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El Aguafiestas: Benedetti, la biografía [fragmento]

Mario Paoletti



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Capítulo VII

Tiempo de valientes




«Estoy solo frente a la noche inexorable
y a cierto dejo dulzón de los billetes.
Europa me llama con voz de vino añejo,
aliento de carne rubia, objetos de museo».


ERNESTO GUEVARA                


Entre 1960 Y 1970 en América Latina ocurre todo.

Este continente de nombre múltiple (Hispanoamérica, Iberoamérica, Indoamérica, Amerindia, Latinoamérica), que había estado siempre a un costado de la Historia -incluso para Marx y Engels, que lo habían declarado políticamente irredimible-, despierta súbitamente y, de la noche a la mañana, sin que nadie supiera bien cómo había ocurrido tal cosa, se llena de gran literatura, se llena de guerrilla heroica, se llena de intelectuales europeos fascinados por su inocencia edénica, por su vivir peligroso. América Latina se pone de moda.

Son diez años que duran un siglo: 1960 arranca con la inauguración de Brasilia (la primera ciudad del futuro, situada en el centro geográfico del tercer país más grande del mundo) y la aparición de un librito que habría de tener incontables lectores de todas las edades y condición: La guerra de guerrillas, del comandante «Che» Guevara. El 61 es el año del desembarco en Playa Girón de miles de mercenarios entrenados por Estados Unidos en Centroamérica. Son vencidos en 72 horas. Es la primera derrota militar de EE. UU. en el continente (el presidente era Kennedy). El 61 es también el año de la decadencia y caída de Rafael Leónidas Trujillo (el dictador dominicano, símbolo y arquetipo de todos esos tiranos domésticos que García Márquez retratará en El otoño del patriarca), y el del discurso del Che en Punta del Este, Uruguay, vaticinando el fracaso de la Alianza para el Progreso. El 62 es el año del golpe militar contra Frondizi en Argentina (puntapié inicial, nunca mejor dicho, de un proceso que acabaría unos años más tarde en el genocidio de Videla) y el de la gran marcha (600 kilómetros) de los trabajadores azucareros en Uruguay. El dirigente y organizador de esos trabajadores se llama Raúl Sendic. El 63 es el año del golpe militar en Ecuador; en el 64 el continente entero, desde

México hasta Argentina, es recorrido por huelgas y demostraciones estudiantiles de fuerte carácter antiimperialista, y en el 65 muere en el hospital de una cárcel norteamericana Albizu Campos, el símbolo de la lucha por la independencia de Puerto Rico. Es, también, el año del desembarco de 42.000 marines en República Dominicana (será la intervención militar norteamericana número 113 en América Latina, sin contar otros bombardeos y sabotajes varios). En 1966 hay un nuevo golpe militar en Argentina, muere en Colombia el cura-guerrillero Camilo Torres; condenan en Brasil a Luis Carlos Prestes, el de la mítica Columna, a 30 años de cárcel y a 20 años, en Perú, a Hugo Blanco. En Uruguay se pone fin al sistema de gobierno colegiado y los Tupamaros realizan su primera ofensiva. En el 67 los militares toman el poder en Brasil y surge la guerrilla de Carlos Marighella. El 23 de marzo, en Ñancahuazú, una columna guerrillera dirigida por Ernesto Guevara inicia labores de hostigamiento al ejército boliviano. La operación acaba en un fracaso político y militar y el Che es asesinado en Higueras, el 8 de octubre. En México ocurre la matanza de estudiantes de Tlatlelolco, en vísperas de las Olimpíadas. En Uruguay muere de un infarto el general Gestido y asume la presidencia Jorge Pacheco Areco. 1969 es el año de la aparición de la guerrilla urbana en Argentina (terminará siendo la más extendida de toda América Latina), de la muerte de Barrientos, presidente militar de Bolivia, y de «Inri» Peredo, el último jefe sobreviviente de la guerrilla del Che. Es también el año de la campaña cubana por una zafra azucarera de 10 millones (se quedan en 8 y medio). En 1970, asume Salvador Allende la presidencia de Chile, hay un nuevo golpe militar en Bolivia y los Tupamaros secuestran a Dan Mitrione, agente de la CIA, y lo matan.

Pero aquellos días de los años sesenta no fueron sólo días de guerra. También lo fueron de amor y de belleza, porque en esos diez años se escribieron o publicaron algunas obras fundamentales de su literatura: Hijo de hombre, de Roa Bastos y La tregua, de Benedetti (1960); Sobre héroes y tumbas, de Sábato; El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez y El astillero, de Onetti (1961); Historias de cronopios y de famas, de Cortázar; El siglo de las Luces, de Carpentier y La muerte de Artemio Cruz, de Fuentes (1962); Rayuela, de Cortázar y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa (1963); Juntacadáveres, de Onetti (1965); Paradiso, de Lezama Lima y La casa verde, de Vargas Llosa (1966); La vuelta al día en 80 mundos, de Cortázar y Cien años de soledad, de García Márquez (1967); Boquitas pintadas, de Puig (1969), Redoble por Rancas, de Scorza (1970).

