunca supe hasta dispués lo que era la malencunía negra, como ésta que me viene consomiendo y acabando malamente, por culpa de las picardías de otros hombres que han güelto lo de arriba abajo en las cosas de la tierra... ¡Mal rayo los parta, cutres! por la metá de los riñones, ¡ajo!

Viéndole temblar de ira y con los ojos casi cerrados ya, señales infalibles de sus malos propósitos de largarse otra vez por los cerros de su barbarie, atajele de prisa, pero con sumo cuidado para no embravecerle más.

-Vamos -le dije-, a lo que íbamos, y que tanto me gusta oír de boca de usted. En acabando con ello, le ayudaré yo a echar un buen coloño de rayos y centellas sobre esos pícaros malhechores que lo merezcan. Ya estaba usted en el camino real, hecho unas tarrañuelas y cantando como un jilguero, entre dos filas de carros sin principio ni fin, oliendo a jabón recalentado y al vaho de las tabernas. ¿Y qué más?

-La primera suelta -continuó Cutres volviendo dócil, como un buey, al camino hacia el cual le arreaba yo-, era en Somahoz. Allí el pan y el vino pa acompañar al torrendo que usté llevaba de casa. El sueño, encima de la saca. La taberna del portalón onde dejaba usté su hacienda arreglá, escripía de carreteros; los de la Marina, tratándose a cuerpo de rey; los demás, a lo probe; y el más cuerdo, amañándose la probeza en la sartén de su propiedá, en el mesmo por talón, o matando el ujano del hambre a pan y navaja. Yo siempre fui de éstos, ¡ajo! siempre, salvo uno que otro caso, y porque no se dijiera, en este compromiso u en el de más allá... Porque motivos pa echase a perder el mejor de los hombres, los había a manta allí... ¿ónde no los hay, cutres? San Pedro pecó negando a Cristo, y el más justo cae siete veces, aunque se agarre bien... Sobrando el tiempo y siendo las noches largas, había en las sueltas de too, hasta briscas de a peseta el partío, que era cuanto podía haber; y andando la baraja y el vino tan currientes, no es mucho de extrañar que una vez que otra saltara el camorreo entre los más vidrosos, y se alumbrara por remate daque garrotazo... Pero repito que eran habas contás estos desgustos; y bien puede jurarse que nunca se vio en ellos una navaja. ¡Nunca de Dios! ¡Siempre la ahijá! Y en güena hora lo diga, que casqué más de cuatro en las costillas de unos y otros, por amparar a algún compañero: en los jamases por culpa mía. Ahora, si al alcontrarse en el camino la carretería de nusotros, pinto el caso, con la de los litos de Güelna, que tenía lo que se llama vicio de apalear, le decían a uno daque ultraje u disvergüenza, ¡ajo! la cosa ya era difirente, porque no estaba en manos de uno el contenerse; y hasta la güena crianza le obligaba a uno a ventear la ahijá antes con antes. Pero esto, por no buscao y muy pasajero de suyo, no lo cuento yo por males de la carretería. Ya subiendo las Hoces, la primera suelta del meodía era en Santolaya, y la segunda, de noche, en Lantueno. Al romper el alba siguiente, en Reinosa. A tiro hecho y a precio curriente, a cargar. Tantas arrobas en tantos carros; ochenta o noventa de ellas el que más, de una pareja. Se estipulaba el montante en la guía, que me llevaba yo, como asimesmo el socorro de dinero entregao a cada uno de la compañía, pa el debido rebaje del total en Santander, y güelta varga abajo por los mesmos pasos que se habían contao varga arriba. Sin más, ¡ajo! sin más... y jala, jala, como una seda hasta la puerta de casa, como el otro que dijo; vamos, hasta el Regato... Allí una suelta, y la pareja a casa, pa que a los probes animales no les entrara solengua... ¡Ajo! porque son así de suyo: más sentíos y leales que los hombres mesmos. Con ese tente en pie y ese recreo, güelta al camino real: las bestias tan campantes, y yo detrás con la mostela a cuestas: la ración de los probes animales pa lo que les faltaba por bregar. A uncir al vuelo, y palante otra vez, ¡cutres! siempre palante. Jala, jala, Pedroga y Puente-Arce allá, una suelta en Bezana por la noche, y al romper el día en Santander, pa descargar tan aína como se abrieran los almacenes. Ahí va la carga, ésta es la guía, resultaba conforme, venga el sustipendio, que se me entregaba a mí solo, por el camino y andando se hacía el reparto en el aire, dábase a ca uno su por qué debido; y a prima noche en casa, el carro en el portal, la pareja en la corte y bien trisná, y al pico del arca, por propia mano de la mujer, los tres y los cuatro napoliones de a decinueve que uno la entregaba por llegar, limpios y saneaos, como los mesmos soles, ¡ajo!... Sin más. En veces salía carga en Santander pa algún punto de la güelta, como salía de vena en Requejá pa las ferrerías de Portolín o de Montesclaros al dir parriba; y esto más locía al resultante por mejora del peculio. Pero lo fijo era lo otro, que en sí mesmo podía beneficiarse mucho, como yo lo beneficié, ¡ajo! lo beneficié, porque sabía el cómo; me empeñé en hacelo, y me salí con ella, ¡cutres! Me salí con ella. Motivao a las vargas de acá que se subían de cargao, nenguna pareja arrastraba, sin quebranto, más de ochenta arrobas: a lo más noventa. Tres bestias, ya eran otro cuento. ¡Cutres! a buscar la tercera, decíame yo, dispierto y soñando. Y piensa que piensa y agorra que agorra, y pidiendo a réito el pico que me faltaba, compré el sacaízo. ¡Ajo! Dende aquel día, las ciento veinte, las ciento treinta y hasta las ciento cuarenta arrobas... como una seda, y los siete y los ocho duros netos, al pico del arca, a cá güelta de viaje, de viaje corto... Corto digo, ¡ajo! porque dende que tuve sacaízo, no me contentaba con Reinosa, y porteaba dende el mesmo Alar. Nueve días viaje reondo, y doscientos riales libres, lo que menos. ¡Daba gusto, cutres, lo que se llama gusto, ajo!... Pero, hombre, ¡lo que es una bestia sola delante de una yunta y jalando con ella varga arriba! Tiene más cuenta que otra pareja más con su carro correspondiente. ¡Y qué sacaízos tuve yo siempre, me valga la Virgen de la Soledá! El último de ellos en particular, el último de ellos, ¡ajo! el último de ellos fue el pasmo de la carretería. Tasugo era de pelo, y un poco cerrao de gamas; pero ¡con una voluntá, y unas anchuras, y una firmeza de remos!... Como este brazo se le ponían las cuerdas del piscuezo cuando jalaba cuesta arriba, ¡Qué jalar de bestia! ¡Ajo! a pico de pezuña y triscando las cadenillas. ¡Las cadenillas, cutres! porque yo nunca quise los tirantes de cuartajo, que a lo mejor se podrecían y le dejaban a usté en blanco en la varga de más empeño... ¡Ajo! siempre cadenillas, como hombre avisao; y por serlo, tuve yo siempre en su punto toos los avíos de carretero... Una vez me tentó la cubicia y llegué hasta Palencia. Tardé quince días en dir y venir: me salió mal la cuenta, y no golví más. A lo tuyo tente, dice el refrán, y a lo mío me tuve, al camino trillao... a lo mío... ¡Ajo! mío hasta que me lo robaron, ¡cutres! esos ladrones de pelo rojo, amparaos por malos españoles de acá... ¡Mal rayo los parta, cutres! mal rayo los parta, amén, y por los riñones, ¡ajo!... Lo digo y lo siento, ¡cutres!

Y bien demostraba que no mentía el hombrazo, según lo que golpeaba el suelo con el garrote y encandilaba los ojos y se revolvía en la butaca. Dile la razón antes que me diera él un disgusto serio; y después de calmar un poco sus iras, a mis nuevas instancias continuó refiriéndome sus desventuras en estos términos:

-Muerta la carretería en cuanto el tren anduvo de veras, cosa que ni viéndola podía yo creer, ná se me amañaba en casa, ni descurría ónde ganar una peseta... la peseta, ¡cutres! la peseta que hace falta en el arca del probe pa el tercio que cae, pa el vestío nuevo, pa la media suela... ¡ajo! pa lo que no da la tierra de por sí, por mucho que se ajonde en ella. Por remate de fiesta, las parejas de porte, como ya no los había, abajaron un espanto, y tuve que vender en ochenta lo que me había costao ciento y más. De esa probeza pagué los empeños en que estaba; y si no me quedé a esquina, como los marinos, jué porque nunca eché como ellos, de un solo golpe, too el tocino en la puchera. Pero quebrantao, eso por la metá del eje, más que menos... ¡Ajo! sacabó el cantar, sacabó el respingo y sacabó la vida alegre. Anochició de repente pa mí, y no ha güelto a amanecer hasta la hora presente... Ni amanecerá, cutres, ni amanecerá hasta que las cosas güelvan aonde deben golver... Y golverán, ¡ajo! porque es de ley, y pa hacer josticia está Dios en los cielos. (Pausa larga.) El golpe jué de muerte, créalo usté, pa mí y pa muchos, ¡ajo! pa muchos que le lloraron y le lloran como le lloro yo. Hombre hubo de ellos... eso es doler en lo vivo... y eso es ser hombre, ¡ajo!... campurriano era y amigo mío fue, gran carretero, anque de llano: de Alar a Reinosa. Neles le llamaban, por llamarse Nel, como a mí Cutres por esta maña que siempre tuve de decirlo tan a menudo, sin saber por qué ni poderlo remediar. Digo que se llamaba Neles4, y quizaes lo sepa usté, porque el caso hasta en papeles anduvo. Pos este campurriano cogió tal duda y tema al tren recién estrenao, que una noche le salió al encuentro allá en su tierra, y, ahijá en mano, se empeñó en tichale atrás. El hombre, es claro, quedó hecho una torta allí, lo que se llama una torta, ¡ajo! pero la voluntá jué vista, y la muerte con honra: cutres, con muchos hombres como él, a ver si nos entraban moscas a la presente... Pero ¡mi güela!... Los días pasaban, y de malo a pior. En estas jonduras negras, ná me salía por derecho, y too lo juí viendo patas arriba, como Pateta me lo arreglaba, por remate de la obra de los herejes del tren. Murióseme la mujer, casáronseme los hijos y quedeme solo en casa, solo en el lugar, y aticuenta que solo en el mundo entero. ¿Qué me iba ni qué me venía ya en toas las cosas de él? Otros los pensares, otros los sentires de las gentes, otro el vestir, otro el calzar, otro el peso, otra la medía... ¡ajo! hasta el dinero jué otro de la noche a la mañana. Ahí están esas décimas, que en los jamases pude entender. ¿Quién las trijo? ¿para qué sirven, si no es pa golveme loco en cá peseta que me cambean? ¡Ajo! a mí, a Cutres, que era un viento pa sacar las cuentas de cuartos-riales... Pos ya, ni riales ni cuartos... ni cuentas que sacar, ¡ajo! si no es la que han de dar a Dios los desalmaos que tienen la culpa de lo que pasa de estonces acá... Por explayarme un poco, aunque me rebajara en ello, eché un porte el mes pasao con fierro pa los Corrales, cosa de un señor tocayo de usté, a lo que supe, bien trisnao de estampa y parcialote de genial, la verdá sea dicha. Veinticinco años largos hacía, ¡cutres! que yo no pisaba aquel camino, de la villa pallá. ¡Ajo! ¡Nunca yo hubiera caído en la tentación de golver a pisale! ¡Qué soledá la suya! ¡Qué caserío aquél tan sin sustancia, que nunca se había visto allí! Y aquellos portalones tan largos, de otras veces, viniéndose a tierra quebrantaos; y las tabernas pegantes, punto menos, con ortigas en la puerta cerrá, y bardas y jalechos en las rejas de la ventana podría... ¡cutres! daba vergüenza miralo; y por no ver afrentas como ellas, me emboqué en el carro, cogí el sueño y no disperté hasta los Corrales... Estando allá, pasó él... él mesmo, ¡ajo! con un runflar, y una jumera, y un tronío fantesioso... ¡ajo! lo mesmo que si juera suya y no de nusotros la tierra que iba pisando... ¡Cutres! si le caeron la metá siquiera de las maldiciones que le eché, no llegó a Barcena sin despeñarse, ¡ajo!... ¡Pos dígote la ciudá! Yo conocía el Muelle canto a canto y casa a casa. De punta a punta no cabían los carros en él; los picos de los sacos de harina asomaban por las ventanas de los escritorios, y la mar se acanzaba con la mano en toas partes. ¡Ajo! vete a verle hoy; de puro largo, se pierde de vista: búscame el carro, búscame el almacén... búscame la mar, que no se acanza a ver por nengún lao, como si la hubieran sorbío los herejes del tren; y tómate portales como iglesias, y tómate tropeles de birlochos disparaos... Respetive a lo del pueblo, bien lo sabe usté. Yo soy allí el forastero. Ni caridá pa mis años, ni josticia pa la poca hacienda que me queda. ¡Ajo! esto es el Evangelio. Jurga de acá, jurga de allá; quiero defenderme y defender lo que es mío, y luego resulta, ¡cutres! que tampoco rige ya pa mí la ley que ampara a los demás. ¡Ajo!

-Pero, hombre -díjele aquí, a riesgo de echarlo todo a perder-, si desea usted vivir en paz con sus convecinos, ¿por qué no toma como ellos, y como todo el mundo, las cosas conforme son y los tiempos como vienen? ¡Cuantísimas veces se lo tengo aconsejado a usted!

-¡Ajo! -me respondió dando en el suelo un tremendo garrotazo- tantas como he respondío yo que no puedo amañarme con esas cosas ni con esos tiempos; y que quiero que cuando güelvan los míos me alcuentren en el mesmo ser y estao en que me dejaron, ¡cutres!... ¿Acabó usté de entendelo?

-Sí, señor -le respondí para concluir de una vez, aunque fuera a linternazos-; y porque lo tengo bien entendido, no me sorprende lo que le pasa a usted tan a menudo... por necio, por cabezón, por... Vamos a ver -añadí, sin pizca de temor a los visajes que hacía Cutres, picado ya de la barbarie ciega que le estaba acometiendo-, ¿a qué ha venido usted hoy?... digo, ¿por qué ha venido? ¿Cómo se ha resuelto usted a hacer hoy lo que no ha hecho en tantos años, sin que haya un motivo especial que lo justifique?

Se desbordó el hombrazo para responderme; se desbordó como en los accesos más impetuosos de su atrabilis. Las primeras oleadas no fueron más que estruendo y algún ajo que otro perceptibles. Trasteándole con paciencia y con cuidado, logré averiguar que había venido porque, al decir de su vecino Güétagos, el alcalde no iba a Ceuta ni el gobernador a la cárcel, porque yo estaba pasteleando con los dos, y «quizaes» trabajando para comernos entre los tres la «probeza» que le quedaba a él, a Cutres. En otros tiempos me hubiera dado la queja por el correo; pero, tras de haberle llegado muy al alma la noticia, de día en día se iba encontrando «menos amañao pa el relate» por escrito y el manejo de la pluma. Además, le había asegurado Güétagos que eso del tren andaba de mal en peor, casi a punto de fenecer; y como yo tardaba en ir por allá, se había resuelto él a venir para «tomar lenguas antes con antes, y según era debido», sobre cosa de tanto bulto.

Armándome de paciencia, comencé por afirmarle que todo «lo corrido» sobre el tren, era la pura verdad: no podía ya con el rabo, le consumían las deudas y las desazones, y a la hora menos pensada dejaría de rodar, y volvería a imperar la carretería como en los tiempos de sus mayores pompas. Súpole como a gloria lo afirmado por mí, y a cuenta de este alegrón, le di sobre el otro caso una recorrida de las buenas, por necio, por irracional y por desagradecido.

