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Ully y otras novelas del Sur [Fragmento]

Mariano Latorre






Ully

Ha amanecido una vez más en el cómodo dormitorio de la vivienda alemana, a orillas del Llanquihue. Su estado de ánimo es muy semejante al primer día que llegó a la aldea, pero ahora una angustia imprecisa aprieta su corazón sin que se dé exacta cuenta de su origen. Sólo comprende que debe marcharse cuanto antes. Su ligereza de espíritu no es un lenitivo esta vez. Cada día que transcurre será más difícil desenlazar los nudos que la suerte se complace en enredar misteriosamente. Hay momentos en que la conciencia se adormece y la solución está próxima. Se cree con derecho a reconstruir su vida, a pesar del anticuado tradicionalismo legal que no deja un resquicio de salvación para el que se ha equivocado y tiene que sobrellevar una pesada carga de fastidio y de dolor. ¿Quién lo conoce ahí? ¿Cómo puede llegar a enterarse que es casado? Bastaría confinarse para siempre en aquel sitio y no volver más a Santiago. En la casa de Ully no encontrará resistencia para sus proyectos. Todos le han demostrado su aprecio, pero suponen quizás que tras él hay un ambiente de holgura, de aristocráticas relaciones, por lo que él mismo ha dejado entrever y por el obscuro recuerdo que de los artistas célebres han traído de sus lejanas aldeas germánicas.

-No, no es posible...

Es preciso que renuncie a este bienestar que se le ofrece, que arroje la flor apenas su perfume ha dulcificado la aspereza de su vida. Permanece largo rato con los ojos fijos en el lago, inmovilizado bajo la dorada calma de la luz, sin que el viento arrugue su tersura soñadora y esta serena poesía es de una tristeza infinita, penetrante, torturadora, que llega hasta las lágrimas. Las horas de la tarde y de la noche vienen a su recuerdo con aguda claridad. Ve la gran mesa, llena de flores y de botellas. Siente el sabor de la cazuela de ganso, el agrio aroma del sauerkraut junto a la compota de murtas indígenas que rellenan el pato asado, las carcajadas vigorosas de los padres y tíos que, en sus chalecos desabrochados, vacían sus recuerdos de antaño, la grave discreción de las mujeres. Algunas de largos rostros enflaquecidos, de cavados ojos y de cabellos tirados hacia atrás; otras, de hinchados mofletes rojos, de pechos inverosímiles. Todo este cuadro exótico, esta bulla confusa se agolpa en su memoria y lo hace sonreír.





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