Este fenómeno de florecimiento de la literatura latinoamericana fue entendido como otro síntoma de que el continente estaba maduro para su descolonización. El proceso había empezado bastante antes, sin embargo, con Ficciones (1944) y El Aleph (1949) de Borges; El pozo (1939) y La vida breve (1950) de Onetti y El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) de Rulfo, pero sólo ahora había tomado la forma de fenómeno de masas, de consumo popular. En 1967 Gabriel García Márquez visita Buenos Aires para presentar la primera edición de Cien años de soledad, probablemente la mejor novela latinoamericana de todos los tiempos, y contempla estupefacto a una señora que lleva en su bolsa de mallas unas frutas, unas verduras y un ejemplar de Rayuela. Igual que en la envidiada y admirada Europa, al fin las clases medias latinoamericanas accedían a la cultura. Estos años son también los de la aparición de Mafalda, la niña hipercrítica y contestataria que representará la ruptura con los moldes tradicionales de la familia y la sociedad. Y son, también, más allá de América Latina, los años de la carrera espacial (que ganará Estados Unidos) y de la guerra de Vietnam (que Estados Unidos perderá), la Guerra Fría y la Coexistencia Pacífica.

Para Mario Benedetti son años de mucho trabajo, como siempre (es ya el famoso autor de La tregua, pero tiene que seguir controlando contabilidades en Piria para poder comer todos los días), pero sobre todo son años de mucha lectura, porque la realidad es un animalito muy escurridizo y hay que seguirle la pista en cualquier sitio por donde pase: periódicos de Uruguay, de América Latina, de Estados Unidos y Europa; toda clase de revistas (nunca antes hubo tantas revistas de opinión juntas en esta parte del mundo), ensayos, declaraciones y proclamas de partidos políticos, sindicatos, asociaciones estudiantiles, movimientos, grupos, subgrupos, grupúsculos, subgrupúsculos.

Mario está escribiendo poesía, cuentos y una nueva novela. Y también crítica literaria y artículos para revistas. Sigue siendo básicamente un pesimista, pero algunos días -y esto es nuevo- se le enciende el corazón con verdes esperanzas. Sin embargo, los más cree descubrir que la única solución es irse, poner distancia con este país de la cola de paja empeñado en esconder su corazón de oro. Y entonces escribe:



Cuando resido en este país que no sueña
[...]

Cuando vivo en esta ciudad sin lágrimas
[...]
pienso que al fin ha llegado el momento
de decir adiós a algunas presunciones
de alejarse tal vez y hablar otros idiomas
donde la indiferencia sea una palabra obscena.


Aunque luego, arrepentido de su infidelidad a Montevideo, escriba también que siempre se vuelve aquí / siempre se vuelve, porque «aquí» el aire es su aire y la culpa su culpa y cuando extiendo el brazo estoy seguro / de la pared que toco o del vacío. Y descubre que la Patria, en fin, es «esta urgencia de decir Nosotros».

Otras veces su pesimismo se viste de coplita, entre Machado y Zitarrosa, y le sale una cuarteta redonda y cantable:


Señor que no me mira, mire un poco
yo tengo una pobreza para usté
limpia, nuevita, bien desinfectada.
Vale cuarenta. Se la doy por diez.


La novela que está escribiendo es Gracias por el fuego, la saga fuga de la familia Budiño, símbolo vivo de cierto sector de la alta burguesía del paisito. Pero el proyecto de MB, por primera vez, no es exclusivamente literario: quiere que sirva, también, para abrir ojos y despertar conciencias. O sea, el viejo y complicado proyecto de unir lo útil a lo agradable (otros le llamarán «literatura comprometida»). Comentando esta actitud y coincidiendo con los dictados de Sartre sobre estos temas, Mario explicará que él no escribe «para el lector que vendrá, sino para el que está aquí, poco menos que leyendo el texto sobre mi hombro». Mario está hablando del famoso Aquí y Ahora, una de las consignas dominantes de la época.

