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El choroy de oro [Fragmento]

Mariano Latorre





Por ese tiempo surgió, en una puebla, el héroe criollo que debía descubrir el choroy de oro.

No era un hombre, ni siquiera un adolescente. Era un niño de ojos vivaces y rápidos movimientos. Unos mechones oscuros, tiesos, hacían las veces de sombrero, y unas ojotas, hermanas de las de Lenchen, defendían sus plantas andariegas.

Fue el guía y el camarada de Lenchen. Rucañanco se la confió durante años. Y por él la selva le dio, en todas las estaciones, nidos de diucas y zorzales, que la niña dejaba olvidados en cualquier parte, almibarados cóguiles y negros puñados de maqui y chorreantes panales de miel silvestre que Lenchen devoraba, sin saciarse nunca, mientras Ñelo, que así se llamaba el niño, arrancábase uno a uno los aguilones, clavados en sus manos.

Recibía las ofrendas como algo natural, con un gesto despectivo de reina, y Ñelo se impacientaba creyéndose despreciado. ¿Qué era lo que pedía en ese um-um afónico de su garganta? Ñelo no lo sabía, pero advirtió muchas veces que la niña seguía con curiosidad el vuelo de los choroyes de la selva. Se oscurecía el azul de sus pupilas y sus largos brazos agitábanse, cruzándose en el aire, como si corporizasen las palabras que no podía pronunciar y su emoción precipitaba, con un temblor de los labios, los um-um característicos.

Ñelo creía comprenderla, porque en realidad, los choroyes eran el alma de la selva, la nota más peculiar y más repetida de sus umbrías y calveros. Miles de alas y de gritos, distintos e iguales, cruzaban por entre los árboles y sobre los matorrales.

A veces, en incontables bandadas; otras, en pequeños grupos aislados. Se iluminaban al atravesar por encima de los coigües más altos o surgían, repentinamente, de entre el follaje para fundirse en los quilantares o en el pasto espeso de los potreros.

Ñelo recordaba lo que oyó a su padre, a su madre y a su abuela sobre los choroyes del bosque. Había nacido y creció bajo el signo de sus emigraciones anuales, y bajo este mismo signo moriría.

Muchos de estos choroyes vivían en inaccesibles cuevas, que ellos acomodaban rellenándolas de hojas y de trocitos de madera, en lo más alto de algún árbol viejo. Dormían, colgados de sus fuertes garras, balanceándose al soplo del viento como sus hermanas las hojas.





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