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Artículos de Azorín publicados en "Destino". Selección


Azorín






ArribaAbajoCervantes y los duques

Destino, 22-VIII-1947


Los duques están en su palacio. El ambiente en el palacio es placentero: cordialidad, tolerancia, comprensión, largueza con un poco de despilfarro, cosa grata a la servidumbre, con otro poco de tedio combatido con burlerías inopinadas. La llegada de Don Quijote alborota la casa: ya tienen para rato. Con tanta fastuosidad se recibe a Don Quijote, que este se cree por primera vez en su vida enteramente caballero: «caballero andante -nos dice Cervantes- verdadero y no fantástico». ¿Y qué gente encontramos en el palacio? En primer término, tanto es su número, caterva de dueñas, tropel de pajes. Demasiadas dueñas y demasiados pajes. Con el mayordomo, que mayordomea a su talante, tropezaremos también. Y con el jefe de cocina, o sea el maestresala. No dejaremos de ver la traza de una mozuela, harto desenvuelta, Altisidora. Ni el coranvobis, apuesto, de un lacayo gascón, Tosilos. Y claro que tendremos, por fuerza, que habérnoslas con el capellán de la casa. Dejamos lo mejor para lo último: el duque y la duquesa. ¿Cómo es la duquesa y cómo es el duque? El duque es modelo de cortesía. Tantas gasta con Sancho en cierta ocasión, que este, abrumado, exclama: «¡No más, no más, señor: yo soy un pobre escudero y no puedo llevar a cuestas tantas cortesías!». ¿Lo hace el duque con un acento de sorna? No lo creemos: el duque, en este su palacio, con estos sus huéspedes, diríase que permanece en segundo término; tiene la discreción y la prudencia de no dar toda la medida de su personalidad; reserva su fuerza para cuando la ocasión llegue. Y estos personajes, como nuestro duque, completan su prudencia y su discreción haciendo que esa ocasión, para la que reservan su poderío, su mando pleno -y tal vez su violencia- no llegue nunca. La duquesa es inteligente y despierta: su atención a todo, su cuidado por todo, nos encantan. Pero el tuautem del palacio es Doña Rodríguez, asturiana, dueña de honor de la duquesa.

Doña Rodríguez está en todos los pasillos, en todas las cámaras, en todas las antecámaras, en todas las recámaras: es dueña por apelativo y es dueña de los secretos de la casa. En conferencia con Don Quijote revela al caballero ciertos achaques íntimos de la duquesa y ciertos atrancos dinerarios del duque. No queremos repetir el vocablo que Doña Rodríguez usa al hablar de las deudas ducales. ¿Hay verdad en lo que Doña Rodríguez cuenta? Acaso, por darse importancia con Don Quijote, exagere algo la dicaz dueña. Exagera también, aunque en otro sentido, el capellán de la casa: es bueno en el fondo: pero propende a la brusquedad. En el Quijote hay alusiones; las verían con claridad los coetáneos de Cervantes; la entrevemos apenas nosotros; no acertamos a desentrañarlas. Dos alusiones, de las más sentidas, de las más dolorosas, son la referente a la cabra cerrera, en el capítulo L de la primera parte, episodio misterioso, y el pasaje en que se trata del eclesiástico de este palacio. Nunca Cervantes ha escrito con la vehemencia que ahora; la semblanza que traza del capellán puede llamarse de los cinco destos. Comienza el autor diciéndonos que el tonsurado es un grave eclesiástico, «destos que gobiernan las casas de los príncipes». Hasta aquí no se da del aludido más que un señalamiento general; pero Cervantes, en su acaloramiento, necesita precisar más. Y viene otro destos, con vocablos condenatorios. Y como no basta todavía, aparece luego otro destos. Y como tampoco, con la incriminación que se hace ahora tiene bastante el autor, añade otro destos. Y como aun no se satisface, surge otro destos, al que carga asimismo con dictados hostiles. Y de este modo se consuman los cinco destos fatales. Lo más sorprendente del caso es que al capellán se le podrá tachar de violento: pero no de los otros defectos que le incrimina Cervantes. De los cuales defectos no ha dado muestra antes del ataque cervantino ni da muestras después.