Gracias por el fuego se beneficia y se perjudica, casi por partes iguales, de la voluntad pedagógica de su autor: nos suministra una descripción invalorable de una zona muy oscura de la burguesía uruguaya (esa que pronto empujaría a los militares a que instauraran la dictadura) pero a costa, algunas veces, de que los personajes rocen el brochazo, tan lejos de la sutil telaraña con que se había urdido La tregua. La novela está construida sobre Edmundo Budiño -rico, cínico e inescrupuloso- y sobre su hijo Ramón -lúcido, blando y vacilante-, que representan dos vertientes del Uruguay tradicional. El futuro, en cambio, está encarnado por el nieto, Gustavo, que niega (sin mencionarla, claro) la tesis fundamental de Benedetti en El país de la cola de paja: «La crisis -dice- es económica, no moral. En todo caso, la crisis moral está inscripta en una determinada estructura económica». Es el argumento marxista, que será dominante durante todos los sesenta. Y Gustavo añade: «[...] todos ustedes son así: aparentemente ven claro, pero en el fondo son destructivos. Sólo sirven para inventariar los defectos, las carencias». Pero entonces Benedetti/Ramón le responde al joven que se quiere comer el mundo: «[...] ustedes hacen sus planes sobre la base de un pueblo al que previamente idealizan, pero ese mismo pueblo no ha dado aún el visto bueno a la idealización que ustedes han decretado». De este modo y por primera vez se recogía en la literatura latinoamericana el principal dilema estratégico de esos años: ¿basismo o foquismo? ¿Se debe trabajar entre el pueblo hasta que esté maduro para la insurrección (teoría de la base) o la insurrección debe ser provocada por la acción de un núcleo sólido y muy cohesionado de revolucionarios profesionales (teoría del foco)? Acabará triunfando la teoría del foco, que conducirá directamente a la creación de grupos armados en prácticamente todos los países de América Latina. Y en todos, excepto en Nicaragua, serán neutralizados o aniquilados.

Mario caracteriza certeramente al «Viejo» (Edmundo Budiño) a través de sus defectos. «No tenía ninguno importante -dice su propio hijo-: fumar demasiado, dejarse admirar por las mujeres, ser autoritario, demagogo, duro con los huelguistas, menospreciativo, sobrador». Menos éxito tiene Mario, en cambio, cuando tiene que mostrar al Viejo en acción o dialogando, quizás porque le cuesta mucho meterse en la piel de un animal por él tan poco conocido. No cae en el maniqueísmo sin embargo -aunque a veces lo bordee- y hasta se atreverá a poner en boca del Viejo la más importante de las conclusiones de la novela. «De muchacho -confiesa el Viejo a su amante oficial- pensé que quería saber dónde estaba el fondo de este país, porque sólo sabiendo dónde está el fondo verdadero uno puede apoyarse. Y empecé mi sondeo. Una mentira y no toqué fondo; una burla y no toqué fondo; una superchería, y tampoco; una estafa monetaria, y nada; un fraude moral, menos que menos; coacción, presiones, chantaje, y cero; ahora reparto armas a los nenes de mamá, llevo a cabo campañas calumniosas. Pero te confieso que me estoy aburriendo. ¿Es que este país no tiene fondo?». En otro momento el Viejo añadirá, en el colmo de la provocación: «Este país es una porquería. La prueba la tenés en que nadie haya tenido suficientes cojones como para matarme. Anotá esto: si alguien algún día me mata, entonces puede ser que este país tenga una salida, una salvación». A los críticos de su tiempo estas catarsis le parecieron excesivamente dostoievskianas y puede que no se equivocaran, porque la verdad es que los Edmundo Budiño de este mundo suelen tener una opinión estupenda de sí mismos y no creen, para nada, que su asesinato pueda marcar el comienzo de una era luminosa sino todo lo contrario.

Lo cierto es que el hijo, Ramón, se encamina un día hacia la oficina del Viejo con un revólver en el bolsillo, decidido a que se cumpla la profecía. No lo hará, sin embargo, y acabará tirándose por la ventana (dándole la razón a Cesare Pavese, que algo entendía de estos infiernos: «i suicidi sono omicidi timidi»). Esto el Viejo también lo había previsto: «Ramón no es capaz de matar una mosca, pero en este mundo hay que ser capaz de matar algo más que moscas». La novela termina cuando Gloria, la amante oficial del Viejo, se harta de tanta lucidez abyecta y lo abandona. El Viejo, impotente -y ahora, en todos los sentidos-, solloza tendido en la cama de sus antiguos triunfos mientras suena el portazo.

Pero Gracias por el fuego refleja también el drama íntimo del propio Mario en cuanto al qué hacer, ese dilema privado que en el guión cinematográfico de «Los pocillos» le llevará a formularse la famosa interrogación y darse la no menos famosa respuesta:

-¿En qué momento la sensatez se transforma en cobardía?

-En el momento en que uno se hace esa pregunta.