Me falló la cuenta, porque borrada la primera impresión con el escozor de la segunda, se puso que ardía; y ardiendo estaba, a su manera, cuando, por haber sonado de repente el timbre del teléfono, que estaba a media vara y casi a plomo de su cabeza, le vi enmudecer y contraerse todo, revolver los ojos azorados, hundir el pescuezo entre los hombros, y, por último, esparrancarse y salir, hecho un ovillo, de la butaca, para mirar desde afuera hacia el punto en que se producía aquel estrépito, que continuaba a más y mejor, mientras yo me complacía en estudiar sus efectos de asombro, de sorpresa y hasta de pánico, en la naturaleza medio salvaje de Cutres.

Acerquéme al fin al aparato, y pregunté quién me llamaba. Respondiéronme que del Gobierno civil. Un instante después se ponía al habla conmigo el amable funcionario que entendía en el expediente más agrio de los tres que tenía durmiendo Cutres por acá.

-¿Qué ocurre? -le pregunté.

-Que acabo de hojear otra vez el expediente de marras, y que cuanto más le examino, más me convenzo de que no basta con dormirle, sino que es preciso matarle.

-¿Por qué?

-Porque hay en él horrores de desacato; y si un día llega a moverle cualquiera, va a presidio esa bestia de hombre a quien usted llama Cutres, y tanto nos da que hacer.

-Hágame usted el obsequio -repliqué al funcionario, por haberme asaltado de pronto una idea-, de esperar unos instantes, sin apartarse del teléfono.

Dicho esto, me volví hacia Cutres, que iba de asombro en asombro, y parecía un jabalí acosado por los perros. Mandele que se acercara, y no quiso a la primera. Al cabo se acercó, recelosote y gruñendo.

-Tome usted esto -le dije descolgando el otro auditor-, y póngasele al oído, como yo.

El hombre cogió aquello, como si quemara: lo sopesé, lo palpó y hasta lo olió; pero no acababa de arrimarlo a la oreja. Tuve que hacerlo yo por él; y cuando le dejé convenientemente colocado (con la boca en dirección opuesta al micrófono, por lo que pudiera tronar), llamé otra vez al funcionario, el cual me respondió al instante. Por rara casualidad, aquel día andaba el teléfono tan sutil, que se oían hasta las respiraciones.

-¿Tiene usted la bondad -le supliqué, de repetirme lo que me dijo antes sobre el expediente ese y sobre el interesado?

-Con mucho gusto -me contestó, llegando el asombro de Cutres hasta el espanto convulsivo al sentir el cosquilleo y el sonar de estas palabras en su oído-. Pues digo que cuando quiera que ese expediente se mueva, irá a presidio el irracional y testarudo causante, esa acémila llamada Cutres.

-Está bien -respondí-, y ya me veré yo con usted. Entre tanto, adiós y muchísimas gracias.

Mientras yo hablaba así, había temblado el aparato al soltar Cutres, enfurecido, el auditor; retumbaban en el despacho sus mugidos y sus pataleos; y disparando por andanadas las interjecciones más crudas y soeces, paseaba la vista sanguinolenta por todos los rincones de la estancia.

-¡Ajo! -bramaba-; ¡que dé la cara ese pillo que me falta, y ha escondío usté por ahí?... ¡De mí no se burla él, cutres, ni la tal de su madre... ajo!... Estos son los hombres, ¡cutres! éstos los amigos, ¡ajo!...

Viéndole taladrar con los ojos la pared en que se colgaba el aparato telefónico, apresureme a abrir la puerta falsa que hay en ella para comunicación con la pieza contigua.

-Vea usted. Aquí tampoco hay nadie escondido.

Asomó la cabezona un momento, y volvió a retirarla.

-No dude usted que esa voz venía de la oficina...

Y aquí traté de explicarle lo que era un teléfono. Como si se lo explicara a un adoquín. Volvió a meter la cabeza por el vano de la puerta falsa, temblándole todo el cuerpo y balbuciendo atrocidades.

-Entre usted más adentro, y se convencerá mejor -le dije empujándole un poco por los riñones.

-¡Ajo! -me respondió, largándome una patada que no me alcanzó-; no es esta puerta la que yo busco.

-¿Cuál es la que usted busca?

-La del rey, ¡ajo! la de la calle, porque me ajuego en este ujero, ¡onde me vilipendian, cutres!...

-¡Ah! entonces por aquí -le dije, enseñándole el camino por el cual había venido.

Siguiome zumbando, como tormenta lejana; abrí la puerta de la escalera, y salió. Quise allí templarle un poco, desengañarle... ¡Qué cosas dijo! ¡Cómo me puso mientras bajaba, con un estruendo de pisadas, de garrotazos y de palabrotas, como si rodara algo duro, pesado y hueco, de peldaño en peldaño!

¡Ajo... los pillos! (¡Pum!) el saqueo del probe... (¡Pum, pum!) con zumba y vilipendio a más que más, ¡cutres!... (¡Pum... pum!) No me engañaba Güétagos, no. (¡Pum, pum!) ¡Ajo, qué razón tenía!... unos apañando... otros encubridores. ¡Pior que los del pelo rojo, esos herejes del tren! ¡Cutres, qué ladronera! (¡Pummm!) ¡Mal rayo... por los riñones! ¡Ajo! (¡Pummm!)

Hasta que salió a la calle no cerró boca ni yo dejé de oírle. Pero ¡con qué gusto mío, porque se largaba y me dejaba en paz... hasta la primera!

Estoy seguro de que en cuanto llegó a casa y se le pasó el berrinchín, se puso a armar otra. Pues verán ustedes cómo me la consulta en cuanto me coja «por allá», y en la que me va metiendo poco a poco, por la obra caritativa de «sacarle avante» a él.

No lo podemos remediar.




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Por lo que valga

También yo, aunque lego, voy a echar mi cuarto a espadas, o si se prefiere, porque encaje mal cuanto se parezca a broma en un caso tan serio, a poner la pluma en el que han sacado a relucir en las columnas de El Atlántico dos entusiastas y distinguidos redactores de él, en los números correspondientes al sábado y el domingo últimos5. En el primer artículo se trata la cuestión, con la autoridad y la lucidez de un experto criminalista, doctrinalmente y con el más alto e independiente espíritu de crítica; en el segundo, sin perderse de vista este aspecto de la cuestión, se apela al sentimiento público con hermosos arranques de generosa piedad, a favor del reo condenado a muerte por esta Audiencia, en el juicio oral celebrado ante ella pocos días hace. Ambos escritores afirman, y afirman la pura verdad, que fue hondísimo el sentimiento, y más grande aún la sorpresa que recibió el público al conocer ese terrible fallo del Tribunal de derecho. Natural es lo del sentimiento en este triste caso y en otros de igual linaje; pero ¿qué hay de anómalo, de irregular o de raro en este negro proceso para que la extrañeza haya sido tan grande como la conmiseración entre las gentes que teníamos fija la atención en él, no tratándose de un criminal a la usanza de los famosos del día, sino de un obscuro, vulgar y embrutecido presidiario, extraño en todo y por todo a la tierra montañesa y jamás visto de nadie aquí? Según los dos escritores mencionados, según lo que pudo verse y estimarse en lo que tuvo de público el juicio oral, cuya parte más larga y minuciosa, por lo que había en ella de escandaloso y repulsivo a la moral, se celebró a puertas cerradas, la inconcebible exigencia de un precepto legal absurdo, que obligó a tres dignos y rectos magistrados a ser, antes que jueces justicieros, hombres de ley inexorables.

Esto es lo que principalmente ha conmovido a la conciencia pública, lo que tanto ha dado que hablar a doctos y a legos en la ciencia del Derecho penal, y lo que me excita y arrastra ahora a mí, que ni soy jurisconsulto ni entiendo una palabra en el arte de desentrañar textos ni de aplicar artículos del Código, a verter a la buena de Dios, en media docena de cuartillas que huelgan sobre mi cartapacio, un puñado de reflexiones vulgares, para desahogo y expansión del sentimiento que me ha correspondido, como parte mínima e insignificante que soy de ese público conmovido y asombrado. Al fin y al cabo, y tomada la cuestión en el punto en que ahora se halla, no se trata ya de ningún problema jurídico, sino de una simple obra caritativa, para entender en la cual el sentido común y un corazón sano bastan y sobran por títulos de suficiencia.

Juan Oller cumplía en el presidio de Santoña tres condenas a la vez: la más importante, por el delito de robo. Según declaración bien probada de la defensa, ni una mancha de sangre se hallaba en la historia criminal de este desdichado. Un matón, un baratero, procedente de la cárcel de Cádiz donde estaba recluso por homicidio, y llegó a cometer otro; pendenciero por índole, borracho además, díscolo y de infames apetitos, era el gallo, el cheche de todos los presidiarios de Santoña; y de Juan Oller, por los atropellos nefandos de que le hizo víctima y las amenazas de muerte con que le conminaba a cada instante, una pesadilla horrenda. El mísero penado intenta varias veces hacer uso de los irrisorios derechos que cree tener en aquel antro de tristezas y de abominaciones, para verse libre de la tiranía que le espanta; y sólo consigue con estas ociosas tentativas, encender las iras irracionales del tirano. El miedo y la vergüenza llegan a quitarle el sueño y a enloquecerle; vive de día y de noche aterrado por la visión incesante de aquel monstruo que le llena de oprobios y esgrime ante sus ojos azorados la tremenda faca avezada a ensangrentarse en el corazón de tantos infelices. Una madrugada de agosto último, tras una noche pasada entre los horrores de estas visiones, Juan Oller sale despavorido de su cuadra, penetra en la de su perseguidor, hállale tendido en su camastro y envuelto en una sábana; y sin considerar que pueden verle otros ochenta presidiarios que yacen de idéntico modo a lo largo de la cuadra, se lanza sobre él y le cose a puñaladas. Muchos le vieron cometer el crimen; nadie se cansó en salir a la defensa de la víctima, ni siquiera con una frase de amenaza o de súplica. Todos le aborrecían, y muy pocos eran los que no tenían algún agravio que vengar de él.

Esto resulta del luminoso resumen hecho por el dignísimo presidente de la Sala; de lo que se sabe de las declaraciones prestadas por el reo y los testigos; de la brillantísima y a todas luces magistral defensa hecha por mi joven amigo don José Zumelzu, honra ya del foro español; del minucioso y, desde su punto de vista, concienzudo informe fiscal; de los fundamentos de la sentencia, etc., etc.; y tal es el crimen por el cual Juan Oller ha sido condenado a muerte, crimen abominable y horrendo, como todos los crímenes; pero en medio de todo, de tal casta por las singularidades de su génesis, que el hombre más honrado, puesto con la imaginación, por un instante, en lugar del criminal, si es posible una hipótesis semejante, aun forzando las repugnancias hasta el último extremo, quizás llegara a pensar que él hubiera hecho lo mismo.

Juan Oller, no hay más que verle, es de la madera de los criminales; pero no de los que matan por lujo de matar: su educación, o, sus instintos... o lo que sea ese móvil misterioso y fatal que arraiga en determinadas naturalezas como ciertas plantas viciosas en el fango de las charcas, le impelen al robo. También esto era sabido aquella tarde, por lo que resultaba de los autos y del juicio y hasta de los antecedentes que investiga con rara diligencia la curiosidad vibrante, en ciertos casos excepcionales, y lo sabía yo también antes de leerse el fallo que produjo en Juan Oller aquel estremecimiento indescriptible de que nos habla en su artículo Pedro Sánchez, y aquella palidez cadavérica... y aquellas lágrimas silenciosas que pudimos observar los más cercanos.

Sabía yo, amén de esto, porque acababa de leerlo en los periódicos, que se había absuelto, por segunda vez, en Madrid, a un hombre que, deshonrado, atormentado y escarnecido por su mujer, la había dado muerte, a puñaladas, mientras dormía a su lado, en el mismo lecho que tal vez fue, en mejores días, nido de amores para entrambos. Con mi sentir de lego en la materia, el mismo caso de Juan Oller... Y a Juan Oller, con todas las mencionadas atenuantes, y con un veredicto del Jurado que las tomaba en consideración, y que por ello, en mi profano entender, resultaba absolutorio en definitiva, se le condena a muerte por el Tribunal de derecho, como lo pedía la acusación fiscal, ajustando su criterio a los preceptos y a la letra descarnada de una ley dura, terrible, absurda, pero ley al cabo, y obligatoria para los jueces encargados de aplicarla. En una palabra, a Juan Oller se le ha condenado a muerte porque ha cometido el crimen siendo presidiario no arrepentido de sus delitos anteriores. Es decir, que con ese mismo crimen y ese mismo Código y ese mismo Tribunal, Juan Oller, en libertad, hubiera sido castigado con menos rigor, y tal vez absuelto. Esto es lo singular y lo más llamativo, para el público en general, de éste ya fallado proceso.

¡Ah!... ¡qué noche tan tremenda debió pasar el mísero condenado, a solas con sus pensamientos, más negros que la obscuridad pavorosa de su calabozo, sin otros ruidos para distraerle de la visión del patíbulo, que el siniestro tintinar de su cadena a cada latido de su corazón, a cada estremecimiento de sus carnes!

«Bien está -se diría, allá a su manera ruda y salvaje, pesando y midiendo las cosas en su cerebro atrofiado y sintiéndolas en el fondo del corazón, por muy relajadas que tenga las cuerdas del sentimiento-. Bien está esa ley que exime de responsabilidad a un hombre libre, y a mí, porque soy presidiario sin pruebas de arrepentimiento, me manda al patíbulo. Habrá sus razones hondas, muy hondas, para que el legislador lo haya dispuesto así; pero mirado todo con el sosiego y la prudencia que debe mirarse en casos como éste, para que la ley se cumpla sin faltar a la justicia, ¿quién es el responsable de que yo no haya dado en el presidio, esas pruebas de arrepentimiento que se me piden para salvarme la vida? ¿Se me ha puesto a mí en condiciones de enmendarme, ni de intentarlo siquiera? Si el presidio ha de ser un lugar de corrección a la vez que de castigo, ¿por qué no impera allí la misma ley que me condenó, para protegerme contra los riesgos de delinquir nuevamente? ¿Por qué en el presidio tienen todos los vicios, todos los crímenes y todas las maldades absoluto imperio y señorío? ¿Por qué no hay allí otra ley ni otra voluntad que la del matón desvergonzado? ¿Por qué el jugador tiene barajas, y el borracho licores, y el estafador víctimas y cómplices dentro y fuera del local, y por qué, hombres de ley, cuando yo quise matar, hallé el cuchillo que necesitaba? ¿Conoce el legislador, conoce el Estado, el poder infeccioso de tanta podredumbre en cerrada en tan angosto recinto? Y conociéndole como debe conocerle, porque está obligado a ello, y siendo evidente que un santo se corrompería allí, ¿cómo quiere que se corrijan en el mismo lugar los hombres que, al entrar en él, han sido ya criminales? De manera que lo que en buena justicia debiera servirme para atenuación de mi delito, se ha estimado como agravante, y con la misma ley que pudo haber absuelto al más depravado de los hombres libres, se me condena a mí al patíbulo porque soy un presidiario que no ha hecho el milagro de corregirse viviendo en una atmósfera criminal, no por mi gusto, sino por imperio de la ley que allí me puso, y aquiescencia del Estado que no purifica esos lugares de corrección. Podrá, en fin, haber sido legal la sentencia que me condena a muerte; pero de justa, ¿qué tiene, Dios piadoso y justiciero?».

Si el desventurado Juan Oller no pensó de este modo aquella noche, porque no cupieran tan sencillas reflexiones en la pequeñez de su cerebro, o por tenerle perturbado bajo el peso de su desdicha, muchos lo pensamos por él...

Parece ser también que si se hubiera de mostrado, de un modo concluyente, que Juan Oller había matado a su verdugo impulsado por un miedo insuperable, el Tribunal le hubiera absuelto. ¡El miedo insuperable! ¿Dónde comienza él, y dónde acaba el otro miedo? ¿Quién es el guapo que se atreve a echar la raya entre los dos, sin recelo de equivocarse? En el cúmulo de impresiones de ira, de vergüenza, de zozobra, de espanto, que dominaban a la víctima de tan varias, tan frecuentes, tan terribles y nefandas iniquidades, ¿qué alambique psicológico puede dar la condición exacta, la naturaleza inequívoca del miedo que puso el hierro homicida en manos de Juan Oller? Es triste, muy triste y muy desconsolador, que en nuestras leyes penales, para hacer justicia en casos de tanta gravedad como éste, haya distingos, tan peligrosos en su aplicación, como los dos que mandan al patíbulo al presidiario de Santoña, si el recurso entablado por la defensa no produce en el Supremo los resultados que parecen de justicia, a la luz de toda conciencia honrada.

