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Zurzulita [Fragmento]

Mariano Latorre






La aldea

On Carmen echó a andar bruscamente, con su habitual manera de proceder, llevándoselo todo por delante. Mateo tuvo que sofrenar ágilmente el caballo para que no lo atropellase. Como todos los hombres de campo, era agresivo, pendenciero, cuando se hallaba bien seguro en su caballo y manso, inofensivo, como un pájaro con las alas cortadas, si movía torpemente en tierra sus piernas torcidas de jinete, calzadas con esos incómodos zapatos de tacones altos, para que la espuela no toque al suelo. Siguió silencioso detrás de él, aunque su corazón rebosase de rabia contra la zafia grosería del purapelino; pero en su temperamento bondadoso las cóleras eran leves rizaduras, golpes de sangre sin ninguna consecuencia. Apuró el tranco del caballo hasta colocarse al lado del administrador. Insinuó confidencialmente, para congraciarse con él:

-Bonita hembra, on Carmen, ¿no?

El jinete lo miró con cierta sorna. Brillaron como dos gotas de agua sus ojillos verdosos, ribeteados de rojo:

-¿Quién? ¿Milla? -sin esperar respuesta, agregó-: Esa es harina di'otro costal, amigazo.

No será de su costal, pensó Mateo, pesaroso de mostrarle cortesía a este hombronazo rudo que no tenía inquietudes ni zozobras. Su vida y su ánimo eran seguros como los cascos de su caballo de grupas rollizas y de ágiles remos. El crujido de su silla, de lustroso cuero granate, palpitante bajo el lomo robusto, comunicábale una seguridad y un dominio que lo ponían fuera de sí.

Bajaban por una leve inclinación del terreno. Perdiéronse de improviso las casas tras una ceja y se elevaron los perfiles de los cerros como si creciesen repentinamente. Escalonábanse las escarpas, abrazando el valle, en cuya extensión pesaba una bruma gris, inmóvil, como sobre el agua soñolienta de un lago. Los dos caballos de cerros, tranqueando seguros por los matorrales que manchaban profusamente los potreros sin pasto, le daban a Mateo la impresión de que estaban en el fin del mundo, en una isla ignorada, a cuya vida se había acostumbrado ya, porque no esperaba librarse de su cautiverio. Soplaba un vientecillo frío, insidioso. Un tordo, que se apelotonaba entre las ramas duras de un maitén, voló perezosamente, como aterido por la frialdad del aire. Una vaquillona rojiza, crespa con su pelaje de invierno, que ramoneaba en unos romerillos, trotó hacia los matorrales, en los belfos el jugo verde de los brotes tempraneros.





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