Pero Mario, que es una persona seria, que no suele hacerse trampas (excepto las que hace su subconsciente, pero nadie es responsable de ese loco que vive en nuestra casa) y que está acostumbrado ítalo-alemanamente a llegar al fondo de las cosas, ya se está formulando también la inevitable pregunta complementaria: ¿se puede recomendar la acción sin participar en la acción? En Gracias por el fuego ese examen de conciencia toma la forma de una reflexión sobre la tortura: «Es fácil ser leal cuando no hay peligro -dice un dirigente sindical, uno de los pocos obreros que aparecerán en la literatura de MB-. Sin embargo, uno puede convertirse en traidor con un simple puñetazo en el estómago; otro, más curtido, sólo cuando le arranquen las uñas; otro, el más heroico, sólo cuando le quemen los testículos. En el termómetro de la fidelidad siempre hay un punto de ebullición en que el hombre es capaz de vender a su madre». Mario Benedetti empieza a dormir mal por las noches.

Como ocurre en todos sus textos, Mario aprovecha también aquí para meter de contrabando algunos personajes y situaciones autobiográficas ya utilizadas en cuentos y poemas. En toda la obra de MB hay un hilo continuo del mismo color que la recorre de punta a punta: el miedo a la oscuridad (exorcizable únicamente por el beso del padre que acude a arroparlo), la caja de soldados de plomo (que fue el único juguete de toda su infancia), el suicidio de Brum y su primera comunión, las lecturas de la plaza San Martín, la mudanza (todas las mudanzas de los Benedetti eran una sola Gran Mudanza Permanente). En Gracias por el fuego reaparecerá también (y sorpresivamente, porque en esta novela la acción transcurre en el mundo de los ricos) aquella infecta pensión de las chinches grandes como botones. Pero Mario, que transita ahora de los cuarenta a los cincuenta años y empieza a tomar nota del paso del tiempo, utilizará el recuerdo para otra clase de reflexiones:

-Mirá que era mugrienta aquella pensión -le dirá alguien.

-Sí, era mugrienta -contesta Ramón/Benedetti-. Pero tenía una gran ventaja: yo era joven.

Vuelve también Raumsol, bajo el nombre de Spatium, con su dedo meñique rascándose la barba de «filósofo casero» y aparece durante tres segundos un personaje, Giraldi, quizás un otro yo de Mario, al que le encanta darle vuelta a los refranes: «Los barcos están abandonando la rata». (Le cuento a Mario que en Buenos Aires, hace unos años, apareció una pintada magnífica, verdadera declaración de principios: «Basta de hechos. Queremos promesas». Mario se retuerce de risa en su silla, pensando en Fukuyama, y los ojos se le llenan de lágrimas de asmático feliz. Ya no hay dudas: Giraldi es él.)

Gracias por el fuego marca otro hito más en la novelística benedettiana: es, con diferencia, la que tiene más sexo y erotismo. Por haber, hay hasta un incesto por impregnación: Ramón Budiño se acuesta con Dolores, la mujer de su hermano Hugo y la depositada de sus más recurrentes fantasías. (Pero sólo en una ocasión, para que la transgresión no sea tan transgresiva.)

Mario le da a leer el original de Gracias por el fuego a Emir Rodríguez Monegal y el veredicto es escalofriante:

-¿Querés una opinión sincera? Quemála. Se llama Gracias por el fuego ¿no? Bueno, quemála.

A Rodríguez Monegal le habían gustado los Poemas de la oficina y Montevideanos, de modo que es una opinión para tener en cuenta. «¿La quemo o no la quemo?», piensa MB. Pero al final no la quema, porque MB no es hombre de fuego (si le hubieran dicho: «Metéla en un cajón y olvidáte de ella» tal vez no hubiera dudado, porque MB sí que es hombre de cajones), y resuelve la duda enviándola a un árbitro imparcial y lejano: el concurso internacional de novela de Seix Barral, en Barcelona, la editorial que inventaría el boom de la literatura latinoamericana. El jurado la declara finalista, que es el modo que tienen los españoles de decir que algo quedó en segundo puesto (perdió con una novela de Vicente Leñero en la quinta ronda de desempate), con la recomendación de ser publicada. Pero la novela no pasará la barrera de la censura franquista, que lo acusa de ofender los conceptos de honor, familia y patria.

«-Fue una desgracia con suerte, porque Carlos Barral aprovechó entonces la decisión de la censura para escribirme una carta en la que me proponía que hiciera cambios en tres de los capítulos y en especial en el último, que era espantoso. Sumé esta opinión del árbitro a la de Rodríguez Monegal y decidí suprimir lisa y llanamente los tres capítulos, reescribir el último e introducir el monólogo interior de la amante del Viejo. Envié la nueva versión y Barral quedó conforme. Y yo también».


Una de las críticas puntuales de Rodríguez Monegal a la novela era que nadie se suicida en Uruguay tirándose de un noveno piso, como hacía Ramón Budiño. Mario le responde que eso no se podía saber, porque en Uruguay la prensa tenía prohibido dar información sobre suicidios. Rodríguez Monegal dice entonces que eso es una tontería, porque en una ciudad como Montevideo todo se sabe, lo informen los diarios o no.