Y si por la tiranía de la misma ley, por el absurdo de sus preceptos terminantes, se vieran aquellos jueces, cuyos fallos son inapelables, en la dura precisión de dejar las cosas como quedaron aquí, álcese el clamor que, por anticipado, se ha pedido ya en El Atlántico, con el piadoso fin de que lo que se ha negado por justicia, se conceda por misericordia. Al cabo, en Juan Oller, aunque degradado y mísero, hay un alma inmortal que puede, por decreto de Dios, purificarse y redimirse en medio del cenagal de un presidio; y España es un pueblo de cristianos.

1890.




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El reo de P...

La mañana era brumosa y fría, y escaseaba la luz, porque aún no había traspuesto el sol las lomas del Oriente. Se me habían «pegado las sábanas» aquel día, y llevaba muy contados los minutos cuando salí de casa; temía llegar tarde y apretaba el paso, con lo que doblaba el empuje y la frialdad del terralillo madrugador, que me daba de frente.

Al entrar en el espacioso vestíbulo de la estación, observé que salía de él bastante gente de pueblo, en la que predominaban las mujeres. Nada tenía esto de particular a aquellas horas y en aquel sitio; pero sí lo tuvo para mí el que todas las frases que iba sorprendiendo, al pasar rápidamente para llegar al despacho de billetes antes de que le cerraran, fueran la expresión de una misma idea, de un mismo sentimiento; del mismo, precisamente, como recordé de pronto, que las de unos chicuelos que se habían cruzado conmigo en las inmediaciones de la estación: frases compasivas, exclamaciones de pena, dedicadas a alguien que no se nombraba terminantemente. Lo apurado del tiempo me impidió enterarme allí mismo de lo que ocurría; tan apurado, que no sé cuál fue antes, si el dar yo el primer paso en dirección al andén con el billete comprado, o el oír el golpe del ventanillo que se cerraba.

Instalado al fin tranquilamente, y solo por añadidura, en el departamento que me correspondía, me asomé a la ventanilla, tentado de la curiosidad que se me había despertado en el vestíbulo; pero nadie pasaba por allí: todas cuantas personas quedaban en el andén después de cerradas las portezuelas de los carruajes, estaban agrupadas enfrente de uno de ellos, muy alejado del mío. De pronto se separó del grupo un hombre a quien yo conocía mucho: cierto barbero muy popular en la ciudad, el cual prestaba tiempo hacía sus servicios en la cárcel, con derecho al uso de la gorra galoneada con que cubría su cabeza voluminosa. Le llamé con una seña; y él, que era la despreocupación y el regocijo andando, se vino a mí con la faz angustiada y el color ceniciento.

-¿Qué ocurre aquí de extraordinario? -le pregunté.

-Que se llevan al infeliz... En aquel coche va -me respondió con una voz como la cara.

-¿Quién es ese infeliz?

-El reo de P...

-Y ¿a dónde le llevan?

-A su pueblo.

-¿Para qué?

-Pues... para matarle en cuanto llegue. Ayer se supo que se le había negado el indulto, y anoche mismo se dieron las órdenes para trasladarlo allá y ponerle en capilla. El verdugo estará también en camino a estas horas desde Burgos, y el piquete saldrá hoy de aquí por la carretera...

-Y ¿sabe él todo eso?

-Como saberlo fijamente, creo que no; pero temérselo... Le hemos dicho que, como lo del indulto puede ir por largo y está la cárcel de aquí llena de presos, se ha mandado que le trasladen a él a la de su partido para que cada palo aguante su vela... Con esto se conformó anoche; pero esta mañana, al ver que eran cuatro los guardias que le acompañaban, y no dos como cuando iba a la Audiencia, se le cambió de pronto el color, y nos pidió, por todos los santos del cielo, que le dijéramos la verdad si le teníamos engañado. Juramos y perjuramos que era cierto lo que ya sabía... sólo que como al que más y al que menos de los que estábamos presentes no nos sobraba el arte para fingir, aunque él no peca de listo... ¡qué sé yo! a mí se me figura que en el cuerpo la lleva... Hasta aquí le hemos acompañado, y en el coche le dejo, sin atreverme a estar más tiempo delante de él, por si me descubre en la cara lo que no quiero que sepa por mí.

-Ya veo que te ha impresionado mucho la despedida.

-¡Qué quiere usted!... Gorda fue la que hizo, y bien merecido tiene en ley lo que le cuesta; pero llevo muchos meses tratándole y observándole en la cárcel; es un simplón que hasta los niños le engañan; tiene uno su corazón correspondiente, y... en fin, no se puede remediar.

En esto arrancó el tren; se descubrió Nisio para saludarme, y yo me dejé caer en el cojín de mi asiento con el corazón oprimido y la cabeza llena de pensamientos y de visiones.

Lleva consigo el reo de muerte mucho de lo que es peculiar a la corriente mansa del río profundo, a la mar tranquila, al bosque silencioso; a cuanto es misterio, abismo y soledad. Un impulso desconocido nos arrastra hacia ello, y otra fuerza más poderosa aún nos detiene allí, y nos obliga a contemplarlo, a meditar, a penetrar lo que es impenetrable, a hundir el pensamiento y el espíritu en lo invisible. No parece sino que por el camino de aquellos misterios se llega más pronto a descubrir ese algo, que es el anhelo constante del alma humana.

Pues de esa misma fuerza me sentí yo esclavo tan pronto como supe que en el mismo tren que yo, iba el reo de P...: yo con propósito de pasar un alegre día de campo, y él destinado a morir en el patíbulo. No me era aquel hombre enteramente desconocido: le había visto una vez en la calle, maniatado, entre dos guardias civiles que le conducían a la Audiencia, seguido de una turba de muchachos vagabundos. Recordaba algo de su fisonomía, de su estatura, de su vestido; pero eso, que entonces me pareció hasta demasiado, en la nueva ocasión no era ni siquiera lo suficiente. La primera ocasión se trataba de un hombre aún no juzgado, que podía ser o no ser condenado a muerte, y ejecutado en un día y lugar determinados por la justicia humana; de un ser que estaba expuesto a morir en manos del verdugo, como lo está cualquier hombre de bien, en cada instante de su vida, a perderla por obra de una enfermedad o de fortuito accidente; era, en suma, uno más de los condenados a muerte que a todas horas andan por el mundo y pasan a nuestro lado con mayor o menor derecho a nuestra curiosidad; pero en la segunda ocasión ese mismo hombre tenía ya contadas las horas de su vida: estaba condenado a morir en día fijo y muy cercano. Si tenía dudas, iba a aclararlas de un momento a otro; si poseía la certeza que infunde la luz de la fe, ¡qué espanto el suyo con una conciencia tan cargada de culpas! De todas suertes, y sin contar su natural apego a la vida, ¡qué estado el de su espíritu!

Ya no inspiraba repugnancia por el recuerdo de su crimen, sino profunda compasión por la certeza del suplicio con que iba a pagarle; ya era la corriente mansa, la mar tranquila, el bosque silencioso, que atraen y subyugan, y obligan a meditar y a sentir. Por eso se despertaron en mí tan fuertes deseos de verle y de contemplarle de cerca.

Y los satisfice en la primera estación en que hizo el tren una de sus interminables paradas. Comencé por pasar y repasar muchas veces por delante del coche que le conducía: temía mortificarle si notaba el empeño que me mortificaba a mí. Estaba de perfil en el centro del banco y con la cara vuelta al lado opuesto al andén; y como supuse que hacía esto por apartar sus ojos de las miradas con que muchos le perseguían, no sólo desde la estación, sino desde los otros compartimientos del coche, separados por vallas de poca altura, me detuve, me acerqué, y hasta me subí al estribo... y hasta se retiró hacia el respaldo de su asiento, leyéndome los deseos en la cara, un guardia civil que tapaba con su busto media ventanilla.

Era el reo un mocetón grandote y de muchas carnes, que apenas cabían en su vestido, negro y resobado, cuya chaqueta, o no tenía cuello, o le tenía sumamente bajo, como si le hubiera preparado el verdugo para que se desbordaran por allí las ronchas de un pescuezo corto y de un cerviguillo digno de un toro de lidia, y quedara sitio en que acomodar la fatal argolla de su oficio. Cubría su cabeza, rapada y no muy grande, con un casquete también negro, y era el color de su cara el de la de todos los encarcelados: pálido y enfermizo. En sus formas adiposas y en su quietud casi absoluta, con las manos sobre los redondos muslos, atadas por los pulgares, se revelaba un temperamento linfático; y costaba trabajo creer, porque tampoco en su cara mofletuda y sosa había nada de repulsivo, que bajo aquella envoltura grasienta y apelmazada cupieran impulsos tan feroces como los que le arrastraron a cometer el horrendo crimen que iba a expiar muy pronto... Pero, a todo esto, ¿lo sabía él? ¿lo sospechaba siquiera? ¿Era creíble que sospechándolo, nada más, pudiera guardar aquella actitud tan sosegada y tranquila? ¿Será que el organismo físico y moral de los criminales se rige por leyes singularísimas e impenetrables al juicio, a la lógica y al sentimiento de los hombres de bien?

Por aquí andaba con mis reflexiones, cuando un rapaz, que se había encaramado también en el estribo, y se empinaba sobre los pies, inquieto, desconcertado y nervioso, para ver al reo a todo su gusto, exclamó de pronto, enderezándome a mí la pregunta:

-¿Es verdá usté que van a matarle en cuanto llegue?

Me espantó la pregunta, temiendo que la oyese el aludido; tapé la boca con una mano al rapaz, que saltó de un brinco al andén, y respondí al propio tiempo en voz alta, con intento de que lo oyera el desdichado:

-¡No es cierto eso! Le llevan a su cárcel, porque no cabe en la de Santander.

Pero ni a la pregunta del rapaz ni a mi respuesta volvió la cara, ni en todo su cuerpo se notó la menor señal de haberse enterado de ellas. Más valdría así; y mejor para los que le compadecíamos si las había oído y no daba importancia a la primera por ser la confirmación de lo que ya sabía, ni a la segunda por no creerla...

Descendí del estribo porque se oyó la señal de que se acababa el tiempo de parada allí; entré de nuevo en mi departamento; volvió el tren a deslizarse sobre sus carriles, y volví, yo a pensar en lo que pensaría aquel hombre que iba aproximándose poco a poco al término de su viaje y de su vida. Haríamos el mismo camino hasta la estación de T... Allí tomaría yo el de mi lugar, hacia el Nordeste; el más largo, o el más corto; el que me conviniera más; y él... el que le señalaran, hacia el Oeste, para llegar cuanto antes a su triste paradero... ¡Y hasta la eternidad!

En la estación de T... podría yo verle y contemplarle a todo mi gusto, pues habría tiempo y comodidad para ello: era ocioso bajar en las otras dos intermedias, y encaramarme en el estribo y mortificar tantas veces al desgraciado con la impertinencia de mi fisgoneo. Sin embargo, en ambas me bajé, y en ambas hice lo mismo que en la primera, y siempre encontré al reo en la misma postura, con las manos atadas descansando sobre los muslos, y la cara vuelta al lado opuesto al andén. No había duda: me arrastraba el misterio y me atraía el abismo.

Al fin llegamos a la estación de T.... donde quedó casi desocupado el tren, que era, según la jerga de la Compañía, corto, es decir, de los que no pasan de los límites de la provincia, con un andar de carromato. Por eso invirtió dos horas en un trayecto de cuatro leguas; y cuando llegamos a su término, se había elevado el sol por encima de los montes; y desde un cielo limpio, azul, barrido de toda señal de nube, alumbraba con su luz esplendorosa cuanto abarcaba la vista desde aquellas alturas: uno de los panoramas más hermosos que pueden admirarse en la Montaña, la tierra de las grandes maravillas de la Naturaleza. El coche en que iba el reo había quedado fuera del andén contiguo a la estación y enfrente de un jardincillo muy cercano de ella; y no hubo viajero que no desfilara por delante de él antes de entregar su billete en la puerta de salida. Esta peregrinación, que tenía no poco de solemne, duró algunos minutos. Yo no tomé parte en ella porque me reservaba para ver a mi hombre fuera del carruaje... como le vi poco después.

No sé cuándo ni cómo bajó o le bajaron, porque, al volverme hacia aquel lado en uno de los maquinales paseos que me daba por delante del coche en que había llegado yo, toparon mis ojos con él, encarado a mí, de pie y como clavado en el suelo, como tronco de árbol desmochado que hubiera nacido allí: fijo, inmóvil, en una actitud y con una expresión en la cara imposibles de olvidar. Le daba el sol un poco de soslayo; y sobre el suelo arenoso, casi dorado, en que se alzaba la masa negra de su cuerpo, se dibujaba su sombra, que iba a perderse entre la hojarasca verde y las flores olorosas del jardín. Los cuatro guardias iban y venían y andaban a su lado de acá para allá; y no faltaban curiosos, como yo, que le contemplaban desde cierta distancia respetuosa; pero de nada de ello parecía enterarse él, cuya mirada, profundamente melancólica, se desvanecía en lo invisible... Ni un gesto; ni la contracción más ligera de un músculo de su cara lívida, algo inclinada al pecho; ni la más leve señal de que latiera la sangre en sus arterias. Era la verdadera estatua del desconsuelo, de las grandes melancolías, del mayor de los desamparos. En esto cayó a sus pies un saco a medio henchir, con la boca amarrada con un cordel. Era su petate: los cuatro guiñapos de su equipo. Tampoco se fijó en ello. ¿Para qué, ni aunque el saco hubiera estado lleno de perlas y diamantes? Porque era indudable que aquel hombre conocía entonces la terrible verdad, o por habérsela revelado en el camino indiscreciones como la del muchacho de marras, o porque la adivinaba o la presentía. Era incompatible con la menor esperanza de vivir, aquélla su imponente expresión de desconsuelo: sólo la certeza de que le conducían a la muerte, y en un cadalso afrentoso, podía imprimir en su naturaleza medio salvaje aquel sello de acerbísimo dolor moral, devorado por la conciencia de merecerle... Y en derredor del desdichado, como dispuesto por la crueldad de su mala fortuna, si es que no lo disponía la justicia de Dios para mayor castigo suyo, ¡qué espectáculo! Nunca he pasado por allí sin detenerme largo rato para dársele a mis ojos por recreo; pero no recuerdo haberle visto jamás tan admirable como le vi en aquélla tan señalada ocasión; y es que rara vez se logran, en esta tierra de los celajes grises y de los húmedos vendavales, un cielo tan limpio, tan azul; un sol tan vivo y resplandeciente, y una tranquilidad y un reposo en la Naturaleza, como aquel día. Abajo, en el llano, empalmando con el breve recuesto que da acceso a la estación, el largo arrecife entre alamedas, robledales, praderas y caseríos; más allá, al fin de la alameda, la masa roja de los primeros tejados de la villa que da nombre a la estación, la segunda capital de la Montaña, no sólo por su riqueza, sino por su hermosura: la reina y la señora de la admirable vega, en uno de cuyos contornos asienta el trono de su señorío; después de la vega, que se pierde de vista a derecha e izquierda entre montes y cerros, la cuenca del río entoldada de espesa vegetación, entre la cual se destacan las notas blancas de los pueblecillos ribereños; luego otro valle, más bien adivinado que visto a través de las manchas diáfanas del arbolado desnudo y de las veladuras del humo blanquecino arrojado en espirales por las chimeneas de las barriadas; y a un lado y a otro de estos valles deliciosos, más sierras y más montes escalonados y sarpullidos de aldehuelas... hasta que termina y cierra el panorama por aquel extremo un monte pedregoso que sirve de barrera, por el Norte, a las aguas inquietas del Océano, y por el Oeste, erguidos sobre una gradería de altos y negros montes, los dos colosos de la cordillera cantábrica: Peña Sagra y los Picos de Europa, ya cubiertos de nieve, iluminados de frente por el sol y recortando los gallardos florones de su corona con el intenso azul del cielo.

