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Chilenos del mar [Fragmento]

Mariano Latorre





En la noche, mientras comíamos, un obrero vino a avisarnos que nuestro amigo estaba muy mal. Maldonado Silva no pudo reprimir un gesto de desagrado. Vi claro lo que pasaba en ese instante por su cerebro. Ante los obreros no podía manifestarse como era: egoísta, frío, un fichero de frases sacadas de discursos y libros de propaganda socialista. Lo arrancaban al grato reposo de una sobremesa, al calor del Benedictino o del Cazalla, pero había que sacrificarse: ¿cómo justificar de otro modo la subvención que los obreros le pagaban puntualmente?

Se levantó para acudir al lecho de muerte de Valdés. Y con él, todos los demás.

En el momento de salir a la calle oí que Sáez le susurró confidencialmente:

-¡Es ocurrencia morirse cuando uno viene a pasear!

No oí lo que Maldonado Silva le contestó. Atravesamos la oscura ciudad. Era el aire sin niebla, el que cortaba, ahora, como puñal minero.

Abierta la boca, «El finado Valdés» agonizaba. Agonía tranquila, sin ruido, nada más que una respiración dificultosa. Era la agonía del primer Valdés, del Valdés burócrata, no del Valdés socialista y enamorado. Ni nos dimos cuenta cuando expiró. Dejó el aire de pasar por su garganta simplemente. El movimiento histérico de la mandíbula se detuvo. Largo rato persistió en la amplia sala del hospital el ruido cascado de su estertor. Su paladar rojeaba abierto, con el extraño gesto del que va a emitir un agudo.

El viejo de barbas blancas, con nerviosa precipitación, se apoderó de Valdés como al salir de la mina. Hábilmente, cogiéndolo de la barbilla, encajó la mandíbula en sus goznes.

Una muchacha, quizás la misma del rebozo, cerró piadosamente sus ojos. Debía tener práctica en estos menesteres, porque se adelantó sin que nadie se lo ordenase. Como algo ya determinado en la vida de la mina.

Luego, los obreros fueron juntándose en torno al lecho. Cuchicheaban entre sí con animación como en la barraca del camino. El viejo de las barbas blancas era siempre el jefe de ceremonias. Un impulso colectivo había adoptado a Valdés sin más averiguaciones. Era un impulso. No cabía otra explicación. Su muerte, en medio de la vida minera, junto a ellos mismos, les pareció un presagio favorable. El más poderoso argumento de la justicia de su causa; luego, Valdés con su camaradería campechana, con su palabrería sin consistencia, embriagolos de esperanza. Era para ellos, Maldonado Silva sin la gravedad de su cargo y sin su gesto protector de apóstol. Con frecuencia le oí a Valdés repetir una frase de «El león de carbón en una huelga de Talcahuano: Nos uniremos fuertemente de manos desde Tacna a Punta Arenas y avanzando echaremos al mar a los enemigos del pueblo».

Nunca Valdés debió soñar ni desde su aldea del norte, ni en su oficina ministerial, con este papel que la suerte le reservó en el sur de Chile, entre mineros en huelga. Y estallaba como un resorte gastado, apenas entraba en acción. Su cara larga, afilada por la asfixia, mostraba los costurones hereditarios con trágica crudeza. Lo vi sonreír, como el día en que con voz humilde y pedigüeña, me dijo:

-¡Dígale usted que soy correligionario!





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