El mismo día de la aparición del libro (editado por Alfa), Mario ve en la plaza Independencia un círculo de personas inclinado sobre un bulto irreconocible: alguien se había tirado a la calle desde un noveno piso. El cuerpo estaba atravesado en el centro de la calle y tapado con hojas de periódico. Mario se sobresalta por la coincidencia, se apena por el suicida (ese homicida tímido) y se alegra por la cara que va a poner Rodríguez Monegal cuando se entere de que la naturaleza, una vez más, ha imitado al arte. Años después, coincidiendo con la aparición de la edición uruguaya de El cumpleaños de Juan Ángel, los Tupamaros realizan su fuga más famosa huyendo por las cloacas, tal y como aparecía en el libro de Mario. La policía opinó que la coincidencia había sido demasiado coincidente y apuntó el nombre de Mario en la lista de los instigadores ideológicos.

En estos años iniciales de la década del sesenta, Mario escribirá dos de los poemas de amor que tendrán más fortuna: la primera versión del «No te salves» (que por ahora se llama «Entre estatuas» y al que en 1994 Alberto Favero le pondrá música para que lo cante Adriana Varela) y su «A la izquierda del roble».

El «No te salves» es el réquiem del amor-isla, la condena sin atenuantes del amor entendido como «un rincón tranquilo». En sus recitales por todo el mundo de habla hispana, durante años y años, Mario escuchará a los jóvenes pedirle a los gritos este «No te salves» escrito tanto tiempo antes para otras gentes, y no servirán de nada sus excusas y menos que ninguna la de que no se acuerda del texto porque entonces aparecerán sobre el escenario una docena de libros abiertos por el «No te salves» y no habrá más remedio que hacerles caso y leerlo:

No te quedes inmóvil / al borde del camino / no congeles el júbilo / no quieras con desgana / no te salves ahora / ni nunca / no te salves / no te llenes de calma / no reserves del mundo / sólo un rincón tranquilo / no dejes caer, los párpados / pesados como juicios / no te quedes sin labios / no te duermas sin sueño / no te pienses sin sangre / no te juzgues sin tiempo / [...] /

pero si pese a todo / no puedes evitarlo / y congelas el júbilo / y quieres con desgana / y te salvas ahora / y te llenas de calma / y reservas del mundo / sólo un rincón tranquilo / y dejas caer los párpados / pesados como juicios / y te secas sin labios / y te duermes sin sueño / y te piensas sin sangre / y te juzgas sin tiempo / y te quedas inmóvil / al borde del camino / ¡y te salvas! entonces / no te quedes conmigo.


«A la izquierda del roble», bastante anterior (lo escribió a los cuarenta y cuatro años), relata una escena de amor/desamor entrevista/imaginada por el poeta en el Jardín Botánico de Montevideo, al que describe como «un parque dormido que sólo se despierta con la lluvia». Es casi un poema en prosa:

«No sé si alguna vez le ha pasado a ustedes pero el Jardín Botánico siempre ha tenido una agradable propensión a los sueños, a que los insectos suban por las piernas y a que la melancolía baje por los brazos hasta que uno cierra los puños y la atrapa. Después de todo el secreto es mirar hacia arriba y ver cómo las nubes se disputan las copas y cómo los nidos se disputan los pájaros. No sé si alguna vez le ha pasado a ustedes pero el Jardín Botánico es un jardín dormido que sólo se despierta con la lluvia. Ahora la última nube ha resuelto quedarse y nos está mojando como a alegres mendigos. El secreto está en correr con precauciones a fin de no matar ningún escarabajo y no pisar los hongos que aprovechan para crecer desmesuradamente».


El poeta observa a una pareja, a la izquierda del roble, eternos y escondidos en la lluvia, diciéndose quién sabe qué silencios. El poeta imagina entonces el monólogo del enamorado: dame tu mano / ahora / ya lo sabés / te quiero / déjame entrar / te quiero / menos mal que te quiero. Pero hay también otro monólogo posible: vos lo dijiste / nuestro amor / fue desde siempre un niño muerto / [...] / acaso cuando llegue / un veintitrés de abril y abismo / vos donde estés / llévale flores / que yo también iré contigo. El poeta, que es una especie de fantasma, se quedará en el Jardín Botánico cuando todos los demás se hayan marchado.