Pues en este espectáculo, siempre nuevo y admirable para mí, hallaba yo aquella mañana un atractivo singular, que, en definitiva, me mortificaba mucho: por de pronto, el contraste que formaba su hermosura, convidando a regocijarse y a vivir, con el estado moral de aquel hombre que le tenía tan cerca, sin reparar en él, o sin atreverse a mirarle; pero singularmente porque en lo más grandioso del cuadro, en uno de los repliegues de la falda de los Picos, estaba el término de su viaje: allí había nacido, allí había cometido el crimen, y allí había de expiarle por la mano del verdugo. Por embrutecido que tuviera el entendimiento, era imposible que no le hubieran entrado en él estas reflexiones al fijar la vista un instante en aquel lado del panorama, o al saber que, desde el punto en que se hallaba, le tenía delante de los ojos; y a poco que se le fueran eslabonando las ideas en el cerebro, había de asaltarle la visión de su hogar y de los seres que le habitaban; pensaría que eran sabedores de su viaje y de lo que había de acontecerle en cuanto le terminara, y los vería a todos huyendo en busca de un escondite fuera del lugar: un agujero, una caverna en el monte, para ocultarse y morir allí de dolor y de vergüenza. Si no pensó entonces de este modo aquel criminal, yo lo leí en su cara, cuya expresión se acomodaba exactamente a estos pensamientos; y por eso, por lo que padecería él pensando de ese modo, padecía yo al poner los ojos en lo que tantas veces me los había recreado; y hubiera preferido a aquella luz tan brillante, a aquella augusta placidez de la Naturaleza, a aquellos aromas vivificantes de la húmeda tierra acariciada por el sol, a aquel cuadro, en fin, tan despertador de todos los alicientes más nobles de la vida, un día ceniciento y borrrascoso, de los que menos influyen en las imaginaciones adormiladas y en los entendimientos incultos. ¿Quién duda del poder que ejercen los agentes externos en el ánimo de ciertos hombres... y aun en el de toda casta de ellos?...

Andando en éstas y otras meditaciones análogas, y sin apartar la vista del reo, que tan profundamente me iba contaminando de sus tristezas, enderezose de pronto, como si saliera de un letargo, y, al mandato de los guardias que le custodiaban, rompió su marcha con paso firme hacia la puerta de salida, a la cual me acerqué yo para verle más de cerca.

Fuera ya de la estación, no le condujeron por la carretera que de ella arranca en dos ramales curvos, sino a campo-travieso por el serrato intermedio, que entonces estaba en abertal. Desde mi observatorio le vi bajar a buen paso y saltando matorros alguna vez, y le seguí con la vista hasta que desapareció entre los edificios y bardales del entrellano. Entonces recordé que me esperaba el carruaje; monté en él, con el pensamiento fijo tenazmente en aquel desdichado; y al cabo de media hora llegué a mi casa, sin perder la visión del criminal con las manos atadas, pálido y angustiado el semblante, y de pie e inmóvil entre el jardincillo de la estación y el tren que nos había conducido a los dos.

¡Cosa rara! Desde que supe que viajaba con él hasta que desapareció de mi vista en el camino de T..., ni una vez sola puse la consideración en el crimen que había cometido: siempre fueron sentimientos de lástima los que me inspiraron su recuerdo o su presencia. El corazón humano es así, más propenso a compadecerse que a castigar delante de un delincuente arrepentido. Y lo cierto es que en la necesidad de que flaquee en algún sentido: ese órgano, que, en opinión de un grande hombre que fue a la vez un gran tirano, es el que gobierna el mundo, más vale que flaquee de ese lado. Digo esto, porque precisamente por ello, o por algo semejante, comencé yo, al cabo de algunas horas y en las soledades de mi huerto, a ingerirme en otro orden de ideas para descargar el espíritu de aquella fatigosa obsesión compasiva.

¿Merece ese hombre -llegué a preguntarme-, los malos ratos que me está dando? ¿Puede concebirse nada más abominable ni más merecedor del castigo que le aguarda, que el crimen que cometió? Bien está la misericordia, y hasta es de ley divina en todo corazón cristiano; pero ¿y la justicia? ¿y aquella pobre víctima tan bárbaramente sacrificada? ¿y aquella alevosía y aquella ferocidad más propias de un tigre que de un hombre? ¿Qué derecho tiene a la vida el que mata a sangre fría y por lujo de maldad? ¿No se persigue hasta el exterminio a las fieras que hacen eso? ¿Y no son fieras los hombres en tales casos? ¿Y la ejemplaridad del patíbulo, y...? En fin, que insensiblemente me fui colando en las sinuosidades de la sempiterna disputa sobre la pena de muerte, cosa que no era de mi gusto, y por eso torcí de rumbo en cuanto caí en ello; porque lo que yo necesitaba entonces con urgencia no había de hallarlo entre la seca y fría argumentación del raciocinio, sino en las fuentes espontáneas y generosas del sentimiento. Con esta bien fundada esperanza, me puse a reconstruir en la imaginación el crimen de autos, tal como le conservaba en la memoria, y constaba en ellos bien comprobado y hasta referido por el mismo criminal.

Cierto día, un convecino suyo, hombre ya muy entrado en años y padre de varios hijos, fue a vender no sé qué frutos en su carro de bueyes a una feria que se celebraba en otro pueblo de la misma comarca. Un camino solitario y muy asomado con frecuencia a grandes precipicios, separaba a los dos pueblos. De vuelta de la feria este hombre, al anochecer y con el carro vacío, le salió al encuentro, en uno de los parajes más desamparados del camino, el mocetón de mi historia, su amigo y convecino, nunca sospechoso a nadie, y muy a menudo objeto de las zumbas de muchos, porque, si pecaba de algo, era de bobalicón y de zángano. El caso fue que los dos convecinos se saludaron a su modo, y hasta empezaron a entrar en conversación, a carro parado. De pronto el mozallón descarga un tremendo garrotazo en la cabeza del feriante y le tiende en el suelo, donde acaba su labor machacándole el cráneo con dos piedras. Después le registra los bolsillos; encuentra en uno de ellos el puñado de dinero que le había valido «su pobreza», y, por último, arroja el cadáver, sangriento y palpitante aún, al precipicio inmediato. En seguida se encarama en la pértiga del carro, husmea y rebusca con los ojos y las manos entre la hierba esparcida sobre el tablero, y no halla otra cosa que los restos de la merienda de su víctima: unos míseros fiambres y unos mendrugos de pan envueltos en un pañuelo; apodérase también de estos relieves mezquinos, y se los come tranquilamente, sentado, a su comodidad, en la rabera de la pértiga. Cuando no queda ni una hebra ni una miga de todo ello, se endereza, arrea a los bueyes para arrimar al asomo el carro; y después que lo ha conseguido, aplica a la rueda del otro lado todas las fuerzas de su corpazo, y le vuelca sobre el precipicio. Con esta precaución, considera borradas las huellas de su crimen. Un carretero despeñado en el fondo de un derrumbadero, y su carro volcado en lo alto y pendiente del yugo de los bueyes parados a la orilla, no son cosa del otro jueves en aquellas regiones escabrosas: el espanto repentino de una bestia, yendo dormido su conductor, basta y sobra para ocasionar una desgracia semejante. Y con esto se volvió, libre de toda intranquilidad y de toda pena, a su pueblo y a su casa.

¿Cuándo ni por qué había surgido en su mollera brutal el pensamiento de aquella salvajada espantosa? Porque tras de no tener agravio alguno que vengar en su infortunado convecino, no ignoraba el escaso valor de lo que éste había ido a vender, ni tenía la menor necesidad de apoderarse de ello, porque era hijo de familia y no carecía de lo indispensable en su casa. ¡Temeroso misterio, bien digno, ciertamente, de ejercitar en él todas sus fuerzas inductivas esos señores que tanto saben de pesos y medidas de cuerdos y desequilibrados! a mí nada se me alcanzaba en tan abstrusa materia, y todo me volvía buscar términos de comparación fuera de la especie humana, porque dentro de ella no recordaba uno solo.

¡Pues ni por esas! El horror de estas cosas, la impresión de estos recuerdos, aunque templaron en mi fantasía el colorido deslumbrador de los otros, al fin y al cabo la máquina de mis reflexiones fue haciendo insensiblemente un cambio de dirección, y volvió a encajarme en la memoria el suceso más reciente, la figura patibularia del hombre melancólico, con la cabeza inclinada, inmóvil y como clavado en el suelo, con el mísero petate a sus pies, inundado por la luz del sol, como para hacer más patente su vergüenza y su ignominia. Era mucho más sugestivo aquel cuadro para mí, que la corriente profunda, que la mar en calma y que el bosque silencioso; era un libro cerrado en que, indudablemente, había mucho que leer. Y empeñado en leerle, volvía a buscarle con el pensamiento al punto en que le habían perdido de vista mis ojos; y le vi siguiendo el arrecife hacia la villa, entre el horror y la compasión de los transeúntes que se cruzaban con él; acomodarse, es decir, dejar que le acomodaran en el vehículo que había de conducirle hasta allá, porque ya no tenía derecho a desear ni a pedir cosa alguna: era una propiedad de la ley, del verdugo; dejando atrás valles, pueblos y santuarios, por donde tantas y tantas veces habría pasado libre y señor de sí mismo; contando cada trozo de camino andado, con la congoja del avariento forzado a entregar uno a uno, al ladrón que le sorprende, los cartuchos de las monedas de su tesoro; viendo, por término de su jornada, el cuadro aterrador de su propio suplício, y, lo que sería más angustioso que la visión de la hopa y del garrote, la del pobre labriego, honrado hasta aquel día, hundíendo en el polvo su cabeza y maldiciendo la hora en que tal monstruo fue engendrado.

Aquí se detuvo la máquina de mis reflexiones, y ya no fue el hijo el tema principal de las que fui acumulando en mi cerebro, sino el padre, el hombre de bien, el honrado campesino; y después el pueblo entero, cerrando puertas y ventanas mientras se alzaba el patíbulo afrentoso y se congregaban al pie de él las multitudes extrañas que descendían en hileras por todos los senderos de los montes inmediatos. ¡Día de espanto y de vergüenza para un pueblo montañés, cristiano y laborioso!

De esta casta fueron mis pensamientos mientras volvía a la ciudad aquella misma tarde y durante las primeras horas de la noche, y creo no mentir si afirmo que también mientras dormía. Yo no sé cuántos de aquellos fatídicos cuadros vi y tracé entonces, pensando, hablando y soñando.

De boca de los que oían mis relatos y comentos, y llegaron a calificar de chifladura mis preocupaciones, supe que se había intentado nuevamente el indulto, aprovechando la ocasión de no sé qué aniversario, muy próximo ya, obra de dos o tres días, y que, con objeto de que no pudiera ser ejecutado el reo antes de esa fecha, se había ordenado que no utilizara el piquete el ferrocarril hasta T..., y se fuera por la carretera a pie y en tres jornadas. Para dar cumplimiento a esta orden, había salido por la mañana. «¡Dios haga que tan caritativos propósitos se realicen!» -me dije, acordándome entonces, más que del reo, de su infeliz padre, fugitivo quizás a aquellas horas por los riscos y quebradas del monte.

El día siguiente a aquél tan risueño y esplendoroso, amaneció invernizo, destemplado y como los más crudos del invierno montañés: nevó por la tarde, y continuó nevando por la noche; y cuando el nuevo sol alumbró la tierra de este pedacito de mundo, había sobre ella una nevada de más de un palmo de espesor: eso en los valles. ¿Qué menos de una vara en las alturas? Y así fue; con lo cual el piquete no pudo pasar de las gargantas del Deva, y en un pueblo de ellas estuvo detenido dos días.

Llegó en tanto el del aniversario palatino; se concedió el indulto solicitado; salió el reo de la capilla en que ya le habían metido, y con ello sentí yo que me aliviaba el espíritu de un gran peso.

Pero ¿qué efecto había causado allá el indulto? ¿En qué forma había manifestado el reo su natural regocijo? ¿Llorando, rezando?... ¿Y su padre? ¿Quién fue a buscarle al monte para enterarle de la buena nueva? ¿Le habían hallado vivo en su escondite? ¿Le quedaba, en caso de vivir, algún lado sensible en su ser moral, tan macerado por la crueldad de su dolor? ¿Se le había podido convencer de que no es lo mismo tener un hijo criminal, que ser padre de un criminal ajusticiado, porque, más que en el crimen cometido, está la ignominia en el patíbulo en que se expía? ¿Se había logrado reducirle a que volviera al pueblo y a su casa, en la que quizás hallaría ya a su familia llorando de gratitud y alabando a Dios por la merced recibida? ¿Vería a su hijo después? ¿Cómo sería aquella escena entre ambos?...

No caben en números las reflexiones de este género que me hice durante aquel día y el siguiente, porque es la pura verdad que, al curarme de una gran preocupación el suceso del indulto, me había metido en otra no tan desagradable como ella, pero, en cambio, mucho más vehemente.

Al fin se franquearon las comunicaciones entre P... y la capital, y publicó un periódico de ésta una correspondencia de allá, recibida por el último correo. Según ella, los primeros efectos del perdón dieron motivo a una escena singularísima entre el reo y el verdugo. Este afirmó, entre chanzas y veras, que el pescuezo del otro era, de los ya «metidos en capilla», el primero que le fallaba desde que ejercía la profesión. Y ¡qué pescuezo!... Y de aquí el palpársele y el medírsele con ambas manos, y el apretarle el gañote con los dedos, y el reírse el otro bestia para celebrar la farsa, y el sacar la lengua y temblar de pie y mano, y hacer toda casta de visajes para remedar a un ajusticiado; y hasta el entrar en ganas de conocer la herramienta y su modo de funcionar; y el apoyarle en la brutal demanda los espectadores de la escena, y, por último, el prestarse a ello el verdugo y dar allí mismo una larga conferencia sobre el manejo del tornillo y de la argolla, sirviéndole de modelo ajusticiable su propia víctima fracasada.

Se me cayó el periódico de las manos, y no quise leer más ni meditar sobre lo leído, por no mezclar las tintas del nuevo cuadro con el recuerdo del otro, del hombre melancólico de la estación de T..., y mucho menos con el de su padre, el infeliz, el sencillo, el honrado labriego que volvería a ponerse a punto de morir de indignación y de vergüenza si se enteraba de aquella infame comedia representada en la cárcel de P...

Pasaron unos cuantos días, y con ellos se fue borrando en mi memoria lo más saliente de los recuerdos del hijo; pero no me sucedió lo mismo con los trazos de la imagen que yo había formado de su padre: nada más venerando para mí que la vejez de un pobre honrado, abatido por las pesadumbres; y en este concepto, lejos de achicárseme la idea de aquel viejo campesino cristalizada en mi cerebro, se iba agrandando a medida que pensaba en él, y pensaba muy a menudo.

Un día, cuando aún se hablaba mucho de los sucesos referidos, oí llamar a la puerta de mi casa, y se me dijo que preguntaba por mí «un aldeano ya de edad».

-¿Cómo se llama? -pregunté yo a mi vez y sin gran curiosidad, porque a las visitas de este linaje estoy bien acostumbrado.

-Dice que es el padre del reo de P...

-¡El padre del reo de P...! -exclamé estremeciéndome-. Y ¿para qué pregunta por mí? ¿Qué se le ocurre a ese buen hombre? -añadí muy dispuesto a mandarle entrar para conocerle y echar un párrafo con él.

-Ya se lo he preguntado, y me ha respondido que «a ver si le da usted algo...».

-¿Algo de qué?

-De dinero... de limosna...

-¿A qué santo?

-Pues también me lo ha dicho: a santo de que es «el padre del reo de P...». Por lo visto, anda así de puerta en puerta.

Algo como luz de pajuela que alumbraba en un rinconcito de mi cerebro a una figura de patriarca venerable, se apagó de repente, dejando a obscuras el santo y la hornacina.