ArribaAbajoEse es Cervantes

Destino, 12-V-1945


Sí, ese es Cervantes, ese es Cervantes, el Cervantes del retrato que posee el Marqués de Casa Torres. Y ese Cervantes nos está mirando al soslayo, y nos dice: «Me tenéis un poco olvidado, no me atrevo a decir que me tenéis preterido: pero esa es la verdad. No sé lo que repulsáis en mi obra, mi obra capital, no tenéis en cuenta que esa obra es proteica, es distinta según la edad a que se lea, según quien la lea, según el estado de ánimo con que se lea, según la condición del hombre que la lea, según el ambiente en que se lea. Pero, ¿para qué voy a cansaros? Vosotros, los escritores, puesto que a vosotros me refiero, lo sabéis tan perfectamente como yo. No quiero reprocharos nada, no serán mis quejas clamorosas, cuando en un "Viaje del Parnaso" me quejé, lo hice discretamente. En lo que más ahinqué, fue en la postergación de que me hicieron víctima los Argensolas. Todo eso ya pasó, aquí estoy ahora, en vuestra presencia, en este retrato, mirándoos como me estáis mirando. Y quiero que volváis a mí: pero que volváis de todo corazón, como se vuelve a la amistad de un amigo a quien se tenía olvidado. Se le tenía olvidado, voluntariamente, por mala interpretación de unas palabras suyas, o de un libro que se juzga de modo diverso a como debe ser juzgado. Ya veis que en la mirada tengo una veladura de melancolía: melancolía, no causada por mis angustias, las que paso en mi antigua y lóbrega posada, como yo he dicho también en ese Viaje, sino por la visión de los extravíos humanos, para los que procuro ser comprensivo y tolerante». Cervantes suponemos que nos habla de este modo y que nos sonríe, sus ojos dice él en su autorretrato que son «alegres»: pero aquí en esta pintura, los estamos viendo tristes; no ostensiblemente tristes, sino con un empañamiento de tristeza. El mismo Cervantes acaba de hablarnos de su melancolía, y debemos insistir en este rasgo fundamental de su epopeya. El nuevo retrato de Cervantes está todo él en la mirada. Ante este Cervantes, Ignacio Zuloaga ha exclamado: «¡Qué expresión tiene!».

Han sido descubiertos varios retratos de Cervantes; el penúltimo es de una inexpresividad descorazonadora: aparte de ser una obra artística mediocre. Y nos quedamos cortos al aplicarle este vocablo de mediocre. No puede ser nadie más que Cervantes el personaje del actual retrato: contamos con retratos de Lope, Quevedo, Góngora. Si no tuviéramos retratos de estos hombres y hubiéramos de atribuir a alguno de tales escritores el retrato en cuestión, no vacilaríamos en afirmar que el retratado en esta pintura no puede ser ni Quevedo, ni Lope, ni Góngora. No corresponde la expresión de este retrato a ninguno de estos escritores. ¿De qué modo ver a Quevedo, duro, pujante, impetuoso, en la faz bondadosa y levemente irónica del Cervantes aquí retratado? ¿Y cómo ver en estas facciones la petulancia, la ligereza y la desenvoltura de Lope? Y en cuanto a los políticos de la época, ninguno de ellos se aproxima a la expresividad que tenemos delante. Vamos repasando mentalmente unos y otros personajes coetáneos de Cervantes, y a ninguno, sino a Cervantes, corresponden estas facciones. ¿Y por qué Cervantes no puso su retrato al frente de alguna de sus obras? Pudo hacerlo sin necesidad de que Jáuregui pintara su retrato: hubiera bastado con un dibujo. Lope se ha retratado de todos los modos: ya joven, ya viejo, ya altivo, ya contrito. En el Isidro, una de las primeras ediciones de este poema, figura un Lope barbiagudo, con bigotes retorcidos, de afilada cara y ojos casi provocativos. Cervantes no ha querido que veamos su retrato en sus libros. No lo haría ciertamente por modestia: Cervantes no es modesto, sin que ello implique altanería. Cervantes mismo, en El Viaje del Parnaso, nos dice que gusta de los elogios. Todos cuantos escribimos gustamos de los elogios, aunque no lo digamos: la cuestión está en que el elogio sea discreto y exacto. Los elogios son, por lo general, cualidades que son secundarias -o nulas- en nuestras obras; se elogia sin saber lo que se elogia. ¿Se desprende de lo que dice Cervantes en el prólogo a sus Novelas ejemplares que Juan de Jáuregui pintó su retrato? ¿Quiere decir, por el contrario, que pudiera pintarlo? Seguramente lo pintó. Pues entonces, ¿por qué Cervantes no sacó de él un grabado para alguna de sus obras? ¿Desdén de la notoriedad? ¿Descuido propio de su andariega vida? ¿Y por que la indicación relativa a Jáuregui? El nombre de este pintor nos pone en la pista. Ya no podemos prescindir de considerar que Juan de Jáuregui ha pintado el retrato de Cervantes. De la ambigüedad en las palabras de Cervantes -si es que hay en ellas ambigüedad- pasamos a la certeza. No se ha cesado, desde hace casi un siglo, en buscar el retrato pintado por Jáuregui, no se ha cesado de representar a Cervantes tal como le pintara Jáuregui. Si se halla -o inventa- un retrato de Cervantes, al punto creemos que es el de Jáuregui. ¿Y que hubiera pasado si, pintando Jáuregui el retrato de Cervantes, no hubiera dicho este que Jáuregui había pintado su persona? ¿Cómo nos comportaríamos al aparecer un retrato, como el que posee el Marqués de Casa Torres? ¿Se nos ocurriría pensar que era el de Cervantes? ¿Repararíamos en que faz tal no puede corresponder sino a Cervantes? ¿Nos lo diría la metoposcopia? La metoposcopia es el arte de adivinar por el rostro el porvenir. ¿Adivinaríamos el porvenir de este efigiado, el porvenir con su pretérito, o sea, toda la vida de Miguel de Cervantes? Quiero creer que un misterioso efluvio emanado de la pintura -el efluvio de que nos sentimos embargados ahora- nos advertiría que este desconocido es Cervantes. Esa mirada de Cervantes en el retrato misterioso, no se aparta de nosotros. La sentimos que nos circuye, como un halo, como un nimbo, cuando ya nos hemos desviado de la pintura.