Ahora que le pagan por hacer crítica literaria, Mario lee más que nunca. Siempre fue un lector compulsivo (como Cervantes, lee hasta los papeles que encuentra por el suelo) pero hace ya un tiempo que no lee sólo por felicidad de leer sino también para aprender el oficio de escribir. Mario nos dejará muchas pistas de este aprendizaje en decenas de artículos y pequeños ensayos: no le gustan los nuevos novelistas franceses -dice que el «tratamiento objetivo de la conducta» ya estaba en Hemingway, pero mientras los franceses crean robots, Hemingway crea héroes-, se admira ante el talento de Edward Albee y opina que si Shakespeare escribiese hoy, escribiría algo muy parecido a ¿Quién teme a Virginia Woolf?; reflexiona sobre La Divina Comedia y concluye que llegó tan lejos en el tiempo por la catapulta (el estilo) y no por la piedra (el argumento). Hoy nadie se emociona por las retorcidas intrigas de esos florentinos ignotos, pero la catapulta sigue allí, intacta, y nos maravilla. También se pone a pensar en el lugar que ocupa el intelectual en la sociedad y halla que «igual que ocurre en una conocida película de Orson Welles, el intelectual experimenta a veces la sensación de encontrarse en medio de una sala de espejos donde tiene lugar un tiroteo». Celebra los textos de Doris Lessing y la define como «una Katherine Mansfield a la que hubieran dado cuerda», y al tiempo que reflexiona sobre la dupla lucidez/inmortalidad literaria concluye que «a pesar de su viciosa lucidez, Gide debe ser el muerto menos resucitable de toda la literatura francesa». MB se deleita con la habilidad narrativa de Henry James y William Faulkner (estudiará el inglés para leerlos) y de Graham Greene aprende que «en lo melodramático, en lo convencional, en lo increíble, existe una frontera indecisa que separa lo falso de lo legítimo. No siempre puede explicarse por qué los mosqueteros de Dumas sólo nos divierten mientras el hidalgo de Cervantes nos llega a lo profundo». Y dice que Greene es el primero que incorpora con eficacia a sus novelas el ritmo del guión de cine.

Son años de relectura de Machado, en quien halla un maestro para la poesía y también para la vida. La indignación es necesaria para no helarse, escribe Don Antonio, y Mario tiembla en Montevideo con el libro entre las manos. Aborrece, y lo dice, a Lin Yutang, a Sommerset Maugham, a Curzio Malaparte. Le parece que Becket es feroz y sin salida («es la primera vez que alguien amuebla el Infierno con una estantería romántica») y aprende de Salinger cómo llegar a lo serio a través del humor. Como tantos otros en esos mismos años, lee al Pequeño/Gran Borges con una admiración sin límites por el creador de ficciones y poemas perfectos y con aborrecimiento sumo por el hombre, que parece divertirse perpetrando opiniones reaccionarias. Por entonces en el Río de la Plata circulará un argumento malvado, casi borgeano: Borges es la prueba de la no existencia de Dios, porque si Dios existiera lo hubiera hecho mudo y no ciego.

MB festeja el advenimiento de Tiempo de silencio opinando que «en una literatura como la española, que se estaba volviendo sólo oído y mirada, Luis Martín-Santos ha incorporado cerebro y corazón; y, cosa curiosa, el tedio se ha esfumado como por encanto». (Como se ve, el comprometido Benedetti empieza a barrer para adentro.) También toma nota de un poema sobrecogedor del asturiano Ángel González: No hubo elección: / murió quien pudo / quien no pudo morir continuó andando.

Ahora ya es evidente: El Aguafiestas ha hecho su elección artística y humana: no se salvará solo. Escribe entonces su largo poema «Contra los puentes levadizos» en el que pide que bajen el puente levadizo para que nada ni nadie esté obligado a quedarse afuera: «[...] ni siquiera la rabia y su ademán oscuro», ni siquiera «los ángeles, si hubiera». Mario pide que se baje el puente, de una vez y para siempre y que sólo se quede afuera / el encargado de levantar el puente.

Al hijo de Brenno Benedetti le empiezan a llegar, cada vez con más frecuencia, invitaciones para participar de encuentros y congresos, políticos y literarios. Se lo conoce por su obra, en especial por Montevideanos y por La tregua, pero también por sus trabajos en Marcha, cuya página literaria dirigirá durante años. Mario es un viajero vocacional, de modo que no tienen que rogarle demasiado para que se suba a los aviones. Primero se irá a Copenhague y Estocolmo como ganador del concurso literario de SAS. Luego será jurado en Cuba, en 1966, y pasará enseguida un año en París, ganándose la vida como taquígrafo de la UNESCO y como locutor de la ORTF (Radio y Televisión Francesa), ocupando un puesto por el que ya habían pasado Cortázar y Vargas. Llosa. En estos desplazamientos conocerá y compartirá interminables tertulias con todos los grandes escritores latinoamericanos del momento, que en esos años están recorriendo un mismo circuito: París, Barcelona, La Habana, México. Mario habla poco, escucha mucho, lo mira todo.