-¡Dile que no estoy en casa! -respondí con intención de que lo oyera el postulante.

«¡El padre del reo de P...!» o como si dijéramos, el verdadero, el auténtico Delfín de Francia.

¡El bendito de Dios se había dedicado a explotar de aquel modo la negra fama de su hijo!

No hago comentarios, lector pío y justiciero: hazlos tú si gustas y eres de esos ya citados linces que se pasan la vida aquilatando cerebros y corazones, para distinguir entre cuerdos, imbéciles y desequilibrados; en la seguridad de que todo lo referido en estas cuartillas es exacto y rigurosamente cierto, y de fecha no remota.

1898.




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La lima de los deseos

Apuntes de mi cartera


Apenas un asomo de razón iluminó las obscuridades de su cerebro, ya vieron sus ojos obstáculos mortificantes, y sintió en su corazón el ansia de librarse de ellos. El silabario fue su pesadilla, porque envidiaba a los que leían «en Fleury» y escribían «de palotes»; llegó a hacerlos, y le desazonaba la experta mano que guiaba a la suya, débil y torpe; escribió solo, y maldijo del método que le obligaba a trazar las letras a pulso entre líneas paralelas; escribió después libre y suelto sobre la blanca superficie del papel, y le quitaron el sueño las lecciones de memoria, los primeros problemas de la Aritmética, la vigilancia de la niñera que le acompañaba en sus ratos de huelga en plazas y paseos; y deseó con ansia llegar a esa edad en que termina la fastidiosa tutela de los rodrigones, y comienza el niño a campar por sus respetos.

También llegó pronto esa edad, porque el tiempo vuela; y le cambiaron los bombachos cortos por los calzones de largas perneras, la holgada blusa por la tirana chaqueta, y el birretillo gracioso por el empedernido sombrero; atáronle con una correa muchos libros, en latín los más divertidos de ellos, imponiéndosele la obligación de estudiar un poco de cada cosa todos los días, bajo la férula de otros tantos profesores, a cual más huraño y desabrido; y desde aquel momento empezó a envidiar la suerte del estudiante de Universidad, que no necesitaba esclavizar los bríos de su temperamento a la engorrosa e inalterable ley de los declinados y de las conjugaciones; que era mozo con barbas y fumaba sin esconder el cigarrillo tras de cada chupada; que vestía como un caballero, viajaba solo y vivía en completa libertad. Entre tanto, cada hora de cátedra le parecía un año de cadena, cada examen le ponía fuera de quicio, y el peso de las lecciones pendientes le amargaban los pocos ratos que le quedaban libres para jugar al bote en las aceras y al marro en las plazas públicas.

Así fueron corriendo los años de su bachillerato, años que le parecieron siglos en su afán de que pasaran pronto, y también llegó a la Universidad. Para entonces ya le negreaba el bozo en la cara; y como era un mozalbete hecho y derecho, comenzaban a dilatarse, arrebolados y primaverales, los horizontes de su fantasía; el corazón palpitaba de regocijo en su pecho, rebosaba de vida y de esperanzas, y se anegaba todo su ser en un golfo de delicias, sin fondo, sin riberas y sin tempestades. Pero tenía este mar un escollo, uno no más, contra el cual se estrellaba él en cuantos rumbos le trazaban sus inquietas imaginaciones: la Universidad misma, su condición de estudiante con las horas fijas de cátedra, su escasez de dinero y de levitas, su falta de verdadera independencia. ¿Qué era él, en substancia, a la sazón? Entre los hombres, un niño; entre los niños, un hombre; es decir, que en todas partes estaba de sobra, fuera de la ley... en todas partes, menos en la Universidad: precisamente donde él no quería estar. De modo que todos sus «ideales» se realizaban fuera de la región en que el deber y la edad le colocaban... ¡Ah! la borla, ¡la borla! ¡Cuándo la ostentaría en sus sienes! ¡La borla era la libertad, la independencia, el carácter, la verdadera carta de ciudadanía! La borla en sus sienes era tener barbas, ser hombre, hablar en público, escribir, ser actor principal en la escena del mundo, adquirir fama, gloria quizás; de seguro, riquezas.

Y llegó también el día de ceñirse la borla, tras de muchos cursos ganados sabe Dios cómo, y sin haber pegado todas sus cuentas al sastre; pero pasando las penas del Purgatorio, para que en tan largo número de años no conociera su padre los apuros de su vida.

Doctor yo no sé en qué, tampoco en esta nueva jerarquía encontró lo que en ella había creído vislumbrar desde lejos. Desvanecíase su persona en la confusión de otros mil doctores de la propia ralea, y hasta observaba que no eran los más favorecidos por el aura popular los que tenían mayores merecimientos, sino mejores padrinos; ni éstos los más venturosos, puesto que cada altura que ganaban de un salto sólo les servía para codiciar con dobladas ansias otra mayor. Mortificábale esta invencible contrariedad de su carrera, y no resultaba, por ende, aquel punto el que le satisfacía para detenerse y acampar en él hasta el fin de su vida, colmadas ya sus ambiciones, y muertos, o apaciguados siquiera, sus deseos. Molestábale también aquel vivir entre fárragos insubstanciales, que no podía barrer de su pupitre, porque ellos eran su pan y su vestido; fárragos acumulados por el movimiento maquinal de su cerebro de doctor, no producto de la febril ebullición de su fantasía, que le arrastraba en bien distintas direcciones. Hastiábale, asimismo, la soledad en que vivía dentro de su propio hogar, y suspiraba echando de menos, para estímulo en su trabajo y consuelo en su fatiga, el afecto noble y generoso de la compañera elegida por el corazón, y por Dios otorgada y bendecida. ¡Venturoso instante aquél en que éstos sus deseos llegaran a realizarse! ¿A qué más afanes ya ni más intentos?

Y llegó pronto el suspirado «mañana». Pero los insaciables deseos no callaron. Faltaba algo en el cuadro de su felicidad; algo que es en el hogar doméstico lo que la brisa y los pájaros en el bosque: armonías y regocijo. Faltaban esos angelitos con ojos azules, húmedos labios y dorados rizos... Y también vinieron, según los días y los años fueron corriendo; vinieron lanzando el primer vagido antes de abrir los ojos, especie de protesta que exhala el alma, aliento de Dios, al sentir el contacto de la tierra, montón de barro de maldades. Pero los tiernos seres sólo eran ángeles en la figura; y cogían indigestiones, y padecían tos ferina y sarampión, y un soplo de aire frío los ponía a morir. La estadística acusaba una cifra espantosa de víctimas a aquella edad. ¡Qué pena cuando enfermaban! ¡Qué horrible pensamiento el de que podían morirse, cuando le asaltaban por todas partes, y le comían a besos, y le registraban los bolsillos, y le aturdían con sus preguntas sin fin en una lengua cuya gramática sólo conocen los padres!

¡Años!, ¡más años!... Que pasaran los años era su anhelo incesante, para que aquellas tiernas existencias, con mayor desarrollo, corrieran menos peligros. Además, ¿no es cada niño un problema que ha de resolver el tiempo? Y ¿qué curiosidad más lícita que la que siente un padre por conocer esa solución? ¿Qué llegará a ser aquel inocente que se aflige por la rotura de su juguete, y ríe como un loco con la mosca que se estrella contra los vidrios del balcón, imagen fiel de la razón sin guía? ¡Y qué cosas ven los padres en esas contemplaciones, a la luz de su amor y de sus deseos! ¡Qué figuras, qué cuadros se pintan en el lienzo de su fantasía!... Poetas ilustres, sabios ingenieros, invictos generales, tribunos arrebatadores... tal vez el arte glorificado, la ciencia transformada, la patria engrandecida... porque todo ello puede ser obra del hombre, y para estas aristocracias del genio no hay cuna de preferencia; y no habiéndola, ¿por qué no ha de soñarla cada padre en la de sus hijos? Verdad que tampoco la hay para los monstruos del crimen; pero Dios no ha querido dar a los padres la espantosa tortura de poder imaginarse en el inocente ser que acaricia sobre sus rodillas, al héroe del presidio o a la presa del verdugo. ¡Que vuelen, pues, las horas y los años! ¡que se aclare el misterio! ¡que se resuelva el problema!

Y voló el tiempo, y el niño inocente llegó a muchacho revoltoso, y el muchacho se hizo mozalbete presumido, y el mozalbete se transformó en hombre barbado; y en cada una de estas fases o etapas de su vida se iban retratando otras iguales de la vida de su padre, cuyos deseos, lejos de apaciguarse, a la edad de las abnegaciones y de los desengaños, crecían y se multiplicaban, porque vivía por todos y para todos y cada uno de sus hijos; y los cuidados y los afanes de éstos eran sus propios afanes y cuidados... hasta que un día, al tender la vista en su derredor, se vio solo, ¡solo en su hogar! Unos muertos, otros ausentes... ¡nadie quedaba allí ya!... nadie más que él, con la carga de su vejez y de sus achaques.

Corto, muy corto, resbaladizo y pendiente era el camino que le restaba, y aún le parecía que era lento su andar y que el tiempo no corría bastante; aún esperaba «mañana» el alivio de sus dolores y el calmante de sus pesadumbres. Débil filamento es ya lo que antes fue árbol robusto de su vida; y aun sin cesar, le muerde y le adelgaza con la lima de sus deseos implacables; y sólo cesa en él el ansia de otra cosa, cuando con el último suspiro de la vida se desprende el alma de la grosera envoltura que la ha ligado a la tierra, y libre y purificada con la resignación y el martirio, vuela a su verdadera Patria, donde el tiempo no corre, ni la luz se extingue, ni la dicha se acaba.

Tal fue, a grandes rasgos, su vida. Supla cada cual con sus recuerdos y su experiencia los detalles que faltan en el cuadro; los mezquinos, prosáicos deseos de cada instante; desde la bota que oprime, y el trabajo que fatiga, y el calor que sofoca, y el frío que entumece, hasta el festín que se aguarda, o el ascenso o el alivio o el mendrugo que se esperan. ¡Siempre el deseo empujando! ¡Siempre la lima mordiendo! Siempre, en fin, el alma, como desterrada en el mundo, ansiando por salir de él. No es otra la enfermedad que acusan nuestros deseos incesantes y nunca satisfechos: la nostalgia de la patria. ¡Lástima que no paren mientes en ello los sabios que han dado en engreirse con su ilustre progenie de gorilas y chimpancés! ¡Si al menos, y en virtud de su descubrimiento prodigioso, se vieran sanos de la enfermedad de los deseos! Pero ¿dónde los hay más insaciables que entre las luchas de la soberbia, engendrada por los impulsos de una razón sin trabas ni cortapisas?

Los hasta aquí trazados, son rasgos de la vida, digámoslo así, del hombre bueno; el cual, con serlo y todo, jamás encontró en ella un punto de perfecto reposo, ni nunca hizo jornada que, al terminarla, deseara no pasar de allí. Pues fíjese un poco la atención, para completar el cuadro, en esas regiones sombrías donde la inteligencia se atrofia y el corazón se corrompe; donde el vicio es la ley, y la miseria se impone con sus negros atributos de ignorancia, de envidias y de rencores. ¿Quién es capaz de medir el empuje y la velocidad vertiginosa de aquellos deseos? Ya no son lima que muerde en aquellas vidas agitadas: son, a un mismo tiempo, huracán que arrasa y precipita, y fuego que devora.

¿Qué es, pues, en substancia, esto que llamamos vivir? ¿Qué tesoro es ese, por cuya guarda tantas injusticias y tantas maldades se cometen en la tierra? ¿A qué queda reducido el espacio comprendido entre el recuerdo de lo último, ya pasado, y el primer deseo de otra cosa mejor?

Es posible que fueran muy otros los rumbos y el andar de los pueblos, si los hombres tuviéramos, ya que no alientos para vencer nuestras nativas debilidades, ojos, siquiera, para conocerlas y valor para confesarlas.

1900.




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Va de cuento

Vase un lugarejo (lindante, por más señas, con el mío) de reducidos términos y hacienda escasa, pero rico en galas y ornamentos de la naturaleza: floridos prados, selvas umbrías, montes abruptos, rumor de oleajes, auras marinas... lugar costeño, en fin, de la Montaña, y está dicho todo.

Habitábanle pobres labriegos, tan pobres, que a duras penas sacaban de los senos de la madre tierra, dándoles muchas vueltas cada año, el necesario jugo para nutrir mal y vestir a medias el cuerpo encanijado. En cambio, gozaban fama, muy bien adquirida, de ser la gente más lista de toda la comarca. Sabían algo de letras de molde, y se perecían por estar al tanto de las cosas y sucesos del mundo.

Érase, al mismo tiempo, un señorón de la corte, que había dado en la gracia de visitar a menudo aquel lugar, tentado de la codicia de sus bellezas naturales. El tal señorón no lo parecía por la sencillez de su porte, ni por la suavidad de su carácter, ni por la llaneza patriarcal de sus costumbres. Súpose, al cabo, allí, que no era «sujeto de los de tres al cuarto», por la fama vocinglera, que ya lo tenía bien pregonado por esos mundos de Dios; y fue la noticia motivo de gran asombro para aquellos aldeanos, no sólo por lo que les descubría de repente, sino porque no acertaban a explicarse cómo un hombre de tan erguido copete y de tan grande poder se daba por contento allí con trepar a las montañas, pintar en unas tablucas caseríos y peñascos, coger en el arenal caracoles y concharras, y con verlo y observarlo todo, grande y chico... y desde lejos, para no molestar a nadie, sin pedirles jamás nada, ni siquiera el voto a favor de un candidato para alcalde del lugar, ni una parcela de lo baldío para anzuelo de otras muchas que iría pescando poco a poco, hasta alzarse «en su día» con todo el territorio comunal.

Al contrario, era muy pródigo de lo suyo, particularmente con los muy necesitados de ello; y su corazón y las puertas de su casa siempre estaban abiertos a las ajenas pesadumbres y necesidades. Como por estas solas prendas ya se le tenía allí en cordial y grande estima, al catarle señorón pudiente y de relumbre, el simple cariño rayó en admiración. Un viejo sentencioso dijo un día ante un corrillo dominguero en que se trataba del asunto:

-Vos digo que el sujeto ese tiene los mengues en el pellejo, y vale, por saber y por entraña, más que too el oro que pesa.

Y se convino en ello, sin una sola discrepancia.

En esto, el señorón, que no lo parecía, compró un terreno en las praderas más elevadas de la costa, y labró una casa en él.

-Mucho te van a soplar ahí los vendavales -dijo el pardillo sentencioso-, y no te alabo el gusto por eso; pero en siendo el tuyo, como lo es, Dios te le prospere con vida y salú pa una eternidá.

Andando así las cosas, volviose a la corte, como solía hacerlo de vez en cuando el pudiente señorón; y volviéndose a la corte, hizo allí una de las suyas, pero de las más sonadas; tanto, que al día subsiguiente ya había llegado el ruido hasta las cocinas de aquella aldea.

-Bien está eso -dijo un pardillo a otro que con él departía sobre el caso-, y visto es ya que si el sujeto ese pone empeño en sacar oro molido de los pedregales de la costa, oro molido sacará. Decís vusotros que tien los mengues en el pellejo... Pus yo vos digo que es el mesmo Pateta en cuerpo y alma; y vos digo más, si a mano viene: vos digo que siendo lo que es y valiendo lo que él vale, no basta con sentirlo y conocerlo, como lo conocemos y lo sentimos nusotros, si nos lo callamos allá dentro, como nos lo hemos callao hasta aquí: la cortesía pide más al respetive; al cabo y postre, el sujeto es ya de casa, y como el otro que dijo, pertenencia de uno y tuya y mía.

-¿A que distes en el mesmo clavo en que yo di no hace muchas horas? -respondió el oyente.

-No te diré que no -repuso el primer hablante-. ¿Y qué clavo es ese?

-Pus el mesmo en que tamién han dao ya muchas gentes del lugar.

-Estipúlalo más claro y de una vez.