¿Y cuál es el momento en que imaginamos a Cervantes más Cervantes? ¿Cuál aquel que corresponde más a este retrato? Vemos a Cervantes sentado en la piedra de un camino; está un poco cansado de su deambulación en busca de buena fortuna. Lo vemos en el camaranchón de una venta manchega, en que hay una cama de bancos, la misma cama, con cuatro anchas tablas, en que nos hemos acostado, en una casa rústica de Levante. Lo vemos, en fin, en un patio andaluz, donde todo es silencio, pero Cervantes ha de poblarlo luego con la gazapina de Monipodio y sus amigos. El patio será un dechado de limpieza y de orden: concordes con este aseo, los amigos del dueño de la casa -y el dueño mismo, Monipodio- estarán sujetos a una estrecha observancia; se tratarán mutuamente con lealtad; se castigarán severamente las transgresiones a la rigurosa ordenanza; transpirará acaso en la pintura del patio y sus moradores, un dejo de simpatía. ¿Simpatía por la condición de los personajes? De ningún modo; simpatía por la inseguridad, por la zozobra, por el no saber del mañana: condiciones todas que son las de Cervantes. Desde su retrato, Cervantes nos está mirando, un tantico ladeado. Adivina nuestros pensamientos y espera que hablemos. ¿Qué le vamos a decir a Cervantes? ¿Le diremos que nuestra intranquilidad, como escritores, es su intranquilidad? ¿Le diremos que solo tenemos, como él, la noche y el día?




ArribaAbajoLa novelística

Destino, 17-VI-1944


Frecuentemente se habla del arte de la novela o novelística. La novela es una rectificación de la realidad; encontramos que la realidad es imperfecta, y la rectificamos. La realidad no es lógica, ni coherente, ni natural: lo que pintamos nosotros, sí es lógico, coherente y natural. No hay más Naturaleza que la del novelista: la otra es adulterada. Por ejemplo: un caballero se ve conminado a salir de su Patria; deja en su Patria los caros afectos de su vida; no cuenta con recursos para vivir en el destierro: pudiera tenerlos -y los necesita inexcusablemente- si apelara a alguna añagaza; le repugna el engaño: es hombre probo y limpio; pero no tiene más remedio que arbitrarse los recursos precisos; más tarde, enmendará, con largueza, el entuerto. Su partida de la tierra nativa es patética; como es desgraciado, sus amistades han disminuido; nadie, en la vida, espera nada de un hombre sumido en el infortunio. Y si un hombre no puede hacer nada por nosotros, ¿para qué vamos a conservar su amistad? Y ello con ruego, naturalmente, de nuestra propia persona. Se cierran las puertas para este desdichado: sólo una niña -la infancia es imprudente- se asoma al verlo pasar hacia el destierro y tiene para él unas palabras de compasión. Así comienza la novela: su fábula la han tejido estros populares y anónimos. Vengamos a época más cercana: otro caballero se siente desasosegado en el medio en que vive. No: este ambiente no es el suyo; si el anterior caballero salió de su Patria conminado, este, en cierto modo, sale también con violencia; es la violencia de una realidad que no puede sufrir la que le impulsa a dejar sus prendas familiares, su casa, su haber, sus amigos y aun el fiel can que le acompaña en sus cazatas. Va el caballero en requerimiento del Ideal; es la rectificación de la realidad lo que está haciendo, en este caso, el novelista. De este modo da comienzo esta otra novela: sucede su acción en la Edad moderna. Acerquémonos más adonde nos encontramos: un tercer caballero se muestra también inquieto; lo que le desasosiega, ante todo, es su modo de vida; no hay en ese vivir pábulo para la ensoñación. Y ese personaje es, señaladamente, un soñador: sus ensueños los ha concentrado en algo que ya no está en la ciudad nativa. Cual los dos caballeros anteriores, se ve obligado a dejar su hogar; va en seguimiento de su numen inspirador: la realidad que persigue es más bella que la raez que le circuye; si logra hacer suya la causadora de sus cojijos, será feliz; al menos fruirá de una quietud que al presente no posee. El caballero emprende la ruta al Ideal, como la emprendieron sus predecesores. En tal concepto, el verdadero comienzo de esta empresa es idéntico a los otros señalados. El héroe de la primera novela es el Cid; el de la segunda, Don Quijote; el de la tercera, Ángel Guerra.