A la vuelta de París le ofrecen trabajar en la Casa de las Américas, en Cuba, que era una especie del Ministerio de Cultura (Revolucionaria) para toda Latinoamérica. Haydée Santamaría le pide que dirija un Centro de Investigaciones Literarias. Acepta. Por primera vez desde los lejanos días de Will L. Smith, S. A., hace más de treinta años, Mario podrá vivir de una retribución que no incluye la obligación de revisar facturas ni de realizar asientos contables. Chau Universo Oficina. Uf.

En la mitad de los años sesenta se acentúa el deterioro de la situación económica uruguaya. El dólar pasa de 11 pesos en 1962 a 18,70 en 1964 y a 250 pesos en 1968. La inflación marcha al mismo paso: en 1965 será ya del 80 por ciento anual. En ese mismo año de 1965 se constituye el movimiento Tupamaros, que al año siguiente -coincidiendo con la elección del general Óscar Gestido para la presidencia- realizará su primera gran ofensiva.

Poco antes de estos acontecimientos Mario recibirá un pedido inesperado: que «guarde» a Raúl Sendic, que luego habría de ser el jefe mítico de Tupamaros y que en esos momentos estaba siendo buscado por sus actividades de agitación entre los trabajadores del azúcar. Mario ve puesta a prueba, en vivo y en directo, su teoría personal acerca de la coherencia. Acepta.

«-En la avenida Dieciocho de Julio, en pleno centro de Montevideo, teníamos dos apartamentos en el mismo edificio: el familiar, donde vivían mis padres, y otro en el séptimo piso que yo usaba de estudio. Se trataba de tener allí a Sendic entre una semana y diez días. Les advertí que Luz iba a tener que saberlo y, también, que mis padres vivían en el cuarto piso. "Tendrás que inventar algo", me dijeron».


El problema central era Doña Matilde, que tenía una llave y que a menudo subía al séptimo piso para limpiar el cuchitril del hijo escritor. Así que hubo que pedirle la llave a la madre (pedido terrible cuando la madre es latina) con la excusa de que iba a quedarse allí un amigo por unos días.

-¿Pero se puede subir a limpiar? -Doña Matilde no era de las que abandonan el campo tan fácilmente.

-Y, mejor que no.

Entonces el que empieza a sospechar es Don Brenno, que expresa esa sospecha con unas miradas oblicuas al hijo escritor (y vaya uno a saber qué otras cosas), así que Mario resuelve tomar por la calle del medio: «A vos te lo puedo contar, papá. Es un dirigente del gremio bancario que tiene problemas y quiere pasar inadvertido por unos días». Don Brenno le cree, o dice que le cree.

Sendic se quedará tres semanas enteras en el departamentito de Dieciocho, leyendo libros y periódicos, escuchando la radio, mirando la televisión. Hasta que un día lo llama a Mario:

-Me quiero ir. Me estoy aburguesando.

Y le pide que llame al contacto. Vienen tres o cuatro y se ponen a planear la salida. Resuelven que lo mejor es llegar a las tres de la madrugada con un auto. Era una locura, porque en esos tiempos los policías a caballo patrullaban durante toda la noche. «¿Y a vos, Mario, qué te parece?», le dice Sendic. «Que tendrías que irte un sábado a las doce, que es cuando en Dieciocho hay más gente». Y así se hace. Bajan todos juntos (Sendic con un saco de Mario, porque no tenía y convenía ir lo más formal posible), se detiene un Volkswagen junto a la vereda, se dan un abrazo, se separan.

Mario y Sendic se verían luego muchas otras veces. Cada vez que Mario viajaba a Cuba se lo hacía saber, por si necesitaba algo. En una de esas ocasiones Sendic lo citó en un café de la calle Ramón Anador, a las tres. La norma obligatoria de estos encuentros era la más estricta puntualidad (regla número uno de la vida clandestina) así que a Mario, cuando se iba acercando, no le sorprendió que con absoluta simetría Sendic viniera, pero en sentido contrario, por la misma calle. Llegaron casi juntos a la puerta del café. Miraron hacia adentro y el espectáculo los dejó estupefactos: había sólo dos clientes, cada uno en una mesa distinta, pero ambos dormidos y con la boca abierta. Lo más asombroso, sin embargo, estaba en el mostrador. Un hombre fornido, que tenía todo el aspecto de ser el dueño, se había reclinado junto a la caja (por si las moscas) y, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, también dormía y de vez en cuando emitía un discreto resoplido. Todo era allí paz y bochorno. Apenas si unas moscas revoloteaban sobre una fuente con medialunas. Sendic sonrió, divertido, y murmuró apenas: «Sería un crimen despertarlos, ¿no?». Mario asintió con la cabeza. El otro le pasó un sobre. «Es una colección de postales». Luego le dio una palmada en el hombro, le dijo chau y se fue caminando por la misma calle por la que había venido. También Mario se volvió por donde había venido, pero al cabo de unos metros se dio vuelta y miró hacia atrás. Sendic, que ya estaba en la otra esquina, levantó un brazo, a modo de saludo pero sin volver la cabeza, y siguió su camino. Fue la última imagen que Mario tuvo de Sendic durante doce o trece años. Cuando volvió a verlo, Sendic era el sobreviviente de un encierro tenebroso y de un balazo que le había destrozado media cara.