-Lo estipulo y digo: que cuando llegue el caso de tener a tiro a ese sujeto, se corresponda con él, si no al respetive de lo que es y de lo que se merece, tan siquiera de lo que nusotros semos y podemos; pos, como tú dices, de palabra callá y de obra enculta sólo Dios se entera; y el hombre que tiene un sentir honrao, debe decirle, porque si no lo dice, es como si no le tuviera. Y por lo que toca a ese pudiente, ya es hora de que nos conozca los sentires, pa que vea que no vive aquí en tierra de desagradecíos ni de melones.

-Esa es la cosa, y a dar en ella tiraba yo cuando te dije lo que te dije. Con que entendíos, y no hay más que hablar por la presente.

De esta conversación nació una concejada que tuvo que ver. No faltó en ella un solo vecino. Puesto el punto en tela de juicio, y acordado de golpe y sin disputa que cada cual de los congregados acudiese «en su día» a casa del señorón para «rendirle homenaje», llegose a tratar del cómo, y dijo un concurrente:

-Pos yo le llevaré, pinto el caso, dos aves de las mejores que tengo en el corral.

-Curriente -dijo el pardillo sentencioso que llevaba allí la dirección del cotarro-. Pero ¿has de entregarlas en seco? ¿No has de acompañar la fineza con una mala palabra?

-Justo que sí -respondió el de las aves-, y ya estaba yo en esa cuenta.

-Y contabas bien -repuso el otro-. Pero ¿qué piensas decirle?

-Hombre -contestó el interpelado-, lo que sea de razón y venga al ite de la cosa.

-Con verlo basta.

-Pos le diré, punto más, punto menos, que... por acá, que... por allá; que si eres esto; que si vales lo otro; que bendita sea la luna en que nacistes, y la hora en que te avecindastes aquí... y... y...

-Pos, mira, tendrá que oír too ello, como lo jiles bien. ¿Y tú? -añadió el pardillo encarándose con otro concurrente.

-Pos yo -respondió el aludido rascándose el cogote-, si no tengo aves que llevar a ese sujeto, algo de cuenta paecerá en casa, o en las aguas de la mar, con que pintarle la buena ley que le tengo; y al auto de la palabra, tampoco ha de faltarme en su hora y punto.

-Pon un simen de ello.

-Pos al simen de lo que acabas de oír al mi compadre: que... por arriba, que... por abajo; que lo que sabes, que lo que puedes, que lo que vales; que ni los mesmos soles del día, ni los luceros de la noche que te se acomparen, y que bendita sea la hora...

-A otro -dijo el pardillo manducón, guiñándole un ojo al mismo tiempo.

Y el otro siguió cantando la mismísima tonada que sus antecesores, como todos y cada uno de los que le siguieron en la fila. Entonces dijo el pardillo sentencioso:

-Bien está el intento, y de agradecer será el buen sentir que a todos nos mueve; pero, por lo que pueda valer, quisiera decirvos que, como semos muchos, hay ringlera pa una semana diendo uno a uno, y va a resultar el cuento, pa el pudiente, el acabose.

Túvose el reparo por muy cuerdo, y se convino en que hicieran la visita todos juntos.

-Punto pior pa el caballero -expuso un concurrente algo malicioso-, si a cada osequio ha de acompañar una soflama del osequiante, y todas ellas entonás en una mesma solfa, como aquí se ha visto; porque de este modo tendrá que envasarse de una alendá lo que del otro pudo ir sorbiendo poco a poco en una semana, y sin quebrantos del cuerpo.

De este nuevo conflicto surgió otra idea: ir todos juntos, pero hablando uno solo. Se acordó así, y se acordó también, nemine discrepante, encomendar la soflama a un arrumbado fiel de fechos, allí presente, que no había dicho una palabra hasta entonces, ni era muy socorrido de ella que digamos; pero que, en cambio, era uno de los más viejos del concurso, de los que más admiraban al pudiente y el que más veces había conversado con él y mejor le conocía los gustos y el «genial». Asustó al hombre la embajada; pero pensando que para las grandes ocasiones son los grandes sacrificios, y contando más con su entusiasmo que con sus fuerzas, aceptola sin chistar.

Pasaron días; volvió de la corte el señorón pudiente, y, cuando menos se lo esperaba, invadiole la casa el vecindario, con los trapitos de cristianar encima y el modesto agasajo bien escondido.

Adelantose el fiel de fechos, carraspeando mucho y pisando mal; y encarándose con el señor pudiente, que allá se andaba con él en angustias y congojas, según rezaba su semblante, quiso echar la soflama que había «amañado» con trabajos... y se le fue la idea: intentó buscarla por atajos y recodos más trillados, y le faltó la palabra; y finalmente, empeñado en salir, con una excusa, del conflicto en que se veía, hasta le faltó la voz.

Entonces, por no tirarse por la ventana que veía enfrente, se arrojó al único asidero que tenía a sus alcances para salir vivo del atolladero: a su propio modo de ser, a la pata-la-llana y a la buena de Dios; y comenzó así, braceando hacia los congregados y con la vista fija tan pronto en los cestucos en que éstos llevaban las respectivas «finezas», como en la cara compasiva del pudiente festejado.

-Y por último, aquí están estos sujetos, y aquí estoy yo; y ellos y yo, y lo que ellos traen y lo que yo también traigo, estas pobrezas que están a la vista, y el corazón que, a poco que se arrepare, también puede verse aticuenta que en la palma de la mano; todo ello y cuanto somos y valemos y esperamos, es de la Su Mercé; y con ello y con todo, aunque damos cuanto tenemos, no damos la metá de lo que la Su Mercé se merece. En esta cuenta, ordene y mande; y verá cómo no se queda más corta que las palabras la buena voluntad para servirle. Y con esto no canso más.

Dijo; y sin esperar la respuesta, puso su cestuco en el suelo; imitáronle sus poderdantes, y se fueron en tropel a la calle, tan poco satisfechos del valor de sus ofrendas, como de la soflama del arrumbado fiel de fechos, de quien se habían prometido cosa mejor.

Pues bien, mutatis mutandis, aquí se está dando un caso muy semejante al caso de la aldehuela de mi cuento, y por eso precisamente le he sacado a relucir. Tú, comensal perínclito, admirado compañero y amigo del alma; tú eres (y perdona el modo de señalar) el señorón pudiente y campechano; nosotros los congregados en tu derredor para festejarte sin agredirte; los pardillos de la aldehuela, hombres de índole sana y animosos, muchos de ellos un tanto dados al vicio de las letras, y todos, en conjunto, admiradores fervientes de los grandes maestros, como tú, en el arte de cultivarlas; y yo, el arrumbado fiel de fechos que aceptó, en mal hora, el encargo de echarte la soflama, y que al llegar el fiero instante de cumplir su cometido, siente, congojoso y trasudando, que le falta la palabra, y se le cuaja la voz en el gaznate, y nada sabe del paradero de sus ideas, para decirte, siquiera, a lo que viene.

En tan negro trance, dejándome de retóricas inútiles, y atento sólo al cumplimiento fiel del honroso mandato, llamo tu consideración, con el respeto debido, no hacia los humildes cestucos de nuestras pobres ofrendas, sino al hondo sentimiento que palpita en nuestros corazones al presentártelas, a la buena amistad, a la admiración fervorosa y al cariñoso respeto que te consagramos.

Todo esto, y otro tanto más que se siente mejor que se explica, junto y en una pieza, sazonado al calor de nuestro regocijo, y entre fragantes hojas de laurel virgen que, tan profuso crece en el florido suelo de la tierruca, que ha dilatado sus linderos al henchirse de noble vanidad desde que la diputaste por tu segunda patria; todo esto, repito, te ofrecemos, y te lo sirvo yo con alma y vida, como plato final de este agasajo cariñoso, en la salsa de mi oficio6.




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Esbozo

El sujeto de él no es producto castizamente español; pero, a tuertas o a derechas, ya le tenemos acá, y tan aclimatado como otras muchas cosas que por españolas pasan, porque en España viven y crecen y hasta se multiplican; y si no se acomodan rigorosamente a nuestro genuino modo de ser, vamos nosotros acomodándonos a ellas, y tanto monta.

No apareció sobre la haz de esta tierra por la obra lenta y gradual de una gestación sometida a las leyes inalterables de la Naturaleza, sino por el esfuerzo violento de un cultivo artificial, semejante al que produce los tomates en diciembre, y los pollos vivos y efectivos sin el calor de la gallina. Trájole la arbitraria ley de una necesidad de los tiempos que corren; un antojo de las gentes de ahora, que exigen, para alimento de su voracidad, no los manjares de ayer, suculentos, pero en grandes y muy contadas dosis, sino la comidilla incesante, la parvidad continua, estimulante y cáustica, que mantenga el apetito en actividad perenne.

Dándole, pues, carta de ciudadanía en España, y estudiándole un poco desde aquí para filiarle en justicia, puede afirmarse, sin asomo de duda, que desciende en línea recta de aquel modestísimo gacetillero o localista, que, pocos años hace, ejercía el precario oficio a la callada y a escondidas de las gentes, por respeto al proverbial quijotismo español, que le tenía en poco y le sumaba con todos los «holgazanes vagabundos» y demás «gentes de mal vivir y perniciosas»; de aquel excelente muchacho que, de higos a brevas y en casos muy extraordinarios, se veía, con una mano en el bolsillo, y en la otra el sombrero de copa alta, a la puerta de una oficina pública, pidiendo veinte veces y en voz baja licencia para entrar un poco más adentro, con los modestos fines de preguntar a un oficial de cuarta clase, o a un agente de policía de los más ínfimos, si eran ciertas las noticias corrientes entre el público sobre este robo o aquel descalabro, en la seguridad de ser respondido, a la quinta o sexta acometida, con una desvergüenza o un bufido que le causaban angustias y trasudores, muy merecidos en su humilde entender; pero que aún le parecían cosa de chanza si a la salida de allí, y después de llegar en volandas a la redacción, le era lícito escribir, para el número del día siguiente, un sueltecillo a este tenor: «Con noticias de buen origen, podemos confirmar (o desmentir) las que circulan media semana hace, en plazas, tertulias y cafés, acerca de esto o de lo otro».

Así nació, de golpe y porrazo, y por aquí vino, ese personaje, o mejor dicho, esa institución con fuero propio y jurisdicción sin límites, que se hombrea con los poderes públicos y campa por sus respetos donde quiera que cae como llovido del cielo. ¡Que le vayan a él con bufidos y sofiones aquellos desabridos funcionarios que cerraban las puertas a su padre! Por mucho menos que ello, por la más leve torpeza o la menor tardanza en su ministrarle las noticias que desea y ha pedido, les hará temblar con una amenaza fulminante: se lo dirá al gobernador, se lo dirá al ministro, o al jefe del Estado, si es preciso, si le apuran un poco «y vuelve a suceder eso». Para él no hay estorbo allí que le detenga, ni razones que le contraríen. Toda la casa es suya, y entra por ella como en lugar conquistado, sin contestar a los porteros que le saludan reverentes, preguntando por quien le acomoda y colándose donde le da la gana.

Para lo usual y ordinario, hasta tiene su poco de oficina en lo más inaccesible al vulgo y más sagrado del local, con las noticias que desea sobre la mesa ya, para que no tenga más trabajo que el de apoderarse de ellas. Si le parecen poco, también tiene, por tener de todo, el derecho de llamar al funcionario que necesite para que le dé más, y el de introducirse en el despacho del jefe, que le servirá gustosísimo después de haberle agasajado con un abrazo, dos regalias y un puñado de caramelos. Las noticias adquiridas de este modo, noticias relacionadas a menudo con lo más hondo y más secreto de la política o de la administración del Estado, noticias de sensación las más de ellas, se publicarán pocas horas después en la segunda o tercera edición de las varias que hace cada día el periódico que le paga. Cuando no quiere molestarse en ir a recogerlas a los centros respectivos, los funcionarios de la Nación, los mismos que acostumbran a recibir con cara de vinagre y poco menos que a escobazos al manso contribuyente que da lo que ellos consumen, cuidarán de enviárselas a la redacción, con la súplica de que perdone por lo poco y mande lo que le acomode.

En la vía pública trabaja con igual suerte y se despacha con el mismo desparpajo. Si se rompe o se vuelca el andamio de una fachada antes de que el perniquebrado albañil lance en el suelo el primer quejido, ya está a su lado él, lápiz y cuartillas en ristre, no para levantarle ni socorrerle, por de pronto, sino para acosarle a preguntas. «¿Cómo se llama usted?-¿Cuántos años tiene?-¿Cuántos hijos?-¿Es viudo?-¿Dónde vive?-¿De dónde es?-¿Cómo fue la caída?¿Se rompió la cuerda? ¿Se volcó el andamio?-¿Quién tuvo la culpa?-¿El propietario por mezquino?-¿El arquitecto por descuidado?».

Después llegará la camilla; se conducirá al albañil a la Casa de Socorro, y él irá delante y entrará en la casa antes que el enfermo; y mientras el médico va palpando en éste lo que está lesionado y lo que no lo está, irá interrogándole él, para anotar las respuestas con su lápiz sempiterno: «¿Es rotura?-¿Es dislocación?-¿De la tibia?-¿Del fémur?-¿Tiene fiebre?-¿Es de cuidado?-¿Sanará?...».

Hasta que, harto él de preguntar y no cansado el otro de responder, se largará de allí, sin apurarse gran cosa por la suerte del albañil, aunque al leer más tarde en el periódico la relación del suceso con todos sus pelos y señales, cualquiera creería «de la casa» al relatante, por lo que plañe y gime la caída, y truena contra los inhumanos que construyen o dirigen edificios, sin mirar por la salud y la vida de los míseros obreros que los ayudan con su trabajo peligroso.

A un incendio llega antes que el sonido de las campanas que le anuncian, y mucho antes, por supuesto, que las bombas, los mangueros y el piquete; y tampoco por ansia caritativa, que este particular no le apura a él cosa mayor. Lo que le importa es averiguar antes que nadie, para ser el primero en publicarlo, cómo y por dónde empezó la cosa; qué gentes viven allí; qué hacen y por dónde salen o se tiran para salvar el pellejo; cuántos huesos se quebrantan en estos trances, o cuántos muebles se hacen añicos; qué mangueros, qué autoridades, qué personas conocidas o qué fuerzas de la guarnición han sido las primeras en llegar; y mientras unos dan órdenes, casi siempre al revés, y otros las cumplen como mejor les parece, y este bombero trepa fachada arriba hincando las uñas en las grietas y resaltos de la pared, si no tiene mejores asideros, o se destaca en lo más alto, a la claridad imponente de la voraz hoguera sobre el negro fondo del estrellado cielo, esgrimiendo el hacha para derribar la cumbre del tejado; o asoma otro por la chamuscada puerta del balcón, entre espesa columna de humo con chispas, para respirar un poco de aire oxigenado que no hay adentro; o sudan el quilo en la calle los hombres que mueven los brazos de la bomba, o dirigen la pesada boquilla de la manga; o amontonan muebles desvencijados, ropas y colchones, jaulas, sombrereras y cacharros, entre el vocerío de los que mandan con derecho y de los que tachan los mandatos por lujo de tachar; de los ayes lamentosos del herido; del gemir de las mujeres delante de sus ajuares destrozados; del golpear de las culatas del piquete sobre los duros adoquines, y del continuo rumor de toda aquella compacta e hirviente muchedumbre, que se bambolea y oscila como un pedazo de mar, él va y viene, y entra y sale y se desliza y cuela por todos los resquicios de la masa, y atraviesa la línea de soldados, y salta por encima de la cordillera de montones y de las henchidas mangas, y todo lo atropella y vence, para saber antes, si es posible, que ningún otro de su oficio, cómo se llaman el bombero del tejado, y el hombre que se rompió una clavícula, y el vecino que salió por el balcón; de dónde son nativos, de qué viven y cuál es su estado; qué mote tiene el ratero detenido por el gobernador, y por qué se le detuvo, etc., etc. En seguida, y volando, a la redacción para dar a luz aquello poco, y volver al sitio del siniestro para recoger a escape las notas de lo que vaya aconteciendo, hasta que el incendio se apague por el esfuerzo de los hombres o por falta de materia en que cebarse.