La ficción evoluciona; un género se metamorfosea en otro: la substancia es la misma y el envoltorio cambia. A don Ramón Menéndez Pidal, con sus estudios sobre el Romancero, es a quien debemos la evidenciación de esta etapa en la marcha evolutiva de los romances hacia la novela moderna; el Quijote no es otra cosa que un enlace de lo antiguo con lo moderno. Perspicuamente lo demuestra Menéndez Pidal. Quien esté respirando largo lapso, con exclusividad de todo, las auras del Romancero, y luego entre súbito en el ámbito ideal del Quijote, no advertirá cambio alguno. El aire sutil que respire será el mismo de antes. Nada más popular que los romances, y nada que prenda más en el pueblo -pueblo en sentido lato- que el Quijote. Nada más fluido que los romances, y nada con mayor fluidez que la obra de Cervantes. En uno y otro caso nos hallamos en el núcleo, vivo y palpitante, de la nacionalidad española. Desde los romances y el venerable poema copiado por Pedro Abad, hemos llegado, pasando por Cervantes, a la novela de Galdós.

¿Y cómo será la esencia de este género, la novela, que nos llega de tan lejos? Hay romances populares; los hay artísticos y los hay avulgarados. Exactamente lo que sucede con las novelas. La antigua novela por entregas, es hoy la novela policíaca; la de costumbres, es decir, la de todos, es la novela de los grandes novelistas; queda otra novela, correspondiente a esos romances escuetos en que sólo se da una impresión, sin argumento apenas: impresión, con todo, indeleble. Se suele hablar de las novelas en que no pasa nada: en esas novelas es, precisamente, donde pasan más cosas. La intensidad suple al enredo: en un estado de contemplación, la sensibilidad, con hondo impulso, se aúna con el alma del mundo. No pasa nada en el romance del prisionero: dieciséis versos. Y, sin embargo, ¡cuántas cosas sentimos al ir leyéndolo!

Hemos intentado señalar, en este breve estudio, dos fases de la novelística: la evolución del género y la textura de la novela. Resta la gestación de una novela, según las confidencias que poseemos de grandes novelistas; pero este es capítulo extenso.


ArribaCrítica de lo anterior

Pintar como querer, perdónenos el autor este refrán, aplicado a su artículo. No falta ingenio en lo antecedente, falta solidez. Y adviértase, desde el comienzo, la capciosidad del crítico toma por novela estricta lo que sólo puede ser novela en el más amplio sentido, en el sentido que el vulgo da al vocablo novela. Y mejor que este vocablo, el de «novelería». ¿De qué modo será una novela, a par del «Quijote», cabe a «Ángel Guerra, el Poema del Cid»? Novela, sí, laxamente considerado. Pero en un trabajo de crítica hay que ser preciso y exacto. No hablemos -sería cosa larga- de la transformación supuesta de los géneros; tesis esta de un crítico extranjero, Ferdinand Brunetière. Digamos, en honor a la verdad, que no aceptamos como válidas todas las impugnaciones que se hicieron a ese crítico. El lirismo de un Bossuet, ¿se transforma, por ejemplo, en la poesía lírica de un Víctor Hugo o un Lamartine? ¿Y por qué no? ¿Y por qué el Poema del Cid no ha de tener continuidad, a lo largo del tiempo, en el «Quijote» y en «Ángel Guerra»? ¿Y por qué no hemos de ver en la novela moderna una etapa de la evolución que comienza con las romances populares? Pero, repetimos, habría que precisar más una afirmación que, hecha bruscamente, puede parecer falsa.- A.







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