«-Siempre que me entregaba algún paquete para llevar a Cuba me decía exactamente de qué se trataba. "En esta caja de jabones -me explicaba, por ejemplo- va estoy esto". Nunca me vendió gato por liebre. Ni en esto ni en ninguna otra cosa. Un tipo bárbaro».


En octubre de 1967, en una escuelita de Higueras, en medio de la selva boliviana, Ernesto Guevara, herido y desarmado, es rematado por orden de Estados Unidos. Su cadáver, con el torso desnudo y los ojos abiertos, verdadero Cristo baleado, es fotografiado y filmado y exhibido en todo el mundo. MB siente que le han dado «un mazazo en la nuca». Un escalofrío recorre la columna vertebral de América Latina. Todos sus poetas, y muchos que no sabían que lo eran, le escriben versos de despedida, de amor y de rabia. Todos, esa noche, escriben el mismo poema. (Da vergüenza mirar / los cuadros / las alfombras / sacar una botella del refrigerador /[...] / tener hambre y comer / [...] / abrir el tocadiscos y escuchar en silencio / sobre todo si es un cuarteto de Mozart.) Pero el de Mario dirá, además:



[...]

donde estés
si es que estás
si estás llegando

aprovecha por fin
a respirar tranquilo
a llenarte de cielo los pulmones.


Porque a Mario se le ha muerto no sólo el compañero, el maestro y el guía (todos estábamos enamorados del Che) sino también el querido hermano asmático que se había arrastrado penosamente por la selva boliviana a puro golpe de inhalador.

Cortázar solía explicar que el culto al héroe, muchas veces nefasto, tiene a veces la magnífica ventaja de la síntesis: «un héroe vale por mil palabras», decía parodiando una frase publicitaria puesta de moda en esos años. Porque el Che representaba, todo en uno, la coherencia absoluta entre pensamiento y conducta (Ortega y Gasset escribió que, al fin de cuentas, un héroe es básicamente un hombre sincero) y la libertad del guerrero en oposición a la obediencia del militar. De modo que ahorraba muchas explicaciones. «Hay que ser como el Che», decía alguien. Y todo el mundo entendía.

Pero en el caso de Mario -o de Cortázar, o de García Márquez, o del poeta del último pueblito perdido en cualquier rincón de América Latina- el Che representaba, también, al intelectual (un médico, en su caso) que había decidido cambiar el mundo empuñando un fusil. Es cierto que Lenin también había sido un intelectual combatiente, pero aquello quedaba un poco lejos en el tiempo y en el espacio. Es cierto que Camilo Torres había sido un ejemplo latinoamericano de coherencia tan impresionante como el del Che, pero Camilo Torres era un sacerdote, creía en Dios, esperaba (o lo esperaba) un premio en la otra vida. El Che, en cambio, era uno de los nuestros: tenía hambre y sed de justicia y creía que sólo hay una vida y un solo pellejo: el que se había jugado. El Che había confesado a María Rosa Oliver que «tras lo que dice Marx siento latir la misma palpitación que en Baudelaire», se conmovía ante las ruinas mayas de Palenque (algo queda vivo en tu piedra / hermana de las verdes alboradas), y era capaz de escribir un Canto al Nilo coronándolo con una certeza humanista: «[...] ¿alguien puede afirmar sin sonrojarse / el triunfo de la espada sobre la fe del hombre?». Y también había escrito, como hubiera podido hacerlo el propio Mario:



De pie el recuerdo caído en el camino,
cansado de seguirme sin historia,
olvidado en un árbol del camino.

Iré tan lejos que el recuerdo muera
destrozado en las piedras del camino,
seguiré siendo el mismo peregrino
de pena adentro y la sonrisa fuera.

Esa mirada circular y fuerte
en un mágico pase de muleta
esquivó en mi ansia toda meta
convirtiéndome en vector de la tangente.

Y no quise mirar para no verte,
sonrosado torero de mi dicha,
invitarme con gesto displicente.


Y era uno de nosotros, en fin, porque decía que «hay que endurecerse sin perder la ternura» y porque aun en medió del combate, y fiel a sus orígenes, se reservaba algún momento libre para recordar la voz del vino añejo, el aliento de la carne rubia, los objetos de museo.

El Che tenía ocho años menos que Mario. Nunca se vieron.





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