Entonces una parrafada de última hora; y por remate de todo, un resumen de lo acontecido, con la tasación de daños, y lágrimas compasivas en recuerdo de los perjudicados y contusos; una descarga de reflexiones acerca del mal servicio contra incendios, otra de loores para las «dignas autoridades» y demás personas que han sido complacientes con él, y una alabanza especial para el heroico bombero del tejado.

Gran teatro es un incendio gordo para lucir su diligencia y su sagacidad un hombre así; pero aun hay otros que se prestan mejor al ejercicio de los raros talentos que posee por privilegio singular de su naturaleza y por ley de la costumbre que le ha formado: verbigracia, los crímenes ruidosos, las causas célebres. ¡Aquí es donde hay que verle para admirarle en toda la pompa de su absoluto poder y señorío! A donde va el Juzgado instructor, allí está ya él, que también es juez y magistrado, y Audiencia y Tribunal Supremo y cuanto hay que ser; allí está desde mucho antes, mano a mano con el supuesto criminal, o testigo, o cómplice, cuyas declaraciones se buscan.

-¿De cuántas puñaladas mató usted a su víctima?

-¡Señor!... Yo no he matado a nadie: bien lo sabe el juez.

-¡Qué juez ni qué niño muerto! Aquí no hay más juez que yo, ni más tribunal que el que yo represento, que es el tribunal de la prensa, el de la conciencia pública; y público y notorio es que usted la hizo, por lo que nadie más que usted ha de pagarla. Con que, a cantar de plano.

-Repito que soy inocente.

-¿En dónde se hallaba usted a las ocho de la mañana del día siete de febrero del año próximo pasado?

-¡Yo qué sé!

-¿Qué señas tenía cierta mujer que en aquella ocasión, y mientras usted saludaba al Espatarrao, pasó por la acera de enfrente?

-No recuerdo nada de eso.

-Ya lo recordará usted en el patíbulo. ¿De qué color eran las botinas de la barbiana con quien usted se detuvo en la misma calle, ocho meses después, al rayar el mediodía, y por qué, al despedirse, fijó usted la mirada en el balcón de un tercer piso, y ella dijo que sí con un movimiento de su cabeza?

-Tampoco hago memoria de cosa alguna de esas.

-¿Y tampoco recuerda usted quién era la señora recatada que salió en compañía de un caballero muy elegante, con el cuello del sobretodo alzado y el ala del sombrero muy caída sobre los ojos?

-¿De dónde salían esas personas?

-Del portal mismo de la casa del interfecto, tres horas después de cometido el crimen. ¿De qué piso bajaban? ¿A dónde iban, y por qué al extremo de la calle se cruzaron con un hombre, y este hombre arrojó en aquel instante la colilla del cigarro que fumaba, y al arrojarla tocó con el codo el brazo de la señora, y la señora volvió la cara hacia él?

-Pero ¿por qué he de saber yo esas cosas?

-Porque el hombre de la colilla era usted, y la señora recatada y el señor que iba con ella, sus cómplices y encubridores de usted, como se irá demostrando poco a poco.

-¡Por los clavos de Jesucristo!... Pero, señor, aunque fuera cierto que tirara yo una colilla en ese sitio que usted dice, y tropezara con el brazo a una señora al mismo tiempo, y esa señora se volviera para mirarme, ¿qué tiene todo ello de particular ni que ver con el crimen cometido tres horas antes... no sé en dónde?

-Por esa puerta falsa quiere la justicia histórica dar escape a la responsabilidad criminal de usted; pero a mí no me la da esa señora con vuelillos y hopalandas... Y vamos adelante. ¿A qué hora de aquella misma noche entregó usted un envoltorio al Presidente del Consejo de Ministros?

-¡Yo!...

-Usted, sí. Ya ve usted cómo todo se sabe. Y ¿a qué otra, sobre poco más o menos, tuvo usted una entrevista con el Nuncio, y le dio una carta que le había proporcionado un gentilhombre de Palacio, a instancias del Embajador de Rusia?

-¡Qué barbaridad!

Es verosímil que mientras el periodista anda empeñado en un interrogatorio como éste, llegue la justicia a cumplir con su deber, y que, advertido de ello el preguntante, responda altanero al funcionario que se lo advierte:

-Que aguarde.

Porque se han dado casos en que la justicia le obedezca y espere a que él concluya.

Después del interrogatorio, a la redacción para echarle a la calle corregido y anotado, o, como si dijéramos, puesto en la salsa estimulante que el público apetece y saborea; y si le conviniese para sus fines, antes o después de este trámite, a la Presidencia del Consejo de Ministros o a la del Tribunal Supremo. Si el Presidente está ocupado, que se desocupe; si descansando, que perdone, pero que le reciba. Él necesita verle, y le verá. Y le ve al fin. Se ve con el encumbrado personaje, inaccesible a la masa anónima de los simples mortales; y no sólo le ve así, sino que le interroga y le amonesta por lo torcida que anda la vara de la justicia en lo del crimen aquél, y hasta le habla del envoltorio de marras en la entrevista del Jetas con el Nuncio, y de la carta del gentilhombre, y de las intrigas del Embajador de Rusia, sin que nadie le tire con algo ni se amontone siquiera.

En el juicio oral tendrá lugar y asiento de preferencia, señalados por el Poder judicial para que tome y haga a su gusto notas y semblanzas, y pueda, después del juicio, ofrecer al público, para que se deleite con ello, los nuevos rumbos que va tomando el negocio criminal en la causa aparte que sigue él a los procesados.

Con igual derecho y con idénticas prerrogativas acudirá a las solemnidades académicas si son públicas, y si no lo son, a recoger las notas que se le proporcionarán de lo que unos hagan y de lo que digan otros, para dar cuenta minuciosa de todo ello, y fallar ¿él en seguida ex-cátedra, háyase tratado en el concurso de agricultura, de matemáticas, de navegación o de teología. A él lo mismo le da, porque de nada de ello entiende jota; pero es listo y posee el arte de aparentar que de todo entiende mucho, y con ello le sobra para desempeñar airosamente su cometido.

Al salir los ministros de un consejo, o un grupito de diputados de un conciliábulo, ya está él a la puerta para echarles el alto y pedirles cuenta de lo que se haya dicho y acordado en la secreta reunión.

En cuanto llega un personaje de nota, o publica un documento de sensación, o produce con su palabra o con sus actos una excisión en el Parlamento, le pide la correspondiente interview; y sin aguardar la respuesta, se le planta delante y le somete a la tiranía de sus inevitables interrogatorios: «¿A qué ha venido usted?-¿Qué día salió de París?-¿Cuál fue el verdadero objeto de la conferencia que celebró usted el día tantos con el Embajador de Alemania en aquella capital?-¿Qué juicio han formado los hombres eminentes de ese Gobierno sobre la última crisis del nuestro?-Al publicar usted la carta que tanto da que decir hoy, ¿se propuso únicamente satisfacer una necesidad de su conciencia política, o entró por algo en sus planes el deseo de molestar al Gobierno y de hacer más apurada su situación?-¿Fue obra de su propio y exclusivo impulso, o por acuerdo también de los amigos políticos de usted?-En este caso, ¿tiraban ustedes solamente a herir, o tiraban a matar?-Los motivos en que declaró usted fundarsu acto, ¿son los únicos y verdaderos? ¿No hay otros reservados de muy distinta naturaleza?-¿Puede darse algún crédito a la versión, corriente en los pasillos, de que la inesperada discrepancia de usted reconoce por causa eficiente el haberle negado el Presidente del Consejo, en la última modificación ministerial, una cartera que le tenía ofrecida?».

Tampoco aquí se le tira con nada ni se le niega la más insignificante de las respuestas que pide.

Si en aquel día o en el anterior ha andado rebotando en las columnas de la prensa periódica algún escandalillo con iniciales transparentes, o se ha descubierto un ingenio de chispa en el teatro o en la novela... a ello en seguida para echarlo desnudo a la calle, antes que envejezca entre las veladuras del misterio. Al marido ultrajado: ¿qué causas pudieron influir en el origen de los sucesos que acarrearon la catástrofe? Y así. Al banquero en quiebra: si tuvo parte la política en el desastre; a cuánto ascienden el pasivo y el activo; de qué pelaje son las víctimas más numerosas, y si están resignadas, etc., etc. Al autor dramático o al novelista: si es verdad que «en sus principios» fue guardia civil, o seminarista, o teniente de Estado Mayor; que robó a una bailarina y se batió a navaja con uno de Orden público; que escribe boca arriba, y que en su pueblo come la carne cruda y duerme en el pajar...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Cualquiera que entienda un poco en achaques de la débil naturaleza humana, pensará que ese hombre que no ha cesado de moverse, de ver, de hablar y de escribir en todo el santo día de Dios, caerá desplomado en la cama a las primeras horas de la noche. Pues no, señor: es también corresponsal de diez o doce periódicos de provincias; y después de haber enviado por el correo otras tantas correspondencias de su puño y letra, a última hora, es decir, a las dos o las tres de la mañana, cuando ya nada queda que husmear en las tertulias de los Ministerios y se han apagado las candilejas de los escenarios del otro mundo, correrá al telégrafo, y allí, con la velocidad del rayo, mandará hasta los últimos confines de la Península la quinta esencia de cuanto ha averiguado desde que se levantó de la cama, para que se desayunen con ello, pocas horas después, los suscriptores de los periódicos provincianos que le pagan este inapreciable servicio.

En suma: que no conoce el cansancio ni las puertas cerradas; está en todas partes y a todas las horas del día y de la noche, presenciando todos los sucesos que sean narrables en letras de molde... o esperando que acontezcan, porque solamente suponiéndole dotado de un prodigioso instinto de adivinación o de presentimiento, puede concebirse la puntualidad con que asiste a cuanto ocurre en todas partes, público o secreto, grande o chico, fausto o infausto.

Tampoco hay distancias para él. En cualquier estación del año las salva, de balde y en primera (¡otro privilegio asombroso en ese feudo proverbial de las compañías de ferrocarriles!), o como la necesidad lo exija, a ratos (de balde también, por supuesto), y ya está allá gimiendo sobre los estragos de un terremoto, o las víctimas de una epidemia, o los despojos de un naufragio; cantando los triunfos de la ciencia en la inauguración de un artefacto; describiendo la pompa de una fiesta excepcional, o inventariando moños e intrigüelas en tal o cual punto «de cita» veraniega para las damas distinguidas de «nuestro mundo elegante».

Pero aún alcanzan a mucho más los alientos de este hombre, de ordinario simple fisgón al menudeo. Cuando la ocasión lo pide, sabe elevar su oficio a las alturas de la epopeya; y es de admirar entonces cómo un día, porque en lo más remoto del mundo pasa o va a pasar algo que no se ve a todas horas ni en cualquiera parte, atraviesa mares y montañas, arrostra los peligros de las tempestades y de los climas insalubres; y en la diestra el lapicero, espada de este conquistador de nuevo cuño, después de haber residenciado al capitán del buque o a los guías de la montaña o del desierto, como preámbulo de la obra que le preocupa y le arranca de su hogar, si es que le tiene, acomete al Sha de Persia, o a un Rajá de la India, o a un salvaje patagón, por señas, si no puede de otro modo, y le desocupa la conciencia sobre las cuartillas de papel de su cartera inagotable.

El suceso que le lleva a tan lejanos confines es, por lo común, una guerra bárbara entre dos grandes naciones por un «quítame esas pajas». Ya está debidamente instalado en el cuartel general de uno de los ejércitos beligerantes. Es plaza montada; y si no tiene ración y lecho en la tienda del general en jefe, los tendrá en la que la sigue. Antes de darse la batalla, ya tiene él contados los combatientes de cada lado, con sus respectivos elementos de pelea, descritas las condiciones del terreno y pronosticado el éxito definitivo. Suena el primer cañonazo, y él, después de consultar su reló, consigna el gran momento en sus cuartillas. Desde entonces, y como si su oficio fuera el de guerrear, olvidado de los peligros que corre, todo es ojos y actividad para cumplir con su deber, no de cronista escrupuloso, sino de noticiero diligente; y se le verá entre el polvo y el humo de la batalla correr de acá para allá, movido del ansia de ver las cosas más salientes por sí mismo y de anotarlas con el mayor lujo posible de pelos y señales. Y si deduce de algunas de ellas, extrañamente desastrosas en su campo, que en el frontero se estrena un nuevo artificio bélico, será capaz de meterse bajo los fuegos enemigos y de no parar hasta ver con sus propios ojos el aparato mortífero y el modo de funcionar. Si lo consigue, ¿qué victoria como ella? Pero consígalo o no, exista o no exista el artificio, cuélese o no se cuele en el campo enemigo, que éste pierda o gane la batalla, él, siempre infatigable y con el estruendo del último cañonazo aún en los oídos, saldrá del revuelto y ensangrentado campo a todo correr de su cabalgadura, y atravesará llanos y desfiladeros, y andará leguas y leguas sin punto de reposo, hasta la más próxima estación telegráfica u oficina de Correos. Allí, quizás sin haberse desayunado todavía, coordinará sus apuntes, y, en la forma conveniente a sus propósitos, los enviará a su destino. Al día siguiente, vuelta a empezar la misma dura faena con ligerísimas variantes, hasta la terminación de la contienda... si antes no ha terminado él de vivir por obra y gracia de algún mal tropiezo con que no soñaba en la borrachera de su insaciable y peligrosa curiosidad.

¡A tal extremo puede llegar, y ha llegado más de una vez, la manía de este nuevo caballero andante, para quien, hallándose en el ejercicio de su libre profesión, tampoco rigen las comunes leyes del Estado!

Y todo ello, en definitiva, lo grande y lo chico, lo serio y lo cómico, de este sujeto, ¿por qué y para qué?... Pues por el ansia, como ya se ha apuntado, de ser el primero en recoger hechos y dichos, para que el periódico que le paga no sea el segundo en venderlos en la vía pública a un tropel de haraganes desdeñosos y a otros tantos lectores impacientes, que han de olvidarlos, apenas engullidos, por el hambre de otros nuevos, y que aún hallan cara la ración en la miseria que les cuesta de un perro chico.

Verdaderamente son dignos de más altos destinos el ingenio, la frescura y las fatigas sobrehumanas que se necesitan, y de ordinario se emplean, para desempeñar a conciencia el oficio de reporter.

1892.




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De mis recuerdos

Una tarde gris con intermitencias de sol tibio; una iglesia pobre y vieja sobre una meseta pedregosa con jirones de césped y matas de arbustos bravíos; una extensa campiña verde con fondos lejanos de cerros ondulantes y de erguidos montes gallardamente escalonados.

En el porche de la iglesia, corrillos de aldeanos hablando y pisando quedo, por reverencia a lo que acontece en el santo lugar en día tan señalado. Dentro de la iglesia, el viejo párroco y un su feligrés, no mucho más joven, sentados en un banco de elevado espaldar, delante de un tenebrario, y cantando las Lamentaciones de Jeremías. En la capilla mayor y lleno de luces, el Monumento, cuya armazón está cubierta de colchas y pañuelos muy vistosos, que se extienden después en dos alas, a diestro y siniestro, hasta los respectivos muros de la iglesia. Al pie de las gradas del Monumento, echada la Cruz sobre un paño negro y descansando sus brazos en dos almohadas guarnecidas profusamente de lazos de colores, cadenas de plata, acericos y relicarios. Los fieles, que llenan casi todo lo desocupado del templo, rezando fervorosos o andando en grupos el Calvario, y a veces, cómo para acompañar al murmurio de los rezos o al cántico de las tinieblas, el sonido tenue de la humilde moneda de cobre al caer en el platillo colocado junto a la Cruz yacente.

En el cuerpo de la iglesia, los dos pasos, en sus correspondientes andas, que han de salir en la procesión: el de la Dolorosa, que no es muy grande, y el de «los Judíos», que lo es y pesa mucho, pues representa a Jesús atado a la columna, flagelado por dos sayones: tres esculturas, no modelos de arte seguramente, pero de buen tamaño y bien macizas; por eso tienen sus andas ocho brazos.

Por fin se apaga la última candela del tenebrario, se oye la palmada del Cura sobre su libro, cerrado ya; y los chicuelos que hormigueaban entre los hombres del portal, armados de cachiporras los más de ellos, comienzan a golpear desaforados todo lo que suene, como los postes que sostienen la achacosa teja-vana, y hasta las hojas mismas de la puerta principal; los afortunados que tienen carraca, a voltearla furiosamente, y los que no tienen cachiporra ni carraca, a piafar sobre los morrillos del suelo con sus herradas almadreñas. El caso es hacer ruido... hasta que apareció el Cura en la meseta del pórtico.

Detúvose allí, calláronse todos en cuanto le vieron, y dijo en voz alta dirigiéndose a los del portal:

-Seis hombres para el paso de la Virgen.

-Hay cuatro -respondió un buen mozo señalando a otros tres que le acompañaban.

El párroco les dio las gracias con un gesto, y volviendo a recorrer todo el concurso con la vista, tornó a decir:

-Ocho para los judíos.

-Hay seis -respondió en un lado un fornido mocetón.

-¡Hay cuatro! -dijo en seguida otro más fornido aún, saliendo al frente desde el lado opuesto con los tres que mantenían su atrevido arranque.

Produjo en los presentes aquella valentía rumores de entusiasmo, y en el señor Cura cierta expresión de asombro placentero. Con ella en la cara, dio por terminado el asunto y se volvió a la iglesia, a donde le siguieron los mozos triunfadores en la puja, y se dispuso a seguirle la gente del portal.

Que no le siguió por de pronto, porque aparecieron en él, por el boquete del Norte, dos penitentes, cuya inesperada presencia allí suspendió los ánimos de todos. Vestían luengas túnicas muy bastas, con alta caperuza y muy caído antifaz: iban descalzos, embarrados los pies y los vestidos, y llevaban a cuestas sendas cruces de madera en bruto, muy grandes y de mucho peso. No era extraño el suceso en toda la comarca, ni nuevo en aquella iglesia; pero sí poco frecuente. Según algunos forasteros, que por curiosidad los acompañaban desde su pueblo, cuyo Sagrario habían visitado ya, los penitentes llevan andadas a aquellas horas seis Estaciones, es decir, recorridos seis pueblos, que nombraron; y esto lo sabían los relatantes por otros curiosos que los habían seguido hasta el de ellos. Lo que no se sabía a punto fijo era de qué lugar procedían, ni quiénes eran, ni por qué pecado hacían aquella dura penitencia, que debió de comenzar por la mañana y no podía terminar sino bien entrada ya la noche. Nadie los había visto comer, ni beber, ni descansar, ni siquiera ponerse a subio para defenderse de los chubascos y granizadas que habían caído alrededor del mediodía.

Llegaban, pues, muy quebrantados de fuerzas, y bien se les conocía en el andar, y, sobre todo, cuando subieron los escalones del pórtico para entrar en la iglesia.

Tras ellos se fue toda la gente que había fuera, y vio cómo la de adentro, muy admirada y respetuosa, les iba abriendo paso hasta las gradas del Monumento, donde se postraron de rodillas, uno a cada lado de la Cruz, sin aliviar los hombros del peso de las suyas.

Mientras oraban allí venerando al Sacramento, se iba formando la procesión que había de seguir su carrera acostumbrada alrededor de la iglesia, por el camino más largo y dificultoso: una cambera desnivelada y áspera, festoneada, a trechos, de bardales, mimbreras y saúcos que ya empezaban a reverdecer. Todo este camino había de recorrerse sin descanso alguno; y en eso estaba el toque de la puja entre los bravos mozos para conducir los pasos, especialmente el de «los Judíos».

Salió al fin la procesión, haciendo cabeza de ella un hombre descalzo, revestido con un alba de desecho, envueltas en un lienzo blanco la cara y la cabeza, y con un gran Crucifijo alzado. A este personaje le llamaban allí el Fariseo. Detrás de él iba el paso de «los Judíos», cuyas andas crujían con el peso de las tres esculturas, mal aseguradas al tablado por largos tutores de hierro que a menudo rechinaban en sus hembrillas roñosas. Después, y a una regular distancia, iba la Virgen; y entre este paso y los niños de la escuela que precedían al sacerdote y sus acompañantes, se colocaron los dos penitentes, hecha ya su visita al Monumento. La masa de feligreses cerraba la procesión, que fue entrando poco a poco en su carrera.

De las viviendas inmediatas y de las callejas y senderos que confluían en aquel punto, iban saliendo apresuradamente los últimos rezagados del lugar, e incorporándose a la piadosa comitiva: las mujeres cubriéndose la cabeza con un pañuelo o con el chal de gala, y los hombres vistiéndose la chaqueta de los domingos. Las casas quedaban desiertas, los animales recogidos y los hogares apagados; y, como la vasta campiña y la brumosa cordillera y el cielo mismo, sombrío y anubarrado, todo en silencio, inmóvil y melancólico. Todo parecía sumido en hondas meditaciones y pendiente de los salmos que entonaba el pobre cura de aldea, con voz trémula y fatigosa, únicos sonidos que se percibían en toda la extensión de aquel grandioso escenario de la naturaleza entristecida y solitaria.

Según andaba lentamente la procesión, disgregábanse, de tarde en cuando, de la masa del fervoroso cortejo hombres y mujeres, que por las laderas altas del camino se adelantaban hasta los pasos; y por lo tímido del andar, lo respetuoso del continente y lo anhelante de la mirada, en cuanto la fijaban en ellos, no parecía sino que buscaban en aquella representación tangible, viva, de lo que allí se conmemoraba, una fuerza imaginativa más poderosa que la de sus meditaciones: en la sangre que corría por las espaldas de Jesús a los golpes de sus verdugos, en la que goteaba de las heridas abiertas por las espinas de su corona y en la cuerda que ataba sus manos, como las de un criminal, la magnitud del sacrificio del Hijo de Dios por amor a sus criaturas, a las mismas que tan despiadadamente le atormentaban; en la faz amargurada de la Virgen-Madre, la intensidad de sus inenarrables angustias y dolores; y ¡quién sabe si del logro de sus piadosos deseos; de haber visto y sentido, por este medio, cuanto anhelaban ver y sentir entonces, nacía aquella singular expresión de sus ojos al fijarlos después en los dos penitentes desconocidos que iban arrastrando pesada cruz de pueblo en pueblo en alivio de sus propias culpas, que tal vez eran leves, y en desagravio del Redentor del Mundo, tan ofendido por la soberbia y la ingratitud de los hombres?

La crítica mundana, que se paga mucho de la superficie y del aparato teatral de las cosas, ¡cuánto hubiera hallado merecedor de sus burlas en aquel espectáculo tan desprovisto de primores del arte y de las pompas del lujo! Y, sin embargo, allí, en la traza risible de los dos penitentes y bajo el pobre y abigarrado aspecto de aquel apiñado concurso de honrados campesinos, que sabían descubrir la realidad del dolor en las imperfectas imágenes, y sentirle y llorarle en sus corazones, se guarecía, como en su propio albergue, la fe sin nubes, sencilla, profunda y arraigada; la fuerza poderosa que traslada los montes, redime los pueblos y dignifica los hogares.

Cuando la procesión volvió a la iglesia, los fieles todos cayeron de rodillas, y dirigidos por el Cura, elevaron a Dios una plegaria de perdón. ¡Y era cuanto había que oír aquel coro de voces de todos los matices imaginables, nutrido, concordado, llenando, clamoroso y resonante, los ámbitos del templo! Escena verdaderamente sublime, así por la ocasión como por la grandeza de su sencillez.

Tan pronto como la iglesia volvió a quedar en silencio, salieron de ella los dos penitentes, ya cerca del anochecer; y tomando el camino de la Vega, se les vio desaparecer muy pronto en una de sus hondonadas, seguidos por algunos muchachos que no tardaron en volverse por miedo a la noche que ya estaba encima, y de las bendiciones de la gente que admiraba su piedad heroica y aplaudía su ejemplo edificante.

Marzo 30, 1900.




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A Marcelino Menéndez y Pelayo

De cómo se celebran todavía las bodas en cierta comarca montañesa, enclavada en un repliegue de lo más enriscado de la cordillera cantábrica


Querido Marcelino: Si no estorba en el libro que se está imprimiendo en honor tuyo; si no te parece que resultará nota discordante en su concertada seriedad, ayúdame a conseguir que se publique el contenido de las adjuntas cuartillas en la última de sus páginas, fuera, si quieres, de los dominios del índice, y aun a espaldas del mismo colofón; en lo más recóndito, en suma, donde nadie más que tú se entere de ello. Lo que importa, por el lado, de mis ardientes deseos, es que no falte un pobre ramajo de los laureles de mi huerto en la corona que hoy se teje para ti; porque no puedo resignarme a que, cuando tus admiradores tratan de elevar un monumento a tu gloria, deje de contribuir a él con su modesta pedrezuela precisamente el que más te admira y más te quiere, por mucho que te admiren y te quieran los demás. Al fin y al cabo, y bien apuradas las razones, dentro cae del programa de ese libro el humilde tributo que te ofrezco para él, pues es fruto, aunque trivial y sin substancia, de mi propia investigación, y de asunto, no solamente español, sino de ésta nuestra tierra nativa de la Montaña... En fin, «con verlo basta», y allá va, sin adobos ni arrequives, y tal como consta, seis años hace, en mi cartera de apuntes.

«Lo que puede llamarse cortejo nupcial, compuesto de lo más espigado y rozagante de la juventud del pueblo, ellas con panderetas muy adornadas de cintajos y cascabeles, y muchos de ellos con escopetas al hombro, y todas y todos con lo mejor de sus equipos a cuestas, se ha ido formando, desde la salida del sol, junto a la casa de la novia; y en cuanto ésta y el novio, acompañados de los padrinos, aparecen en el umbral de la puerta, las mozas la saludan con un cantar alusivo al caso, y los mozos con una explosión de relinchos... y una descarga cerrada.

«Puestos en marcha todos, en debida y ordenada formación camino de la iglesia, al andar lento y balanceado que marca y determina el incesante y monótono golpear en los parches de las panderetas, las mozas van cantando a los novios, y al señor Cura, y a los padres de los novios, y a los padrinos del casamiento, y a cuantas personas de algún viso en el lugar formen en la comitiva o recuerden las cantadoras. Los mozos responden algunas veces a los cantares de las mozas con otros bien relinchados al remate, y los que llevan escopetas hacen salvas a menudo. Así hasta la iglesia por el camino más largo, con notorio regocijo de las gentes, que abren puertas y ventanas para ver pasar la boda, y acrecentándose el cortejo a cada instante con los muchachos desocupados y las chicuelas tentadas de la curiosidad; camino siempre de flores y sin tropiezos... menos cuando es forastero el novio; porque, en este caso, tiene esta primera jornada de la fiesta una variante no poco original y muy curiosa. Sucede entonces que a lo mejor de andar la boda este camino, aparecen en él, saliendo de ésta y de la otra encrucijada, hasta media docena de mocetones, dando brincos y haciendo corcovos, aullando, relinchando y disparando las escopetas, con el estruendo y la traza temerosa de una horda de salvajes. Echan el alto a la procesión, y se apoderan de la novia, que desde aquel instante queda secuestrada, o, como ellos dicen, empeñada, sabiendo muy bien todos los presentes, y el pueblo y la comarca entera, que aquella boda no se celebrará «en jamás de los jamases», si el novio, o en su defecto el padrino, no desempeña a la novia con la cantidad de tres duros, que han de gastarse después en honra de los recién casados y provecho de la gente moza, la cual da, a este precio y de ese modo, carta de ciudadanía en el lugar al novio forastero.

»Cuando la novia, rescatada o no, ha llegado a la puerta de la iglesia, la echan las zagalas de la comitiva este cantar:


   Al tomar agua bendita
Despídete, compañera:
El primero de casada
Y el último de soltera.



»Donde se ve que no anduvo la musa cerril muy atenta a enlazar el sentido de los dos últimos versos del cantar con el de los anteriores.

»Después de las ceremonias de ritual y de la misa, en que comulgan los novios, ya «amarrados al yugo pa sinfinito», vuelta a la calle la procesión, con nuevos cánticos de las mozas, al mismo andar del son cadencioso de las panderetas, y con los propios relinchos de los mocetones y las propias salvas de las escopetas de antes.

»Esta vez se dirige la pintoresca y alegre comparsa al domicilio del novio, es decir, al de sus padres; y en cuanto llega a él entre la vibrante curiosidad del vecindario de la barriada, detiénese enfrente de la puerta, y cantan las infatigables mozas de este modo:


   Señora doña... Fulana,
Salga a recibir su nuera,
Y trátela con cariño
Y tenga cuidado de ella.



»Y la invocada suegra, vestida con los trapos domingueros, y descolorida por la emoción que es de suponerse, sale, en efecto, y toma de la mano a su nuera, bésala en una mejilla, y la conduce a su casa, a donde la siguen primeramente el novio y los padrinos, y después todo el cortejo, si cabe adentro, y aunque no quepa muy holgado. Entonces, puesta en orden la muchedumbre en la pieza más grande y de mayor respeto, y cada cual en el sitio que le corresponde según el papel que desempeñe en aquella verdadera solemnidad, los recién casados se arrodillan delante de la conmovida mujer, que permanece a pie firme, y la dicen:

»-La pedimos el su perdón, si la hemos ofendido en algo.

»A lo que responde ella:

»-Perdonados estáis.

»Y les tiende las manos para que se levanten.

»En seguida se encara con ella el padrino, y la pregunta:

»-¿Qué señala usté por arras a su nuera?

»Y responde la suegra:

»-Tal o cual finca, tal o cual res, o vestido, o mueble, etc., etc.

»El padrino entonces, vuelto hacia lo que pudiera llamarse público congregado allí, dice:

»-Vosotros sois testigos de esta manda.

»En seguida cantan las mozas al son de sus panderetas:


   A la novia en este día
Dios la dé salud y hacienda
Y trigo para su año,
Y después la gloria eterna».



«Con esto salen de la casa las gentes que la habían invadido, novios inclusive, y, ya en la calle, echan las cantadoras esta despedida:


   La casa queda de luto;
Las tejas quieren llorar;
Adentro quedan los padres
Que las pueden consolar.



»Es muy de notarse que aunque viva el suegro y esté presente al acto, siempre se dirigen los novios a la suegra para que se les perdone, y el padrino cuando pide las arras para la novia.

»A casa de los padres de ésta vuelve ahora la comitiva, con los cánticos, los relinchos y las salvas de rigor; y en cuanto llegan a ella, cantan las mozas de esta suerte:


   Abranse las puertas de oro
Y los candados de plata,
Que aquí viene don... Fulano
Con la su paloma blanca.



»Y se abren las puertas, que no suelen ser de oro ni tener candados de plata, y entran en la casa los novios, sus parientes y padrinos, y las mozas del acompañamiento. Allí les espera la mesa puesta y preparada la comida de bodas, que ha de presidir el señor Cura, y de la que no participarán entonces las cantadoras, las cuales se limitarán a presenciar el acto... y a cantarle.

»Cuando esta primera parte de él se da por terminada, se levanta el padre de la novia, y encarándose con ella y con su marido, los bendice por despedida en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; responden todos los presentes: «Amén;» y con esto y una breve exhortación del señor Cura al despedirse también, queda la mesa abandonada por la gente grave. Entonces es cuando se arriman a ella las zagalonas de las panderetas; se llama a los mozos, que aún relinchan en la corralada, y comienza el verdadero jolgorio, que no termina hasta las altas horas de la noche, si antes no se rinden los comensales al peso de la hartura y al quebranto de los bailoteos, como suele acontecer».

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Tal es mi ofrenda. Ya ves que, aunque mezquina, cae dentro de las exigencias del programa, y, además, ¡caso inaudito! te enseña algo que tú no sabías, con saber tanto como sabes. De todas suertes, y aun suponiendo que en mi mano estuviera ofrecerte cosa mejor, todo había de parecerme poco y malo al pensar en la magnitud y alteza de su destino.





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